En la Ex. Ap. Evangelii Gaudium, el Santo Padre recuerda el valor especial de la homilía (cfr. n. 137), y se detiene en algunos aspectos específicos (cfr. nn. 138-159)
Además de estas palabras del Papa Francisco, el lector encontrará en el presente artículo varios textos precedentes sobre la homilía, desde el Concilio Vaticano II hasta el Papa Benedicto XVI y en este enlace se incluyen también algunos consejos prácticos del Prof. Lluís Clavell para la preparación de homilías (disponible también en italiano e inglés).
Selección de textos en orden cronológico.
Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium:
12. Liturgia y ejercicios piadosos
Con todo, la participación en la sagrada Liturgia no abarca toda la vida espiritual. En efecto, el cristiano, llamado a orar en común, debe, no obstante, entrar también en su cuarto para orar al Padre en secreto; más aún, debe orar sin tregua, según enseña el Apóstol. Y el mismo Apóstol nos exhorta a llevar siempre la mortificación de Jesús en nuestro cuerpo, para que también su vida se manifieste en nuestra carne mortal. Por esta causa pedimos al Señor en el sacrificio de la Misa que, "recibida la ofrenda de la víctima espiritual", haga de nosotros mismos una "ofrenda eterna" para Sí.
13. Se recomiendan las prácticas piadosas aprobadas
Se recomiendan encarecidamente los ejercicios piadosos del pueblo cristiano, con tal que sean conformes a las leyes y a las normas de la Iglesia, en particular si se hacen por mandato de la Sede Apostólica. Gozan también de una dignidad especial las prácticas religiosas de las Iglesias particulares que se celebran por mandato de los Obispos, a tenor de las costumbres o de los libros legítimamente aprobados.
Ahora bien, es preciso que estos mismos ejercicios se organicen teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, de modo que vayan de acuerdo con la sagrada Liturgia, en cierto modo deriven de ella y a ella conduzcan al pueblo, ya que la liturgia, por su naturaleza, está muy por encima de ellos.
52. Se recomienda la homilía
Se recomienda encarecidamente, como parte de la misma Liturgia, la homilía, en la cual se exponen durante el ciclo del año litúrgico, a partir de los textos sagrados, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana. Más aún: en las Misas que se celebran los domingos y fiestas de precepto, con asistencia del pueblo, nunca se omita si no es por causa grave.
Código de derecho canónico, can. 767, §§ 1-2:
§ 1. Entre las formas de predicación destaca la homilía, que es parte de la misma liturgia y está reservada al sacerdote o al diácono; a lo largo del año litúrgico, expónganse en ella, partiendo del texto sagrado, los misterios de la fe y las normas de vida cristiana.
§ 2. En todas las Misas de los domingos y fiestas de precepto que se celebran con concurso del pueblo, debe haber homilía, y no se puede omitir sin causa grave.
Institutio Generalis Missalis Romani, n. 66:
La homilía la pronuncia ordinariamente el sacerdote celebrante o un sacerdote concelebrante a quien éste se la encargue o, a veces, según la oportunidad, también el diácono, pero nunca un fiel laico. En casos peculiares y con una causa justa pueden pronunciarla también un Obispo o un presbítero que asisten a la celebración pero no concelebran.
Los domingos y fiestas de precepto ha de haber homilía, y no se puede omitir sin causa grave en ninguna de las Misas que se celebran con asistencia del pueblo; los demás días se recomienda, sobre todo, en los días feriales de Adviento, Cuaresma y Tiempo Pascual, y también en otras fiestas y ocasiones en que el pueblo acude numeroso a la iglesia.
Tras la homilía es oportuno guardar un breve espacio de silencio.
Benedicto XVI, Encuentro con los seminaristas,
Seminario Romano Mayor, 17-II-2007:
Yo tengo una receta bastante sencilla: combinar la preparación de la homilía dominical con la meditación personal, para lograr que estas palabras no sólo estén dirigidas a los demás, sino que realmente sean palabras dichas por el Señor a mí mismo, y maduradas en una conversación personal con el Señor. Para que esto sea posible, mi consejo consiste en comenzar ya el lunes, porque si se comienza el sábado es demasiado tarde: así la preparación resulta apresurada, y tal vez falte la inspiración, porque hay otras cosas en la cabeza. Por eso, ya el lunes conviene leer sencillamente las lecturas del domingo siguiente, que tal vez parecen inaccesibles, como las piedras de Massá y Meribá, ante las cuales Moisés dice: "Pero, ¿cómo puede brotar agua de estas piedras?".
Dejemos que el corazón digiera estas lecturas. En el subconsciente las palabras trabajan y cada día vuelven un poco. Obviamente, también hay que consultar libros, si es posible. Con este trabajo interior, día tras día, se ve cómo poco a poco va madurando una respuesta, poco a poco se abre esta palabra, se convierte en palabra para mí. Y dado que soy un contemporáneo, también se convierte en palabra para los demás. Luego puedo comenzar a traducir lo que veo en mi lenguaje teológico al lenguaje de los demás; sin embargo, el pensamiento fundamental es el mismo para los demás y para mí.
Así se puede tener un encuentro permanente, silencioso, con la Palabra, que no requiere mucho tiempo, tiempo que tal vez no tenemos. Pero reservadle un poco de tiempo: así no sólo madura una homilía para el domingo, para los demás, sino que también nuestro propio corazón es tocado por la palabra del Señor. Permanezcamos en contacto también en una situación donde tal vez disponemos de poco tiempo.
Benedicto XVI, Ex. Ap. Verbum Domini, 30-IX-2010, n. 59:
Importancia de la homilía
59. Hay también diferentes oficios y funciones «que corresponden a cada uno, en lo que atañe a la Palabra de Dios; según esto, los fieles escuchan y meditan la palabra, y la explican únicamente aquellos a quienes se encomienda este ministerio»[1], es decir, obispos, presbíteros y diáconos. Por ello, se entiende la atención que se ha dado en el Sínodo al tema de la homilía. Ya en la Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, recordé que «la necesidad de mejorar la calidad de la homilía está en relación con la importancia de la Palabra de Dios. En efecto, ésta “es parte de la acción litúrgica”; tiene el cometido de favorecer una mejor comprensión y eficacia de la Palabra de Dios en la vida de los fieles»[2]. La homilía constituye una actualización del mensaje bíblico, de modo que se lleve a los fieles a descubrir la presencia y la eficacia de la Palabra de Dios en el hoy de la propia vida. Debe apuntar a la comprensión del misterio que se celebra, invitar a la misión, disponiendo la asamblea a la profesión de fe, a la oración universal y a la liturgia eucarística. Por consiguiente, quienes por ministerio específico están encargados de la predicación han de tomarse muy en serio esta tarea. Se han de evitar homilías genéricas y abstractas, que oculten la sencillez de la Palabra de Dios, así como inútiles divagaciones que corren el riesgo de atraer la atención más sobre el predicador que sobre el corazón del mensaje evangélico. Debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía. Por eso se requiere que los predicadores tengan familiaridad y trato asiduo con el texto sagrado[3]; que se preparen para la homilía con la meditación y la oración, para que prediquen con convicción y pasión. La Asamblea sinodal ha exhortado a que se tengan presentes las siguientes preguntas: «¿Qué dicen las lecturas proclamadas? ¿Qué me dicen a mí personalmente? ¿Qué debo decir a la comunidad, teniendo en cuenta su situación concreta?»[4]. El predicador tiene que «ser el primero en dejarse interpelar por la Palabra de Dios que anuncia»[5], porque, como dice san Agustín: «Pierde tiempo predicando exteriormente la Palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior»[6]. Cuídese con especial atención la homilía dominical y en la de las solemnidades; pero no se deje de ofrecer también, cuando sea posible, breves reflexiones apropiadas a la situación durante la semana en las misas cum populo, para ayudar a los fieles a acoger y hacer fructífera la Palabra escuchada.
Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii Gaudium (24-XI-2013),
cap. 3, ap. II (“La homilía”): nn. 135-159:
II. La homilía
135. Consideremos ahora la predicación dentro de la liturgia, que requiere una seria evaluación de parte de los Pastores. Me detendré particularmente, y hasta con cierta meticulosidad, en la homilía y su preparación, porque son muchos los reclamos que se dirigen en relación con este gran ministerio y no podemos hacer oídos sordos. La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo. De hecho, sabemos que los fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los mismos ministros ordenados, muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Es triste que así sea. La homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de crecimiento.
136. Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él despliega su poder a través de la palabra humana. San Pablo habla con fuerza sobre la necesidad de predicar, porque el Señor ha querido llegar a los demás también mediante nuestra palabra (cf. Rm 10,14-17). Con la palabra, nuestro Señor se ganó el corazón de la gente. Venían a escucharlo de todas partes (cf. Mc 1,45). Se quedaban maravillados bebiendo sus enseñanzas (cf. Mc 6,2). Sentían que les hablaba como quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27). Con la palabra, los Apóstoles, a los que instituyó «para que estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14), atrajeron al seno de la Iglesia a todos los pueblos (cf. Mc 16,15.20).
El contexto litúrgico
137. Cabe recordar ahora que «la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza»[7].Hay una valoración especial de la homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la comunión sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto.
138. La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración. Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase. El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro.
La conversación de la madre
139. Dijimos que el Pueblo de Dios, por la constante acción del Espíritu en él, se evangeliza continuamente a sí mismo. ¿Qué implica esta convicción para el predicador? Nos recuerda que la Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será para bien porque se sabe amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo que Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él. El espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en sus diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía. La prédica cristiana, por tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo como tiene que decirlo. Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura materna», en clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón se dispone a escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza, impulso.
140. Este ámbito materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo del Señor con su pueblo debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía cordial del predicador, la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus frases, la alegría de sus gestos. Aun las veces que la homilía resulte algo aburrida, si está presente este espíritu materno-eclesial, siempre será fecunda, así como los aburridos consejos de una madre dan fruto con el tiempo en el corazón de los hijos.
141. Uno se admira de los recursos que tenía el Señor para dialogar con su pueblo, para revelar su misterio a todos, para cautivar a gente común con enseñanzas tan elevadas y de tanta exigencia. Creo que el secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32); Jesús predica con ese espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al Padre que le atrae a los pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las has revelado a pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad en dialogar con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del Señor a su gente.
Palabras que hacen arder los corazones
142. Un diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar y por el bien concreto que se comunica entre los que se aman por medio de las palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las personas mismas que mutuamente se dan en el diálogo. La predicación puramente moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de exégesis, reducen esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y que tiene que tener un carácter cuasi sacramental: «La fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10,17). En la homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien. La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible del amor que se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero don antes que exigencia.
143. El desafío de una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o valores sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La diferencia entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que hay entre el aburrimiento y el ardor del corazón. El predicador tiene la hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo que dura la homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él. El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal, convencido de que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).
144. Hablar de corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino iluminado por la integridad de la Revelación y por el camino que esa Palabra ha recorrido en el corazón de la Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su historia. La identidad cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de pequeños el Padre, nos hace anhelar, como hijos pródigos —y predilectos en María—, el otro abrazo, el del Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo se sienta como en medio de estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del que predica el Evangelio.
III. La preparación de la predicación
145. La preparación de la predicación es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Con mucho cariño quiero detenerme a proponer un camino de preparación de la homilía. Son indicaciones que para algunos podrán parecer obvias, pero considero conveniente sugerirlas para recordar la necesidad de dedicar un tiempo de calidad a este precioso ministerio. Algunos párrocos suelen plantear que esto no es posible debido a la multitud de tareas que deben realizar; sin embargo, me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras tareas también importantes. La confianza en el Espíritu Santo que actúa en la predicación no es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica ofrecerse como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no se prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido.
El culto a la verdad
146. El primer paso, después de invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación. Cuando uno se detiene a tratar de comprender cuál es el mensaje de un texto, ejercita el «culto a la verdad»[8]. Es la humildad del corazón que reconoce que la Palabra siempre nos trasciende, que no somos «ni los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los heraldos, los servidores»[9]. Esa actitud de humilde y asombrada veneración de la Palabra se expresa deteniéndose a estudiarla con sumo cuidado y con un santo temor de manipularla. Para poder interpretar un texto bíblico hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad y darle tiempo, interés y dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier preocupación que nos domine para entrar en otro ámbito de serena atención. No vale la pena dedicarse a leer un texto bíblico si uno quiere obtener resultados rápidos, fáciles o inmediatos. Por eso, la preparación de la predicación requiere amor. Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar. A partir de ese amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una actitud de discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 S 3,9).
147. Ante todo conviene estar seguros de comprender adecuadamente el significado de las palabras que leemos. Quiero insistir en algo que parece evidente pero que no siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o tres mil años, su lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora. Por más que nos parezca entender las palabras, que están traducidas a nuestra lengua, eso no significa que comprendemos correctamente cuanto quería expresar el escritor sagrado. Son conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis literario: prestar atención a las palabras que se repiten o se destacan, reconocer la estructura y el dinamismo propio de un texto, considerar el lugar que ocupan los personajes, etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los pequeños detalles de un texto, lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal, el que estructura el texto y le da unidad. Si el predicador no realiza este esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no terminarán de movilizar a los demás. El mensaje central es aquello que el autor en primer lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo reconocer una idea, sino también el efecto que ese autor ha querido producir. Si un texto fue escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue escrito para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas opiniones teológicas; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias.
148. Es verdad que, para entender adecuadamente el sentido del mensaje central de un texto, es necesario ponerlo en conexión con la enseñanza de toda la Biblia, transmitida por la Iglesia. Éste es un principio importante de la interpretación bíblica, que tiene en cuenta que el Espíritu Santo no inspiró sólo una parte, sino la Biblia entera, y que en algunas cuestiones el pueblo ha crecido en su comprensión de la voluntad de Dios a partir de la experiencia vivida. Así se evitan interpretaciones equivocadas o parciales, que nieguen otras enseñanzas de las mismas Escrituras. Pero esto no significa debilitar el acento propio y específico del texto que corresponde predicar. Uno de los defectos de una predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder transmitir la fuerza propia del texto que se ha proclamado.
La personalización de la Palabra
149. El predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva»[10]. Nos hace bien renovar cada día, cada domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros mismos crece el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno olvidar que «en particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra»[11]. Como dice san Pablo, «predicamos no buscando agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1 Ts 2,4).Si está vivo este deseo de escuchar primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar, ésta se transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios: «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las lecturas del domingo resonarán con todo su esplendor en el corazón del pueblo si primero resonaron así en el corazón del Pastor.
150. Jesús se irritaba frente a esos pretendidos maestros, muy exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de Dios, pero no se dejaban iluminar por ella: «Atan cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo» (Mt 23,4). El Apóstol Santiago exhortaba: «No os hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo que tendremos un juicio más severo» (3,1). Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. De esta manera, la predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno ha contemplado»[12]. Por todo esto, antes de preparar concretamente lo que uno va a decir en la predicación, primero tiene que aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás, porque es una Palabra viva y eficaz, que como una espada, «penetra hasta la división del alma y el espíritu, articulaciones y médulas, y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12). Esto tiene un valor pastoral. También en esta época la gente prefiere escuchar a los testigos: «tiene sed de autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo estuvieran viendo»[13].
151. No se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos. Lo indispensable es que el predicador tenga la seguridad de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra. Ante tanta belleza, muchas veces sentirá que su vida no le da gloria plenamente y deseará sinceramente responder mejor a un amor tan grande. Pero si no se detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que toque su propia vida, que le reclame, que lo exhorte, que lo movilice, si no dedica un tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí será un falso profeta, un estafador o un charlatán vacío. En todo caso, desde el reconocimiento de su pobreza y con el deseo de comprometerse más, siempre podrá entregar a Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy» (Hch 3,6). El Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla; su mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no sólo por su razón, sino tomando posesión de todo su ser. El Espíritu Santo, que inspiró la Palabra, es quien «hoy, igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus labios las palabras que por sí solo no podría hallar»[14].
La lectura espiritual
152. Hay una forma concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere decir en su Palabra y de dejarnos transformar por el Espíritu. Es lo que llamamos «lectio divina». Consiste en la lectura de la Palabra de Dios en un momento de oración para permitirle que nos ilumine y nos renueve. Esta lectura orante de la Biblia no está separada del estudio que realiza el predicador para descubrir el mensaje central del texto; al contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir qué le dice ese mismo mensaje a la propia vida. La lectura espiritual de un texto debe partir de su sentido literal. De otra manera, uno fácilmente le hará decir a ese texto lo que le conviene, lo que le sirva para confirmar sus propias decisiones, lo que se adapta a sus propios esquemas mentales. Esto, en definitiva, será utilizar algo sagrado para el propio beneficio y trasladar esa confusión al Pueblo de Dios. Nunca hay que olvidar que a veces «el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14).
153. En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?», o bien: «¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?». Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber tentaciones. Una de ellas es simplemente sentirse molesto o abrumado y cerrarse; otra tentación muy común es comenzar a pensar lo que el texto dice a otros, para evitar aplicarlo a la propia vida. También sucede que uno comienza a buscar excusas que le permitan diluir el mensaje específico de un texto. Otras veces pensamos que Dios nos exige una decisión demasiado grande, que no estamos todavía en condiciones de tomar. Esto lleva a muchas personas a perder el gozo en su encuentro con la Palabra, pero sería olvidar que nadie es más paciente que el Padre Dios, que nadie comprende y espera como Él. Invita siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta plena si todavía no hemos recorrido el camino que la hace posible. Simplemente quiere que miremos con sinceridad la propia existencia y la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que todavía no podemos lograr.
Un oído en el pueblo
154. El predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre «las aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano», prestando atención «al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y respondiendo a las cuestiones que plantea»[15]. Se trata de conectar el mensaje del texto bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven, con una experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no responde a una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente religiosa y pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en los acontecimientos el mensaje de Dios»[16] y esto es mucho más que encontrar algo interesante para decir. Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor desea decir en una determinada circunstancia»[17]. Entonces, la preparación de la predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico, donde se intenta reconocer —a la luz del Espíritu— «una llamada que Dios hace oír en una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al creyente»[18].
155. En esta búsqueda es posible acudir simplemente a alguna experiencia humana frecuente, como la alegría de un reencuentro, las desilusiones, el miedo a la soledad, la compasión por el dolor ajeno, la inseguridad ante el futuro, la preocupación por un ser querido, etc.; pero hace falta ampliar la sensibilidad para reconocer lo que tenga que ver realmente con la vida de ellos. Recordemos que nunca hay que responder preguntas que nadie se hace; tampoco conviene ofrecer crónicas de la actualidad para despertar interés: para eso ya están los programas televisivos. En todo caso, es posible partir de algún hecho para que la Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la conversión, a la adoración, a actitudes concretas de fraternidad y de servicio, etc., porque a veces algunas personas disfrutan escuchando comentarios sobre la realidad en la predicación, pero no por ello se dejan interpelar personalmente.
Recursos pedagógicos
156. Algunos creen que pueden ser buenos predicadores por saber lo que tienen que decir, pero descuidan el cómo, la forma concreta de desarrollar una predicación. Se quejan cuando los demás no los escuchan o no los valoran, pero quizás no se han empeñado en buscar la forma adecuada de presentar el mensaje. Recordemos que «la evidente importancia del contenido no debe hacer olvidar la importancia de los métodos y medios de la evangelización»[19]. La preocupación por la forma de predicar también es una actitud profundamente espiritual. Es responder al amor de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de escasa calidad. En la Biblia, por ejemplo, encontramos la recomendación de preparar la predicación en orden a asegurar una extensión adecuada: «Resume tu discurso. Di mucho en pocas palabras» (Si 32,8).
157. Sólo para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos, que pueden enriquecer una predicación y volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios es aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener «una idea, un sentimiento, una imagen».
158. Ya decía Pablo VI que los fieles «esperan mucho de esta predicación y sacan fruto de ella con tal que sea sencilla, clara, directa, acomodada»[20]. La sencillez tiene que ver con el lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden los destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los cristianos. El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno quiere adaptarse al lenguaje de los demás para poder llegar a ellos con la Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita compartir la vida de la gente y prestarle una gustosa atención. La sencillez y la claridad son dos cosas diferentes. El lenguaje puede ser muy sencillo, pero la prédica puede ser poco clara. Se puede volver incomprensible por el desorden, por su falta de lógica, o porque trata varios temas al mismo tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria es procurar que la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una conexión entre las frases, de manera que las personas puedan seguir fácilmente al predicador y captar la lógica de lo que les dice.
159. Otra característica es el lenguaje positivo. No dice tanto lo que no hay que hacer sino que propone lo que podemos hacer mejor. En todo caso, si indica algo negativo, siempre intenta mostrar también un valor positivo que atraiga, para no quedarse en la queja, el lamento, la crítica o el remordimiento. Además, una predicación positiva siempre da esperanza, orienta hacia el futuro, no nos deja encerrados en la negatividad. ¡Qué bueno que sacerdotes, diáconos y laicos se reúnan periódicamente para encontrar juntos los recursos que hacen más atractiva la predicación!
[1] Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa, 8.
[2] N. 46: AAS 99 (2007), 141.
[3] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 25.
[4] Propositio 15.
[5] Ibíd.
[6] Sermo 179,1: PL 38, 966.
[7] Juan Pablo II, Carta ap. Dies Domini (31 mayo 1998), 41: AAS 90 (1998), 738-739.
[8] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 78: AAS 68 (1976), 71.
[9] Ibíd.
[10] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 26: AAS 84 (1992), 698.
[11] Ibíd., 25: AAS 84 (1992), 696.
[12] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 188, art. 6.
[13] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 76: AAS 68 (1976), 68.
[14] Ibíd., 75: AAS 68 (1976), 65.
[15] Ibíd., 63: AAS 68 (1976), 53.
[16] Ibíd., 43: AAS 68 (1976), 33.
[17] Ibíd.
[18] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 10: AAS 84 (1992), 672.
[19] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 40: AAS 68 (1976), 31.
[20] Ibíd., 43: AAS 68 (1976), 33.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
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