AUDIENCIA GENERAL
Queridos hermanos y hermanas. Enhorabuena a vosotros porque sois muy valientes, con este tiempo que no se sabe si va a llover o no. ¡Valientes! Esperemos terminar la audiencia sin lluvia, que el Señor tenga piedad de nosotros.
Hoy comienzo un ciclo de catequesis sobre la Iglesia. Es como un hijo que habla de su madre, de su familia, porque hablar de la Iglesia es hablar de nuestra madre, de nuestra familia. Y es que la Iglesia no es una institución cuyo fin sea ella misma ni una asociación privada, ni una ONG, ni mucho menos se debe restringir la mirada al clero o al Vaticano… “La Iglesia piensa…”. ¡Pero si la Iglesia somos todos! “¿De qué hablas? De los curas…”. Sí, los curas son parte de la Iglesia, ¡pero la Iglesia somos todos! No la restrinjamos a sacerdotes, obispos y Vaticano, que son partes de la Iglesia, pero la Iglesia somos todos: ¡todos de la misma familia, todos de la misma madre! La Iglesia es una realidad mucho más amplia, que se abre a toda la humanidad y que no nace en un laboratorio ni de repente. Está fundada por Jesús, pero es un Pueblo con una historia larga a sus espaldas y una preparación que comenzó mucho antes que el mismo Cristo.
1. La historia, o prehistoria, de la Iglesia se encuentra ya en las páginas del Antiguo Testamento. Hemos escuchado el Libro del Génesis: Dios elige a Abraham, nuestro padre en la fe, y le pide que salga, que deje su patria y vaya a otra tierra, que Él le indicará (cfr Gen 12,1-9). Y en esta vocación, Dios no llama solo a Abraham, como individuo, sino que implica desde el comienzo a su familia, su parentela y a todos los que están al servicio de su casa. Una vez en camino, —sí, así empezó a caminar la Iglesia—, Dios ensanchará aún más el horizonte y colmará a Abraham de su bendición, prometiéndole una descendencia numerosa como las estrellas del cielo y como la arena de la orilla del mar. El primer dato importante es este: comenzando por Abraham, Dios forma un Pueblo para que lleve su bendición a todas las familias de la tierra. Y dentro de ese Pueblo nació Jesús. Dios hizo el Pueblo, la historia, la Iglesia en camino, y ahí nace Jesús, en ese Pueblo.
2. Un segundo elemento: no es Abraham quien constituye en torno a sí un Pueblo, sino Dios quien da vida al Pueblo. Habitualmente, era el hombre quien se dirigía a la divinidad, procurando colmar la distancia e invocando ayuda y protección. La gente rezaba a los dioses, a las divinidades. En este caso, en cambio, se asiste a algo inaudito: es Dios mismo quien toma la iniciativa. Es Dios mismo quien llama a la puerta de Abraham y le dice: adelante, sal de tu tierra, comienza a caminare y yo haré de ti un gran Pueblo. Y ese es el inicio de la Iglesia y en ese Pueblo nace Jesús. Dios toma la iniciativa y dirige su palabra al hombre, creando un vínculo y una relación nueva con él. “Pero, ¿cómo es esto? ¿Dios nos parla?” ¡Sí! “¿Y nosotros podemos hablar con Dios?” ¡Sí! “¿Pero podemos tener una conversación con Dio?” ¡Sí! Y eso se llama oración, pero es Dios quien lo ha hecho desde el principio. Así forma Dios un Pueblo con todos los que escuchan su Palabra y se ponen en camino, fiándose de Él. Esa es la única condición: ¡fiarse de Dios! Si te fías de Dios, lo escuchas y te pones en camino, eso es hacer Iglesia. El amor de Dios lo precede todo. Dios siempre es el primero, llega antes que nosotros, nos precede. El profeta Isaías, o Jeremías, no recuerdo bien, decía que Dios es como la flor del almendro, porque es el primer árbol que florece en primavera, para decir que Dios siempre florece antes que nosotros. Cuando llegamos nosotros, Él ya nos está esperando, nos llama, nos hace caminar. Siempre se anticipa a nosotros. Y eso se llama amor, porque Dios nos espera siempre. “Pero, yo no creo eso, porque si usted supiera mi vida, tan fea, ¿cómo puedo pensar que Dios me espere?” ¡Dios te espera! Y si has sido un gran pecador, te espera más y te espera con tanto amor, porque Él está antes. ¡Esa es la belleza de la Iglesia, que nos lleva a este Dios que nos espera! Precede a Abraham, y precede incluso a Adán.
3. Abraham y los suyos escuchan la llamada de Dios y se ponen en camino, a pesar de que no saben bien ni quién es ese Dios ni a dónde los quiere llevar. Es verdad, porque Abraham se pone en camino fiándose de ese Dios que le ha hablado, pero no tenía un libro de teología para estudiar qué era ese Dios. Se fía, se fía del amor. Dios le hace sentir el amor y él se fía. Pero eso no significa que esa gente esté siempre convencida y sea fiel. Es más, desde el principio, ya hay resistencias, el repliegue sobre sí mismos y sus propios intereses y la tentación de regatear con Dios y resolver las cosas a su modo. Esas son las traiciones y los pecados que marcan el camino del Pueblo a lo largo de toda la historia de la salvación, que es la historia de la fidelidad de Dios y de la infidelidad del Pueblo. Dios, sin embargo, no se cansa, Dios tiene paciencia, tiene mucha paciencia y, a lo largo del tiempo, continúa educando y formando a su Pueblo, como un padre con su hijo. Dios camina con nosotros. Dice el profeta Oseas: “Yo he caminado contigo y te he enseñado a caminar como un papá enseña a caminar al niño”. ¡Hermosa, esta imagen de Dios! Pues así es con nosotros: nos enseña a caminar. Y es la misma actitud que mantiene respecto a la Iglesia. Porque también nosotros, aunque tengamos el propósito de seguir al Señor Jesús, notamos cada día el egoísmo y la dureza de nuestro corazón. Pero cuando nos reconocemos pecadores, Dios nos llena de su misericordia y de su amor. Y nos perdona, nos perdona siempre. Y eso es lo que nos hace crecer como Pueblo de Dios, como Iglesia: no es nuestra valentía, no son nuestros méritos —somos poca cosa, no es eso—, sino la experiencia diaria de lo mucho que el Señor nos quiere y cuida de nosotros. Esto es lo que nos hace sentirnos suyos de verdad, en sus manos, y nos hace crecer en la comunión con Él y entre nosotros. Ser Iglesia es sentirse en las manos de Dios, que es padre y nos quiere, nos acaricia, nos espera, nos hace sentir su ternura. ¡Y esto es muy bonito!
Queridos amigos, este es el plan de Dios; cuando llamó a Abraham, Dios pensaba en esto: formar un Pueblo bendito por su amor y que lleve su bendición a todos los pueblos de la tierra. Ese proyecto no cambia, está siempre en acto. En Cristo tuvo su cumplimiento y todavía hoy Dios continúa realizándolo en la Iglesia. Pidamos pues la gracia de permanecer fieles al seguimiento del Señor Jesús y a la escucha de su Palabra, dispuesto a partir cada día, como Abraham, hacia la tierra de Dios y del hombre, nuestra verdadera patria, y así convertirnos en bendición, signo del amor de Dios por todos sus hijos. A mí me gusta pensare que un sinónimo, otro nombre que podemos tener los cristianos sería este: ¡somos gente que bendice! El cristiano, con su vida, debe bendecir siempre, bendecir a Dios y bendecir a todos. Los cristianos somos gente que bendice, que sabe bendecir. ¡Es una hermosa vocación!