Homilía de la Misa en Santa Marta
Las gentes ‘se quedaban asombradas’ de la doctrina de Jesús, ‘porque hablaba con autoridad’, acabamos de leer en el Evangelio de hoy (Lc 4,31-37). Jesús no era un predicador común, porque su autoridad le viene de la unción especial del Espíritu Santo. Jesús es el Hijo de Dios ungido y enviado a traer la salvación, a traer la libertad. Y algunos se escandalizaban del estilo de Jesús, de su identidad y libertad.
Podemos preguntarnos: ¿Cuál es nuestra identidad de cristianos? Pablo lo dice muy bien hoy (1Cor 2,10b-16). Las palabras ‘no las exponemos en el lenguaje que enseña el saber humano’, dice San Pablo. La predicación de Pablo no es por haber hecho un curso en el Laterano o en la Gregoriana —¡no, no, no: sabiduría humana, no!—, sino que se la ha enseñado el Espíritu: Pablo predicaba con la unción del Espíritu, ‘expresando realidades espirituales en términos espirituales’. Pero el hombre dejado a sus solas fuerzas ‘no capta lo que es propio del Espíritu de Dios: ¡el hombre solo no puede entenderlo!’.
Por eso, si los cristianos no entendemos bien las cosas del Espíritu, ni damos ejemplo ni ofrecemos un testimonio: ¡no tenemos identidad! Para esos tales, las cosas ‘del Espíritu son necedad; no son capaces de percibirlo. En cambio, el hombre de espíritu tiene un criterio para juzgarlo todo, mientras él no está sujeto al juicio de nadie’.
Pero nosotros tenemos el pensamiento de Cristo, es decir, el Espíritu de Cristo. Y esa es la identidad cristiana. No el espíritu del mundo: su modo de pensar, su modo de juzgar… ¡Puedes tener cinco licenciaturas en teología, y no tener el Espíritu de Dios! ¡Quizá seas un gran teólogo, pero no eres buen cristiano, porque no tienes el Espíritu de Dios! Lo que nos da autoridad, lo que te da la identidad es el Espíritu Santo, la unción del Espíritu Santo.
Por eso, el pueblo no quería a esos predicadores, a esos doctores de la ley, porque sí hablaban de teología, pero no llegaban al corazón, no daban libertad. No eran capaces de lograr que el pueblo encontrase su propia identidad, porque no estaban ungidos por el Espíritu Santo.
La autoridad de Jesús —y la autoridad del cristiano— viene precisamente de la capacidad de entender las cosas del Espíritu, de hablar la lengua del Espíritu. Viene de la unción del Espíritu Santo. Y muchas veces encontramos entre nuestros fieles, a viejecitas sencillas, que quizá ni terminaron sus estudios, pero te hablan de las cosas mejor que un teólogo, porque tienen el Espíritu de Cristo. El mismo que tiene San Pablo. Y todos tenemos que pedírselo al Señor: danos la identidad cristiana, la que tú tenías. Danos tu Espíritu. Danos tu modo de pensar, de sentir, de hablar: es decir, ¡Señor danos la unción del Espíritu Santo!