¿Por qué tanta gente seguía a Jesús? Era seguido por la muchedumbre porque estaban asombradas de su enseñanza, sus palabras causaban estupor en su corazón, el asombro de encontrar algo bueno, grande. Los otros, en cambio, hablaban, pero no llegaban al pueblo. Había hasta cuatro grupos de personas que hablaban en tiempos de Jesús. En primer lugar los fariseos, que hacían del culto a Dios, de la religión, una lista de mandamientos y, de diez que eran, los convertían en más de trescientos, cargando el peso sobre los hombros del pueblo. Reducían la fe en el Dios Vivo a la pura casuística. Por ejemplo: “Tienes que cumplir el cuarto mandamiento; Sí, sí, sí. Tienes que dar de comer a tu padre anciano, a tu madre anciana; Sí, sí, sí. Pero, sabe usted, no puedo hacerlo, porque ya he dado mi dinero al templo”. ¡Y los padres mueren de hambre! Contradicciones de la casuística más cruel. El pueblo les respetaba, porque el pueblo es respetuoso. ¡Les respetaba, pero no les escuchaba! Se iban. Otro grupo eran los Saduceos, que no tienen fe, la habían perdido. Su tarea religiosa la hacían en la calle de los acuerdos con los poderes: poderes políticos, poderes económicos. Eran hombres de poder. Un tercer grupo era el de los revolucionarios, los celotes, que querían hacer la revolución para liberar al pueblo de Israel de la ocupación romana. Pero el pueblo tiene sentido común y sabe distinguir cuando la fruta está madura y cuando no lo está. Y tampoco les seguían. El cuarto grupo era gente buena, los Esenios, monjes que consagraban su vida a Dios. Sin embargo, estaban lejos del pueblo y el pueblo no podía seguirlos.
Esas eran las voces que llegaban al pueblo, pero ninguna tenía la fuerza de encender el corazón del pueblo. ¡Jesús sí! La muchedumbre estaba asombrada: oían a Jesús y su corazón se encendía; el mensaje de Jesús les llegaba al corazón. Jesús se acercaba al pueblo, curaba el corazón del pueblo, comprendía las dificultades. Jesús no tenía vergüenza de hablar con los pecadores, es más, iba a encontrarlos. A Jesús le daba alegría, le gustaba ir con su pueblo. Y eso por ser el Buen Pastor, las ovejas oyen su voz y le siguen. Por eso el pueblo seguía a Jesús, porque era el Buen Pastor. No era ni un fariseo casuístico moralista, ni un saduceo que hacía negocios políticos con los poderosos, ni un guerrillero que buscaba la liberación política de su pueblo, ni un contemplativo de monasterio. ¡Era un pastor! Un pastor que hablaba la lengua de su pueblo, se hacía entender, decía la verdad, las cosas de Dios: ¡no rebajaba nunca las cosas de Dios! Pero las decía de tal modo que el pueblo quería las cosas de Dios, y por eso le seguían.
Jesús nunca se alejó del pueblo ni tampoco de su Padre. Estaba muy unido al Padre —¡era uno con el Padre!— y muy cerca del pueblo. Y eso le daba autoridad y el pueblo le seguía. Contemplando a Jesús, Buen Pastor, nos vendrá bien pensar a quién nos gusta seguir. ¿A quién me gusta seguir? ¿A los que me hablan de cosas abstractas o de casuísticas morales; a los que se llaman pueblo de Dios, pero no tienen fe y lo negocian todo con los poderes políticos y económicos; a los que quieren hacer siempre cosas raras, cosas destructivas, guerras llamadas de liberación y que, al final, no son los caminos del Señor; o a un contemplativo lejano? ¿A quien me gusta seguir? Llevemos esta pregunta a la oración y pidamos a Dios, al Padre, que nos haga estar cerca de Jesús para seguirle, para asombrarnos de lo que nos dice.