AUDIENCIA GENERAL
Hoy hay otro grupo de peregrinos unidos a nosotros en el Aula Pablo VI, que son los enfermos. Porque con este tiempo, entre el calor y la posibilidad de lluvia, era más prudente que se quedasen allí. Pero están unidos a nosotros por una pantalla gigante, y así estamos unidos en la misma audiencia. Y todos rezaremos hoy especialmente por ellos, por sus enfermedades.
En la primera catequesis sobre la Iglesia, el miércoles pasado, partimos de la iniciativa de Dios que quiere formar un pueblo que lleve su bendición a todos los pueblos de la tierra. Comienza con Abraham y luego, con mucha paciencia —¡y Dios tiene mucha!—, prepara al pueblo en la Antigua Alianza para que, en Jesucristo, sea signo e instrumento de unión de los hombres con Dios y entre sí (cfr Lumen gentium, 1). Hoy queremos detenernos en la importancia, para el cristiano, de pertenecer a este pueblo. Hablaremos de la pertenencia a la Iglesia.
1. No estamos aislados y no somos cristianos a título individual, cada uno por su cuenta, no, ¡nuestra identidad cristiana es pertenencia! Somos cristianos porque pertenecemos a la Iglesia. Es como un apellido: si el nombre es “soy cristiano”, el apellido es “pertenezco a la Iglesia”. Es muy bonito notar cómo esa pertenencia se expresa también en el nombre que Dios se atribuye a sí mismo. Respondiendo a Moisés, en el episodio estupendo de la zarza ardiente (cfr Ex 3,15), se define como el Dios de los padres. No dice: Yo soy el Omnipotente…, no: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob. De este modo, se manifiesta como el Dios que realizó una alianza con nuestros padres y sigue siempre fiel a su pacto, y nos llama a entrar en esa relación que nos precede. Esa relación de Dios con su pueblo nos precede a todos, viene de aquel tiempo.
2. En este sentido, el pensamiento va en primer lugar, con agradecimiento, a los que nos han precedido y acogido en la Iglesia. ¡Nadie se hace cristiano solo! ¿Está claro? Nadie se vuelve cristiano por sí mismo. No se hacen cristianos en el laboratorio. El cristiano es parte de un pueblo que viene de lejos. El cristiano pertenece a un pueblo que se llama Iglesia y esta Iglesia lo hace cristiano, en el día del Bautismo, y luego durante la catequesis, etc. Pero nadie, nadie se hace cristiano solo. Si creemos, si sabemos rezar, si conocemos al Señor y podemos escuchar su Palabra, si lo sentimos cerca y lo reconocemos en los hermanos, es porque otros, antes que nosotros, han vivido la fe y luego nos la trasmitieron. La fe la hemos recibido de nuestros padres, de nuestros antepasados, y ellos nos la enseñaron. Si lo pensamos bien, quién sabe cuántos rostros queridos nos pasan ante los ojos en este momento: puede ser el rostro de nuestros padres que pidieron para nosotros el Bautismo; el de nuestros abuelos o de cualquier familiar que nos enseñó a hacer la señal de la cruz y a rezar las primeras oraciones. Yo recuerdo siempre la cara de la monja que me enseñó el catecismo, siempre me viene a la mente —seguro que ya está en el Cielo, porque era una mujer santa— y doy gracias a Dios por esa monja. O la cara del párroco, o de otro sacerdote, o de una monja, un catequista, que nos trasmitió el contenido de la fe y nos hizo crecer como cristianos… Así que, esa es la Iglesia: una gran familia, en la que se es acogido y se aprende a vivir como creyentes y como discípulos del Señor Jesús.
3. Este camino lo podemos vivir no solo gracias a otras personas, sino junto a otras personas. En la Iglesia no existe el “hazlo tú mismo”, no existen líberos*. ¡Cuántas veces el Papa Benedicto describió la Iglesia como un “nosotros” eclesial! A veces sucede que se oye a alguien decir: “Yo creo en Dio, creo en Jesús, pero la Iglesia no me interesa…”. ¿Cuántas veces lo hemos oído? ¡Y eso no puede ser! Hay quien considera que puede tener un trato personal, directo, inmediato con Jesucristo fuera de la comunión y la mediación de la Iglesia. Son tentaciones peligrosas y dañinas. Son, como decía el gran Pablo VI, dicotomías absurdas. Es verdad que caminar juntos es comprometido, y a veces puede resultar fastidioso: puede suceder que algún hermano o hermana nos cause problemas, o nos dé escándalo… Pero el Señor confió su mensaje de salvación a personas humanas, a nosotros, a testigos; y, precisamente en nuestros hermanos y hermanas, con sus dones y defectos, nos sale al encuentro y se hace reconocer. Y esto significa pertenecer a la Iglesia. Recordadlo bien: ser cristiano significa pertenencia a la Iglesia. El nombre es “cristiano”, el apellido es “pertenencia a la Iglesia”.
Pidamos al Señor, por intercesión de la Virgen María, Madre de la Iglesia, la gracia de no caer nunca en la tentación de pensar que podemos prescindir de los demás, de poder prescindir de la Iglesia, de podernos salvar solos, de ser cristianos de laboratorio. Al contrario, no se puede amar a Dios sin amar a los hermanos, no se puede amar a Dios fuera de la Iglesia; no se puede estar en comunión con Dios sin estarlo con la Iglesia, y no podemos ser buenos cristianos sino junto a todos los que procuran seguir al Señor Jesús, como un único pueblo, un único cuerpo, y eso es la Iglesia.
* En fútbol, el líbero es un defensa que posee la particularidad de estar «libre» de obligaciones de marca y de una zona que deba cubrir.