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La pregunta por el papel –o incluso simplemente la cabida− de la fe en la institución y vida universitarias resulta ineludible y de gran importancia intelectual y cultural. Pues, si la universidad es “la casa donde se busca la verdad”, preguntarse por la fe en el ámbito universitario equivale a cuestionar tanto el valor de verdad de la fe, como el límite o alcance de la verdad de las ciencias que allí se cultivan. Más aún, es preguntarse por lo que significa propiamente pensar, por su método y sus contenidos; en definitiva, significa tratar de aclarar el sentido en que podemos concebir nuestra razón y, por ende, a nosotros mismos como seres racionales.
Sin duda, ningún lugar como la universidad es tan apto y propicio para plantearse estos interrogantes, con espíritu de abnegado servicio, que aspiran a alcanzar una plenitud no sólo intelectual, sino también vital. Al trabajo universitario pueden muy bien aplicarse estas palabras del hoy Papa Francisco al inicio del Año de la fe: “Cruzar el umbral de la fe es el trabajo vivido con dignidad y vocación de servicio, con la abnegación del que vuelve una y otra vez a empezar sin aflojarle a la vida, como si todo lo ya hecho fuera sólo un paso en el camino hacia el reino, plenitud de vida” (Homilía del entonces Cardenal Bergoglio, el 1.X.2012, en la inauguración del Año de la Fe)
Incluimos el texto y ">el vídeo de la intervención de Leonardo Rodríguez Duplá, Profesor Titular en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense (Madrid), durante la jornada “La fe en la universidad”, organizada por el Instituto de Antropología y Ética y el grupo de investigación “Ciencia, razón y Fe” (CRYF), en la Universidad de Navarra el día 19 de febrero de 2013, actividad que se enmarcaba en el Año de la Fe, convocado por la Iglesia católica en Octubre de 2012 y que será clausurado en noviembre de 2013.
En las páginas que siguen sugiero que la presencia de la fe en la universidad es, al menos desde la perspectiva del cristianismo, una exigencia que se desprende del modo como esta religión se ha entendido a sí misma a lo largo de su historia. En beneficio de esta hipótesis voy a invocar primeramente el testimonio del pensador judío Leo Strauss, en su calidad de estudioso de la filosofía medieval. Al comparar la actitud las tres religiones monoteístas respecto al pensamiento racional, Strauss advierte que, a diferencia del judaísmo y el Islam, el cristianismo siempre buscó el encuentro con la razón filosófica. Para elaborar esta idea y remontarla a los orígenes mismos del cristianismo, recurriré luego a algunas tesis muy características del pensamiento de Joseph Ratzinger. Por último, y en esto seré muy breve, expondré mi convicción de que la presencia de la fe en la universidad no puede ser sólo testimonial, implícita o latente. Lo verdaderamente deseable sería que hubiera facultades de teología también en las universidades públicas, como ocurre por ejemplo en Alemania.
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Hoy es frecuente aludir a la dimensión más existencial de nuestro problema valiéndose del rótulo “Atenas y Jerusalén”. Estos términos no sirven aquí para designar dos ciudades célebres, sino dos modos de vida: Atenas representa la vida de conocimiento, la búsqueda autónoma de la verdad por el camino de la razón natural; Jerusalén representa la obediencia a la fe religiosa heredada de los mayores.
¿Cuál es la relación entre estas dos maneras, aparentemente tan diversas, de entender la existencia humana? En ocasiones se ha pensado que la relación es antitética. No debería decirse “Atenas y Jerusalén”, sino más bien “o Atenas o Jerusalén”, ya que esos términos designan actitudes que no es posible conjugar. Éste era, por ejemplo, el parecer de Tertuliano, quien, identificando a la Iglesia con la Nueva Jerusalén, escribía en el siglo III: “¿Qué tienen en común Atenas y Jerusalén, la Academia y la Iglesia, los herejes y los cristianos?”[1]. Es verdad que esta misma opinión reaparece aquí y allá a lo largo de la historia del cristianismo (por ejemplo en Pedro Damián o en Lutero), pero nunca fue la opinión dominante en la tradición cristiana. Antes bien, el pensamiento cristiano, desde san Justino a nuestros días, ha afirmado la convergencia de la cultura pagana y el mensaje cristiano de salvación. La posición de Tertuliano casa bien con el irracionalismo suscrito por este autor, y precisamente por ello es un cuerpo extraño en el tejido de la autocomprensión cristiana.
Más interés tiene para nosotros el caso de quienes también rechazan la síntesis de Atenas y Jerusalén, pero lo hacen por razones inversas a las de Tertuliano. No es que desconfíen de la capacidad de la razón humana para conocer la verdad, sino que ven en la fe religiosa un obstáculo insalvable para la libre investigación racional de la verdad. La aceptación de una fe revelada por parte de un filósofo o investigador digno del nombre sería, en realidad, un acto de mala fe, pues presupone el “sacrificio del intelecto”.
En el filósofo judío secularizado Leo Strauss tenemos un exponente muy conocido de este modo de ver las cosas. En su célebre libro Derecho natural e historia, Strauss se expresaba del siguiente modo:
El hombre no puede vivir sin luz, guía, conocimiento; sólo mediante el conocimiento del bien puede encontrar el bien que necesita. La cuestión fundamental, por tanto, es si los hombres pueden adquirir ese conocimiento del bien, sin el cual no pueden guiar sus vidas individual o colectivamente, mediante el solo esfuerzo de sus facultades naturales, o si para alcanzar ese conocimiento dependen de la revelación divina. No hay alternativa más fundamental que ésta: o guía humana, o guía divina. La primera posibilidad es característica de la filosofía o de la ciencia en el sentido original de la palabra, la segunda es presentada en la Biblia. No cabe escapar al dilema mediante ninguna armonización o síntesis. Pues tanto la filosofía como la Biblia proclaman que cierta cosa es la única necesaria, la única que en último término cuenta, y la única cosa necesaria proclamada por la Biblia es lo contrario de la proclamada por la filosofía: una vida de amor obediente frente a una vida de conocimiento libre. En todo intento de armonización, en toda síntesis, por impresionante que sea, uno de los dos elementos opuestos es sacrificado al otro de un modo más o menos sutil, pero en todo caso de modo inevitable: la filosofía, que pretende ser la reina, pasa a ser la sierva de la revelación, o a la inversa[2].
La forzosidad de tener que elegir entre razón y revelación fue vivida por el propio Strauss con especial dramatismo. Es impresionante a este respecto el testimonio del también filósofo Hans Jonas, que nos cuenta acerca de su amigo Strauss lo siguiente:
La casa de sus padres había sido ortodoxa, y él se había desprendido con grandes tribulaciones espirituales de la educación tradicional de su juventud. No le había resultado fácil hacer de la filosofía su pauta de conducta, es decir, liberarse de todas las definiciones dogmáticas preconcebidas respecto a las cuestiones últimas de Dios y del mundo. Esta libertad, que es necesaria para el filosofar e incompatible con la fe en una determinada religión o revelación o simplemente en un Dios, esta necesidad espiritual de hacerse ateo para poder ser filósofo, le atormentó toda su vida. Cierto que tomó la decisión, pero nunca se pudo liberar del sentimiento de hacer cometido con ello algo cuyo acierto nunca podría probarse definitivamente. Esto lo sumía una y otra vez en una cierta duda fundamental acerca de si el camino de la ilustración racional, que está ligado a la negación de dogmas fijos, se corresponde con la verdad y es saludable para el hombre. Por decirlo así, sufrió por la necesidad de ser ateo. Esto me lo mostró una experiencia de la emigración. Cuando llegué a Inglaterra en 1933, también él estaba allí, y en lo sucesivo nos vimos a menudo. […] Un día de otoño −debió de ser en 1934− fuimos a pasear a Hyde Park. Habíamos camino un rato juntos y en silencio. Repentinamente se volvió a mí y dijo: “Me siento fatal”. Le dije: “Yo también”. ¿Y por qué? Era Yom Kippur, el día de la reconciliación, y nosotros no habíamos ido a la sinagoga, sino que fuimos a pasear a Hyde Park. Esto era típico. Para él mucho más que para mí, pues en mi caso el abandono de la fe original había sido una cosa mucho más sencilla porque en realidad mis padres ya habían dado ese paso y yo había crecido en un clima en el que se pensaba libremente sobre esas cosas. Pero en su caso había algo que lo atormentaba. “He cometido algo así como un asesinato o he roto un juramento de fidelidad o he pecado contra algo”. Ese “me siento fatal” le salió del alma[3].
Si he traído a colación el caso de Leo Strauss es porque parece implicar una respuesta precisa a nuestro problema. Dado que la universidad es una institución consagrada a la investigación racional de la verdad y a la transmisión del conocimiento así adquirido, de la tesis straussiana de la incompatibilidad de razón y revelación se desprende que a la fe en la verdad revelada no se le ha perdido nada en la universidad. Todo intento de hacer dialogar a la fe con la razón en el marco de la vida universitaria respondería a un penoso malentendido, pues el rechazo de la fe es visto aquí como condición previa de la búsqueda de la verdad por el camino de la filosofía y de la ciencia.
Con todo, en un trabajo titulado “Cómo empezar a estudiar filosofía medieval”[4], el propio Strauss introduce un matiz importante en su posición. Para entenderlo es necesario comenzar recordando su convicción de que existe una tensión inevitable entre el filósofo y la polis. El símbolo más conocido de esta tensión es la condena a muerte dictada contra Sócrates por un tribunal ateniense. Al someter a examen racional los fundamentos religiosos de la ciudad antigua, la filosofía se convierte en una amenaza para la convivencia. Por eso la filosofía sólo puede sobrevivir retirándose de la vida pública, volviéndose esotérica.
Este principio general se traduce en la Edad Media en una importante diferencia entre la filosofía judía y musulmana, por una parte, y la escolástica cristiana por otra. Mientras el judaísmo y el Islam conciben la religión como ley, como código de conducta de origen divino, para el cristianismo la religión es una fe formulada en dogmas. Esto explica que la sacra doctrina adopte en un caso la forma de la ciencia de la ley, y en el otro se configure como teología dogmática. Pero lo que más interesa destacar es que allí donde la religión es entendida ante todo como ley, la religión es de suyo un hecho político. Esto explica que la posición de la filosofía en las tierras dominadas por el Islam −fueran musulmanes o judíos quienes la cultivaban− era mucho más precaria que en tierras cristianas. Dado que la filosofía implica la crítica y aun el rechazo de la religión, había de poner en tela de juicio la ley divina y, en esa medida, socavar los fundamentos de la convivencia. Como en Grecia, la filosofía hubo de convertirse en una empresa estrictamente privada para poder subsistir. Por eso tanto Maimónides como Averroes se vieron en la necesidad de defender la licitud de la filosofía −y otro tanto ocurre todavía en la obra del judío Mendelsohn, en pleno siglo XVIII−.
En cambio, en el mundo cristiano medieval la filosofía gozó siempre de reconocimiento público. El adiestramiento oficial como teólogo cristiano presuponía el estudio de la filosofía. Tan evidente era que la filosofía había de ser el punto de partida en el camino hacia la ciencia sagrada, que el primer artículo de la Suma teológica de Tomás de Aquino aborda la cuestión de si, disponiendo ya de las ciencias filosóficas, realmente necesitamos la teología. En este planteamiento la teología es justificada ante el tribunal de la filosofía, en vez de ser la filosofía la que se justifica ante el tribunal de la teología, como ocurría en Maimónides y Averroes. Bien es verdad que, a juicio de Strauss, el reconocimiento oficial de la filosofía en el mundo cristiano tuvo como contrapartida el que la filosofía se convirtiera en parte de la ortodoxia pública. Ella, que en sus orígenes griegos siempre conservó su carácter crítico y aun disolvente de las convenciones sociales, hubo de “domesticarse” para hacerse socialmente aceptable. En cambio, en tierras de Islam llevó una existencia en las sombras hasta su completa desaparición.
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Evidentemente, no es posible discutir aquí los pormenores de esta sugerente visión del desarrollo de la filosofía en la Edad Media. Pero hemos de retener al menos la idea de que, a diferencia de otras religiones, el cristianismo medieval mostró siempre un interés explícito por la filosofía, interés que dio lugar al caudal impresionante del pensamiento escolástico. Este hecho debería darnos que pensar. ¿Se trata de un azar histórico, o existe una relación intrínseca entre el cristianismo y la razón filosófica? Y si esa relación existe, ¿de qué manera afecta al problema de la presencia de la fe en la universidad?
Con esto llegamos a uno de los temas recurrentes del pensamiento de Benedicto XVI. El teólogo Ratzinger ha insistido a menudo en que la actual crisis del cristianismo en el mundo occidental es, antes que nada, una crisis de su pretensión de verdad[5]. Responsables de esta crisis son dos fenómenos de gran envergadura que hoy definen el clima cultural europeo, es decir, el clima cultural de los países en los que se dio la primera evangelización.
Por una parte, ha ganado terreno el escepticismo en materia religiosa, el cual pone en duda que el hombre sea capaz de acceder al conocimiento de la verdad acerca de Dios. Cunde la idea de que las limitaciones inherentes a la capacidad cognoscitiva del hombre hacen impensable que éste acceda al fondo último de la realidad. El ser humano estaría siempre encerrado en una perspectiva histórica y lingüística determinada, de suerte que la aspiración a una verdad absoluta sería una quimera. Lo único que nos queda es la multiplicidad inabarcable de las interpretaciones, todas ellas igualmente legítimas. La aspiración a una comprensión de la realidad válida para todos es sustituida en nuestra “cultura líquida”, como la ha llamado Zygmunt Bauman[6], por el llamado pensamiento débil. En el terreno específicamente religioso, la reivindicación de la pluralidad irreductible de los puntos de vista particulares parece dar la razón al politeísmo antiguo, que supo acoger en su seno una gran diversidad de mitos sin reclamar la verdad exclusiva de ninguno de ellos. Visto desde este ángulo, la fe cristiana no sólo sería falsa por no aspirar a una verdad universal, ignorando las insuperables limitaciones del conocimiento humano, sino que sería profundamente intolerante por minusvalorar otras posiciones no menos legítimas que ella.
El otro gran factor determinante de la actual crisis de la pretensión de verdad del cristianismo es el cientificismo. Aquí no se renuncia al concepto de verdad, sino que ésta se identifica sin resto con los resultados de la investigación científica. Sólo puede considerarse verdadero aquello que puede ser demostrado con los métodos de investigación desarrollados por la ciencia moderna. Ni que decir tiene que esta concepción de la verdad da al traste con numerosos contenidos dogmáticos del cristianismo. La teoría del big bang, por una parte, y la teoría evolucionista, por otra, han erosionado la idea cristiana de creación. Los conocimientos actuales sobre el origen del hombre parecen haber desalojado de la conciencia colectiva la idea de pecado original, y por tanto la creencia en la necesidad de la redención del género humano. Por otra parte, el estudio histórico-crítico de los evangelios ha llevado a muchos a desconfiar de los contenidos dogmáticos del cristianismo. A su vez, la crítica moderna de la metafísica, reforzada por el empirismo que está en la base del método científico, ha debilitado los fundamentos filosóficos del cristianismo.
Sometida de este modo al fuego cruzado del escepticismo y el cientificismo, la pretensión de verdad de la fe cristiana parece haberse vuelto anacrónica. En consecuencia, la única actitud creyente responsable, a la altura de los tiempos, sería la que renunciara a ver en las propias creencias la expresión de una verdad objetiva, válida para todos los hombres. Según este modo de ver las cosas, las religiones universalistas no tendrían razón de ser en nuestro mundo. Más aún, serían potencialmente peligrosas por la carga de intolerancia y de violencia que entraña su pretensión de exponer la verdad acerca del hombre y del mundo. El cristianismo debería adaptarse a la nueva situación cultural, reconociendo que no es más un mito más, una visión simbólica de la realidad que coexiste con muchas otras, todas ellas igualmente legítimas.
¿Cómo disipar la espesa sombra de dudas que se cierne hoy sobre el cristianismo? Es mérito del teólogo Joseph Ratzinger el haber enfocado este problema mostrando que existe un sorprendente paralelismo entre la situación en que nació y se difundió el cristianismo en los primeros siglos de nuestra era y la actual situación cultural.
El cristianismo se caracterizó desde el principio por su negativa a ser asimilado por el sincretismo religioso antiguo. Recordemos que el crecimiento del Imperio fue acompañado de un constante engrosamiento del panteón romano, al que iban sumándose las divinidades de los pueblos conquistados. En la coexistencia pacífica de todas las divinidades conocidas se veía la garantía de la estabilidad política del Imperio y del progreso de la civilización romana. En la base de esta actitud de tolerancia religiosa alentaba la convicción −expresada en un famoso discurso pronunciado ante el Senado por Símaco, crítico acervo del cristianismo[7]− de que todas las religiones poseían en el fondo una misma sustancia, sólo que expresada con símbolos diversos, los cuales estaban condicionados por las circunstancias históricas de cada pueblo. Esto significa que los distintos símbolos religiosos, los mitos acerca de los dioses y las diversas formas de rendirles culto eran igualmente válidos y en el fondo intercambiables.
Lo sorprendente del cristianismo −como antes del judaísmo−, lo que lo convirtió desde el principio en un cuerpo extraño en el tejido de sincretismo antiguo, fue su negativa a entenderse a sí mismo como una religión más, en pie de igualdad con muchas otras. El cristianismo no se presentaba simplemente como una religión local, en la que se expresa de un modo históricamente condicionado la experiencia religiosa común a los hombres, sino que reclama su condición de vera religio −de única “religión verdadera” y, por verdadera, universalmente válida−. Y puesto que se negaba a rendir culto a las divinidades del mundo de las religiones, no es de extrañar que pronto recayera sobre el cristianismo la acusación de ateísmo y que se viera en él una amenaza para una paz política que se apoyaba, según vimos, en el relativismo de las concepciones religiosas.
Lo que se acaba de decir permite entender por qué opina el teólogo Ratzinger que existe un claro paralelo entre la situación cultural de los primeros siglos de nuestra era y nuestro propio presente histórico. Hoy como ayer, el clima cultural está ampliamente dominado por el relativismo que nace de la convicción de que el pensamiento humano es constitutivamente débil, incapaz de conocer la verdad. La consecuencia práctica de esta desconfianza en las capacidades cognoscitivas del hombre es una actitud tolerante ante las distintas visiones del mundo, combinada con el distanciamiento irónico de toda convicción y con un hedonismo desengañado. A la vez, se acusa de dogmatismo intolerante a quien, no compartiendo las premisas del pensamiento débil, alberga convicciones que juzga irrenunciables, y cunde la idea de que toda aspiración a la verdad es, en último término, fuente de violencia contra los que piensan de otra manera. Toda presunta vera religio es vista, una vez más, como amenaza para la paz.
¿Cómo afrontar esta situación? El paralelo histórico que acabamos de trazar puede arrojar luz sobre esta cuestión al recordarnos que uno de los rasgos decisivos del cristianismo de los primeros siglos fue su simbiosis con la reflexión racional nacida en Grecia. Cuando san Agustín reivindicaba para el cristianismo un lugar en el ámbito de los que entonces se conocía como theologia naturalis (es decir, en el ámbito del pensamiento teológico elaborado por los filósofos), podía invocar el antecedente de los primeros teólogos cristianos, los apologetas del siglo II, los cuales prolongaban la concepción propuesta en el capítulo primero de la Epístola a los Romanos, que a su vez entroncaba con la teología sapiencial del Antiguo Testamento y con la crítica de las divinidades paganas en los Salmos. El cristianismo no se alimentaba de los mitos propalados por los poetas, ni se justificaba apelando a criterios de utilidad política[8], sino que pretendía expresar genuino conocimiento acerca del fondo último de las cosas. Por eso resultaba sumamente natural que se aliara con los movimientos de ilustración filosófica que llevaban siglos practicando la crítica de la religión (pensemos en Platón o, antes aún, en Jenófanes) y apuntaban en la dirección del monoteísmo filosófico. Gracias a esta alianza con la filosofía, el cristianismo pudo formular su pretensión de verdad en un lenguaje universal y convincente. La adopción de la fe cristiana no debía ser vista como una abdicación de la razón, sino como la consumación del movimiento que ella había iniciado: movimiento de desmitologización, de búsqueda de una verdad objetiva y capaz de suscitar una esperanza inextinguible.
Una de las convicciones fundamentales del actual Papa es que esta alianza del cristianismo con la razón no es un simple azar histórico, sino que responde a la textura íntima del cristianismo. Precisamente por ello, el recuerdo de las peripecias de la teología cristiana de los primeros siglos no puede ser visto como un ejercicio de erudición estéril, sino que encierra una importante enseñanza que nos sirve para orientarnos en la crisis presente del cristianismo. Hoy como ayer, la fe cristiana tiene que tomar el partido de la razón. Pero esto no ha de entenderse en el sentido del racionalismo que confía en reducir el cristianismo a conceptos. El Dios cristiano no es una pieza más −la pieza más elevada, si se quiere− en una construcción teórica elaborada por la razón humana. No es un Dios de los filósofos, ante el que sería imposible doblar la rodilla, sino un Dios personal que ha salido al encuentro del hombre en la historia, revelándole su bondad y haciendo posible que el hombre se dirija a Él[9]. Lo que en realidad está en juego cuando se afirma que la alianza con la razón pertenece a la textura íntima del cristianismo es más bien esto: si el fondo último de la realidad es logos, razón, sentido; o si por el contrario la realidad de la que formamos parte es hija del azar y la necesidad, es decir, de un proceso irracional y ciego.
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El evangelio de Juan afirma que en el principio de todas las cosas era el Verbo, el Logos creador; por eso la fe cristiana comporta la defensa de la razón y el rechazo de la actitud fideísta, que trata de inmunizar la propia fe blindándola de antemano a toda crítica. Pero si la fe cristiana ha de buscar el diálogo sincero y constante con la razón, y si por otra parte la universidad es precisamente el lugar donde se despliegan y transmiten los saberes racionales, se sigue que la fe cristiana tiene un genuino interés en estar presente en la universidad. ¿Qué forma concreta ha de adoptar esa presencia? Creo que desde la perspectiva cristiana no puede bastar con que un presencia meramente marginal o testimonial. No basta con que existan capillas y se mantenga el culto en los campus universitarios, por más que esto sea importante. Lo verdaderamente deseable sería que existieran facultades de teología en las universidades de titularidad pública, como ocurre por ejemplo en Alemania. Sólo así se podría garantizar un diálogo en profundidad entre fe y razón. Es verdad que la situación política en nuestro país hace muy improbable la implantación de esas facultades. Las condiciones actuales nos fuerzan a luchar por la defensa de metas mucho más modestas, como la defensa de las capillas ya existentes. Pero ello no debería hacernos perder de vista que el verdadero objetivo ha de ser mucho más ambicioso. El cultivo de la teología a nivel universitario no es un lujo o un capricho, sino que se desprende de la lógica interna de la fe cristiana, que, como nos ha recordado tantas veces el teólogo Ratzinger, siempre se entendió a sí misma como una fe ilustrada.
Pero hemos de completar el argumento mirando ahora en otra dirección. Hemos defendido la presencia de la teología en la universidad invocando la lógica interna de la fe cristiana, tal como ella se ha configurado históricamente. No cabe duda: la fe cristiana necesita de la universidad para ser fiel a su propia vocación. Pero debemos formular también la pregunta complementaria: ¿tiene la universidad necesidad de la teología? O dicho de un modo más general: ¿tiene la razón necesidad de la fe?
En el famoso diálogo mantenido en enero de 2004 entre el actual Papa y el filósofo Jürgen Habermas[10], el primero sostuvo que la fe y la razón se necesitan a los efectos de su purificación recíproca. Existen, en efecto, múltiples patologías de la fe derivadas precisamente de su divorcio de la razón. El fundamentalismo religioso, con sus secuelas de discriminación y de violencia, es por desgracia una realidad cotidiana. El diálogo con la razón secularizada puede contribuir eficazmente a sanar esas las perversiones de la fe religiosa. Pero Ratzinger no dejó de observar que también existen, inversamente, patologías de la razón: pensemos en la fabricación de la bomba atómica, en los daños irreparables a la naturaleza causados por la técnica, o en la fabricación de seres humanos en el laboratorio. Por eso la razón ha de ser consciente de sus propios límites y escuchar a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad y dejarse purificar por ellas. Lo notable es que el propio Habermas, representante cualificado del pensamiento secularizado, reconoció que la razón ilustrada, dejada a su propia dinámica, amenazaba con descarrilar, y en consecuencia reclamaba que se recibiera, en el seno del pensamiento laico, el caudal de intuiciones morales de las grandes tradiciones religiosas. Con el correr de los siglos, en el cauce de esas tradiciones se han ido sedimentando percepciones morales e ideales de justicia que hoy van siendo erosionados implacablemente por la lógica del mercado. Según Habermas, la humanidad occidental, aquejada hoy de una fuerte pérdida de sentido, está necesitada de ese bagaje moral que aportan las tradiciones religiosas. Por eso este pensador, que tantas veces ha dicho carecer de oído musical para la religión, reclama sin embargo que escuchemos a quienes no carecen de ese órgano.
Antes observamos que el cientificismo y el escepticismo dominan en buena medida la mentalidad contemporánea. En estos fenómenos hemos de ver formas de patología de la razón. ¿No podrá la religión ayudar a sanarlas? El cientificismo reduce la razón a una de sus formas, la razón científica, y no acepta más verdad que la que pueda ser establecida por los métodos empíricos de la moderna investigación de la naturaleza. Esto conduce en línea recta al ideal weberiano de la ciencia libre de valoraciones. Habida cuenta de que los juicios de valor no son contrastables por los métodos de la ciencia empírica, han de ser rebajados al nivel de meras preferencias irracionales. En consecuencia, ni la investigación científica ni la acción política pueden estar sujetas a criterios morales, sino que habrán de proceder de acuerdo con las pautas de maximización de beneficios aportadas por una razón puramente instrumental. Las consecuencia funestas de este modo de pensar están demasiado a la vista como para que sea menester recordarlas.
Por su parte, el escepticismo subraya los límites insuperables impuestos al conocimiento humano. La razón es vista a menudo como un mecanismo de adaptación al medio surgido en el curso de la evolución natural. Lo que explica el surgimiento de este mecanismo en el curso de la historia natural es su utilidad con vistas a la supervivencia de la especie humana, y no su presunta capacidad para acceder a la verdad. En esta perspectiva, toda pretensión de verdad queda desenmascarada como una ilusión.
Frente al cientificismo, la conciencia religiosa reivindica la irreductibilidad y la legitimidad de las diversas formas fundamentales de la experiencia humana. La fe no es reducible a conceptos de la razón científica, como tampoco lo son la experiencia ética o la estética. Por eso la conciencia religiosa reivindica un concepto amplio de razón, una razón intuitiva que dé cabida a los datos aportados por esas distintas formas de experiencia, y de este modo ayuda a la razón a superar la tentación reduccionista. Y no menos importante es la aportación de la conciencia religiosa a la superación del escepticismo. Según vimos, el cristianismo no puede renunciar a su pretensión de verdad sin anularse a sí mismo. Porque cree en una verdad objetiva, el cristianismo defiende la capacidad de la razón natural para acceder a importantes porciones de ella. La fe religiosa no es aquí enemiga de la razón, sino su aliada y defensora. Como ha recordado el filósofo Robert Spaemann, pocos han advertido esta conexión tan claramente como Nietzsche, quien en el siglo XIX afirmó que la fe en Dios y la fe en la verdad son en el fondo solidarias. Nietzsche extraía de aquí la conclusión de que sólo cuando nos sacudiéramos el prejuicio platónico de que existe la verdad nos libraríamos de la fe en Dios. Spaemann le da la vuelta a esta propuesta y reivindica la fe en el Dios de los cristianos como condición de posibilidad de un pensamiento que no termine renunciando a la verdad y por tanto anulándose a sí mismo[11].
Leonardo Rodríguez Duplá. Universidad Complutense. Madrid
[1] Cf. TERTULIANO, De praescriptione ad haereticos, cap. 7 (PL 2, 23a): “Quid ergo Athenis et Hierosolymis? Quid Academiae et Ecclesiae? Quid haereticis et Christianis?”
[2] Cf. L. STRAUSS, Natural Right and History, Chicago, 1953, pp. 74s. Véase también “Jerusalem and Athens”, en: L. STRAUSS, Studies in Platonic Political Philosophy, Chicago, 1983, pp. 149s.
[3] Cf. H. JONAS, Erinnerungen, Suhrkamp, 2003, pp. 93s.
[4] Cf. L. STRAUSS, “How to Begin to Study Medieval Philosophy”, en: The Rebirth of Classical Political Rationalism, Chicago, 1989, pp. 207-226.
[5] Cf. J. RATZINGER, “Der angezweifelte Wahrheitsanspruch”, en: Frankfurter Allgemeine Zeitung, 8 de enero de 2000.
[6] Cf. Z. BAUMAN, Modernidad líquida, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1999.
[7] Recuérdese el conocido pasaje de la Relatio ad ara Victoriae: “Debemos reconocer que todos los cultos tienen un único fundamento. Todos los hombres contemplan las mismas estrellas, tienen en común un mismo cielo, un solo universo los circunda. ¿Qué importa si cada cual busca la verdad a su manera? No se puede seguir un solo camino para alcanzar un misterio tan grande”.
[8] Como es sabido, la crítica agustiniana de la “teología mítica” y de la “teología política” romanas está expuesta con gran fuerza en los libros I-X de La ciudad de Dios.
[9] Cf. J. RATZINGER, Der Gott des Glaubens und der Gott der Philosophen, Schnell und Steiner, Múnich, 1960 (hay traducción española en Ediciones Encuentro).
[10] Cf. J. RATZINGER y J. HABERMAS, Dialéctica de la secularización, Encuentro, Madrid, 2006.
[11] Cf. R. SPAEMANN, Das unsterbliche Gerücht. Die Frage nach Gott und die Täuschung der Moderne, Klett-Cotta, Stuttgart, 2007.
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