Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
(Gen 15,5-12.17-18) "Yo soy el Señor que te sacó de Ur"
(Fil 3,17-4,1) "Somos ciudadanos del cielo"
(Lc 9,28b-36) "Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle"
Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía en la Parroquia de San Roberto Belarmino (2-III-1980)
--- La Transfiguración
--- Escuchar al Señor
--- Hacia el cielo
--- La Transfiguración
“Éste es mi Hijo elegido, escuchadle”.
Oímos estas palabras en el momento en que Pedro, Juan y Santiago, los Apóstoles elegidos por Cristo, se encuentran en el monte Tabor; en el momento de la Transfiguración: “Mientras oraba, el aspecto de su rostro se transformó, su vestido se volvió blanco y resplandeciente. Y he aquí que dos varones hablaban con Él, Moisés y Elías” (Lc 9,29-30).
Se trata, pues, de un momento único. Momento en que Cristo, en cierto sentido, desea decir a los Apóstoles elegidos todavía algo más sobre Sí mismo y sobre su misión. Y no olvidemos que se trata de los mismos tres Apóstoles a quienes Él, después de algún tiempo, llevará consigo a Getsemaní, a fin de que puedan ser testigos cuando se encuentre en la angustia del espíritu y aparezca sobre su rostro el sudor de sangre (cfr. Mc 14,33; Lc 22,44). Sin embargo, en el monte Tabor somos testigos con ellos de la exaltación, de la glorificación de Cristo en su aspecto humano, en el que pudieron verle en la tierra los Apóstoles y las muchedumbres.
“Éste es mi Hijo, escuchadle”.
Estas palabras resuenan sobre Cristo por segunda vez. Por segunda vez da testimonio de Él desde lo Alto: en este testimonio el Padre habla del Hijo, de su Predilecto, Eterno, que es la misma sustancia que el Padre, del que es Dios de Dios y Luz de Luz, y se hizo hombre semejante a cada uno de nosotros.
La primera vez este testimonio fue pronunciado en el Jordán, en el momento del bautismo de Juan. Juan dijo: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Y una voz del cielo: “Éste es mi Hijo amado en quien tengo mis complacencias” (Mt 3,17).
Esto sucedió en el Jordán -al mismo tiempo de la misión mesiánica de Cristo-. Ahora sucede en el monte Tabor, ante la pasión que se acerca: ante el Getsemaní, el Calvario. Y al mismo tiempo en testimonio de la futura resurrección.
Cuando el Padre viene, en esta misteriosa voz de lo Alto, da testimonio del Hijo y, a la vez, nos hace conocer que por Él y en Él -por Él y en Él- se encierra la nueva y definitiva Alianza con el hombre. Esta Alianza había sido realizada antiguamente con Abraham, que es padre de nuestra fe (como dice San Pablo, cfr. Rom 4,11): y éste fue el comienzo de la Antigua Alianza. Sin embargo, la Alianza se había hecho antes aún con Adán, con el primer Adán (como lo llama San Pablo, cfr. 1 Cor 15,45) y no mantenida después por los progenitores, esperaba a Cristo, el segundo “el último Adán” (1 Cor 15,45), para adquirir en Él y por Él -por Él y en Él- su definitiva forma perfecta.
Dios-Padre realiza la Alianza con el hombre, con la humanidad, en su Hijo. Éste es el culmen de la economía de la salvación, de la revelación del amor divino hacia el hombre. La Alianza se ha realizado para que en Dios-Hijo los seres humanos se conviertan en hijos de Dios. Cristo nos “ha dado poder de venir a ser hijos de Dios” (Jn 1,12), sin mirar la raza, lengua, nacionalidad, sexo. “No hay judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,38).
Cristo revela a cada uno de los hombres la dignidad de hijo adoptivo de Dios, dignidad a la cual está unida su vocación suprema: terrestre y eterna. “Nuestra patria está en los cielos -escribirá San Pablo a los Filipenses-, de donde esperamos un salvador: al Señor Jesucristo, que transformará nuestro humilde cuerpo conforme a su cuerpo glorioso en virtud del poder que tiene para someter a Sí todas las cosas” (3, 20-21).
Y esta obra de la Alianza: la obra de llevar al hombre a la dignidad de hijo adoptivo (o de hija) de Dios, Cristo la realiza de modo definitivo a través de la cruz. Esta es la verdad que la Iglesia, en el presente período de Cuaresma, desea poner de relieve de modo particular: sin la cruz de Cristo no existe esa suprema elevación del hombre.
De aquí las duras palabras del Apóstol en la segunda lectura de hoy acerca de los que “andan... como enemigos de la cruz de Cristo”; su dios es el vientre (cfr. Fil. 3,18-19) (quiere decir que lo temporal es sólo lo que tiene valor de provecho material y de utilidad). El Apóstol habla de ésos “con lágrimas en los ojos” (Fil. 3,18). Tratemos de preguntarnos si esta lágrimas del Apóstol de las Gentes no se refieren también a nosotros, a nuestra época histórica, al hombre de nuestro tiempo. Pensemos sobre esto y preguntémonos si también en nuestra generación no crece una cierta hostilidad hacia la cruz de Cristo, hacia el Evangelio; quizá sólo se trate de una indiferencia que, a veces, es peor que la hostilidad.
--- Escuchar al Señor
La voz de lo Alto dice: “Éste es mi Hijo elegido, escuchadle”.
¿Qué significa escuchar a Cristo? Es una pregunta que no puede dejar de plantearse un cristiano. Ni su razón. Ni su conciencia. ¿Qué significa escuchar a Cristo?.
Toda la Iglesia debe dar siempre una respuesta a esta pregunta en las dimensiones de las generaciones, de las épocas, de las condiciones sociales, económicas y políticas que cambian. La respuesta debe ser auténtica, debe ser sincera, así como es auténtica y sincera la enseñanza de Cristo, su Evangelio, y después Getsemaní, la cruz y la resurrección.
Y cada uno de nosotros debe dar siempre una respuesta a esta pregunta: si su cristianismo, si su vida son conformes con la fe, si son auténticos y sinceros. Debe dar esta respuesta si no quiere correr el riesgo de tener como dios al propio vientre(cfr. Fil. 3,19), y de comportarse como enemigo “de la cruz de Cristo” (Fil. 3,19).
La respuesta será cada vez un poco diversa: diversa será la respuesta del padre y de la madre de familia, diversa la de los novios, diversa la del niño, diversa la del muchacho y la de la muchacha, diversa la del anciano, diversa la del enfermo clavado en el lecho del dolor, diversa la del hombre de ciencia, de la política, de la cultura, de la economía, diversa la del hombre del duro trabajo físico, diversa la de la religiosa o del religioso, diversa la del sacerdote, del pastor de almas, del obispo y del Papa.
Y aun cuando estas respuestas deben ser tantas cuantos son los hombres que confiesan a Cristo, sin embargo, será única en cierto sentido, caracterizada con la semejanza interna con Aquél a quien el Padre celeste nos ha recomendado escuchar (“escuchadle”). Tal como dice de nuevo San Pablo: “Sed imitadores míos...” (Fil. 3,17), y en otro lugar añade, “como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 11,1).
Ahora permitidme, queridos hermanos y hermanas, que me detenga aquí para recordaros esta pregunta: ¿qué significa escuchar a Cristo? Y con esta pregunta os dejaré durante toda la Cuaresma. No os doy la respuesta demasiado pormenorizada, sólo os pido que cada uno de vosotros se plantee constantemente esta pregunta: ¿qué significa escuchar a Cristo en mi vida?
Y ahora añado -siguiendo la liturgia de hoy- que escuchar a Cristo, que es el Hijo predilecto del eterno Padre, es al mismo tiempo la fuente de esa esperanza y alegría, de la que habla espléndidamente el Salmo de la liturgia de hoy:
“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?” (Sal 26(27),1).
--- Hacia el cielo
De aquí nace el constante motivo de la aspiración espiritual:
“Escúchame, Señor, no me escondas tu rostro; no rechaces con ira a tu siervo”(Sal. 26(27) 7-8).
Buscar el rostro de Dios: he aquí la dirección que da Cristo a la vida humana:
“Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro; no rechaces con ira a tu siervo” (Sal. 26(27) 8-9).
Continuando en esta dirección, el hombre no se cierra en los límites de lo temporal. Vive con la gran perspectiva.
“Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor” (Sal. 26(27) 13-14).
Sí. Espera en el Señor.
DP-64 1980
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
"Cristo nuestro Señor, enseña S. León Magno, manifestó su gloria a unos testigos predilectos; y les dio a conocer en su cuerpo, en todo semejante al nuestro, el resplandor de su divinidad. De esta forma, ante la proximidad de su Pasión, fortaleció la fe de los apóstoles para que sobrellevaran el escándalo de la cruz; y alentó la esperanza de la Iglesia al revelar, en sí mismo, la claridad que brillará un día en todo el Cuerpo que le reconoce como Cabeza suya".
"Escuchadle". Fue la voz que escucharon los discípulos en esta portentosa revelación de la divinidad de su Maestro. Si siempre debemos orar sin desanimarnos (Cf Lc 18,1 y ss.), con mayor motivo en los momentos de crisis para reafirmarnos en el camino y que la esperanza no decaiga.
Oración es hablar con Dios, pero también escucharle. Hay distintos modos de orar: alabando a Dios, pidiéndole ayuda o perdón, dándole gracias por los beneficios recibidos de Él. Pero la oración tiene también el claro objetivo de escuchar a Dios para conocerlo y amarle más y así "transforme nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa", como reza la 2ª Lectura de hoy.
La Transfiguración del Señor nos impulsa también a nosotros a mostrar su rostro mientras caminamos hacia la Pascua eterna. "Nosotros, enseña S. Pablo, reflejamos la gloria de Dios y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente... Dios ha brillado en nuestros corazones para que nosotros iluminemos, dando a conocer la gloria de Dios reflejada en Cristo" (2 Co 3,18;4,6). Hemos de reflejar a Cristo con nuestro comportamiento, nuestra conversación, nuestra mirada, nuestra sonrisa... ¡Qué impacto tan beneficioso ejerce en los demás la persona que irradia paz y no siembra discordias; que es alegre aunque palpe las asperezas de la vida; que es servicial, generosa, comprensiva, atenta, cortés... Cuando un cristiano se conduce así, deja traslucir algo de la gloria del Señor y los que le tratan la perciben.
"Escuchadle". Escuchamos a Cristo cuando participamos en la Santa Misa y estamos atentos y receptivos a las Lecturas; cuando secundamos la voz del Espíritu Santo que resuena en nuestra conciencia animándonos a ser mas generosos en todo o recriminándonos nuestra desidia, nuestro egoísmo; cuando tenemos el hábito de leer con frecuencia el Evangelio y grabamos en el corazón esas palabras; cuando escuchamos la voz de la Iglesia, tanto del Papa y los Obispos, como de quienes recibimos un consejo espiritual acertado.
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«¡Maestro, qué bien se está aquí!»
I. LA PALABRA DE DIOS
Gn 15, 5-12. 17-18: Dios hace alianza con el fiel Abrahán
Sal 26, 1.7-8a.8b-9abc.13-14: El Señor es mi luz y mi salvación
Flp 3, 17-4, 1: Cristo nos transformará, según el modelo de su cuerpo glorioso
Lc 9, 28b-36: Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió
II. LA FE DE LA IGLESIA
«Una visión anticipada del Reino: La Transfiguración... Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para "entrar en su gloria" (Lc 24, 27), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la montaña; la ley y los Profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías. La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios. La nube indica la presencia del Espíritu Santo: "Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa" (Santo Tomás)» (554-555).
III. TESTIMONIO CRISTIANO
Pedro no había comprendido... cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña. Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir? (S. Agustín)» (556).
IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA
A. Apunte bíblico-litúrgico
En los tres sinópticos, la transfiguración está estrechamente vinculada al primer anuncio de la pasión y en Lucas a la oración de Jesús: «mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió». La transfiguración es una experiencia mística de la humanidad de Cristo, compartida con los tres discípulos predilectos. Estos, no habituados, «se asustaron al entrar en la nube».
En Lucas se destaca el binomio gloria-muerte. La gloria de la transfiguración está patente en los tres sinópticos. Pero, al mismo tiempo, Moisés y Elías «hablaban de su muerte [su éxodo], que iba a consumar en Jerusalén» (lo propio de Lucas). Y todo quedaba envuelto en el misterio del «secreto mesiánico: "guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie". Pasión y Gloria, secreto mesiánico, anuncian y anticipan en este mundo de muerte lo que no es de él, el Misterio Pascual.
B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica
La fe:
Jesús es el «Hijo único de Dios»: 444; 441-445.
La gracia transfigura ya a los hombres: 1996-2005.
Por los sacramentos: 556.
La transfiguración, avance de la Segunda Venida y «esperanza de los cielos nuevos y de la nueva tierra»: 1042-1050.
La respuesta:
La transfiguración del bautizado por la oración: 2559-2565.
La transfiguración del bautizado por la vida moral: 1691-1698.
La transformación de los deseos: 2520-2533; 2544-2550.
C. Otras sugerencias
Se ha de grabar en el corazón del cristiano la ley pascual, de muerte-vida. Implantada en el bautismo, puede desarrollarse o amortiguarse. Debiéramos sentir miedo a otras formas de vivir.
La Transfiguración tuvo lugar durante la oración de Jesús. No hay vida cristiana sin oración, sin tiempo «perdido» para Dios. La Cuaresma es el tiempo para decidirse a entrar en la vida de oración. «Oigo en mi corazón, buscad mi rostro» (Ant. de entrada).
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