Al sostener la realidad de las normas morales absolutas se está defendiendo y promoviendo la dignidad misma del ser humano, sus posibilidades de plenitud y salvación
En un ambiente doctrinal y cultural profundamente influenciado por el pensamiento postmoderno, no cabe duda de que uno de los puntos claves de la Encíclica Veritatis splendor es la afirmación de la existencia de normas morales absolutas. Más en concreto, si se quiere, la afirmación de la existencia de normas que no admiten excepciones de ningún género, sean cuales sean la intención y las circunstancias del agente, y, en consecuencia, la afirmación de la existencia de actos intrínsecamente malos. Es ésta también una de las cuestiones morales más debatidas en los últimos tres decenios. Intentaremos clarificar este tema, que guarda una relación interna inmediata con otra de las cuestiones más polémicas de los últimos tiempos: la noción de objeto moral como fuente de la moralidad de los actos humanos.
La cuestión que nos ocupa aparece continuamente a lo largo del Documento, si bien no siempre tratada de modo explícito. En el fondo está siempre flotando la convicción de que precisamente la existencia de una verdad sobre el hombre, que contiene su origen, su mismo ser y su destino final, lleva consigo paralelamente la convicción de la existencia de unos puntos básicos de partida, que por así decir enmarcan cómo ha de ser la conducta humana para alcanzar su meta, cuya voluntaria ignorancia hace imposible a la criatura la consecución de la plenitud que de tan diversos modos ansía.
Me parece, sin embargo, que se pueden localizar tres lugares de la Encíclica donde el tema es abordado en directo.
El primero se encuentra en el capítulo I, cuando el Papa, en su consideración del pasaje evangélico de la conversación de Jesús con el joven rico, se detiene en la respuesta de Cristo a la pregunta del joven por los mandamientos que debe observar (n. 13). El Señor, en ese momento enuncia una serie de mandamientos que
a) pertenecen a la segunda tabla del Decálogo y son todos negativos, es decir, prohibiciones;
b) no coinciden exactamente con los citados en los lugares paralelos de Marcos y Lucas.
Teniendo en cuenta que la segunda tabla puede ser compendiada en el mandamiento del amor al prójimo, el Papa concluye que
“los diversos mandamientos del Decálogo no son más que la refracción del único mandamiento que se refiere al bien de la persona, como compendio de los múltiples bienes que connotan su identidad de ser espiritual y corpóreo, en relación con Dios, con el prójimo y con el mundo material (...).
Los mandamientos, recordados por Jesús a su joven interlocutor, están destinados a tutelar el bien de la persona humana, imagen de Dios, a través de la tutela de sus bienes particulares (...). Los preceptos negativos expresan con singular fuerza la exigencia indeclinable de proteger la vida humana, la comunión de las personas en el matrimonio, la propiedad privada, la veracidad y la buena fama.
Los mandamientos constituyen, pues, la condición básica para el amor al prójimo y al mismo tiempo son su verificación. Constituyen la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad, su inicio”.
Los términos con que se expresa el Documento son lo suficientemente elocuentes para que no sea necesario ningún comentario. Sólo quiero detenerme aquí un momento para subrayar lo que a mi juicio constituye la esencia misma de las normas morales absolutas. Para ello deseo llamar la atención sobre algo de lo que acabamos de leer: la presentación de los mandamientos negativos como la tutela de los bienes humanos fundamentales que conforman el bien de la persona humana misma. Lo que el Papa está sosteniendo, con el testimonio mismo de la Revelación, es que existe una serie de bienes que son de tal modo fundamentales en la persona humana, que su conculcación llevaría inevitablemente consigo la destrucción de la persona. La existencia misma de unos bienes de tales características es la que impone el carácter absoluto de la norma que los custodia. Como decíamos antes, una afirmación de este calibre sólo es posible cuando se parte de la convicción inconmovible de la existencia de una verdad del hombre que responde a la Sabiduría de Dios.
El segundo lugar a que antes nos referíamos se encuentra en el capítulo II de la Encíclica, al tratar, en la sección I, el problema de la relación entre la libertad y la ley. El Papa aborda aquí, entre otras cosas, las propiedades de universalidad e inmutabilidad de los preceptos de la ley natural. Refiriéndose a los preceptos negativos señala:
“Los preceptos negativos de la ley natural son universalmente válidos: obligan a todos y cada uno, siempre y en toda circunstancia. En efecto, se trata de prohibiciones que vetan una determinada acción «semper et pro semper», sin excepciones, porque la elección de un determinado comportamiento en ningún caso es compatible con la bondad de la voluntad de la persona que actúa, con su vocación a la vida con Dios y a la comunión con el prójimo. Está prohibido a cada uno y siempre infringir preceptos que vinculan a todos y cueste lo que cueste; a no ofender en nadie y, ante todo, en sí mismos, la dignidad personal y común a todos.
Por otra parte, el hecho de que solamente los mandamientos negativos obliguen siempre y en toda circunstancia, no significa que, en la vida moral, las prohibiciones sean más importantes que el compromiso para hacer el bien, como viene indicado por los mandamientos positivos. La razón es más bien la siguiente: el mandamiento del amor de Dios y del prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el mandamiento. Además, lo que se debe hacer en una determinada situación depende de las circunstancias, las cuales no se pueden prever globalmente con antelación; por el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna situación pueden ser una respuesta adecuada, o sea, conforme a la dignidad de la persona. En último término, siempre es posible que al hombre, debido a presiones u otras circunstancias, le sea imposible realizar determinadas acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga determinadas acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que hacer el mal” (n. 52).
Inmediatamente después, el Papa sostiene que el hecho de que las circunstancias culturales y existenciales de la vida de los hombres cambie con el correr de los tiempos, no significa que no permanezca un sustrato que es precisamente el que permite llamar “hombres” a los hombres de todos los tiempos, sustrato del que emanan esas normas. Como es lógico, eso no impide −al contrario, lo exige− que se busque y encuentre “la formulación de las normas morales universales y permanentes más adecuada a los diversos contextos culturales, más capaz de expresar incesantemente la actualidad histórica y hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad” (n. 53).
Resaltemos, en este segundo lugar, una de las consideraciones del texto que recogíamos en la larga cita anterior, porque ayudará a precisar un poco más el significado de las normas morales absolutas. Se decía que determinados comportamientos nunca pueden ser una respuesta acorde al ser y la dignidad del hombre. De ahí que podamos decir ahora que lo que estas prohibiciones significan es que determinados tipos de acciones nunca pueden ser realizadas porque, sea cual sea el contexto en que se realicen, obrarán siempre la destrucción de la persona.
El tercer lugar de la Encíclica en el que se aborda en directo el tema de las normas morales absolutas lo encontramos también en el capítulo II, en la sección IV, donde se trata la cuestión del acto moral. Allí el punto central de estudio son las fuentes de la moralidad y, en concreto, el objeto moral como fuente esencial −siempre junto con el fin− de la moralidad de cualquier acto humano. Asentada la noción de objeto moral, el Papa afirma expresa y claramente la existencia de actos intrínsecamente malos, es decir, de actos que por su objeto nunca, sin excepciones, pueden ser ordenados a Dios (cfr. nn. 80-83).
La doctrina que aquí recuerda el Papa es que sólo pueden ser considerados moralmente buenos aquellos actos que se ordenan a Dios, pues sólo esos actos van obrando en el hombre, creado a su imagen y semejanza, la plenitud de su vida. Siendo esto así, los actos humanos que no puedan ser ordenados a Dios, nunca pueden ser buenos. Y precisamente es el objeto moral el que nos informa sobre la ordenabilidad de un acto a Dios. Por lo tanto, si el objeto moral de un acto concreto es malo, la elección de dicho acto será siempre inmoral, no pudiendo ser justificada ni por la intención del sujeto ni por las circunstancias. Las normas morales absolutas negativas tienen precisamente por función vetar esos comportamientos, y precisamente así aseguran y expresan la buena intención del agente (cfr. n. 82).
En este punto es donde se encuentra el grueso de la discusión teológica en torno al tema que nos ocupa. En efecto, en el fondo toda la cuestión depende de cómo se entienda el objeto moral del acto humano, pues en todas las demás reflexiones la práctica totalidad de los moralistas católicos está de acuerdo. La piedra de toque está en admitir o no que al margen de la intención del sujeto que obra hay otra fuente de moralidad de sus actos que, además, la condiciona: el objeto. Por este motivo, gran parte de los teólogos contrarios a la enseñanza de la Iglesia en este punto defienden una noción de objeto moral bien diversa de la que aquí recuerda el Papa.
Añadamos ahora sólo una cosa más, porque después volveremos sobre este asunto. Lo que el Documento está afirmando no es que existan males que no se pueden nunca realizar. Eso es obvio y no necesita ser recordado. Lo que realmente afirma es que hay conductas que no pueden ser nunca libremente elegidas, porque sea cual sea la intención con que se elijan, buscan el bien de tal manera que en el fondo lo destruyen en cuanto dimensión de plenitud de la criatura humana.
Aun a riesgo de incurrir en un cierto reduccionismo, podemos simplificar la terminología con que estamos tratando esta cuestión describiendo el tema con otras palabras: el debate teológico se centra en la existencia o no de normas morales que no admiten excepciones, es decir, que describen ciertos tipos de acciones, que podrían ser elegidas por un agente, calificándolas como siempre prohibidas sin excepciones.
El magisterio de la Iglesia, en sintonía con la Tradición, ha mantenido siempre la existencia de acciones que son malas en sí y por sí mismas, apoyándose en la célebre regla de San Pablo: no es lícito hacer el mal para que venga el bien (cfr. Rm 3, 8). Las normas que prohiben esos actos son las que estamos llamando normas morales absolutas: sin excepciones. Y son normas que abarcan fundamentalmente tres ámbitos: el de la vida, el de la comunicación entre los hombres y el de la sexualidad, y esto porque se trata de tres esferas de aspectos esenciales del ser personal de los hombres[1]. Lo mismo se puede encontrar en la gran tradición teológica católica, dentro de la cual es figura señera Santo Tomás de Aquino, cuya doctrina al respecto no ofrece lugar a dudas[2].
Sin embargo, tras la modernidad, el tema pasa a ser objeto de polémica. Y en concreto, me parece que se puede afirmar sin ambages que el momento clave de toda esta discusión es la publicación de la Encíclica Humanae vitae, que sostiene el carácter intrínsecamente malo de determinadas conductas tocantes al ejercicio de la sexualidad y, en consonancia, afirma el carácter absoluto de las normas que regulan dichos actos.
Los autores que disienten de la enseñanza de la Humanae vitae articulan toda una teoría de alcance general que permita desmontar la argumentación tradicional y pontificia.
Veamos a grandes rasgos cómo construyen su modo de ver esta cuestión.
En primer lugar, introducen una distinción entre normas morales trascendentales o formales y normas morales materiales. Las primeras serían las que tienen carácter orientativo o exhortativo pero no concreto ni normativo[3]; señalan actitudes, no actos. Es decir, contienen indicaciones sobre el vivir humano, pero no contenidos concretos. Por ejemplo, una norma que pudiera enunciarse como “no odiar” pertenecería a este tipo: señala un género de conducta que ha de ser evitada, pero no señala los comportamientos concretos que la realizan. Las segundas, por el contrario, serían las que tienen contenido concreto: señalan un tipo concreto de acción como permitida o prohibida, no un género de conducta o actitud.
Añaden que las normas formales se refieren a la persona y sus actitudes de fondo y que, precisamente por eso, abarcan el campo de lo moral: lo que es bueno o malo moralmente hablando se sitúa en este nivel de la norma formal. En cambio, las materiales miran a los actos externos, y por eso no tienen alcance moral, sino de adecuación o corrección. Así, lo inmoral sería el atentando contra las actitudes de fondo; en cambio, el atentado a la ley con un acto externo sólo sería algo incorrecto, pero no moralmente malo. Dicho de modo más claro, las normas trascendentales expresan la relación éticamente obligatoria frente al valor moral; las normas materiales, en cambio, expresan la relación éticamente obligatoria frente a los valores ónticos o premorales.
Una vez precisados estos puntos, sostienen que en el nivel transcendental existen normas absolutas, pero no en el nivel material. O lo que es lo mismo, que existen actitudes siempre vetadas, pero no actos siempre vetados.
Por lo tanto, según estos autores, no es posible formular normas morales absolutas relativas a acciones determinadas que sean descritas en términos neutros (no morales). Por ejemplo, una expresión del tipo: “mantener una relación sexual con una persona que no sea la propia esposa”, sería una descripción neutra de una acción, y esta acción, según estos autores, no puede estar absolutamente prohibida: se podrían hipotizar circunstancias en las cuales no sólo no fuera inmoral, sino que fuera obligatoria. En cambio, si decimos “asesinar injustamente”, la descripción no es neutra, pues al contener el término “injustamente” ya se está diciendo que es inmoral; por lo tanto, sí podría ser objeto de enunciación absoluta. Lo que pasa es que en ese caso simplemente se estaría diciendo que es injusto hacer injusticias, es decir, la norma quedaría reducida a una tautología.
Dicho de otra manera: si la acción se describe en términos del bien ontológico o premoral que está en juego, no es posible hacerla objeto de una norma. La moralidad de dicha acción sólo podría conocerse tras la aplicación del método proporcionalista, es decir, comprobando si existe o no una razón proporcionada para la misma. No tendría sentido una norma previa.
A la vista de lo dicho, se comprende que la negación de la existencia de normas morales absolutas y de actos intrínsecamente malos proceda de las dos teorías que se han descrito bajo los nombres de “moral autónoma” y “proporcionalismo”. Ni la una ni la otra −por otro lado, tan relacionadas entre sí− pueden dejar lugar a dichas normas y actos tal y como fueron siempre entendidos en la tradición doctrinal y teológica católica.
A mi modo de ver, toda la sustancia de esta cuestión se puede reducir a un sólo punto. Se trata de lo siguiente. El problema que está en juego es el del significado moral de las acciones humanas o, más exactamente, el de las fuentes de la moralidad del obrar humano. Me explico. Cuando ponemos ante nuestra consideración un determinado acto humano a fin de dilucidar su moralidad, lo que nos estamos preguntando es qué es moralmente lo que estamos haciendo o vamos a hacer. Para responder a esa cuestión, hemos de examinar los elementos del acto que nos informan de su cualificación moral y, además, hemos de conceder a esos elementos el peso que realmente les corresponde en la moralidad integral del acto. Tradicionalmente esos elementos fueron llamados el objeto moral, la intención o fin y las circunstancias. Lo que se plantea entonces es de qué manera el objeto y la intención cooperan a la moralidad del acto. La tradición defiende que el objeto informa de la primera moralidad del obrar; el papel del fin se ve condicionado, del modo por todos sabido, por esa primera moralidad; y las circunstancias sólo afectan accidentalmente a la moralidad de la acción. Si por su objeto el acto es moralmente malo, el fin no puede convertirlo en bueno: se trata de un acto intrínsecamente malo o malo en sí mismo. Ahora bien, ¿qué ocurre si en virtud de toda una teoría moral se altera la noción misma de objeto moral? Esto es precisamente lo que hacen las corrientes de pensamiento ético-moral criticadas en la Encíclica. Y precisamente por esto, el Documento aborda la cuestión del objeto moral inmediatamente antes de entrar en la de los actos intrínsecamente malos.
De ahí que, a la hora de la verdad, buena parte de la problemática de las normas absolutas −por no decir toda− se concentre en el análisis del acto moral y, en concreto, en la cuestión del objeto moral. A ella dedicaremos el último apartado de este trabajo.
¿Qué es lo que nos dice si un acto es moralmente bueno o malo? Esta es la cuestión que ahora abordamos[4].
Las corrientes morales que la Encíclica denomina teleologismos[5] consideran que toda la carga moral de un acto humano hay que localizarla en la voluntad del sujeto: lo que el hombre intenta hacer. Precisamente por eso, al considerar que la noción clásica de objeto moral no tiene carga intencional alguna, sostienen que éste no puede condicionar el papel de la intención como lo hacía en la moral clásica: no nos puede informar sobre aquello a lo que se apega la voluntad. Si además recordamos que para estos autores el objeto del acto viene prácticamente identificado con el acto físico externo que se realiza, el asunto aparece aún más claro: sólo la intención subjetiva del agente nos suministra información sobre aquello que su voluntad ama.
No quiere esto decir, sin embargo, que −en la opinión de estos autores− baste con la intención para determinar la moralidad de un acto. La intención sin más no bastaría para justificar lo injustificable. La intención global del agente es buena y, por tanto, el acto es moral, cuando quiere con el conjunto del acto un bien que pueda superar todo efecto malo. Sostienen, por tanto, que aquello que nos informa sobre lo que un acto humano significa moralmente ha de ser el conjunto integrado por el acto externo que se realiza, el fin que se pretende conseguir y las circunstancias (entre ellas fundamentalmente las consecuencias que se seguirán de la acción) en que el acto se desenvuelve[6]. En definitiva, de acuerdo con el proporcionalismo, ya tratado anteriormente, todo se reduce a discernir, por la comparación de bienes en juego, si hay razón proporcionada o no para poner el acto de que se trata. Si la hay, la intención de seguirla hace que el acto sea moralmente bueno.
Frente a este modo de pensar, Juan Pablo II reafirma la doctrina tradicional de las fuentes de la moralidad, si bien ofreciendo una consideración del objeto moral enormemente clarificadora frente a las dificultades que ofrecía en buena parte de la manualística.
En efecto, el Papa señala que el significado moral de un acto viene dado por el objeto moral, la intención del sujeto que actúa y las circunstancias de la acción (n. 74), recogiendo el análisis del acto moral de Santo Tomás de Aquino[7]. Y en concreto, en un texto clave para nuestro tema, sostiene:
“La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada, como lo prueba el penetrante análisis, aún válido, de Santo Tomás. Así pues, para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifica moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa. En efecto, el objeto del acto del querer es un comportamiento elegido libremente. Y en cuanto es conforme con el orden de la razón, es causa de la bondad de la voluntad, nos perfecciona moralmente y nos dispone a reconocer nuestro fin último en el bien perfecto, en el amor originario. Así pues, no se puede tomar como objeto de un determinado acto moral, un proceso o un evento de orden físico solamente, que se valora en cuanto origina un determinado estado de cosas en el mundo externo. El objeto es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto del querer de la persona que actúa” (n. 78).
Fijemos nuestra atención en dos afirmaciones contenidas en este texto, que a mi modo de ver son extremadamente importantes para nuestro tema. Por una parte, el Papa sostiene que para poder aprehender el objeto (fuente de moralidad) de un acto, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa. Con ello está rechazando toda postura que identifique el objeto moral con la acción física, asépticamente contemplada, que se realiza. Es necesario tener en cuenta algo más, que viene dado por la segunda afirmación a la que me refiero: la definición de objeto moral como el “fin próximo de una elección deliberada”. El objeto moral, pues, viene dado por aquello que se elige hacer en orden a la consecución de un determinado fin. Dicho de otro modo: el objeto moral viene dado por aquello que el sujeto quiere hacer como camino para alcanzar el objeto de su intención. Es muy significativo que la Encíclica insista en emplear la terminología “acciones cuya elección deliberada nunca es lícita”: no está hablando de lo que en la acción es puramente físico o natural.
Observemos que, por un lado, el objeto moral, así entendido, no carece en el conjunto del acto de intencionalidad, como afirmaban los autores a los que antes nos referíamos. Cuando la voluntad escoge hacer algo en vistas a un fin está queriendo ese algo, y querer es algo intrínsecamente susceptible de moralidad.
Por otro lado, ese algo que se quiere guarda una relación a la razón: puede ser un bien humano o algo que destruye un bien humano o algo totalmente indiferente.
Si se tratase de algo que destruye un bien humano fundamental, al elegir hacerlo se está queriendo de hecho la destrucción de ese bien. Y esto es precisamente lo que nunca puede ser moralmente aceptable, sea cual sea el fin por el que se haga.
Por lo tanto, aun suponiendo un fin o intención buena, cuando lo que se hace es malo, de hecho se está queriendo y haciendo algo malo. Si además tenemos en cuenta que los actos de la voluntad tienen también un carácter inmanente, al querer algo malo se está haciendo a sí misma mala, aunque fuera de sí cree un estado de cosas bueno.
Esta es la razón por la que siempre se ha afirmado que el objeto malo vicia de raíz el acto moral, convirtiéndolo en malo independientemente de la intención del agente o de las circunstancias. Y por ello, el Documento mantiene con firmeza la existencia de acciones cuya elección deliberada nunca es moralmente lícita: aquéllas en las que se elige destruir un bien personal fundamental, es decir, aquéllas vetadas por las normas morales absolutas negativas. Nunca puede haber razón o proporción entre la destrucción de la persona en una de sus dimensiones fundamentales y cualquier bien por grande que sea. El mal no está en la acción sin más, sino en la elección de esa acción.
Queda, pues, fuera de lugar toda acusación de “objetivismo” a la doctrina tradicional y también a la doctrina del documento pontificio: el acto humano siempre se está juzgando desde dentro −no desde fuera, en su dimensión física−, y, además, en el caso de los actos intrínsecamente malos, no se está prescindiendo del contexto en el que el acto se realiza, sino que se está juzgando el acto como malo precisamente porque incide negativamente en la red de relaciones del sujeto consigo mismo, con los demás o con Dios[8].
A mi juicio, pues, a la vista de todo lo dicho, es obligado señalar que, en el fondo, al sostener la realidad de los actos intrínsecamente malos y, con ellos, de las normas morales absolutas, se está defendiendo y promoviendo la dignidad misma del ser humano, sus posibilidades de plenitud y salvación. A la hora de la verdad, el Papa, con la tradición plurisecular de la Iglesia, está defendiendo frente a todo ataque el valor incondicionado de la persona humana, como hombre y como hijo de Dios[9].
Enrique Molina
Universidad de Navarra
[1] Cfr. MELINA, L., Morale: tra crisi & rinnovamento, Ares, Milano 1993, p. 42
[2] Véase −por citar un solo lugar− De Malo, q.15, a.1.
[3] Cfr. FUCHS, J., Etica cristiana in una società secolarizzata, Casale Monferrato 1984, pp. 117-137.
[4] Cfr. para todo este tema el excelente trabajo de RODRIGUEZ LUÑO, A., El acto moral y la existencia de una moralidad intrínseca absoluta, en DEL POZO ABEJÓN, G., Comentarios a la “Veritatis splendor”, BAC, Madrid 1995.
[5] Cfr. el epígrafe primero de la sección IV del capítulo II, titulado “Teleología y teleologismo”.
[6] Tanto Fuchs como McCormick y Knauer defienden expresamente este planteamiento (cfr. los trabajos publicados por estos autores en WILKINS, J., Understanding Veritatis splendor. The Encyclical Letter of Pope John Paul II on the Church’s moral, Melksham, Wilts 1994).
[7] Cfr. S. Th., I-II, q.18, a.6.
[8] Cfr. RODRIGUEZ LUÑO, A., El acto moral y..., p. 711.
[9] Cfr. ibidem.
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