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Conferencia de S.E.R. Mons. Mario Toso, SDB, Secretario del Pontificio Consejo ‘Justicia y Paz’, pronunciada el pasado 9 de septiembre de 2013 en Madrid, durante la inauguración del XXI Curso de Doctrina Social de la Iglesia, organizado por la Comisión Episcopal de Pastoral Social de España
Introducción
Con el tiempo la democracia, aun entre mil dificultades, se ha difundido cada vez más en el mundo. Pocos, hoy, no se declararían a su favor. Y, sin embargo, ella no puede considerarse una realidad concluida.
Si después de la caída de los regímenes de Europa del Este, a partir del año 1989, pareció que la democracia había ganado la batalla para unificar el mundo, actualmente muchos observadores ya no están seguros de ello. Para algunos −como por ejemplo, Colin Crouch[1] y Ralf Dahrendorf[2]− nos encontramos introducidos en una fase de post-democracia. En coincidencia con la disminución de autogobierno por parte de los demos nacionales y con la globalización que por ahora, si bien ofreciendo posibilidades de ampliamento, empequeñece los espacios de elecciones genuinamente democráticas, estamos obligados a trabajar en una nueva democracia que, a pesar de todas las dificultades, no puede renunciar a su dimensión parlamentaria y al instituto de la representación. Urge tener en cuenta la redimensión de los Estados-Nación y pensar en una arquitectura institucional que les permita articularse unitariamente dentro de un marco jurídico-político, idóneo para realizar el bien común mundial a nivel transnacional[3]. Al mismo tiempo se debe intentar involucrar en mayor grado a las instituciones democráticas electivas nacionales en el proceso de toma de decisiones de las organizaciones internacionales. Es necesario, además, proporcionar a las sociedades civiles mayor conciencia de su rol global, así como de oportunos canales de expresión.
No obstante, sí debemos destacar que la crisis actual de la democracia no deriva simplemente de la mera inadecuación estructural e incapacidad representativa, que la exponen tanto a resultados oligárquicos como a tentaciones e impulsos populistas[4]. Sino que es debida, ante todo, a la pérdida de los parámetros antropológicos y éticos que fundan las conciencias, aunado a la carencia de los instrumentos cognitivos y críticos que permiten acceder a la realidad integral de las personas y de los problemas. Lo que hace falta es un marco cultural, capaz de germinar y de suscitar el renacimiento de la vida política.
La salvación de la democracia no parece que pueda llevarse a cabo sobre la base de diagnosis y terapias que perpetúan las aporías del pensamiento moderno, no afrontan con valentía el mal desde la raíz y se limitan a suministrar soluciones precarias o parciales, relativas sólo a los medios, aunque sean necesarios. Es indispensable, en cambio, remontarse a las causas epistemológicas y éticas del progresivo envilecimiento del alma de la democracia, favorecido por diversos factores entre los cuales: la desconfianza en el ser humano y en sus capacidades para acceder a la verdad, al bien, y para acercarse a Dios; el agnosticismo y el relativismo ético; la fragmentación y el sincretismo cultural; el rechazo de las religiones en la vida pública; la exasperación de los nacionalismos, los localismos, y los particularismos étnicos; el gobierno del arbitrio en vez de aquel del derecho. Todo esto, como ha señalado a tiempo Domenico Fisichella[5] conduce a la contracción del espesor ético-cultural del momento político respecto al tiempo procesal y económico, hasta un inexorable predominio de las élites tecnocráticas y bancocráticas.
1. Algunos rasgos de la actual crisis de la democracia: la crisis del Estado de derecho
Es entrando en las dinámicas sociales y culturales de la crisis de la democracia que se pueden comprender las causas de su deterioro, pero también identificar las bases para su refundación y resemantización.
Un elemento destacado de la crisis actual de la democracia está representado por el debilitamiento y la desintegración de su dimensión jurídica, es decir, por la fragilidad del Estado de derecho.
Hoy aparece siempre más evidente cómo se prejuzga el fundamento de los derechos sancionados en la Declaración universal de los derechos del ser humano (1948), cuestionada no sólo de parte de la cultura asiática o por religiones como el Islam y el budismo, sino también por la misma cultura occidental que la ha generado y que ahora aparece marcada por el neoindividualismo y por el neoutilitarismo.
No es extraño constatar que diversas comunidades políticas no consideran los derechos y deberes del ser humano como un todo unitario e indivisible. De aquí, las no pocas incongruencias. Hay comunidades también que, aun reconociendo el derecho primario a la vida, han liberalizado la práctica del aborto y algunos grupos querrían autorizar el «derecho» del mismo. Pero no solamente esto. Existen ordenamientos jurídicos y administraciones de la justicia que consienten la discriminación del que hace objeción de conciencia hacia el aborto, a la eutanasia y a la guerra. Igualmente, mientras en las Constituciones está aprobado el derecho a la libertad religiosa, crecen los prejuicios y la violencia hacia los cristianos y miembros de otras religiones en el área de la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa). En su interior se ha diseñado hábilmente una línea divisoria entre creencia y práctica religiosa, de tal modo que con frecuencia a los cristianos les es recordado en el debate público (y siempre más frecuentemente también en los tribunales), que pueden creer todo lo que quieran en sus casas y en sus cabezas, y que pueden dar culto como deseen en sus iglesias privadas, pero que en público sencillamente no pueden actuar en base a su fe. Se trata de una distorsión deliberada y de una limitación del verdadero significado de la libertad de religión, que no corresponden a la libertad prevista en los documentos internacionales, comprendidos los de la OSCE. Son muchos los ámbitos en que surge de modo evidente la intolerancia. En los últimos años se ha manifestado un significativo aumento de episodios en los que algunos cristianos han sido arrestados e incluso perseguidos por haberse expresado en cuestiones de fe. Algunos líderes religiosos han sido amenazados con la intervención de la policía después de haber señalado los comportamientos inmorales, y algunos han sido incluso condenados a la cárcel por haber predicado las enseñanzas bíblicas relativas a los desórdenes sexuales. Incluso las conversaciones privadas entre ciudadanos, comprendida la manifestación de opiniones en las redes sociales, en muchos países europeos pueden convertirse en motivo de denuncia penal o por lo menos de intolerancia. Además se han comprobado numerosos casos de cristianos alejados del lugar de trabajo, sólo porque han intentado obrar según la propia conciencia. Algunos de estos son bien conocidos, porque han sido citados también ante el Tribunal europeo de los derechos humanos. La intolerancia en nombre de una misteriosa «tolerancia» debe ser llamada con su verdadero nombre y condenada públicamente. Negar a un argumento moral, basado en la religión, un puesto en la plaza pública es un acto de intolerancia y es antidemocrático. La cuestión de la libertad religiosa, por otra parte, no puede y no debe ser incorporada a la de la tolerancia. De hecho, si ésta fuese el valor humano y civil supremo, entonces cualquier convicción auténticamente verdadera que excluya otra equivaldría a una manifestación de intolerancia. Además, si todas las convicciones fueran equivalentes, se podría terminar por ser complaciente también con las aberraciones[6].
No se puede negar que últimamente en Europa, además del Norte y Sur de América, han sido introducidas nuevas figuras de matrimonio como, por ejemplo, el matrimonio entre personas del mismo sexo, que de hecho debilitan la unión auténtica entre un varón y una mujer, sugiriendo incluso su abolición como institución. Con la introducción del matrimonio entre personas del mismo sexo se llega a perjudicar, entre otras cosas, la función generativa, que no carece de influencia para el bien común, sino que es fundamental para la existencia futura de todo el pueblo.
En el debate se da la prioridad a una antropología indiferenciada y se suscita así la cuestión de si, en el interés del bien común, una institución regida por la ley debe continuar señalando el vínculo estrechísimo entre estado conyugal y procreación, entre el amor fiel de un varón y una mujer y el nacimiento de un niño. Justamente los obispos católicos de Inglaterra y de Gales, respecto a la legalización en Gran Bretaña de las bodas entre personas del mismo sexo[7], han comentado que la nueva normativa introduce una nueva definición del matrimonio tradicional y pronostica un profundo cambio social[8].
A la luz de las incongruencias y de las problemáticas antes señaladas, aparece claro que no pocas democracias se apoyan cada vez más en ordenamientos y praxis jurídicas que parecen contradictorias o, por lo menos, no coherentes. Así se hace cada vez más evidente la adopción generalizada, por parte de las democracias contemporáneas, de una ética de tercera persona, o bien de una ética que está constituida sobre la base del punto de vista de un espectador imparcial, con el fin de tutelar mejor cualquier clase de opinión, termina consintiendo la aprobación de todo y de lo contrario de todo. De este modo, las democracias post-seculares muestran todo su debilitamiento ético, que implica también su declive civil y demográfico.
La secularización moderna del Estado se está consumiendo en un secularismo lanzado que, copiando de él la supresión teórica y práctica de la ley natural así como de la referencia a Dios, su fundamento último, se manifiesta ya a través de una noción de los derechos que los identifica cada vez más −al menos entre algunas familias espirituales− con pretensiones individualistas, absolutas, desmesuradas; ya mediante una progresiva postergación de las religiones y de las respectivas comunidades de la vida pública; o incluso con la teorización, propiciada por el predominio de una mentalidad mercantil, de un Estado democrático en donde los derechos sociales no son ya considerados columna fundamental de civilización, sino más bien optional. Sobre este aspecto volveremos dentro de poco.
En esta manera, los conflictos sobre los derechos se acentúan sin esperanza de un intento, incluso mínimo de convergencia. Faltándoles un fundamento objetivo y universal y, por tanto, un criterio último de juicio −identificado en la dignidad humana no ideologizada− es imposible pronunciarse acerca de su autenticidad o falsedad. Los ethos sociales son desvitalizados, y los Estados parecen retroceder hacia formas liberal-burguesas del XIX. Y no sólo.
En el actual contexto de globalización y de crisis de los ethos civiles, si por un lado el Estado contemporáneo ve redimensionada su soberanía nacional, por otro parece agrandarla, traspasando su competencia.
Mientras ha disminuido sensiblemente la capacidad de fijar las prioridades de la economía y de influir en los dinamismos financieros internacionales[9], y también en otras cuestiones vitales y globales −entre las cuales el acceso al agua potable para todos, la ecua distribución de los recursos energéticos, la seguridad alimentaria, el control del fenómeno de movimientos migratorios de dimensiones bíblicas−, aparece, por el contrario, agrandada su toma de decisiones y su discrecionalidad hacia los derechos de las personas, de los cuerpos intermedios y de las comunidades primarias, como la familia y las Iglesias.
Parece por tanto que a la falta de poder de decisión en el campo económico-financiero y ambiental, corresponde por parte del Estado, en el terreno ético-religioso, una más quisquillosa voluntad de dominio que, escudándose en el principio democrático de la mayoría, legisla también contra los derechos subjetivos de las personas y de las comunidades, como el derecho a la vida, a la libertad religiosa, a la defensa del medioambiente y a la paz. El Estado una vez más, aparece débil con los fuertes, pero prepotente con los que no lo pueden chantajear con el dinero o con la violencia. Y así, las razones de la política no siempre coinciden con las razones del bien común y no siempre defienden a los más pobres e indefensos.
Esto aparece de modo particularmente dramático cuando se piensa en las problemáticas de bioética y del sentido de la vida, sobre las cuales el Estado en última instancia no es competente, y que están relacionados con los temas de la eutanasia, de la manipulación genética. Son cuestiones que deberían ser sustraídos al arbitrario y a los diktat (imposición) de mayorías parlamentarias, porque exigen ser reguladas, en primera instancia, a la luz de la ley moral natural, inscrita por Dios en la conciencia de cada ser humano[10]. El Estado no puede hacerse paladín de concepciones e ideologías que tienden a «desnaturalizar» la identidad del ser humano −como la del género− ni mucho menos promover actividades que someten indiscriminadamente la vida humana a los adelantos de la técnica. En efecto, las cuestiones que atañen a la vida y a la dignidad de la persona, como la clonación humana o el sacrificio de embriones humanos para fines de investigación, no pueden ser afrontadas teniendo en mente sólo lo que es técnicamente posible, sino evaluando atentamente lo que es moralmente lícito.
2. La crisis del Estado social democrático
El Estado de derecho, surgido con el intento de tutelar y concretar los derechos civiles y políticos, ha evolucionado hacia un Estado social democrático. Así se ha pasado a una segunda enucleación de los derechos del ser humano. Se han precisado mejor los derechos civiles y políticos, explícitamente o implícitamente ya afirmados, a los cuales han sido añadidos los derechos de contenido económico-social como: el derecho a un digno tenor de vida, con especial atención a la alimentación, al vestido, a la vivienda, a las atenciones médicas, a los servicios sociales necesarios; el derecho a la seguridad en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez; el derecho de la mujer, en cuanto madre, a una especial asistencia; el derecho de los seres humanos en fase de desarrollo a una adecuada protección social; el derecho al trabajo y a unas condiciones humanas de trabajo; el derecho a una retribución justa, suficiente para asegurar al trabajador y a su familia una existencia digna; el derecho al descanso y al recreo; el derecho a la formación profesional y a la asociación; el derecho a disfrutar de los bienes de la cultura.
Dada la unidad de los varios campos de la existencia humana, sin la realización de los derechos económico-sociales, los derechos civiles y políticos habrían seguido siendo sólo una forma vacía de contenido. No se hubieran podido poner en práctica.
En cumplimiento de la enucleación de las dos categorías de derechos señaladas en la recomposición jurídico-política de los Estados se ha pasado, pues, del Estado de derecho de tipo liberal a la figura de Estado social democrático, es decir, a una democracia más completa, que favorece una participación más activa de los ciudadanos en la realización del bien común.
El Estado social, comprometido en conjugar libertad y justicia sin la supresión de ninguno de los dos polos compite en el ensanchamiento efectivo de la dimensión democrático-participativa de los ciudadanos. En el momento en que el Estado de derecho se convierte en Estado social democrático, se hace, simultánea y decididamente, entidad esencialmente y existencialmente, personalista, comunitaria. Es decir, realidad en la que el pueblo entero aspira a realizar en plenitud la propia subjetividad política mediante una solidaridad universal, deseada y querida en coro a favor de todos, especialmente de los más débiles. Prospectivas, éstas, que no figuran ya en el centro de atención actual, tanto es así que los derechos sociales son considerados con frecuencia opcionales, sobre todo en los templos de las finanzas[11].
Hoy no es necesario esforzarse mucho para mostrar cómo la crisis financiera y económica que tuvo sus inicios en los Estados Unidos y se ha abatido sobre Europa, ha vaciado las cajas de los Estados, los cuales, comprometidos en sanear la deuda pública y favorecer la recapitalización de los bancos, y por otra parte, debilitados por la recesión y por tasas de paro en continuo aumento, no disponen ya de recursos suficientes no sólo para financiar el welfare (bienestar), pero ni siquiera para fomentar el crecimiento.
Con referencia a la crisis de la cultura que sirve de base al Estado social, se ha subrayado también que en nuestros días, en virtud de muchos factores entrelazados con el poder del capitalismo financiero especulativo y liberalizado sobre la economía real, y de la análoga cultura capitalista neoliberal y tecnocrática, ha crecido también la convicción de que los derechos sociales son secundarios o incluso un lujo. Dicho de otra manera, a la lista de las múltiples causas de la crisis del Estado Social y del conexo welfare son añadidas otras, que afectan a sus pilares fundamentales. Baste sólo pensar que, en el interior de la ideología neoliberal que ha −en parte y, por lo tanto, y no el todo− desencadenado la actual crisis financiera con su absolutización del lucro a corto plazo, el trabajo no es concebido como un bien fundamental para las personas, para las familias y para la riqueza de las Naciones. Es considerado un factor marginal, porque las actividades de inversión especulativa tienen mayor peso respecto a la economía real. En el siglo pasado, por el contrario, se pensaba que el trabajo debía ser universalizado para contribuir a la financiación del Estado de seguridad social, por lo cual era necesario programar políticas activas de trabajo para todos. Por la actual dogmática capitalista y especulativa el trabajo es considerado casi superfluo.
Desde el punto de vista cultural, hay que ver también como factor de disgregación del Estado social y del welfare la convicción siempre más extendida, típica de algunas escuelas de pensamiento como la de Chicago, según las cuales los recursos destinados al welfare serían sustraídos al desarrollo económico de un país. El Estado social y el welfare, en definitiva, serían un impedimento para el crecimiento[12].
En consecuencia, no se piensa ya que el derecho al trabajo, a la seguridad y a un ingreso mínimo deban ser garantizados para todos. Según una mentalidad claramente neoliberal y conservadora, que se ha consolidado, sobre todo, en los santuarios de la alta finanza, se llega también a afirmar que la protección social no es un derecho inalienable[13]. Los derechos sociales serían derechos distributivos, es decir, podrían tener efecto únicamente en el caso de que hubiera recursos disponibles. Según una concepción que intenta contraponerlos a los derechos civiles y políticos, no serían parte integrante de los derechos propios del ciudadano.
Respecto a la crisis ético-cultural de la democracia social y del conexo Welfare, se deben destacar algunos aspectos bien ilustrados por Zygmunt Bauman, uno de los más conocidos e influyentes sociólogos del mundo. Él describe realísticamente el cambio del ethos de fraternidad y de solidaridad que sustentaba el Estado social y democrático de los inicios. Los parados eran, ciertamente, considerados como desventurados, pero su puesto en la sociedad era seguro, fuera de discusión. Eran considerados socialmente como desheredados, necesitados de ayuda y por tanto destinados, antes o después, gracias a la solidaridad de todos y al propio esfuerzo, a entrar en el mercado del trabajo. La descomposición del Estado social contemporáneo en Europa −bajo los golpes de una liberalización individualista, impuesta por incontrolables fuerzas globales− con la aceptación de una economía de los dos tercios, a causa del triunfo del moderno capitalismo industrial, se acopla, observa Bauman, a la producción de «gente superflua». Ésta es gente «indeseada», a lo sumo, soportada, condenada a ser la destinataria de las iniciativas socialmente aconsejadas o toleradas, tratada, en el mejor de los casos, como objeto de benevolencia, de beneficencia y de compasión (criticadas como indignas sólo para echar sal en las heridas) pero no de ayuda fraterna, acusada de indolencia y sospechosa de planes malvados y de inclinaciones criminales”. Por parte de la «gente superflua» que pierde no solamente el trabajo, sino los proyectos, los puntos de referencia, el control de la propia vida y se encuentra despojada de la propia dignidad, la sociedad ya no es considerada una casa a la que se debe fidelidad y cuidado.
La mayor desdicha, según Bauman, es que, en un contexto en el que el Estado social es desmantelado, todos los ciudadanos son candidatos a ser vidas desperdiciadas[14]. La extrema precariedad se traduce en miedo que arruina la confianza en la sociedad, que ya no aglutina a toda comunidad humana. Los problemas sociales son criminalizados. La represión aumenta y ocupa el puesto de la solidaridad. La presión del mercado de las viviendas y el fuerte paro son descuidados en favor de políticas asociadas a la disciplina, a la contención y al control. «Un aspecto fatal de la transformación ha sido relevado en tiempos relativamente tempranos y desde entonces ha sido cuidadosamente documentado: el paso de un modelo de comunidad inclusiva, inspirado en el “Estado social”, a un Estado exclusivo, inspirado en la “justicia penal” o en el “control de la criminalidad”»[15].
El relevante fenómeno de buscar cada vez más la compañía de los semejantes deriva, en muchos casos y paradójicamente, del rechazo a mirarse profunda y confiadamente unos a otros, a comprometerse mutuamente con amor, en modo humano. Las personas cuanto más se cierran en gated community (urbanización cerrada), compuestas por hombres y mujeres semejantes, menos son capaces de tratar con los extraños, más temor tienen de ellos[16].
3. La crisis de la representación y de la autoridad
La crisis de la democracia contemporánea se manifiesta también como crisis del instituto de la representación y del principio de autoridad.
El vínculo intrínseco de la democracia con la dignidad de la persona humana postula la participación libre y responsable de los ciudadanos en la realización y en la gestión del bien común. Una tal participación se concreta mediante el instituto de la representación canalizada por los partidos; mediante los referéndum, cuando estén en juego elecciones políticas de excepcional importancia; mediante la presión ejercida por una opinión pública libre y formada, y también mediante la organización solidaria de la sociedad civil y económica según el principio de la subsidiariedad. La democracia «consumada» es al mismo tiempo representativa y participativa. Los ciudadanos particularmente o asociados aportan su contribución, no solamente eligiendo representantes que les gobiernen, sino ante todo con sus actividades e iniciativas, armonizando sus intereses particulares con el bien común, elevándolos a momentos o elementos del mismo.
El instituto de la representación política, necesario a la democracia moderna −no todos los ciudadanos, como había percibido el propio Jean-Jacques Rousseau, pueden sentarse permanentemente en el parlamento− suscita no pocos problemas de ejercicio. Entre ellos, uno prevalentemente técnico, que los órganos electivos del estado representen verdaderamente la base electoral; y otro moral y técnico a la vez, que los diputados, llegando a formar parte de los órganos del Estado, estén en condiciones de perseguir el bien común sin destruir la relación con los grupos que los han elegido. Pero hay también una cuestión, que se puede considerar congénita a los regímenes democráticos: a saber, la relación y el justo equilibrio entre representación directa y representación indirecta y general.
Es precisamente en relación a estas importantes dificultades de la vida democrática que se registra hoy una crisis que parece irresoluble. Regresan cíclicamente «la creación de movimientos» y prospectivas de democracias participativas con reivindicaciones individualistas y pretensiones de autorepresentación. Las causas de este fenómeno son múltiples. Entre ellas se pueden enumerar: la metamorfosis de los partidos, que se han hecho cada vez más «personales», es decir, instituciones en manos de líderes carismáticos o de lobby (camarillas) que de hecho eligen y pilotan a los candidatos y elegidos, impidiendo a los ciudadanos el elegirlos y controlarlos; modalidad de gestión desde las cúpulas y no manera democrática de los mismos partidos que pierden la función original mediadora entre sociedad civil e instituciones públicas; degradación moral de las clases dirigentes y de los representantes, aunado a la carencia de visión y de capacidades estratégicas, con la consiguiente caída en la confianza y desafección de los ciudadanos hacia las instituciones; políticas minimizadas respecto de la realidad presente y en relación los bienes materiales; reducción de la política a «espectáculo» que favorece la aparición de personajes carentes de contenidos y de propuestas, sin capacidad de gestión ni de soluciones para encarar situaciones complejas como la actual: personajes promovidos por poderosas campañas mediáticas realizadas sin escatimar recursos.
Todo esto provoca, como escribía el Cardenal Bergoglio, ahora papa Francisco, en un interesante ensayo aparecido con ocasión del bicentenario de Argentina, un verdadero y auténtico «divorcio» entre gobernantes o élite y pueblo[17]. Los primeros parecen vivir a una distancia cósmica respecto a las exigencias de la gente común, porque muchas veces se forman en ambientes y visiones alejadas de sus exigencias. Los problemas de los pobres no son suficientemente considerados como tampoco las crecientes desigualdades socio-económicas que erosionan la democracia. Ésta padece una deformación en sentido oligárquico y populista, y está marcada, a decir de los teóricos de la democracia participativa, por la «baja intensidad», como acaece en la democracia liberal contemporánea, cada vez más basada sobre la privatización de los bienes públicos, sobre la distancia creciente entre representantes y representados, y sobre una ciudadanía fundada sobre una inclusión política abstracta que de hecho conlleva una creciente exclusión social de los más débiles.
A la base de la crisis de la democracia contemporánea y del correcto funcionamiento del instituto de representación se hallan potentes factores culturales, éticos y económicos, entre los cuales el dominio de una cultura de tipo individualista y utilitario. El primado de lo individual y de lo particular por encima de todo y de todos se traduce en la fragmentación cultural y social, en la exaltación de la propia parte y del propio punto de vista, en la absolutización de la lógica y del interés corporativo, en la dificultad de encontrarse y dialogar[18].
Esto lleva a un repliegue sobre sí mismos, a la incapacidad de pensar y de moverse junto con los otros, de hacerse pueblo y de ser ciudadanos, dándose un proyecto compartido de desarrollo inclusivo y de participación internacional. El individualismo egoísta y utilitario invade el ethos del pueblo, infecta todos los sectores de la vida civil, incluido el de la economía y de las finanzas, las cuales son subordinadas al absoluto del corto plazo.
A los males contemporáneos de la democracia se desea responder desde diversos frentes mediante lo que los sociólogos y politólogos llaman «democracia líquida». Pero ¿la democracia líquida, que se coloca entre democracia directa y democracia representativa, está realmente en condiciones de resolver los problemas de la vida democrática?
Cuando se habla de democracia líquida, se entiende un modelo de democracia reciente que ha acercado a la política sobre todo a las jóvenes generaciones. «Los resultados son conocidos: en el 2011 millares de jóvenes dan vida al movimiento de los Indignados; en el 2011 nace el movimiento Occupy Wall Street (ocupad Wall Street) en Estados Unidos; en el 2012 el Movimiento Cinco Estrellas, en Italia, elige este modelo como alternativa al sistema de los partidos: los inscritos participan, ora en los temas de la campaña electoral, ora en la selección de los candidatos, ora en los temas a votar a través de los fórum de la plataforma gratuita MeetUP (reuníos, juntaos). Los principios que regulan dicho modelo son dos: el uso de la Red y el sistema de las delegaciones. Este último impone a los elegidos “el vínculo de mandato”, y ellos actúan como un cuerpo único; la fuerza del grupo es el absoluto anonimato. La confrontación y la discusión acaecen online: los argumentos son divididos por áreas temáticas y seleccionados en base a precisos órdenes del día. Los debates son apremiantes, y existe también el riesgo que no se deje ni siquiera el tiempo necesario para tomar decisiones ponderadas […] Aquellos que son contrarios se pueden abstener de la votación y pueden formular una propuesta alternativa. El procedimiento de participación tiene una regla de base: los ciudadanos participantes, para evitar la obligación de tomar decisiones sobre todos los temas de la agenda, eligen sus delegados con un sistema de delegación certificada (proxy vote) […]. La fase del voto cierra la discusión, mientras la plataforma online calcula los votos de cada decisión y establece los puntos del programa más votados»[19].
A partir de la experiencia de la democracia líquida, sin embargo, está, emergiendo algunos límites, que no ayudan a resolver los problemas contemporáneos de la democracia, sino que por el contrario parecen agravarlos. Entre los límites más relevantes se encuentran: el peligro de un nuevo oligarquismo, de una «dictadura de los activos» que acumulan un progresivo poder sobre el movimiento, porque los que controlan los medios de discusión están en condición de orientarlos y controlar los votos, el consenso y las decisiones; el peligro del populismo, dado que los elegidos están obligados a la obligación del mandato bajo la voluntad del líder, a quien se debe prestar juramento y fidelidad, mientras los entes intermedios (sindicatos, asociaciones, partidos) están excluidos del debate; además del hecho de que la mayoría de los electores termina, prácticamente, por ignorar los debates en la Red. En último análisis, la democracia líquida, corre el riesgo de caer en aquellos mismos males que quiere combatir.
¿Entonces qué otra vía hay para regenerar la democracia? Es preciso ante todo, sugiere el Cardenal Bergoglio, reapropiarse de una democracia entendida como horizonte y estilo de vida, al interno de la cual dirimir y encontrando el consenso[20]; de una democracia que no abandona el instituto de la representación y lo renueva, y a la vez se completa como democracia participativa, cada vez más social[21].
Esto presupone que el sujeto de la democracia, es decir el pueblo, recupere la unión moral y solidaria que lo caracteriza y lo compacta. Lo cual implica reabrir la política, −y con la política la democracia− a una más amplia y auténtica «participación», comprendida como el sentirse todos parte de los demás y, por consiguiente, entrar en el juego por el bien de todos, seres fraternos involucrados en una búsqueda común de la verdad, del bien, de la belleza y de Dios.
La política y la democracia deben ser expresión de personas-ciudadanos que se sienten convocados a crear una unión que tiende al bien común[22]. Antes que de un aumento cuantitativo de la participación de los ciudadanos, se trata de conseguir una mejora cualitativa, ética, del propio comportamiento, así como de revitalizar el estado de ánimo generalizado, dirigido hacia el pro-essere, hacia la confianza recíproca, hacia el sentido de pertenencia, hacia la colaboración sinérgica en la edificación de un Estado social democrático moderno. Es necesario ser y sentirse coautores de un proyecto común, cocreadores de un welfare social. Y esto, uniendo instituciones y sociedad, construyendo dispositivos virtuosos que permitan la ampliación del campo de los derechos y de los deberes, la consecución de los objetivos de la justicia social, así como el mejoramiento de la eficiencia de la actividad pública mediante oportunas sinergias entre lo privado y lo social. Significa, en otros términos, moverse en dirección de la construcción de una democracia «de alta intensidad».
El Estado social democrático nace y está gobernado por la sociedad civil de manera solidaria y subsidiaria. Exige la reforma de los partidos tradicionales, ahora envueltos en dirigencias personalistas y gestiones antidemocráticas y arcaicas. También gracias a los modernos medios de comunicación, los partidos deben convertirse en canales de una participación más eficaz de los ciudadanos y de sus organizaciones.
La cuestión de la democracia contemporánea no se reduce a mera cuestión de sistema político. Se trata, ante todo, de la progresiva inserción de la sociedad civil en las instituciones, lo que no excluye, sino que requiere, la existencia de una clase dirigente apta para su papel y, por ello, profesionalmente competente y dotada de sentido ético, además de una clara visión de las cosas. Para disponer de nuevos estilos de gobierno centrados en el servicio del prójimo y orientados al bien común, es indispensable la ejemplaridad del comportamiento y la coherencia de vida de cada representante que quiera ser un «verdadero dirigente»: en efecto, para ser verdaderamente tal, todo gobernante debe ser sobre todo un testigo[23].
El discurso de la preparación de nuevas élite se advierte más urgente, si se piensa que la realización de una democracia de alta intensidad hoy se coloca en un contexto de globalización.
La marcada interdependencia que se verifica en todos los sectores de la vida −y en particular en el económico y en el de la información− llama a realizar la democracia en el interior de los procesos que superan los confines territoriales y que exigen un nuevo pensamiento, nuevos proyectos, así como también nuevas instituciones que no supriman lo local, sino que lo trasciendan, con el fin de generar un ambiente que permita el pleno florecimiento del mismo.
Pero no se debe ignorar que la crisis de representación y de participación de la democracia de nuestros días está acompañada por la crisis del principio unitivo, que es la autoridad, y de su ejercicio. La autoridad no sólo se encuentra corroída a nivel nacional, sino que cada vez es menos comprendida y practicada como facultad de mandar conforme a la razón. Es la mayoría de las veces concebida como ejercicio de poder, de dominio, desligados del orden moral, de la ley moral natural. La crisis relativa a la autoridad es tan profunda y radical que su noción misma ha desaparecido casi del todo y, con ella, su dimensión antropológica y ética. Las consecuencias que de ello se derivan no son pocas. Entre otras, se pueden mencionar: el progresivo vaciamiento de los contenidos morales del Estado de derecho o, al lado opuesto, su absolutización, por lo cual se convierte con frecuencia en ideológico, arbitrario, sometido a las presiones culturales que, rechazando el parámetro de una razón integral, son inevitablemente portadoras de instancias parciales, insindacables.
Si la democracia no quiere ser presa de agnosticismos o relativismos escépticos, que la entregan a totalitarismos explícitos o engañosos (cf CA n. 46), es necesario que la autoridad política no sea autoreferencial y reencuentre su vinculación con la ley moral natural. De esta manera puede encontrar su medida ética también el elemento metodológico de la democracia, representado por el principio o criterio de la mayoría. Únicamente así pueden ser evitados fenómenos de prevaricación tanto de las mayorías como de las minorías.
La racionalidad y la conformidad con el orden moral son esenciales para la autoridad política, a la cual la racionabilidad obliga a constituirse y ejercitarse, en su verdadera soberanía y universalidad[24], no como fuerza bruta ni como fuerza que nace y se constituye en virtud de un hecho histórico casual, sino como potestad o facultad de mandar según la razón. Y esto por una triple razón. Ante todo, porque lo reclama un orden absoluto y universal: el orden metafísico-moral-jurídico, en cuyo ámbito es vivida la vida humana. En segundo lugar, porque es ejercida para la consecución del bien común, al cual es inmanente el reconocimiento y el respeto del orden moral, so pena de la arbitrariedad y pérdida de su legitimidad y obligatoriedad. En tercer lugar, porque tiene como destinatarios a personas racionales, es decir, sujetos libres y responsables. La autoridad que se fundara sólo o principalmente sobre la amenaza, sobre el temor de castigos, sobre la promesa u oferta de premios, no movería eficazmente los seres humanos a trabajar por el bien común. Y si por casualidad lo lograse, esto no sería conforme con su dignidad de personas[25]. Únicamente manteniéndose fiel a los rasgos de la racionalidad y de la conformidad con el orden moral, la autoridad puede ser realmente útil a la persona, a la sociedad, al bien común.
No ha de olvidarse, sin embargo, que la plena moralidad del ejercicio de la autoridad no es dada por la fidelidad a un ordo rationis abstracto, y menos por la realización de un buen estado de cosas cualesquiera (ética teleológica), sino por el poner acciones o procurar condiciones que concurran efectivamente a la actuación del bien humano en Dios. Es decir, su bondad moral no deriva de la promulgación de leyes, incluso perfectas, pero que difícilmente pueden ser observadas por la mayoría de los ciudadanos. Ni siquiera deriva de leyes exclusivamente centradas sobre aspectos en el fondo marginales o secundarios de la existencia, como el simple bienestar material, descuidando aquellos relativos al espíritu y a la esencia racional de la sociedad. La plena moralidad del ejercicio de la autoridad se ha de procurar sobre la base de una conciencia histórica no abandonada a sí misma, sino vigilada constantemente por una racionalidad especulativa y práctica, que juzga la coherencia entre conciencia histórica y ser humano, entre reivindicación de los derechos y dignidad de la persona. Gracias a una conciencia histórica vigilante y crítica, los falsos derechos son desenmascarados como traducciones distorsionadas y engañosas de la dignidad humana, extrañas a sus exigencias más profundas.
Más precisamente, el Estado de derecho recibe la medida de su eticidad y laicidad desde el exterior, de la sociedad civil pluralista, pero, sí armónicamente convergente. No la puede asumir mediante un mero conocimiento racional, procedente de una filosofía totalmente separada del contexto histórico. No existe, en efecto, una pura evidencia racional independiente de la historia. En particular, el Estado laico de derechos recibe su sustento no de una razón nuda, sino de tradiciones culturales y religiosas preexistentes vividas críticamente. Lo recibe en concreto de una razón que, actuándose según los diversos grados del saber, madura en el interior de prácticas e instituciones a ella favorables, en la forma histórica de los diversos credos religiosos que conservan vivo el sentido ético de la existencia y de su trascendencia.
4. El carácter decisivo de la verdad sobre el ser humano y sobre la sociedad para el futuro de la democracia
Se ha hablado ya de la crisis multidimensional de la democracia de nuestros días. Es una crisis más que estructural. Es primariamente crisis de sentido, crisis ética. Por lo tanto, su superación se ha de buscar no sólo en el plano de las reformas institucionales y de los procedimientos, quizás creando otros nuevos, adaptados a un contexto de globalización, sino comprometiéndose también en otros niveles más decisivos para el futuro de la democracia y de la humanidad.
En primer lugar, emerge el nivel de la verdad acerca del ser humano y la sociedad. Si no fuese posible acceder, aunque sea sólo imperfectamente, a la verdad ontológica y ética, pasando del fenómeno al fundamento, cualquier discurso y debate en torno a la democracia y a su valor humano no sería más que una mera pérdida de tiempo. En segundo lugar, es necesario desplegar energías en el plano de la existencia y de la unidad moral de los sujetos de la democracia. Para quién tiene interés por los éxitos del propio pueblo, se crea seguramente un problema, el declive de los partidos como arquitrabe de un sistema político fundado sobre la representación, no puede ser menos preocupante la profunda fragmentación del ethos, que conduce inexorablemente las sociedades occidentales hacia la experiencia paradójica de Babel. El agnosticismo de fondo, la marcada divergencia entre las familias espirituales y culturales parecen peligros mortales para la democracia más que el dominio de poderosas oligarquías, más que los partidos personales, más que el así llamado directismo que intenta puentear la intermediación ineficaz de los partidos tradicionales, para llegar a incidir directamente en la gestión de la cosa pública[26].
¿Qué cosa puede ayudar a las democracias occidentales a superar la crisis que las apresa en una trampa mortal? Ha llegado el momento de considerar las precondiciones gnoseológicas y ético-culturales de la democracia, que constituyen su unión moral, el acceso a una plataforma compartida de bienes-valores.
5 Precondiciones gnoseológicas y ético-culturales de la democracia
La democracia, forma de gobierno íntimamente conexa con el ser antropológico y ético de los pueblos, es inevitablemente animada y habitada por un dinamismo interior y espiritual, pero no abstracto, que emerge históricamente en el espacio y en el tiempo mediante la conciencia social de los ciudadanos, con su progreso y, desgraciadamente, con sus retrocesos. La vida moral de los pueblos, su percepción de los valores, así como sus prácticas y estilos de vida, constituyen el elemento propulsor y orientador de las democracias. Siendo expresión de personas libres y responsables, intrínsecamente sociales y relacionales, abiertas a la Trascendencia, constituyen, respecto al elemento estructural, aquello que da forma e invita a configuraciones cada vez más humanísticas.
Como ya han detectado algunos pensadores católicos del siglo XX, entre los cuales J. Maritain y E. Mounier, a lo largo del tiempo el cristianismo ha hecho germinar en las culturas receptoras un substrato de valores que, a su vez, han producido en el imaginario colectivo y en la realidad histórica un standard (modelo) de democracia de no retorno. Los valores de libertad, responsabilidad, igualdad y fraternidad sembrados en los surcos de la historia han fecundado paso a paso la naciente dimensión estructural de la democracia, haciéndola a ellos homogénea, al grado de aparecer hostil en relación a las visiones de la persona y de la sociedad que los contradicen.
En la presente situación histórica, el agnosticismo dominante, el secularismo avanzado, la fragmentariedad del ethos producida por el multiculturalismo extendido, la multietnicidad y el particularismo localista están sometiendo a dura prueba la unión moral de los pueblos occidentales. Su conciencia social no consigue ya, por ejemplo, percibir como valores fundamentales el derecho a la vida del ser humano por nacer; la familia como sujeto colectivo; la dimensión comunitaria de los diversos credos religiosos; el bien común; la justicia social; la autoridad como facultad de mandar según la razón: éstos valores, codificados en las diversas Cartas constitucionales surgidas después de la segunda guerra mundial.
Por otra parte, la doctrina política de los pensadores contemporáneos más cotizados que no parece estar en condiciones de ofrecer una salida de emergencia. Sus propuestas, si bien refinadas, parecen débiles y no resolutivas para predisponer una plataforma compartida y sólida de valores, porque no saben ofrecer una justificación racional convincente. Baste sólo pensar en John Rawls y en Amartya Sen.
Sea en el primer Rawls de Theory oj Justice[27] (teoría de la justicia) de los años setenta como en el segundo Rawls de Liberalismo político[28] de los años ochenta, la justicia y la solidaridad poseen una obligatoriedad que no demanda exigencias y necesidades fundamentales propias de la persona humana. No encuentran un fundamento objetivo en la constitución ontológica y moral del ser humano. Su justificación se apoya o en una razón de tipo kantiano, universal ciertamente, pero vacía de contenidos morales claros, o en una razón de tipo sociológico y, por ello, intrínsecamente imposibilitada para suministrar un fundamento crítico. Si en el primer Rawls se evidencia mayormente un individualismo radical, que rechaza la idea de contexto social, porque la persona humana, en definitiva, es concebida como un «todo perfecto y solitario», que interactúa con los otros de manera mecánica como si estuviera absolutamente indiferente y despegado de ellos[29], en el segundo Rawls los individuos asumen su concretez individual y social, pero esto va en menoscabo de la universalidad de los valores comunes, que aparecen ligados a lo contingente, a un contexto cultural histórico.
Ironía de la suerte: en el momento en que John Rawls, impelido por las objeciones de los comunitaristas, recupera la referencia al contexto comunitario, a la individualidad histórica de los ciudadanos, es criticado por Amartya Sen. Éste, en vista de la realización de una justicia global, desacredita el procedimiento rawlsiano de tipo contractualista y afirma que prefiere el enfoque del espectador imparcial de Adam Smith[30].
Sin embargo, porque el espectador imparcial smithiano no parece que deba ser guiado por un telos normativo de la vida humana, es fácil respaldar cualquiera de las potencialidades humanas de los individuos y de los pueblos, incluso las negativas.
En efecto, hoy es exactamente éste el mayor peligro que se debe evitar. Se encuentra en todas aquellas posiciones que, al frente del pluralismo amplio de las concepciones del bien, reaccionan proponiendo un mero procesalismo.
La ausencia o la debilidad de un ethos mínimo compartido por todos, transforma en precario o diluido el libre consenso social, que debe animar la democracia formal o estructural. Síguese de esto que la democracia de las normas es inconsistente. El principio de mayoría −importante norma para el correcto funcionamiento de la democracia y para la formación de decisiones colectivas− privado de la referencia a bienes-valores ciertos, queda expuesto en gran parte a formas autoritarias, al decisionismo, al poder del que logra apoderarse de él.
Por lo que respecta a las precondiciones gnoseológicas, para la doctrina social de la Iglesia (=DSI), la posición del escepticismo metodológico y el relativismo ético afín, que son premisas del nihilismo cultural, que banalizan la capacidad de lo verdadero y del bien así como la de Dios. Semejante capacidad, hay que reafirmarla con fuerza en nuestras sociedades multiculturales, en las cuales está prevaleciendo la opinión de la inconmensurabilidad entre las diversas concepciones del bien, con una especie de politeísmo de los valores en competencia conflictiva entre ellos, para expresarlo con el lenguaje de Max Weber, constituye la razón profunda de la igualdad entre los seres humanos. Los une en una búsqueda común, evidenciando en todos la posibilidad de converger en una verdad universalmente reconocible, aunque en la diversidad y en la relatividad de los enfoques. Está en la base del respeto del amor recíproco, de la tolerancia, de la amistad cívica. Sin una verdad que de alguna manera los comunique, no hay razón para respetar o tolerar las diversas concepciones del bien. La comunicación y el diálogo se hacen imposibles.
Así el diálogo público, base de la vida política −como bien ha recalcado Hannah Harendt− desempeña una función eurística respecto de la verdad, sólo si, trasmite la discusión y la argumentación, si mira a una verdad reconocible por todos; es en la confrontación como se enriquece el propio punto de vista. El diálogo, cumpliendo una función terapéutica como señalan los psicólogos, se realiza en su esencia profunda, cuando los ciudadanos convergen sobre las nociones de verdad y de bien, y se comprometen a potenciarlos corresponsablemente como patrimonio común.
En pocas palabras, el bien humano es reconocido como presente en el otro, quien lo hace aparecer semejante a nosotros y proporciona las razones de la benevolencia, de la amistad, de la colaboración y de la justicia. Si existe un bien humano común, el otro ya no es extranjero. Su bien no me es extraño. Sino al contrario, en él el bien común, que en parte me pertenece, hay que amarlo y cultivarlo. Se comienza a ver al otro también con los ojos del corazón. Se convierte en un bien-persona, que hay que guardar, respetar, favorecer, colaborar con él. En efecto, el bien que hay en cada uno no es todo el bien humano posible. Es acrecentado mediante la práctica de la solidaridad.
Para la DSI, la democracia subsiste en términos más humanos no sólo gracias a opciones gnoseológicas precisas, que valoran la razón especulativa y práctica, sino también gracias a instituciones y ordenamientos, a prácticas, actitudes y estilos de vida que, cuando son acordes con la vocación comunitaria y relacional de las personas y de la sociedad, la convierten en un espacio donde las personas pueden experimentar y desarrollar su dimensión de trascendencia hacia el otro y hacia Dios.
Para permitir a las personas conseguir la propia perfección, la democracia debe estar habitada por esferas de vida organizadas lo más posible como «comunión de personas», como un «nosotros» que trasciende el nosotros étnico, racial, mercantil, jurídico-contractual, donde el otro, cualquiera que sea, es querido y amado en última instancia por sí mismo, es considerado como un tú, es decir, como un sujeto libre y responsable, relacional, abierto a la trascendencia.
6. ¿Cuál consenso democrático?
El alma antropológica y ética de la democracia, según el personalismo comunitario y relacional propuesto por la DSI, solicita que se reflexione el consenso social, el ejercicio de la autoridad, el uso del método de la mayoría en términos no meramente formales o legales. La democracia no es el régimen del número, sino el del derecho y, por tanto, implica una conexión con la moral.
Volviendo al consenso social, hay que decir que, por indispensable que sea para indicar los valores compartidos, no los funda ex nihilo. Los revela, enucleándolos como válidos y universales, valiéndose de juicios éticos anteriores que no se realizan con criterios matemáticos o estadísticos.
Lo específico de la DSI, a propósito del diálogo público, está justamente en la afirmación de que, si en las comunidades políticas contemporáneas es imprescindible el consenso social para acordar nuevos pactos, exigidos por otra parte por el cambio de circunstancias, los contenidos éticos de tal consenso no pueden reducirse a un mero aporte cultural o al resultado de un overlapping (solapado) consensus prevalentemente sociológico o fortuito, como parece emerger en el «segundo» John Rawls. Si así fuese, el diálogo público se asentaría sobre arenas movedizas de valores sólo puntualmente acreditados por las conciencias de los ciudadanos, que, sin embargo, no los creen objetivos y por tanto en último término obligatorios.
El consenso social y los diversos pactos, para la DSC, son ciertamente actos históricos −expresión de conciencias sociológica y culturalmente contextualizadas− pero también son momentos reveladores de bienes-valores, fruto de una búsqueda común de la verdad, del bien y de Dios. Por consiguiente, los bienes-valores que afloran en la conciencia no se encuentran en esa como un mero fruto histórico, heredado de la tradición o de la educación, como si fueran realidades provenientes completamente del exterior, y ni siquiera como un fenómeno espiritual pasajero, que encuentra correspondencia, en una intersección contingente, en más mundos interiores y en más familias culturales. Allí se encuentran reflexiva y críticamente como bienes en sí, enraizados en las inclinaciones del ser humano, unión indisoluble de cuerpo y alma, y que la conciencia reconoce y ordena según una imagen integral del ser humano, mediante un conocimiento especulativo y práctico, sapiencial.
Por ello, el consenso social es con seguridad necesario para la comunidad política democrática, en orden a su existencia cohesionada y a su reforma profunda. Debe ser lo más amplio posible. Sin embargo, no es en definitiva válido para los fines políticos, que no pueden resultar normativos solamente a merced de un acuerdo o de una votación mayoritaria. Lo que hace posible la comunidad política y democrática es seguramente el consenso, pero, aquello que cuenta mayormente es la capacidad constitutiva de los ciudadanos de estar orientados a la verdad, al bien, a Dios. Esto les permite formar parte de una comunidad política no por motivos extrínsecos, sino en razón de una estructura ontológica y ética que los inclina al bien común y los habilita para escoger las modalidades de la realización histórica del mismo a la luz de un imprescindible discernimiento entre el bien y el mal, entre lo justo e injusto.
7. La accesibilidad a los valores, el compartirlos en contexto de multiculturalidad. El diálogo posible sobre la base de la razón
Para poder ser subsidiaria en relación al crecimiento de los pueblos, la democracia debe actuarse tanto en el plano estructural como en el sustancial, en términos antropológicos y éticos adecuados. Debe convertirse en ambiente, o sea, conjunto de condiciones psicológicas, morales, económicas, religiosas y culturales[31], que consientan a la dignidad humana de todo ser humano ser respetada y promovida.
Exactamente con referencia al aspecto antropológico y ético, la cultura actual está llamada a afrontar seriamente, por lo menos, dos órdenes de problemas, que han emergido ya en las precedentes reflexiones y que en ningún modo son marginales al destino futuro de la democracia: la accesibilidad a los valores y su compartición en un contexto de multiculturalismo extendido; la relación entre conciencia histórica de los pueblos y derechos del ser humano. Dada su perentoriedad los consideraremos uno por uno.
Afrontamos en este párrafo ante todo el imprescindible problema de la accesibilidad a valores comunes por parte de todos los ciudadanos.
En efecto, si, como se ha ya afirmado, la democracia, aun teniendo un aspecto fuertemente formal, no puede prescindir de un alma ética, es necesario, que a pesar del agnosticismo y el relativismo ético dominantes, sea detectable una plataforma de valores comunes, a los cuales se atribuya un significado ante todo unívoco.
Pero ¿cuáles son las condiciones para encontrar valores universalmente compartidos, más allá de los diversos sistemas ético-cultuales a los que se pertenece? Es ésta la preocupación de muchos pensadores contemporáneos. ¿Cómo salir del impasse (atolladero) del pluralismo absoluto, ni dialogante, ni razonable que vuelve al multiculturalismo humanamente y políticamente inmanejable? Si existe de hecho una unificación técnico-práctica entre las culturas, ¿es realmente imposible y no sugerible una correspondiente unificación en el plano ético-cultural? ¿Sobre qué bases buscarla?
Es éste el problema de la existencia o no de un principio unificador de las multiplicidades culturales. Según Francesco Botturi, no es distinto del principio tradicional del pluralismo cultural intersocietario, del cual se ha ocupado con insistencia la filosofía contemporánea y que, en las democracias europeas, obliga ahora a la confrontación con figuras culturales externas a la tradición occidental[32].
La cuestión de un principio que unifique la multiplicidad cultural no se resuelve a la manera de los neoliberales y de los neocomunitarios. Es menester superar los extremismos tanto del universalismo apriorístico y abstracto, como del contextualismo. Emblemáticos de tales soluciones insatisfactorias son los intentos de John Rawls y de Alasdair MacIntyre[33].
El problema del multiculturalismo, como problema de la convivencia de diversos componentes étnicos y culturales, puede ser afrontado y puede encontrar justificación razonable en una prospectiva de comunicación mínima como punto de partida, sólo si se reconoce presente y operativa en toda tradición la búsqueda dela verdad y del bien. Solamente así reunidas y unificadas son posibles la comunicación y la valorización de las tradiciones y de las legítimas diferencias, entendiéndolas como riqueza expresiva del universal humano concreto que es único, aun diferenciándose por aspectos étnicos, religiosos. En resumen, existe un principio unificador de las multiplicidades culturales, porque existe en toda tradición una naturaleza común que las abre desde dentro a la comunicación recíproca y a compartir los valores.
La posibilidad radical de la comunicación entre las personas y culturas no puede ser reconocida procediendo con un método filosófico de estampa idealista que busca, como desde el exterior, puntos de contacto entre realidades radicalmente inconmensurables. Una comunicación real y fructuosa no es posible sobre la base de un mínimo común denominador unificador, neutral y extrínseco a todas las tradiciones, quizá establecido desde el puno de vista de un espectador imparcial, sino gracias a un elemento común que habita las estructuras en su germinal apertura recíproca. Se da la posibilidad de la comunicación desde el principio o no se da en ningún caso. Esto puede ser reconocido y comprendido sólo gracias a un método realístico y crítico, que diversos pensadores han puesto como alma de su filosofía, para el cual hay conmensurabilidad y, por tanto, posibilidad de comunicación entre diversas culturas y concepciones del bien, en cuanto son expresión de una búsqueda de la verdad que une a todos. Tiene sentido comprometerse en una comparación razonable entre diversas culturas si, mediante discusión y argumentación, se mira a una verdad conocible por todos, que es tal en razón de la natural capacidad de cada uno de acceder a la verdad y al bien, a Dios. De otra manera, queda solo la alternativa de la incomunicabilidad radical entre las tradiciones y las visiones de bien, con la consecuencia de que toda comunicación social y todo diálogo público, indispensable para la convivencia democrática de cada pueblo, permanezcan cerrados o fuertemente afectados.
8. Conciencia de los pueblos y derechos del ser humano
Como se ha ya enfatizado, aunque sea indirectamente, el elemento sustancial y específico de la democracia es dado por el reconocimiento de los derechos de la persona humana. Ellos constituyen una plataforma universal a la que apelan todos los pueblos y todas las familias culturales.
También la DSI ha afirmado en repetidas ocasiones que ellos deben ser considerados como directrices de realización del bien común nacional y mundial. Sin embargo, en nuestros días debemos advertir que a su universalización y a su estabilidad en las conciencias de los pueblos se interponen numerosos obstáculos que terminan por poner en riesgo la sustancia ética y la solidez de los ordenamientos jurídicos, fundamento de la democracia (cf CA 47)[34]. Las conciencias de los pueblos, lugar epifánico de los derechos y de los deberes, no parecen constantes en percibirlos como tales y, por ello, han sido irregulares en el garantizar su absolutez e incontrovertibilidad.
Entonces, en vista de una democracia más plena no se trata sólo de tutelar y promover todos los derechos en cuanto son interdependientes e indivisibles. Sino que es necesario asumirlos en las conciencias y especificarlos en el orden jurídico como manifestación de la vida moral de los ciudadanos, que aspiran a la realización humana en Dios. Por ello es menester hacer hincapié sobre la dimensión suprahistórica de la conciencia.
Entre las dificultades que se encuentran se pueden enumerar:
Son éstas algunas de las causas que impiden a las conciencias de los pueblos mantener una relación estable con los derechos de cada ser humano. Es menester educar la conciencia de los pueblos, no únicamente para discernir el verdadero bien del ser humano y las exigencias morales para realizarlo en orden a la felicidad personal y a la convivencia social ordenada y pacífica, sino también a convertirse en conciencia recta y estable porque, a causa de la maldad y de la debilidad humana, ella es capaz de traicionar o de borrar incluso los derechos de los ordenamientos jurídicos. Es necesario educar las conciencias mediante prácticas de vida virtuosa, haciendo crecer a las personas en instituciones, organizaciones, asociaciones, empresas donde es permitido experimentar la propia dimensión de trascendencia, tanto horizontal como vertical.
Mediante la educación de la conciencia hacia la rectitud, los seres humanos son anclados más sólidamente en una cuestión moral común. Buscan y encuentran con más facilidad, según la verdad y la justicia, las soluciones a los numerosos problemas, que convocan a la ciudadanía a emitir juicios puntuales acerca del bien humano, lo justo y lo injusto, el derecho y el arbitrio.
Si la educación en los diversos espacios por excelencia, la obra de la ley moral es blanda o carente, las conciencias no aprenden a reconocer ágilmente su dictamen y quedan en alto grado expuestas al arbitrio, con la consiguiente pérdida de la verdad y, por consiguiente, de la libertad. Dicho de otra manera, la rectitud de los ciudadanos es fruto, en particular, de la educación en las grandes virtudes cardinales. Éstas perfeccionan las facultades intelectivas y prácticas, como también las conciencias de los ciudadanos, tendiendo con más firmeza y perseverancia a la verdad, al bien, a Dios, son puestas en condiciones de no caer en la dramática confusión entre el bien y el mal, sancionando como derecho lo que es delito.
Pero aquí, en particular queremos sostener que la afirmación universal de los derechos del ser humano, en nuestros tiempos es indispensable, además de la educación de la conciencia de los pueblos, la búsqueda de su fundamento metapositivo y racional, junto con la laicidad del Estado. Desgraciadamente, en una situación de pluralismo cultural con frecuencia extendido y, por ello, con la imposibilidad práctica de una convergencia mínima, se dice que uno debería contentarse con verificar los derechos así como son percibidos por el ethos popular vigente, con frecuencia desenfocado o manipulado por los medios de comunicación social.
Esta posición no permite establecer un examen crítico acerca de la rectitud de la conciencia popular y expone a la exploración del simple dato histórico. En esta línea se colocan el americano Richard Rorty y los italianos Gianni Vattimo y Norberto Bobbio, muerto en 2004, el cual pensaba que la búsqueda de un fundamento indiscutible para los derechos era una empresa desesperada. Sin embargo, sin un tal fundamento los derechos no serían incontestables, sino momentos pasajeros de la conciencia histórica. No se podría proceder a distinguir los derechos verdaderos de los falsos.
De este modo se está ante una encrucijada. O se admite que los derechos son controvertibles y por tanto mudables, o se procede a la búsqueda de un fundamento incontrovertible para las normas morales y para los derechos.
Como enseñan la DSI y el mismo Tomás de Aquino, el fundamento incontrovertible de la ley moral y de los derechos hay que buscarlo en el ser humano en cuanto capax −no se trata sólo de capacidad intelectual, sino también moral, sobre la base de la libertad y de la responsabilidad…− veri, boni et Dei.
Se puede pensar que todas las culturas, a pesar de su diversidad, aceptan universalmente los derechos y los hacen remontar a un fundamento objetivo, cuando se reconocen partícipes de una búsqueda común del verdadero bien humano, búsqueda que puede alcanzar la ley moral, la cual está sembrada por Dios en las conciencias. Es en la capacidad humana de perseguir la búsqueda del bien, de reconocerlo, de adherir a él libremente orientándose hacia Dios, donde se encuentra el fundamento de la inviolabilidad de la dignidad de la persona y de sus derechos. Tal fundamento, entre otras cosas, ofrece la razón de la benevolencia y del respeto del otro, de la colaboración en empresas comunes, de la inviolabilidad de las normas de la justicia, que deben permitir a cada uno la búsqueda de los bienes necesarios, comprendido el Bien sumo, Dios.
Con esta premisa, he aquí algunos puntos fundamentales para la educación de la conciencia de los pueblos:
9. La función correctora de la religión, o bien la recuperación de una razón práctica integral, abierta a la Trascendencia
Para Benedicto XVI, las normas necesarias a la vida recta de los gobiernos democráticos son de por sí formulables con las simples fuerzas de la razón, sin que deban ser involucrados los contenidos de la revelación. Y esto, porque la razón del ser humano ha sido creada por Dios con una capacidad semejante, que por eso es innata. Siempre según el pontífice, la religión, que no tiene el cometido de proporcionar a los gobiernos las mencionadas normas o de dar soluciones políticas concretas, pero tiene una propia función específica, de ayudar a la razón, purificándola e iluminándola en el descubrimiento y en la formulación correcta de los principios morales objetivos[35]. Se trata de un papel auxiliar, «corrector», que presupone la previa capacidad de conocer la verdad y el bien por parte de la razón. La religión, por tanto, sostiene la razón para que supere su fragilidad y ofuscamientos momentáneos o contingentes.
La CIV, en particular, nos ha hecho y nos hace comprender cómo la religión o, mejor dicho, cómo una reflexión teológica adecuada sobre la experiencia religiosa puede concretamente ayudar tanto a la razón a ser sí misma, como a poner la democracia al servicio del desarrollo integral del ser humano.
Permaneciendo en la Caridad y en la Verdad de Cristo, el telos humano se ha hecho accesible a todos[36]. En él, la capacidad innata de verdad, de bien y de Dios, presente en toda persona −con independencia de la raza, de la cultura de la misma opción religiosa− es reforzada, curada de su debilidad. Viviendo en Cristo una existencia de plena comunión con Dios, toda persona es en mayor medida estabilizada en su relación con la Suma Verdad y el Sumo Bien, sobre cuya base se estructura el propio telos normativo, como conjunto de bienes ordenados entre ellos por el amor a Dios. Gracias a un telos humano, hecho por Cristo Jesús más gozoso en el plano universal y más cierto, gracias a la recuperación de la moral natural que consiste justamente en el ordenar y regular el deseo humano en vista del telos personal y común, aumenta la motivación −motus ad actionem− a la benevolencia recíproca, a la fraternidad, a la colaboración en adquisición del bien común. Los propios deseos e intereses no prevalecen, pero son guiados y regulados según las exigencias del bien universal. El desarrollo social es perseguido como conjunto de condiciones que favorecen la plenitud del ser humano
La recuperación del telos humano en el orden moral, para Benedicto XVI, es especialmente decisivo en el repensar el desarrollo social, en toda la complejidad de sus articulaciones y especificaciones. Y ello, básicamente, porque favorece la superación de aquellas dicotomías éticas de la modernidad que estructuran y desemantizan el desarrollo tanto integral como social. Con el restablecimiento de un telos normativo, la conducta de los ciudadanos es pensada y actuada como un todo interdependiente, en el que no se dan separaciones o contraposiciones entre los bienes, entre ética y verdad, entre ética personal y ética pública, entre ética de la vida y ética social, entre ética y finanza, entre trabajo y riqueza, entre ética y mercado, entre ética y técnica, entre ética ambiental y ecología humana, entre fraternidad y justicia social.
Para el desarrollo integral y social, la CIV postula una ética de primera persona, es decir, pensada sobre el fundamento de la intrínseca capacidad de todo sujeto humano de tender al bien perfecto, a Dios. Y esto, al contrario de cuanto sucede últimamente en las éticas seculares, éticas de tercera persona, escépticas acerca del conocimiento de la verdad, del bien y de Dios, que no conducen a la colaboración según la justicia entre individuos que no raramente se creen libres para perseguir cualquier fin. Ni tampoco conducen a un buen estado de cosas, porque optimizan el lucro medio de la sociedad, dejando de lado a los ciudadanos más débiles, incapaces de diálogo o de contratación.
En conclusión, la religión o, mejor, una reflexión crítica sobre la experiencia religiosa, ayudan a recuperar una razón práctica integral, en cuanto la colocan en un amplio contexto de vida y de saberes que, mientras relativizan su pretensión de ser la única fuente de las normas, la refuerzan, indicando la dimensión metasociológica y metahistórica, que superando lo fenoménico −sin negarlo, por otra parte− les permite formular el telos humano, o sea un conjunto de bienes ordenado sobre la base del metro de medida que es el Sumo Bien.
10. La función purificadora de la razón en relación de las distorsiones de la religión
La religión no siempre es disponible para ejercer un ministerio de purificación de la razón. Esto sucede, recuerda Benedicto XVI, cuando la religión padece distorsiones a causa del sectarismo y del fundamentalismo. La religión, entonces, antes que ser «recurso» para la sociedad y para la democracia, se convierte en un problema que hay que resolver. ¿Cómo purificar la experiencia religiosa de racionalismos deletéreos para ella y para la sociedad? Como el pontífice ha enseñado en la CIV, esto es posible únicamente sobre la base de un juicio ético que se estructura gracias a una razón no aprisionada en lo empírico, sino abierta a la integralidad de la verdad y al Trascendente.
Una racionalidad de este tipo subsiste y se ejerce solamente dentro de un discernimiento basado y centrado en la caridad y en la verdad (cf CIV n. 55). La experiencia cognoscitiva, propia de la caridad en la verdad, hace emerger de su seno el criterio «todo el ser humano y todos los seres humanos», que permite juzgar y purificar todas las religiones, estructurándolas coherentemente en su esencia.
11 Conclusión: una laicidad positiva; las religiones, recurso y fuerza de la democracia
La resemantización de la laicidad de un Estado democrático presupone una sustancial confianza en la persona humana, en su razón, capaz de conocer la verdad y el bien, pero que también es falible, en la conciencia moral.
Frente al fenómeno moderno y posmoderno de la desemantización progresiva de la laicidad, a causa de la consolidación de una cultura cada vez más secularizada que penetra en el secularismo, resulta indispensable, como ha sido pedido repetidas veces por Benedicto XVI, un compromiso pluriarticulado dirigido al redescubrimiento de una razón integral y a la difusión de un ethos abierto a la Trascendencia así como a la realización de una nueva evangelización. Ésta parece esencial no sólo en orden al anuncio primario de Cristo Salvador en una sociedad multiétnica y multireligiosa, sino también para la liberación y la humanización de las culturas y de los ethos, que sirven de fundamento a los ordenamientos jurídicos y de la laicidad del Estado democrático.
El Estado laico de derecho, frente al primado de la persona y de la sociedad civil, no puede considerarse fuente de la verdad y de la moral en base a una doctrina propia o ideología. Él, como ya hemos afirmado, recibe del exterior, de la sociedad civil pluralista y armónicamente convergente, la indispensable medida de conocimiento y de verdad acerca del bien del ser humano y de los grupos. El intento actual de apartar la religión de la esfera pública, mientras por un lado promete una y otra vez hacer más vivible y pacífica la vida democrática, por el otro provoca su debilitamiento, porque le roba la linfa vital.
En efecto, una sana democracia tiene necesidad de reconocer las creencias personales y su pertenencia comunitaria. No le puede bastar ni una «religión civil», reconocida sólo sobre la base de un mero consenso social −una «religión» así se funda sobre bases morales frágiles y mudables como las modas− ni una religión encerrada en lo privado, es decir, concebida como opción subjetiva, irracional, y por ello irrelevante o incluso dañina para la vida social. Ni tampoco le ayuda una religión que mortifique la dignidad de las personas y su realización humana según una trascendencia horizontal y vertical.
La dimensión religiosa de la persona no se exilia de la universalidad de la razón, a lo sumo la trasciende, sin contradecirla. La fe de los ciudadanos, como las correspondientes comunidades religiosas que la educan, alimentan aquel «capital social» −hecho de racionalidades estables, de estilos de vida, de valores compartidos, de amistad civil, de fraternidad− de los cuales ninguna democracia puede prescindir, si no quiere reducirse a pura administración conflictiva de intereses dispares.
Si esto es verdad, las democracias deben cultivar hacia las religiones una actitud de apertura no pasiva sino activa, en el sentido de que deben reconocer y promover, por lo que concierne a su competencia, el espacio público −bien distinto de la institución estatal y presente en la misma sociedad civil− donde se forman aquellas familias espirituales y culturales, aquel ethos que las vivifica especialmente en la edificación plural y convergente del bien común. El Estado, como aparato, como conjunto de procedimientos, garantizará consiguientemente a las creencias personales y a las comunidades religiosas la posibilidad de ofrecer su propuesta de vida buena, regulándolas en la libre comparación democrática, pública y múltiple[37].
La verdadera tolerancia se funda sobre la libertad religiosa y no sobre el rechazo de las religiones. La laicidad del Estado no quiere decir neutralidad frente a las diversas religiones. Significa, por el contrario, acogida y, a la par, imparcialidad, o sea reconocimiento sin injustos privilegios para ninguna.
Mons. Mario Toso, SDB
Secretario general del Pontificio Consejo ‘Justicia y Paz’
[2] Cf R. Dahrendorf, Dopo la democrazia. Entrevista curada por Antonio Polito, Laterza, Roma-Bari 2001, p. 4 y p. 71.
[3] Cf sobre este argumento, ver U. Allegretti, Diritti e Stato nella mondializzazione, Città Aperta, Troina (EN) 2002.
[4] El populismo es un concepto del cual hoy se hace amplio uso, tanto en la literatura especializada como en el lenguaje común. Un análisis de sus significados y de sus más relevantes manifestaciones, para una definición y la consideración de su relación con la democracia véase P. Taggart, Populism, Open University Press, Buckingham 2000, trad. it.: Il populismo, Città aperta, Troina (EN) 2002. Completa el volumen la postfación La sfida populista e il caso italiano (pp. 207-221) de Massimo Crosti, que afronta los nudos teóricos del populismo en relación a la situación italiana y europea.
[5] Cf D. FISICHELLA, Critica di destra alla democrazia, ovvero le ragioni del torto, Costantino Marco Editore, Lungro di Cosenza (CS) 2002, pp. 5-6; véase además del mismo Autor, Denaro e democrazia. Dall’antica Grecia all’economia globale, Il Mulino, Bolonia 2000, en particular las pp. 129-160.
[6] Cf Intervención de la Santa Sede en Tirana (21 de mayo de 2013): defender los derechos de los cristianos y de los miembros de otras religiones en la zona de la OSCE contra la discriminación, en «L’Osservatore Romano» (miércoles 29 de mayo de 2013), p. 2.
[7] El 18 de julio de 2013, luego de una breve lectura en la Camera de Lords, el Marriage (Same Sex Couples) Bill ha obtenido la aprobación de la Reina. Por lo tanto, los primeros «matrimonios» podrán ser celebrados a partir del año 2014.
[8] Cf La divergencia entre el derecho y la sociedad, en «L’Osservatore Romano» (viernes 19 de julio de 2013), p. 7. La cuestión, para la Iglesia católica, pero también para otras comunidades está estrechamente vinculada con aquella otras más generales de la libertad religiosa. Así, la aplicación futura de la nueva ley podría entrar en conflicto con la tradicional enseñanza religiosa al interno de las escuelas. Existe, en sustancia, el riesgo de que las indicaciones que serán dadas por el ministerio competente sobre la educación sexual en las escuelas entren en conflicto con la enseñanza de la religión católica. Las escuelas católicas podrían ser obligadas a promover y apoyar los matrimonios homosexuales. Además, existe el peligro de que los católicos, así como otros ciudadanos, sean discriminados si en su lugar de trabajo expresaran un parecer contrario. Las garantías ofrecidas por el actual Gobierno a fin de que ninguna persona pueda sufrir un daño o un trato desfavorable en el caso de que retenga que el matrimonio sea sólo aquel realizado entre un varón y una mujer, desafortunadamente pueden mutar una vez que haya un Gobierno diverso.
[9] Cf BENEDICTO XVI, Carta encíclica Caritas in veritate (29.06.09), Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2009, n. 24 (= CIV).
[10] Un caso que ha provocado discusión repecto de la competencia del Estado para interferir en la libertad de conciencia de los individuos y los grupos, es el de la obligación impuesta, mediante un mandato federal, por parte de la administración Obama a la Iglesia católica de los Estados Unidos, de ofrecer a los propios dependientes cobertura sanitaria para métodos contraceptivos y para prácticas abortivas. Forzando así a sostener prácticas de birth control contra la propia conciencia incluso a aquellos que las consideran contrarias a la ética coherente con la propia fe. No se trata de un mero problema de derecho asegurativo. Se trata de un gravísimo problema conexo con el derecho a la libertad religiosa, en el sentido más amplio del término, y además también con la misión universal de la Iglesia. Para estar exentos de esta medida, los entes católicos deberían limitarse a la evangelización y a prestar sus servicios solo a personas que profesan la fe católica. Lo cual contradice la misma misión universal de la Iglesia que, por voluntad de su Fundador, está al servicio de todo ser humano y de todo el ser humano, independientemente del credo de pertenencia. En definitiva, se trata de una coartación por parte de un gobierno, que pretende establecer cual debe ser la misión de una comunidad religiosa.
[11] Cf R. PETRELLA, Il bene comune. Elogio della solidarietà, Diabasis, Reggio Emilia 1997, p. 75.
[12] En referencia a este prejuicio léase la respuesta de S. ZAMAGNI, DSC, welfare e crescita, en «La Società» 1 (2013), pp. 36-43.
[13] A este respecto véase el ya citado R. PETRELLA, Il bene comune. Elogio della solidarietà, p. 75.
[14] Cf Z. BAUMAN, Vite di scarto, Laterza, Roma- Bari 2005, p. 115.
[15] Ib., pp. 84-85.
[16] Cf ID., Fiducia e paura nella città, Mondadori, Milán 2005, pp. 74-75.
[17] Cf J. M. Bergoglio, Noi come cittadini, noi come popolo, presentación de M. Toso, Librería Editrice Vaticana-Jaca Book, Ciudad del Vaticano-Milán 2013, p. 31.
[18] Cf ib., p. 53.
[19] F. Occhetta, La crisi della democrazia?, en «La Civiltà Cattolica», II (6 de abril de 2013), pp. 63-64.
[20] Cf J. M. Bergoglio, Noi come cittadini, noi come popolo, p. 29.
[21] Cf ib., p. 32.
[22] Cf ib., p. 43.
[23] Cf ib., p. 92.
[24] Sobre los conceptos de verdadera soberanía y universalidad de la autoridad, véase ib .pp. 96-98.
[25] Cf Juan XXIII, Carta encíclica Pacem in terris, n. 21, en AAS 55 (1963) 254-304 (= PT).
[26] Respecto al directismo comtemporáneo, véase M. Calise, Il partito personale, Laterza, Roma-Bari 2000, pp. 22-28.
[27] Cf J. Rawls, A Theory of Justice, The Belknap Press of The Harvard University Press, Cambridge 1971, tr. it.: Una teoria della giustizia, S. Maffettone [ed.], Feltrinelli, Milán 19832.
[28] Cf Id., Political liberalism, Columbia University Press, New York 1933, tr. it.: Liberalismo politico, Comunità, Milán 1994.
[29] Cf P. Rosanvallon, La crise de l’État-providence, Seuil, París 1981, tr. it.: Lo Stato provvidenza tra liberalismo e socialismo, Armando, Roma 1984, pp. 86-94.
[30] Cf A. Sen, Globalizzazione e libertà, Mondadori, Milán 2002, en particular las pp. 22-49.
[31] A este respecto véase P. Pavan, La democrazia e le sue ragioni, Studium, Roma 2003, pp. 171-179.
[32] Cf F. Botturi, Pluralismo culturale e unità politica nella globalizzazione postmoderna, en AA.VV., Per un dialogo interculturale, V. Cesareo [ed.], Vita e Pensiero, Milán 2001, pp. 13-26.
[33] A este respecto nos permitimos reenviar al texto de M. Toso, Democrazia e libertà. Laicità oltre il neoilluminismo postmoderno, LAS, Roma 2005, pp. 71-74.
[34] Cf JUAN PABLO II, Centesimus annus (=CA), Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1991.
[35] Cf BENEDICTO XVI, Discurso en el Westminster Hall, en Una nuova cultura per un nuovo umanesimo. I grandi discorsi di Benedetto XVI, L. LEUZZI (ed.), Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2011, pp- 127-133.
[36] La vida en comunión con Cristo, con Su modo de pensar y de amar, acrecienta en su potencialidades humanas las capacidades cognoscitivas y volitivas de las personas, así como las correspectivas virtudes. La experiencia de una existencia de comunión con la Caridad y la Verdad, introduce en un horizonte sapiencial que permite acceder, gracias a la transdisciplinariedad en él implícita, a esas síntesis culturales humanísticas que son indispensables para una visión no fragmentaria del desarrollo. La «caridad en la verdad» consiente el acceder a un contexto de sentido que, superándolos y concretizándolos, comprende muchos saberes, respetándolos en sus competencias específicas, armonizándolos en un todo interdisciplinar. En dicha síntesis, hecha de unidad y de distinción, las ciencias positivas se abren y se integran con las ciencias prescriptivas y metafísicas; la fe dialoga con la razón sin jamás prescindir de las conclusiones de esta y sin contradecir los resultados, más aún incluyéndolos. Dentro de un semejante vientre sapiencial, en el cual convergen saberes racionales y supraracionales −éstos últimos revelados, no irracionales, más precisamente supraracionales−, los conocimientos humanos, insuficientes para indicar por si solos la vía hacia el desarrollo integral del ser humano, son llamados a ampliarse y a ir aun más allá de sí mismos. Ya que parte del punto de vista confesional de la Revelación, la prospectiva de la «caridad en la verdad» podría aparecer como una limitación de campo en el enfoque de los problemas sociales, pero en realidad no es así. Sino que abre prospectivas teórico-praticas, un horizonte sapiencial vasto y comprensivo, al interno del cual la razón está salvaguardada, purificada y dilatada en sus diversas articulaciones. Las sectorialidades de los saberes son superadas en una síntesis cultural que valoriza los diversos tipos de racionalidad, sin anularlos, sino potenciándolos, por lo cual se puede y se debe colaborar también con el no creyente, siempre y cuando tenga en alta estima el destino de la humanidad y cultive con pasión y honestidad la propia persona y la propia profesión.
[37] Cf A. Scola, Una nuova laicità, Marsilio, Padua 2007, pp. 44-45.
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