Homilía del Santo Padre
Jesús se dirigía a las gentes con palabras sencillas, que todos podían entender. También esta tarde —lo acabamos de oír— nos habla a través de breves parábolas, que hacen referencia a la vida cotidiana de la gente de aquel tiempo. Los ejemplos del tesoro escondido en el campo y la perla de gran valor tienen como protagonistas a un pobre campesino y a un rico comerciante. El comerciante lleva toda la vida buscando un objeto de valor que apague su sed de belleza, y recorre todo el mundo, sin rendirse, con la esperanza de encontrar lo que está buscando. El otro, el campesino, nunca se ha alejado de su campo y hace el trabajo de siempre, de la misma manera. Sin embargo, para ambos, el final es el mismo: el descubrimiento de algo precioso, para uno un tesoro, para el otro una perla de gran valor. A los dos les une también un mismo sentimiento: la sorpresa y la alegría de haber logrado cumplir sus deseos. Finalmente, ninguno de los dos duda en vender todo para adquirir el tesoro que han hallado. Mediante estas dos parábolas, Jesús nos enseña qué es el reino de los cielos, cómo se encuentra, y qué hacer para poseerlo.
¿Qué es el reino de los cielos? Jesús no se preocupa en explicarlo. Lo anuncia desde el comienzo del evangelio: «El reino de los cielos está cerca» —también hoy está cerca, entre nosotros—, pero nunca lo muestra directamente, sino narrando el obrar de un amo, de un rey, de diez vírgenes… Prefiere dejarlo intuir, con parábolas y ejemplos, manifestando sobre todo sus efectos: el reino de los cielos es capaz de cambiar el mundo, como la levadura escondida en la masa; es pequeño y humilde como un grano de mostaza, pero que se hará grande como un árbol. Las dos parábolas de las que queremos reflexionar nos dan a entender que el reino de Dios se hace presente en la persona misma de Jesús. Él es el tesoro escondido, la perla de gran valor. Se comprende la alegría del campesino y del comerciante: ¡lo han encontrado! Es la alegría de cada uno cuando descubrimos la cercanía y la presencia de Jesús en nuestra vida. Una presencia que trasforma la existencia y nos abre a las exigencias de los hermanos; una presencia que invita a acoger cualquier otra presencia, incluso la del extranjero y del inmigrante. Es una presencia acogedora, una presencia gozosa, una presencia fecunda: así es el reino de Dios dentro de nosotros.
¿Cómo se encuentra el reino de Dios? Cada uno tiene su recorrido peculiar, su camino en la vida. Para alguno, el encuentro con Jesús es esperado, deseado, buscado desde hace tiempo, como se muestra en la parábola del comerciante que va por todo el mundo para encontrar algo de valor. Para otros sucede de repente, casi por casualidad, como en la parábola del campesino. Esto nos recuerda que Dios siempre se deja encontrar, porque Él es el primero que desea encontrarnos y el primero que busca encontrarnos: vino para ser el “Dios con nosotros”. Y Jesús está entre nosotros, está hoy aquí. Lo dijo Él: cuando estéis reunidos en mi nombre, yo estaré entre vosotros. El Señor está aquí, con nosotros, en medio de nosotros. Es Él quien nos busca, quien se hace encontrar incluso por quien no lo busca. A veces se deja encontrar en lugares insólitos y en momentos inesperados. Cuando encontramos a Jesús, quedamos fascinados, conquistados, y es una alegría dejar nuestro habitual modo de vivir —a veces árido y apático— para abrazar el evangelio y dejarnos guiar por la lógica nueva del amor y del servicio humilde y desinteresado. La palabra de Jesús, el evangelio. Os hago una pregunta, pero no quiero que respondáis: ¿Cuántos leéis cada día un trozo del evangelio? Sin embargo, cuantos, tal vez, se dan prisa por acabar el trabajo para no perder la telenovela… Tener el evangelio en las manos, tener el evangelio en la mesilla de noche, tener el evangelio en el bolso, tener el evangelio en el bolsillo y abrirlo para leer la palabra de Jesús: así viene el reino de Dios. El contacto con la palabra de Jesús nos acerca al reino de Dios. Pensadlo bien: un evangelio pequeño siempre al alcance de la mano, se abre en un punto cualquiera y se lee lo que dice Jesús, y Jesús está ahí.
¿Qué hacer para poseer el reino de Dios? En este punto, Jesús es muy explícito: no basta el entusiasmo y la alegría del descubrimiento. Hace falta anteponer la perla preciosa del reino a cualquier otro bien terreno; hay que poner a Dios en el primer lugar de nuestra vida, preferirlo a todo. Dar el primado a Dios significa tener el valor de decir no al mal, no a la violencia, no a los abusos, para vivir una vida de servicio a los demás, en favor de la legalidad y del bien común. Cuando una persona descubre a Dios —verdadero tesoro— abandona un estilo de vida egoísta y procura compartir con los demás la caridad que viene de Dios. Quien se hace amigo de Dios, ama a los hermanos, se compromete por salvaguardar su vida y su salud, respetando también el ambiente y la naturaleza. Sé que sufrís por estas cosas. Hoy, cuando he llegado, uno se me ha acercado y me ha dicho: “Santo Padre, dénos esperanza”. Yo no puedo daros esperanza, pero sí puedo deciros que donde está Jesús ahí está la esperanza; donde está Jesús se ama a los hermanos, protegemos su vida y su salud y respetamos el ambiente y la naturaleza. Esa es la esperanza que nunca defrauda, la que da Jesús. Esto es especialmente importante en esta hermosa tierra vuestra que necesita ser protegida y preservada, y tener el valor de decir no a toda forma de corrupción e ilegalidad —todos sabemos el nombre de esas formas de corrupción y de ilegalidad—, requiere que todos seamos servidores de la verdad y asumamos en toda situación el estilo de vida evangélico, que se manifiesta en el don de sí y en la atención al pobre y al marginado. ¡Atender al pobre y al marginado! La Biblia está llena de esas exhortaciones. El Señor dice: Hacéis esto o aquello. Pero no me importa; lo que me importa es que el huérfano sea atendido, que la viuda sea cuidada, que el marginado sea acogido, que la creación sea protegida. ¡Ese es el reino de Dios!
Hoy es la fiesta de Santa Ana, y me gusta llamarla abuela de Jesús, por lo que hoy es un buen día para celebrar a las abuelas. Cuando estaba incensando el altar, he visto una cosa bellísima: que la estatua de Santa Ana no está coronada, pero su hija, María, sí lo está. Y eso es hermoso. Santa Ana es la mujer que preparó a su hija para ser reina, la reina de cielos y tierra. ¡Hizo un buen trabajo esa mujer! Santa Ana, patrona de Caserta, ha reunido en esta plaza a los diversos componentes de la comunidad diocesana con el Obispo y con la presencia de las autoridades civiles y representantes de varias realidades sociales. Deseo animaros a todos a vivir la fiesta patronal libre de todo condicionamiento, expresión pura de la fe de un pueblo que se reconoce familia de Dios y fortalece sus vínculos de fraternidad y solidaridad. Santa Ana tal vez escuchó a su hija proclamar las palabras del Magnificat, que María seguramente repitió muchas veces: “Derribó del trono a los poderosos, ensalzó a los humildes, y a los hambrientos los colmó de bienes” (Lc 1,51-53). Que Ella os ayude a buscar el único tesoro, Jesús, y os enseñe a descubrir los criterios del obrar de Dios; Él invierte los juicios del mundo, viene en socorro de los pobres y de los pequeños y colma de bienes a los humildes, que confían su existencia a Él. Tened esperanza, la esperanza no defrauda. Me gusta repetiros: ¡no os dejéis robar la esperanza!