La identidad cristiana no sólo es compatible con la labor del científico, sino que contribuye vigorosamente a forjar un perfil investigador de mayor hondura, solidez y motivación, capaz de afrontar con éxito los desafíos de la ciencia del siglo XXI
Hay quien dice que los cristianos han perdido el tren de la ciencia. Los investigadores indiferentes o incluso hostiles a la visión cristiana del mundo parecen ser numerosos. El alejamiento de Dios de los científicos corre el riesgo de generar en los creyentes una cierta prevención ante la ciencia: ¡Ay!, miré demasiado las estrellas.../No hay que mirarlas tanto[1]. Ante la tentación del pesimismo o de la crítica conviene reflexionar con serenidad sobre las relaciones entre la tarea del científico y la fe cristiana. ¿Es exacta esa visión que presenta una ciencia progresivamente alejada de Dios?, ¿es la vida cristiana, como argumentan algunos, difícilmente compatible con la tarea investigadora? Me propongo argumentar que la identidad cristiana no sólo es compatible con la labor del científico, sino que de hecho contribuye vigorosamente a forjar un perfil investigador de mayor hondura, solidez y motivación, capaz de afrontar con éxito los desafíos de la ciencia del siglo XXI. El mensaje principal de estas líneas es subrayar que el científico cristiano hace la misma ciencia, estudia los mismo problemas, comparte las mismas inquietudes, vibra en la misma sintonía, trabaja con comodidad en las mismas instituciones y con las mismas personas que cualquier investigador honesto que se tome en serio su trabajo; al mismo tiempo, en el científico cristiano aparece un valor añadido, recibido de Dios a través de la gracia, que trasciende a sus condiciones y de algún modo las eleva a otro plano y hace que su perspectiva vital y profesional sea mucho más encendida y profunda.
La actitud vital de cualquier investigador que reflexione con rigor y honestidad sobre su trabajo, es la resultante de experiencias, disposiciones y actividades que le van configurando como científico y como persona. Para las páginas que siguen, he seleccionado unos pocos horizontes aparentemente antagónicos, que en mi opinión tienen particular incidencia en la maduración de la identidad de cualquier científico responsable, y también lógicamente de un científico cristiano que quiera vivir su fe con coherencia:
— Construir con responsabilidad el futuro sin dejar de escrutar prudentemente la historia;
— Buscar activamente la verdad sobre el mundo sin olvidar la “pasividad” contemplativa;
— Interesarse por todo lo creado sin descuidar los problemas más urgentes y sensibles;
— Trabajar activamente por destacar en un entorno competitivo y procurar al tiempo desarrollar una actitud generosa y solidaria.
— Contribuir al progreso técnico sin promover la deshumanización tecnologista;
Estos aspectos conciernen sin duda a cualquier profesional de la ciencia. La riqueza que se añade al horizonte del investigador cristiano es que, para abordar estas cuestiones, cuenta no sólo con sus fuerzas sino con un impulso adicional, externo, que procede de su especial relación con Dios Creador y Redentor. La conciencia profunda de ser Hijo de Dios le hace abordar los cinco aspectos citados, y muchos otros, con una nueva dimensión; una dimensión que le hace mirar con ojos de eternidad las cosas y las personas, eleva su trabajo dándole valor eterno, y le llena de esperanza al saberse amado por un Redentor que le sostiene en sus trabajos y le perdona en sus miserias.
Futuro y pasado
La ciencia moderna es una actividad con la mirada puesta en el futuro, en el progreso, en la paulatina solución de problemas a los que se enfrentan los hombres. A la vez, el hombre de ciencia ha de aprender de la Historia, necesita tener en cuenta su pasado, conocer las raíces originales de cada interrogante y de la actividad investigadora en su conjunto. Pocos conocen hoy en día que los orígenes de la investigación científica moderna surgió en un ambiente matriz netamente cristiano. Casi nadie recuerda que la mayoría de los pioneros de la ciencia en el XVII profesaban y practicaban la fe de Cristo. Es muy saludable revisitar el espíritu de esos adelantados, grandes visionarios de una ciencia que simultáneamente acercaba a Dios y servía para resolver los problemas de los hombres[2]. Ahora, como entonces, el investigador cristiano no cultiva una ciencia distinta de otros, ni pretende hacer una nueva construcción intelectual al margen de sus colegas, con quienes colabora en la búsqueda de las mismas soluciones para idénticos problemas. No existe, por tanto, una ciencia cristiana, la ciencia que hace el cristiano es la ciencia de todos. Sin embargo, la actitud intelectual del cristiano, en los comienzos de la ciencia y ahora, sí tiene un aspecto específico y peculiar. Al mismo tiempo que persigue afanosamente descubrir la verdad de las cosas creadas, desentrañar sus misterios más escondidos, el investigador cristiano goza de la tranquilidad de quien ya posee la clave de todas las cuestiones; de quien conoce la verdad profunda de la creación y del hombre. Ha recibido de Dios, que se lo ha revelado, las nociones básicas para comprenderse a sí mismo, a los demás y a toda la realidad; reconoce en la naturaleza su condición de criatura amada de Dios, sabe que todos los hombres son hijos de ese mismo Padre y es consciente de haber sido redimido por su Hijo y vivificado por el Espíritu Consolador. Esta es una de las grandes paradojas intelectuales del investigador cristiano: trabaja codo con codo con sus colegas movido por la pasión de buscar la verdad, al tiempo que es poseedor de la gran Verdad sobre el mundo y el hombre que se le ha revelado por gracia de Dios.
Pasión por la verdad y contemplación
El trabajo del investigador se alimenta de la pasión por la verdad, y –por ende-, de la convicción de que la verdad existe y podemos encontrarla. Los laberintos relativistas, la semilla idealista de la duda sobre el acceso a la realidad, no son compatibles con el entusiasmo investigador. El científico está convencido de que el mundo es un cosmos, no un caos. La realidad que trabajosamente desgrana con su método experimental es un universo con orden y razón. El titubeo ante la existencia de la verdad es inconciliable con la ciencia y la investigación. El sólido andamio sobre el que trabaja el investigador es la convicción de que el mundo es real y de que con la ciencia se puede acceder al sentido y a la verdad de la realidad natural. No hace falta ser cristiano, para, además del orden, percibir vivamente la belleza, y que orden y belleza estimulen la admiración por el Creador. La actitud contemplativa ante la belleza y el orden del universo es, ciertamente, una actitud profundamente religiosa, y lleva a un particular entusiasmo por el propio trabajo de exploración científica. La tarea del investigador está con frecuencia impulsada por tres poderosos motores: la urgencia de conocer, la pasión por la verdad y la contemplación gozosa de la obra del Creador. El valor añadido de la identidad cristiana a estas fuerzas motivadoras es la convicción, no sólo el reconocimiento de la realidad creada del mundo, sino el hecho del encuentro con Dios a través de esa creación, en la que Dios se goza, pues es fruto de su amor de Padre. Lo específico cristiano no es la contemplación de la creación y su belleza, sino el encuentro con la Trinidad a través de ellas. Y para ese encuentro, no cuenta con sus solas fuerzas; por un especial don divino, por una gracia muy particular, llega a la relación filial con Dios a través del mundo creado.
¿En qué ha de investigar un científico cristiano?
¿Pero hay algunas obras del Creador más interesantes que otras?, ¿hay campos de investigación en los que los cristianos deberían cultivar prioritariamente? En buena lid, cualquier área de investigación, por precisa y específica que sea, puede entusiasmar a un científico motivado y merece ser objeto de estudio. Muchos científicos dedican toda su vida y sus energías profesionales a desvelar aspectos muy específicos y aparentemente intrascendentes de la realidad creada. De lo más grande (el tamaño, la edad o las propiedades del universo) a lo más diminuto (las partículas subatómicas); de los organismos vivos o extinguidos más gigantescos a los virus y bacterias, todo es objeto potencial del interés de un científico con mentalidad abierta. Los científicos somos capaces de vibrar, trabajar hasta la extenuación, e incluso emocionarnos, con parcelas tan reducidas de la realidad natural como la organización del ojo de un colémbolo, las neuronas del cerebro de un lepidóptero o el sistema digestivo de la langosta del desierto. Todo, por pequeño que parezca, es parte de ese cosmos ordenado y muestra la belleza de la creación. No existen, por tanto, temas más o menos atractivos desde el punto de vista del objeto de investigación.
La llamada de Cristo a la caridad con sus hermanos, hijos de un mismo Padre, desarrolla una particular sensibilidad a los problemas que hacen sufrir a muchos hombres y mujeres, próximos o lejanos. Es lógico, pues, que la identidad cristiana mueva a algunos científicos a interesarse especialmente por ámbitos del saber más directamente relacionados con el alivio del sufrimiento: las grandes enfermedades del Tercer Mundo; la mejora de las cosechas o el control de plagas en países necesitados; las cuestiones de Medicina Aplicada que hacen sufrir a muchos hombres: el cáncer, el SIDA, la esterilidad, las enfermedades psiquiátricas... Los cristianos se han distinguido por estar siempre en la vanguardia del cuidado del débil y el enfermo. El cristiano siente una especial debilidad por el más débil, en quien reconoce una intensa riqueza y poderío espiritual. Los hospitales, asilos, orfanatos cristianos han sido pioneros en la atención al más necesitado, usando cuando ha sido posible las técnicas más desarrolladas del momento y sin esperar contrapartida, con una visión especialmente humanizada, cuidando del hombre entero, cuerpo y alma, materia y espíritu. De modo paralelo, es coherente que la investigación llevada a cabo en instituciones de inspiración cristiana se enfoque más intensamente en problemas que causan mucho sufrimiento y debilidad. Es lógico que el investigador cristiano considere la enfermedad y el enfermo como una misión profesional impregnada de la urgencia de la caridad. La investigación en áreas biomédicas aplicadas es muy valiosa, especialmente en las cuestiones más desatendidas y más relevantes para las regiones menos desarrolladas. Pero la investigación básica, no inmediatamente destinada a resolver un problema aplicado, también puede tener, y de hecho generalmente lo tiene, un horizonte de solidaridad, una misión que trasciende al problema concreto que aborda. El trabajo científico no debe reducirse exclusivamente a los campos aplicados, ni nadie debe sentirse moralmente obligado a trabajar precisamente en estas áreas del conocimiento. La búsqueda de la verdad y el conocimiento de la realidad natural es un bien por sí mismo. La Historia de la Ciencia demuestra que muchas contribuciones al conocimiento de la ciencia básica, no relacionadas en principio con una aplicación, han sido luego piezas clave del conocimiento para aliviar penas y resolver graves inquietudes humanas.
Una llamada urgente a la integración
Entre los campos que se abren al investigador del siglo XXI, hay uno que en los próximos años requerirá de personas con mentalidad especialmente abierta. En los últimos veinticinco años se ha ido generando una enorme avalancha de datos biológicos: las bases de datos accesibles a los científicos se hinchan progresivamente con millones de puntos de información sobre las realidades biológicas más variadas. El crecimiento es más que exponencial, y el ritmo seguirá aumentando. Los experimentos de hoy ya no se hacen uno a uno como antaño. Gracias a las técnicas de análisis de alta capacidad (high throughput) y a la Bioinformática, se generan decenas de miles de datos en cada ensayo aislado. Se ha producido una asombrosa inflación de información absolutamente inabarcable por un investigador individual. La situación recuerda en parte a lo que ocurrió tras el Renacimiento, en los siglos XVI- XVII cuando se hizo completamente imposible la aspiración de conocimiento universal del sabio medieval. Desde entonces, lo que fue la Filosofía Natural se fue fragmentando progresivamente en áreas y especialidades (la Zoología, la Botánica, la Anatomía, la Medicina) y lo ha seguido haciendo hasta nuestros días. De hecho, ahora estamos llegando a un cierto límite de la fragmentación que se originó en aquel momento. En el mundo científico cada día hay más hiperespecialistas, de foco cada vez más reducido. Se necesitan urgentemente nuevos integradores, gente capaz de atravesar las barreras de las especialidades, bien familiarizados con las fuentes de información, expertos en sintetizar los datos y en analizar críticamente las virtualidades y limitaciones metodológicas de cada disciplina. Ellos han de llevar a cabo la necesaria tarea de integración de la multiplicidad de datos para producir ideas coherentes y conceptos comprensibles y que expliquen mejor la realidad. Una nueva subespecialidad, la Biología de Sistemas, aspira a cubrir esta necesidad de integración. Es éste un campo joven y todavía poco explorado. Este nuevo campo, al igual que la Bioinformática, puede convertirse en una buena clave hermenéutica del piélago de datos disponible, pero sólo si cultiva una aproximación abierta y el gusto por el diálogo multidisciplinar. Cosecharía un sonoro fracaso si pretendiera proclamarse como clave metodológica exclusiva para entender la realidad global a partir de los datos moleculares. Sólo los investigadores que sepan reconocer las limitaciones del propio método, y estén dispuestos a dialogar con otras fuentes de acceso a la realidad (diálogo multidisciplinar) serán capaces de sacarnos del laberinto de conocimiento que nos estamos construyendo. Cuestiones sobre la naturaleza, el sentido, el comienzo y el fin de la vida, y en especial de la vida humana requieren una imprescindible apertura multidisciplinar. Los cristianos, y otros colegas con intereses humanísticos, acostumbrados por nuestra fe a movernos cómodamente en ámbitos de conocimiento distintos al método científico-experimental, estamos en buenas condiciones para aportar ese necesario bagaje multidisciplinar que nos haga salir airosos del gran reto de la integración. Este es el urgente desafío al que nos enfrentamos los científicos del nuevo milenio. El Cardenal Ratzinger, antes de convertirse en Benedicto XVI, describió este importante reto como una nueva síntesis de ciencia y sabiduría, en la que ni la pregunta por lo singular desplace a la contemplación del todo, ni la preocupación por la totalidad suprima la solicitud por lo particular. Esta síntesis es el gran reto intelectual de nuestros días. En ella se decidirá el problema de si existe un futuro para la humanidad digno del hombre, o si vamos directamente hacia el caos y la autodestrucción del hombre y la creación[3].
«Vosotros sois la luz del mundo. (...) Alumbre así vuestra luz ante los hombres»[4]
La identidad cristiana del investigador se concreta muy especialmente en la coherencia e integridad de vida en el contexto de su profesión. La cultura de las últimas décadas está fuertemente configurada por un cierto deslumbramiento por la figura y la actividad del científico. El propio adjetivo “científico” se usa para referirse a lo auténtico, a lo sólidamente fundado, a lo indiscutible. Con frecuencia, el laboratorio es percibido desde fuera como un ambiente sereno y apacible donde se generan ideas brillantes en un clima amigable y solícito. Los científicos ilustres reciben honores de héroe y son investidos con el aura de la ciudadanía ejemplar. Sin embargo, el ambiente real en el que se mueve un investigador no es siempre tan grato y sosegado, ni todas las individualidades científicas tan respetables y solidarias. En los próximos párrafos me referiré a algunos problemas, surgidos especialmente en las últimas tres décadas en el seno de la comunidad científica que requieren respuestas positivas e innovadoras. Afortunadamente, no se trata de patologías generalizadas, ni representan lo que ocurre a la mayoría de los investigadores. No obstante, conviene señalar aquí estos peligros para posteriormente presentar las posibles soluciones, también las que aporta la perspectiva cristiana. En concreto me referiré en los próximos párrafos a las cuestiones relacionadas con el exceso de competitividad, la falta de veracidad, los conflictos de intereses y la ambición desmedida.
La promoción profesional del científico, se basa en una serie de criterios objetivos, entre los que destacan el índice de impacto de las revistas donde publica. La proporción de artículos que logran ser publicados en estas grandes revistas es exigua, dado el ingente número de manuscritos que reciben. Además, el número de investigadores aumenta, y no crece proporcionalmente la inversión económica en ciencia. Los investigadores tienen que disputarse continuamente una financiación con frecuencia exigua y limitada, a base de diseñar y proponer proyectos más ambiciosos y sofisticados. En definitiva, hoy en día la investigación de vanguardia es una actividad muy competitiva, que generalmente exige del investigador un esfuerzo y una dedicación muy intensos.
En los últimos tiempos, algunos editores de grandes revistas científicas han llamado la atención sobre el problema de la falta de honradez profesional de algunos científicos, especialmente en lo relacionado a la ética de la publicación[5]. Aunque son una proporción muy baja de todo el trabajo científico, es preocupante la multiplicación creciente de casos de apropiación indebida o manipulación de la información o, sobre todo, de abierto fraude científico en revistas de gran impacto. Este cáncer de la comunidad científica es, sin duda, efecto de la creciente presión por publicar que sufren los investigadores de algunas instituciones. A pesar de estos borrones aislados, la ciencia se mantiene todavía como una actividad profesional puramente basada en la confianza. La mayoría de los científicos, procuran ser honestos y veraces en la presentación de sus resultados y conclusiones. Pero limitarse a decir la verdad es un horizonte ético pobre y limitado. La veracidad necesita acompañarse de un fundamento sólido; es difícilmente sostenible como una cualidad aislada sobre actitudes personales egocéntricas o poco honradas.
En el ámbito de la investigación biomédica, y en especial en la investigación clínica, se han denunciado en ocasiones interferencias, a veces serias, entre las actividades promocionales de las compañías farmacéuticas y el ambiente de honestidad e independencia que debe caracterizar la investigación científica. Los congresos internacionales, las reuniones científicas, los cánones del prestigio están a veces demasiado condicionadas por el desarrollo comercial de productos o las estrategias de algunas empresas. No es siempre fácil discernir hasta dónde puede llegar la colaboración de los científicos con los legítimos intereses de las empresas ni reconocer los potenciales conflictos de interés. Tan serio es el problema que en algunos de los foros más prestigiosos y en la mayor parte de las revistas se ha hecho obligatorio declarar expresamente las relaciones profesionales con empresas farmacéuticas o biotecnológicas[6].
Para algunos investigadores, absorbidos por la cultura del éxito, el avance de la ciencia o la resolución de problemas intelectuales y humanos pueden quedar como objetivos secundarios. Otras ambiciones llegan a ser prioritarias: el impacto mediático, la capacidad de atracción de financiación, las invitaciones a reuniones científicas, el poder en la propia institución o en entidades nacionales o internacionales; en definitiva, la fama, el prestigio y el reconocimiento. Ya no hacen ciencia para conocer, sino para ser conocidos. El culto al propio triunfo exige habitualmente abandonarse a un trabajo frenético, a veces desbocado que, con no poca frecuencia, se deja a la familia en el camino.
¿Cuál ha de ser la actitud del investigador ante un panorama profesional a veces difícil y complejo? ¿Qué puede añadir la identidad cristiana en este ambiente crecientemente competitivo?
La tentación fácil ante estos problemas es la inhibición o la huida hacia el hipotético refugio de una dedicación investigadora menos brillante, más pacífica, incontaminada de competencias agresivas y vanidades. En mi opinión, la postura del alejamiento es excesivamente cómoda y poco responsable. Cualquier científico honesto, y muy especialmente el investigador cristiano, ha de aspirar a transformar la situación desde dentro mediante una actitud más solidaria, desinteresada, que huye del engreimiento. Sin dejar de perseguir la calidad y el éxito, el investigador que tiene motivaciones elevadas y abiertas, es el que contribuye a dar soluciones a estos serios problemas. Hacen falta investigadores generosos, menos preocupados de su propia gloria, y con mayor sensibilidad por dejar huella en los otros: por formar gente joven, por invertir en las nuevas generaciones, por promover el trabajo en equipo, por suscitar sinergias y emprender colaboraciones científicas alejadas del personalismo y la discordia. Científicos coherentes, científicos de horizontes amplios y de amistades robustas. Un investigador brillante, estimulado por la preocupación de salir de sí mismo, vigoriza muy positivamente los ambientes y estructuras de cualquier especialidad científica. Además de asumir estos valores, la visión cristiana añade una perspectiva especialmente fresca y renovadora. El investigador cristiano, por un lado, procura responder con su trabajo a la llamada de Cristo: alumbre así vuestra luz ante los hombres[7]. Por otro lado, la vida de la gracia, eleva su actividad a un plano que trasciende todas las dimensiones humanas: su trabajo es canto de alabanza al Creador y ámbito de encuentro con la Trinidad. El cristiano ve hijos de Dios, en cada uno de sus colegas, piensen del modo que piensen, sean del modo que sean. Y procura convivir con todos siempre de modo amable, comprender, perdonar (no te digo que siete, sino setenta veces siete[8]). Desde esa perspectiva, el investigador que vive su fe cristiana con coherencia, nunca ve en sus colegas competidores ni enemigos sino hijos de un mismo Padre. Un Padre, del que conoce su infinita misericordia. Este es precisamente otro de los grandes valores añadidos al planteamiento cristiano: la profunda alegría que surge de la convicción de la centralidad de la Redención. Por muchos que sean los defectos, las debilidades, las veces en las que el investigador cristiano no ha estado a la altura de lo que se espera de él, sabe que siempre estará su Padre Dios esperándole con los brazos de su perdón abiertos[9]. Saberse capaz de renovarse continuamente, rejuvenecer, volver a empezar con la ayuda de Dios, es fuente de la intensa alegría y de la robusta esperanza que un cristiano ha de llevar a todas partes, también en este caso a su actividad profesional en el mundo de la ciencia. En definitiva, un espíritu profundamente cristiano puede enriquecer y rejuvenecer cualquier ambiente científico. Pero nunca lo hará si a la honradez, el optimismo, el espíritu desinteresado, la sencillez, el perdón y la caridad no están precedidas y acompañadas de una calidad profesional contrastada y reconocida por todos. Sin esa premisa imprescindible, el brillo de la identidad cristiana termina ocultándose tras la falta de compromiso profesional, el desinterés por la ciencia, o la inhibición. Nadie enciende una lámpara para ponerla en un sitio oculto ni bajo el celemín, sino sobre el candelero para que los que entran vean la luz[10].
«¿Soy acaso yo el guardián de mi hermano?»[11]
En la segunda mitad del siglo XX han corrido ríos de tinta acerca de la responsabilidad social del científico. Es evidente que de los avances científicos se han derivado numerosas tecnologías de progreso, que han permitido elevar el nivel de vida de los pueblos y progresar hacia un tipo de vida más humana. Pero también es evidente que la técnica derivada de una serie de hallazgos científicos se ha convertido en una amenaza o ha contribuido al sufrimiento de muchos hombres o la deshumanización de algunas sociedades. La historia del ataque nuclear a Hirsohima o de las políticas eugenésicas de los países occidentales de la primera mitad del siglo XX son suficientemente ilustrativas. La técnica abandonada a su propia dinámica no tiene que ser necesariamente positiva. Algunos pensadores señalan que en la sociedad desarrollada del primer mundo, la tecnología ha penetrado tan rápidamente y de modo tan impulsivo en la vida de los hombres, que no hemos sido capaces de aprender a convivir con ella, y corremos el riesgo de ser transformados totalmente en poco tiempo. El drama de la abolición del hombre por la técnica ha sido magistralmente ilustrado por C.S. Lewis[12] en su antológico ensayo. Se ha discutido mucho sobre la responsabilidad del científico en relación a las implicaciones sociales de la aplicación de sus conocimientos. Por un lado, están los que consideran que el investigador tiene una importante responsabilidad directa en la orientación, el desarrollo práctico y la aplicación de la tecnología derivada de su ciencia. Otros afirman que el científico debe inhibirse completamente de las decisiones en torno a la aplicación técnica de sus descubrimientos y las posibles consecuencias, dejando toda la responsabilidad y capacidad decisoria a los políticos, los organizadores sociales, la sociedad en general, etc. Ejemplos de científicos implicados en orientar los resultados de su ciencia son numerosos[13]. Leo Szilard intentó evitar muy activamente el uso militar de sus descubrimientos sobre la reacción atómica en cadena. Algunos genetistas de principios del siglo XX dedicaron sus energías a propagar por las sociedades occidentales la doctrina eugenista y aplicarla en forma de leyes y sentencias, que en poco tiempo se demostraron inhumanas e injustas, además de erróneas desde el punto de vista científico. El ejemplo contrario, el de la inhibición, lo tenemos en un ilustre genetista de esas mismas décadas, Thomas H. Morgan, y probablemente muchos de sus colegas. Ellos eran los pioneros de la Genética de esa época y consideraban los argumentos de los eugenistas como ciencia de pobre calidad. Sin embargo, prefirieron no intervenir, no pronunciarse públicamente para debatir los argumentos científicos y sociales de sus colegas. Con seguridad algunos de estos científicos ellos estarían horrorizados de las propuestas de los eugenistas sobre esterilización, segregación de las personas por su origen étnico o su condición física, restricción abusiva de la inmigración etc. ¿Qué hubiera ocurrido si hubiesen intervenido? ¿Tienen los científicos obligación de implicarse? La respuesta es claramente sí, siempre que procure ceñirse a su ámbito de conocimiento y lo haga de modo desinteresado y honesto. Cuando el uso o el abuso de la ciencia corre el riesgo de hacer daño a la sociedad, ¿quién mejor que un científico experto en el campo para criticar ese uso, presentar los interrogantes, denunciar las falsas interpretaciones, señalar las conclusiones exageradas, o proponer líneas de investigación o soluciones alternativas?
Algunos enfatizan en exceso las diferencias entre un científico y un tecnólogo, entre un investigador básico y un clínico. Un corolario de esa postura es afirmar que los científicos no son responsables del uso que se hace de sus hallazgos. Según ellos, sólo los tecnólogos, y en último caso los políticos, deberían sentirse responsables de los beneficios y los posibles daños del uso del conocimiento científico. Esta postura aséptica no puede ser la de un investigador honrado, y menos la de una persona con visión cristiana. El valor objetivo del trabajo no es sólo su aportación inmediata y previsible, positiva o negativa, a la construcción de la sociedad del presente, sino que también incluye sus efectos futuros. Es cierto que el científico individual no es responsable único de todos los posibles efectos de su tarea, y menos si esos efectos no son fácilmente previsibles. Pero no puede inhibirse ni despreocuparse por completo de saber si los frutos de su trabajo contribuyen a hacer una sociedad más humana o se pueden utilizar para deshumanizarla. La responsabilidad social del investigador le lleva, como mínimo, a preguntarse por las cuestiones de interés general, más o menos relacionadas con su actividad. Además, su actitud comprometida le ha de llevar a participar en las inquietudes humanas derivadas de los nuevos conocimientos generados por la Ciencia, sobre todo en lo que tiene que ver con su propia especialidad. Le lleva asimismo a mantener una continua actitud de diálogo sobre estas cuestiones con sus colegas, a implicarse en tareas de divulgación, a intervenir en el debate social sobre los temas científicos que pueden incidir en la humanización o deshumanización de la sociedad. En definitiva, la responsabilidad social del científico ha de manifestarse de modo sostenido, continuado; no ha de ser simplemente un fenómeno reactivo, defensivo o negativo ante situaciones límite o hechos negativos consumados. El investigador, y específicamente el científico cristiano ha de promover continuamente el brillo y la vitalidad de la auténtica cultura de la vida; ha de contribuir a desarrollar una nueva sabiduría que enseñe a entender y aplicar adecuadamente los nuevos avances técnicos; ha de sembrar la confianza en una nueva tecnología con rostro humano; ha de abrir el camino hacia una ciencia genuinamente solidaria. Como se ha señalado recientemente, promover una actitud de activa responsabilidad social en el científico es un objetivo prioritario, que requiere un esfuerzo específico de formación[14]. Las instituciones de orientación cristiana están en una excelente posición para hacer este gran servicio a la ciencia y a la humanidad, formar científicos para el futuro: con perspectivas amplias, con sentido de responsabilidad, con visión profundamente cristiana.
Luis M. Montuenga
Vicerrector de Investigación y Director del Área de Oncología en el Centro de Investigación Médica Aplicada (CIMA), en la Universidad de Navarra
[El presente artículo apareció publicado en A. Aranda (Ed.), ‘Identidad cristiana. Coloquios universitarios’, EUNSA, Pamplona 2007, 363-379].
[1] Dulce María Loynaz, “Oración del alba”
[2] Un ejemplo poco conocido de la riqueza intelectual y humana de esa época es el anatomista danés Niels Stenson, beatificado por Juan Pablo II en 1988. Convencido de la virtualidad del nuevo método científico, cuantitativo y experimental, para el progreso de la Medicina práctica, se dedicó con gran energía a la investigación y realizó descubrimientos muy relevantes en Anatomía, Biología y Geología. Las consideraciones de Stenson sobre a la actividad del científico como instrumento para conocer las maravillas del Creador son particularmente inspiradoras. También lo es su famosa “letanía”, que animó a tantos de sus jóvenes alumnos a empeñarse a fondo en el trabajo científico: Pulchra sunt quae videtur; pulchriora quae sciuntur; longe pulcherrima quae ignorantur (Las cosas que vemos son hermosas, más hermoso es lo que conocemos por la ciencia; pero muchísimo más bello es todo lo que todavía ignoramos).
[3] Cfr. El hombre entre la reproducción y la creación. Cuestiones teológicas acerca del origen de la vida humana. Conferencia pronunciada en la Universidad de Bolonia dentro de los actos conmemorativos de su 900 aniversario (20 de abril de 1988) y reelaborada con motivo de su nombramiento como doctor honoris causa por la Universidad Católica de Lublín el 23 de octubre de 1988. En AA.VV. Bioética. Consideraciones filosófico-teológicas sobre un tema actual. RIALP, 1992, pp.49-66
[4] Mt 5, 14-16
[5] Donald Kennedy. “Science Editorial statement”. Science 10 de enero 2006; cit. por Ulma S. Neill. “Stop Misbehaving”. The Journal of Clinical Investigation, 116, 1740-1741, 2006
[6] Por ejemplo cfr. A.James, R..Horton, D.Collindrigde, J.McConnell, J.Butcher. “The Lancet´s policy on conflicts of interest-2004”. The Lancet 363:2-3, 2004
[7] Mt 5, 16
[8] Mt 18, 21
[9] Lc 15, 11-32
[10] Lc 11, 33
[11] Gen 4, 9
[12] C.S. Lewis. La abolición del hombre. Ediciones Encuentro. Madrid, 1990
[13] L. Wolpert. “The social responsibility of scientists: moonshine and morals”. British Medical Journal 298: 941-943, 1989.
[14] Jon Beckwith y Franklin Huang. “Should we make a fuss? A case for social responsibility in science”. Nature Biotechnology, 23, 1479-1480, 2005
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