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La pregunta por el papel –o incluso simplemente la cabida− de la fe en la institución y vida universitarias resulta ineludible y de gran importancia intelectual y cultural. Pues, si la universidad es “la casa donde se busca la verdad”, preguntarse por la fe en el ámbito universitario equivale a cuestionar tanto el valor de verdad de la fe, como el límite o alcance de la verdad de las ciencias que allí se cultivan. Más aún, es preguntarse por lo que significa propiamente pensar, por su método y sus contenidos; en definitiva, significa tratar de aclarar el sentido en que podemos concebir nuestra razón y, por ende, a nosotros mismos como seres racionales.
Sin duda, ningún lugar como la universidad es tan apto y propicio para plantearse estos interrogantes, con espíritu de abnegado servicio, que aspiran a alcanzar una plenitud no sólo intelectual, sino también vital. Al trabajo universitario pueden muy bien aplicarse estas palabras del hoy Papa Francisco al inicio del Año de la fe: “Cruzar el umbral de la fe es el trabajo vivido con dignidad y vocación de servicio, con la abnegación del que vuelve una y otra vez a empezar sin aflojarle a la vida, como si todo lo ya hecho fuera sólo un paso en el camino hacia el reino, plenitud de vida” (Homilía del entonces Cardenal Bergoglio, el 1.X.2012, en la inauguración del Año de la Fe)
Incluimos el texto y ">el vídeo de la intervención de Mons. Luis Romera, Rector de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma, durante la jornada "La fe en la universidad", organizada por el Instituto de Antropología y Ética y el grupo de investigación “Ciencia, razón y Fe” (CRYF), en la Universidad de Navarra el día 19 de febrero de 2013, actividad que se enmarcaba en el Año de la Fe, convocado por la Iglesia católica en Octubre de 2012 y que será clausurado en noviembre de 2013.
1. La naturaleza de la universidad
¿Qué es la Universidad? Esa comunidad de personas en la que se elaboran y transmiten saberes intelectuales, ¿en base a qué se constituye?, ¿cómo se configura?, ¿qué pretende?, ¿cómo se sitúa ante la sociedad contemporánea? La reciente reforma europea de la universidad ha vuelto a plantear, con gravedad y urgencia, preguntas de este tenor. Se ha tratado de un proceso largo, en el que no han faltado pareceres divergentes, en ocasiones claramente contrarios, tanto entre los académicos que debatían sobre la propia identidad y el futuro de su institución, como entre políticos y estadistas, más interesados en esclarecer y reformular las relaciones entre la universidad y los ciudadanos o la sociedad en general[1].
Ante la pregunta acerca del sentido de la universidad, una primera respuesta podría señalar que dicha institución se propone como objetivo el desarrollo de la investigación en las diferentes ciencias que componen el cuadro de los saberes de la humanidad, así como la preparación de profesionales serios. La investigación mantiene el avance en la indagación de nosotros mismos y del mundo en el que nos encontramos, y repercute en mejoras evidentes en la calidad de nuestra existencia. La formación de profesionales, por su parte, pretende preparar a personas con competencia, que dominen lo actual en las ciencias y técnicas, y que al mismo tiempo posean capacidades para la innovación, de tal modo que, lejos de conformarse con lo alcanzado hasta ahora, se abran con creatividad a nuevas posibilidades.
Es evidente que el progreso de las ciencias en los últimos siglos ha conllevado una acumulación sin par de conocimientos y una complejidad creciente en las técnicas de investigación, de tal forma que la especialización se ha impuesto como una necesidad inherente que deriva de los resultados conseguidos por la ciencia y del carácter limitado de cada razón humana. Ser competentes exige, entonces, introducirse progresivamente en los diferentes ámbitos de las ciencias, hoy en día enormemente especializados, y por ello restringir el campo de conocimientos y aptitudes profesionales. La competencia que proviene de la especialización es imprescindible para el desarrollo de la ciencia y para abrirse camino en el mundo laboral. De ahí que tanto para el progreso de las ciencias como para la preparación de profesionales aptos para afrontar los desafíos de la sociedad contemporánea, la universidad del siglo XXI se caracterice por la especialización en sus disciplinas, en sus proyectos de investigación, en sus planes de estudio.
Sin embargo, la universidad se depaupera si consiste en un mero conjunto de facultades, institutos o departamentos yuxtapuestos, que llevan a cabo proyectos de investigación sumamente circunscritos y que ofrecen una formación especializada. Por un lado, los estudiantes que asisten a los cursos que se imparten en una universidad esperan no solamente alcanzar competencia, sino también creatividad y capacidades de innovación. Para ello es menester poseer la idoneidad necesaria para hacerse cargo de cómo están las cosas, percatarse de la unilateralidad de un planteamiento, reconocer las insuficiencias de unos resultados e intentar identificar nuevas perspectivas. Competencia no significa sólo destreza en el manejo de las herramientas conceptuales que el estado actual de una ciencia, teórica o práctica, otorga a quien se introduce con rigor en su ámbito. La auténtica competencia conlleva también la aptitud de enjuiciar; y eso supone la virtualidad de considerar las cosas con perspectiva, sin recluirse en el marco habitual en el que se enfrentan los problemas de la humanidad de hoy en día y con el que se enfocan sus desafíos. Dicho en términos más precisos, las enseñanzas que se transmiten en una universidad no se pueden restringir a ofrecer una formación específica (Ausbildung), ayudando a desarrollar la razón instrumental o metódica que caracteriza a cada ámbito académico. La tarea enunciada es imprescindible, pero no suficiente. La universidad debe permitir que el alumno adquiera una formación de tenor intelectual más completa (Bildung), formación que no proviene de la acumulación cuantitativa de destrezas e información, sino de lograr comprensiones de mayor penetración y alcance.
Por otro lado, la universidad ha constituido el ámbito en el que se han elaborado ideas, se ha generado cultura, se ha impulsado el desarrollo de la sociedad y su humanización. Una universidad que se limitase a transmitir habilidades y se adecuase a los parámetros en boga en un determinado contexto social, sin cuestionarse el grado de humanidad en el que vivimos, habría renegado de su íntima identidad. Ahora bien, elaborar proyectos culturales con originalidad y en pro del crecimiento en humanidad supone de nuevo la capacidad de enjuiciar e innovar con creatividad, desde ideas de mayor envergadura. Un proyecto cultural que pretende en el fondo una existencia más humana no puede provenir de un simple cálculo de intereses ni de visiones sectoriales que responden a las perspectivas adquiridas en un determinado contexto social. Tampoco puede derivar de concepciones etéreas, vagas, sin consistencia, que dejan desasistido al ser humano ante los peligros de deshumanizarse que nos salen al paso a lo largo de la historia. El siglo que hemos concluido no es una excepción; también en él hemos comprobado con qué facilidad cabe embaucar a sociedades cultas y conducirlas hasta extremos inauditos de alienación, como ha acontecido con los regímenes totalitarios y las tragedias que han generado. Participar en la elaboración de una cultura más humana requiere una comprensión más madura de quién es el ser humano y de lo que es el mundo y la sociedad.
A este respecto, es significativo que en los dos últimos siglos el concepto de cultura haya sido definido según una pluralidad de sentidos. Como ha sido señalado, el concepto de cultura oscila entre un significado humanista (la cultura corresponde a la persona instruida) y una acepción meramente sociológica, para la cual cada sociedad posee una configuración peculiar, su propia cultura[2]. El primer sentido entraña una exigencia normativa, según la cual la formación del ser humano constituye un objetivo que la sociedad debe promover; el segundo, por el contrario, se limita a una pretensión descriptiva, es decir, a presentar una recopilación de los rasgos emblemáticos, diferenciadores o característicos de índole “espiritual” de un grupo social: concepciones o imaginarios colectivos fundamentales, pautas de comportamiento tácitas o expresas, instituciones, etc. Paralelamente a la dicotomía aludida, durante la modernidad el concepto de cultura también ha sido enfocado dialécticamente. Si, por una parte, se ha contrapuesto cultura a naturaleza, para indicar que la primera proviene de la libertad mientras que la segunda se encuentra sometida a los dinamismo de las leyes del cosmos; por otra, se ha formulado una oposición entre civilización −en cuanto consolidación histórica de creaciones del hombre que se configuran como super-estructuras con un propio dinamismo, que acaban por coartar la misma libertad que las ha originado− y cultura, en el sentido de capacidad crítica e innovadora frente a los lastres que se producen en la historia.
Sin adentrarnos en el esclarecimiento de las concepciones señaladas, considero necesario enfocar la cultura desde una perspectiva que podemos denominar axiológica, es decir, como el conjunto de valores y bienes, en el sentido amplio de la expresión, que caracterizan a una sociedad y que se encuentran en la base o se expresan en las instituciones, en las praxis cotidianas, en las concepciones con las que se estiman y disciernen actos y actitudes. Dicho valores y bienes determinan los significados de cosas y eventos, de las relaciones interpersonales y su institucionalización, de las acciones en los diversos niveles de la sociedad (inclusive la investigación, las prácticas profesionales, la producción industrial y otros tantos). Un análisis de la constitución de los valores pone de manifiesto que ellos 1) desempeñan el papel de orientar tanto al ciudadano como a los grupos sociales en sus elecciones, 2) poseen contenidos conceptualizables con presupuestos e implicaciones, 3) inducen y consolidan hábitos intelectuales y operativos.
Elaborar nuevos proyectos culturales que promuevan un desarrollo más humano de la sociedad en sus diferentes facetas, así como formar a profesionales con competencia y creatividad, significa que la universidad no es, en último término, un aglomerado de expertos, sino una comunidad de intelectuales, por decirlo con una palabra. Para ser intelectual hay que ser experto, pero no es suficiente. El experto domina la epistemología en auge en la propia disciplina; el intelectual busca intelecciones de mayor amplitud y hondura que le permitan comprender, enjuiciar e innovar. El intelectual no es el erudito, sino el sabio. Como se recordará, Aristóteles advertía que el sabio no es tal por poseer la ciencia de todo según un saber enciclopédico, sino porque se adentra en la esencia de los problemas y desde su esfuerzo por profundizar, se eleva a una perspectiva más rica que permite entender con mayor alcance.
2. La universidad como comunidad de intelectuales
El “universitario” −docente o alumno− debería ser, entonces, un intelectual; en otros términos, una mujer, un hombre que, para empezar, asimila y ejerce la actitud reflexiva. El intelectual no se limita a la asunción de la semántica difundida en la sociedad o en una disciplina académica, con los valores fundamentales en boga que la distinguen y los significados atribuidos a la realidad y a sus dinamismos. El intelectual no se restringe a la adquisición de las correspondientes sintaxis, es decir, las lógicas de discurso y acción en los diferentes ámbitos vitales y académicos, los procedimientos epistemológicos en las investigaciones, los planteamientos tácitos con los que se enfocan los problemas. El intelectual profesa una actitud crítica que pretende ofrecer propuestas innovadoras, tanto ante la sociedad en la que vive, como frente a la cultura que la anima y a su propia disciplina académica. La figura de Sócrates, tal y como se delinea por ejemplo en la Apología, encarna el ideal del intelectual que, en lugar de atenerse a los valores y praxis impuestos por los que detentan poder político, económico, de comunicación −cultural, en último término−, se cuestiona a sí mismo y a su sociedad, con el objetivo de promover una existencia más humana, más justa y auténtica.
La reflexión supone volver sobre las praxis usuales y las concepciones implícitas que se encuentran en la base de las mismas, para reconsiderarlas. Dicha actitud es suscitada por el convencimiento, o al menos por la sospecha, del carácter insuficiente de lo que hasta ahora ha sido asumido, para considerarlo, interrogarlo, indagarlo e intentar lograr una comprensión de mayor alcance. En la medida en que se identifica una insuficiencia y se pretende una intelección más penetrante, la reflexión no es fruto de la frivolidad de un alarde iluso de genialidad, de una pretensión fútil de originalidad, de un discutir por discutir, de la ingenua presunción de que la tradición es deficiente simplemente porque nos precede y constituye nuestras raíces, del gusto superficial por las novedades. La reflexión presupone una actitud crítica en el sentido positivo que resuena en la etimología del término griego: krino, juzgo; enjuicio porque comprendo.
El intelectual, por lo tanto, no se limita al ejercicio de la razón metódica o procesual, que asume los principios y los protocolos de investigación propios de una disciplina en un determinado contexto cultural, junto con los presupuestos de ambos, si bien el ejercicio de dicha modalidad de razón sea en principio imprescindible para el progreso de la investigación. Todavía menos se reduce a dominar el uso de una concreta razón instrumental o funcional, que se restringe a identificar y optimizar las técnicas necesarias para alcanzar objetivos determinados. El intelectual se compromete con una razón de mayor alcance, con el fin de identificar los conceptos básicos o fundamentales de una disciplina o de una cuestión cultural y tematizar los presupuestos o pre-juicios (en el sentido positivo de la expresión acuñado por la hermenéutica) que guían el discurso en un ámbito concreto. El intelectual los objetiva para revelar posibles unilateralidades, exageraciones, reduccionismos, o bien para mostrar la insuficiencia o el carácter no concluyente de la concepción obtenida. Como se aludía, la actitud reflexiva no se agota en la crítica. La reflexión orienta hacia una postura positiva que se concreta como investigación honesta y como colaboración en la edificación de la cultura y en el desarrollo de la sociedad, superando los límites anteriores, ampliando las perspectivas, adentrándose en dimensiones inexploradas, equilibrando los factores analizados, etc. En otras palabras, y volviendo a las consideraciones iniciales, el intelectual, en lugar de recluirse en un concepto descriptivo de cultura, aceptando acríticamente el contexto social o el marco académico, se orienta según una idea humanista y por ende normativa de cultura, es decir, pretende colaborar en la formación del hombre y en la edificación de una sociedad que permita a los ciudadanos ser personas de un modo más pleno.
3. El carácter irreducible e irrenunciable de la intelección
La actitud del intelectual se ejercita en la reflexión, pero no se agota en ella. El pensamiento humano se ejerce partiendo de concepciones iniciales para alcanzar −observando, analizando, meditando, argumentando, deduciendo− nuevas intelecciones. Estas últimas consisten, o deberían consistir, en un incremento del conocimiento en comparación con las primeras. En este sentido, las primeras nociones se revelan como todavía demasiado “superficiales”, por usar una imagen habitual. De ahí que las segundas sean, de un modo más radical, un intus-legere, una lectura de lo cuestionado que accede a una dimensión que anteriormente se mantenía oculta bajo estratos de impresiones o pareceres. O, dicho con otra expresión, una comprensión: una visión que pretende abarcar con mayor plenitud lo cuestionado, sin recluirse en las concepciones anteriores, todavía unilaterales. Tomás de Aquino distinguía a este respecto entre el ejercicio discursivo de la razón (ratio), que implica una multiplicidad de pasos y una sucesión de ideas en el razonamiento, y la intelección (intellectus), en la que la multiplicidad se recoge en una comprensión (com-prehendere) en la medida en que se penetra en la inteligibilidad de lo que constituía un problema[3]. Al razonar se le exige proceder con rigor, a la intelección le compete entender. El entender consiste en un acto intelectual que es irreducible al razonar. Cuando se comprende −en el acto de entender− se concibe el concepto; cuando se razona, nos encaminamos a él.
Que la comprensión lograda tenga la pretensión de superar la insuficiencia anterior, no significa concluir con Hegel que la historia sea el recorrido de una conciencia que trasciende progresivamente toda unilateralidad, hasta obtener la transparencia total del concepto absoluto: omnicomprensivo, definitivo, exhaustivo, que contiene la totalidad de la verdad y se identifica con la misma conciencia (autoconciencia). Sin embargo, también excluye que la historia sea la sucesión indefinida de “escorzos” inconmensurables de la realidad, sustituibles unos por otros y no enjuiciables desde una instancia que los trasciende; en tal caso, un punto de vista valdría lo mismo que otro. La historia no deja de advertirnos de la distinción entre actitudes e instituciones humanas e inhumanas; entre culturas o concepciones que promueven al ser humano en su dignidad y en su crecimiento como persona, y otras que lo denigran o envilecen.
La historia, como también la experiencia de la propia biografía, pone de manifiesto que la crítica ante lo asumido como “políticamente correcto” en un contexto social (polis) o la misma autocrítica, corresponden a una actitud en la que se admite la conciencia del carácter insuficiente de las ideas anteriores y se reivindica el derecho de ir más allá o la osadía de penetrar con mayor profundidad en la cuestión de que se trate, con el deseo de entender más, de lograr una intelección mejor. El diálogo, los debates, las deliberaciones se asientan en el presupuesto de la posibilidad de confrontar diversas concepciones y de enjuiciarlas, con la convicción de que es legítima la pretensión de intentar alcanzar una comprensión mejor de lo cuestionado. En el ámbito de lo político y en otros de orden práctico, en no pocas ocasiones cabe considerar el consenso como un camino para superar las unilateralidades de las diversas opiniones y reforzar la convivencia, dado que la verdad práctica que corresponde a dichos sectores posee un estatuto tal que es ingenuo pretender dar con una presunta solución única, que sea terminante y preceptiva. Sin embargo, en el ámbito científico, como también en los debates sobre temas éticos, la aspiración a una solución meramente consensuada a través de un acuerdo pragmático, en el sentido peyorativo del término, no es suficiente para guiar un diálogo que sea conforme con la dignidad de la persona. Éste debe estar orientado por el ideal de alcanzar una comprensión más adecuada gracias a la contribución mutua en el debate; de otro modo se desemboca en lo arbitrario, aunque sea consensuado, o se impone la opinión que responde a los intereses de quienes detentan poder fáctico en la sociedad. En este último caso no se respeta la dignidad de la persona humana. Si el acto intelectivo se revela como una intelección de mayor alcance, al menos como ideal, se pone de manifiesto que los horizontes hermenéuticos no pueden ser infinitos ni inconmensurables y que cabría alcanzar una perspectiva a la que correspondiese ser resolutiva aunque el hombre nunca la agote ni la comprenda de un modo exhaustivo. En conclusión, el carácter irreducible de la intelección nos habla del carácter irrenunciable de la instancia verdad.
4. La cuestión planteada por la hermenéutica
Por lo que atañe a nuestro tema y dar un paso más, valdría la pena detenerse un momento en una página, en cierto modo emblemática, de Gadamer.
El siglo XX ha sido testigo de una serie de escuelas de pensamiento que han planteado cuestiones a veces contracorriente, han retomado temáticas caídas en el olvido o han abierto horizontes nuevos, orientaciones que van de la fenomenología al existencialismo, de la hermenéutica al pensamiento dialógico y personalista, de la filosofía analítica al pragmatismo, y un largo etc. Esas diferentes orientaciones requieren ser integradas con discernimiento por otras instancias especulativas, para enriquecer el propio pensamiento sin incurrir, de nuevo, en unilateralidades o desequilibrios. En concreto, la hermenéutica ha dirigido la atención hacia una dimensión de la inteligencia humana de la que no se puede prescindir sin pérdidas considerables. La hermenéutica (la interpretación) consiste en una actitud intelectual que tiene un primer campo de vigencia en la esfera de la razón práctica. Las leyes necesitan ser interpretadas de cara a su aplicación; los criterios éticos, los modales o normas de educación, las reglas de actuación y comportamiento previstas en un contexto profesional determinado, etc. requieren su interpretación para poder ser vividas en los casos concretos, dado lo imponderable de muchas de las situaciones en las que acaba encontrándose cada uno de nosotros. La hermenéutica como interpretación se ejerce así mismo en el ámbito de las artes. Recordemos uno de los ejemplos más recurrentes: la sinfonía se encuentra transcrita en la partitura, pero estrictamente hablando, en cuanto sinfonía, se da en la ejecución de una orquesta, en la que el director la interpreta.
En toda acción hermenéutica se pone en juego la persona: por una parte, la interpretación de un principio de acción o de una obra de arte no es arbitraria si es auténtica; por otra, el que interpreta se compromete en su interpretación. Ésta, de algún modo, lo involucra y lo marca. En el fondo, como indicaba Nietzsche con su decir cáustico, nadie desprecia si no se aprecia a sí mismo como despreciador[4].
Ahora bien, la hermenéutica se extiende a dimensiones que no son exclusivamente prácticas. En estos casos se subraya que el interpretar busca comprender. Cuando pedimos que nos interpreten una poesía, lo que deseamos es penetrar en la inteligibilidad del texto para comprenderlo. Ocurría algo análogo en la interpretación propia de la razón práctica. Quien no sabe interpretar las leyes en los casos concretos con lo que tienen de imponderable, no las ha entendido; sólo quien posee discernimiento y es capaz de interpretar un criterio de acción en las diferentes situaciones de la existencia, es una persona de criterio. Tanto la rigidez intelectual como la ligereza mental son signos de ausencia de saber práctico. En el campo de la razón teórica, la hermenéutica ha llamado la atención acerca del carácter irrenunciable e irreducible del acto de entender. Sólo cuando se actúa un acto de comprensión, después de un proceso analítico, discursivo, argumentativo o de observación, es cuando penetramos en la inteligibilidad de lo que nos tenía ocupados.
La necesidad de una razón metódica no se pone en duda; su eficiencia, en términos de progreso en las ciencias y de desarrollo social, es evidente. Pero su insuficiencia es indiscutible, en opinión de Gadamer. El pensador alemán considera que toda afirmación científica, en la medida en que es resultado de un proceso de investigación, consiste en la respuesta a una pregunta dirigida a la realidad por parte de la razón científica. Desde la perspectiva de su propia orientación filosófica, observa: “Éste es realmente el fenómeno hermenéutico primigenio: no hay ningún enunciado que no se pueda entender como respuesta a una pregunta, y sólo así se puede entender”[5]. Al margen de las precisiones que cabría añadir a la afirmación citada, es claro que los datos que se obtienen de la observación científica o los resultados a los que se llega aplicando con rigor una metodología determinada no son casuales, aunque en ocasiones generen sorpresa porque aparecen de forma inesperada o no respondan a lo previsto. Discernir, entre todos los hechos empíricos, los que en efecto son relevantes para una investigación científica determinada y esclarecer qué información aportan, no es un hecho empírico ni corresponde a una actitud positivista. “Lo que aquí [por ejemplo, en una investigación estadística] se establece, parece ser el lenguaje de los hechos; pero el averiguar a qué preguntas dan respuestas estos hechos y qué hechos empezarían a hablar si se formularan otras preguntas, es una tarea hermenéutica. Esta deberá legitimar primero el significado de estos hechos y con ello las consecuencias que se derivan de la existencia de los mismos”[6].
Toda investigación científica parte de ciertas pre-comprensiones, desde las que se formulan las preguntas, se definen los marcos nocionales que determinan lo que hay que investigar así como la conceptualización de sus resultados y se establecen los protocolos de investigación. La pretensión positivista de una ciencia meramente de datos o el deseo racionalista de una ciencia exclusivamente deductiva, se revelan como utopías o engaños. La inteligencia humana no puede prescindir de la exigencia de considerar los presupuestos desde los que se procede en una ciencia no deja de aspirar a intelecciones. La tarea hermenéutica de que aquí se trata no se entiende en el sentido restringido de una disciplina filosófica específica, sino de la dimensión intelectiva, de comprensión, intrínseca a todo quehacer científico que es llevado a cabo con una razón que se enfrenta con todas sus exigencias y que, por lo tanto, lejos de conformarse con un ejercicio metódico o instrumental, busca entender.
El intelectual no elude la conciencia de que la especialización comporta la índole sectorial de una investigación y que ésta no agota todo lo que cabe saber acerca de la realidad en cuestión. “La ciencia está siempre bajo determinadas condiciones metodológicas y los éxitos de las ciencias modernas obedecen a que la abstracción bloquea otras posibilidades interrogativas”[7]. Por lo demás, durante el desarrollo de la investigación, las preguntas y los conceptos fundamentales en los que se expresan las precomprensiones que guían el proyecto científico, se modifican, en ocasiones de modo radical. Esto significa que en la investigación científica los resultados empíricos se interpretan con el objetivo de alcanzar una comprensión más profunda de aquello sobre lo que versa la investigación; por eso las nuevas intelecciones modifican las concepciones iniciales. Existe de hecho una estrecha relación entre experiencia y lenguaje formal-científico, por una parte, y dinamismo hermenéutico-intelectivo, por otra, que se articula en un dinamismo circular. La razón científica empieza por una razón que posee concepciones y se encamina a nuevas comprensiones.
Como decíamos, el carácter irreducible de la intelección para el pensamiento y la existencia no ha dejado de atraer la atención de la filosofía. La actualidad de la cuestión que ahora estamos considerando de la mano de Gadamer estriba, entre otras cosas, en que, si bien es cierto que “lo que mueve al verdadero investigador es el auténtico afán de conocimiento y nada más […], hay que preguntar, a pesar de todo, si no le falta también algo a nuestra civilización basada en la ciencia moderna, y si no quedan en la penumbra los presupuestos de estas posibilidades de conocimiento y de producción, una penumbra que puede hacer que la mano que aplica tales conocimientos sea destructiva”[8]. Desligar el quehacer científico de la dimensión humana, ética, reproduciría en el ámbito académico el esquema de Luhmann de una sociedad constituida por subsistemas autorreferenciales, que interaccionan con lo humano, pero como con un ambiente que le es externo. Dejar fuera de las distintas disciplinas académicas lo humano nos expone a un peligro evidente. Sobre este último punto, también ha llamado la atención Ratzinger: “La fuerza moral no ha crecido junto al desarrollo de la ciencia, es más, más bien ha disminuido, porque la mentalidad técnica relega la moral al ámbito de lo subjetivo, mientras que nosotros tenemos necesidad precisamente de una moral pública, una moral que sepa responder a las amenazas que acechan a la existencia de todos nosotros. El verdadero problema, el problema más grave de este momento reside precisamente en el desequilibrio entre posibilidades técnicas y energía moral. La seguridad que necesitamos como presupuesto de nuestra libertad y de nuestra dignidad no puede venir, en último término, de sistemas técnicos de control, sino únicamente de la fuerza moral del hombre. Donde ésta falte o no sea suficiente, el poder que tiene el hombre se transformará cada vez más en un poder de destrucción”[9].
La cuestión que el pensamiento hermenéutico ha planteado, más allá de las posturas de cada uno de sus representantes durante el siglo XX, remite a una problemática que en su raíz es meta-científica porque trasciende el ámbito de las ciencias y se pregunta por los presupuestos en los que se asientan. Lo que la hermenéutica subraya a su modo es que la inteligencia humana no se agota en su proceder racional-metódico, sino que todo proyecto de investigación se orienta hacia una comprensión en la que entender los resultados obtenidos con rigor gracias a su proceder metódico. Cuanto mayor sea el horizonte desde el que consideramos los resultados, mayor será la comprensión de los mismos y la intelección a la que se accede. El acto de comprender, por lo demás, en deja de lado las repercusiones éticas de lo estudiado, es decir, no margina lo humano en el quehacer académico.
El acto hermenéutico se extiende, por otro lado, a ámbitos que no pertenecen a las ciencias, en el sentido moderno de la expresión, pero que poseen una incidencia evidente en la existencia humana, como la ética, el derecho o la política. Junto con lo anterior, al acto de comprender le compete la misión de unificar hermenéuticamente los diversos resultados alcanzados en las diferentes ciencias, con sus correspondientes comprensiones sectoriales; una tarea imprescindible para la coherencia de fondo de una razón que, con una pluralidad de ámbitos en los que se aplica y con una multiplicidad de modos de ejercicio, sigue siendo una inteligencia. Comprender significa, entonces, alcanzar comprensiones de índole integral.
Retomemos el hilo de lo que llevamos visto. La universidad es ante todo una comunidad que investiga y transmite saberes, constituida por intelectuales en la medida en que no se limita a la razón metódica e instrumental. Al universitario, en cuanto intelectual, le compete el ejercicio de la sabiduría (sofia) y no sólo de las ciencias especializadas y sectoriales (episteme); una sabiduría a la que corresponde una universalidad propia de la universitas, que no deriva de la mera yuxtaposición de resultados sectoriales ni de un enciclopedismo erudito, sino del esfuerzo por encaminarse hacia una intelección de la dimensión esencial de los temas y, en cuanto radical, de carácter integral, fundamentado y resolutivo.
El universitario colabora en la edificación de la sociedad con su contribución en el campo cultural. Se detiene en cuestiones de actualidad, con el objetivo de enfocarlas desde una perspectiva de mayor alcance, en la medida en que sea posible, y ofrecer un juicio crítico-propositivo, sin disminuir el valor de las restantes instancias sociales y culturales. El universitario no pretende exclusividad o hegemonía. Para lograrlo no puede permanecer aislado en su ámbito específico de investigación; por el contrario, es menester que se aproxime a los problemas desde una perspectiva sapiencial, propia del intelectual. Al hacerlo, fomenta el desarrollo de la prudencia ante las decisiones que los ciudadanos deben acometer, no sólo en el sentido de circunspección y no atolondramiento del significado actual del término “prudencia”, sino también en la acepción clásica de sensatez o sabiduría práctica. Ante los dilemas prácticos, sensatez significa no limitarse al ejercicio de la razón instrumental o técnica, que se ciñe a la identificación de los medios eficaces para lograr un objetivo propuesto, sino que enfoca la acción desde una consideración más completa de lo que está en juego, en atención a la totalidad de la persona y a las diferentes dimensiones de la acción. El intelectual podrá colaborar en el crecimiento de las personas y en la edificación de la sociedad si consigue conectar los problemas que surgen con una visión íntegra del ser humano y de la sociedad, de su identidad y teleología. Se podría añadir, para ilustrarlo, que el intelectual, en la medida en que se sitúa en un horizonte de mayor alcance, sapiencial, será capaz de reconducir los problemas sectoriales (empresariales, laborales, sanitarios, técnicos, profesionales, etc.) a una instancia de mayor magnitud, significado y repercusión.
5. La exigencia de un pensamiento sapiencial
El excurso a través de la cuestión planteada por la hermenéutica nos permite retomar una exigencia intrínseca de la razón humana, de la que es consciente cuando se enfrenta consigo misma. Una razón responsable es una inteligencia capaz de responder de lo que piensa y de los criterios para la acción que ella elabora. Poder responder, sin embargo, supone afrontar tres interrogantes. En primer lugar, es menester preguntarse acerca de los presupuestos desde los que se piensa, investiga, evalúa, comprende y decide. Los presupuestos permanecen tácitos en muchas ocasiones, pero una razón responsable se sabe interpelada a esclarecerlos y enjuiciarlos. En segundo lugar, una razón responsable debe plantearse la cuestión del alcance intelectual de las concepciones a las que ha llegado y con las que piensa, sobre todo cuando se trata de las ideas centrales que definen el marco hermenéutico de una ciencia o praxis. La actitud de conformarse con las ideas difundidas en un contexto cultural o académico, o bien con los resultados conseguidos, sin preguntarse por el grado de penetración en el tema sobre el que versan ni considerar su posible carácter unilateral, sería signo de irresponsabilidad. En tercer lugar, la inteligencia no puede eludir la pregunta por las implicaciones que conllevan sus presupuestos y concepciones, implicaciones tanto intelectuales como existenciales y sociales. En otros términos, la razón responsable –en cuanto razón que asume sus mismas exigencias intrínsecas– reconoce que debe situarse ante los presupuestos de las ciencias, ante la cuestión del alcance de sus ideas, ante el tema de las implicaciones, también éticas, de presupuestos e ideas. Sólo de este modo, se es auténticamente intelectual.
Para enfrentarse con los tres desafíos aludidos, la inteligencia humana trasciende el ámbito de las epistemologías científicas para elevarse hacia un saber sapiencial, valga la redundancia. La sabiduría de que hablamos se desarrolla en tres niveles. Para empezar en la propia disciplina, en segundo lugar en un plano filosófico, en tercer lugar en la teología.
En primer ámbito en el que es menester elaborar un pensamiento sapiencial corresponde a las diferentes disciplinas académicas. Sabiduría en las disciplinas científicas significa no limitarse, en el propio quehacer académico, a la asunción de una metodología y de los conceptos con los que se piensan e interpretan los resultados, para trabajar desde esos presupuestos. La actitud sapiencial consiste precisamente en reconsiderar los presupuestos sobre los que se edifica la investigación, examinar el alcance de los paradigmas hermenéuticos con los que se trabaja y desarrollar intelecciones integrales del ámbito de estudio correspondiente. El “sabio” en una disciplina es quien piensa por sí mismo, superando el mecanicismo de quien se restringe a aplicar paradigmas heredados. Sin desatender la tradición de investigación en la que se sitúa ni dejar de apreciar los resultados alcanzados por la comunidad científica, se esfuerza por hacerse con comprensiones de fondo. Evalúa con espíritu crítico positivo las orientaciones habituales según las cuales se enfocan e interpretan los resultados de las investigaciones. No deja de lado los presupuestos y las implicaciones de los conceptos de rango elevado con los que se accede a la comprensión del sector de la realidad que examina; por el contrario, los reconsidera con rigor. Alzando la mirada por encima de la demarcación de la propia disciplina, presta atención a los resultados de otros ámbitos de estudio con un espíritu abierto a la interdisciplinaridad y, sobre todo, considera sus investigaciones, elucubraciones, debates, etc. en conexión con una visión del hombre y de la realidad de alcance mayor, como es el caso de la filosofía y de la teología. El pasar de la propia disciplina a elaboraciones sapienciales que corresponden a un horizonte de consideración de la realidad de mayor alcance (como la filosofía y la teología) beneficia a ambos, tanto a la disciplina, que se confronta con comprensiones más hondas, como a las elaboraciones sapienciales de índole filosófica o teológica, que se nutren de los resultados de las disciplinas y no decaen en su exigencia de rigor.
El universitario no asume de un modo ingenuo los paradigmas de su investigación, es decir, los marcos de comprensión del ámbito en el que trabaja, los presupuestos que subyacen tras su metodología de trabajo y los parámetros con los que interpretar los resultados. Es constitutivo del quehacer universitario no limitarse a una asunción acrítica de presupuestos, marcos hermenéuticos, conceptos fundamentales, teorías o concepciones globales de la propia disciplina. Lo dicho se muestra con mayor evidencia en las disciplinas humanistas, como por ejemplo en el derecho o en la economía, en la psicología, en la historia o en la sociología. Pero también posee su vigencia en las ciencias experimentales, como la historia de la ciencia ha puesto de manifiesto. Los grandes avances en una disciplina responden a la creatividad de quien no se limita al ejercicio de la razón instrumental o metódica; con otras palabras, de quien no se reduce a aplicar procedimientos ya establecidos ni se atañe exclusivamente a los paradigmas hermenéuticos en boga. Lo dicho, insisto, no implica asumir una actitud ingenua o superficial ante las exigencias de rigor que los protocolos de investigación imponen. Todo lo contrario. Significa llevar el rigor también al ámbito de la comprensión, de la explicación, de la hermenéutica, de la elaboración de las grandes ideas sobre las que se sostiene y a las que llega una disciplina.
En la elaboración sapiencial es útil enfrentarse con la tarea de exponer a neófitos lo que la propia disciplina sostiene. Cuando una persona se encuentra en la tesitura de tener que explicar lo que ha “entendido” en su ámbito de estudio a personas no expertas, se ve obligado a llevar a cabo lo que se denomina una operación hermenéutica, es decir, mostrar ante la razón común lo que se ha alcanzado en su ciencia de tal modo que se entienda, que sea inteligible; en otros términos, exhibir las comprensiones a las que se ha llegado. Esa operación se califica como “hermenéutica” porque requiere “comprender y exponer” los resultados obtenidos sin recurrir al lenguaje técnico. Al llevarla a cabo, el académico se enfrenta, en primer lugar, consigo mismo; concretamente, se interroga acerca de lo que ha comprendido en su quehacer científico, sin ampararse en el uso de tecnicismos para describir procedimientos o resultados. El científico, cuando tiene que explicar al profano, se encara con lo que él mismo ha logrado entender en su disciplina, lo cual conlleva con frecuencia cuestionar su postura ante los planteamientos habituales de la misma y sus grandes concepciones, y por ende preguntarse hasta qué punto su actitud es madura o meramente receptiva. Por otra parte, la operación hermenéutica de exponer ante los no pertenecientes a su disciplina los resultados adquiridos implica, en segundo lugar, que el especialista se sitúe frente a la sociedad y, en concreto, ante la “razón común” o “sentido común” (common sense), en expresión de Habermas, o ante la instancia intuida a su modo en el concepto de Lebenswelt de Husserl. Con el término razón común nos referirnos a la inteligencia que no se circunscribe a una metodología especial. Como es claro, cuando el especialista expone sus comprensiones ante la “razón común”, sin esconderse detrás del lenguaje técnico de la ciencia correspondiente, se expone a las críticas de una “razón no circunscrita” (a diferencia de la que se ciñe a la metodología especifica de la ciencia en cuestión).
De lo dicho se concluye que el debate interdisciplinar y la divulgación seria son útiles en el seno de la universidad, porque obligan a enfrentarse con uno mismo y con la propia disciplina, a reconsiderar las propias ideas y quizás a sentir el estímulo de ampliar los horizontes de estudio. Todo ello ayuda a elaborar de un modo riguroso las propias comprensiones intelectuales en el ámbito científico en el que el especialista se mueve, sin descuidar la escrupulosidad de los protocolos de investigación ni hacer caso omiso de los resultados consolidados en la propia ciencia. En último término −podríamos decir, forzando un poco el lenguaje− la diferencia entre una “academia” y una universidad estriba en que la primera se limita a enseñar con competencia y eficacia lo que otros han elaborado, mientras que la institución universitaria ofrece lo que en ella se ha pensado. La universidad no se reduce a transmitir; ella propone, gracias a la investigación y a su constitución como comunidad de intelectuales.
6. De la ciencia a la sabiduría filosófica
Al segundo nivel de elaboración sapiencial se accede como consecuencia de una exigencia que surge del nivel anterior. En la elaboración sapiencial que lleva a cabo un intelectual en su propia disciplina, se muestra con claridad que el ámbito de su investigación se mantiene restringido. El carácter sectorial de su trabajo se pone de manifiesto con mayor evidencia, precisamente porque la actitud intelectual a la que se apunta pretende comprensiones integrales, sin caer en generalidades o teorías precipitadas, inconsistentes o vagas. De ahí que se perciba la necesidad de alcanzar un horizonte de consideración de lo real y del hombre de mayor envergadura.
El segundo nivel de elaboración sapiencial es de naturaleza filosófica. No consiste en una mera yuxtaposición de resultados sectoriales, como cuando se publica una enciclopedia o un diccionario. En estos casos, de por sí no sólo legítimos sino necesarios en tantas ocasiones para adquirir información fiable y rápida sobre diferentes temáticas, se presentan una serie de voces, unas junto a otras, según un orden extrínseco, habitualmente alfabético. Pero tampoco es suficiente una exposición erudita de resultados, concatenados según un orden sistemático. La elaboración sapiencial que reclama el primer nivel se sitúa en un horizonte ulterior con respecto al suyo. Ese plano de consideración, más alto y con un alcance mayor, es propio de la filosofía. Al subir de cota, la vista adquiere una perspectiva de mayor amplitud, lo cual permite una visión más integral. Cuando se asciende a un horizonte más extenso, se gana y se pierde. Se gana en panorama; se pierde en detalles. Por eso la filosofía no relega las ciencias ni las sustituye; y viceversa. Cada una permanece en su posición y se revela imprescindible. En la filosofía se obtiene una visión integral del hombre y de la realidad que no va en detrimento de las ciencias. Todo lo contrario, responde a una exigencia de la misma razón que permite a las ciencias tener consistencia como ciencias.
Acceder a un horizonte intelectual allende el científico-sectorial permite elaborar un conocimiento de mayor alcance, tanto con respecto al hombre como a la realidad en general. Sin embargo, entre filosofía y ciencias se instaura una relación de mutua ayuda. La antropología filosófica y la comprensión del mundo que se alcanza desde el pensamiento filosófico repercuten en el quehacer científico de la propia disciplina. La sabiduría filosófica posee un rendimiento en el nivel anterior (científico) en la medida en que permite integrar conocimientos, orientar la investigación en algunos casos, interpretar resultados con mayor perspectiva y calado, fundamentar intelecciones o ponerlas en tela de juicio sin ingenuidades, adquirir conciencia del alcance de la propia disciplina, etc. Por su parte, las ciencias sectoriales contribuyen a la elaboración de un pensamiento filosófico, en la medida en que ofrecen resultados que dan pie a reflexiones, obligan a repensar planteamientos o conceptos, e incitan a no decaer en el rigor intelectual.
En el contexto contemporáneo hay muchos factores que hacen prácticamente imprescindible que el profesor universitario tenga unos fundamentos filosóficos asentados, lo que no significa que sea un filósofo profesional. El espíritu de la universitas espolea a situarse ante los grandes temas, en lugar de rehuirlos. Es muy propio del universitario tener intereses filosóficos (antropológicos, éticos, de filosofía de la naturaleza, metafísicos, de filosofía social y política, etc.), que le serán muy útiles para la propia disciplina, en algunos casos de un modo más directo que en otros.
Sin embargo, hay un segundo motivo que induce la inteligencia a emprender la tarea de subir a un nivel de consideración más alto con respecto a las ciencias. Éste estriba en la necesidad existencial de alcanzar una visión sapiencial del hombre que nos permita entendernos de un modo integral, en cuanto seres humanos, y no sólo en cuanto individuos con los dinamismos fisiológicos, psicológicos o sociológicos propios de una determinada especie. Concretamente, la antropología filosófica responde a una querencia existencial propia de un ser racional y libre, que ha recibido en sus manos su existencia y debe orientarse en ella.
En definitiva, la elaboración de un pensamiento filosófico ayuda a obtener una sabiduría que se revela rentable para la propia disciplina, en la medida en que ofrece un marco en el que fundamentar la propia investigación científica e interpretar sus resultados de un modo intelectualmente riguroso. Dicho marco permite integrar los conocimientos de la disciplina personal con los de otras y así alcanzar intelecciones de mayor penetración y alcance, e incluso orientar investigaciones. La sabiduría antropológica ayuda a ser críticos, en el buen sentido de la palabra, en la tarea científica y docente, también porque nos pone de cara a la existencia con una visión integral del hombre que habilita para encontrar el sentido y la orientación de la vida humana. Es claro que un profesor forma a los estudiantes no solamente con lo que va diciendo sino también con su persona. Una comunidad universitaria auténtica posee sensibilidad por los temas de fondo que ayudan de cara a la existencia, porque no pierde de vista que tiene que ver con personas.
7. La sabiduría teológica y la universidad
Evitar las preguntas filosóficas implicaría eludir la exigencia de la inteligencia de enfrentarse con los tres desafíos que hemos esbozado: preguntarse por los presupuestos, plantearse el alcance de las concepciones, considerar las implicaciones de ambos. Benedicto XVI, desde su experiencia universitaria, situaba en este punto el reto por antonomasia de un intelectual responsable. El desafío no se presenta como fácil, entre otras cosas, porque la cultura actual tiende a evitarlo. Sin embargo, la demanda proviene de la misma razón y de los requerimientos de una sociedad que pretende ser humana. “Occidente, desde hace mucho, −advertía Benedicto XVI− está amenazado por esta aversión a los interrogantes fundamentales de su razón, y así sólo puede sufrir una gran pérdida […]. En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a este gran “logos”, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente por nosotros mismos es la gran tarea de la universidad”[10]. Leer estas palabras en el momento en el que nos encontramos (después del 11 de febrero del 2013) despierta la conciencia de recibir como herencia un encargo, que despierta nuestra responsabilidad como universitarios.
Recuperar la amplitud de la razón lleva consigo la elaboración de un pensamiento sapiencial en un tercer nivel, a saber, el de la sabiduría teológica. A él se accede también desde una demanda que surge del nivel anterior. La sabiduría filosófica aspira a una visión integral del ser humano y de la realidad, pero no sitúa en el último horizonte de consideración, ni permite adentrarse hasta el núcleo ontológico concluyente del hombre. Para una mujer o un hombre de fe, esto es claro. Si el ser humano ha sido creado por Dios en el Hijo y en vista de Él, solamente Dios es capaz de desvelar el proyecto constitutivo del hombre: su vocación originaria, su estatuto a la luz de su modelo, su destino definitivo. El hecho de que el ser humano haya sido creado a “imagen de Dios”, que su destino primigenio fuese malogrado por el pecado y que Dios se haya implicado en su salvación con el misterio del Hijo que se encarna, hacen que lo decisivo del hombre se sitúe en el ámbito de lo que le trasciende y que por ello sólo sea accesible desde la fe en la Revelación divina. El documento del Concilio Vaticano II Gaudium et spes lo afirma con una expresión evocada con frecuencia por Juan Pablo II: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”[11].
La fe aparece en el horizonte de la inteligencia en la medida en que el ser humano se percata, por una parte, de sus exigencias de saber, concretamente de comprensiones sapienciales, y, por otra, de enfrentarse con un misterio cuando considera con radicalidad las preguntas últimas con respecto a sí mismo y a la realidad. La respuesta a dichas preguntas no se obtiene gracias a deducciones ni se alcanza mediante inferencias. La respuesta que nos permite penetrar en la inteligibilidad última de la realidad nos llega desde una palabra que nos trasciende. Esa palabra, en su trascendencia, en su excedencia, nos adentra en el misterio de nuestra existencia, en el misterio del ser. Por eso se ha hecho célebre la expresión “creo para entender” (credo ut intelligam) para designar cómo se sitúa la inteligencia ante la fe. Precisamente por ello, la fe asumida con conciencia pretende entender. De ahí que la fe conduzca a la teología: fides quaerens intellectum.
La fe no se introduce en la Universidad de un modo yuxtapuesto al ejercicio de la razón. El excurso sobre la hermenéutica ha puesto de manifiesto que la razón no se limita a su uso metódico o instrumental. El razonar se encamina hacia la intelección y ésta acontece cuando se comprende en verdad. La razón responsable no se detiene en respuestas todavía inconcluyentes, ni se cierra a priori a una instancia de verdad sólo porque no se deduce desde sí misma. La fe ofrece, en efecto, la instancia última de inteligibilidad, por eso la sabiduría teológica constituye el nivel definitivo de comprensión del ser, tanto desde un punto de vista especulativo como existencial.
Para entender al hombre y poder orientarse según su verdad última es menester abrirse a la fe. De ahí la circularidad entre razón y fe que se expresa en el binomio “entiendo para creer”, “creo para entender”, tal y como lo plantea la encíclica Fides et ratio. La razón y la fe no constituyen una disyuntiva (o una u otra), ni se sitúan una al lado de la otra, de un modo meramente yuxtapuesto, sin tensiones pero también sin entrelazarse. La fe requiere de la inteligencia para ser asumida con plenitud y la razón se abre a la fe para alcanzar la verdad última a la que aspira.
La relación entre fe y razón se potencia en el cristianismo con un alcance que no tiene parangón, dado que el cristianismo ha sido promotor de razón desde el principio. Por eso dicha relación no se estructura como una alternativa ni como una simple yuxtaposición, sino, como decíamos, en términos de circularidad: la razón se abre a la fe y la fe reclama la razón. Constituye una especie de espiral que no se limita al pensamiento deductivo, que extrae lo que ya está implícitamente contenido en un principio asumido con precedencia, para acceder también a un pensamiento que profundiza y que en lugar de partir de un axioma para deducir conclusiones, se encamina desde lo que le es más inmediato hacia el principio. La fe no es algo irrelevante, por el contrario incide en nuestra existencia y se apela a nuestra inteligencia. En una fe madura interviene la inteligencia, lo que permite dar “razones de su esperanza”, como dice san Pedro con expresión elocuente (1 Pe 3, 15). La inteligencia sabe proporcionar razones porque ha interiorizado esa fe también intelectualmente.
El tercer y último nivel sapiencial corresponde por tanto a un pensamiento cristiano, es decir, a una elaboración intelectual que vive de la fe. Dicha elaboración corresponde a la profundización del saber más radical y definitivo; constituye la reflexión (logos) sobre los contenidos de la fe, por eso es estrictamente teológica.
En ocasiones, la sabiduría teológica a que nos referimos se expresa en primer lugar planteando preguntas. Interpela a la sabiduría meramente humana y la sitúa ante cuestiones a las que ésta no es capaz de dar respuesta. En definitiva, despierta el sentido por el misterio que rodea la existencia en su efectividad histórica y repropone anhelos y enigmas que han acompañado a la humanidad desde siempre. En segundo lugar, ofrece respuestas que se muestran significativas y en su verdad, en la medida en que el hombre no se cierra a las cuestiones últimas ni se conforma con respuestas provisionales o penúltimas. La fe exige introducirse en el ámbito de lo sobrenatural, lo cual requiere la ayuda divina para penetrar en su misterio sin racionalizarlo. El hombre de fe vive en el claroscuro de una revelación que le ilumina, pero al mismo tiempo le trasciende. La excedencia de luz propia de Dios deslumbra al ser humano; de ahí que la fe sea un acto de confianza y abandono en Él, en lugar de consistir en una conceptualización transparente para nuestra razón. Un Dios comprensible por el hombre consistiría en un Dios a nuestra medida: en un Dios muy poco divino. Pero ello no obsta para que la fe nos cuestione, nos haga pensar e ilumine; o, con tres palabras, que el hombre de fe experimente en su reflexión el credo ut intelligam, al que hemos hecho mención.
La sabiduría teológica dialoga con la visión sapiencial de los niveles anteriores. Por una parte, recibe de ellos estímulos para llevarse a cabo: preguntas a las que dar respuesta, mostrando su contenido de verdad y su significación para la existencia, así como sugerencias sobre itinerarios en los que desarrollarse en cuanto elaboración intelectual. Por otra parte, la sabiduría teológica ilumina esos otros ámbitos de la inteligencia. No es que se deduzcan desde ellos, sino que consigna claves para interpretar, discernir, orientar, desde la instancia definitiva de verdad. Juan Pablo II añadía a este respecto en un discurso del 11 de enero del 1982: “La síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe… Una fe que no se hace cultura es una fe que no ha sido plenamente acogida, ni completamente pensada, ni vivida fielmente”.
La fe se hace cultura no porque desde ella se deriven de un modo unívoco expresiones culturales (cívicas, artísticas, jurídicas, científicas, económicas, políticas, de costumbres, de organización social, etc.), sino porque la fe constituye una luz que permite ser creativos en libertad, en el desarrollo de la civilización, según la verdad última del hombre. La sabiduría de la fe no encierra en un espacio restringido, ni instaura una uniformidad en lo cultural. La fe se armoniza con un pluralismo social en las diferentes esferas de lo humano, pero constituye una instancia tanto de discernimiento –que ilumina para distinguir lo humano de lo inhumano–, como de estímulos para forjar una sociedad cada más justa. De ahí que el intelectual perciba la necesidad de una elaboración sapiencial de carácter teológico. Un ejemplo palmario lo constituye la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI.
La sabiduría teológica requiere una especulación que nos lleve no a asumir lo creído como algo dado por descontado, sino a percibirlo en su riqueza intelectual, de tal modo que identifique sus repercusiones para nuestra sociedad y sea capaz de expresarlo de manera que sea inteligible y convincente. De ahí la necesidad de una formación teológica a la altura de un profesor universitario y de los propios alumnos. Ahora bien, también se requiere la formación espiritual, porque no basta ser intelectualmente capaces; es menester interiorizar y vivir con coherencia lo que la fe nos dice. Esa interiorización podrá constituir un proceso lento, pero es imprescindible. La fe se interioriza cuando no es solamente una fe pensada, sino vivida.
En conclusión, la universidad se encuentra hoy en día ante el desafío de ampliar los horizontes de la razón, superando los reduccionismos y relativismos presentes en nuestra época. Dicho desafío requiere elaborar un conocimiento sapiencial en tres niveles. Para empezar, en la propia disciplina, con una asunción crítica de los paradigmas usuales, de los conceptos básicos y de los marcos hermenéuticos, que supere la mera razón metódica y busque la elaboración rigurosa de una comprensión integral de la realidad. Después, llevar a cabo una sabiduría filosófica y por ende teológica. La fe en la universidad responde a una exigencia intelectual, existencial y social. Intelectual, porque en una universidad se cultiva una razón responsable. Existencial, porque una universidad tiene que ver con personas que se plantean con rigor el sentido de la existencia. Social, porque en la universidad se elabora una cultura que pretende ser más humana y lo humano, lo es en plenitud en el horizonte que abre la fe.
Mons. Luis Romera. Rector de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma
[1] La contribución a dicho debate que lleva a cabo la Universidad de Navarra es de las de mayor envergadura en el panorama académico europeo. Cfr. al respecto las siguientes publicaciones de “Ediciones Universidad de Navarra”: J. H. NEWMAN, Discursos sobre el fin de la educación universitaria, EUNSA, Pamplona 2011; J. M. GIMÉNEZ AMAYA y S. SÁNCHEZ-MIGALLÓN, Diagnóstico de la Universidad en Alasdair MacIntyre, EUNSA, Pamplona 2011; M. GARCÍA MORENTE, El ideal universitario y otros ensayos, EUNSA, Pamplona 2012; R. GUARDINI, Tres escritos sobre la universidad, EUNSA, Pamplona 2012. De indudable valor a este respecto son también las reflexiones que aparecen en los discursos recogidos en el volumen Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, EUNSA, Pamplona 1993.
[2] Cf. S. BELARDINELLI, Sociologia della cultura, Franco Angeli, Milano 2006.
[3] Cf. J. CRUZ, Intelecto y razón. Las coordenadas del pensamiento clásico, EUNSA, Pamplona 1998.
[4] Cf. F. NIETZSCHE, Más allá del bien y del mal, 78.
[5] H. G. GADAMER, La universalidad del problema hermenéutico, en Verdad y método II, Sígueme, Salamanca 1998, pp. 213-224, p. 219.
[6] Ibidem.
[7] Ibidem.
[8] Ibidem.
[9] J. RATZINGER, L’Europa nella crisi delle culture, discurso del 1 abril 2005 en Subiaco.
[10] BENEDICTO XVI, Discurso del 12 de septiembre del 2006 en Ratisbona.
[11] Gaudium et spes, n. 22.
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