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Este artículo trata de la relación entre fe y razón en el pensamiento de Benedicto XVI. Ratzinger enfatiza el contenido intelectual de la fe y subraya el valor decisivo que en el cristianismo tiene su pretensión de verdad y su pronta alianza con la filosofía. El cristianismo no es un moralismo ni un ritualismo
La noción de circularidad aparece en la encíclica Fides et Ratio del Papa Juan Pablo II. Viene referida a una mutualidad, o mutua contextualidad entre la fe y la razón a título de que ambas son formas humanas de conocimiento, y de que una es el contexto de la otra. En ese sentido puede decirse que se exigen mutuamente: hay una convergencia fundamental entre ellas. Se establece una especie de círculo hermenéutico en virtud del cual la razón necesita ser leída desde la fe, y la fe desde la razón.
Es un modo interesante y original de plantear el viejo asunto de las relaciones entre fe y razón, tema que ha tenido un amplio desarrollo a lo largo de la historia cristiana, ya desde sus mismos comienzos. Algunas de las variaciones más elaboradas de este tema las encontramos en Agustín de Hipona y en Tomás de Aquino. Probablemente secundando una sugerencia de su predecesor el papa León XIII, tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI, cada uno a su manera, han repensado las propuestas del Aquinatense en el contexto de la cultura contemporánea, y las han reformulado de manera inteligente y equilibrada.
1. La encíclica ‘Fides et ratio’
Uno de los aspectos más destacables de este texto de Juan Pablo ii es la superación parcial de una antigua concepción de la Filosofía que la veía como sierva de la Teología (ancilla theologiae). Puede parecer algo extraño que un texto magisterial dedicado al papel del saber filosófico en la búsqueda racional de Dios margine aquella vieja concepción “ancilar” que lo situaba, principalmente, en la tarea de argüir la credibilidad de la fe católica y defenderla frente a quienes la impugnan. Personalmente entiendo −y creo no discrepar del planteamiento de fondo de la encíclica− que se trata de funciones beneméritas de la Filosofía, plenamente conciliables con la honradez de quienes la cultivan desde la situación intelectual y vital de la fe cristiana. Aún más, no me es fácil ver que para un creyente cristiano que se dedica a la Filosofía, pueda ésta tener una función más noble que la de suministrar elementos para hacer visible la racionalidad de la fe y argumentos para hacer su apología contra las tesis que se le oponen.
Tomás de Aquino piensa que para quien está convencido de la verdad del cristianismo no es posible exponerla sin impugnar las filosofías que la combaten, i.e. sin señalarlas como erróneas y denunciar sus errores. Aunque no las comparto, comprendo las razones de quienes avalan el planteamiento −que se ha abierto camino en el discurso teológico reciente− de suplantar la Apologética por la Teología Fundamental. Me parece muy necesaria una teología de los fundamentos racionales de la fe, que elabore y exponga positivamente los argumentos de credibilidad y credentidad cristiana, y entiendo las razones por las que muchos piensan que esto puede hacerse subrayando positivamente la profunda luz que la fe suministra a la razón y la manera en que sale al paso de las principales inquietudes intelectuales del ser humano[1]. Entiendo igualmente que ese trabajo puede desarrollarse sin hacer un énfasis especial en la falsedad de los argumentos contrarios a la fe, y que ese modo de obrar −que obedece a criterios más retóricos que dialécticos− parece congruente con el estilo del discurso que, tanto en la teología como en la predicación y la catequesis, ha inaugurado el Concilio Vaticano II. En efecto, por primera vez en la historia de los concilios ecuménicos −y, tal como lo entienden muchos, precisamente por razones “ecuménicas”− el Vaticano II renunció a pronunciar anatemas. Pero eso no obsta el hecho, completamente primario, de que quien piensa que una proposición es verdadera, entiende al mismo tiempo que su contraria es falsa, o al menos no puede ser tan verdadera. Este pensamiento no es consecuencia de afán inquisitorial alguno, sino de una exigencia elemental de la lógica binaria[2].
En todo caso la encíclica lo que más destaca es la congruencia de la fe y la razón precisamente como modos de conocimiento y, en cuanto tales, como capaces de verdad. Aunque fe y razón son dos fuentes distintas de conocimiento, junto a la experiencia están llamadas a converger en el conocimiento humano de la verdad[3].
El constitutivo esencial de la Filosofía es la búsqueda de la verdad en la forma de un deseo exigente de alcanzarla, tanto en amplitud como en profundidad. La sabiduría a la que el ser humano por naturaleza aspira −saberlo todo de todo, en intensidad y extensión− nunca la logra en plenitud: aspiramos a ser sabios pero nos quedamos en “filó-sofos”, digamos, en aspirantes. Si bien a esa plenitud del saber efectivamente aspiramos, siempre nos quedamos cortos. La seña de identidad de la Filosofía es esa especie de desazón en quienes la cultivan, que les hace conscientes de que es siempre más lo que nos queda por saber que lo que ya sabemos, por mucho que sea y por afortunada que pueda ser nuestra capacidad intelectual: el auténtico “saber” filosófico consiste en aprender a echar de menos.
Ahora bien, quien efectivamente busca la verdad no se conforma sólo con buscarla; lo que en efecto quiere es encontrar lo que busca. La búsqueda no se justifica por ella misma, sino por el hallazgo al que da lugar, por modesto que sea. No busca verdaderamente quien no quiere encontrar lo que busca, a saber, la verdad, por mucho que en plenitud nunca la hallemos. A su vez, sólo puede considerarse hallazgo intelectual un conocimiento verdadero. De acuerdo con esto, quien verdaderamente busca está abierto a la verdad, venga por donde venga, es decir, no sólo a aquella que encuentra como resultado de su búsqueda o investigación, sino también la que le sale al paso inopinadamente.
En consecuencia, si lo propio de la Filosofía es buscar la verdad en esa forma de peculiar exigencia −por su envergadura y alcance− que le es característica, para nada colisiona, sino que más bien converge con la fe. Y lo que hace Juan Pablo II en esa encíclica es precisamente animar al gremio filosófico a que busque en serio, con la total seguridad de que “quien busca halla”, tarde o temprano, más o menos.
Fe y razón mantienen una relación de circularidad que no consiste sólo en la mutua colaboración o sinergia entre ambas, sino también en que ambas se reclaman mutuamente. Agustín de Hipona formuló el famoso aforismo Credo ut intelligam, intelligo ut credam, que libremente podríamos traducir: Creo para entender mejor, y pienso para poder creer más y mejor. La fe cristiana siempre ha supuesto una invitación a la inteligencia para que vaya más arriba y más a fondo. Por su parte, la vivencia de San Justino es la de quien se convierte al cristianismo precisamente porque ha encontrado ahí la “verdadera filosofía” (vera philosophia). De igual modo tantas conversiones evidencian −de acuerdo con el testimonio de muchos misioneros y evangelizadores− que en la fe cristiana encuentran las gentes lo que sin saberlo iban buscando. En la medida en que el ser humano no puede vivir sin verdad, hay en él una especie de nostalgia irreprimible de Dios que lleva a Tertuliano a afirmar que todo hombre es “naturalmente cristiano” (homo naturaliter christianus).
Tiene sentido invitar al filósofo a que busque la verdad, y a que la busque “de verdad”, pues es vulnerable a una tentación humana que nos es común a todos y que estriba en un querer buscar pero sin querer encontrar lo que teóricamente se busca. Aunque resulte paradójico, es posible tener esa actitud, algo contradictoria, de querer acomodarse a un pathos de búsqueda del que no se quiere salir. Algo de esto queda aludido por la expresión “mirar hacia otro lado”, empleada frecuentemente para referirse a lo que los sabios de la antigüedad, con más precisión, describían diciendo que los humanos estamos expuestos al peligro de considerar falso, o al menos dudoso, lo que no queremos que sea verdad. Si no lo amamos, si no queremos hallarlo, puede sucedernos lo que expuso Dante con maestría en La divina comedia: “Un mal amor me hizo ver recto el camino torcido”. Toda búsqueda intelectual honrada supone un riesgo, que sin duda hay que asumir. En efecto, exponerse a la verdad −i.e. buscarla en serio− implica correr el riesgo de encontrar algo que comprometa. Y no hay ninguna verdad que en último término no pida algo a quien la halla; lo primero que pide, naturalmente, es reconocerla, pero luego suele pedir algo más.
2. Vías humanas de conocimiento: experiencia, razón y fe
Cuando se habla de “diálogo entre fe y razón” se está haciendo una metáfora. En sentido estricto no se puede decir que la fe y la razón dialoguen, por aquello de que las acciones son de los sujetos, no de sus facultades o potencias activas (actiones sunt suppositorum). Quienes dialogan son las personas, y lo hacen sobre la base de lo que conocen.
El ser humano puede saber cosas básicamente a través de tres vías: la experiencia, la razón y la fe. Lo propio de la experiencia es la inmediatez, el contacto directo con algo. La razón, en cambio, discurre mediatamente −i.e. alcanza su objeto a través de un camino que ha de recorrer− desde verdades más próximas a nosotros hasta otras más remotas. Podemos saber cosas, por ejemplo, a través de un razonamiento científico. En resumen, algo se nos puede dar cognoscitivamente de estas dos formas fundamentales: que se nos muestre o que se nos demuestre. Pero también podemos saber algo por una tercera vía consistente en creérnoslo: alguien que tiene crédito para nosotros nos dice algo y razonablemente nos fiamos de lo que nos dice. Probablemente más del 90% de lo que sabemos lo sabemos de esta manera, por fe.
Todo lo que sabemos de historia lo sabemos por fe, siendo así que la historia es ciencia, y por tanto tiene que usar la razón. Pero ¿cuál es la forma de la racionalidad histórica? ¿Qué es lo que demuestra un historiador? Pues la credibilidad de un testimonio: que lo que ha dicho un supuesto testigo −o alguien próximo a él− es creíble. El historiador coteja los diversos testimonios sobre un mismo evento a través del estudio de la documentación que le es accesible, cruza los datos que comparecen en ese análisis, pondera el respectivo valor de las fuentes. Para ello se vale de disciplinas auxiliares: estudio filológico de los documentos que narran los sucesos, examen paleográfico de su antigüedad, etc. Pero el resultado de toda indagación histórica sólo puede ser confirmar o desmentir la credibilidad de los testigos y la fiabilidad de sus testimonios. Sé que existió Platón, y que escribió el Menón, ante todo porque me lo creo. No tuve el gusto de conocerle personalmente, ni tampoco a ninguno de sus escribanos. No he visto sus manuscritos, ni siquiera las copias más antiguas que se conservan, pero estoy razonablemente seguro de que lo escribió Platón. O de que hubo un señor llamado Alejandro Magno y que hizo lo que sé que hizo, o Hitler o el Che Guevara. (De estos últimos caballeros he visto fotos e imágenes documentales, pero nadie me ha demostrado que no estaban trucadas, y si uno adopta una pose escéptica, la tecnología icónica hoy es capaz de hacer trucos de maravilla). En fin, de toda la historia lo único que conozco por experiencia es un sector mínimo de ella, lo que ha ocurrido en los últimos 53 años, y no todo, sino sólo aquellos acontecimientos en los que he tenido algo que ver o estuve presente, que son una porción infinitesimal: el resto de la historia, para mí, es objeto de fe[4].
Para la mayoría de los mortales casi todo lo que sabemos de Geografía lo sabemos por fe, incluso quienes han viajado mucho. En mi caso, la existencia de China es un dato de fe: nunca he estado allí, y tampoco nadie me ha demostrado la existencia de ese país. No dispongo de ninguna evidencia que me conduzca a la afirmación de su existencia excepto la evidente credibilidad de los autores de algunos atlas que he leído, o la de periodistas “acreditados” que me cuentan lo que allí pasa… Podríamos enumerar infinidad de ejemplos de cosas que sabemos, simplemente porque nos las creemos razonablemente, sin que sean propiamente conocimientos racionales. Entendemos, en fin, que resulta lógico dar crédito a quienes nos las cuentan. A la vista de esto, y por mucho que esta tesis haya sido defendida por algunos filósofos muy inteligentes, parece bastante irracional –y desde luego lo es– el planteamiento “racionalista” que entiende que sólo posee valor cognoscitivo lo que es resultado de una argumentación racional. Dicha tesis haría imposible vivir con normalidad. Toda vez que se deja fuera no sólo la experiencia, que es un sector muy importante del saber humano, sino la fuente principal por la que los seres racionales alcanzamos a saber, que es la fe, nada es más irracional que el racionalismo tomado en serio.
Lo más específico de la razón es que es capaz de verdad. Y lo propio de la razón filosófica −que es de la que se habla en la encíclica Fides et ratio− es la búsqueda de la verdad en una forma particularmente exigente que la distingue del discurso trivial. Ahora bien, aunque en tanto que facultad cognoscitiva la razón es capaz de verdad −pues sólo un conocimiento verdadero puede considerarse verdadero conocimiento, mientras que conocer lo falso más bien es desconocer−, en tanto que capacidad humana es falible, no es perfecta. Nunca es humanamente posible la verdad completa; ésta no se deja ver del todo desde una perspectiva limitada como la nuestra. De ahí que sea razonable que, en su infinito afán de verdad, la razón se abra también a lo que la supera. Esto hace comprensible que la razón necesite medirse, contrapesarse, contrastarse, incluso corregirse con las otras fuentes de conocimiento. Es tan humana la razón como la experiencia o la fe: todas ellas convergen precisamente en aquello que les es común como instrumentos de conocimiento, i.e. su tensión hacia la verdad. Una verdad que no por inasequible en plenitud para el ser humano resulta para él enteramente inalcanzable.
3. Ratzinger: El cristianismo apuesta decididamente por la filosofía
En una conferencia pronunciada en la Universidad de la Sorbona (27.XI.1999), el entonces cardenal Ratzinger se refirió a un retórico del siglo II a.C. a quien Agustín de Hipona consideraba “el más sabio de los romanos”, Marco Terencio Varrón. Este autor distinguía tres tipos de religión: la religión de los poetas, la religión política y la cosmológica. La primera tenía su lugar en el teatro, que en el mundo grecolatino poseía una función cultual. Luego está la religión de la polis, de la urbs. También la religión funge un importante papel como conectivo social; para que exista algo parecido a una configuración política, ciudadana, hace falta un espacio de creencias y valores comunes que suministren una fibra de cohesión[5]. Por último Varrón habla de la religión cosmológica o natural: es la religión de los filósofos, de los que no se preguntan por la utilidad de los dioses, sino por la verdad sobre ellos.
Ratzinger explica que, aparte de los elementos de contingencia histórica que pudieran darse en ese proceso, en el origen del cristianismo no es nada marginal el hecho de que desde el primer momento se alió con la “religión filosófica” −en definitiva, con la teología natural− precisamente en contra de la religión de los poetas y de la religión política[6].
Es cierto que la religión sale al paso de algunas necesidades humanas de orden cultural, socio-político o psicológico. Por ejemplo, el ser humano, sobre todo cuando le llega la edad de la discreción, vive la urgencia de armarse una cierta concepción del mundo que de coherencia a los acontecimientos y que suministre alguna representación sobre el sentido de la vida, de la presencia del mal en el mundo, la necesidad de salvación, etc. Todas las religiones tienen propuestas en ese plano del sentido. Por su parte, las cosmogonías y las teogonías −las explicaciones sobre el origen del mundo y de los dioses− juegan un importante papel en la estructuración de los modos de vivir y pensar en las civilizaciones más arcaicas. En último término, ninguna cultura puede prescindir del mito ni del rito. Pero de ninguna manera puede explicarse el cristianismo, al menos en lo más sustantivo que tiene, como un recurso psicológico para salir al paso de esas necesidades de sentido. Es más, quienes han intentado justificar el cristianismo en esa clave han fracasado rotundamente, o han tenido que mutilarlo en aspectos nada secundarios[7].
Por eso el aliado natural del cristianismo es la razón filosófica. Ratzinger ha reflexionado hondamente sobre esto. El mencionado discurso en La Sorbona es un eminente botón de muestra. Lo pronunció a título de miembro de la Academia Francesa, una de las instituciones culturales más prestigiosas de Europa. Pese a su tono académico, entra con limpieza in medias res, sin aditamentos, en un tema que se ve que le preocupa: La verdad del cristianismo. Ante todo, el discurso recoge un asunto que cruza transversalmente todo su itinerario intelectual, como puede percibirse tanto en sus escritos teológicos como en su magisterio pontifical. Desde la lección inaugural de su cátedra de Teología fundamental y dogmática en la Universidad de Bonn, en 1959, hasta su Lectio ultima en la Universidad de Regensburg (12.IX.2006), el tema de las relaciones entre fe y razón acompaña y penetra casi todos sus afanes. La lección de Bonn estuvo dedicada a “El Dios de la fe y el Dios de los filósofos”. En ella, el entonces joven teólogo se sitúa frente a Pascal, que contraponía el Dios de los sabios al Dios de Abraham, Isaac y Jacob, al Dios de las grandes religiones monoteístas. A su vez, el discurso de Regensburg tenía como título “Fe, razón y Universidad. Recuerdos y reflexiones”[8].
En este último el ya emérito Papa argumentó que la razón sin la fe se automutila, se queda paticorta e incapaz de dar satisfacción a las inquietudes fundamentales del espíritu humano[9]. Igualmente, una fe sin razón se halla expuesta al riesgo del fanatismo, el fundamentalismo y la violencia. (La sinrazón es la quintaesencia de la violencia; a ésta se aboca precisamente cuando se cancelan las razones, como puso de manifiesto Benedicto XVI con la famosa alusión a una conversación entre un persa culto y el sabio emperador bizantino Manuel II Paleólogo, alusión que, como es sabido, causó un gran escándalo en cierto sector del islamismo).
A este mismo argumento ya se había referido Ratzinger en una conversación con Jürgen Habermas en la Academia Católica Bávara (19.I.2004). El aún cardenal habló entonces −y en eso estuvieron plenamente de acuerdo ambos interlocutores− de la necesidad que razón y fe tienen de corregirse mutuamente y de mantener ambas una recíproca “vigilancia”. Por un lado, sin la vigilancia de la fe, la razón puede acabar deshumanizando profundamente al hombre y, por otro, la razón debe corregir a la fe para prevenir sus posibles formas morbosas. El cristianismo no es ningún morbo, pero hay formas morbosas de cristianismo, y en general de vivencia religiosa, y la más clara es la violencia.
Quizá sin llegar a actitudes violentas, el fideísmo es morboso porque desprecia la razón, y el ser humano es animal racional. Históricamente el cristianismo se ha mostrado vulnerable a ese riesgo. Lutero, por ejemplo, decía que la razón es la “prostituta del diablo”. Algunos cristianos han pensado que cualquier forma de teología filosófica es arrogante, pues pretende encerrar al Deus absconditus en categorías racionales… El cristianismo ha tenido que purificarse de eso, y quizá no lo ha logrado aún del todo[10]. En modo alguno esa actitud despectiva hace justicia al esfuerzo que hicieron los primeros evangelizadores, con San Pablo a la cabeza, para hacerse entender en un contexto cultural y filosóficamente exigente como lo era el del Asia menor del siglo I. En la Universidad de Regensburg el ahora Papa emérito hizo notar que no fue en absoluto casual −él considera, por el contrario, que fue providencial− que la primera misión cristiana hubiera de realizarse en el seno de la cultura helenista, estructurada por planteamientos estoicos y neoplatónicos que de ninguna manera eran triviales. Buena muestra de ello es el esfuerzo intelectual de los Padres Capadocios, de San Justino, Orígenes, San Agustín, etc. Los primeros doctores cristianos no excusaron los argumentos ni el rigor intelectual.
4. El cristianismo no es un moralismo
La motivación fundamental del cristianismo no es moral, ni siquiera cultual. Como en todas las religiones, hay elementos morales −hay una propuesta de vida, y a los seguidores de Cristo se les supone un comportamiento que intente secundar el de su Maestro−, y también hay elementos cultuales, ritos mediante los cuales los creyentes expresan y rinden el homenaje debido a Dios. Ahora bien, siendo muy importantes los aspectos morales y cultuales, lo más sustantivo del cristianismo es la fe, la convicción racional −razonada y razonable− de que en la historia ha ocurrido algo que lo cambia todo: el Verbo se ha hecho carne, ha habitado entre nosotros, nos ha dicho cosas y las ha rubricado con milagros, especialmente con el de su Resurrección. Y si eso es una verdad histórica −como afirman los cristianos− entonces las cosas no pueden seguir igual. Tal es la motivación esencial del cristianismo desde sus comienzos. Lo principal es que los cristianos nos fiamos de alguien que nos ha dicho algo, y lo ha certificado. Dios ha tomado una iniciativa absoluta de salir al encuentro del ser humano. Esto es lo decisivo: una peculiar invitación de Dios que inaugura una relación radicalmente nueva y transforma al hombre[11].
Es preciso insistir en la importancia de la cuestión moral. Quien ha leído en el Nuevo Testamento la Carta de Santiago ha encontrado allí la siguiente afirmación: una fe sin obras es una fe muerta (St 2, 17). Si bien el cristianismo no es un código moral, el credo cristiano pide traducirse en conducta. Cabe inducir a partir de las verdades que profesa el cristiano una serie de propuestas de vida. Pero el cristianismo es ilegible sin entender que tales conductas lo que hacen es rubricar algo que el cristiano sabe y algo que ha recibido, Palabra y salvación. En ese sentido se puede decir que la moral es algo secundario: no porque sea poco importante sino porque secunda a la fe[12].
La peculiar pretensión de verdad del cristianismo le otorga una singular autoconciencia de proceder no de una iniciativa humana de buscar a Dios, sino sobre todo de la iniciativa que ha tenido Dios de acercarse al hombre. Dicha singularidad del cristianismo no ha de entenderse en forma exclusiva y excluyente. No pretendo decir que ese elemento no esté presente y operante en las demás religiones: simplemente me parece que lo está menos. Como es natural, en la medida en que toda religión alberga una serie de creencias, los seguidores de ella creen que algo es verdad. No tendría sentido una creencia religiosa que se tuviera a sí misma como procedente tan sólo de la autosugestión. Quien cree, cree que algo es verdad, y en ese sentido toda creencia propone intelectualmente algo. De todos modos, resulta incomparable la autoconciencia del cristianismo respecto de las otras religiones en este punto; los cristianos creen en lo que creen no como el resultado de la benemérita iniciativa humana de buscar la relación del hombre con Dios, dando así una dimensión trascendente a su existencia terrena, sino que entienden que Dios se ha encarnado en Jesucristo, se ha dirigido al encuentro del hombre en la sublime forma de hacerse uno de nosotros. Se ha solidarizado con la humanidad asumiendo plenamente la condición humana excepto en aquello que es incompatible con su condición divina, i.e. el pecado. Y ha padecido, muerto, resucitado y ascendido al Cielo. El creyente cristiano ve en todo esto una manera elocuentísima de salir Dios al encuentro del hombre. Que el Verbo de Dios se haya hecho Palabra inteligible por el hombre, a través de todos esos acontecimientos, significa que, si eso es verdad, aquí ha pasado algo serio. El cristianismo se entiende a sí mismo en una forma tal que resulta incomparable a la inspiración divina de un profeta o de un sabio moral. Es Dios mismo quien ha hablado, y Dios no engaña.
Así se comprende que algunos teóricos de la Filosofía de la Religión y de la Teología de las religiones afirmen que el cristianismo no es, sensu strictissimo, una religión sino una Revelación (Guardini 1964, 17)[13]. Hay en él, naturalmente, elementos religiosos, pero su pretensión de verdad constituye una singularidad que lo hace inequiparable al resto de las religiones.
El Papa emérito ha reiterado que la fe es conocimiento, no sólo fiarse de alguien. Pero esto último es lo principal de la fe cristiana. Lo que enseña la Iglesia sobre la virtud teologal de la fe es que lo más esencial en ella es el elemento fiducial[14]. El fundamento formal por el que un cristiano cree lo que cree no es la inteligibilidad de lo que profesa en el credo, sino sobre todo la credibilidad de quien nos lo ha contado, Dios, que no puede engañarse ni engañarnos, como dicen las viejas fórmulas catequéticas. Es verdad: lo más formal de la virtud de la fe es fiarse de alguien, otorgarle esa fianza. Pero esa credibilidad también la otorgamos a alguien que nos dice algo a lo que asentimos (asensus). Además, ese alguien ha demostrado que está máximamente acreditado, de manera que otorgarle ese crédito resulta muy razonable.
Hay, por tanto, un elemento intelectual en la fe. Mediante ella sabemos algo, no sólo nos fiamos de alguien. Los principales indicios que hacen creíble lo que nos ha dicho son los milagros que realizó −justamente para provocar esa fe[15]−, las profecías que en él se cumplen −algunas con total exactitud− y, sobre todo, su propia Resurrección después de haberse constatado su defunción tres días antes, de la cual hay más de 500 testigos de visu, algunos de los cuales le han tocado y le han visto comer, cosa que es imposible que haga un fantasma (Lc 24, 37-41)[16].
5. Una oportunidad para la Fe
El ya emérito Papa Benedicto XVI convocó a toda la Iglesia Católica a celebrar el Año de la Fe, que comenzó en octubre del 2012 coincidiendo con el aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. Deseaba que los católicos profundicen en el significado de la fe, naturalmente en su sentido teologal, que es un don de Dios, pero −y esto es interpretación mía, aunque creo que no muy disparatada− también en esa otra dimensión de la fe que él ha enfatizado en sus escritos, tanto en su magisterio pontificio como en su enseñanza teológica y su reflexión intelectual: la fe como conocimiento, como forma peculiarmente humana de conocer.
Benedicto XVI quería confrontar a los cristianos con un problema no pequeño. Originariamente se plantea en el mundo de la teología luterana, pero desde hace ya tiempo se ha contagiado a un sector de la teología católica. Se trata de una cuestión que el Papa emérito ha afrontado en varias ocasiones, pero de manera particular en los libros que ha dedicado a la vida de Cristo. En los tomos de su estudio exegético Jesús de Nazaret, Joseph Ratzinger/Benedicto XVI emplea procedimientos que ya están acuñados en el lenguaje de los biblistas. Dentro de la complejidad casi cenacular de las discusiones entre exégetas, el teólogo Ratzinger sabe apreciar y hace valer lo que considera auténticos logros del método histórico-crítico. Su especialidad académica era el Dogma, no la Sagrada Escritura, si bien su dominio de ésta puede calificarse de eximio, al igual que su conocimiento de la Tradición patrística, tanto la occidental como la oriental. (Es lógico esto en un especialista competente en Dogmática, pues la Escritura y la Tradición son las fuentes de la Revelación según la tesis católica). Pero como Pastor se le notaba algo preocupado.
Dicho de forma muy panorámica, el mundo de la exégesis bíblica está fuertemente influido por la distinción entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, que hace ya más de un siglo acuñó el teólogo luterano Adolf von Harnack, uno de los pioneros de la moderna interpretación histórico-crítica de la Sagrada Escritura. Naturalmente, asumir los presupuestos de la historiografía positiva entraña dificultades de gran calado si se aplican indiscriminadamente a la interpretación bíblica, y más si se hace desde el postulado kantiano de “la religión dentro de los límites de la mera razón” (Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft), pues excluyen, y no sólo metodológicamente, la dimensión sobrenatural. Ahora bien, esa distinción puede rendir resultados interesantes en los estudios bíblicos de cara a precisar con todo detalle el sentido obvio o literal de las narraciones respecto de su sentido espiritual, digamos, de la enseñanza que podemos extraer de ellas. De los pasajes evangélicos que narran la vida de Jesucristo, en efecto, cabe sacar multitud de orientaciones para la vida. Los hechos y palabras de Jesús arrojan un potentísimo haz de luz para la vida cristiana, y esa luz puede difractarse iluminando todos y cada uno de los aspectos diversos del caminar terreno del hombre, dando sentido a todo lo que hace o le pasa.
Las interpretaciones de muchos pasajes bíblicos −no de todos: algunos tienen una intencionalidad ostensiva, unívoca e inequívoca− son a menudo tantas y tan variadas que se hace difícil explicitar un sentido espiritual claro y bien legible para cada lector. Esto justifica la asunción metodológica de un criterio que sirva para establecer lo más nítidamente posible el sentido del texto respecto de las posibles lecturas subjetivas. Ahora bien, en el planteamiento de Harnack, el Cristo de la fe y el Jesús histórico se alejan tanto que llegan a ser dos personajes completamente distintos, que no tienen nada que ver entre sí. La distinción entre lo crístico (o cristológico) y lo jesuánico −útil para lo que he mencionado− deviene separación tajante. Ya no es un recurso metodológico sino una tesis sustantiva: uno es el Jesús que vivió en Nazaret hace 2000 años, y otro distinto el personaje mitopoiético que construyó la primera comunidad de discípulos impresionados por la personalidad de un líder carismático.
Este planteamiento, nacido en el seno de la teología luterana −y que engancha bien con el criterio de la sola Scriptura− se ha contagiado parcialmente a la teología católica y, por concomitancia, a amplios sectores de la pastoral, la predicación y la catequesis[17]. Benedicto XVI percibe claramente el riesgo que entraña esto para la pretensión de verdad de la fe, absolutamente central en el cristianismo. A la larga −o a la corta− la pérdida de la sustancia intelectual de la fe, y su suplantación por un conjunto de mitos y leyendas edificantes supone un peligro terriblemente deletéreo para el cristianismo; en concreto, la conversión de éste en una especie de liga moral o de ONG[18].
En esos libros sobre la figura de Jesús, sin hacer sangre −como por otra parte es su estilo habitual− el Papa emérito afronta derechamente esta dificultad. Y lo hace de forma sorprendente, firmando Joseph Ratzinger/Benedicto XVI. Es como si dijera: −No quiero sentar cátedra; voy a hablar como un fiel cristiano, y voy a intentar describir a quién me encuentro al abrir el Evangelio y quién es el Jesús al que rezo−. Ciertamente no se trata de un cristiano cualquiera; además es teólogo, y en concreto dogmático, no biblista. Con exquisita delicadeza y con gran profundidad deja claro que, sin querer sentenciar asuntos sobre los que la discusión está abierta −Ratzinger es muy amigo de la discusión teológica seria− es bueno que ahí se respeten algunas “líneas rojas” sobre las que no pocos biblistas llevan décadas haciendo saltos mortales. Y ahí también se dejaba ver la preocupación pastoral de Benedicto XVI, que desde la sede de Pedro tenía un evidente interés en que, dentro de lo posible, se aclarasen ciertos extremos. Si el Cristo de la fe es el invento de unos discípulos epatados por el carisma de Jesús, entonces todo el dogma católico es una ficción. Esa tesis es un presupuesto acríticamente asumido del que algunos concluyen que la fe cristiana es resultado de un fenómeno de autosugestión colectiva. Una largamente acumulada sed de Dios lo habría catalizado en la primera comunidad cristiana, de la misma forma que puede haber espejismos o alucinaciones colectivas en el desierto. Este tipo de afirmaciones vienen avaladas a menudo por una exégesis histórico-crítica aparatosa y aparente. El entonces Papa manifiesta en esos libros que no desprecia este trabajo, pero igualmente pone de relieve que en el momento en que se aceptan dichos postulados la Sagrada Escritura enmudece. Ya no nos dice lo que es verdad; tan sólo nos informa de lo que algunos hombres de un pasado demasiado lejano tenían por verdadero. El cristianismo pierde entonces su identidad, y su singular pretensión de verdad pasa a ser un sectarismo exclusivista y, desde luego, humanamente poco saludable desde el punto de vista ético y sociopolítico.
Me voy a referir a algo que recientemente me ha hecho reflexionar sobre este aspecto concreto. En el momento de escribir estas páginas, en los Estados Unidos hay planteada una fuerte querella entre el presidente Obama y los obispos católicos, a propósito de una reglamentación gubernamental que impone a todas las instituciones sanitarias del país contratar con compañías aseguradoras algunas prestaciones para sus empleados, entre ellas operaciones de aborto y servicios de contracepción. Los obispos se han negado rotundamente a aceptar esa imposición para las instituciones católicas, alegando que contraviene a sus estatutos, e incluso apelando a la libertad religiosa, valor principal que inspira la Constitución del país.
Creo que es necesario tener en cuenta dos elementos básicos que están operando aquí, sin los cuales este tipo de conflictos resultarían incomprensibles:
1. Los seguidores de las denominaciones cristianas no católicas están familiarizados con la idea de que la religión es un producto cultural, sometido a las lógicas variaciones históricas. (Y ciertamente la religión lo es en buena parte. De ahí la reticencia de algunos teólogos a considerar el cristianismo como una religión más). Muchas sectas cristianas se articulan como un puzzle de elementos variopintos que está en nuestra mano escoger, aplicando incluso el criterio democrático del voto mayoritario[19]. Sería algo parecido a un menú de ofertas intelectuales y morales a la carta, digamos, a gusto del consumidor, en el que las modas y la mercadotecnia juegan un papel determinante. Es muy lógico que quien ve así el cristianismo se considere autorizado a exigir: −Vds., señores católicos, deberían ceder, como todos los demás, en sus dogmas y manías morales particulares para hacer posible, por ejemplo, el diálogo interreligioso e intercultural. Parece que eso es inviable si cada interlocutor se enroca en sus posturas sin disposición a ceder para llegar a un prudente medio, a un espacio común de entendimiento sobre cuestiones importantes, que nos afectan a todos, y que justamente por razones morales estamos obligados a abordar de forma mancomunada: la paz mundial, los derechos humanos, el hambre, la superpoblación, el problema del sida en África, etc.[20].
2. Por su lado, los creyentes católicos que saben en lo que creen no aciertan a comprender que se les exija algo que ellos ven que no está en su mano conceder, lo cual, a su vez, suele enconar aún más la crítica anticatólica. Esas personas entienden, por ejemplo, que la enseñanza −es eso lo que significa la palabra dogma, en griego, o doctrina, en latín− que Cristo ha dejado a la Iglesia en depósito no es una mentefactura humana, sino un legado divino del que el hombre no puede disponer arbitrariamente[21].
En el fondo sigue latiendo la cuestión de la autoconciencia que el cristianismo tiene de ser, no sólo una verdadera religión (vera religio), sino sobre todo la religión verdadera (religio vera), y dicha autoconciencia es algo que hoy muchos no están dispuestos a tolerar, como el Papa emérito ha puesto de relieve al desenmascarar la dictadura del relativismo[22].
6. El escándalo de la verdad
Es realmente admirable la forma con la que Benedicto XVI ha ido abordando las cuestiones de mayor calado cultural, y ha afrontado los retos más hondos que en nuestros días tiene planteada la fe católica. Con una extraordinaria honestidad intelectual desafía tópicos, modas y correcciones políticas, éticas y académicas de todo tipo[23]23. Sin lugar a dudas, uno de esos retos es, por usar una fórmula que hizo famosa el cardenal Jean Daniélou, el “escándalo de la verdad” (scandaleuse vérité). Voy a transcribir y comentar brevemente dos textos que, desde perspectivas y con propósitos diferentes, ponen de manifiesto la envergadura de ese reto y el alcance y relieve que Ratzinger le atribuye.
a. En una de las conferencias recogidas en el volumen titulado Fe, verdad, tolerancia, el cardenal Ratzinger glosaba, no sin cierta ironía, la afirmación de Wittgenstein según la cual la fe se parece más al enamoramiento de una persona que a la convicción de que algo sea verdadero o falso. “En consecuencia con esta lógica, Wittgenstein señaló en sus numerosos cuadernos de notas que no tiene importancia alguna para la religión cristiana el que Cristo haya realizado efectivamente algunas de las cosas que se refieren de él, o el que incluso haya existido o no. Esta idea se encuentra en consonancia con la tesis de Bultmann de que creer en un solo Dios que sea el Creador del cielo y de la tierra no significa creer que Dios haya creado realmente el cielo y la tierra, sino únicamente que uno se entiende a sí mismo como criatura y que, de este modo, vive una vida más significativa. Ideas parecidas se han venido difundiendo entretanto en la teología católica, y pueden escucharse más o menos claramente en la predicación. Los fieles lo experimentan y se preguntan si no se les estará tomando el pelo. Vivir en bonitas ficciones podrá ser bueno para los teóricos de la religión, pero para el hombre moderno, que se plantea la cuestión acerca de con qué y para qué vivir y morir, esas ficciones no son suficientes. El abandono de la pretensión de expresar la verdad, que sería, como tal, el abandono de la fe cristiana como tal, se endulza aquí diciendo que podría dejarse que la fe siguiera subsistiendo como una especie de enamoramiento con sus hermosos consuelos subjetivos, o como una especie de mundo del juego que existiera junto al mundo real. La fe se traslada al mundo del juego, mientras que hasta ahora había afectado al plano de la vida como tal. En todo caso, la fe ‘jugada’ es algo fundamentalmente diferente de la fe ‘creída y vivida’. No existe indicación alguna de un camino, sino que únicamente se embellecen las cosas. La fe no nos sirve de ayuda en la vida ni en la muerte; a lo sumo hay un poco de variedad, unas cuantas bonitas apariencias, pero sólo apariencias. Y eso no basta para la vida y para la muerte” (Ratzinger 2005b, 187-188).
b. En la larga entrevista que mantuvo con Ratzinger el periodista alemán Peter Seewald, y que se recoge en el volumen titulado Dios y el mundo, el cardenal se refería a un argumento que de diversas maneras ha empleado en distintas ocasiones: aunque ciertas tradiciones religiosas quieran justificarse por el hecho de ser tradiciones, el cristianismo no se ha contentado jamás con ser una realidad que se justifica por las tradiciones, costumbres o culturas. El cristianismo quiere ser creído como el camino, la verdad y la vida. “Recuerdo siempre las palabras de Tertuliano, que comentó una vez: ‘Cristo no ha dicho: Yo soy la Costumbre, sino yo soy la Verdad’. Y es que Cristo no sanciona simplemente la costumbre; al contrario, él nos arranca de las costumbres. Él desea que las abandonemos, nos exige que busquemos la verdad, lo que nos introduce en la realidad del Creador, del Salvador, de nuestro propio ser” (Ratzinger 2005a, 29).
El cristianismo, en efecto, nunca se ha conformado con presentarse como una tradición más entre otras. En el contexto de las suspicacias que sobre todo en Europa despierta hoy la noción de verdad −incluso la misma palabra, que resulta malsonante en muchos cenáculos “intelectuales”[24]− se comprende bien la contestación que se produjo en el año 2000 contra la Declaración Dominus Iesus, de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, firmada por Joseph Ratzinger, Prefecto[25].
En ese documento se exponen y explican, básicamente, las siguientes afirmaciones:
− Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres.
− Esa mediación la administra la Iglesia fundada por Él sobre la piedra de Pedro, que “subsiste en” la católica romana.
− Eso no obsta el hecho de que fuera del cuerpo de la verdadera Iglesia de Jesucristo se encuentren “muchos elementos de santidad y verdad” (plura elementa sanctificationis et veritatis). En consecuencia, aunque la Iglesia sea solamente una y “subsista” en un único sujeto histórico, también fuera de este sujeto visible existen verdaderas realidades eclesiales.
Esa expresión −subsistit in− viene recogida, en el mismo sentido, por el Concilio Vaticano II, pero tanto en los textos conciliares como en la Declaración Dominus Iesus se niega que pueda llamarse con propiedad “Iglesia” a otras asambleas, conferencias, comuniones o “comunidades eclesiales” de “hermanos separados”[26]. (En algún caso sí puede llamarse “Iglesia” a una comunidad sin comunión plena con la católica, i.e. cuando se admite la validez de su sacerdocio).
Por otra parte, hay fragmentos de revelación natural, y también sobrenatural (semina Verbi), en muchos lugares lejanos a la verdadera Iglesia. Incluso en otras religiones no cristianas Dios puede ser escuchado. En las religiones y tradiciones sapienciales se encuentran elementos de justicia, santidad y verdad –elementa Ecclesiae– que de manera parcial, y a menudo en formas necesitadas de sanación, tienden y conducen a la verdadera Iglesia de Jesucristo. Pero la verdad salvífica sólo se encuentra de forma completa, no fragmentaria, en la Iglesia fundada por Él sobre la piedra de Pedro. Benedicto XVI lo explica así: “Ya en el Evangelio encontramos dos posturas posibles referentes a Cristo. El Señor mismo distingue: qué dice la gente y qué decís vosotros. Pregunta qué dicen aquellos que Le conocen de segunda mano, o de manera histórica, literaria, y después qué dicen aquellos que Le conocen de cerca y han entrado en un encuentro verdadero, tienen experiencia de Su verdadera identidad. Esta distinción permanece en toda la historia: existe una impresión desde fuera que tiene elementos de verdad. En el Evangelio algunos afirman: ‘es un profeta’. Así como hoy se dice que Jesús es una gran personalidad religiosa, o que hay que contarlo entre los ‘avatares’ −las múltiples manifestaciones de lo divino−. Pero los que han entrado en comunión con Jesús reconocen que existe otra realidad, es Dios presente en un hombre” (Benedicto XVI 2011, 150-151).
La verdad sobre Dios no es “la verdad de los cristianos”, sino la verdad que Dios ha confiado a su Iglesia, para que la custodie y difunda a la humanidad de todas las culturas y tiempos, no para que haga lo que quiera con ella. Quienes se escandalizan de que la Dominus Iesus declare inequívocamente la pretensión de verdad que reclama para sí la Iglesia católica −a menudo aduciendo que eso obra en contra del diálogo ecuménico e interreligioso− ciertamente pueden apelar al Zeitgeist posmoderno, al espíritu de una época alérgica a los “metarrelatos” omnicomprehensivos; pueden también invocar el pensiero debole[27], el fin de las ideologías, de la historia, y tantos otros discursos sobre la decadencia que el ocaso del milenio puso de moda. Quizá se puede discutir sobre la oportunidad del documento, o si podría decirse lo que ahí se dice de forma más “diplomática” (si bien es claro que no resulta nada fácil decirlo con paños calientes). Pero lo que carece de toda cordura es la crítica que se le hace a título de que es discriminatorio para otras religiones[28].
Es cierto que se ha hecho valer un concepto de discriminación realmente disparatado, que se ha contagiado en parte también a la cultura cristiana. Se toma el todo por la parte, y la acepción peyorativa del término −injustas desigualdades entre los seres humanos− parece obligar, a quienes quieren evitar la injusticia, a comulgar con ruedas de molino, i.e. a ponerlo todo en pie de igualdad, a admitir que “todo vale” igual, una cosa y su contraria. Es imposible pensar sin discriminar. El genoma básico de toda la vida intelectual es el principio de no-contradicción, que preceptúa que una cosa es distinta de su contraria. Si uno piensa y entiende lo que piensa, lo entiende como distinto de su contrario, por tanto lo discrimina, separa, distingue. Si se impone la dictadura del relativismo, es decir, si estar convencido de la verdad de lo que uno cree es una discriminación injusta para quien cree lo contrario, entonces se acabó el pensar y el hablar con sentido.
Es este un tema difícil hoy, pero tampoco es nuevo. La Iglesia lleva mucho tiempo haciéndose perdonar el creer que algo es verdad. Sobre todo a partir de la Ilustración se abre paso el planteamiento de que lo más sustantivo de la religión es que suministra recursos para encarar la vida con fuerzas psicológicas y morales, con esperanza y empeño; motiva a la solidaridad y al autosacrificio, estimula la autotrascendencia por encima de lo trivial; en ese sentido, cataliza productos culturales de gran altura que resultan de esa elevación del hombre por encima de sí mismo. Incluso puede proporcionar un “clavo ardiendo” al que agarrarse en los momentos de mayor dificultad. Es cierto que la religión produce o puede producir todo esto. Voltaire lo reconocía hace más de dos siglos, así como quienes articularon la noción de Civil Religion en el contexto anglosajón. Pero al de Ferney, que tanto habló de tolerancia, le parece intolerable que la Iglesia católica se crea en la verdad.
De una forma mucho más aseada que Voltaire, Habermas ha reconocido esos aportes ético-políticos del judeocristianismo en Europa. No siempre lo ha hecho, pero últimamente sí, sobre todo a partir de la conversación que mantuvo con Ratzinger en München en el 2004. Ahora bien, el diálogo entre ambos entró en vía muerta al colisionar frontalmente a propósito de la pretensión de verdad del cristianismo. En este punto, realmente neurálgico, no encontraron la armonía y entendimiento que sí hubo sobre las bases prepolíticas que nutren éticamente el Estado democrático, que era el asunto sobre el que versaba el debate[29].
Como mucho, el pensamiento “post-secular” puede tolerar a los católicos un cierto grado de convicción sobre su dogma particular, pues esa convicción aparece orgánicamente conectada, a su vez, con la fuerza de convicción necesaria para afrontar la función sociopolítica que se espera de ellos en una sociedad democrática. En efecto, la creencia en Dios uno y trino, en la gracia y la salvación por Jesucristo, está vinculada al aliento con el que los católicos desempeñan su principal papel, una cierta educación moral de la ciudadanía[30]. Por mor de esa función se les puede tolerar su fe, como un mal menor. Pero lo que resulta radicalmente inaceptable para la cultura post-secular −o para lo que el sociólogo polaco Zygmunt Bauman llama modernidad líquida− es la convicción incondicional de que la fe es verdadera.
7. El cristianismo no es europeo
Es interesante la forma en la que Ratzinger ilustra el estupor con el que el pensamiento post-secular contempla la pretensión de verdad del cristianismo. Lo hace de manera muy plástica al comienzo de su conferencia en La Sorbona, a través de la parábola budista del elefante y los ciegos: “Un rey del norte de la India reunió un día en un mismo lugar a todos los habitantes ciegos de la ciudad. Después hizo pasar ante los asistentes a un elefante. Permitió que unos tocaran la cabeza, diciéndoles: esto es un elefante. Otros tocaron la oreja o el colmillo, la trompa, la pata, el trasero, los pelos de la cola. Luego, el rey preguntó a cada quien: ¿cómo es un elefante?, y según la parte que habían tocado, contestaron: es como un cesto de mimbre, es como un recipiente, es como la barra de un arado, es como un depósito, como un pilar, como un mortero, una escoba... Entonces −continúa la parábola−, empezaron a pelear y a gritar ‘el elefante es así o asá’ hasta que se abalanzaron unos contra otros a puñetazos, para gran diversión del rey. La querella de las religiones se revela a los hombres de hoy como la querella de estos hombres que nacieron ciegos. Tal parece, frente a los secretos de lo divino, que somos como ciegos de nacimiento. Para el pensamiento contemporáneo, el cristianismo de ninguna manera se halla en una postura más positiva que otras. Al contrario, con su pretensión de verdad, parece particularmente ciego frente al límite de nuestro conocimiento de lo divino, y se distingue por un fanatismo singularmente insensato, que toma irremediablemente la parte que la experiencia personal logró asir por el todo” (Ratzinger 1999).
Otra expresión del escándalo frente a la verdad, que Ratzinger comenta también en esa conferencia, es la crítica que Ernst Troeltsch formuló contra la pretensión universal del cristianismo. Según él, éste no sería más que la faz de Dios vuelta hacia Europa: Cristo es el rostro europeo de Dios.
En otro lugar Ratzinger se ha referido a lo mismo: “Puedo entender los motivos de esta moderna visión que se opone a la unicidad de Cristo, y comprendo también una cierta modestia de algunos católicos para los cuales ‘nosotros no podemos decir que tenemos algo mejor que los demás’. Además, existe también la herida del colonialismo, período durante el cual algunos poderes europeos, en función de su poder mundial, instrumentalizaron el cristianismo. Estas heridas han permanecido en la conciencia cristiana, pero no deben impedirnos ver lo esencial. Porque el abuso del pasado no debe impedir la comprensión recta. El colonialismo –y el cristianismo como instrumento de poder– es un abuso. Pero el hecho de que se haya abusado de ello no debe cerrar nuestros ojos frente a la realidad de la unicidad de Cristo. Sobre todo, debemos reconocer que el cristianismo no es una invención europea, no es un producto nuestro. Es siempre un desafío que procede de fuera de Europa: al principio, vino de Asia, como bien sabemos, e inmediatamente se encontró en oposición con la sensibilidad dominante. Aunque más tarde Europa fue cristianizada, siempre quedó esta lucha entre las pretensiones particulares, entre las tendencias europeas, y la novedad siempre nueva de la Palabra de Dios que se opone a estos exclusivismos y se abre a la verdadera universalidad. En este sentido, me parece que debemos redescubrir que el cristianismo no es una propiedad europea” (Benedicto XVI 2011, 152-153).
El principio cuius regio eius religio trajo a Europa consecuencias desastrosas. Entre otras, las guerras de religión. Después de la reforma luterana vino la contrarreforma católica (Concilio de Trento). La politización del conflicto doctrinal trajo tanta violencia y odio entre cristianos que algunos decidieron poner océano por medio para fundar un país −los EEUU− cuya seña de identidad fuese la libertad religiosa: que el Estado dejara en paz a los ciudadanos para profesar la religión que en conciencia crean verdadera. Afortunadamente allí ha habido, en general, un pluralismo religioso tranquilo. Pero en Europa −especialmente en Alemania− la querella religiosa no se cerró del todo con la Paz de Westfalia. Después vino la batalla cultural (Kulturkampf), que de una u otra manera continúa hasta hoy, y no sólo en Alemania.
En este contexto, resulta hasta cierto punto comprensible la tentación que muchos cristianos tienen −incluidos los católicos− de marginar lo doctrinal para hacer énfasis en el elemento ético y, por extensión, en su funcionalidad sociopolítica. Pero el Papa emérito advierte contra la sustitución de la verdad por la praxis, contra la reducción de la fe a su utilidad: “La utilidad de la fe (que en realidad existe) ya no se produce cuando sólo se la busca en función de esta utilidad. La fuerza moral de la fe está ligada a la verdad de nuestro encuentro con el Dios vivo. La grandeza que la fe cristiana llevó a las cuestiones sociales y políticas del mundo siempre nació del amor a Dios, de la fuerza salvadora de su Pasión. Allí donde el cristianismo se reduce a la moral, muere precisamente como fuerza moral” (Benedicto XVI 2011, 86)[31].
Conclusión
Si los cristianos no tuvieran la “manía” de creer que la fe es verdadera, probablemente no habrían tenido detrás a Voltaire con sus panfletos anticatólicos, ni tendrían que soportar los excesos que hoy divulgan los ateos de moda tipo Richard Dawkins, Sam Harris y otros (Conesa 2011)[32]. Por eso, pese a comprender algunas motivaciones de quienes abogan por dejar de lado la querella doctrinal y la pretensión de verdad universal y “discriminatoria” de la fe católica −en definitiva, apartar de nosotros la funesta manía de pensar, pues pensar algo es pensarlo como verdadero− para dedicarnos a la praxis de la caridad y las obras sociales, que es el verdadero testimonio de los cristianos en el mundo y en la historia, no puede dejar de denunciarse lo contradictorio de semejante tentativa. El Papa emérito ha comprendido esa inquietud, pero ha salido al encuentro de ella precisamente mostrando que la caridad cristiana, también en su dimensión social, política y económica, depende esencialmente de la verdad que el cristianismo profesa[33].
Voy a referirme a una experiencia concreta que me hizo reflexionar sobre esto, y que es el impulso remoto de lo que expongo en estas páginas. Hace unos años fui a misa en una parroquia de mi ciudad un domingo, Fiesta de la Ascensión. El sacerdote que predicaba la homilía vino a decir algo parecido a lo que resumo aquí: −No piensen Vds. Que esto de la ascensión fue literalmente así. Jesús no era Superman, ni un astronauta. Este pasaje nos ofrece un mensaje moral. Lo importante es que no tengamos la vista prendida en las cosas de la tierra, que miremos al Cielo. −Probablemente el predicador no reparó en que minutos después de su sermón, la asamblea puesta en pie iba a profesar su fe en que Jesucristo, cuarenta días después de resucitar, ascendió a los Cielos por su propio poder, o sea, su convicción de que eso en efecto ocurrió[34]. Escuchar aquello me hizo caer en la cuenta de que hay cristianos para quienes la cuestión de la verdad de lo que creen ha pasado claramente a un segundo plano. Parece que lo decisivo es extraer un mensaje moral, ser buena gente; mientras que la cuestión del sepulcro vacío, el descenso de Cristo al seno de Abraham, la ascensión, la trinidad y unidad de Dios, la gracia, etc., en el fondo no son para tomárselas demasiado en serio. Lo importante es dar limosna a los pobres.
¿Qué pasa aquí? Si la fe cristiana se convierte en un conjunto de leyendas edificantes que sólo sirven para que la gente no se porte mal, si se marginan las cuestiones que intelectualmente son más decisivas y relevantes, cuando las personas llegan a cierta edad en la que es lógico hacerse ciertas preguntas, no parece evitable que algunos se queden insatisfechos con ese mensaje, ya algo reiterativo. Si le falta la fuerza de la verdad, por muy justo que sea el mensaje moral −que lo es− no inmuniza contra el pensamiento de que hay formas más sugestivas de ocupar el tiempo que ir a Misa el domingo. Además, tampoco es imposible que alguien que no es moralmente depravado tenga ganas de tomarse un refresco de vez en cuando sin la mala conciencia de que se lo está robando a los niños pobres del tercer mundo. Cuando la caridad social se convierte en argumento monotemático de la predicación −no digo que esto sea así, pero es la impresión que tienen muchos− se desvirtúa incluso su significado más profundo.
La Iglesia ha tenido que afrontar retos decisivos a lo largo de toda su historia. Quizá uno de los primeros fue sobrevivir a las persecuciones de Nerón y Diocleciano. (Desde luego, quienes se dejaban llevar al circo para ser devorados por las fieras antes que renegar de su vocación bautismal, lo hacían porque sabían que algo era verdad, no sólo porque tuvieran sentimientos filantrópicos y “buenas vibraciones” entre ellos). Pero un reto no menor que aquel tiene hoy la Iglesia frente al neopaganismo. Lo resumiría en estas dos proposiciones:
1. Frente a las suspicacias que aún despierta, recuperar la idea de que la verdad es buena, es un bien humano fundamental, y no una excusa para que los violentos hagan el bárbaro. Si el hombre es animal racional y la razón es capaz de verdad, ésta no puede ser mala, ni tampoco la convicción de poseerla puede hacernos, sin más, malos, como pretenden los ateos de moda. El hombre necesita vivir en la verdad. Sin ella sólo se puede malvivir.
2. Cuando Dios habla al hombre −haciéndose Hombre− no hace una cosa absurda: habla al hombre para que le entienda. Y para el hombre −ser racional− la única forma de entender es emplear la razón.
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José María Barrio-Maestre
Universidad Complutense de Madrid
[1] Latourelle ha formulado a este respecto −la convergencia de las dimensiones expositiva y apologética de la Teología Fundamental− una postura muy equilibrada (Latourelle 1982).
[2] La epistemología contemporánea, sobre todo en los planteamientos de Karl Popper acerca de la falsabilidad de las teorías científicas, parece cuestionar radicalmente la afirmación según la cual ninguna proposición o enunciado teórico puede escapar a la alternativa de ser verdadero o falso. Por su lado, y desde la perspectiva del discurso matemático, Kurt Gödel propuso, en su conocido teorema, que esto no es así ni siquiera en los enunciados apofánticos. Y, ciertamente, fuera del ámbito de la lógica formal, los términos del lenguaje común −y por ende del filosófico y teológico− no son completamente unívocos. En consecuencia, todos los enunciados serían matizables, enriquecibles. Dicho en términos wittgensteinianos, la verdad de una proposición dependería del juego del lenguaje que estemos practicando. Ahora bien, en rigor eso no relativiza la realidad sino más bien nuestro lenguaje sobre ella. Desde luego, nuestro decir nunca es completo, no agota exhaustivamente la realidad de la que habla. Y por eso no cabe excluir algo de justicia −de verdad− en las afirmaciones humanas, incluso contrarias. Pero eso no obsta el hecho primario de que creer que algo es verdad implica, no de manera contingente sino necesaria, creer que quien lo niega está en el error, aunque ni esa verdad ni ese error sean completos. Por muy “abierto” que sea el pensar −y es justo que lo sea en cierto grado−, si realmente es pensar, consiste en pensar lo que se piensa como verdadero, o al menos como más verdadero que su contrario. En este sentido señala Spaemann: “Hoy se puede observar cómo se extiende en Europa un clima antiliberal en nombre de un universalismo liberal. La liberalidad es una egregia virtud humana que eleva el trato entre los hombres. Pero, ¿qué han de significar realmente las ‘ideas liberales’? «Cuando oigo hablar de ideas liberales −escribe Goethe− siempre me sorprende la capacidad humana de llenar las palabras de humo. Una idea no puede ser liberal. Debe ser fuerte, eficaz y en sí misma completa para poder cumplir el divino encargo de ser fecunda»” (Spaemann 2010, 141-142).
[3] También hay que matizar esta afirmación. Que sean vías distintas no significa que sean alternativas. Esto es obvio. Pero no es obvio que la razón sea una fuente de conocimiento distinta de la fe. En efecto, lo que se conoce “por” fe se conoce “con” la razón. Análogamente, la fe necesita “obediencia”, ob-audientia. (Por ejemplo, dice San Pablo en Rom 10, 17 que la fe procede del oído: fides ex auditu). La distinción entre fe y razón se refiere a un sentido restringido de razón, que sería el de “razón discursiva”. Pero hay otras formas de racionalidad no discursiva; y en último término la naturaleza racional −su ser inteligente− está impregnando todas las formas en las que el ser humano conoce algo, también la experiencia y la fe.
[4] Naturalmente, me estoy refiriendo a una forma de fe humana, natural, que no es exactamente la que solemos llamar fe religiosa. Quienes afirman su fe en Jesucristo, desde luego, no lo hacen como conclusión de un argumento, histórico o de cualquier tipo. Hay que distinguir dos cosas: la fe humana en que Jesucristo vivió, hizo y dijo lo que históricamente se sabe que hizo y dijo, por un lado, y por otro la fe sobrenatural que expresa la confesión de Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16), o la del centurión que presenció la muerte del Salvador: “Verdaderamente éste era el Hijo de Dios” (vere Filius Dei erat iste) (Mt 27, 54). De todos modos, el fundamento formal del asentimiento en el que la fe religiosa consiste es el mismo que obra en tantos otros testimonios de los que nos fiamos razonablemente. Sé que hace 2000 años hubo un señor llamado Jesús, y sé que hizo y dijo lo que en los Evangelios se dice, exactamente por la misma razón que me lleva a admitir que existió Demóstenes y escribió las Filípicas; siglos más tarde vivió otro señor llamado Cristóbal Colón, que descubrió América, y más adelante otro llamado Konrad Adenauer, que presidió el primer gobierno de la República Federal alemana. Por razones fáciles de comprender, no ha habido fuentes más escrutadas por los historiadores −y, como resultado de ello, mejor acreditadas− que las referidas a Jesucristo. La concurrencia de indicios de credibilidad es apabullante, no sólo por lo que cuentan los Evangelios, sino también por testimonios de historiadores no cristianos como Flavio Josefo. Y si eso que las fuentes documentan sobre lo que hizo y dijo Jesús es efectivamente una verdad histórica, se comprende bien que aquí ha pasado algo muy serio.
[5] Los antropólogos culturales son unánimes al considerar que todas las culturas históricas surgen de un fenómeno cultual. Lo que mejor define a cada cultura es lo que en ella se tiene por sagrado, sus tabúes, lo que se considera intangible y dotado de un valor absoluto que no está a disposición de nadie.
[6] “La predicación cristiana enlazó con la filosofía, no con las religiones. Allá donde se intentó esto último, allá donde se quiso identificar a Cristo, por ejemplo, con Dionisos, Asclepio o Heracles, tales intentos quedaron pronto superados. La circunstancia de que no se enlazara con las religiones, sino con la filosofía, se halla íntimamente relacionada con el hecho de que no se canonizó una cultura concreta, sino de que pudo realizarse el encuadramiento en dicha cultura allá donde ella misma había comenzado a salir de sí misma, allá donde esa cultura se había puesto en camino para abrirse a la verdad común y había abandonado el encasillamiento en lo meramente propio” (Ratzinger 2005b, 175).
[7] Spaemann 2010, 87 y ss (capitulo v: “La religión y su justificación funcional”).
[8] En las Universidades alemanas es tradicional que la primera y la última lección de un catedrático estén dirigidas a sus colegas de claustro académico. En 2006, cuando hizo su primer viaje pastoral al sur de Alemania, pocos meses después de ser elevado a la otra Cátedra −la de Pedro−, Ratzinger ya tenía bastante más edad que la que suelen tener los catedráticos al jubilarse. En su momento no pudo dictar esa última lección en condiciones normales, pues había tenido que abandonar mucho antes su puesto como Profesor de Teología en Regensburg, en el 1977, al ser nombrado por el Papa Pablo VI arzobispo de München-Freising −su diócesis de origen−, y poco tiempo después hubo de incorporarse a la Curia pontificia por encargo de Juan Pablo II. De manera que, aprovechando ese viaje, sus antiguos colegas de claustro le invitaron a dar, de forma simbólica, la que habría podido ser su Lectio ultima. En todo caso, aunque hubo de renunciar a su carrera académica por los motivos mencionados, siempre ha permanecido vinculado cordialmente al mundo universitario, y en particular a la discusión teológica, por razones fáciles de comprender debido al puesto que ocupó en el Vaticano como Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. Los asuntos relacionados con la fe han estado muy presentes en su preocupación intelectual y pastoral.
[9] En su lección de Regensburg, Benedicto XVI señaló que para lograr un nuevo encuentro entre fe y razón es necesario superar “la limitación, autodecretada, de la razón a lo que se puede verificar con la experimentación”. Sobre esta base cabría incluso decir que “la limitación de la razón a lo empíricamente verificable es más un obstáculo que una ayuda en el camino de la ciencia” (Génova y González 2012, 673).
[10] La encíclica Fides et ratio sale al paso frente a esa actitud “antifilosófica”, incluso frente a cierta teología −no precisamente la teología alemana− que en lugar de discutir las filosofías paganas las desprecia.
[11] Enfatizar la dimensión que en el cristianismo tiene la fe en Jesucristo no significa deprimir su valor soteriológico. Entiendo que están esencialmente unidas ambas cosas, y ciertamente el cristianismo cree que Cristo no se encarnó para revelar sino para salvar. De acuerdo con el sentido de sus mismas palabras, no se pueden desligar en Él su ser Camino de su ser Verdad y de su ser Vida (cf. Jn 14, 6). Los cristianos creen que Cristo no sólo nos habla del Padre, y no sólo nos dice cómo tenemos que comportarnos y por qué, sino que sobre todo nos da una vida nueva, una salvación. También es Él quien nos da el comportarnos de manera que su Vida permanezca en nosotros. Por otra parte, el Logos del que habla S. Juan en el prólogo de su Evangelio es palabra cordial, pregnante, que no se aquilata sólo en su dimensión intelectual como el Nous de Anaxágoras. En el discurso de Regensburg Benedicto XVI señaló que “el Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos lleno de amor por nosotros”. El Logos creador crea por amor, y el mundo se sustenta en su soberano poder, su profunda sabiduría y su inmensa bondad y misericordia. La creación entera depende de su amor providente.
[12] “Creo que el peligro más grande está en que nos convirtamos en una organización social que no esté fundada en la fe del Señor. A primera vista parece que sólo importara lo que estamos haciendo y que la fe no es tan importante. Pero si la fe desaparece, todas las demás cosas (…) se descomponen. Pienso que existe el peligro, con todas estas actividades y visiones externas, de subestimar la importancia de la fe y perderla, comenzar a vivir en una Iglesia en la que la fe no sea tan importante” (Benedicto XVI 2011, 62).
[13] Sobre esta cuestión, vid. también Morales 2000.
[14] La Constitución dogmática Dei Verbum, del Concilio Vaticano II, señala en su n. 5 estos dos aspectos de la fe católica: el asentimiento a la verdad y el abandono fiducial (la “obediencia de la fe” que se debe a Dios que revela).
[15] Vid. Jn 4, 43-54 y Jn 20, 30-31.
[16] En sentido propio, la Resurrección no es una demostración de la fe, ya que ella misma requiere la fe para ser aceptada. El sepulcro vacío interpela a cualquiera que quiera plantearse la cuestión, pero no demuestra la Resurrección, como tampoco la demuestran los testimonios de los que vieron al Resucitado. Se trata de potentísimos indicios de credibilidad, que hacen sumamente razonable dar ese crédito, pero no lo hacen necesario. El cristianismo entiende que la fe teologal hay que atribuirla a un acto de voluntad ilustrado por una luz de Dios, y propiamente necesita de una iniciativa divina. Lo que quiero decir es que, además de eso, hay razones humanamente sólidas para darlo, insuficientes por ellas mismas, pero de mucho peso para un ser racional.
[17] Por razones bien comprensibles, ese contagio se ha producido de forma más virulenta en el ámbito alemán. En casi todas las Universidades alemanas hay facultades de teología católica y luterana (evangélica), y un diálogo académico fluido entre los miembros de ambas. Ratzinger tiene amplia experiencia de esto.
[18] La tentativa quizá más seria en esta línea es el llamado “proyecto de ética mundial” (Projekt Weltethos), patrocinado por el controvertido pensador alemán Hans Küng, que fue colega de Ratzinger en la Universidad de Tübingen.
[19] Hoy, fuera de la Iglesia católica −en ocasiones incluso dentro de ella− a muchos no les resulta nada fácil ver algo que, si se mira con calma, se muestra evidente. El criterio de las mayorías, que la cultura democrática ha generalizado en la discusión y la decisión práctica −en el orden político, económico, jurídico, etc.− carece de sentido aplicarlo sin más como metodología universal para toda discusión. Epistemológicamente pinta muy poco en matemáticas, ciencia, gramática, ética, filosofía o teología.
[20] Vale la pena traer la respuesta de Benedicto XVI a un periodista que le pregunta por la responsabilidad de la Iglesia católica en la extensión de la miseria y el sida en África: “La Iglesia predica sobre todo la santidad y la fidelidad del matrimonio. Y cuando su voz es escuchada, los hijos disponen de un espacio vital en el que pueden aprender el amor y la renuncia, la disciplina de la vida recta en medio de cualquier pobreza. Cuando la familia funciona como ámbito de fidelidad, existe también la paciencia y el respeto mutuos, que constituyen el requisito previo para el uso eficaz de la planificación familiar natural. La miseria no procede de las familias grandes, sino de la procreación irresponsable y desordenada de hijos que no conocen al padre, y a menudo tampoco a la madre y que, por su condición de niños de la calle, se ven obligados a sufrir la auténtica miseria de un mundo espiritualmente destruido (…). No generan miseria aquellos que educan a las personas para la fidelidad y el amor, para el respeto a la vida y la renuncia, sino los que nos disuaden de la moral y enjuician de manera mecánica a las personas: el preservativo parece más eficaz que la moral, pero creer posible sustituir la dignidad moral de la persona por condones para asegurar su libertad supone envilecer de raíz a los seres humanos, provocando justo lo que se pretende impedir: una sociedad egoísta en la que todo el mundo puede desfogarse sin asumir responsabilidad alguna. La miseria procede de la desmoralización de la sociedad, no de su moralización, y la propaganda del preservativo es parte esencial de esa desmoralización, la expresión de una orientación que desprecia a la persona y no cree capaz de nada bueno al ser humano” (Benedicto XVI 2011, 228-29).
[21] A propósito de la frecuentada contraposición que hoy hacen muchos, entre la fe en Dios −o tal vez incluso en Jesucristo− y la fe en la Iglesia, Benedicto XVI comenta que quien dice “sí” a Cristo pero “no” a la Iglesia por él fundada, “se crea un Dios, un Cristo según las propias necesidades y según la propia imagen. Dios ya no es realmente una instancia que está frente a mí, sino que se convierte en una visión que yo tengo, y, por tanto, responde también a mis ideas. Dios se convierte en una verdadera instancia, un verdadero juez de mi ser, por consiguiente, también en la verdadera luz de mi vida, si no es sólo una idea mía, sino si vive en una realidad concreta, si realmente se sitúa ante mí y no es manipulable según mis ideas y deseos. Por eso, separar a Dios de la realidad en la que está presente y habla a la Tierra supone no tomar en serio a este Dios, que se hace así manipulable según nuestras necesidades y deseos. Por esto considero un poco ficticia esta distinción” (Benedicto XVI 2011, 26-27).
[22] He tratado de evidenciar los elementos connotados en esa expresión en el libro La gran dictadura.
[23] Siempre lo ha hecho con la extremada delicadeza que imponía su oficio pastoral, pero también con una exigencia muy alta. Sin duda su larga experiencia universitaria le ha ayudado en esto. Por lo general, los académicos alemanes saben discutir en serio sin perder la cordialidad (Freundlichkeit). Pero es patente que no admitía otro compromiso que el de “cooperar con la verdad”, tal como se expresa en el lema que escogió para su escudo episcopal en 1977: Mitarbeiter der Wahrheit.
[24] Nuevamente se puso de manifiesto en el debate que mantuvieron en la Universidad de Oxford Richard Dawkins y el arzobispo primado anglicano Rowan Williams, moderado por Anthony Kenny, el 23 de marzo del 2012, sobre ciencia y religión.
[25] La Declaración se entiende en el contexto de la discusión sobre el llamado “pluralismo religioso” y los aportes a ella procedentes de algunos teólogos familiarizados con la experiencia misionera en la India, generalmente sensibles a las tendencias sincretistas típicas de la cultura hinduista. De todos modos, el debate se amplió después de publicarse la Declaración, sumándose a él interlocutores a los que originariamente no iba dirigido el texto, sobre todo preocupados por el problema ecuménico y el diálogo interreligioso. A través de estos argumentos, ecos de la Declaración llegaron −mucho más que el propio texto− a cenáculos intelectuales variados. Una muestra interesante de la fuerte reacción que se produjo frente al documento en el espacio mediático −no menos que en el mundo de la teología académica− es la entrevista que le hace a Ratzinger el periodista Christian Geyer, del Frankfurter Allgemeine Zeitung, que pocos años después también asistiría a la conversación que mantuvo el cardenal con Habermas en la Academia Católica de Baviera. La entrevista puede leerse al final del libro Nadar contra corriente. Su tono algo subido en algunos pasajes hace temer por la proverbial Freundlichkeit de las discusiones entre alemanes.
[26] En este punto no puede decirse que haya una discontinuidad entre la Dominus Iesus y la doctrina católica anterior. Vid. Congregación para la Doctrina de la Fe 1985.
[27] “Vattimo deja traslucir una idea común a todos los adalides del pensamiento débil: la realidad única, objetiva, estable, es un ‘tirano metafísico’ que la sensibilidad postmoderna no está dispuesta a soportar. La noción ‘fuerte’ de realidad es rechazable por razones morales: se la considera engendradora de violencia e intolerancia. Todo creyente en ‘la verdad’ es un fanático potencial; el relativismo postmoderno y la ontología débil, en cambio, proporcionarían las condiciones ideales para el diálogo y el respeto mutuo” (Contreras y Poole 2011, 186).
[28] Vid. sobre esto el documento de la Comisión Teológica Internacional titulado El cristianismo y las religiones (1996).
[29] En diálogo con el cardenal Ratzinger sobre las raíces culturales −cristianas− de Europa, Marcello Pera, filósofo agnóstico italiano que llegó a presidir el Senado de su país, suscribe la propuesta de darle la vuelta al famoso axioma ilustrado etsi Deus non daretur. Una vez puesto de manifiesto su bajo alcance moral y escasa irradiación, valdría la pena discurrir desde la hipótesis opuesta. Aunque uno sea agnóstico, viene a decir, no es contradictorio con el agnosticismo pensar, hipotéticamente, como si Dios existiese. Véase el abundante rendimiento que Kant extrae de este recurso hipotético (als ob), por ejemplo en su teoría de la subrepción trascendental de la razón pura. Y nadie negaría que el agnosticismo kantiano es de los más inequívocos que se han dado en la historia del pensamiento filosófico. Afirma Pera: “El laico [en el sentido que los italianos suelen dar a este término, i.e. no creyente] que actúe veluti si Deus daretur será moralmente más responsable. Ya no dirá que el embrión es una ‘cosa’, un montón de células (…). Ya no dirá que suprimir un embrión o un feto no lesiona ningún derecho. (…) Ya no dirá que cualquier progreso científico o técnico es, por sí mismo, una liberación o un avance moral. (…) Ya no pensará que la democracia basada exclusivamente en el número de votos sustituye a la sabiduría” (Pera 2008, 17-18).
[30] Benedicto XVI, 2011, 85.
[31] A su vez, tampoco es posible proponer con convicción un ethos sin hacerlo desde la convicción de que es verdadero. Refiriéndose al proyecto de Küng, afirma Ratzinger: “En nuestra situación actual es necesario buscar los elementos comunes fundamentales de las tradiciones éticas en las distintas religiones y culturas. En este sentido, semejante esfuerzo es sumamente importante y conveniente. Por otro lado, los límites de semejante intento son manifiestos (...). Porque a semejante mínimo ético, destilado de las religiones del mundo, le falta en primer lugar la fuerza vinculante, la autoridad interna que el ethos necesita. Le falta también, a pesar de todos los esfuerzos por entenderlo, la evidencia racional que, en opinión de los autores, pudiera y debiera sustituir a la autoridad; le falta también la concreción, que es lo que hace que el ethos sea realmente eficaz” (Ratzinger 2005b, 216-17). Por su parte, Spaemann ha propuesto una aguda reflexión sobre la noción misma de “proyecto de ética”: el ethos no puede ser un proyecto, puesto que se necesita para poder elaborar cualquier proyecto; es como un supuesto de partida, no un resultado al que se llega. Con ello dirige una crítica muy inteligente a la idea de Küng: “Todo pensamiento ético procede de experiencias morales que ya hemos hecho. Para constituir una nueva ética, desde luego, haría falta ya una ética a partir de la cual pudiéramos representarnos la nueva. Y esa que nos guía según dichas representaciones es ya nuestra ética. Quien hace proyectos está orientado por un ethos. Pero el ethos mismo no es un proyecto. De ahí que el título ‘Proyecto de ética mundial’ (Projekt Weltethos) carezca de sentido. Ethos es algo que surge en el contexto de la vida moral” (Spaemann 2007, 61).
[32] Una excelente respuesta −contundente pero a la vez equilibrada− a los excesos verbales, concretamente de Dawkins, puede encontrarse en Hahn y Wiker 2011.
[33] Vid. la encíclica Caritas in veritate.
[34] Lo que ocurrió es un acontecimiento salvífico, por tanto no es irrelevante que ocurriera o no. Pero la fe en la Ascensión no prejuzga el modo concreto en que eso ocurrió. Qué ocurrió en la Ascensión es algo sobre lo que cabe profundizar, y no sólo en su sentido espiritual. Lo que dicen las Escrituras puede ser escrutado, como enseña la Iglesia católica, no necesariamente en su sentido literal. No es verdad que el relato sólo nos ofrezca un mensaje moral, pero eso no quiere decir que fuera literalmente un vuelo estratosférico. De acuerdo con la fe de la Iglesia, lo único seguro es que después de la Resurrección el lugar que naturalmente le corresponde a Jesucristo es “a la diestra de Dios Padre”, que hasta ahí ascendió por su propio poder −no como la Virgen María, que fue asunta− y que ahí se encuentra en cuerpo y alma.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
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Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
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