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El sacerdote actúa en persona de Cristo, Cabeza y Pastor. En medio del rebaño confiado, los presbíteros están llamados a prolongar la presencia de Cristo, haciéndose casi como su transparencia
A todos los Eminentísimos y Excelentísimos Ordinarios en sus Sedes
Eminencias / Excelencias Reverendísimas
Con fecha del 30 de enero último esta Congregación ha recibido del Sumo Pontífice algunas facultades que tenemos la intención de presentar en esta Carta Circular a todos los Ordinarios a la luz de los verdaderos objetivos que pretendemos perseguir con ellos.
El vivo deseo de ayudar a honrar la misión y la figura de los sacerdotes que, en este período caracterizado por la secularización, están agobiados por el esfuerzo de tener que pensar y actuar contra corriente por fidelidad a la propia identidad y misión; con la intención también de acudir al encuentro de las necesidades de los Sucesores de los Apóstoles en su compromiso diario por promover y preservar la disciplina eclesiástica para el beneficio de todo el Cuerpo eclesial, ha movido a esta Congregación a transmitir la presente carta a todos los Eminentísimos y Excelentísimos Ordinarios.
1. El sacerdocio ministerial tiene sus raíces en la sucesión apostólica, y está dotado de una potestad sagrada, la cual consiste en la facultad y la responsabilidad de actuar en la persona de Cristo Cabeza y Pastor. En esta perspectiva, «la dimensión misionera del presbítero nace de su configuración sacramental con Cristo Cabeza: trae con ella, como consecuencia, una sincera y total adhesión a lo que la tradición eclesial ha identificado como la apostolica vivendi forma. Esta consiste en la participación en una “vida nueva” espiritualmente entendida, en ese “nuevo estilo de vida” que fue inaugurado por el Señor Jesús y fue hecho propio por los Apóstoles (...) Ciertamente, la gran tradición eclesial ha desvinculado justamente la eficacia sacramental de la concreta situación existencial del sacerdote y así las legítimas expectativas de los fieles están debidamente salvaguardadas. Pero esta correcta precisión doctrinal nada quita a la necesaria, más aún, indispensable tensión hacia la perfección moral que debe habitar en todo corazón auténticamente sacerdotal». Por lo tanto, en medio de la grey a ellos confiado, los presbíteros están llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y sumo pastor, actualizando su estilo de vida y haciéndose como su transparencia: he aquí el verdadero punto de fuerza, entre otras cosas, de toda vocación pastoral, que está constituido por el testimonio coherente de su propia consagración, alimentada por la oración y la penitencia.
2. Esto es particularmente importante para comprender la motivación teológica del celibato sacerdotal, desde el momento en que la voluntad de la Iglesia, en este sentido, encuentra su motivación última en el vínculo de especial conveniencia entre el celibato y la ordenación sacerdotal, que configura al sacerdote con Jesucristo Cabeza y Esposo de la Iglesia. La Iglesia, como Esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote del modo total y exclusivo con el que Jesucristo, Cabeza y Esposo la ha amado. El celibato sacerdotal, por lo tanto, es el don de sí mismo en y con Cristo a su Iglesia y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el Señor. Por ello la Iglesia ha reafirmado en el Concilio Vaticano II y repetidamente en el Magisterio Pontificio la «firme voluntad de mantener la ley que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino». El celibato sacerdotal, así como -en general- el celibato apostólico es un don que la Iglesia ha recibido y quiere custodiar, convencida de que es un bien para sí misma y para el mundo. En este sentido el can. 277 CIC establece: «§1.1 Los clérigos están obligados a observar una continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos y, por tanto, quedan sujetos a guardar el celibato, que es un don peculiar de Dios mediante el cual los ministros sagrados pueden unirse más fácilmente a Cristo con un corazón entero y dedicarse con mayor libertad al servicio de Dios y de los hombres.
§ 2. Los clérigos han de tener la debida prudencia en relación con aquellas personas cuyo trato puede poner en peligro su obligación de guardar la continencia o ser causa de escándalo para los fieles.
§ 3. Corresponde al Obispo diocesano establecer normas más concretas sobre esta materia y emitir un juicio en casos particulares sobre el cumplimiento de esta obligación».
3. El obispo tiene, entre otros, el deber de recordar la obligación de los presbíteros, libremente asumida en el momento mismo de la ordenación, de observar la perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos. Y más en general el Obispo debe vigilar siempre para que el sacerdote sea fiel en el cumplimiento de sus deberes ministeriales (cf. cáns 384 y 392). De hecho, «los obispos gobiernan las Iglesias particulares, como vicarios y delegados de Cristo, con su consejos, la persuasión y el ejemplo, y también con la autoridad y la sagrada potestad». Entre ellos y sus presbíteros existe una communio sacramentalis en virtud del sacerdocio ministerial o jerárquico, que es la participación en el único sacerdocio de Cristo.
Ciertamente, el vínculo de subordinación de los presbíteros al obispo se refiere al ámbito del ejercicio del ministerio propio que deben desempeñar en comunión jerárquica con el propio obispo. La relación entre el obispo y sus presbíteros, en términos jurídicos, no se puede reducir ni a la relación de subordinación jerárquica de derecho público en el sistema jurídico de los Estados, ni a la relación de trabajo dependiente entre el empleador y el trabajador. A veces no falta quienes en algunos organismos de la sociedad civil malinterpretan la relación entre el clérigo y el obispo no entendiéndolo en su vínculo, que es sacramental, y presentándola como el que existe entre el dirigente de cualquier empresa y sus «empleados».
En este contexto, «dado que tiene obligación de defender la unidad de la Iglesia universal, el Obispo debe promover la disciplina que es común a toda la Iglesia, y por tanto exigir el cumplimiento de todas las leyes eclesiásticas» (c. 392, § 1 CIC) y debe vigilar para que no se insinúen abusos en la disciplina eclesiástica (cf. can. 392, § 2 CIC).
De hecho, el Obispo diocesano debe seguir con especial solicitud a los presbíteros, también tutelando sus derechos (cf. can. 384). La inmensa mayoría de los sacerdotes vive serenamente, a diario, su identidad y desarrolla fielmente su ministerio, pero «en los casos en que se verifiquen situaciones de escándalo, especialmente por los ministros de la Iglesia, el Obispo debe ser fuerte y decidido, justo y sereno en sus intervenciones. En estos lamentables casos, el Obispo tiene la obligación de actuar con prontitud, de acuerdo con las normas canónicas establecidas, tanto para el bien espiritual de las personas involucradas, como para la reparación del escándalo, y para la protección y asistencia a las víctimas». En este contexto, también la sanción eventualmente impuesta por la autoridad eclesiástica «debe ser vista como un instrumento de comunión, es decir, como un medio de recuperación de aquellas carencias del bien común y del bien individual, que se han revelado en el comportamiento antieclesial, delictivo y escandaloso, de los miembros del Pueblo de Dios».
Cabe señalar, sin embargo, que el presbítero diocesano tiene un espacio de autonomía en la toma de decisiones tanto en el ejercicio del ministerio como en su vida personal y privada. En este ámbito responderá personalmente de los actos relativos a su vida privada y también de los realizados en el ejercicio del ministerio. Por lo tanto el Obispo no puede ser considerado jurídicamente responsable por los actos cometidos por el presbítero diocesano que transgreden las normas canónicas, universales y particulares. Este principio, que siempre ha sido patrimonio de la Iglesia, implica, entre otras cosas, que la acción delictiva del presbítero, sus consecuencias penales y también el eventual resarcimiento de daños sean imputados al presbítero que ha cometido el delito y no al Obispo o la diócesis de la que el Obispo tiene la representación legal (cf. can. 393).
4. Por lo tanto, se reitera que en el ejercicio de la función judicial, el Obispo puede utilizar los siguientes criterios generales:
«a) A condición de que esto no cause prejuicio de la justicia, el obispo debe asegurarse de que los fieles resuelvan de una manera pacífica sus disputas y se reconcilien a la mayor brevedad posible, incluso si el proceso canónico ya hubiera comenzado, evitando así las permanentes animosidades a las cuales las causas judiciales suelen dar lugar (cf. can. 1446 CIC).
b) El obispo observe y haga observar las normas de procedimiento establecidas para el ejercicio de la potestad judicial, desde el momento en que sabe bien que estas reglas, lejos de ser un obstáculo meramente formal, son un medio necesario para verificar los hechos y obtener la justicia (cf. cáns. 135 § 3 y 391 CIC).
c) Si tiene noticia de comportamientos que perjudican gravemente el bien común eclesial, el obispo debe investigar con discreción, por sí mismo o mediante un delegado, sobre los hechos y la responsabilidad de su autor (cf. can. 1717 CIC). Cuando considere que ha recogido pruebas suficientes de los hechos que dieron origen al escándalo, proceda a reprender o amonestar formalmente al interesado (cf. cáns. 1339-1340 CIC). Pero si esto no fuera suficiente para reparar el escándalo, restablecer la justicia y lograr la enmienda de la persona, inicie el obispo el procedimiento para imponer sanciones, el cual se puede hacer de dos maneras (cf. cc. 1341 y 1718 CIC):
— mediante un juicio penal ordinario, en el caso en que, por la gravedad de la sanción la ley canónica lo exija o el Obispo lo considere más prudente (cf. 1721 CIC);
— mediante un decreto extrajudicial, conforme al procedimiento establecido en la ley canónica (cf. can 1720 CIC)».
5. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que puede haber situaciones de grave indisciplina por parte del clero, en las que cualquier intento de resolver los problemas con los medios pastorales y canónicos ya previstos en el Código de Derecho Canónico no se demuestran suficientes e idóneos para reparar el escándalo, restaurar la justicia y hacer enmendar al reo (cf. can. 1341 CIC).
Con la intención de querer promover la aplicación de la salus animarum, que es la ley suprema de la Iglesia, y para satisfacer las particulares exigencias sentidas, aunque con sufrimiento, por muchos obispos en el ejercicio de su cotidiano servicio de gobierno, este Dicasterio ha considerado oportuno someter a la Soberana consideración la conveniencia de conceder las siguientes facultades especiales, que con fecha del 30 de enero del corriente, el Sumo Pontífice ha concedido a esta Congregación:
I. La facultad especial de tratar y presentar al Santo Padre, para la aprobación en forma específica y decisión, los casos de dimisión del estado clerical “in poenam”, con la relativa dispensa de las obligaciones derivadas de la ordenación, incluido el celibato, de los clérigos que hayan atentado el matrimonio, aunque sea solo civilmente, y que amonestados no se arrepientan y continúen en una vida irregular y escandalosa (cf. can. 1394, § 1); y de los clérigos culpables de graves pecados externos contra el 6º mandamiento (cf. can. 1395 , §§ 1-2).
II. La facultad especial de intervenir conforme a la norma del can. 1399 CIC, bien actuando directamente o bien confirmando las decisiones de los ordinarios, cada vez que los ordinarios competentes lo pidan, por la especial gravedad de la violación de las leyes, y por la necesidad y urgencia de evitar un escándalo objetivo.
Esto es concedido juntamente con la derogación de las prescripciones de los cánones 1317, 1319, 1342, § 2 y 1349 CIC, respecto a la aplicación de penas perpetuas, que se deben aplicar a los diáconos por causas graves y a los sacerdotes por causas gravísimas, siempre llevando los relativos casos directamente al Sumo Pontífice para su aprobación en forma específica y decisión.
III. La facultad especial de tratar los casos, comprobándolos y declarando la pérdida del estado clerical, con la relativa dispensa de las obligaciones sacerdotales, comprendido el celibato, de los clérigos que han abandonado el ministerio por un período de más de 5 años consecutivos, y que después de una atenta verificación en la medida de lo posible, persisten en tal ausencia voluntaria e ilícita de su ministerio.
En este sentido, se formulan los siguientes puntos de vista y se señala el procedimiento a seguir por parte de los prelados que, cumpliendo las condiciones, consideran oportuno su uso.
6. Esta congregación ha estudiado los casos de clérigos, sacerdotes y diáconos, que:
— atentan el matrimonio, aunque solo sea civilmente, y, amonestados, no se arrepienten perseverando en una conducta irregular y escandalosa (cf. can. 1394 § 1);
— viven en concubinato y cometen otros delitos graves contra el sexto mandamiento del Decálogo (cf. can. 1395, § § 1-2) y no muestran ningún signo de arrepentimiento, a pesar de las repetidas amonestaciones, ni manifiestan ninguna intención de pedir la dispensa de las obligaciones derivadas de la sagrada Ordenación.
A menudo en estos supuestos la pena de «suspensión» y la irregularidad de acuerdo con el can. 1044 § 1, 3° no ha sido suficiente e idónea para reparar el escándalo, restablecer la justicia y hacer enmendar al reo (cf. can. 1341 CIC). De hecho, sólo con la pérdida del estado clerical, conforme a la norma del can. 292 CIC, el clérigo pierde también los derechos y no queda vinculado por ninguna obligación de este estado.
Por lo tanto, el Sumo Pontífice Benedicto XVI se ha dignado conceder a la Congregación para el Clero la facultad especial de:
tratar y presentar al Santo Padre, para la aprobación en forma específica y decisión, los casos de dimisión del estado clerical “in poenam”, con la relativa dispensa de las obligaciones derivadas de la ordenación, incluyendo el celibato, de los clérigos que han atentado matrimonio, aun solo civilmente, y que amonestados no se arrepienten y continúan en una vida irregular y escandalosa (cf. 1394, § 1); y de los clérigos culpables de graves pecados externos contra el 6º mandamiento (cf. can 1395, §§ 1-2).
Cualquier eventual caso deberá ser instruido por medio de legítimo procedimiento administrativo, con respeto siempre al derecho de defensa.
Por cuanto se refiere a la realización del procedimiento administrativo (cf. cáns 35-58, 1342, 1720 CIC), que en este caso solo se puede realizar por clérigos, se deberá proveer a:
1º. Notificar al acusado las acusaciones que se le imputan y las pruebas relativas, dándole la facultad de presentar sus defensas, excepto que legítimamente citado, no haya querido presentarse.
2º. Examinar atentamente, con la asistencia de dos asesores (cf. 1424 CIC), todas las pruebas, los elementos reunidos y las defensas del acusado;
3º. Emitir el decreto, de acuerdo con los cc. 1344 - 1350 CIC, si sobre el delito cometido no hay duda y la acción penal no se ha extinguido conforme al canon 1362. El decreto, emitido de acuerdo con los cc. 35-58, deberá estar debidamente motivado, exponiendo en él, aunque sea en forma sumaria, las razones de hecho y de derecho.
7. Además, se debe tener en cuenta que se pueden verificar situaciones de indisciplina grave por parte del clero y que cualquier intento de resolver los problemas con medios pastorales y con los canónicos ya previstos por el Código de Derecho Canónico en ocasiones no producen resultados positivos y la situación tiene el riesgo de que continúe excesivamente, con grave escándalo en los fieles y daño al bien común.
En estas circunstancias, a menudo los Ordinarios han pedido a la Santa Sede actuar directamente o que confirme sus decisiones, para abordar las cuestiones con mayor eficacia y autoridad, a veces conminando la imposición de penas perpetuas, sin excluir la dimisión del estado clerical, si las circunstancias particulares así lo requieren.
Por lo tanto, Su Santidad se ha dignado conceder a la Congregación para el Clero la facultad especial de intervenir de acuerdo con el c. 1399 CIC, bien actuando directamente o bien confirmando las decisiones de los Ordinarios, en la medida en que los Ordinarios competentes lo pidan, por la especial gravedad de la violación de las leyes, y por la necesidad y urgencia de evitar un escándalo objetivo.
Esto ha sido concedido con derogación de lo prescrito en los cánones 1317, 1319, 1342 § 2 y 1349 CIC, respecto a la aplicación de penas perpetuas que se deban aplicar a los diáconos por causa grave y a presbíteros por causas gravísimas, siempre llevando los relativos casos directamente al Sumo Pontífice para su aprobación en forma específica y decisión.
Esto comporta la facultad especial de intervenir de acuerdo con el can. 1399 CIC, actuando directa o confirmando las decisiones de los Ordinarios, si lo piden, para infligir una justa pena o penitencia por una violación externa de la ley divina o canónica. En casos verdaderamente excepcionales y urgentes, y de falta de voluntad de arrepentimiento por parte del reo, se podrán también infligir penas perpetuas.
Cualquier eventual caso deberá ser instruido por medio de legítimo procedimiento administrativo, dejando siempre a salvo el derecho de defensa.
8. Esta congregación tiene experiencia de casos de presbíteros y diáconos que han abandonado el ministerio por un período prolongado y continuo. En los casos en que, después de una atenta verificación, siempre que sea posible, se ha confirmado la persistencia de tal ausencia voluntaria e ilegal del ministerio, una intervención de la Santa Sede garantizaría el orden en la sociedad eclesial y protegería a los fieles de incurrir en el error communis (cfr. can.144 CIC) sobre la validez de los sacramentos.
Por lo tanto, Su Santidad se ha dignado conceder a la Congregación para el Clero la facultad especial de:
tratar los casos, tomando nota de ellos y declarando la pérdida del estado clerical, con la relativa dispensa de las obligaciones sacerdotales, incluido el celibato, de los clérigos que han abandonado el ministerio por un período de más de 5 años consecutivos, y que después de una atenta verificación, en la medida de lo posible, persisten en la ausencia voluntaria e ilícita de su ministerio.
Cualquier eventual caso, ocurrido incluso antes de la concesión de esta facultad, debe ser instruido de acuerdo con el siguiente procedimiento:
Art. 1. El Ordinario de incardinación puede pedir a la Sede Apostólica un rescripto con el que se declara la pérdida del estado clerical, con la relativa dispensa de las obligaciones sacerdotales, incluido el celibato, del clérigo que ha abandonado su ministerio por un período de más de 5 años consecutivos y que, después de una atenta verificación, en la medida de lo posible, persiste en tal ausencia voluntaria e ilícita de su ministerio.
Art. 2. § 1. Es competente el Ordinario de incardinación del clérigo.
§ 2. El Ordinario competente podrá encomendar la instrucción de este procedimiento bien establemente o bien en cada caso a un sacerdote idóneo de su diócesis o de otra diócesis.
§ 3. En este procedimiento debe intervenir siempre el Promotor de Justicia, para la debida tutela del bien público.
Art. 3. La declaración a que se refiere el art. 1 puede ser efectuada solo después de que el Ordinario competente, llevadas a cabo las oportunas investigaciones, sobre la base de la eventual declaración del mismo clérigo, o del testimonio de testigos o de la fama o de indicios, haya alcanzado la certeza moral del abandono irreversible del clérigo.
Art. 4. La notificación de cualquier acto debe realizarse a través de los servicios postales o de otro modo seguro.
Art. 5. El instructor, terminada la instrucción, debe transmitir todas las actas al Ordinario competente con un apropiado informe; este debe expresar su voto según la verdad.
Art. 6. El Ordinario competente debe transmitir a la Sede Apostólica todas las actas junto con su voto y las observaciones del Promotor de Justicia.
Art. 7. Si, a juicio de la Sede Apostólica, se requiere un suplemento de instrucción, esto será señalado al Ordinario competente indicando la materia sobre la cual debe ser completada la instrucción.
Art. 8. El rescripto de la pérdida del estado clerical, con la relativa dispensa de las obligaciones derivadas de la ordenación, incluyendo el celibato, será transmitido por la Sede Apostólica al Ordinario competente, que se encargará de darlo a conocer.
9. Después de la pérdida del estado clerical, en casos excepcionales, el clérigo que pidiese la rehabilitación deberá presentar a la Sede Apostólica la debida solicitud a través de un obispo benévolo.
La esperanza de esta congregación es que cada Ordinario se aplique cada vez más con auténtica paternidad y caridad pastoral para asegurar que sus colaboradores propios más preciados sepan vivir la disciplina eclesiástica como discipulado, con profundas motivaciones internas, recordando que nada vale el afán del «dar» cotidiano sin un «ser en Cristo».
En el Vaticano, 18 de abril de 2009
Cláudio Card. Hummes. Prefetto
† Mauro Piacenza. Arzobispo tit. de Vittoriana. Secretario
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