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Hemos elegido como punto de partida un relevante texto de Joseph Ratzinger, ‘Verdad y libertad’, en el que el teólogo alemán efectúa una penetrante crítica de la concepción de la libertad más difundida en nuestros días, a la que vincula genéticamente con la Ilustración
1. El texto escogido
El tema de las relaciones entre verdad y libertad reviste una amplitud y una complejidad desmesuradas, que hacen muy difícil su abordaje con cierta acribia en los estrechos límites de un simple artículo. Por ello, necesita ser circunscripto de algún modo, de manera de hacer posible un tratamiento que, siendo relativamente breve, no pierda el atractivo de las cuestiones fundamentales, ni se diluya en la consideración de algún aspecto periférico de la problemática. Con esta finalidad de ajustar el tratamiento del tema propuesto para los debates de esta Semana, hemos elegido como punto de partida un relevante texto de Joseph Ratzinger[1], en el que el teólogo alemán efectúa una penetrante crítica de la concepción de la libertad más difundida en nuestros días, a la que vincula genéticamente con la Ilustración, para proponer luego las vías del necesario reencuentro de la libertad humana con la verdad acerca del hombre, de las cosas humanas y, más radicalmente, de Dios.
Ratzinger comienza su tratamiento del tema con una comprobación fenomenológica: la libertad es, para el hombre contemporáneo, el bien o valor supremo, al cual se subordinan todos los demás. Por otra parte, la opinión común tiende a reaccionar con suspicacia ante el concepto de verdad, suspicacia que tiene su raíz, según Ratzinger, en el escepticismo, alimentado por las ciencias de la naturaleza, en relación con todo aquello que no se puede explicar exactamente o no se puede demostrar mediante métodos exactos: todo eso parece ser en definitiva sólo una asignación subjetiva de un valor, que no puede aspirar a un carácter universalmente vinculante[2].
Esta primacía absoluta de la libertad adoptada por la opinión común del hombre contemporáneo, lleva necesariamente, en el orden de la ordenación moral de las praxis humanas, a la afirmación de la libertad como el derecho y la oportunidad de hacer simplemente lo que queramos y no tener que hacer cosa alguna que no deseemos llevar a cabo. Dicho en otros términos —concluye el teólogo alemán— la libertad significaría que nuestra propia voluntad es la única norma de nuestra acción y que no sólo podemos desearlo todo, sino además tenemos la posibilidad (moral) de realizar los deseos de esa voluntad[3]. En un trabajo anterior al que estamos reseñando, el cardenal alemán afirma, acerca de este mismo tema, que “bajo la influencia de algunas corrientes de pensamiento, se concibe a la libertad como un absoluto, como la posibilidad o, incluso, la necesidad para el ser humano de elegirse en cada momento y, por lo tanto, de crear continuamente los valores que guían su comportamiento”[4].
Pero sucede que este movimiento de exaltación de la libertad que prevalece en la segunda mitad de nuestro siglo, genera cada vez .más dudas y perplejidades en la conciencia de nuestros contemporáneos. En efecto, apunta Ratzinger, el marxismo, que pretendió ser el camino científicamente garantizado hacia la libertad y la creación de un nuevo mundo liberado de todo dominio, “no funcionó en la forma prometida. Nadie puede seguir negando seriamente —continúa el cardenal— que este presunto movimiento de liberación ha sido [...] el mayor sistema de esclavitud de la historia moderna”[5]. Por su parte, la aparente superioridad moral del sistema liberal respecto del comunismo, no puede ser tampoco motivo de entusiasmo: los fenómenos de la exclusión social, del desempleo masivo, de la explotación humana en el campo laboral, de la extensión del crimen organizado, de la generalización del aborto, y tantos otros de un sentido y alcance similares, han significado una pérdida de la esperanza para una gran cantidad de seres humanos y han dado lugar a lo que Ratzinger denomina, siguiendo al filósofo polaco Andrej Szizypiorski, “el dilema de la libertad”.
Para intentar una resolución de ese dilema, el pensador alemán se remite a los fundamentos de la idea actual de la libertad, fundamentos que sitúa inequívocamente en el pensamiento de la modernidad y, más propiamente, en el de la Ilustración, formulando a ese respecto la siguiente pregunta: “¿Son los fundamentos de la Ilustración europea, en los cuales descansa el desarrollo histórico actual de la libertad, falsos o al menos deficientes?”[6]. Su respuesta comienza con la afirmación de que “la libertad ha sido desde el comienzo el tema de la época que podemos llamar moderna. La ruptura repentina con el viejo orden para ir en busca de nuevas libertades, es el único motivo que justifica la distinción de un nuevo período”[7].
Luego de unas agudas consideraciones acerca de la responsabilidad de la Reforma y en especial del pensamiento de Martín Lutero en la formulación de la idea moderna de libertad, Ratzinger se concentra en el pensamiento de la Ilustración, segunda etapa de la era moderna y la matriz más inmediata de la concepción contemporánea predominante de la libertad. “Es común a toda la Ilustración —escribe el cardenal— el deseo de emancipación, inicialmente en el sentido kantiano del sapere aude, atreverse a usar la razón por sí mismo. Kant impulsa vehementemente a la razón individual a liberarse de los lazos de la autoridad, la cual debe someterse plenamente a un examen crítico. Sólo se otorga validez a lo accesible mediante los ojos de la razón. Este programa filosófico —afirma Ratzinger— es por su propia naturaleza también de carácter político: la razón reinará y en definitiva no se acepta otra autoridad fuera de la razón”[8].
Enseguida de esta afirmación, el autor que reseñamos efectúa, siguiendo en este punto el pensamiento de Martin Kriele[9], una clarificadora distinción entre la Ilustración anglosajona, centrada en la idea de derechos humanos y de libertad política, y la Ilustración más radical, heredera de las ideas de Rousseau, en la que se encuentra la raíz de las concepciones que ponen a la liberación integral del hombre en el centro del pensamiento y se oponen a las formas de libertad reguladas políticamente. Aquí el pensador alemán trae a colación las figuras de Marx, Nietzsche y Sartre, como los principales profetas de la concepción radicalmente emancipadora de la libertad, donde la ruptura entre libertad y verdad es más decisiva y, a la vez, más destructiva para el hombre. “Al liberarnos de la verdad. —escribe Ratzinger— no obtenemos la libertad pura, sino su abolición. La libertad anárquica, considerada radicalmente, no redime, sino que convierte al hombre en una criatura extraviada, en un ser sin sentido”[10].
Y llegado el momento de buscar las respuestas pertinentes a las cuestiones planteadas, el cardenal sostiene que “el punto crítico de la historia de la libertad en el cual nos encontramos ahora, descasa en una idea poco clara y unilateral de la libertad. Por una parte el concepto de libertad se ha aislado y por consiguiente falsificado: la libertad es un bien, pero únicamente dentro de una red de otros bienes, junto con los cuales constituye una unidad indisoluble. Por otra parte, la noción misma se ha restringido estrechamente, abarcando únicamente los derechos de la libertad individual, con lo que ha quedado desprovista de su verdad humana[11]. Ratzinger ejemplifica esto con una referencia al fenómeno de la generalización del aborto, en el que se esgrime un derecho de libertad que termina violando la estructura esencial de la vida humana, que sólo puede pensarse como un ser con otros, que existe desde otros y alcanza su sentido siendo para otros. Por el contrario afirma el pensador alemán, “el clamor radical por la libertad exige la liberación del hombre de su esencia misma de hombre, de tal manera de convertirse en un hombre nuevo: en la nueva sociedad, las dependencias que limitan al yo y el deber de donarse a sí mismo no tendrían derecho a seguir existiendo[12] [...].
En este punto, el cardenal vincula este movimiento de ruptura entre libertad y verdad con el rechazo de gran parte del pensamiento contemporáneo a la dimensión trascendente de la existencia, más concretamente del vínculo constitutivo del hombre con su Dios creador; y de allí concluye que “la meta implícita de todas la luchas por la libertad de la modernidad, es llegar a ser en definitiva como un dios, que no dependa de nada ni de nadie y cuya propia libertad no esté restringida por la de otro ser [...]. El deseo de ser totalmente libres, sin la concurrencia de otras libertades, sin un ‘a partir de’, un ‘con’, ni un ‘para’, no presupone la imagen de Dios, sino la de un ídolo [...]. El error fundamental de este deseo radicalizado de libertad reside en la idea de una divinidad concebida como puro egoísmo. El dios concebido de esa manera —concluye— no es propiamente Dios, sino un ídolo”[13]. Por todo lo anterior, queda claro que cada vez que existe una tentativa de liberamos de ese patrón establecido por la realidad del hombre y por la realidad divina, “no estamos en camino hacia la divinidad, sino hacia la deshumanización, hacia la destrucción del propio ser mediante la destrucción de la verdad [...]; la libertad —afirma Ratzinger— está asociada a una medida, a la medida de la realidad, que es la verdad. La libertad de destruirse a sí mismo o destruir a otro no es libertad, sino parodia demoníaca”[14].
Por el contrario, la vinculación de la libertad con la realidad del hombre y de Dios, nos conduce a vincular intrínsecamente esa libertad con la responsabilidad, con la vinculación del obrar humano con el bien total. “La mayor libertad —sostiene el cardenal— implica mayor responsabilidad, y eso incluye la aceptación de los vínculos cada vez mayores requeridos por las exigencias de la existencia en común de la humanidad y por la conformidad con la esencia del hombre”[15]. Y cuando se trata de llenar de contenido esa responsabilidad, Ratzinger critica la propuesta de Hans Küng de buscarlo en el ethos común a todas las religiones, así como los ensayos meramente consecuencialistas y, sobre todo, los intentos de recurrir al consenso en la búsqueda de los contenidos de la moralidad. En oposición a esto, el teólogo alemán afirma que “nuestra respuesta a la pregunta anterior es que existe la verdad común de una humanidad única presente en todos los hombres; la tradición ha llamado a esa verdad “naturaleza” humana [...]; existe —concluye este autor— una idea divina, el “hombre”, a la cual debemos responder. En esta idea, la libertad y la comunidad, el orden y la preocupación por el futuro constituyen una totalidad única”[16].
Ratzinger concluye su trabajo sosteniendo que la noción ilustrada de libertad debe ser corregida al menos en tres puntos fundamentales: I) ante todo, con la afirmación de que la libertad no es mera emancipación, sino que debe ser orientada, para no conducir al engaño ya la autodestrucción, por la verdad de lo que somos: un ser a partir de, con y para la realidad de Dios y de los hombres; II) con la convicción de que nunca se alcanzará, aquende la muerte, un estado de cosas ideal de la existencia humana y jamás se logrará un orden definitivo de la libertad; en otras palabras, el mito del mundo liberado del futuro, donde todo será diferente y bueno, es falso, y la única. tarea posible es la de “preservar el bien ya obtenido, superar los males existentes y resistir la irrupción de las fuerzas destructivas”[17]; y III) aceptando que es preciso descartar de una vez y para siempre el sueño de la autonomía absoluta y de la autosuficiencia de la razón; por el contrario, es preciso recordar que “no se puede renunciar a la idea de Dios, ni a la idea de una verdad del ser de carácter ético. Si no existe una verdad acerca del hombre, éste carece de libertad. Sólo la verdad hace libre al hombre”[18].
2. El paradigma ético contemporáneo
No caben dudas hoy en día acerca de que la teoría ética contemporánea es hija de la Ilustración y de su concepto de libertad; en efecto, los ilustrados rompieron con las tres fuentes consagradas de la objetividad y de la fundamentación ética: la tradición, la Revelación y la naturaleza humana, abriendo así la pendiente hacia el subjetivismo y del autonomismo individual. Por otra parte, la idea de liberación o emancipación, de origen cristiano, fue radicalmente secularizada, considerándose que el hombre debía liberarse, ya en este mundo, de toda sujeción que no se impusiera a sí mismo. Esta idea de liberación, por otra parte, fue extendiéndose paulatinamente a todos los ámbitos de la vida humana y, de ese modo, alcanzó al ámbito religioso, económico, político, científico y, finalmente, ético.
En este último caso, la pretensión ilustrada se concretó en la afirmación radical de que el hombre debía emanciparse de toda regla heterónoma, es decir, de toda regla que no lo tuviera como autor integral y originario. En especial, quedaban privadas de todo valor las normas que recibían su fundamento de una apelación a la naturaleza humana. Hume fue especialmente explícito en este sentido, sosteniendo que resultaba ilegítima cualquier pretensión de derivar proposiciones normativas a partir de proposiciones descriptivas de las notas de la naturaleza humana, en una afirmación que recibió posteriormente el merecido título de “Ley de Hume”. Hay que recordar aquí, además, que la naturaleza a la que hacían referencia los ilustrados era sólo la naturaleza infrahumana, entendida de modo mecanicista y, finalmente, determinista. Era bien claro que de la naturaleza así concebida, observada además con la mediación del prejuicio empirista, no podía extraerse ninguna indicación normativa acerca de las líneas fundamentales de la perfección humana y de los medios para alcanzarla; esta actitud con posterioridad fue correctamente denominada con el expresivo nombre de “antiperfeccionismo”. Además, Hume proscribió toda posibilidad de una ética racional, ya que las dos únicas fuentes del conocimiento cierto eran para él la percepción empírica y las tautologías matemáticas; la razón sólo podía cumplir, en el ámbito de la conducta humana, la función de una esclava de las pasiones y de los sentimientos[19].
Por su parte, Kant decidió centrar la ética en la noción de autonomía entendida etimológicamente, es decir, como la capacidad de la razón de otorgarse a sí misma las reglas del obrar humano. “La autonomía de la voluntad —escribió el filósofo de Königsberg— es la propiedad que tiene esta facultad de tener en sí misma su ley [...]. El principio de la autonomía —concluye— es el único de la moral”[20]. Ahora bien, Kant era bien consciente de que la aplicación absoluta de ese principio era el comienzo de una pendiente que lo llevaría al relativismo subjetivista y, en definitiva, a la extinción de toda moral objetiva; por ello, para evitar esta consecuencia, recurrió la elaboración de varios expedientes, uno de los cuales consistía en la aplicación a los principios de la moral del test de la universalización, según el cual todo principio de la conducta humana sólo revestiría carácter moral si podía ser pensado al mismo tiempo como principio de una legislación universal. “Obra de tal modo —afirmaba el principio— que la máxima de tu conducta pueda ser principio de una legislación universal”[21]. Y este principio, aplicado a la conducta social y jurídica, recibía a su vez la siguiente formulación: “Obra externamente de tal modo que el uso libre de tu arbitrio pueda coexistir con la libertad de los demás según una ley universal”[22].
Ahora bien, sucede que estos dos autores —Hume y Kant— son las fuentes principales de lo que podemos llamar el paradigma ético contemporáneo, es decir, la matriz según la cual se construyen en la actualidad la gran mayoría de las teorías éticas. Este paradigma, que ha sido desarrollado y criticado por Henry Veatch en un trabajo denominado “¿Es Kant la eminencia gris de la teoría moral contemporánea?”[23], puede expresarse, siguiendo a este autor, de la siguiente manera: cada individuo es un ente fundamentalmente apetitivo, autónomo para buscar su gratificación como mejor le parezca, con la única condición de que, en esa prosecusión, no impida o perjudique la misma búsqueda de los demás hombres. Es bien claro que la fórmula central de este paradigma es muy similar a la kantiana, con la única diferencia de que el individuo trascendental kantiano ha sido sustituido, por mediación de la concepción positivista analítica heredera de Hume, por el individuo empírico concreto, tal como aparece a la observación sensible, con todas sus pulsiones, apetitos y deseos.
Se trata, por lo tanto, de un paradigma estrictamente antiperfeccionista, es decir, elaborado sobre la negación radical de la posibilidad de conocer los elementos básicos de la perfección humana y, por lo tanto, también de la posibilidad de orientar hacia esa perfección la conducta de los hombres. Y el principal argumento que se esgrime en la filosofía moral contemporánea en defensa de ese modelo antiperfeccionista, es el de la pluralidad de las concepciones acerca del bien o perfección humana que coexisten en la sociedades de nuestros días, pluralidad que haría imposible, según este argumento, el establecimiento de un ideal único del bien humano y, en consecuencia, de un ethos general con efectiva vigencia en esas sociedades. Desde esta perspectiva, un ethos único, comunitario, con pretensiones de universalidad, es propio de las sociedades premodernas, hoy en día felizmente superadas por las sociedades pluralistas y tolerantes en las que nos toca vivir.
Pero sucede que aún los más recalcitrantes defensores del pluralismo ético deben aceptar que una sociedad totalmente desprovista de reglas comunes abocaría necesariamente al caos y la anarquía, transformando a la vida social en la lucha de todos contra todos que Hobbes reservaba para su deplorable estado de naturaleza. Por ello, los constructores del paradigma ético contemporáneo han debido aceptar por lo menos un principio ético común destinado a salvar la convivencia: el que John Stuart Mill llamó “principio de daño” y Kant “imperativo jurídico”, es decir, la regla según la cual cada uno, en el despliegue de su autonomía, debe al menos no causar daños a sus semejantes y respetar el ejercicio de la misma autonomía por parte de los demás. Según esos autores, este principio es el único en el que pueden convenir hombres con culturas, religiones y ethos diferentes, configurándose de ese modo la ética social mínima que preside las sociedades pluralistas de nuestros días. Todo lo demás, lo referente a la realización personal en el trabajo, a la vida familiar, a la plenitud del conocimiento, a la riqueza de la cultura, a la amistad, y a todas las restantes dimensiones de la perfección humana, queda librado al “plan de vida” que cada individuo ha de elaborar autónomamente y que no puede ser sujeto a valoración conforme a criterios ajenos al mismo “proyecto vital”, ya que, siempre según este paradigma, I) no existe un criterio objetivo y universal de perfección humana, y II) los criterios elaborados por cada individuo valen sólo para los sujetos que los formulan y sus baremos no pueden ser extendidos a los demás sujetos[24].
Ahora bien, este modelo ético, acerca de cuya generalización en nuestros días no pueden quedar dudas, aboca necesariamente a una serie de consecuencias negativas para la misma existencia de la moral. En efecto, en primer lugar, el paradigma contemporáneo supone una drástica reducción de los contenidos éticos a sólo una de las dimensiones de la ética social: la que regula las acciones que implican daño directo a otras personas. Todo el resto, es decir, tanto la ética personal como la ética social referida a bienes comunes, quedaría, en esta perspectiva, fuera del ámbito de la ética. Dicho de otro modo, se excluiría del campo moral todo lo que puede llamarse la ética de la excelencia, es decir, aquella ordenada a la prosecución de la perfección o plenitud propiamente humana[25]. De esa manera, el paradigma ético que estudiamos sólo daría cuenta de una mínima porción de la experiencia moral, dejando fuera de su consideración los aspectos de mayor relevancia de ordenación de la praxis humana. Todo se resuelve entonces, en el más absoluto permisivismo moral, en el que todo aquello que no cause un daño directo a otro individuo, queda fuera de la regulación ética y remitido al amplísimo ámbito de la autonomía personal.
De este modo, y tal como lo ha puesto de relieve Ratzinger en el texto que reseñamos, quedan sin solución adecuada los más acuciantes problemas ético-sociales contemporáneos. En efecto, ni la exclusión social, ni la corrupción gubernamental y privada, ni la degradación del ambiente, ni los abusos de la biogenética, pueden resolverse en términos del daño causado por un individuo a otro. Por supuesto que menos aún pueden abordarse con éxito los problemas vinculados a las dimensiones más personales del hombre, como los que se refieren a las relaciones intrafamiliares, al cobijo de los ancianos, a la extensión cada vez mayor de las adicciones, a la soledad y pérdida de sentido de la vida de un número cada vez mayor de personas y a tantos problemas más de carácter constitutiva e innegablemente ético.
Pero donde más se pone de manifiesto la deficiencia del paradigma ético contemporáneo, es en la imposibilidad de fundamentar la educación moral, ya que si todo el ámbito de la conducta humana que no cause daño directo a otro queda librado a la autonomía de cada individuo, no se alcanza a ver cuál podría ser el fundamento racional de la formación moral de los niños conforme a parámetros objetivos asumidos por los padres o el Estado; en rigor, habría que dejarlos que construyeran autónomamente su propio “plan de vida”, sin interferir en su libertad para formularlo y llevarlo a cabo, ya que hacerlo significaría, en términos de Dworkin tratarlos “con desigual consideración y respeto”[26]. Por supuesto que, también, y tal como lo ha denunciado Mac Intyre[27], el paradigma contemporáneo hace definitivamente irresolubles los desacuerdos y controversias morales entre los hombres, toda vez que la ausencia de un punto de referencia objetivo —como lo era en la ética clásica la naturaleza humana— conforme al cual medir la adecuación o inadecuación de las propuestas éticas, torna irrealizable esa imprescindible tarea.
Finalmente, es oportuno consignar que el paradigma ético contemporáneo está estructurado sobre el supuesto de una antropología-psicología fuertemente cuestionable, cual es la que concibe a la operación moral del hombre como desvinculada de su afectividad, de sus hábitos operativos y, en general, del conjunto finalizado y temporal de su vida[28]. En efecto, para la concepción moral que tiene su origen en la Aufklärung, la ética tiene como objeto exclusivo la acción humana considerada individualmente, con abstracción de su significado para el conjunto de la vida, de su desarrollo en el tiempo[29] y de su contribución o impedimento al logro de la perfección humana como un todo. Es por ello que este paradigma ha excluido expresamente del marco de la ética la noción de virtud[30], y ha considerado posible —y a veces hasta aconsejable— la realización de una vida pública altamente moral en el contexto de una vida privada decididamente viciosa. Esta ruptura de la unidad operativa del hombre, que ha recluido a la moral en el ámbito de lo público, proponiendo una moral mínima y empobrecida, ha resultado finalmente inviable, ya que la realidad de la vida humana ha mostrado la imposibilidad real de una actividad pública proba, coexistente con una aceptada inmoralidad personal; el difundido fenómeno de la corrupción pública, no es sino una de las manifestaciones más definidas de esta imposibilidad.
3. Conclusión: Ética, Verdad Y Libertad
Al llegar el momento de sintetizar las correspondientes conclusiones, es conveniente volver a la problemática inicial, ya que en realidad el fracaso del paradigma ético contemporáneo se debe principalmente a su propósito estructural de desvincular la libertad humana de la verdad de las cosas y de la verdad de Dios. Efectivamente, al concebir la autonomía humana como absoluta, al desvincular a la libertad de su naturaleza propia y negar a la razón práctica la posibilidad de conocer y perseguir la perfección humana, ese modelo ha destruido los fundamentos racionales de la normatividad ética y ha cegado las posibilidades de alcanzar un baremo estrictamente objetivo de la moralidad. La minimización de la ética, el permisivismo extremo, la imposibilidad de la educación moral y de la resolución de las controversias éticas, así como la pérdida de la noción de virtud, no son sino algunas de las consecuencias más directas de ese punto de partida.
Por todo esto, no parece quedar otra alternativa, para evitar el desconcierto y la esterilidad de la ética contemporánea predominante, que abandonar el supuesto ilustrado de la desvinculación radical entre la libertad humana y la verdad de las cosas, y reiniciar la tarea de refundamentación de la moralidad a partir de un rescate y revaloración de la verdad como punto de partida de la consideración ética. En esa tarea, que hoy en día se presenta como ardua, extensa y trabajosa, resulta especialmente conveniente recurrir a las enseñanzas de Tomás de Aquino, recientemente revalorizadas por la encíclica Fides et Ratio de Juan Pablo II[31], que constituyen un venero de enseñanzas de una especial objetividad y perennidad y que han revelado siempre una especial aptitud para contribuir al develamiento de la verdad[32]. Todo esto recordando, una vez más, que sólo la verdad hace libres a los hombres.
Carlos Ignacio Massini Correas
Universidad de Mendoza
Universidad Nacional de Cuyo
[1] Cfr. J. Ratzinger, “Verdad y libertad”: Humanitas (Santiago de Chile) 14 (1999) 199-222. En adelante VL.
[2] VL 199.
[3] VL 200.
[4] J. Ratzinger, La fe como camino. Contribución al ethos cristiano en el momento actual, trad. J. M. Yanguas, EIUNSA, Barcelona 1997, p. 66.
[5] VL 20l.
[6] VL 203.
[7] VL 204.
[8] VL 205.
[9] Vide M. Kriele, Liberación e Ilustración, trad. C. Gancho, Herder, Barcelona 1982.
[10] VL 211.
[11] Ibid.
[12] VL 213.
[13] Ibid.
[14] VL 214.
[15] VL 215.
[16] VL 217-218.
[17] VL 221.
[18] VL 222.
[19] Sobre la doctrina ética de Hume, vide C. I. Massini Correas, La falacia de la falacia naturalista, Mendoza, Argentina, 1995.
[20] I. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, trad. J. Mardomingo, Ariel, Barcelona 1996, p. 173.
[21] Ibid., p. 211.
[22] I. Kant, Metafísica de las costumbres, trad. A. Cortina y J. Conill, Tecnos, Madrid 1994, p. 40.
[23] Cfr. H. Veatch, “Is Kant the Grey Eminence of Contemporary Ethical Theory?”: Ethics 90-92 (1980) 218.
[24] Sobre este paradigma, vide C. I. Massini Correas, “La concepción deontológica de la justicia: el paradigma kantiano”, por aparecer en Anuario de Derecho, Universidad de La Coruña, 1999.
[25] Vide L. Fuller, The Morality of Law, Yale U. P., New Haven & London 1969, pp. 9 ss.
[26] R. Dworkin, Los derechos en serio, trad. M. Guastavino, Ariel, Barcelona 1995, passim.
[27] Cfr. A. Mac Intyre, Aprèsh la vertu, trad. L. Bury, PUF, Paris 1997, pp. 25-55.
[28] Vide G. Abbà, Felicità, vita buona e virtù, LAS, Roma 1989; y N. J. H. Dent, The Moral Psychology of the Virtues, Cambridge University Press, Cambridge 1984.
[29] Vide A. Vigo, Zeit und Praxis bei Aristoteles, Karl Alber, Freiburg im Breisgau 1996.
[30] Vide R. Crisp & M. Slote (Eds.), Virtue Ethics, Oxford University Press, Oxford 1997.
[31] Cfr. Fides et ratio, n. 78. Sobre esta encíclica, véase A. Llano, “Audacia de la razón y obediencia de la fe”, en J. Antúnez Aldunate (Ed.), Comentarios a Fides et ratio, Cuadernos de Humanitas, Santiago de Chile 1999, pp. 28-40.
[32] Como ejemplo de la actualidad de ese pensamiento, me remito a dos libros publicados recientemente en la Argentina: M. C. D. M. de Gandolfi, Amor y Bien. Los problemas del amor en Santo Tomás de Aquino, EDUCA, Buenos Aires 1999; y J. Martínez Barrera, Reconsideraciones sobre el pensamiento político de Santo Tomás de Aquino, EFF, Mendoza, Argentina, 1999.
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