Texto íntegro de la conferencia pronunciada el pasado 20 de enero por el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Mons. Gerhard Ludwig Müller, en el marco de las XII Conversaciones de Derecho Canónico que organiza la facultad de Derecho Canónico de Valencia, integrada en la Universidad Católica de Valencia “San Vicente Mártir”
1. El nuevo impulso de la "Evangelii gaudium". 2. Origen de la unidad en Jesucristo. 3. La Iglesia única en su misión universal y su concretización local. 4. La unidad de Primado y Episcopado. 5. Papa y Obispos al servicio de la Iglesia única.
Al hablar de la Iglesia solo podemos hacerlo con motivo de la cuestión sobre Dios y el conocimiento de su presencia humana para el mundo en Jesucristo.
Las guerras civiles y el terrorismo, la pobreza y la explotación, la situación de los refugiados, las muertes de drogadictos, el incremento de los suicidios, la adición a la pornografía en un 20% de la juventud, la crisis de sentido y la desorientación espiritual y moral de millones de personas, etc., todas estas tragedias globales y cotidianas hacen que sobrevenga a la Iglesia de Dios la tarea trascendental de dar nuevamente esperanza a la humanidad.
Pero la Iglesia no es la Luz, ella sola puede dar testimonio de la Luz que ilumina a cada hombre, es decir, un testimonio de Jesús, el Hijo de Dios y Redentor de todos los hombres. En este conocimiento de Dios, se decide si el ser humano es consciente de su vocación divina y si tiene un futuro en este mundo y más allá de él.
Una Iglesia que solo girase en torno a los propios problemas estructurales, sería espantosamente anacrónica y ajena al mundo, pues en su ser y misión, no es otra cosa que la Iglesia del Dios trinitario, origen y destino de cada hombre y de todo el universo.
Un reajuste de independencia y colaboración de las Iglesias locales, de la colegialidad episcopal y del Primado del Papa nos permitirá no perder de vista la exigencia trascendental de la cuestión sobre Dios. El Papa Francisco, en su Exhortación Apostólica "Evangelii gaudium", habla de una saludable “descentralización”. La vida de la Iglesia no puede concentrarse de tal forma en el Papa y su Curia, como si en las parroquias, comunidades y diócesis tuviera lugar sólo algo secundario. Papa y Obispos se remiten más bien a Cristo, el único que da esperanza a los seres humanos.
El Papa no puede ni debe abarcar centralmente desde Roma las diversas condiciones de vida que se le presentan a la Iglesia en las distintas naciones y culturas, ni resolver por sí mismo los problemas de cada lugar. Una centralización exagerada de la administración no ayudaría a la Iglesia sino que más bien impediría su dinámica misional (EG 32). Por eso un ejercicio reformado del Primado también pertenece a la nueva evangelización, tema del último Sínodo de los Obispos (7-28/10/2012). Este ejercicio incumbe a las estructuras de la dirección universal de la Iglesia, concretamente, a los Dicasterios de la Curia Romana, de los que el Papa se sirve en el ejercicio de la Potestad suprema, plena e inmediata, sobre toda la Iglesia. Éstos, “en consecuencia, realizan su labor en su nombre y bajo su autoridad, para bien de las Iglesias y servicio de los sagrados pastores” (CD 9).
En este contexto de la nueva evangelización, también los Obispos, los Sínodos y las Conferencias Episcopales deben ejercer una mayor responsabilidad que incluya “una cierta competencia magisterial”, pues ésta les corresponde por la consagración y la misión canónica, y no sólo por una habilitación Papal especial: “Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica” (LG 25).
El magisterio Papal no sustituye al magisterio de los Obispos y su acción conjunta a nivel nacional o continental (por ejemplo, los documentos del CELAM: Puebla, Medellín, Santo Domingo, Aparecida), sino que lo presupone y exige por la responsabilidad de los Obispos para la Iglesia entera (EG 16).
Sobre este tema, el Papa se refiere expresamente al Motu Proprio "Apostolos suos" (1998), en el que Juan Pablo II, basándose en el Concilio Vaticano II, describió más de cerca las competencias de las Conferencias Episcopales. Con esto, no se ha dado la señal para un cambio de dirección o una “revolución en el Vaticano”, en contraposición con interpretaciones superficiales. La Iglesia solo podría permitirse luchas de poder y disputas de competencias so pena de la pérdida de su tarea misional.
Según la síntesis eclesiológica del Vaticano II, debemos excluir una interpretación antagónica o dialéctica de la relación entre la Iglesia Universal y las Iglesias locales. Los extremos históricos del Papismo / Curialismo por una parte, y por otra del Episcopalismo / (Conciliarismo / Galicanismo / Febronianismo / Veterocatolicismo) solo nos demuestran, de que formas no funciona la Iglesia, y que la absolutización de un elemento constitutivo a expensas de otro contradice la confesión de Ecclesia una, sancta, catholica et apostolica. La unidad fraternal de los Obispos de la Iglesia Universal cum et sub Petro se fundamenta en la sacramentalidad de la Iglesia, y con ello, en el derecho divino. Solo a precio de una desacralización de la Iglesia podría realizarse una lucha de poder entre fuerzas centralistas y particularistas. Al final quedaría una Iglesia secularizada y politizada, que solo se diferenciaría en grado de una ONG, y esto sería un contraste completo respecto a la Exhortación Apostólica "Evangelii gaudium".
Según el género literario, este escrito no es dogmático sino un texto parenético. Se presupone como su base dogmática, se presupone la doctrina sobre la Iglesia expuesta en "Lumen gentium" con la más alta vinculación magisterial (EG 17). Al Papa le interesa con ello una superación tanto del letargo y de la resignación ante la secularización extrema, como un final de las disputas debilitantes dentro de la Iglesia entre ideologías tradicionalistas y progresistas
A pesar de todas las tormentas y vientos contrarios, la barquilla de Pedro debe volver a izar las velas de la alegría por Jesús, que está junto a nosotros. Y los discípulos deben asir sin miedo el timón para que la misión de la Iglesia avance llena de fuerza.
Cuando la Iglesia presenta hacia afuera una imagen de desgarramiento y hostilidad, no se puede esperar que alguien perciba la Iglesia como testigo creíble del amor de Dios ni que aprenda a amarla como su madre.
El Concilio Vaticano II, en la Constitución dogmática sobre la Iglesia "Lumen gentium", no se sitúa desde una determinación sociológico-inmanentista, como si la Iglesia fuese constituida desde una voluntad comunitarizante de miembros de una misma convicción religioso-moral.
La Iglesia tiene más bien su origen más profundo en la procedencia interno-divina del Hijo desde el Padre. En el Hijo todos los seres humanos ya están llamados desde la eternidad a participar en la vida divina. La comunidad de los hombres con Dios está ya prefigurada en Cristo desde el principio de la historia de la humanidad. Esta comunidad sería preparada histórico-salvíficamente en el Pueblo de la Antigua Alianza, constituida finalmente en la venida del Señor y en la efusión del Espíritu Santo, y, después, revelada en la Iglesia de la nueva y definitiva Alianza (LG 2).
En tanto la Iglesia no es una organización puramente humana, la pregunta sobre su fundación socio-jurídica, a través del Jesús “histórico”, es objetivamente inapropiada y resulta anacrónica desde una hermenéutica teológica de la revelación histórica. La Iglesia, más bien, se funda como comunidad de vida con Jesús, en su naturaleza divina y en su relación filial con el Padre; y se revela históricamente en su actuar como hombre, pues en su persona ha llegado el Reino de Dios. A esto pertenece la reunión de los discípulos, a quienes Él les da parte en su pleno poder y misión. Jesús, como el mediador escatológico del reinado de Dios (1.), a través de su anuncio, de sus obras salvíficas y, sobre todo, a través de su muerte en cruz y resurrección, ha fundado el Pueblo escatológico de la alianza como comunión de la humanidad con Dios, y ha dado (2.) parte en su misión a la comunidad que cree en él.
Son, por tanto, los dos elementos, la comunión y la misión, los que constituyen a la comunidad de los discípulos de Jesús como signo e instrumento de unidad de los hombres con Dios y de unidad entre ellos mismos. Por tanto, la Iglesia es esencialmente una sola, como servidora y mediadora de esa unión. La Iglesia no es la posterior suma de los individuos en su relación autónoma e inmediata con Dios, sino que está ya unida con Cristo orgánicamente como el cuerpo con la cabeza.
Cristo constituye como cabeza el principio de la unidad de todos los miembros del cuerpo. Solo así todos pueden alegrarse y sufrir con el otro, cuando el otro se alegra y sufre. La pluralidad de los miembros del cuerpo está en relación con la cabeza única (Gal 3,28): "totus Christus – caput et corpus". Cristo, como el sólo y único mediador, es el hombre escatológico, el nuevo Adán; y todos los miembros del cuerpo son introducidos en una relación filial con el Padre en el Espíritu Santo (Gal 4, 4-6).
Nos encontramos con la palabra “Iglesia”, que ya aparecía en los LXX como traducción griega para la asamblea del Pueblo de Dios, siempre en singular, y en relación con Dios –el Padre, Cristo, el Hijo, y el Espíritu Santo–: como el solo y único Pueblo de Dios, el sólo y único cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y el sólo y único Templo del Espíritu Santo. Esta Iglesia una, que subsiste en la Iglesia Católica (LG 8, respuesta de la Congregación para la Doctrina de la Fe a una cuestión acerca de algunos aspectos relacionados con la doctrina sobre la Iglesia, 2, 2007), se sitúa por completo en el servicio de la mediación salvífica de Cristo, una y universal/católica, y es por ello necesariamente universal en su esencia y en su misión, es decir, católica, pues la Iglesia anuncia la salvación a todos los hombres.
El evangelio de Cristo libera a los hombres de su dispersión babilónica, y los convoca de entre la multitud de pueblos y lenguas a entrar en la unidad pentecostal del Pueblo único de Dios. Esta Iglesia única está presente en la multitud de pueblos y culturas, configurándolos con la única humanidad en Cristo, cabeza de toda la creación.
La sacramentalidad de la Iglesia se funda en la Encarnación. En analogía con la unidad divino-humana de Cristo, la Iglesia una, santa, católica y apostólica se fundamenta como una comunidad de vida con Dios espiritualmente invisible, y en tanto visible, como una sociedad constituida jerárquicamente. La unidad visible se muestra en la doctrina apostólica común, en la vida sacramental y en la constitución jerárquica. De este modo, la Iglesia no puede ser meramente una idea trascendente que unifica a los pueblos, es decir una civitas platónica.
Como Iglesia para la humanidad, en su dimensión constitucional espiritual y corporal y en su forma existencial histórica y social, ella se concretiza en las coordenadas de espacio y tiempo según las condiciones de vida culturales de los hombres. La Iglesia de la Palabra de Dios, Palabra que ha entrado en el espacio y tiempo, se realiza simultáneamente universal y localmente.
La Iglesia única y universal, dirigida por el Papa y los Obispos en comunión con él, existe en y desde las Iglesias locales. Este es el sentido de la fórmula “in quibus et ex quibus una et unica Ecclesia catholica existit” (LG 23). La misión de Cristo concierne a todos los seres humanos, de todos los lugares y de todos los tiempos. Y, con todo, Él mismo vivió en uno de los muchos lugares de la tierra y, durante un minúsculo espacio de tiempo, en la historia de la humanidad.
Esta misión se realizó históricamente una vez en el hombre Jesús de Nazaret, que ha vivido y actuado durante un tiempo determinado en un determinado lugar del mundo. Ya en el tiempo prepascual nos encontramos con la tensión entre misión universal y presencia local. Jesús elige para sí a los Apóstoles a fin de enviarlos a aquellos lugares a los que Él mismo no podía ir. Después de la Pascua, Él envía a los Apóstoles al mundo entero, y les promete su presencia a todos juntos y a cada uno; de modo que el Cristo único está presente en la mediación de la multitud de apóstoles, mediadores de salvación en cada lugar del mundo y unificadores de la humanidad.
En este sentido, el concepto de “Iglesia” puede ser utilizado también para las Iglesias locales. La sola y única Iglesia de Dios está presente como Iglesia universal en las Iglesias de Dios en Corinto, Roma, Tesalónica, etc. Y en cada lugar, los fieles no tienen que ver con otra cosa que no sea la Iglesia única de Cristo, en la cual el Espíritu Santo une entre sí a todos los bautizados, y los inserta en la unidad del Cuerpo de Cristo, de modo que todos son uno en Cristo y como hijos e hijas de Dios forman en Cristo la única familia Dei.
No se trata, por tanto, de una potestad espiritual etérea que se administra para la Iglesia universal y las Iglesias locales según las consideraciones políticas y las conveniencias estratégicas entre el Papa y los Obispos. Más bien Cristo ha llamado a los apóstoles conjuntamente −como Colegio−. Él mismo ha antepuesto al Apóstol Pedro como fundamento y principio de la unidad de la potestad apostólica única y de la misión para la Iglesia entera. La consagración episcopal muestra la naturaleza colegial de la función episcopal en la inserción del Obispo singular en la totalidad del Colegio con el Papa como cabeza, sin el cual, el Colegio no puede ejercer ninguna potestad universal en la función magisterial y pastoral. “La unión colegial se manifiesta también en las mutuas relaciones de cada Obispo con las Iglesias particulares y con la Iglesia universal. El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los Obispos como de la multitud de los fieles. Por su parte, los Obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a partir de las cuales existe la Iglesia católica, una y única. Por eso, cada Obispo representa a su Iglesia, y todos juntos con el Papa representan a toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad” (LG 23).
La determinación de la relación entre universalidad y particularidad resulta exitosa sólo desde una perspectiva consecuentemente cristológica y eclesiológica. No hay ninguna analogía para esta relación en comparación con formas de organización, estatales y no estatales, de sociedades humanas y empresas. De hecho, la unidad de la Iglesia se realiza en la particularidad local-eclesial, por ello una comunidad personal nunca puede ser Iglesia local en sentido propio, del mismo modo que la naturaleza de cada Iglesia local no puede ser otra cosa que la Iglesia universal en un lugar determinado.
Este hacerse presente recíproco es la comunión católica de la Iglesia, que se constituye como communio ecclesiarum. En esto podemos observar que la totalidad de la Iglesia no se puede entender como la mera suma de las porciones eclesiales, sino que la precede ontológica y temporalmente. El documento "Communionis notio", que la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó en 1992, lo explica de la siguiente manera: “En efecto, ontológicamente, la Iglesia-misterio, la Iglesia una y única según los Padres precede la creación, y da a luz a las Iglesias particulares como hijas, se expresa en ellas, es madre y no producto de las Iglesias particulares. De otra parte, temporalmente, la Iglesia se manifiesta el día de Pentecostés en la comunidad de los ciento veinte reunidos en torno a María y a los doce Apóstoles, representantes de la única Iglesia y futuros fundadores de las Iglesias locales, que tienen una misión orientada al mundo: ya entonces la Iglesia habla todas las lenguas. De ella, originada y manifestada universal, tomaron origen las diversas Iglesias locales, como realizaciones particulares de esa una y única Iglesia de Jesucristo. Naciendo en y a partir de la Iglesia universal, en ella y de ella tienen su propia eclesialidad. Así pues, la fórmula del Concilio Vaticano II: la Iglesia en y a partir de las Iglesias ("Ecclesia in et ex Ecclesiis"), es inseparable de esta otra: Las Iglesias en y a partir de la Iglesia ("Ecclesiae in et ex Ecclesia"). Es evidente la naturaleza mistérica de esta relación entre Iglesia universal e Iglesias particulares, que no es comparable a la del todo con las partes en cualquier grupo o sociedad meramente humana” (n. 9).
En el tercer capítulo de "Lumen gentium" se describe la unidad de la universalidad y de la particularidad. Se presupone aquí la constitución apostólica de las Iglesias locales. Esto significa que las Iglesias locales, como la Iglesia de Cristo, no son constituidas en absoluto por la voluntad asociacional de cada uno de los cristianos. Más bien es Cristo mismo, quien, mediante sus Apóstoles y los sucesores de éstos (en el munus praedicandi, sanctificandi et gubernandi), funda la Iglesia universal en y desde las Iglesias locales como communio ecclesiarum. Solo se puede hablar de Iglesia local, cuando ésta realiza visiblemente en el Obispo, sucesor de los Apóstoles, la unidad con las otras Iglesias locales y la unidad con el origen de la Iglesia en Cristo y los Apóstoles.
Esto se muestra en la unidad de la confesión apostólica y de la actualización sacramental-litúrgica de la salvación en Cristo. La Doctrina de los Obispos como sucesores de los Apóstoles, de su unidad colegial entre ellos, y de su unidad con el sucesor de Pedro como cabeza visible de toda la Iglesia y del Colegio Episcopal, es, por tanto, constitutiva para el concepto católico de Iglesia.
Solo desde este presupuesto se puede apreciar correctamente la consiguiente descripción de universalidad y particularidad como descripción de la unidad y unicidad de la Iglesia de Cristo: “Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un solo Colegio apostólico, de igual manera se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles. (…) El Colegio o Cuerpo de los Obispos, por su parte, no tiene autoridad, a no ser que se considere en comunión con el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como cabeza del mismo, quedando totalmente a salvo el poder primacial de éste sobre todos, tanto pastores como fieles. (…) Este Colegio, en cuanto compuesto de muchos, expresa la variedad y universalidad del Pueblo de Dios; y en cuanto agrupado bajo una sola Cabeza, la unidad de la grey de Cristo. Dentro de este Colegio los Obispos, respetando fielmente el primado y preeminencia de su Cabeza, gozan de potestad propia para bien de sus propios fieles, incluso para bien de toda la Iglesia porque el Espíritu Santo consolida sin cesar su estructura orgánica y su concordia. La potestad suprema sobre la Iglesia universal que posee este Colegio se ejercita de modo solemne en el concilio ecuménico. (…) Esta misma potestad colegial puede ser ejercida por los Obispos dispersos por el mundo a una con el Papa, con tal que la Cabeza del Colegio los llame a una acción colegial o, por lo menos, apruebe la acción unida de éstos o la acepte libremente, para que sea un verdadero acto colegial” (LG 22).
La Iglesia católica subsiste en y desde las distintas Iglesias locales. Cada Iglesia local participa de la totalidad de la Iglesia mediante la unidad con ella y con su origen apostólico, a través de la unidad de la confesión de la fe, a través de la mediación salvífica con sus formas litúrgico-sacramentales, y a través de la Autoridad Apostólica, que se encarna y garantiza en el Obispo por la sucesión que se remonta a los Apóstoles.
Esta totalidad no impide sino que exige su señorío, el cual aflora mediante la inculturación con los pueblos y épocas de la historia. La Iglesia local de Roma es una entre muchas Iglesias locales, con la peculiaridad de que su fundación apostólica mediante el testimonio −verbi et sanguinis− de los Apóstoles Pedro y Pablo le otorga un primado en el testimonio conjunto y en la unidad de vida de la catholica communio. Debido a esta potentior principalitas, cada Iglesia local debe coincidir con ella (cf. Ireneo, adv. haer III, 3, 2). Según la sustancia de la fe, incluso en ambos Concilios Vaticanos no se ha añadido nada más sobre la catolicidad y particularidad, ni sobre la colegialidad de los Obispos y la orientación hacia la Cátedra de Pedro en doctrina y disciplina.
Las advertencias de la Congregación para la Doctrina de la fe sobre el Primado del Sucesor del Pedro en el misterio de la Iglesia (1998) determinan, por ello, resumidamente: “Las características del ejercicio del Primado deben entenderse sobre todo a partir de dos premisas fundamentales: la unidad del Episcopado y el carácter episcopal del Primado mismo. Al ser el Episcopado una realidad ‘una e indivisa’, el Primado del Papa comporta la facultad de servir efectivamente a la unidad de todos los Obispos y de todos los fieles, y ‘se ejerce en varios niveles, que se refieren a la vigilancia sobre la transmisión de la Palabra, la celebración sacramental y litúrgica, la misión, la disciplina y la vida cristiana’; a estos niveles, por voluntad de Cristo, en la Iglesia todos −tanto los Obispos como los demás fieles− deben obediencia al Sucesor de Pedro, el cual también es garante de la legítima diversidad de ritos, disciplinas y estructuras eclesiásticas entre Oriente y Occidente” (n. 8).
Es importante interpretar el ministerio episcopal como realidad sacramental en la Iglesia sacramental y no confundirlo con el servicio de un moderador de puras asociaciones humanas.
Pues el Episcopado es un Ministerio instituido para siempre (LG 18). Los “Obispos, puestos por el Espíritu Santo” (Hch 20, 28), se sitúan en el lugar de Dios ante el Rebaño de Cristo (LG 19). En la consagración sacramental actúa de tal modo el Espíritu, que, “los Obispos, de modo visible y eminente, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actúan en lugar suyo” (LG 21). Ellos son “vicarios y legados de Cristo” (LG 27) en el ejercicio de su servicio.
Ya el hecho de que en la ordenación sacramental del sucesor se hace referencia a la consagración mediante “Obispos vecinos de otras Iglesias” indica la dimensión colegial y universal-eclesial del Episcopado. Ninguna comunidad se constituye sola ni a sí misma ni su ministerio. La consagración episcopal integra al Obispo emblemáticamente en el Colegio Episcopal y le confiere una responsabilidad para la única Iglesia Católica extendida por el mundo, que subsiste en la communio ecclesiarum.
El Obispo es en su Iglesia local “principio y fundamento visible de unidad” (LG 23). Esto se relaciona con la comunión de todos los fieles y el colegio de quienes ostentan un cargo: presbíteros, diáconos y demás oficios eclesiales. El único oficio episcopal no agota la pluralidad de misiones y servicios. A través del oficio episcopal, no solo se impide el desmoronamiento de los servicios individuales, sino que también se exige la pluralidad de servicios en cada uno de los miembros y se asegura la unidad de la misión de la Iglesia única en martirio, diaconía y liturgia.
En tanto que el colegio del Obispo sirve a la unidad de la Iglesia, éste debe portar en sí mismo el principio de esa unidad. Por ello el Obispo solo puede ser Obispo de una Iglesia local y no el presidente de una federación de alianzas eclesiales regionales y continentales. Y su colegio no puede ser sólo un principio objetivo puro (decisión mayoritaria, delegación de derechos a un gremio de dirección elegido, etc.). En tanto que en la esencia interior del oficio episcopal se trata de un testimonio personal, el principio de la unidad del episcopado mismo se encarna en una persona.
Según la concepción católica, el principio personal de la unidad, tanto en el origen como en su aplicación actual, se da en el Obispo de Roma. Como Obispo, él es el sucesor de Pedro, quien en persona encarna la unidad del Colegio Apostólico. Para una teología del Primado resulta decisiva la descripción del servicio de Pedro como una misión episcopal, como también el conocimiento de que este Oficio no es de derecho humano sino divino, en tanto en cuanto solo puede ser ejercido en la Potestad de Cristo, en virtud de un carisma entregado personalmente a su portador en el Espíritu Santo.
“Jesucristo, Pastor eterno (…) para que el mismo Episcopado fuese uno solo e indiviso, puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión” (LG 18; DH3051).
El Papa sugiere en "Evangelii gaudium" una praxis corregida, correspondiente a la civilización global y digitalizada de hoy. Aunque Primado y Episcopado pertenecen a la esencia de la Iglesia, las formas de su realización en la historia son necesariamente diversas. La invitación del Papa a una renovada percepción de la Colegialidad de los Obispos es lo contrario a una relativización del servicio que Cristo le ha encomendado de forma inmediata, es decir: un servicio a la unidad de todos los Obispos y fieles en la fe revelada, un servicio a la vida común desde la gracia sacramental, y un servicio a la misión de mediar la unidad de los hombres en Dios (LG 1).
En tanto que el Episcopado tiene naturaleza colegial, al Obispo, en virtud de la Consagración y de la misión canónica, también se le confiere la co-preocupación y la co-responsabilidad para el bien de la Iglesia universal: “El cuidado de anunciar el Evangelio en todo el mundo pertenece al Cuerpo de los Pastores (…) por tanto, todos los Obispos, en cuanto se lo permite el desempeño de su propio oficio, están obligados a colaborar entre sí y con el sucesor de Pedro, a quien de modo especial le ha sido confiado el oficio excelso de propagar el nombre cristiano” (LG 23).
En el reconocimiento del fructuoso apostolado que habían ejercitado las Conferencias Episcopales ya entonces existentes, y con el deseo de que estos organismos fuesen erigidos en todas partes, el Concilio Vaticano II formuló, por así decir, una breve definición: “La conferencia episcopal es como una asamblea en que los Obispos de cada nación o territorio ejercen unidos su cargo pastoral para conseguir el mayor bien que la Iglesia proporciona a los hombres, sobre todo por las formas y métodos del apostolado, aptamente acomodado a las circunstancias del tiempo” (CD 38,1). La implementación teológica y práctica del servicio de las Conferencias Episcopales a la totalidad de la Iglesia y a las partes eclesiales comprendidas en ella, ha continuado siendo desarrollada y concretizada en el Motu Proprio "Apostolos suos".
A este servicio también le corresponde una competencia magisterial de los Obispos pertenecientes a una Conferencia considerados en su conjunto (cf. AS 21; CIC can. 753). Estas instituciones surgen al servicio de la unidad de la fe y de la implementación concreta en un espacio cultural. La referencia al sucesor de Pedro, principio visible de la unidad de la Iglesia, es constitutiva para cada Concilio ecuménico, para cada sínodo particular y para cada Conferencia Episcopal; y además, es de derecho divino, al cual se debe subordinar todo derecho de la Iglesia. Una Conferencia Episcopal no puede emitir nunca una declaración dogmática vinculante de forma separada, ni tampoco relativizar dogmas definidos o estructuras sacramentales constitutivas (por ejemplo, hacer depender el propio ministerio magisterial y pastoral de organismos de puro derecho eclesial).
Tendencias separatistas y comportamientos prepotentes solo dañarían a la Iglesia. La revelación ha sido encomendada a la Iglesia única y universal para su fiel custodia, Iglesia guiada por el Papa y los Obispos en comunión con él (LG 8; DV 10). La Iglesia Católica es communio ecclesiarum y no una federación de Iglesias estatales o una alianza mundial de comunidades eclesiales confesionalmente emparentadas, que respetan por tradición humana al Obispo de Roma como presidente honorífico. Pues nación, idioma, cultura, no son principios constitutivos para la Iglesia, que testifica y realiza la unidad de los pueblos en Cristo; pero son medios indispensables, en los cuales se despliega toda la riqueza y la plenitud de Cristo en los redimidos.
La "Evangelii gaudium" quiere reunificar interiormente a la Iglesia, para que el Pueblo de Dios, en su servicio misionero, no sea obstáculo a una humanidad necesitada de salvación y ayuda. El Papa Francisco propone en su escrito apostólico “algunas líneas que puedan alentar y orientar en toda la Iglesia una nueva etapa evangelizadora, llena de fervor y dinamismo” (EG 17).
Gerhard Ludwig Müller, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
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