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Mensaje del cardenal Jorge Mario Bergoglio SJ, arzobispo de Buenos Aires, en el V Encuentro Nacional de Sacerdotes (Villa Cura Brochero, 11 de septiembre de 2008)
Reflexión que preparó, cuando era el Cardenal Jorge Mario Bergoglio, para los presbíteros de la Arquidiócesis de Buenos Aires, en 2008, después de la Conferencia del Episcopado latinoamericano de Aparecida.
Nota preliminar
El siguiente escrito no es un artículo sino una guía de exposición de diversos aspectos sobre el tema “La concepción del presbítero que presenta Aparecida”. Además de las cosas explícitas que el Documento dice sobre el presbítero se recurre, para explicarlo mejor, a categorías válidas para todos los discípulos misioneros.
1. Dentro de una comunidad de discípulos y misioneros (203, 316, 324) Aparecida busca lo específico (200-285) de la espiritualidad sacerdotal en orden a la vida en J.C. para nuestros pueblos (vida desafiada en su identidad, en su cultura, en sus estructuras, en sus procesos de formación y vínculos cfr. 192-195; 197). No deja de llamar la atención esta referencia a los desafíos, que desarrolla ampliamente; significa que lo específico del presbítero “está en tensión”. En otras palabras, Aparecida renuncia a una descripción estática de la especificidad presbiteral. Esta existencia tensionada excluye desde el vamos cualquier concepción del presbiterado como “carrera eclesiástica” con sus pautas de progreso, escalafón, retribuciones etc.
2. Sobre este trasfondo define la IDENTIDAD del PRESBÍTERO respecto a la comunidad con dos rasgos. En primer lugar como don (193,326) en contraposición a delegado o representante (193). En segundo lugar destaca la fidelidad en la invitación del Maestro contraponiéndola a la gestión (372). La iniciativa viene siempre de Dios: la unción del Espíritu Santo, la especial unión con Cristo cabeza, invitación a la imitación del Maestro. El hecho de subrayar la iniciativa divina coloca al presbítero en la dimensión de elegido-enviado, es decir dentro de un horizonte, permítaseme la palabra, “pasivo”, en el cual el protagonista principal es el Señor. En este sentido también se condiciona tanto la autonomía personal como su actividad pues, al ser un elegido-enviado, su identidad en la actividad será la de un “pastor conducido” o, dicho de un modo más plástico, la de un “conductor conducido”.
3. Conviene no olvidar que IDENTIDAD dice a PERTENENCIA; se es en la medida en que se pertenece. El presbítero pertenece al pueblo de Dios, del que fue sacado y al que es enviado y del que forma parte. Aparecida subraya esta pertenencia eclesial para todos los discípulos misioneros en el n. 156, que es clave en este sentido: se habla de CON-VOCACIÓN a la comunión en la Iglesia, y se afirma que “la fe en Jesucristo nos llegó a través de la comunidad eclesial y ella nos da una familia, la familia universal de Dios en la Iglesia Católica”. Y señala la situación existencial de quien no entra en esta pertenencia comunional: el aislamiento del yo. La conciencia aislada de la marcha del pueblo de Dios es uno de los mayores daños a la persona del presbítero porque afecta a su identidad en cuanto está disminuida parcial o selectivamente su pertenencia a ese pueblo. Se podrían buscar, en el texto de Aparecida, ejemplos de situaciones de conciencia aislada que, en los hechos, niegan la afirmación comunional del n. 156, pero aquí la clave es: “una dimensión constitutiva del acontecimiento cristiano es la pertenencia a una comunidad concreta, en la que podamos vivir una experiencia permanente de discipulado y de comunión con los sucesores de loa apóstoles y con el Papa”. Nótese que dice “comunidad concreta”, es decir Iglesia particular o comunidades más acotadas dentro de la Iglesia particular (p.ej. la parroquia) y no una comunidad “espiritualizada” sin raigambre concreto. Lo que en definitiva le confiere identidad al presbítero es su pertenencia al pueblo de Dios concreto, y lo que le quita o confunde su identidad es precisamente el aislamiento de su conciencia respecto de ese pueblo y su pertenencia a cualquier convocatoria de tipo gnóstico o abstracto, es decir la tentación de ser cristiano sin Iglesia. “El ministerio sacerdotal que brota del Orden Sagrado tiene una “radical forma comunitaria” (195)
4. Al hablar del celibato también el Documento de Aparecida se refiere a esta dimensión comunitaria en la base misma: “el celibato pide asumir con madurez la propia afectividad y sexualidad, viviéndolas con serenidad y alegría en un camino comunitario” (196, y cfr. también 195).
5. El realizador de esta comunión y, por tanto, de esta pertenencia comunional del presbítero al pueblo de Dios es el Espíritu Santo. Dado que él “impregna y motiva todas las áreas de la existencia, entonces también penetra y configura la vocación específica de cada uno. Así se forma y desarrolla la espiritualidad propia de presbíteros, de religiosos y religiosas, de padres de familia, de empresarios, de catequistas, etc. Cada una de las vocaciones tiene un modo concreto y distintivo de vivir la espiritualidad, que da profundidad y entusiasmo al ejercicio concreto de sus tareas (285). Es decir, el Espíritu Santo es el autor de las diferencias en la Iglesia, y la vida presbiteral es una de las realidades de esta variedad... pero no se trata de una variedad estática porque es el mismo Espíritu quien impulsa y armoniza todo: él no nos cierra “en una intimidad cómoda sino que nos convierte en personas generosas y creativas, felices en el anuncio y el servicio misionero” (285) Y va más allá todavía la acción del Espíritu: “nos vuelve comprometidos con los reclamos de la realidad y capaces de encontrarle un profundo significado a todo lo que nos toca hacer por la Iglesia y por el mundo” (285). Resumiendo: la comunión eclesial de la que participa el presbítero está realizada por el Espíritu Santo quien, por su parte, crea las diferencias y, por otra las “vocaciona”, i.e. las pone en movimiento al servicio del anuncio misionero, las sensibiliza y compromete a los reclamos de la realidad. El Espíritu diferencia y armoniza, en esta armonía se da la vocación presbiteral, la identidad presbiteral (armonía de diferencias, pero armonía comunional). Nada que ver con la conciencia aislada de la autopertenencia solitaria o de grupos selectivos (la “intimidad cómoda” la llama el Documento) (285). El Espíritu Santo, además nos introduce en el Misterio (cfr. Ju. 16:13) y será también quien impulse a la misión (cfr. Hech 2: 1-36). En este sentido protege la integridad de la Iglesia y la salva de dos caricaturas. Sin el Espíritu Santo corremos el riesgo de desorientarnos en la comprensión de la fe y termina en una propuesta gnóstica; y también corremos el riesgo de no ser “enviados” sino de “salir por las nuestras” y terminar desorientados en mil y una formas de autorreferencialidad. Al introducirnos en el Misterio, Él nos salva de una Iglesia gnóstica; al enviarnos en misión nos salva de una Iglesia autorreferencial.
La imagen del Buen Pastor
6. En la identidad del presbítero el Documento de Aparecida subraya la imagen del Buen Pastor. Refiriéndose al párroco y a los sacerdotes que están al servicio de las parroquias les pide “actitudes nuevas” (201). “La primera exigencia es que el párroco sea un auténtico discípulo de Jesucristo, porque solo un sacerdote enamorado del Señor puede renovar una parroquia. Pero, al mismo tiempo, debe ser un ardoroso misionero que vive el constante anhelo de buscar a los alejados y no se contenta con la simple administración” (201). Aquí aparece nuevamente la antinomia don-gestión: al concebir el ministerio como un don se supera el planteo del funcionalismo, exitista o no, y se concibe el trabajo apostólico, en este caso la parroquia, desde la óptica discípulo-misionero.
7. De esta proposición tomo solamente dos aspectos: la imagen del Buen Pastor ad intra implica discípulos enamorados y ad extra apunta a ardorosos misioneros (201), servidores de la vida (199).
− Discípulos enamorados: se destaca la fidelidad (dentro de una vida espiritual centrada en la escucha de la Palabra de Dios, en la celebración diaria de la Eucaristía: mi Misa es mi vida y mi vida es una Misa prolongada” (S. Alberto Hurtado) (191).
Para configurarse con el Maestro (199) es necesario asumir la centralidad del mandamiento del amor (138). “En el seguimiento de Jesucristo aprendemos y practicamos las bienaventuranzas del Reino, el estilo de vida del mismo Jesucristo: su amor y obediencia filial al Padre, su compasión entrañable ante el dolor humano, su cercanía a los pobres y a los pequeños, su fidelidad a la misión encomendada, su amor servicial hasta el don de su vida” (139). (Recuerdo que la fidelidad sacerdotal está subrayada también en el Mensaje final y en el Discurso del Papa al final del rezo del Rosario, punto 3).
− Ardorosos misioneros (201) servidores de la vida (199). Ya se mencionó el n. 195 y la plenitud de vida afectiva en la caridad pastoral que expresa. Este aspecto de ardoroso misionero comprende nutrir a las ovejas por medio de la Eucaristía (176-177), la Palabra y la formación. Al respecto nótese que la formación es concebida como acompañamiento de los discípulos (cfr. 6.2.2.4). Sobre esta categoría de acompañamiento habría que volver más adelante. Además de nutrir las ovejas se habla de curarlas: la reconciliación (177), misericordia y caridad pastoral especialmente con la vida vulnerable y vulnerada; violencia e inseguridad (197).
Ardorosos misioneros
8. Continuando con este aspecto (el ardor misionero) los adjetivos que califican la misión son fuertes: “ardorosos misioneros” (199), “entrega apasionada a su misión pastoral” (195) “sacerdote enamorado del Señor” (2001). Evidentemente que se quiere subrayar algo más que un buen trabajo de anuncio. Hay un compromiso afectivo-existencial en esta misión, que lleva a “cuidar del rebaño a ellos confiado” (199). La acción de cuidar implica dedicación esforzada y ternura; también entraña una valoración personal y situacional del rebaño: se cuida lo que es frágil, lo que es valioso, lo que puede estar en peligro... Y el origen de este cuidar ardoroso y apasionado nace y echa raíces en la misma “conciencia de pertenencia a Cristo” (145). Cuando ésta crece “en razón de la gratitud y alegría que produce, crece también el ímpetu de comunicar a todos el don de ese encuentro. La misión no se limita a un programa o proyecto, sino que es compartir la experiencia del acontecimiento del encuentro con Cristo, testimoniarlo y anunciarlo de persona a persona, de comunidad a comunidad y de la Iglesia a todos los continentes del mundo” (145)
9. Ligado al tema del sacerdote ardoroso misionero Aparecida invita a “la conversión pastoral” la cual “exige que se pase de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera. Así será posible que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial con nuevo ardor misionero, haciendo que la Iglesia se manifieste como una madre que sale al encuentro, una casa acogedora, una escuela permanente de comunión misionera” (370) Por razones de tiempo no voy a extenderme más en el tema de la conversión pastoral aunque en el Documento de Aparecida tenga una importancia capital. Baste aquí señalar que la conversión pastoral está íntimamente unida al ardor misionero, al celo apostólico.
10. Este ardor misionero es obra del Espíritu Santo; “se basa en la docilidad al impulso del Espíritu, a su potencia de vida que moviliza y transfigura todas las dimensiones de la existencia. No es una experiencia que se limita a los espacios privados de la devoción, sino que busca penetrarlo todo con su fuego y su vida. El discípulo y misionero, movido por el impulso y el ardor que proviene del Espíritu, aprende a expresarlo en el trabajo, en el diálogo, en el servicio, en la misión cotidiana” (284) Ya, en el umbral de la exhortación final, el Documento vuelve a señalar el protagonismo misionero del Espíritu Santo: “Llevemos nuestras naves mar adentro, con el soplo potente del Espíritu Santo, sin miedo a las tormentas, seguros de que la Providencia de Dios nos deparará grandes sorpresas” (551).
11. Para concluir este punto del ardor misionero quiero referirme a la exhortación final (552). Llama la atención que, en su redacción, Aparecida allí pegue un salto treinta años atrás hacia uno de los más bellos y vigorosos Documentos del Magisterio: la Evangelii Nuntiandi, y su última frase sea “Recobremos el valor y la audacia apostólicos”. En la cita de Evangelii Nuntiandi se destacan dos cosas: 1) la descripción del fervor espiritual como dulce y confortadora alegría de evangelizar, como ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir y 2) la idiosincrasia del apóstol en sentido negativo y positivo: “no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el Reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo”. La connotación negativa en la personalidad del apóstol se refiere a lo que, en el inicio del mismo número 80 de la Evangelii Nuntiandi, Pablo VI señalaba como “obstáculos” a la Evangelización que perduran en nuestro tiempo: “la falta de fervor tanto más grave cuanto que viene de dentro. Dicha falta de fervor se manifiesta en la fatiga y desilusión, en la acomodación al ambiente y en el desinterés, y sobre todo en la falta de alegría y esperanza”.
Servidores y llenos de misericordia
12. La actitud de servicio es una de las características que Aparecida pide a los sacerdotes. Nace de la doble dimensión: discípulos enamorados y ardorosos misioneros, y −de manera especial− se subraya para con los más débiles y necesitados. Cuando, en el n. 199, dice que el Pueblo de Dios siente necesidad presbíteros-discípulos configurados con el corazón del Buen Pastor y de presbíteros-misioneros, señala el principal trabajo de estos presbíteros: “cuidar del rebaño a ellos confiados y buscar a los más alejados”; pide que sean “presbíteros-servidores de la vida: que estén atentos a las necesidades de los más pobres, comprometidos en la esfera de los derechos de los más débiles y promotores de la cultura de la solidaridad. También de presbíteros llenos de misericordia, disponibles para celebrar el sacramento de la reconciliación”.
13. Que la opción por los pobres es “preferencial” significa que “debe atravesar todas nuestras estructuras y prioridades pastorales” (396). Iglesia “compañera de camino de nuestros hermanos más pobres, incluso hasta el martirio” (396). Se invita a hacerse amigos de los pobres” (257), a una “cercanía que nos hace amigos” (398), ya que hoy “defendemos demasiado nuestros espacios de privacidad y disfrute, y nos dejamos contagiar fácilmente por el consumo individualista. Por eso, nuestra opción por los pobres corre el riesgo de quedarse en un plano teórico o meramente emotivo sin verdadera incidencia en nuestros compartimientos y en nuestras decisiones” (397). Con sano realismo Aparecida reclama “dedicar tiempo a los pobres” (397). Así se dibuja el perfil de un sacerdote que “sale” hacia las periferias abandonadas reconociendo en cada persona “una dignidad infinita” (388). Esta opción por volverse cercano no tiene el sentido de “procurar éxitos pastorales, sino de la fidelidad en la imitación del Maestro, siempre cercano, accesible, disponible para todos, deseoso de comunicar vida en cada rincón de la tierra” (372)
14. Junto a este acercarse a y comprometerse con los pobres en todas las periferias de la existencia, Aparecida señala la experiencia espiritual de la misericordia como necesaria en el presbítero. La misericordia del Dios de la Alianza rico en misericordia (23). “Nos reconocemos como comunidad de pobres pecadores, mendicantes de la misericordia de Dios...” (100 h) y necesitados de abrirnos a “la misericordia del Padre” (249). Esta conciencia de pecador es fundamental en el discípulo y más si es presbítero. Nos salva de ese peligroso deslizarse hacia una habitual (y hasta diría normal) situación de pecado, aceptada, acomodada al ambiente, que no es otra cosa sino corrupción. Presbítero pecador sí, corrupto no.
15. Al considerarse vivencialmente como pecador el presbítero se hace, “a imagen del Buen Pastor,... hombre de la misericordia y la compasión, cercano a su pueblo y servidor de todos” (198): crece en “el amor de misericordia para con todos los que ven vulnerada su vida en cualquiera de sus dimensiones, como bien nos muestra el Señor en todos sus gestos de misericordia” (384). Aparecida le pide al presbítero “una espiritualidad de la gratitud, de la misericordia, de la solidaridad fraterna” (517) y que tenga, como Jesús, una particular misericordia con los pecadores (451) y entrañas de misericordia en la administración del sacramento de la reconciliación (177). La postura del sacerdote en este sacramento y en general ante la persona pecadora ha de ser precisamente ésta: la de entrañas de misericordia. Suele suceder que muchas veces nuestros fieles, en la confesión, se encuentran con sacerdotes laxistas o sacerdotes rigoristas. Ninguno de los dos logra ser testigo del amor de misericordia que nos enseñó y nos pide el Señor porque ninguno de los dos se hace cargo de la persona; ambos −elegantemente− se los sacan de encima. El rigorista lo remite a la frialdad de la ley, el laxista no lo toma en serio y procura adormecer la conciencia de pecado. Sólo el misericordioso se hace cargo de la persona, se le hace prójimo, cercano, y lo acompaña en el camino de la reconciliación. Los otros no saben de projimidad y prefieren sacarle el cuerpo a la situación, como lo hicieron el sacerdote y el levita con el apaleado por los ladrones en el camino de Jerusalén a Jericó.
Sacerdotes enamorados del Señor
16. En el párrafo 7 decía que la imagen del Buen Pastor suponía, para Aparecida, dos dimensiones: una ad intra, la de los discípulos enamorados del Señor y otra ad extra, la de ardorosos misioneros. Si bien ambas van juntas, desde el punto de vista lógico la dimensión misionera nace de la experiencia interior del amor a Jesucristo. Retomo, pues, esta dimensión de discípulos enamorados que solamente había esbozado en el n. 7. En la base de la experiencia de discípulo misionero aparece, como indispensable, el encuentro con Jesucristo: “Hoy, también el encuentro de los discípulos con Jesús en la intimidad es indispensable para alimentar la vida comunitaria y la actividad misionera” (154). La categoría de encuentro (n.21,28) es probablemente la categoría antropológica más utilizada y referenciada en Aparecida (cfr. índice temático, p.261). Ser cristiano no es el fruto de una idea sino del encuentro con una persona viva. Ya en el discurso inaugural del Papa aparece fuertemente y señala una real prioridad sobre la misión: “Ser discípulos y misioneros de Jesucristo y buscar la vida “en Él” supone estar profundamente enraizados en Él...”, y se cuestiona: “Ante la prioridad de la fe en Cristo y de la vida ‘en él’, formulada en el título de esta V Conferencia, podría también surgir otra cuestión: Esta prioridad, ¿no podría ser acaso una fuga hacia el intimismo, hacia el individualismo religioso, un abandono de la realidad urgente de los grandes problemas económicos, sociales, políticos de América Latina y del mundo, y una fuga de la realidad hacia un mundo espiritual?” (n.3). Luego de una enjundiosa explicación, concluye: “Discipulado y misión” son como dos caras de una misma medalla: cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de anunciar al mundo que sólo él nos salva (cfr. Hch 4:12). En efecto, el discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro” (ibid).
17. El presbítero, como discípulo, se “encuentra” con Jesucristo, da testimonio de que “no sigue a un personaje de la historia pasada, sino a Cristo vivo, presente en el hoy y el ahora de sus vidas” (Benedicto XVI, Discurso inaugural, 4). El presbítero, en sí mismo, es un receptor del kerigma y −por ello− tiene “una profunda experiencia de Dios” (199) y en su vida “el kerigma es el hilo conductor de un proceso que culmina en la madurez del discípulo de Jesucristo (278 a), un proceso que lleva al presbítero a cultivar una vida espiritual que estimula a los demás presbíteros” (191), a “ser un hombre de oración, maduro en su elección de vida por Dios, que hace uso de los medios de perseverancia, como el Sacramento de la confesión, la devoción a la Santísima Virgen, la mortificación y la entrega apasionada a su misión pastoral” (195).
Desafíos al presbítero y reclamos del pueblo de Dios
18. Como dije en el n. 1, Aparecida se refiere a situaciones que afectan y desafían la vida y el ministerio de nuestros presbíteros (192). Entre otras, menciona la identidad teológica del ministerio presbiteral, su inserción en la cultura actual y situaciones que inciden en su existencia. Las desarrolla en los párrafos anteriores. Las podemos leer allí. Aquí quiero detenerme en los reclamos del pueblo de Dios a sus presbíteros tal como los enumera el n. 199. Son 5 rasgos: a) que tengan profunda experiencia de Dios configurados con el corazón del Buen Pastor, dóciles a las mociones del Espíritu, que se nutran de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y de la oración b) que sean misioneros movidos por la caridad pastoral que los lleve a cuidar del rebaño a ellos confiados y a buscar a los más alejados... c) en profunda comunión con su Obispo, los presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas y laicos, d) servidores de la vida, que estén atentos a las necesidades de los más pobres, comprometidos en la defensa de los derechos de los más débiles y promotores de la cultura de la solidaridad, e) llenos de misericordia, disponibles para administrar el Sacramento de la reconciliación. Para conservar y hacer crecer esta identidad presbiteral se pide “una pastoral presbiteral que privilegie la espiritualidad específica y la formación permanente e integral de los sacerdotes” (200).
19. Detrás de estos reclamos explícitos está el ansia implícita que tiene nuestro pueblo fiel: nos quiere pastores de pueblo y no clérigos de Estado, funcionarios. Hombres que no se olviden que los sacaron de “detrás del rebaño”, que no se olviden “de su madre y de su abuela” (2Tim 1:5), que se defiendan de la herrumbre de la “mundanidad espiritual” que constituye “el mayor peligro, la tentación más pérfida, la que siempre renace −insidiosamente− cuando todas las demás han sido vencidas y cobra nuevo vigor con estas mismas victorias...” “Si esta mundanidad espiritual invadiera la Iglesia y trabajara para corromperla atacándola en su mismo principio, sería infinitamente más desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente moral. Peor aun que aquella lepra infame que, en ciertos momentos de la historia, desfiguró tan cruelmente a la Esposa bienamada, cuando la religión parecía instalar el escándalo en el mismo santuario y, representada por un Papa libertino, ocultaba la faz de Jesucristo bajo piedras preciosas, afeites y espías... La mundanidad espiritual “es aquello que prácticamente se presenta como un desprendimiento de la otra mundanidad, pero cuyo ideal moral, y aun espiritual, sería en lugar de la gloria del Señor, el hombre y su perfeccionamiento. La mundanidad espiritual no es otra cosa que una actitud antropocéntrica... Un humanismo sutil enemigo del Dios Viviente −y, en secreto, no menos enemigo del hombre− puede instalarse en nosotros por mil subterfugios” (De Lubac, Meditaciones sobre la Iglesia, Desclée, Pamplona 2ª. ed., pp.367-368).
20. El pueblo fiel de Dios, al que pertenecemos, del que nos sacaron y al que nos enviaron tiene un especial olfato originado en el sensus fidei para detectar cuando un pastor de pueblo se va convirtiendo en clérigo de Estado, en funcionario. No es lo mismo que el caso del presbítero pecador: todos lo somos y seguimos en el rebaño. En cambio el presbítero mundano entra en un proceso distinto, un proceso −permítaseme la palabra− de corrupción espiritual que atenta contra su misma naturaleza de pastor, lo desnaturaliza, y le da un status diferenciado del santo pueblo de Dios. Tanto el Profeta Ezequiel como San Agustín en su “De Pastoribus” lo describe en la figura del que se aprovecha del rebaño: usufructúa su leche y su lana. Aparecida en todo su mensaje a los presbíteros, apunta a esa identidad genuina de “pastor de pueblo” y no a la adulterada de “clérigo de Estado”.
Brochero, 11 de septiembre de 2008.
Card. Jorge Mario Bergoglio SJ, arzobispo de Buenos Aires
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