Cuán fértil resulta la analogía de la sociedad como una gran familia –afirma el conferenciante−, no como recurso retórico, sino como base de partida para construir una economía mejor, y cómo en esa construcción los cristianos están llamados a desempeñar un papel, porque ellos saben de primera mano cuál es el fundamento
Conferencia de Alfredo Pastor, profesor del IESE, pronunciada el día 22 de enero de 2014 en el Aula Magna del Seminario Conciliar de Barcelona durante las 49 Jornadas de Cuestiones Pastorales de Castelldaura, que publicamos agradeciendo la autorización de sus organizadores.
La reflexión parte de una cita de Stefano ZAMAGNI:
Una sociedad basada sólo en la solidaridad es una sociedad de la que todos tienen ganas de escapar (…) una sociedad en la que se ha extinguido el sentido de fraternidad es una sociedad insostenible[1].
La cita, extraída de un artículo que trata de la relación de la doctrina social de la Iglesia con la economía capitalista, da que pensar.
En lo que sigue trataré de explicar el significado de la cita para terminar dando algunos rasgos de lo que sería una economía de mercado basada, no sólo en la solidaridad, sino también en la fraternidad.
“Fraternidad” ha pasado de moda: 17 menciones en el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia (CDSI en adelante) frente a 87 para “solidaridad”. CHESTERTON decía que una buena manera de caracterizar a los ingleses era pensar que de los tres términos del lema popularizado por la Revolución Francesa (L,I,F), los ingleses habían honrado el primero y olvidado los otros dos[2]. “Fraternidad” ha cedido el paso a “solidaridad”.
Estas cosas no pasan por casualidad. PIEPER habla de la aversión que parecen sentir algunos a tomar en sus labios la desprestigiada palabra “amor”. En lugar de pronunciarla, se prefiere hablar de “humanidad” y de “solidaridad”[3].
No es de extrañar que la fraternidad pasara de moda después (y según parece durante) la Revolución Francesa, porque una noción de fraternidad que no esté basada en el reconocimiento de una paternidad común es artificiosa y termina por desaparecer de las costumbres y del lenguaje, para ser sustituida, como indica PIEPER, por la solidaridad.
¿Cómo definir la solidaridad? El CDSI no lo hace. Tomaremos una definición perfectamente laica, la del Grand Larousse:
Solidario: se dice de personas que tienen una comunidad de intereses o de responsabilidades, que dependen unas de otras de tal modo que lo que a una toca alcanza también a las demás.
Deber de solidaridad: deber moral basado en la interdependencia de los miembros de un grupo social y que les impone la obligación de ayuda y asistencia mutuas[4].
Esta definición resalta dos características interesantes:
1. Se trata de una relación más bien abstracta, cuyo objeto son los miembros de un grupo unido por una comunidad de intereses. Es, en el fondo, un vínculo puramente instrumental.
2. Se define, no como una virtud, sino como un deber moral, en cuyo cumplimiento reside la virtud. La definición es, pues, un ejemplo de lo que se llama a veces moralismo:
El moralismo disgrega el ser y el deber: el moralismo dice: el bien es el deber, porque es el deber. La doctrina de la prudencia, por el contrario, dice: el bien es aquello que es confirme con la realidad[5].
¿De dónde viene el moralismo?
Si soy un hombre amable y simpático, que disfruta de ayudar a los demás, mis actos de altruismo, que pueden ser de hecho lo que el deber me reclama, puede que los haga, no porque los exige el deber, sino porque disfruto haciéndolos. Si eso es así, mi voluntad no es decisivamente buena, lo mismo que si hubiera obrado movido por mi propio interés.
Este es KANT[6].
Hay que hacer los deberes, pero sobre todo los deberes desagradables, porque los otros, en cierto modo, no puntúan.
Esta forma de pensar, combinada con la exaltación del individuo incluso en la esfera religiosa, es lo que da como fruto la sociedad y la economía actuales: cada cual tiene derecho eminente sobre lo que es suyo, siempre que lo haya ganado por medios legales; pero tiene la obligación, también incorporada en la legislación, de dar parte de eso que es suyo a otros, a quienes no conoce, a través del Estado. La obligación se justifica sencillamente porque ése es el deber. No tiene más límites que los que le marque una legislación sometida a los vaivenes de la política.
¿Ven por qué una sociedad basada sólo en la solidaridad es una sociedad de la que todos desean escapar? Es una sociedad, en la que está extinguido el sentido de fraternidad, en la que el único objetivo es, o mejorar el rendimiento de las transacciones mediante el intercambio de equivalentes (el principio del do ut des), o aumentar las transferencias públicas (del Estado de bienestar). Una sociedad sin el principio de fraternidad no tiene futuro[7].
La contrastaremos con la solidaridad:
1. Es un don divino: “los bienes, como la dignidad del hombre, la fraternidad y la libertad (…) pertenecen al Reino de verdad y de vida” (CDSI #57).
2. Tiene un objeto concreto: no la especie humana, sino un grupo social cualquiera, sino cada hombre: “puesto que en el rostro de cada hombre resplandece algo de la gloria de Dios, la dignidad de cada hombre ante Dios es el fundamento de la radical igualdad y fraternidad entre los hombres” (Ibid., #144).
3. No puede ser una creación puramente humana: “ninguna legislación, ningún sistema de reglas o de estipulaciones lograrán persuadir a hombres y pueblos a vivir en la unidad, en la fraternidad y en la paz. Sólo la caridad, en su calidad de forma virtutum, puede plasmar la actuación social para edificar la paz” (Ibid., #207).
En la práctica, la fraternidad hace posible tratar a quienes tienen los mismos derechos fundamentales (todos son hijos de los padres) de forma distinta, para que cada cual desarrolle los dones que le son propios. Así, no todos han de seguir el mismo camino, no todos han de tener los mismos bienes, no todos han de llevar a cabo las mismas tareas. Las relaciones se rigen (por lo menos a menudo) por el principio de reciprocidad: uno da algo a otro esperando, pero sin derecho a exigir, algo a cambio. Este es un principio que rige muchas relaciones humanas (y que debería extenderse a otras).
El ejercicio de la fraternidad se da de forma natural, claro está, en la familia. Uno de los frutos de la convivencia familiar, el más importante para lo que nos ocupa, es la introducción al bien común. Hay cosas que se hacen por el bien de la familia, por el logro de la armonía familiar; ese bien de la familia no es ni privativo de cada uno, ni de todos en general: es el bien de todos en tanto que forman una unidad. Es la versión más tangible, accesible a todos, la analogía del bien común, ese concepto de tan difícil definición[8].
El concepto de bien común es precisamente lo que diferencia la economía civil de otras variedades de la economía de mercado y, en particular, de la variedad que llamamos capitalismo.
La economía civil (creación de los franciscanos italianos de los siglos XIII al XV, continuada en parte por la Escuela de Salamanca de los ss. XVI y XVII) es una economía de mercado, que se rige por principios parecidos: división del trabajo, acumulación, libertad de empresa, regulación de la competencia; pero orientada, no a la maximización del beneficio individual, sino al bien común.
Esta distinta orientación tiene, naturalmente, consecuencias prácticas. La más llamativa es quizá la que trata del futuro del trabajo:
Se extiende el temor, no carente de fundamento, de ver desaparecer muchos trabajos hoy al alcance de todos, y de terminar con una sociedad polarizada[9]. Esta posibilidad se debe a la operación del principio de maximización del beneficio individual, del que se deriva una división del trabajo basada en la maximización de la productividad: la que recoge Adam Smith en su célebre ejemplo de la fábrica de alfileres.
Para los pensadores de la economía civil, por el contrario, la división procede de un principio: que el trabajo es parte integral de la condición humana, de modo que la existencia de oportunidades de trabajar es un elemento del bien común, y que cada hombre necesita trabajar no sólo para ganar su sustento. De ahí se deriva que, como todos los hombres son distintos entre sí, las tareas han de estar organizadas de tal modo que cada uno tenga algo que hacer que se ajuste a sus aptitudes e inclinaciones. La división del trabajo es, pues, un principio que tiene manifestaciones distintas según sea el principio ordenador de la sociedad de que se trate.
Este es sólo un ejemplo de muchos (política regional, transferencias fiscales, etc.).
Cuán fértil resulta la analogía de la sociedad como una gran familia, no como recurso retórico, sino como base de partida para construir una economía mejor, y cómo en esa construcción los cristianos están llamados a desempeñar un papel, porque ellos saben de primera mano cuál es el fundamento.
Alfredo Pastor
Profesor del IESE
[1] S. ZAMAGNI, ‘Catholic Social Thought, Civil Economy, and the Spirit of Capitalism’, in D.K. FINN (ed.): The True Wealth of Nations, OUP, p. 84.
[2] Al parecer, el lema es anterior a la Revolución Francesa. Sería en verdad de extrañar que hubiera nacido con ocasión de un fenómeno tan poco fraternal como ella.
[3] PIEPER, Las virtudes fundamentales, p. 420.
[4] Edición de 1977, pp. 5577 y 5578.
[5] PIEPER, cit., p, 17.
[6] Según A. MacINTYRE, en A Short History of Ethics, p. 185.
[7] ZAMAGNI, cit., ibid.
[8] Como es sabido, la economía convencional toma como uno de sus postulados de base la autonomía de las preferencias individuales: el bienestar colectivo es la suma de los individuales. Las dificultades de formalizar preferencias que incorporen la noción de bien común hacen difícil pensar en desarrollar una teoría de la economía civil que pueda compararse con la de la economía competitiva base de la microeconomía.
[9] Un excelente resumen de la literatura reciente: ‘The Onrushing Wave’, The Economist, 18 de Enero de 2014, pp. 1-12.
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