Domingo de la semana 11 de tiempo ordinario; ciclo B

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

(Ez 17,22-24) "Arrancaré una rama del alto cedro y la plantaré"
(2 Cor 5,6-10) "Caminamos sin verlo guiados por la fe"
(Mc 4,26-34) "A sus discípulos se lo explicaba todo en privado"

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II

 

Homilía de Fernández Carvajal en "Hablar con Dios" Tomo III

 

--- Valor de las cosas pequeñas
--- El reino de Dios
--- Confiar en Dios

 

--- Valor de las cosas pequeñas

 

“Así dice el Señor Yahveh:   También yo tomaré de la copa del alto cedro, de la punta de sus ramas escogeré un ramo y lo plantaré yo mismo en una montaña elevada y excelsa: en la alta montaña de Israel lo plantaré. Echará ramaje y producirá fruto, y se hará un cedro magnífico. Debajo de él habitarán toda clase de pájaros, toda clase de aves morarán a la sombra de sus ramas. Y todos los árboles del campo sabrán que yo, Yahveh, humillo al árbol elevado y elevo al árbol humilde, hago secarse al árbol verde y reverdecer al árbol seco. Yo, Yahveh, he hablado y lo haré” (Ez 17,22-24).

 

Con estas bellas palabras nos recuerda el profeta Ezequiel, en la Primera lectura de la Misa, cómo Dios se vale de lo pequeño para actuar en el mundo y en las almas. Es también la enseñanza que Jesús nos propone en el Evangelio:

 

“Decía también: ¿Con qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos? Es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra; pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra” (Mc 4,30-32).

 

--- El reino de Dios

 

El Señor eligió a unos pocos hombres para instaurar su reinado en el mundo. Eran la mayoría de ellos humildes pescadores con escasa cultura, llenos de defectos y sin medios materiales: eligió la flaqueza del mundo para elegir a los fuertes (1 Cor 1,27).

 

Somos nosotros también ese grano de mostaza con relación a la tarea que nos encomienda el Señor en medio del mundo. No debemos olvidar la desproporción entre los medios a nuestro alcance, nuestros escasos talentos y la magnitud del apostolado que hemos de realizar; pero tampoco debemos de dejar a un lado que tendremos siempre la ayuda del Señor. Surgirán dificultades, y seremos entonces más conscientes de nuestra poquedad. Esto nos debe llevar a confiar más en el Maestro y en el carácter sobrenatural de la obra que nos encomienda.

 

“"En las horas de lucha y contradicción, cuando quizá "los buenos" llenen de obstáculos tu camino, alza tu corazón de apóstol: oye a Jesús que habla del grano de mostaza y de la levadura. ‑Y dile: "edissere nobis parabolam" ‑explícame la parábola.

 

Y sentirás el gozo de contemplar la victoria futura: aves del cielo, en el cobijo de tu apostolado, ahora incipiente; y toda la masa fermentada"“ (Camino 695).

 

Si no perdemos de vista nuestra poquedad y la ayuda de la gracia, nos mantendremos siempre firmes y fieles a lo que Él espera de cada uno; si no mirásemos a Jesús encontraríamos pronto el pesimismo, llegaría el desánimo y abandonaríamos la tarea. Con el Señor lo podemos todo.

 

Los Apóstoles y los cristianos de los comienzos encontraron una sociedad minada en sus cimientos, sobre la que era prácticamente imposible construir ningún ideal. San Pablo describe así la sociedad romana y el mundo pagano en general, que había oscurecido enormemente, en muchos aspectos, la luz natural de la razón y se había quedado como ciego para ver la misma dignidad del hombre: “Por eso Dios los entregó a las apetencias de su corazón hasta una impureza tal que deshonraron entre sí sus cuerpos; a ellos que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador, que es bendito por los siglos. Amén. Por eso los entregó Dios a pasiones infames; pues sus mujeres invirtieron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza; igualmente los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se abrasaron en deseos los unos por los otros, cometiendo la infamia de hombre con hombre, recibiendo en sí mismos el pago merecido de su extravío. Y como no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, los entregó Dios a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene: llenos de toda injusticia, perversidad, codicia, maldad, henchidos de envidia, de homicidio, de contienda, de engaño, de malignidad, chismosos, detractores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados” (Rom 1,24-31).

 

Y desde el seno de esta sociedad los cristianos la transformaron; allí cayó la semilla, y de ahí al mundo entero, y aunque era insignificante llevaba una fuerza divina, porque era de Cristo.

 

--- Confiar en Dios

 

Los obstáculos del ambiente no nos deben desanimar, aunque veamos en nuestra sociedad signos semejantes, o iguales, a los del tiempo de San Pablo.

 

Dios hará crecer nuestro empeño, y la oración y el sacrificio que hayamos puesto dará su fruto. Quizá ese “poco” que sí podemos poner puede ser aconsejar al compañero un libro que hemos leído; ser amables con los que nos rodean; comentar un buen artículo del periódico; rezar por el amigo enfermo o pedir que recen por nosotros; facilitar la Confesión... y siempre una vida ejemplar y sonriente. Toda vida puede y debe ser apostolado discreto y sencillo pero audaz. Y esto será posible, como quiere el Señor, si nos mantenemos bien unidos a Él, si procuramos huir seriamente del aburguesamiento, de la tibieza, de la desgana: “Este tiempo que nos ha tocado vivir requiere de modo especialísimo que sintamos seriamente el deber de mantenernos siempre vibrantes y encendidos. Pero lo lograremos, únicamente, si luchamos. Sólo el que se esfuerza con tenacidad se hace idóneo para este servicio de paz -de la paz de Cristo- que hemos de prestar al mundo” (Mons. Álvaro del Portillo, Carta, XII-76 n 4).

 

San Pablo declara a los cristianos de Roma que él no se avergüenza del Evangelio, porque es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree.

 

De los primeros cristianos debemos aprender nosotros a no tener falsos respetos humanos, a no temer el “qué dirán”, a mantener viva la preocupación de dar a conocer a Cristo en cualquier situación en la que nos encontremos, con la conciencia clara de que es el tesoro que hemos hallado. La lucha contra los respetos humanos no debe cesar pues no será infrecuente encontrar un clima adverso... Es lógico que alguna vez nos cueste comportarnos como somos, como cristianos que quieren vivir la fe que profesan en todos los momentos y situaciones de su vida; y esas serán excelentes ocasiones  para mostrar nuestro amor al Señor, dejando a un lado los respetos humanos, la opinión del ambiente, etc., “Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza. No te avergüences, pues, ni del testimonio que has de dar de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; sino, al contrario, soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio, ayudado por la fuerza de Dios” (2 Tim 1,7-8).

 

En la Cruz encontraremos también nosotros el poder y la valentía que necesitamos. Miramos a Santa María:

 

“Cuando se ha producido la desbandada apostólica y el pueblo embravecido rompe sus gargantas en odio hacia Jesucristo, Santa María sigue de cerca a su Hijo por las calles de Jerusalén. No le arredra el clamor de la muchedumbre, ni deja de acompañar al Redentor mientras todos los del cortejo, en el anonimato, se hacen cobardemente valientes para maltratar a Cristo.

 

Invócala con fuerza: Virgo Fidelis! ‑¡Virgen fiel!, y ruégale que los que nos decimos amigos de Dios lo seamos de veras y a todas las horas” (Surco 51).

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Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

 

Cuando estamos iniciando un nuevo milenio, una pregunta podría abrirse paso en medio de la alegría por la celebración de estos dos siglos de cristianismo: ¿para qué han servido tantos años de esfuerzos por difundir el mensaje de Jesucristo cuando observamos a tantos que no le conocen o viven como si no le conocieran? Querríamos disfrutar ya de un mundo más humano y justo, más cristiano, y al no ser así aunque es mucho lo que se ha hecho en todos estos años, nos impacientamos y el desaliento nos quita la esperanza.

 

La Iglesia, sin embargo, nos recuerda hoy que la semilla cristiana tiene un dinamismo tan silencioso como imparable. Ella es como esa rama de la que habla el profeta Ezequiel en la 1ª Lectura que, plantada por el Señor, se convierte en un cedro frondoso en el que “anidarán aves de toda pluma”; o como esa semilla que crece sin que el hombre lo advierta a pesar de que su comienzo sea tan modesto como los diminutos granos de que está hecha la mostaza.

 

Vivimos en un tiempo en el que nos hemos acostumbrado a obtener las cosas en menos tiempo que antes, a acortar distancias, y así como hoy podemos acelerar procesos que en otro tiempo requerían un tratamiento más lento, así querríamos que las metas espirituales no fueran el fruto de largas esperas y pacientes esfuerzos. El Señor nos recuerda hoy que la paciencia es necesaria en esta labor que, en colaboración con el Espíritu Santo, hemos de hacer en nosotros mismos y en los que nos rodean. Hemos de trabajar para que Jesucristo sea conocido y querido con visión de eternidad, con sentido de futuro, y esto, sin paciencia, es imposible.

 

La paciencia es una virtud propia del que espera llegar a una meta, el requisito de cualquier logro valioso. Pretender obtener enseguida un resultado e impacientarse por no conseguirlo manifiesta una actitud parecida a la colérica. La diferencia está en que el colérico no se adapta a las personas y a las cosas con las que convive y el impaciente se queja de la tardanza en lograr algo de las personas o de las cosas. Es un inadaptado con respecto al tiempo como el colérico lo es a la realidad. La paciencia, en cambio, se acomoda al compás de las personas y de las cosas sin acelerarlo.

 

Un cristiano que viva la recia virtud de la paciencia no se desconcertará al advertir la indiferencia de algunos por las cosas de Dios porque sabe que hay personas que en capas subterráneas guardan, como en la bodega los buenos vinos, un ansia grande de Dios que es preciso sacar afuera a su debido tiempo, respetando sus ritmos, como el labrador respeta las estaciones. El hombre paciente se asemeja al labrador que acomoda su tarea al ritmo propio de la naturaleza, al arado, la siembra, el riego..., una serie de tareas que llevan meses hasta lograr el pan para los suyos y otros muchos. El impaciente querría comer sin sembrar. Si abandonamos la lucha por mejorar como cristiano y por ayudar a que otros mejoren porque no vemos resultados, estamos cediendo a la impaciencia, desconfiamos de Dios, de las personas y de nosotros mismos, que necesitan y necesitamos un tiempo para que la semilla del Reino de Dios se convierta en un árbol que da fruto.

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Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

"De la más alta rama del tronco de David suscitó el Señor un renuevo"

Ez 17,22-24: "Ensalzo los árboles humildes"
Sal 91,2-3.13-14.15-16: "Es bueno darle gracias al Señor"
2 Co 5,6-10: "En destierro o en patria nos esforzamos en agradar al Señor"
Mc 4,26-34: "Era la semilla más pequeña, pero se hace más alta que las demás hortalizas"

El profeta Ezequiel anuncia que Dios se ocupará de dejar una rama verde de la que brote el Mesías, plantada "en un monte elevado". Y todos los pueblos se reunirán en Jerusalén ("aves de toda pluma"); y todas las naciones ("todos los árboles silvestres") reconocerán que todo ha sido obra de Dios.

"La semilla germina y va creciendo sin que el labrador sepa cómo". El Reino de Dios no llega de repente, sino que va creciendo a partir de unos comienzos ocultos. Pero siempre por obra divina. La presencia violenta del Reino de Dios habría sido interpretada como en consonancia con los medios soñados por los notables de Israel.

Lo importante no es el tamaño de la semilla, sino su desarrollo; ni lo diminuto que nace el Reino, sino lo enorme que llega a hacerse.

Cuando se intenta hoy explicarlo todo, incluso lo religioso, como un fenómeno surgido de situaciones comprensibles y humanas, no se puede encajar, pese a todo, ni el crecimiento de lo pequeño, ni la relevancia de lo que muchos desprecian. Sin embargo, lo pequeño tendrá sitio entre los hombres siempre que ellos sean sencillos.

— El anuncio del Reino de Dios:

"El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir, a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para  «anunciar la Buena Nueva a los pobres» (Lc 4,18). Los declara bienaventurados porque de  «ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5,3); a los  «pequeños» es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes. Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre, la sed y la privación. Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino" (544).

— "Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel, este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones. Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús" (543).

— Los cristianos y la búsqueda del Reino de Dios:

"La petición cristiana está centrada en el deseo y en la búsqueda del Reino que viene, conforme a las enseñanzas de Jesús. Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a continuación lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida. Esta cooperación con la misión de Cristo y del Espíritu Santo, que es ahora la de la Iglesia, es objeto de la oración de la comunidad apostólica. Es la oración de Pablo, el Apóstol por excelencia, que nos revela cómo la solicitud divina por todas las Iglesias debe animar la oración cristiana. Al orar, todo bautizado trabaja en la Venida del Reino" (2632).

— "La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega (LG 5)" (543).

Las ciencias explican la germinación y el crecimiento de una planta, pero el nacimiento y desarrollo del Reino de Dios segue siendo cosa del Espíritu Santo.

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