Revista Palabra
La lectura de ‘Evangelii Gaudium’ conduce a una conclusión inequívoca: el Papa propone horizontes con enormes consecuencias. El autor de este artículo afirma incluso que “sobreviene una sensación de vértigo”, porque impulsa una renovación muy seria de la acción pastoral de la Iglesia. Identificar sus claves es necesario para poner manos a la obra, sin ningún miedo a “accidentarse”
Algunas claves para interpretar la ‘Evangelii Gaudium’, artículo publicado en el número de enero de la Revista Palabra.
A la vigilia de la elección del Papa Francisco se había creado una enorme expectación en torno a la cuestión de la reforma de la Iglesia, entendida casi exclusivamente como reforma de la Curia vaticana, lo que provocó que cada gesto del nuevo Papa fuera interpretado en clave reformista. Estos diez primeros meses de pontificado nos han permitido entender qué ingenuo es pensar que lo más urgente en la Iglesia sea reajustar algunos organismos vaticanos. La Iglesia se renueva a partir de la misión; ese es el programa de Francisco ya abiertamente declarado en la Evangelii gaudium: “poner todo en la Iglesia en clave misionera” (n. 34), las personas y las estructuras, la catequesis y el anuncio del Evangelio, el lenguaje y las normas que encauzan la vida cristiana, las actitudes de fondo y la vida espiritual. Pasar de una pastoral de simple conservación, que podría ir bien en una sociedad cristiana homogénea, a una pastoral de misión (n. 15), más adecuada en un contexto cultural pluralista y complejo, como el actual. El discurso podría sonar a algo ya oído, pero lo cierto es que Francisco, con su original estilo cargado de fe, logra transmitir un gran entusiasmo y la convicción de que su programa de renovación “es posible”, es más, Dios lo quiere y desea que todos nos pongamos manos a la obra.
¿En qué sentido la misión regenera la Iglesia? ¿Dónde encuentra su fundamento esta idea? Como recuerda el Papa, la misión tiene su origen en el mandato de Cristo “Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos” (Mt 28, 19-20). Pero no basta decir que la Iglesia se renueva porque se extiende; en el pensamiento del Papa hay algo más. Para él, en sintonía con la reflexión teológica clásica, la conexión entre la misión y la renovación eclesial se encuentra en “el dinamismo de salida” de la Palabra revelada (n. 20). La Palabra es el Verbo encarnado, que “saliendo” de la Trinidad renueva el mundo, “hace nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5). Su virtualidad salvífica y renovadora requiere que se desencadene ese “dinamismo de salida”, que implica encontrar el mundo entablando un diálogo con él (Dei Verbum, 4).
Por ello, la misión de la Iglesia de proclamar la Palabra en el mundo solo logrará actualizar la misión de Cristo en la medida en que contenga ese “dinamismo de salida”. En este punto las palabras del Papa adquieren una radicalidad inusitada: no se da verdadero “dinamismo de salida” ni verdadera misión cuando no hay una voluntad total de buscar al hombre donde quiera que esté (las “periferias humanas”, n. 46) y de aprender su idioma para poder dialogar con él. Esto explica, por ejemplo, que a veces “un lenguaje completamente ortodoxo, […] sea algo que no responda al verdadero Evangelio de Jesucristo” (n. 41), porque le falta capacidad de encuentro, de comprensión del interlocutor. Cuando no hay misión o cuando a la misión le falta esa actitud de “salida”, el anuncio cristiano se desvirtúa y se hace incomprensible. Para que la Palabra llegue a ser “potencia divina” (Ro 1, 16) no basta repetirla, sino que es preciso anunciarla en “clave misionera”. Como se ve, esta “clave” no coincide siempre con la audacia apostólica, pues la misión “no implica correr hacia el mundo sin rumbo y sin sentido” (n. 46). La “salida” sólo es verdadera misión cristiana cuando va al encuentro del hombre que tiene delante; una actitud que exige una enorme caridad (se subraya continuamente la “capacidad de acogida” como virtud particularmente necesaria del apóstol) y, además, una decidida voluntad de comprender la cultura en la que vive inmerso el hombre contemporáneo, ya que “este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión” (Redemptor hominis, 14).
Toda la exhortación apostólica está imbuida de una profunda convicción de fe: “la Palabra tiene en sí una potencialidad que no podemos predecir” (n. 22), es capaz de transformar el mundo y el corazón de cada hombre, con la sola condición de que sea pronunciada en “clave misionera”. Por ello, para el Papa el programa de renovación de la Iglesia exige una verdadera “conversión pastoral” (n. 25), una transformación que afecta a las personas y a las estructuras, y que implica pasar “de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera” (n. 15). Al “agente pastoral” y al apóstol se les pide “recobrar un espíritu contemplativo” (n. 264), acentuando la absoluta necesidad del encuentro personal con Cristo (n. 266). Este encuentro contemplativo genera ardor misionario y, a su vez, el ejercicio de la misión refuerza la vida espiritual del apóstol, llenándola de alegría (n. 9). La rica experiencia pastoral de Francisco le permite detectar algunas posibles actitudes erróneas en el apóstol: la acedia egoísta, el pesimismo estéril, las disputas entre los cristianos y sobre todo una actitud que denomina “mundanidad espiritual”: una peligrosa corruptela con apariencia de bien que lleva al apóstol a buscar más la propia gloria que la del Señor (n. 93). Tal vez para algún lector esta sea la parte más dura y difícil de digerir de todo el documento, probablemente porque pone el dedo en la llaga. El tono y las expresiones que usa el Papa son fuertes, lo que también se podría interpretar como una prueba de confianza en quienes desean servir a Dios y a la Iglesia. En el documento se hace también referencia a la conversión o reforma de las estructuras pastorales –desde la parroquia hasta el papado– indicando siempre el mismo criterio: “procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras” (n. 27).
Uno de los elementos que da mayor fuerza al documento es la cuestión del destinatario de la misión que, aunque no aparece tratado específicamente, obviamente atraviesa todas sus páginas. ¿A quién se dirige sobre todo la evangelización? ¿Quién es para el Papa el destinatario de la misión? Partiendo de lo que ya se asumió en el magisterio pontificio precedente (el hombre contemporáneo es un hombre desorientado, es el homo indifferens, etc.), Francisco añade un elemento nuevo: la misión se dirige a un hombre “herido”.
El individualismo, el anonimato, las distintas formas de desigualdad, la cultura del “descarte” han provocado profundas heridas en el corazón del hombre contemporáneo y lo han aherrojado en la tristeza (n. 2). Para evangelizar a este hombre ante todo hay que escucharlo, hay que comprender la postración existencial en que se encuentra, hay que “salir” de uno mismo. De modo especial, la misión requiere que queramos escuchar “a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados” (n. 48), porque no hay duda de que hoy y siempre ellos son los destinatarios privilegiados del Evangelio. Esta actitud debe acompañar siempre al evangelizador, pero hoy más que nunca, porque quienes tienen el corazón herido necesitan antes que nada el bálsamo de la comprensión. No se piense sin embargo que el Papa ofrece una visión pesimista del hombre contemporáneo: “herido” sí, pero precisamente por eso deseoso de ser curado, ansioso de ser amado, hambriento de Dios. La misión adquiere con ello un cariz original, en el sentido de que se trata como siempre de salvar al hombre “del pecado”, pero en modo particular liberándolo “de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento” (n. 1).
Es especialmente a partir de estas coordenadas desde donde el Papa concreta su proyecto de renovación. El hombre “herido” al que se dirige nos fuerza a que “el anuncio se concentre en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario” (n. 35). El “herido” no es capaz ni de soportar ni de entender, lo que grava aún más su frágil situación. Y ¿qué es lo esencial? Lo esencial es sobre todo el amor incondicionado y misericordioso de Dios a los hombres, un amor que sana, llena de alegría e invita a amar el prójimo. No se trata evidentemente de mutilar la verdad cristiana, sino de anunciarla teniendo en cuenta que “hay un orden o ‘jerarquía’ en las verdades en la doctrina católica” (Unitatis redintegratio, n. 11).
El contexto social y religioso requiere más nunca llevar a las almas por un paciente plano inclinado, sabiendo respetar la acción de la gracia. Para ello, a través de una delicada obra de discernimiento, habrá que ir quitando cosas de nuestro modo de hacer la misión que estorban al anuncio de “lo esencial”. El Papa indica por ejemplo que “la Iglesia puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia, que hoy ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no suele ser percibido adecuadamente” (n. 43). Una tarea que compete fundamentalmente a la jerarquía,
pero que no excluye la contribución de todo el Pueblo de Dios.
La prioridad del primer anuncio centrado en “lo esencial” y la atención al destinatario se convierten así en criterios fundamentales para renovar nuestro modo de actuar la misión. Esto implica subrayar la importancia de la alegría del mensaje anunciado, porque lo que busca el hombre “herido”, a menudo sin saberlo, es la alegría. Requiere también que se refuerce la actitud de “salida” y de búsqueda, llegando hasta las “periferias” de la existencia humana a las que ha ido a parar el “herido”. Solicita un mayor esfuerzo por abrir de par en par las puertas de la Iglesia a todos, sin poner trabas innecesarias (n. 47). Trata siempre de renovar el lenguaje (n. 41) y elige aquellas formas de evangelización más acordes con la sensibilidad del destinatario, adecuándolas a su situación: prioridad de la piedad popular en la nueva evangelización, importancia de que en la homilía el predicador reconozca “el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios” (137), y un planteamiento general de toda la formación cristiana interpretada como profundización del kerygma (n. 165). La atención al destinatario dando prioridad a “lo esencial” del anuncio comporta también que la acción de la Iglesia incida en el ordenamiento social (sistema económico, la paz social, una cultura digna del hombre), cuestión a la que el Papa dedica amplio espacio en el documento. E implica finalmente el abandono de todo lo que estorba, desde lo más material (“quiero una Iglesia pobre para los pobres”, n. 198), hasta aquellos preceptos y costumbres más ligados a la contingencia histórica que hoy hayan perdido sentido (n. 43).
Quienes desarrollan desde hace años tareas pastorales o de responsabilidad apostólica entienden inmediatamente que las consecuencias de lo que está proponiendo el Papa pueden ser enormes. No son simple maquillaje sobre una piel arrugada. Leyendo el documento, a veces sobreviene una sensación de vértigo, de miedo a adentrarse en un terreno inhóspito, abandonando las certezas en las que uno siempre ha vivido. Las propuestas del Papa comportan una renovación muy seria de la acción pastoral de la Iglesia, e invitan a no paralizarse por el temor a la equivocación: “prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (n. 49).
¿Qué efectos producirá este ambicioso programa en la vida de la Iglesia? ¿Logrará provocar la “conversión pastoral” auspiciada por el Papa? Sólo Dios lo sabe. De lo que no cabe duda es de que se trata de un documento muy novedoso, por el estilo y por el lenguaje. Francisco habla a la cabeza pasando por el corazón, suscitando sorpresa, entusiasmo, admiración y un sincero deseo de ponerse manos a la obra.
Hay, además, otros dos factores que hacen esperar que las enseñanzas de Evangelii gaudium produzcan mucho fruto. El primero sería la solidez de los criterios de renovación propuestos, no sólo en cuanto que están bien asentados en la primacía de la gracia que precede y acompaña siempre a la acción eclesial (lo expresa bien el neologismo “primerear”, n. 24), sino también porque están adecuadamente conectados con la vida real y concreta: no son ideas teóricas, sino normas concretas, capaces de cambiar la realidad porque en cierto modo proceden de la realidad (principio de encarnación). Y ello gracias a la riquísima experiencia pastoral de este Papa, y también a que el punto de partida de su propuesta de renovación es coherente con cuanto se aprehende en el análisis de la situación histórica desarrollado en el capítulo II. Todo ello hace esperar que sean criterios capaces de incidir.
El segundo factor aparece enunciado en el epígrafe “El tiempo es superior al espacio” (capítulo IV), que en cierto modo desentraña la estrategia operativa del Papa. Los cambios de amplio alcance exigen la puesta en marcha de procesos, privilegian “acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad” (n. 223). Es una afirmación que nos permite entender mejor las intenciones de Francisco. El cambio duradero, la renovación profunda, no se hace reestructurando apresuradamente unos organismos, sino generando procesos, indicando nuevas vías, abriendo horizontes. Es así como esta exhortación apostólica aspira a renovar la vida de la Iglesia: “nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad” (n. 223).
Álvaro Granados Temes
Profesor de Teología Pastoral. Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)
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