Una historia muy triste, la que acabamos de leer en la primera lectura, y que, aunque sea antiquísima, sigue siendo uno de los pecados más frecuentes: la corrupción. La liturgia cuenta la historia de Nabot, propietario desde hace generaciones de una viña. Cuando el rey Acab —con intención de aumentar un poco su jardín— le pide que se la venda, Nabot lo rechaza porque no pretende deshacerse de la herencia de sus padres. El rey se lo toma muy mal, y su mujer Jezabel urde una trampa: con la complicidad de falsos testigos, arrastra al tribunal a Nabot, que acaba condenado y lapidado hasta la muerte. Al final, entrega la viña deseada al marido, el cual se adueña de ella tan tranquilo, como si no hubiera pasado nada.
Esta historia se repite continuamente en quien detenta poder material, político o espiritual. En los periódicos leemos tantas veces que han llevado al tribunal a un político que se había enriquecido misteriosamente. O han llevado al tribunal el jefe de una empresa que mágicamente se había enriquecido, o sea, explotando a sus obreros. Se habla mucho de tal eclesiástico que se ha enriquecido, dejando su deber pastoral para cuidar su poder. Y así los corruptos políticos, los corruptos de los negocios y los corruptos eclesiásticos. Los hay por todas partes. ¡Y hay que decir la verdad!: la corrupción es precisamente el pecado que más a mano tiene esa persona con autoridad —ya sea económica, política o eclesiástica— sobre los demás. Todos somos tentados de corrupción. Es un pecado muy frecuente, porque cuando uno tiene autoridad se siente poderoso, se siente casi “dios”.
Además, se van haciendo cada vez más corruptos, pensando en su propia seguridad. Primero el bienestar, el dinero, luego el poder, la vanidad, el orgullo… Y así, todo. Hasta pueden llegar a matar. Pero, ¿quién paga la corrupción? ¿Quién te da el sobre? ¡Ah, no, eso lo hace el intermediario! La corrupción en realidad la paga el pobre. Si hablamos de corruptos políticos o corruptos económicos, ¿quién paga eso? Lo pagan los hospitales sin medicinas, los enfermos sin atención, los niños sin educación. Ellos son los modernos Nabot, que pagan la corrupción de los grandes. ¿Y quien paga la corrupción de un eclesiástico? La pagan los niños que no saben hacer la señal de la cruz, que no saben el catecismo, que no son atendidos. La pagan los enfermos que no son visitados, la pagan los presos que no tienen atención espiritual. Los pobres lo pagan. La corrupción la pagan los pobres: pobres materiales o pobres espirituales.
El único camino para salir de la corrupción, el único modo de vencer la tentación, el pecado de la corrupción, es el servicio. Porque la corrupción viene del orgullo, de la soberbia, y el servicio te humilla: es la caridad humilde para ayudar a los demás. Hoy ofrecemos la Misa por los que pagan la corrupción, pagan la vida de los corruptos. Los mártires de la corrupción política, de la corrupción económica y de la corrupción eclesiástica. Recemos por ellos. Que el Señor nos acerque a ellos. Seguramente estaba muy cerca de Nabot, en el momento de la lapidación, como estaba muy cerca de Esteban. Que el Señor esté a su lado y les dé la fuerza para seguir adelante en su testimonio, en su propio testimonio.