Con la ponencia “Mons. Álvaro del Portillo y la Nueva Evangelización” la Dra. María Pía Chirinos, vicerrectora de Investigación de la Universidad de Piura (Perú), abrió el tercer día de exposiciones en el Congreso “Vir fidelis multum laudabitur” que organiza la Universidad Pontificia de la Santa Cruz en Roma, a propósito del centenario del nacimiento del segundo Gran Canciller de la Universidad
Iniciar esta conferencia me llena de agradecimiento: obviamente hacia los organizadores del Congreso que nos han convocado, pero sobre todo al queridísimo don Álvaro. Como para muchos de los aquí reunidos, don Álvaro no constituye un personaje cuya doctrina se estudia fríamente desde unas coordenadas teóricas. Tampoco una figura conocida y admirada a partir de terceros. Desearía simplemente dejar constancia de mi agradecimiento a Dios por haber trabajado a su lado durante los últimos años de su vida y de haberme beneficiado de su generosa oración y de su cariño paternal hasta el último día de su existencia en la tierra. Con este preámbulo doy inicio a la conferencia que me ha sido tan gentilmente encargada.
Si este congreso hubiera tenido lugar meses antes, hablar de un tema como la nueva Evangelización habría conllevado preámbulos más elaborados. El reciente documento del Papa me permite obviarlos, aunque, de todas formas, precisamente por su actualidad, el tema amerita una brevísima introducción.
Es bien conocido que el término evangelización sufre un profundo enriquecimiento semántico a partir del Vaticano II. De significar el anuncio del kerygma o primera proclamación del Evangelio, pasa a abarcar toda acción apostólica de la Iglesia al servicio del hombre y de la mujer. En cierta manera es comprensible, ya que los dos primeros milenios de nuestra era, en sus grandes rasgos, constituyen un escenario irrepetible para este primer anuncio: aún hoy nos asombra la fuerza de los evangelizadores del Imperio Romano −muchos cristianos corrientes− que no escatimaron su vida para transformar esa magnífica civilización. También es admirable, especialmente a partir del s. VI, el arrojo de tantos miembros de órdenes religiosas que, ante la situación de muchos pueblos bárbaros de la futura Europa, hacen posible que este anuncio continúe y crean la cultura occidental. Por su parte, la primera mitad del segundo milenio se caracteriza principalmente por una lenta pero profunda asimilación de la nueva fe en los pueblos ya evangelizados, que se traduce en innumerables instituciones: la aparición de las universidades, el Estado de Derecho, la desaparición de la esclavitud en Europa, etc. El arte y la vida cotidiana se impregnan de una visión cristiana que se difunde también geográficamente con el descubrimiento de América y los primeros intentos de llevar la fe a Asia y África, siempre liderados por religiosos. Sin embargo, los últimos dos siglos reflejan dos evidencias. Junto al hecho de que el anuncio no ha alcanzado todos los pueblos de la Tierra, surge otra: la aparición de ideologías que empiezan a proclamar primero la muerte de Dios y a continuación la muerte del hombre.
Estas circunstancias nos permiten entender por qué el tercer milenio se abre con la llamada a la nueva evangelización iniciada por Juan Pablo II y continuada por Benedicto XVI y Francisco. Su verdadero origen, sin embargo, no puede deslindarse del Concilio Vaticano II. Es más, si el Concilio es una auténtica piedra miliar en la historia de la Iglesia −con la que se cierra el segundo milenio− la invocación a evangelizar ha de reconocerse como una de sus conclusiones más importantes, que marcará el inicio del tercer milenio. ¿Y por qué razón? Porque en los años del Concilio, la Iglesia se hace consciente y afronta la tragedia de un mundo secularizado, que al desvincularse de sus raíces cristianas, pone en duda la eficacia de largos siglos de evangelización. De algún modo, el reto ante el que la Iglesia se encuentra bien puede recordar aquella pregunta del Señor que siempre nos deja con cierta sensación de desconsuelo: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra? (Lc 18, 8). El fin del segundo milenio y el comienzo del tercero muestran una extraordinaria continuidad y la prueba palmaria es uno de los últimos documentos de Pablo VI, conmemorando los 10 años del Concilio, sobre la acción evangelizadora para “hacer a la Iglesia del siglo XX cada vez más apta para anunciar el Evangelio a la humanidad del siglo XX”[1].
Pocos años después −en realidad, sólo tres−, Juan Pablo II en su primer viaje a la Polonia todavía comunista, lanzaría su famosa llamada: «hemos recibido una señal: que en el umbral del nuevo milenio −en esta nueva época, en las nuevas condiciones de vida−, vuelva a ser anunciado el Evangelio. Se ha dado comienzo a una nueva evangelización, como si se tratara de un segundo anuncio, aunque en realidad es siempre el mismo»[2]. Hay quienes señalan que este término −nueva Evangelización− aparece casi por casualidad en esa homilía, cuando, en realidad, el Papa habla de esta tarea como si ya se hubiera emprendido. No veo que haya una especie de per accidens: sería injusto afirmarlo, precisamente porque, como Arzobispo de Cracovia, el Card. Woytila formó parte del Sínodo de Obispos de 1974, sobre la evangelización en el mundo moderno, del cual, como se sabe, nace la Ex. Ap. Evangelii nuntiandi. Lo que sí se puede decir es que el magisterio pontificio posterior fue llenando de contenido esta expresión y proclamándola con urgencia por distintos puntos del planeta: en Santiago de Compostela (1982), en Augsburg (1987) y en Velehrad (Rep. Checa) donde está sepultado San Metodio (1990), en Puebla al celebrarse los 500 años de nuestro descubrimiento, así como en importantes documentos como la Exh. Ap. Christifideles laici[3] y los famosos escritos antes y después del cambio de milenio[4]. La recepción de esta llamada fue inmediatamente percibida por distintos miembros de la Iglesia, uno ciertamente importante fue justamente don Álvaro del Portillo, en su calidad, primero de Presidente General del Opus Dei, y luego de Prelado y Obispo de esta Prelatura Personal.
Realizada esta breve introducción que trae a la memoria de todos Uds. hitos relativamente recientes, mi intención será centrarme −como se sabe y como se espera− en la figura y el mensaje de Álvaro del Portillo relacionados con la nueva evangelización. Para desarrollar el argumento, intentaré responder a dos preguntas. Primera: ¿cómo recoge el primer Prelado del Opus Dei este encargo del Santo Padre Juan Pablo II? Segunda: ¿en qué aspectos de esta tarea evangelizadora don Álvaro centra la novedad?
Debo confesar que, como suele suceder en toda tarea de investigación, me he encontrado con una gratísima sorpresa: contamos con dos obras suyas, de carácter científico (no pastoral), y que desde ese punto de vista pueden considerarse las más importantes de su producción. El asombro surge cuando descubro que indirectamente ambas brindan luces para nuestro tema: se trata de su tesis doctoral en Historia (Descubrimientos y exploraciones de las costas de California 1532– 1655)[5] y de su aportación para el Concilio Vaticano II[6], que vio la luz pocos años después en la obra titulada Fieles y laicos en la Iglesia[7], probablemente la más conocida suya.
La primera publicación, aunque dedica un exquisito rigor científico e histórico a la cuestión que promete en el título −la exploraciones para delimitar las costas de California−, no omite justas menciones a la tarea evangelizadora que éstas conllevan, y nos aporta luces, por decirlo de algún modo, “por vía negativa”. En concreto, podremos referirnos a dos cuestiones: ¿ofrece el libro algunos datos sobre esta evangelización y, de existir, cuál sería la diferencia con la Nueva Evangelización?
A lo largo de sus páginas, Álvaro del Portillo menciona de modo explícito pero breve datos ciertamente conocidos: la evangelización es llevada a cabo casi exclusivamente por miembros de órdenes religiosas, que no pocas veces ejercen oficios seculares. Por ej. Fray Francisco de Balda como comisario en la primera expedición de Sebastián Vizcaíno[8] o Fray Antonio de la Ascensión en la segunda expedición de clara finalidad científica[9]. En el caso de los viajes de Pedro Porter Cassanate, los religiosos son de la Compañía de Jesús: Jacinto Cortés y Andréz Báez[10]. Los actores “laicos” −los descubridores o conquistadores, los virreyes, etc.− no se sienten interpelados a ejercer esa misión: en la mayoría de los casos, la fomentan pero nada más. Es más, en todos estos viajes, la finalidad principal la constituye el interés por los descubrimientos y conquistas de territorios desconocidos. La evangelización de los pueblos en las llamadas Indias occidentales ocupa un lugar secundario en las actividades, por decirlo de algún modo, civiles y políticas: siempre presente en los escritos de la época, es decir, en la teoría, pero nunca ocupando un lugar exclusivo o principal en la práctica. Gobernantes y conquistadores se mueven por otros intereses más atractivos: posesión de nuevos territorios, de sus riquezas naturales, aporte científico (especialmente geográfico) y también defensa ante el enemigo europeo −los famosos piratas holandeses e ingleses− que intenta llegar antes a esas tierras para obtener las riquezas o bloquear el comercio marítimo entre las colonias. Álvaro del Portillo deja constancia de que, más adelante, cuando ya se ha conquistado y poblado el territorio, franciscanos y jesuitas realizarán una evangelización realmente asombrosa[11], lo cual confirma en todo caso que los actores seguirán siendo, principalmente, misioneros religiosos que ejercen y hasta enseñan oficios civiles, pero no al revés, es decir, no serán los laicos los que se dediquen normalmente a esta tarea[12].
En su obra Fieles y laicos en la Iglesia, del Portillo ofrece más bien una reflexión por vía positiva. De este modo, siguiendo las enseñanzas de San Josemaría Escrivá sobre la llamada universal a la santidad, propone para el laico no sólo su plena condición de fiel con alma sacerdotal sino la misión apostólica que de ella se deriva y que se fundamenta en el bautismo. Como distintos documentos postconciliares han dejado claramente sentado, tanto la llamada universal a la santidad como la naturaleza apostólica de la vocación cristiana constituyen dos aportaciones centrales del Concilio[13]. En esta profunda reflexión sobre el significado teológico-canónico de la condición del laico, de hecho oscurecida durante muchos siglos y de derecho ausente en el ordenamiento jurídico eclesial, años más tarde don Álvaro centrará la aportación del Opus Dei a la nueva evangelización y con ella la novedad de esta misión en el tercer milenio. Parafraseando a Pablo VI, podemos decir que promoverá no ya “una Iglesia del siglo XX cada vez más apta para anunciar el Evangelio a la humanidad del siglo XX” sino para anunciarla a la humanidad del tercer milenio. Es el fulcro para comprender su aportación.
Antes de avanzar, parece oportuno fundamentar mejor esta tesis. ¿Por qué se puede afirmar que el protagonismo de los laicos resultó una gran novedad? ¿Cuál fue la evolución de su lugar en la sociedad? ¿Y cuáles las bases históricas y antropológicas que llevaron a revalorizar el papel del laico en la Iglesia? La respuesta no va a ser de tipo canónico-teológico, sino más bien de índole histórico-antropológica y centrada en el trabajo como actividad principal del laico para conducir las realidades materiales, que gozan de autonomía propia, a Dios.
He dudado mucho sobre el modo de afrontar esta parte de la conferencia y me he inclinado por anunciar dde ya los tres hitos que atravesaremos para una posible respuesta. En concreto, me referiré a tres visiones del mundo y del hombre que podríamos definir así: en la época clásica, un humanismo aristocrático; a partir del s. VI y prácticamente hasta nuestros días, lo que llamaré un cristianismo aristocrático; y desde la Ilustración –pido paciencia por el neologismo– un laborismo aristocrático.
El humanismo aristocrático es quizá el más conocido y corresponde a la visión griega del hombre: sólo poseen plenamente naturaleza humana los varones que viven en la polis y se dedican a la contemplación de la verdad. Son los mejores, por encima de esclavos y mujeres, que, por encontrarse inmersos en trabajos manuales y corpóreos, se ven impedidos de ese ocio, opuesto al negocio. La cultura judía, en cambio, no comparte esta visión, tal y como queda reflejado en la figura de San Pablo, fabricador de tiendas, así como en muchos pasajes del Talmud, que muestran cómo los grandes estudiosos de la Palabra de Dios hacían compatible esta alta dedicación con algún oficio manual[14]. Por eso es muy significativa la narración de los Hechos (Act 16,12-15) sobre la primera conversión en tierras europeas: se trata no sólo de una vendedora de púrpura sino también de una mujer, Lidia de Tiátira, que obliga al Apóstol a quedarse en su casa. Frente al humanismo aristocrático de los griegos, este hecho rompe con la mentalidad imperante y nos ofrece las claves hermenéuticas del rol de los primeros cristianos.
El inicio de las órdenes religiosas con San Benito y su Regla recoge en parte esta tradición –la laboriosidad se entiende como virtud y medio para vencer a la tentación–, pero da origen al inicio de otra hegemonía: el modelo de cristianismo para los laicos empieza a ser la vida monacal. Aparece, por eso, lo que suelo llamar un cristianismo aristocrático, es decir, el religioso es considerado “mejor cristiano” porque se aparta del mundo para contemplar a Dios, y se aleja así de una fuente segura de tentaciones.
Aunque ordinariamente el punto de quiebre de esta postura se fija en la Reforma Protestante, distintas voces ofrecen otras alternativas. Para Hans Baron, por ejemplo, el humanismo florentino del s. XIV[15] reivindica la vita activa y el rol civil de los laicos, así como el valor de las posesiones materiales[16]. A esto se une también el desarrollo de los gremios en la Edad Media[17], que son signo de un cambio de mentalidad importante: el trabajo ha dejado de identificarse con la actividad del esclavo y los oficios son ejercidos por hombres y mujeres libres con gran influencia en la cultura, en el arte y en la economía.
De todas formas a partir del s. XVI, es la Reforma Protestante la que se erige en la paladina de la vita activa (despreciando la contemplativa o religiosa) y se apropia –nos guste o no– de un concepto que estará vigente hasta nuestros días: la Work Ethic o ética del trabajo. La obra de Max Weber sobre los orígenes protestantes del capitalismo, resultará de catalizador para difundirla en el siglo XX, abriendo un debate de gran interés: gracias a la riqueza semántica del término Beruf, Lutero y Calvino hablarán de una llamada divina a través del trabajo. Calvino incluso acentuará la relevancia del éxito en el trabajo y con él de las riquezas, para lo cual se necesitarán hombres de acero, con virtudes como la sobriedad, la laboriosidad, la honestidad, propias de la Work Ethic.
Por su parte, Adam Smith, al promover el self-interest como motor del trabajo y de la economía e introducir el concepto de “mano invisible”, va más allá de unas tesis simplemente económicas. En realidad, con ella expresará una nota antropológica quizá no del todo explícita en el luteranismo pero ciertamente presente: el individualismo propio de quienes no necesitan de los demás ni para vivir su fe ni para interpretar las escrituras. La negación luterana del sacerdocio ministerial y de la mediación de la Iglesia bien puede estar en el origen.
Max Weber calificará duramente todo este proceso: “el manto sutil de las riquezas se convirtió en férreo estuche”[18], ya que después de este primer ascetismo de la Work Ethic, las riquezas dieron lugar a un bienestar que hizo de la búsqueda del placer la forma de vida principal. Las raíces religiosas “se secaron” y se extendieron por Occidente a partir de la segunda mitad del s. XX, como un nuevo paganismo, que se diferencia del anterior, entre otras notas, en su rechazo de la fe cristiana. El proceso de secularización con clara cadencia atea, es decir, absoluto y materialista, va acompañado de un desprecio de la contemplación y de la virtud. Vivimos, con expresión de Joseph Pieper, en “un mundo totalitario del trabajo”[19], en una civilización laborocéntrica. Dominique Méda lo sintetiza así: “el capitalismo ha aceptado en proporciones sin precedentes la valorización del mundo, pero reduciendo el humanismo”[20] y Alejandro Llano nos da la clave para entender esta posición como un laboralismo aristocrático: “no importa el hombre del trabajo sino el trabajo del hombre”[21]. Sólo serán valorizadas aquellas profesiones que brinden honor, dinero, influencia. Se depreciarán como irracionales e inhumanas todas las que aparten de estos fines[22].
Como conclusión, queda fuera de dudas que el protagonismo del trabajo irrumpe en la historia con visos de absolutismo. Es verdad que el derecho al trabajo llega a ser uno de los grandes logros del s. XX, incluido en la Declaración de los Derechos Humanos, pero como toda idea revolucionaria, deberá cribarse y sufrir dimensionamientos: de ser signo de no humanidad, el capitalismo y el marxismo lo convertirán en la nota principal de la condición humana y así −curiosamente− compartirán el mismo principio: economizarán el trabajo y, en el fondo, acabarán por deshumanizar al trabajador.
Estas coordenadas culturales que se terminan de consolidar entre los ss. XIX y XX, es decir, al final del segundo milenio, exigen sin lugar a dudas una profundización en la antropología del trabajo que lo reconozca, al menos, con dos notas principales: admitir que se trata de una realidad humana y positiva. Esta tarea que quizá está todavía pendiente para la filosofía, no lo está para la teología gracias precisamente a lo que supuso el Concilio Vaticano II y, más en concreto, a lo que éste recoge sobre el papel de los fieles laicos. Años antes, San Josemaría Escrivá es inspirado por Dios en 1928 para fundar precisamente un camino de santidad que significó −si se me permite la expresión militar− una auténtica revolución para las filas evangelizadoras de la Iglesia. O, para seguir con la feliz metáfora del Cardenal Ratzinger, el mensaje de Escrivá hizo posible que miles de cristianos se despertaran de un sueño perjudicial[23] y se empeñaran precisamente en descubrir que Dios cuenta con ellos −con los cristianos corrientes− para llevar a cabo una gran misión. Con palabras del futuro Beato, los seglares entienden su responsabilidad apostólica “como un mandato divino −dinamismo de la gracia sacramental−, porque el mismo Cristo ha confiado a los bautizados el deber y el derecho de dedicarse al apostolado, sobre todo y primariamente, en y a través de las mismas circunstancias y estructuras seculares −no eclesiásticas−, en las que se desarrolla su vida cotidiana y ordinaria de ciudadanos y cristianos corrientes”[24].
El carácter precursor del mensaje del Opus Dei queda fuera de dudas, pero −en lo que se refiere a este apartado de nuestra exposición− la superación del cristianismo aristocrático ve también la luz. Por su parte, el laborismo aristocrático seguirá su vigencia, pero el mensaje del Opus Dei facilitará una reflexión desde la teología que afronte sus principales grietas. A continuación desglosaré aún más estas ideas.
Recordemos las dos preguntas: ¿por qué es nueva la Evangelización? ¿Cómo recoge Álvaro del Portillo el encargo de la Nueva Evangelización de Juan Pablo II? El carácter de novedad ha sido explicado por diversos autores de modos distintos. En el caso de del Portillo encontramos la siguiente afirmación: “La novedad habrá de residir en las nuevas energías espirituales y apostólicas puestas en juego por todos los fieles, pues todos somos partícipes y responsables de la misión de la Iglesia[25]. Esta novedad se concreta por tanto en las siguientes tesis:
1. El protagonismo real de los laicos: los evangelizadores no serán ya ni exclusiva ni principalmente miembros de órdenes religiosas o sacerdotes, aunque la presencia y la importancia de éstos no desaparezca. Lo que sí desaparece es lo que he llamado el cristianismo aristocrático, porque sobre todo a partir del Vaticano II se difunde la llamada universal a la santidad: todos los hombres y mujeres están llamados por Dios a ser santos, y la gran mayoría encontrará su vocación sin necesidad de apartarse del mundo sino más bien convirtiéndolo en lugar para esa santificación. El protagonismo de los laicos en la tarea evangelizadora tiene su fundamento en la vocación bautismal: todos −sacerdotes, laicos y religiosos− estamos llamados a llevarla a cabo. Álvaro del Portillo desarrollará estas ideas con especial agudeza: igualdad en la fe (todos somos fieles) y diferenciación en la función (los laicos tienen una misión propia).
2. ¿Qué implica que la responsabilidad de la Nueva Evangelización recaiga principalmente en los laicos? La respuesta debe explicitar la nota más específica de la condición laical, a saber, la secularidad. Ésta no ha de confundirse con la “laicidad”, es decir, no ha de entenderse como una dimensión que excluye la dimensión religiosa y niega toda relación con ella. La secularidad, por el contrario, significa una visión que afirma el valor y la consistencia de las realidades temporales, creadas por Dios y configuradas por el ser humano principalmente a través de su trabajo, así como la apertura del mundo a la trascendencia[26].
Por esto, cuando Juan Pablo II habla de una evangelización nueva por ser una “nueva época, en las nuevas condiciones de vida”, Álvaro del Portillo ve que esta novedad coincide con el carisma de la institución a la que dedica toda su vida: “Por querer divino, el espíritu del Opus Dei posee un atractivo especial para los hombres y mujeres que –como los de nuestra época– se sienten plenamente inmersos en el mundo laboral, político, social, etc., que es nuestro mundo”[27].
3. Dentro de este nuevo modo claramente laical que se añade a los otros caminos de la evangelización en la Iglesia, destacaré tres aspectos especialmente relevantes, que don Álvaro señala:
a) El primero tiene que ver con el conocido texto de Juan Pablo II, en su Discurso al Simposio del Consejo de la Conferencia Episcopal de Europa: “Se necesitan heraldos del Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos, enamorados de Dios”[28]. Esta capacidad de entrar en contacto con el hombre de hoy no se reduce a una simple “empatía”, por más excelente que ésta sea: es algo mucho más comprometido. “Se necesitan −concluye el Papa− nuevos santos. Los grandes evangelizadores de Europa han sido los santos”. Y es precisamente esta urgencia de santidad la que don Álvaro pone en relación −y no podría ser de otro modo− con un punto de Camino: “Un secreto. −Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. −Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. −Después... "pax Christi in regno Christi" −la paz de Cristo en el reino de Cristo”[29]. En definitiva, el laico está llamado a realizar una honda labor apostólica basada en la vida interior pero también en la amistad humana para llegar al fondo de sus iguales y acercarlos a la fe.
b) El segundo punto es condición del anterior: esta tarea evangelizadora que el laico tiene por delante y que se identifica con su lucha por ser santo, sólo se puede llevar a cabo (y en este caso, la condición es esencial) si cuenta con “ministros que dispensen generosamente −con hambre de santidad propia y ajena− la palabra de Dios y los sacramentos, hombres formados por la Iglesia, que sienten siempre con la Iglesia, para ser, al ciento por ciento, sacerdotes a la medida de la donación de Cristo”[30]. Don Álvaro dedica en 1990 una extensa conferencia a este tema, que guarda también una clara continuidad con sus escritos sobre el sacerdocio a raíz del Concilio.
c) Por último, la Nueva Evangelización será aún más eficaz si los que evangelizan se encuentran suficientemente pertrechados de doctrina para conocer a fondo la fe y adquirir una sólida unidad de vida. En este punto, la coincidencia de las palabras del Papa Juan Pablo II con el mensaje de San Josemaría es asombrosa: «corresponde testificar cómo la fe cristiana (…) constituye la única respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad. Esto será posible −continúa el Papa− si los fieles laicos saben superar en ellos mismos la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su vida familiar cotidiana, en el trabajo y en la sociedad, esa unidad de vida que en el Evangelio encuentra inspiración y fuerza para realizarse en plenitud»[31] De ahí la inmensa alegría de don Álvaro a raíz de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, en 1992, y su deseo ardiente de que se multiplicasen primero en Francia (recordemos que salió en francés) y luego en el mundo entero grupos de estudio alrededor de este instrumento magnífico para preservar y difundir la fe[32].
En primer lugar, don Álvaro circunscribe el esfuerzo de la Nueva Evangelización a los países de Europa Occidental, como se solía distinguir a la Europa libre del dominio comunista −la “Vieja Europa”− y añade a este lugar geográfico dos naciones más: Estados Unidos y Canadá. Sobre todo en el caso de Europa, se trata de países “que tanto han servido a la causa de la fe, durante tantos siglos (…), y que ahora se encuentran en una situación tan difícil, (y) necesitan volver a sus raíces cristianas”[33]. Su preocupación nace de su atento seguimiento de distintos discursos y documentos del Santo Padre, pero también de las audiencias que le concedía[34].
Aunque el hito principal de esta actuación ciertamente se encuentra en la Carta que escribe a todos los fieles de la Obra el 25 de diciembre de 1985, se puede afirmar que su preocupación empieza al menos tres años antes: exactamente en las navidades de 1982, cuando don Álvaro escribe a sus hijos de todo el mundo pidiendo oraciones por “la labor en las frías regiones del norte de Europa”[35]. En efecto, como se recoge en una de sus biografías, en diciembre de ese año, don Álvaro había manifestado al Santo Padre los planes del Opus Dei para empezar a trabajar en China, pero la respuesta del Papa −su preocupación por la situación de las naciones escandinavas− es entendida inmediatamente como un imperativo para cambiar el rumbo de la expansión apostólica. De la lectura de la Carta se intuye que don Álvaro parece revivir con ese pedido la petición que San Josemaría recibió de la Santa Sede para una misión también evangelizadora: la aceptación de la Prelatura nullius de Yauyos en Perú. Al final de la vida de don Álvaro, ocurrirá algo muy semejante con la petición del Papa para comenzar la labor en Kazajstán.
Una vez delimitado geográficamente el destino de estos nuevos esfuerzos y de involucrar a todo el Opus Dei y también a muchos Cooperadores y amigos por medio de la Carta que escribe (publicada en Romana inmediatamente: no existía aún internet), don Álvaro convoca en los primeros meses de 1986 sendas reuniones de trabajo para los Vicarios Regionales y otros directores de la Obra, con el fin de dedicar sus mejores esfuerzos a determinar líneas de acción para varones y mujeres. Coincidiendo con unos días insólitos de nieve en Roma, estas convivencias tienen lugar en medio de un ambiente lleno de esperanza y de fe. En 1986 se organizaron otras dos reuniones de trabajo, semejantes a las anteriores, a las que asistió el futuro Beato para emplazar a los miembros de la Obra en España[36] en esta tarea tan importante.
En el año 1987 y a raíz de una Carta escrita a todos los fieles de la Prelatura para preparar el 70º aniversario del Opus Dei, don Álvaro volverá sobre el tema e impulsará así a todos a rezar y ayudar en este apostolado urgente. Estos escritos no serán el único medio. Don Álvaro viajará también con más frecuencia a estos países para seguir de cerca su trabajo y animarlos a superar dificultades.
Más adelante, con ocasión del V Centenario del descubrimiento de América y también de la caída del muro en Berlín se referirá también al tema de la evangelización tanto en los países latinoamericanos como en los que se encontraban detrás del telón de acero, pero la connotación principal de su empeño por la nueva evangelización se centrará en la así llamada Europa Occidental, en Estados Unidos y en Canadá, por la situación de gran bienestar económico, liberalismo moral y secularismo ateo y por tratarse de países con hondas raíces cristianas. Esto se ve de modo claro en la ya citada conferencia de 1990: “Estamos asistiendo en los últimos meses a grandes transformaciones en amplias zonas del mundo, sobre todo en el Viejo Continente, que parecen anunciar una nueva era de libertad, de responsabilidad, de solidaridad, de espiritualidad, para millones de personas. No podemos olvidar, sin embargo, y hay que decirlo con dolor, que existen también en nuestra sociedad occidental, amplios ámbitos cerrados y hostiles a la Cruz salvadora (cfr. Fil 3, 18), ojos que rehúsan admirar la belleza de Dios reflejada en la faz de Cristo (cfr. 2 Cor. 4, 6)[37].
En la Carta 25.XII.85, don Álvaro anima a “individuar aspectos positivos de la sociedad: anticonformismo, sed de espiritualidad, preocupación por los países menos desarrollados, aspiración a la paz y a la unidad”[38]. En esta línea cabe destacar una iniciativa, iniciada por universitarias de Canadá, que se trasladan a países menos desarrollados como Perú y Kenya para llevar a cabo “promociones rurales”, es decir, actividades para ayudar al desarrollo humano de poblaciones extremamente pobres, donde miembros del Opus Dei trabajan en obras de apostolado corporativo. En este caso, la evangelización presenta unas notas únicas, ya que, por decirlo de algún modo, los evangelizadores no se mueven sino más bien reciben a los evangelizados y evangelizan con su ejemplo de vida: piedad popular, cultura cristiana, fe y alegría en medio de las dificultades, etc. Los evangelizados son los que van a ayudar materialmente, pero en la confrontación con la pobreza y el sufrimiento, son apelados por los testimonios que encuentran y que les acercan a Dios. Viajes como éstos empiezan a multiplicarse por toda le geografía mundial, mucho antes de que aparezca la palabra globalización o que las ONG proliferaran como tales. Aunque Perú va a ser la meta más visitada por muchos otros países (por ej., Italia, Gran Bretaña, España, Alemania, Suiza, Austria, Bélgica, Holanda, Suecia e incluso Japón), también de estas naciones viajarán a Guatemala, Paraguay, República Dominicana, Costa de Marfil, Nigeria, Filipinas, etc. Don Álvaro seguirá todas estas iniciativas con especial atención y hablará en Estados Unidos de empezar también con “promociones urbanas” en los suburbios pobres de las metrópolis, tal y como se comienza a llevar a cabo en las grandes ciudades americanas de New York, Chicago, Los Ángeles, y en otras de Europa: por ejemplo, en Londres o Barcelona.
A este apostolado entre gente joven, se suman otras muchas iniciativas: por ejemplo, la promoción de residencias universitarias en las principales capitales europeas, cuando las “señales” de la sociedad indicaban el poco interés por vivir en estos centros. Tal es el caso de las residencias para mujeres de París −Les Ecoles−, de Madrid −Somosierra−, después de unos años de interrupción en los años 70[39] y que se abren de nuevo; o la ampliación de la residencia en Londres −shwell House−y en Manchester −Coniston−.
Especial seguimiento realizó don Álvaro de la labor en los países escandinavos. Ahí, además de impulsar la puesta en marcha de residencias universitarias para mujeres y varones en Estocolmo, animó a mujeres de la Obra a que colaborasen en un colegio católico de Helsinki, a petición del Obispo de la ciudad. Dos norteamericanas profesoras procedentes de Estados Unidos −Biruta Meirans, letona, y Anne Marie Klein− asumieron el reto y se trasladaron a Finlandia en 1988. En los últimos diez años de vida, don Álvaro realizó ochos viajes a esos países y pudo conocer de cerca el trabajo realizado, e incluso viajar desde Helsinki a Tallinn (Estonia), recién abierta al Occidente, para ver más posibilidades de evangelización.
Otro gran capítulo es el relacionado con la familia, punto neurálgico para la recristianización de toda sociedad y especialmente atacado en las leyes. En este tema, la acción de don Álvaro sí fue precursora, ya que −mucho antes de las Jornadas Mundiales para la Familia−, alentó Congresos convocados para estudiar distintos aspectos de esta realidad, que se realizaron en Roma. En efecto, en diciembre de 1978, matrimonios de alrededor de 20 países fundaron la International Family Foundation (IFF) que comenzó a trabajar firmemente en distintos frentes: entre otros, la así llamada orientación familiar para que muchos padres adquirieran el know how de la educación de los hijos. Hoy en día, la IFF se ha transformado en la IFFD (International Federation for Family Development) y es miembro con Estatus Consultivo General ante el Comité Económico y Social de Naciones Unidas[40]. Se encuentran relatos sobre el primero de los Congresos en 1979 en Roma y de la acogida que les dio don Álvaro en todo momento. También destacan los Institutos de la Familia que empiezan a nacer en diversas universidades donde trabajan miembros del Opus Dei y otros profesionales, dedicados a una investigación de corte académico, de extrema importancia para influir en la cultura. Aunque no se trata de iniciativas circunscritas a Europa, sí se puede decir que fueron promovidas de modo especial en países europeos.
Una iniciativa sumamente original impulsada directamente por don Álvaro en la que me detengo por distintos motivos, también por haber sido testigo directo de sus inicios, es el Congreso Internacional Incontro Romano, que vio la luz por primera vez en la Semana Santa de 1991. En 1990 don Álvaro animó a un grupo de profesionales del hogar de Roma, concretamente del Associazione Centro ELIS, a promover espacios de reflexión sobre todas aquellas tareas que contribuyen directamente a reforzar la institución familiar. El debate sobre el cuidado de la persona, de su dimensión corporal y espiritual, llevado a cabo en el hogar, desde el nacimiento hasta la muerte, contribuye de un modo indirecto pero extremamente eficaz a devolver protagonismo a la familia: protagonismo como escuela de humanidad y de solidaridad, protagonismo como célula principal de la sociedad, protagonismo como lugar donde se aprende a cuidar al otro… Además, sin que hubiese un explícito conocimiento, se abrían coincidencias interesantes con un movimiento feminista −la Care Ethics[41]− que iniciaba un largo recorrido para proponer una antropología que superase los planteamientos de la autonomía racionalista kantiana así como del solipsismo en el que estaba cayendo la sociedad capitalista. Quizá lo que, desde mi perspectiva, resulta de mayor interés es que hablar del valor social y humanizador de los trabajos del hogar, de su capacidad para ser entendidos como profesión, etc., es atacar en su raíz precisamente lo que he llamado “laborismo aristocrático”. Pienso que traer a colación aquí unas palabras de San Josemaría, palabras que también fueron parte de la predicación de don Álvaro, pueden corroborar lo que afirmo: “Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación”[42].
Especial atención mereció el impulso de iniciativas de investigación de alto nivel que incidieran en la cultura y en la ciencia. Una es, sin lugar a dudas, el Campus Biomedico en Roma. Otra no menos importante fue la puesta en marcha por la Universidad de Navarra del CIMA o Centro de Investigación Médica Aplicada, que presentaba grandes dificultades especialmente de tipo económico y de personal[43]. Pero don Álvaro no sólo alentó este Centro sino que siempre se refirió a la necesidad de crear otro semejante especializado en temas humanísticos. Años después, este deseo suyo se hizo realidad en el Centro de Investigaciones en Ciencias Humanas y Sociales de la misma universidad.
Una última referencia debe hacerse a la labor apostólica del Opus Dei en los países detrás del telón de acero. Cuando el 12 de setiembre de 1989 se instaló en Polonia el primer gobierno no comunista después de la II Guerra Mundial, don Álvaro vio inmediatamente abierta la posibilidad de empezar la labor estable del Opus Dei y el 2 de noviembre viajaron a ese país dos sacerdotes. Pocos años antes, centenares de estudiantes europeos habían iniciado los así llamados “campos de trabajo” para construir iglesias en Polonia, impulsados también por don Álvaro, que veía en esto un modo de llegar a esos pueblos cuando aún estaban bajo el dominio soviético[44]. Se trataba de una iniciativa semejante a las promociones rurales realizadas por Canadá, sólo que en este caso el ejemplo lo daban católicos que vivían su fe en un régimen hostil a la religión. Personalmente, tengo asociada esta época tan singular de la política europea a una idea frecuentemente repetida por don Álvaro: Europa ahora ya respira con dos pulmones. Es más, don Álvaro con ocasión de la I Asamblea Especial para Europa de 1991, que reunía por primera vez a muchos obispos de países excomunistas, comentaba agradecido y admirado la heroicidad de muchos de ellos que habían padecido en vida martirio por defender su fe. La Evangelización de los países de Europa Occidental se veía beneficiada por estos testimonios y también por la caída de una ideología de raíces anti-cristianas que influía en no pocos ámbitos culturales.
Es evidente que la Nueva Evangelización constituye hoy en día un reto tal para la Iglesia Católica, que ha llevado a que los últimos Romanos Pontífices dediquen muchas fuerzas y recientemente un largo y exigente documento −la Ex. Ap. Evangelium Gaudii− para que sea realidad. Los desafíos que en este escrito se proponen reflejan acciones que de algún modo están ya presentes en las iniciativas de Álvaro del Portillo, cuando recoge el primer llamado a esta tarea del Papa Juan Pablo II.
Francisco habla por ejemplo del papel de los laicos, de su espíritu misionero recibido en el bautismo y del desafío que supone su formación (EG 102, 120). Don Álvaro es consciente de que la nueva evangelización exige “heraldos del evangelio”, bien formados, que puedan devolver los valores cristianos al mundo social, político y económico, sin limitarse a tareas intraeclesiales, que pueden reflejar cierto clericalismo.
Francisco menciona la imperiosa necesidad de evangelizar la cultura para inculturar el Evangelio. En esta línea, afirma “las expresiones de piedad popular tienen mucho que enseñarnos y, para quien sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos prestar atención, particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización” (EG 126). Las actividades promovidas para ayudar a pueblos con necesidades materiales pero con una gran fe, que don Álvaro impulsó desde inicios de los años 80, han tenido como finalidad precisamente poner en contacto a gente joven de escasa formación cristiana pero nivel económico alto con gente llena de esperanza y de sencilla piedad. Las conversiones a raíz de estos trabajos nos han sido pocas y vale la pena darles continuidad precisamente por su valor evangelizador.
Francisco reclama una atención mayor a los necesitados siempre pero más aún ahora que vivimos una cultura del bienestar que “nos anestesia” (EG 54) y el peligro del individualismo es grande (EG 113). La preocupación de don Álvaro coincide con ésta del Papa y ve este peligro más localizado en los países de la así llamada Europa Occidental, Estados Unidos y Canadá. El tiempo haría más acuciante esta situación ya que la brecha de diferencia económica entre lo que se empezó a denominar el Norte y el Sur se abrió más y más. Ahí se dirigieron sus esfuerzos para poner en marcha la Nueva Evangelización, sin olvidar la labor apostólica en todo el mundo.
Las coincidencias podrían continuar, pero me detengo para poder concluir.
Si en la acción evangelizadora hay que atender a los evangelizadores y a los evangelizados, así como al contenido de la evangelización, entonces, la novedad que aporta Álvaro del Portillo a esta evangelización, se refleja en la clara conciencia de la misión del Opus Dei como institución de la Iglesia que aporta evangelizadores “expertos en humanidad” para llevarla a cabo. Su visión no es excluyente. Es profundamente eclesiológica y su contribución, fiel al mensaje de S. Josemaría y a finales del II milenio, devuelve a la Iglesia la toma de conciencia de la identidad y de la misión del laico: se cierra el círculo abierto por San Pablo: “ya no habrá libre ni esclavo, griego ni bárbaro…” (Col 3, 11). El laico entra a formar parte de modo pleno de la misión de la Iglesia. Es el fin del cristianismo aristocrático que permite el comienzo de la Nueva Evangelización.
María Pía Chirinos. Facultad de Humanidades. Universidad de Piura, Perú
[1] Ex. Ap. Evangelii nuntiandi, AAS 58 (1976) 5-76, n. 2.
[2] En la Misa en el Santuario de la S. Cruz, Mogila (9 de junio de 1979), 1: AAS 71 (1979), 865.
[3] 30 diciembre 1988, AAS 81 (1989), pp. 393-521.
[4] Carta Ap. Tertio millennio adveniente, AAS 87 (1995) 5-41 y Carta Ap. Novo millennio ineunte, AAS 93 (2001) 303-304.
[5] Rialp, Madrid, 1982, 2ª ed. 1ª edición de 1947.
[6] Fieles y laicos en la Iglesia, Eunsa, Pamplona, 1991, 3ª ed. Cfr. también J. MEDINA BAYO, Álvaro del Portillo, Rialp, Madrid, 2013, donde en nota a pie de página se señala que se trata de la traducción al castellano de su voto sobre los laicos en el Concilio: cfr. nota 810.
[7] Eunsa, Pamplona, 3ª ed., 1991. 1ª edición de 1969.
[8] Cfr. A. DEL PORTILLO, Descubrimientos y exploraciones de las costas de California, op. cit., p. 190.
[9] Cfr. ibidem, pp. 196 ss.
[10] Cfr. ibídem, p. 312.
[11] Además de los mencionados por del Portillo, un caso emblemático es el de Antonio Ruiz de Montoya, jesuita limeño, que realiza la evangelización de los pueblos guaraníes y recuerda de algún modo la evangelización de otro jesuita en Oriente: Matteo Ricci.
[12] En una conferencia sobre el V centenario del descubrimiento de América, don Álvaro se refiere expresamente a la participación de laicos en la evangelización: cfr. “La evangelización de un continente”, en Evangelización y Teología en América (siglo XVII). X Simposio internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Eunsa, Pamplona, vol. I, pp. 39-43. Permítaseme añadir aquí un hecho referido al Virreinato del Perú, que amplía estas consideraciones, por lo demás, muy conocidas. Cuando en 1578, la sede del arzobispado de Lima queda vacante, Felipe II propone al Papa Gregorio XIII a Toribio de Mogrovejo para cubrirla. Lo curioso del caso es que en ese entonces Toribio ni siquiera era sacerdote: había sido profesor de Leyes en Coimbra y Salamanca y se encontraba en Granada. En marzo de 1579, recibió dispensa papal para la recepción de las diversas órdenes menores, fue ordenado en Granada y poco después, recibió la consagración episcopal en Sevilla. Finalmente, en septiembre de 1580, embarcó con destino a su sede episcopal, entrando por Paita, puerto de Piura, y dirigiéndose por tierra a Lima. Es acompañado por su hermana Grimanesa de Mogrovejo y el esposo de ésta, Francisco Quiñones, que llega a ser alcalde de Lima. Es muy conocida la profunda y extensa labor evangelizadora del que ahora es patrono del episcopado latinoamericano, cuya condición previa fue dejar el estado laical por el clerical, pero que –además de la acción de la gracia en esa alma santa– tuvo como presupuesto privilegiado la gran preparación humana de Mogrovejo. Los datos lo he obtenido en www.iglesiacatolica.org.pe y www.arzobispadodelima.org.pe.
[13] En el Motu proprio Sanctitas clarior de Pablo VI se lee que la llamada universal a la santidad “puede ser considerada el elemento más característico de todo el Magisterio conciliar y, por así decir, su fin último”, AAS 59(1969), pp. 149-153; cfr. también CONCILIO VATICANO II, Apostolicam actuositatem, n. 3: AAS 58 (1966) 837-864; y Decr. Ad gentes: n. 15: AAS 58 (1966) pp. 947-990.
[14] Kid. 33a, citado por L.I. RABINOWITZ, “Labor in the Talmud”, en Encyclopaedia Judaica, Ed. Michael Berenbaum - Fred Skolnik, vol. 12, 2ª ed. Macmillan, Detroit, 2007, 408-411.
[15] In Search of Florentine Civic Humanism, Princeton University Press, Princeton, 1988.
[16] Cfr. también A. LLANO, El diablo es conservador, Ariel, Madrid, 1999, 43 ss.
[17] Cfr. R. SENNETT, The Craftsman, Penguin Books, London, 2008.
[18] M. WEBER, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Ed. Reus, Madrid, 1989, p. 282.
[19] El ocio y la vida intelectual, Rialp, Madrid, 1962, p. 12.
[20] Società senza lavoro. Per una filosofia dell'occupazione, Feltrinelli, Milano, 1997, p. 207.
[21] Humanismo cívico, Ariel, Madrid, 1999, p. 131.
[22] Es la tesis principal de la obra de R. Sennett, The Culture of the New Capitalism, Yale University Press, New Heaven & London, 2006.
[23] Cfr. J. RATZINGER, Homilía pronunciada el 19.V.1992, con ocasión de la Beatificación de Josemaría Escrivá, en www.es.joemariaescriva.info.
[24] Una vida para Dios: reflexiones en torno a la figura de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer: discursos, homilías y otros escritos, Madrid, Rialp, 1992, p. 75.
[25] Cfr., por ejemplo, A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid 1970, pp. 41-44; Fieles y laicos en la Iglesia, op. cit., pp. 33-45.
[26] Cfr. A.M. GONZÁLEZ, “Secularidad”, en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Ed. Monte Carmelo-Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer, Burgos, 2014.
[27] “Lettera pastorale sulla nuova evangelizzazione dell’Europa, degli Stati Uniti e del Canada” (25-XII-1985), en Romana 2 (1986) 3, 7.
[28] JUAN PABLO II, Discurso al Simposio de Obispos Europeos, 11-X-1985, n. 13. Insegnamenti, VIII, 2, 1985, pp. 918 y 919.
[29] Camino, Rialp, Madrid, 2002, 301. Esta relación que lleva a cabo don Álvaro está recogida en la presentación que escribe para el volumen editado por la Universidad de Navarra titulado Josemaría Escrivá de Balaguer y la universidad, EUNSA, 1993, p. 38.
[30] A. DEL PORTILLO, “Sacerdotes para una nueva evangelización”, en La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales. XI Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Eunsa, Pamplona 1990, p. 985.
[31] Christifideles laici, n. 34.
[32] Así queda reflejado en una carta que escribe al mes siguiente de su publicación: cfr. Del Portillo, Cartas, vol. 3, p. 568. En Romana, 16 (1993), pp. 87-93 se mencionan algunas de las actividades organizadas bajo su impulso para dar a conocer.
[33] Cfr. “Lettera pastorale sulla nuova evangelizzazione dell’Europa, degli Stati Uniti e del Canada” (25-XII-1985), op. cit., 2.
[34] Ibidem.
[35] Cartas, vol. 1, n. 65, citado en J. MEDINA BAYO, Álvaro del Portillo, Rialp, Madrid, 2013, p. 557.
[36] Cfr. J. MEDINA BAYO, Álvaro del Portillo, op. cit., p. 560.
[37] “Sacerdotes para una nueva evangelización”, op. cit., p. 982.
[38] “Lettera pastorale sulla nuova evangelizzazione dell’Europa, degli Stati Uniti e del Canada” (25-XII-1985), op. cit., n. 8.
[39] Sólo aclarar que las anteriores residencias universitarias en París y en Madrid, es decir, las que dejaron de funcionar, tuvieron nombres distintos: en París, se llamó Rouvray y en Madrid, Alcor.
[40] Cfr. la página web de este organismo: www.iffd.org.
[41] Entre las obras principales se encuentran: C. GILLIGAN, In A Different Voice, Harvard University Press, Cambridge, 1982; E. KITTAY, Love’s Labor: Essays on Women, Equality and Dependency, Routledge, New York, 1999; V. HELD, The Ethics of Care, Oxford University Press, Oxford, 2005; M. SLOTE, The Ethics of Care and Empathy. Routledge, Londres y New York, 2007. También se pueden ver referencias a esta temática en M.P. CHIRINOS, “La revolución del cuidado: Una propuesta para el desarrollo sostenible”, en Sostenibilidad, cuidado y vida cotidiana. Una aproximación desde Latinoamérica, ed. S. Idrovo, M. Hernáez, M.R. González, Fundación Universidad de la Sabana, Bogotá, 2012, pp. 167-186.
[42] Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, 2002, 47.
[43] Cfr. J. MEDINA, Álvaro del Portillo, op. cit., p. 566.
[44] Cfr. ibídem, cita 41.
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