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En la historia del pensamiento occidental, el concepto de ley natural ha representado siempre la aspiración de racionalidad y universalidad −por encima de diferencias de cultura, historia o religión− que son propias de la ética. Desde hace ya unos años, especialmente en el ámbito anglosajón, es creciente el interés y el número, así como la calidad, de las investigaciones que se dedican a este concepto. Se puede decir que asistimos a una rehabilitación de la idea de ley natural
Ana Marta González, autora del libro Claves de ley natural, realiza en este artículo una aproximación a las nuevas ideas que giran en torno a tan controvertida ley.
La renovación de la doctrina de la ley natural se explica tanto por razones académicas como por razones coyunturales. Entre las primeras cabe mencionar la recuperación de la razón práctica iniciada en los años setenta, especialmente de la mano de Aristóteles y Kant. En un contexto así, no es extraño que hayan proliferado también los estudios sobre la doctrina tomista de la ley natural, pues, tanto histórica como sistemáticamente, Tomás de Aquino ocupa un lugar intermedio entre ambos autores. Sin embargo, en la recuperación de la ley natural también se registra un creciente interés por las diversas tradiciones protestantes de ley natural del siglo XVII. El interés no es sólo erudito: comprender los motivos y problemas que llevaron a la formulación de las doctrinas modernas de la ley natural, es el punto de referencia ineludible para comprender los retos del presente. Aquí enlazamos con las razones coyunturales que explican el contemporáneo resurgir de la ley natural: el pluralismo social.
El reto del pluralismo
Como es sabido, las doctrinas modernas de la ley natural se plantearon sobre la experiencia de las guerras de religión. De ahí que Grocio se propusiera expresamente la elaboración de un derecho natural etsi Deus non daretur. Sobre esa base se desarrollará una filosofía moral que tratará de abstraer los presupuestos religiosos —si bien, la primera teoría ética enteramente «secular» no aparece hasta Hume—.
Pero, más allá de las diferencias religiosas, Grocio trabajaba sobre una hipótesis antropológica, luego recogida por Kant en una frase feliz: «La insociable sociabilidad de los hombres». La sociedad humana no es un fruto simplemente natural: junto a tendencias sociales persisten tendencias individualizadoras.
La vida en común es, en efecto, un reto. Y ese reto se ha agudizado en nuestros días, no tanto debido al creciente pluralismo religioso, sino, más en general, porque nuestras sociedades modernas son sociedades altamente diferenciadas, sometidas desde hace tiempo a agudos procesos de individualización y diversificación cultural, que podrían debilitar en exceso la necesaria cohesión social.
En este contexto se plantea de nuevo la cuestión de fortalecer aquello que tenemos en común, más allá de las diferencias, y de ahí la oportunidad del recurso a la ley natural. Al mismo tiempo, este recurso se enfrenta a varias objeciones: tanto de tipo filosófico —las referidas a la «falacia naturalista»—, como otras más cercanas a la vida cotidiana.
La primera de estas últimas tiene que ver con la resistencia del hombre contemporáneo a plantear la vida ética desde el concepto de ley: a esta objeción le podemos llamar «objeción existencial».
La segunda se hace eco del escepticismo que rodea, en general, a toda propuesta ética excesivamente racional o abstracta, insensible a la diversidad cultural en la que de hecho se materializa la existencia humana: a esta objeción le podemos llamar «objeción cultural».
La tercera, algo más teórica, pero con indudables repercusiones prácticas, argumenta que en el contexto de sociedades plurales altamente secularizadas, como las nuestras, la apelación a la ley natural carece de fuerza.
Me parece obvio que esta última objeción descansa en una doble falacia. En primer lugar, porque parece presuponer que la ley natural es ante todo algo de lo que se debe hablar —cuando, más bien es un principio práctico llamado a regular nuestras acciones, tanto en el plano individual como político—. Como observa con acierto Russell Hittinger, si la ley natural existe, existe con independencia de las teorías que hagamos acerca de ella.
Pero además, esta objeción parece presuponer que la ley natural está en deuda con una visión religiosa del mundo —concretamente cristiana—, lo cual es, por lo menos, confuso, tanto histórica —el tema es originariamente estoico— como sistemáticamente: si tiene algún sentido hablar de ley natural, es precisamente para recalcar que la dimensión moral goza de una relativa autonomía respecto de la religión.
En este sentido, el hecho de que, en boca de su principal representante medieval, Tomás de Aquino, la ley natural se presente como una participación en la ley eterna con la que Dios dirige el mundo, no debe hacernos olvidar que, también para él, la ley natural es ante todo la ley de nuestra razón práctica, el principio último de la racionalidad de nuestras acciones, y, como tal, clave del bien humano. La ley natural no es principalmente un principio extrínseco, «impuesto», sino, ante todo, un principio intrínseco de nuestra actuación, que todos podemos descubrir.
Ahora bien, afirmar que nuestras acciones son buenas o malas dependiendo de si realizan o no la ley natural —ya que ella constituye la clave del bien humano—, no es pronunciarse todavía acerca de por qué debemos respetar el bien humano. A esta última cuestión, sin duda, sólo cabe dar en última instancia un argumento religioso: si el respeto a la vida humana dependiera únicamente del valor que nosotros los hombres nos concedemos graciosamente a nosotros mismos, nada se opondría, en principio, a la aniquilación programada de toda la humanidad: desaparecidos los hombres, y con ellos los únicos sujetos para los que los hombres son valiosos, ya no habría realmente nada de lo que lamentarse. Si el hombre tiene un valor absoluto es sólo porque hay alguien absoluto que respalda el valor del hombre, incluso allí donde los hombres no lo respetan.
Pero la cuestión propiamente ética, la cuestión de cuándo una acción es buena o mala, se plantea en un nivel anterior. Esta cuestión, que abre el campo específico de la ética filosófica, la propone Sócrates cuando, tras preguntar al piadoso Eutifrón en qué consiste la piedad, y responder éste diciendo «en hacer lo que quieren los dioses», vuelve a preguntarle de nuevo: «¿Y cómo sabes tú lo que quieren los dioses?». La cuestión es pertinente. Introducir la posibilidad de una revelación divina no resuelve la cuestión práctica, la cuestión de cómo actuar aquí y ahora, es decir, la cuestión de la racionalidad de nuestras acciones, que es, como decía, la cuestión propiamente ética.
Entre el fundamentalismo y el laicismo
La doctrina clásica de la ley natural se sitúa en la intersección entre la racionalidad de la ética y su fundamento metafísico. En este sentido, contribuye a esclarecer —según ha recordado recientemente Modesto Santos— una de las dialécticas de nuestro tiempo: la que opone fundamentalismo y laicismo.
Frente al fundamentalismo, la doctrina de la ley natural permite subrayar que la articulación racional de la convivencia no es un asunto inmediatamente religioso: la religión puede reforzar las convicciones éticas; sin embargo, las convicciones éticas, que apuntan por sí mismas al desarrollo del bien humano, deben abrirse paso en la vida humana mediante la razón.
Pero, al mismo tiempo, frente al laicismo, la doctrina de la ley natural permite reconocer que la religión constituye un bien propiamente humano, y que, como tal, no puede ni debe desaparecer del horizonte de la vida práctica: tal cosa conduciría únicamente a absolutizar de manera indebida otras esferas de la vida humana, propiciando la tiranía del hombre por el hombre. Adviértase que no me refiero aquí a la función política de la religión —suficientemente recalcada por el pensamiento republicano clásico y moderno: desde Cicerón hasta los Founding Fathers, pasando por la religión civil de Rousseau—. Pues, de hecho, ese planteamiento significa constituir la política en horizonte práctico supremo. Frente a las religiones precristianas, el cristianismo distingue lo que es del César y lo que es de Dios. Al tiempo que pagaban los impuestos, y rendían el honor debido a la autoridad legítima, se negaban a adorar al emperador, e implicarse en ritos idolátricos o inmorales. Por ello fueron acusados de ateísmo. Sólo la apertura de una esfera propiamente religiosa proporciona al individuo la libertad soberana de decir «conviene obedecer a Dios, antes que a los hombres». Y no hay que olvidar el eco de esta idea en el pensamiento político moderno. Así se expresa John Locke, en el segundo tratado sobre el gobierno civil: «Allí donde no hay juez sobre la tierra, se ha de apelar a Dios en el cielo» (III, 21, 18).
Precisamente Locke, más conocido como padre del liberalismo, por su teoría de los derechos naturales, todavía recoge en sus ensayos o lecciones sobre la ley natural buena parte de la tradición clásica —que no cabe identificar sin más con aquella teoría—, para la que la ley natural constituye, ante todo, una referencia a la racionalidad de la ética.
Tras esta última reflexión, mostraré que, al considerar la ley natural desde la racionalidad práctica, las dos primeras objeciones pierden bastante fuerza: la que he llamado «objeción existencial» —el hombre contemporáneo no enfoca la vida ética desde el concepto de ley— y la «objeción cultural» —la ley natural parece demasiado abstracta, mientras que la vida práctica está muy condicionada por factores contingentes, de tipo cultural—.
Ley natural y racionalidad práctica
Hablar de racionalidad práctica es tanto como hablar del orden que la razón —no los simples intereses, las preferencias sentimentales o el poder arbitrario— introduce en nuestros actos. En efecto, la razón no se limita a conocer, reflejando de algún modo un orden que la antecede; sino que ella misma planifica y ordena, particularmente en el comportamiento ético, que tiene que ver con ordenar nuestras pasiones, para que no nos lleven a actuar irracionalmente, y ordenar nuestras acciones, a fin de que sean justas y equitativas.
Es claro que el orden ético es bastante más complejo. En particular, a diferencia de lo que ocurre en la actividad técnica, que se ordena a fines particulares bien delimitados, la ética se refiere a un fin omniabarcante: nada menos que la vida buena en general. Por esta razón la ética es una forma de sabiduría, en el sentido de que es sabio no el que sabe mucho de un aspecto concreto —ese es el experto— sino el que sabe vivir, en general. Saber vivir consiste en saber introducir orden en los bienes que perseguimos con nuestros actos y en actuar sin atentar deliberadamente contra ninguno de los bienes humanos.
Si alguien es capaz de vivir de este modo es porque tiene virtudes, pues las virtudes hacen que, a la hora de proyectar y realizar nuestras acciones, tengamos habitualmente presentes los distintos aspectos del bien humano, sin dejarnos absorber unilateralmente por uno de ellos. Pero también es verdad que muchas personas carecen de particulares virtudes, más aún, que poseen auténticos vicios o taras morales, y no por ello quedan exoneradas de la tarea de pensar qué clase de comportamiento es más apropiado. La razón de ello es que damos por hecho que la sintonía con determinados bienes, y la capacidad de articularlos en la práctica es algo requerido, exigido por nuestra condición de hombres. En efecto: ser humano es, por de pronto, ser capaz de apreciar la vida, el amor, la justicia, el trabajo bien hecho, la amistad, la búsqueda de la verdad, la religión... Respetar al hombre significa, como primera medida, respetar íntegramente al sujeto de esas capacidades, reconociendo, al mismo tiempo, que crecer en cuanto hombre significa aprender a armonizar, en la práctica, todas esas dimensiones. Y la primera pauta de esa armonía la tenemos en la ley natural.
«El bien ha de hacerse, el mal ha de evitarse». Lo básico de este primer precepto de la ley natural no debe llamarnos a engaño. De no ser por un principio tan elemental, no actuaríamos en absoluto. No es casual que dicho principio tenga la forma de un mandato: tal forma es precisa para sacarnos de la indeterminación en la que nos dejaría una naturaleza como la nuestra, dotada de una pluralidad de inclinaciones, que a menudo pujan en direcciones contrarias. Como ya apuntaba Kant, para que una naturaleza racional salga de la indeterminación en la que le deja la naturaleza, es precisa una ley que imprima una dirección clara a la propia conducta. A juicio de Kant esa ley era puramente formal: obra de tal manera que la máxima de tu acción pueda convertirse en ley universal. Por el contrario, el principio de ley natural no es puramente formal. Por muy universal y vago que nos parezca, en él va contenida una referencia al bien —que se ha de hacer— y el mal —que se ha de evitar—. Ciertamente, ese bien habrá de ser concretado en la práctica. Y la primera concreción viene dada por la necesidad de articular la pluralidad de bienes que pertenecen a la integridad de nuestra naturaleza, y que se nos presentan, de entrada, como el objeto propio de las inclinaciones esenciales de nuestra naturaleza: la inclinación a la vida —que compartimos con los demás seres—, la inclinación sexual —que compartimos con otros seres vivos—, y la inclinación racional, específicamente nuestra, a conocer la verdad y vivir en sociedad.
Sin duda, el bien que la ley natural prescribe no se identifica inmediatamente con el bien de ninguna de esas inclinaciones en particular, sino que es un bien que hemos de realizar, es decir, al que hemos de dotar de realidad mediante nuestras acciones, en la medida en que al perseguir realizar un bien determinado, evitamos atentar deliberadamente contra otro. Precisamente para guiarnos en esa tarea, la ley natural se diversifica en una pluralidad de preceptos, cada uno de los cuales protege alguno de los bienes que pertenecen a la integridad de nuestra naturaleza.
En suma: la ley natural es la ley de nuestra razón práctica. No es sencillamente una ley que se nos impone desde fuera, sino la norma que dota de consistencia interna a nuestro obrar, mediante preceptos que prohíben caminos incompatibles con el bien humano, y que, negativamente, despejan el camino a la práctica de la virtud.
Derecho natural y política
Un capítulo especial de la ley natural lo constituye el derecho natural, con el que se alude simplemente a que la convivencia humana debe regirse según justicia. Sin duda, la ley natural se extiende a más virtudes que la justicia, pero ésta comparece como una exigencia de ley natural allí donde consideramos los principios que han de regular la convivencia. Pues la justicia se refiere al otro, ya sea al otro individual (justicia correctiva o distributiva), ya al otro en general (justicia legal).
En un planteamiento clásico, el derecho natural no hace superfluo el derecho positivo. Según Aristóteles, derecho natural y legal forman parte del derecho político. En esto se distingue de Locke —para el que el derecho natural es un derecho prepolítico— y, de otra manera, de los juristas romanos, para los cuales el derecho natural se contrapone al civil. Santo Tomás concilia la postura de Aristóteles y la de los romanos diciendo que Aristóteles contempla el derecho desde el uso, mientras que los romanos lo hacen desde su origen: así, los ciudadanos de una determinada polis, tan pronto usan el derecho civil como el natural —por ejemplo, en todas esas cosas que quedan sin determinación positiva—. Es cierto que cada uno posee un origen diverso, pero esa diversidad es compatible con afirmar que el derecho positivo constituye una determinación del derecho natural, en la medida en que no sólo somos seres sociales sino también seres políticos por naturaleza, es decir, en la medida en que nuestra naturaleza humana reclama una organización política que atienda al bien común de la sociedad, y dicha organización política no es posible sin determinaciones legales positivas. Así, es de derecho natural que una sociedad se dote de leyes con las que regular la convivencia en atención al bien común; es de derecho natural atenerse a ellas, mientras sean justas; y es de derecho natural cambiarlas en atención a los cambios que se producen en las condiciones del pueblo, siempre y cuando todo ello se ordene al bien común.
En todo caso, ni la ley natural ni el derecho natural constituyen un expediente para silenciar o limitar el desarrollo de la razón práctica, ya en el plano individual ya en el político. En esto precisamente se demuestra la armonía entre ley natural y pluralismo político: partiendo de unos mismos principios, cada uno discurre maneras diversas de articular los bienes en juego. No hay, ni puede haber, una solución única a los mismos problemas, porque los mismos principios informan, en cada caso, una experiencia personal, cultural y política diversa.
Así, todo lo que la ley natural prescribe, en materia política, es que se ha de procurar el bien común, que es tanto como decir que la sociedad ha de gobernarse de modo que se preserve a sí misma, en paz y justicia, como señala Tomás de Aquino. Conviene advertir que no son dos palabras escogidas al azar: pues la mayor dificultad en el gobierno reside, precisamente, en preservar la paz sin atentar contra la justicia, y en ser justos sin ser justicieros —de donde se seguirían conflictos innecesarios—. Nuevamente, no hay fórmulas mágicas para resolver este difícil equilibrio. En sostenerlo reside la sabiduría política.
Pues la política no consiste simplemente en hacerse con el poder y mantenerlo, visión maquiavélica para la que las leyes no serían más que un estorbo y el transformarlas se convertiría en una prioridad para poder cumplir mejor el objetivo de mantenerse en el poder. La astucia de un Talleyrand, superviviente de varios cambios de régimen, ejemplifica esta clase de «sabiduría política», para la que justicia sería una palabra vacía, estandarte para iluminados, instrumento para la demagogia. Sin duda, esta concepción ha gozado siempre de partidarios. Entre los griegos aparece vinculada a la controversia physis-nomos, en la que se discutía si había un criterio natural que permitiera distinguir las leyes y costumbres justas de las injustas. Había y hay respuestas para todos los gustos: según algunos lo natural es que el fuerte se imponga al débil, de donde el único derecho natural sería el derecho del más poderoso. De Tucídides —y antes, de su maestro Antifonte— arranca una tradición en este sentido, que llega hasta Hobbes y más allá. En cierto modo, toda «Realpolitik» se inspira en ella.
Pero hay otro sentido más noble de la política, para el que lo natural en las relaciones humanas no es simplemente el derecho del más fuerte, sino más bien lo racional y, por tanto, lo justo y equitativo. Aunque ésta era la postura de Platón, no hace falta ser un idealista para suscribir este pensamiento. El cínico llama idealista a Antígona porque en nombre de una ley inmemorial, no escrita, se enfrenta al decreto de Creonte, que le prohibía enterrar a su hermano. ¿Pero no hacen esto, de algún modo, los que hoy apelan a los derechos humanos, en tantas partes del globo, especialmente allí donde los poderosos no encuentran motivos de intervención? En ambos casos nos encontramos ante requerimientos de justicia que no se amparan —porque no pueden— en leyes escritas, sino en un sentido de justicia que podríamos calificar de natural.
En esta visión noble de la política, el político no se propone la descomunal tarea de transformar el mundo acumulando poderes, sino la más modesta de mejorar lo presente, en la medida de lo posible. La realidad heredada —naturaleza, historia— le impone ciertas condiciones, no siempre negativas: virtualidades, que ha de saber descubrir y potenciar pacientemente, problemas que debe aprender a transformar en posibilidades. Este político no se considera investido de un poder absoluto, autorizado para manipular a su antojo el material natural y humano que se le presente delante. Se considera más bien al servicio de un pueblo, que le ha encomendado una tarea realmente difícil: armonizar paz y justicia, seguridad y libertades: de algún modo en esto se resume lo esencial del bien común. Sin duda, para esto hace falta visión y mucho temple. Según los clásicos también hace falta retórica, la capacidad de persuadir —que no manipular— porque la política no es gobierno de seres inertes, sino de seres inteligentes y libres, a los que es preciso mover con argumentos. El político clásico encarnó un modelo del que todavía hoy —quizá más que nunca— podríamos seguir aprendiendo.
Por supuesto, para adquirir la sabiduría del buen político es precisa mucha experiencia. Reconocer la ley natural no le convierte a uno automáticamente en buen político; pero respetarla le impide convertirse en uno malo, porque le impide proponerse fines que atropellen de un modo u otro el bien humano. Sin esa aparente restricción de la ley, la política no tendría mucho mérito. Simplemente sería astucia, ordenada a hacer prevalecer intereses particulares. Los clásicos hablaban de la política como de una ciencia «arquitectónica», pues le corresponde integrar y articular, con justicia y prudencia, los distintos bienes que, resultado de la actividad de particulares e instituciones, contribuyen de distintas maneras a hacer posible la convivencia justa y pacífica de ciudadanos iguales y libres. En ese sentido, el político es un arquitecto del bien común, es decir, el bien que tenemos en común, al que todos contribuimos y del que todos nos beneficiamos. Pero la condición para ello es que sus decisiones estén informadas por la justicia, de forma que sepa efectivamente asignar a cada uno lo suyo, es decir, su parte en el bien común.
Lo que debe estar claro, en todo caso, es que el bien común de la sociedad no es simplemente el sumatorio de bienes individuales, y mucho menos de caprichos individuales. Sólo merecen el nombre de bienes comunes y, en última instancia, de bien común, aquellos bienes en los que todos participan, que son de todos y de cada uno. La mayor parte de los conflictos políticos tienen su origen cuando uno alega méritos o derechos —reales o ficticios— para justificar su pretensión de recibir más que los demás. Tanto si se trata de individuos como si se trata de colectivos o comunidades, nos encontramos aquí con el problema de conciliar intereses particulares y bien común. Este conflicto se agudiza allí donde lo que nos separa pesa más que lo que nos une. Sin embargo, cuando a veces se menciona el pluralismo ético o la afirmación contemporánea de identidades particulares, como un obstáculo insalvable a la convivencia, se corre el peligro de olvidar que precisamente la tarea de la razón práctica —y de la razón política— estriba en introducir orden de forma que la afirmación de la diferencia no se haga a costa del bien común. La tarea del gobernante no consiste simplemente en arbitrar entre intereses contrapuestos, sino en preservar y promover el bien del conjunto, y tratar de que, en la medida de lo posible, el bien del conjunto constituya también un aliciente para los particulares.
Ana Marta González. Doctora en Filosofía. Profesora, Departamento de Filosofía, Universidad de Navarra
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