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Sólo las personas son capaces de generar novedades, cuya fuente es siempre la vida del espíritu. De ahí que el esquema organizativo de las Universidades deba estar al servicio de las personas, y no a la inversa
¿Qué hacer con el tiempo? He aquí una pregunta inquietante. Responderla acertadamente es clave para las personas y para las instituciones. A los seres humanos, el tiempo nos madura, pero también nos envejece. Como los libros, también las Universidades tienen su destino, habent sua fata, responden a un designio que es preciso desentrañar y sobre el que se teje o se desteje su andadura de días, años o siglos.
El tiempo configura las Universidades, pero siempre se corre el riesgo de que las erosione. La cuestión decisiva es si una institución universitaria sabe cómo suscitar y gestionar lo nuevo: si lo inédito se inscribe en su interno proyecto o es algo que le sobreviene por sorpresa y casi a traición. Además, no hay innovación sin recuerdo: para avanzar es preciso atesorar una memoria, que asegura la fidelidad al propio proyecto, pero puede acaso paralizar iniciativas y renovaciones.
Cuando la Universidad decae, por falta de vitalidad interna, se eclipsa en ella la tensión hacia lo nuevo, y tiende a despreciar las propias tradiciones. Y se atiene entonces a procedimientos estereotipados –e incluso a una terminología correcta- que unas instituciones copian de otras, y que al final se comprueba que proceden pura y simplemente del poder: de unas Administraciones Públicas que todo lo controlan, o de unas empresas privadas que pretenden poner la Academia a su servicio.
Tal es la situación en que hoy día se encuentran no pocas Universidades. Impera en ellas el procedimentalismo pragmático y los objetivos de cortos vuelos. Como los gitanos solitarios de García Lorca, ya son pocos los académicos que viven la Universidad de una manera libre, irrenunciable y personal. Sólo algunos lamentan la práctica desaparición de los universitarios que se dejaban la salud —y se despedían de la posible fortuna— en la pasión y el desvelo por la Educación Superior, por la búsqueda del saber nuevo. “Eso ya no se lleva”, escuchamos, “es puro romanticismo, cosa de otros tiempos”. Según diría Cervantes, “en los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño”, y probablemente se han secado muchos de los árboles en los que se posaban. ¿Rebrotarán?
Más difícil que inaugurar una institución y lograr que alcance su normal funcionamiento es conseguir que mantenga su altura y vitalidad a lo largo de muchos años. Porque parece inevitable la tendencia al cansancio y al decaimiento de casi todos los empeños humanos. Suele llegar un momento histórico en el que todas las posibilidades interesantes parecen ya ensayadas y la única perspectiva posible es la repetición y la rutina, disfrazada no pocas veces de procedimientos tecnológicos recientes, a los que hasta el más torpe es capaz de recurrir. Pero la resistencia ante el desmoronamiento que veladamente acecha nunca puede ser artificial, superficial o puramente externa.
Es entonces cuando resulta imprescindible acordarse de que la Universidad es una institución radicalmente cristiana, y que el cristianismo es experto en historia, porque sabe redimir el tiempo sin quedar atrapado en la vanidad de su mero discurrir.
El inevitable temple de melancolía[1] que conlleva la visión cíclica de la historia es característico de la concepción de matriz griega, que impera en el paganismo precristiano. En el otro extremo parece encontrarse la modernidad europea, con su fe en el progreso lineal e indefinido. Ahora bien, hay algo engañoso en esta interpretación de los tiempos modernos como la época de un optimismo inquebrantable. Hans Blumenberg[2] ha mostrado que el concepto de conservación (Selbsterhaltung) es una de las claves de la conciencia moderna. En la medida en que el hombre moderno ya no se percibe a sí mismo como radicalmente originado por un Dios providente, que vela por cada persona, considera que la tarea primordial es asegurar su propio mantenimiento en el ser y salvaguardar su identidad; todo ello en un contexto material y social que —al no entenderse como teleológicamente orientado— pierde lo que antes tenía de ordenado y definido. El objetivo de nuestra existencia ya no es entonces el “vivir bien” de la ética clásica, sino el “sobrevivir” de la concepción mecanicista del mundo. El horizonte incitante de la renovación interior, del cultivo de la propia intimidad y del cambio respetuoso del entorno, tiende a esfumarse[3].
La manera como la modernidad se sitúa ante el tiempo está cruzada por la paradoja que ya se apunta en lo dicho hasta aquí. Según ha señalado Boris Groys, la peculiaridad de la interpretación moderna de la innovación estriba en la expectativa de haber alcanzado lo definitivamente nuevo, que elimine la posibilidad de que se genere algo ulteriormente innovador, y que asegure —a lo largo del futuro— el dominio de la novedad por fin hallada. Tal es la actitud de la Ilustración, propugnadora de la irrupción de una nueva era caracterizada por el progreso científico. En cambio, el Romanticismo consideró la fe en la racionalidad científica como algo casi perdido. El marxismo, por su parte, estableció la esperanza de un interminable futuro socialista o comunista; y el nacionalsocialismo confiaba en un inacabable dominio de la raza aria. Mientras que en las artes plásticas cada corriente moderna, y las diversas vanguardias, se consideraron a sí mismas como la última y definitiva clave estética. La representación postmoderna del fin de la historia se distingue de la postura moderna —concluye Groys— solamente por la convicción de que ya no cabe esperar el definitivo advenimiento de lo nuevo, sencillamente porque ya está aquí[4].
Lo que ha salvado a las auténticas Universidades de esta cadencia inercial y conservadora —con el nihilismo como último horizonte— viene dado por el hecho decisivo de que la Universidad hunde sus raíces institucionales en la mentalidad cristiana, de manera que no se encuentra atrapada ni en el mitológico retorno de lo mismo, ni en la utopía de la novedad que se mantendrá inalterable en el futuro, ni en el imperativo de la conservación a ultranza. Justo porque puede inspirarse a la par en la metafísica del surgimiento originario, de índole creacionista, y en la articulación entre tradición y progreso, característica de la mejor modernidad, la genuina idea de Universidad debe entenderse como esencialmente ligada a la innovación seriamente entendida. Constituye, en consecuencia, una institución que ha de pugnar continuamente por hurtarse al ritmo fatal de ascenso, plenitud y decadencia que acompaña tanto a las corporaciones clásicas como a las contemporáneas.
La Universidad guarda una relación esencial, en cada época, con las nuevas realidades, en lo que tienen de permanente y en lo que tienen de renovador. La historia intelectual de Occidente nos enseña que, cuando las Universidades han perdido su identidad institucional y se han olvidado de que la innovación es su más característica seña de identidad, han caído en un academicismo rancio, en una prepotencia orgullosa y huera que las ha vaciado de contenido y ha oscurecido su misión, hasta el punto de que han llegado a ser socialmente irrelevantes. En cambio, cuando ellas mismas han desempeñado su originario papel de nacedero de mutaciones, se han situado en la vanguardia de la historia, han estado en la rompiente del conocimiento nuevo, y se han ganado el reconocimiento que les corresponde en el terreno de la auctoritas, del saber públicamente reconocido, como dice Álvaro d’Ors.
Para entender el cambio que la vida universitaria experimenta y debe suscitar, es preciso llevar a cabo una distinción propuesta por Jesús Arellano[5], que vale para el despliegue histórico en general. Se trata de la diferencia entre la dimensión biológica y necesaria, por una parte, y la dimensión moral y libre, por otra, de la evolución en el modo humano de vivir y organizarse. Por ejemplo, el advenimiento de la sociedad de masas tiene mucho de biológico, en el sentido de que es inevitable que sobrevenga en una coyuntura histórica determinada, quizá por el mejoramiento de la sanidad o por el aumento de los medios de transporte y subsistencia. Pero no resulta obligado que la interpretación que se haga de este tipo de configuración colectiva sea precisamente el socialismo, o justo el liberalismo, porque al dar cualquiera de estos pasos, estamos ante el aspecto moral, que es intrínsecamente libre.
En el caso de la Universidad, también ha acontecido una mutación que tiene mucho de biológica: el paso de una Universidad elitista y con gran carga formativa a una Universidad abierta a jóvenes de toda condición social, que se preocupa más de lo profesional que de lo educativo. Pero esto no implica que haya que tratar a esos alumnos –más numerosos y probablemente menos preparados- de una manera completamente distinta, en la cual lo nuclear del espíritu universitario brille por su ausencia. Si se prescinde de la convivencia culta, de la amplitud y profundidad de un conocimiento no convencional, de la valoración humanista de la persona, de la responsabilidad cívica; si se margina todo eso, y se sustituye por procedimientos estereotipados, para suscitar actitudes mensurables… quizá nos adecuemos mejor al tipo de estudiante que aparece ahora por las aulas, pero no lo haremos de una manera propiamente universitaria. Lo cual conduce a una gran pérdida.
También es preciso tener en cuenta —como ya he apuntado— que el amor a la tradición no es en modo alguno incompatible con el afán de progreso. Porque una tradición que no se renovara estaría muerta, y sería entonces una carga mostrenca que hubiera que arrastrar sin saber por qué. De otra parte, el progreso es imposible si no surge de una historia pujante que florece en brotes nuevos, como muestra de vitalidad incontenible. Según señala Hannah Arendt[6], si la idea de progreso pretende implicar algo más que un cambio en las relaciones y un mejoramiento de la realidad, contradice el concepto kantiano de dignidad de la persona humana (porque intentaría conducirnos más allá de lo humano, es decir, hacia lo inhumano)[7].
Las vicisitudes de la cultura contemporánea nos han llevado a redescubrir el papel central del concepto de tradición. Baste recordar a Gadamer y su crítica al prejuicio contra todo prejuicio, consecuencia del revivir de la tradición, que vuelve a ser una noción vigente y respetable[8]. Bien entendido que la relevancia universitaria de la tradición sólo es viable si logramos liberarla de su cárcel tradicionalista. Según han advertido, entre otros, Robert Spaemann[9] y Alasdair MacIntyre[10], el tradicionalismo conservador no es sino una imagen especular del progresismo liberal. Ambas líneas de pensamiento son deudoras de un malentendido acerca del tiempo histórico. En cambio, la genuina idea de tradición está arraigada en la compleja y plural realidad de los caminos que conducen a las mujeres y a los hombres a perfeccionarse a sí mismos, mientras mejoran las obras de su mente y de sus manos.
El entreveramiento de lo tradicional y lo nuevo es el lugar natural de la palabra cargada de sentido, esa difícil palabra verdadera que la Universidad busca con denuedo y cultiva amorosamente. Fuera de un ambiente fértil, en la intemperie cosmopolita y atemporal de la neutralidad utilitarista, la palabra se desangra, palidece y acaba por perder su vida propia. Ya no es vehículo del pensamiento e instrumento de comunicación, ya no es signo vivo de esas “presencias reales” a las que se refiere George Steiner: y se reduce a funcionalidad informativa, pierde su dimensión humana y su significado histórico.
Si se disminuyen las exigencias intelectuales para entrar en la Universidad, siguiendo el afán populista de los políticos para contentar a todos, y se orientan los estudios superiores hacia la adquisición rutinaria de competencias, habilidades y destrezas, marginando una honda formación científica y cultural, como fuente de innovación; si los estudios universitarios se orientan hacia la satisfacción de las demandas de los “empleadores”, que creen necesitar piezas estereotipadas para que funcionen sus maquinarias; si lo que se pretende es homogeneizar a las nuevas generaciones, imponiéndoles normas de “corrección política” y de sometimiento a los poderes establecidos; si se hace todo esto, se está incurriendo en un severo conservadurismo con un frágil envoltorio de modernidad. Promociones enteras de jóvenes estudiosos se vuelven incapaces de distinguir la savia fluida de la corteza reseca. La misión institucional de los Estudios Superiores comienza a vaciarse de sentido y va siendo sustituida por la estolidez. Si se apega a estos modelos, hoy imperantes, la Universidad no tiene sentido: está agonizando.
No es casual que el Beato John Henry Newman, el pensador contemporáneo que mejor ha entendido la esencia de la Universidad[11], sea también el teólogo y filósofo de la historia que comprendió con una sagacidad extraordinaria que la vigencia de la doctrina de la Fe sólo es viable con su constante desarrollo interno. Newman vió que la tradición está preñada de capacidad de progreso, porque es capaz de evolucionar de manera vital, y renovarse para dar cabida a su propio despliegue y a las cambiantes vicisitudes del entorno cultural y social. Mientras que el progresismo ideológico busca la evolución a cualquier precio, sin reparar en que se trate de un avance o de un retroceso; y el tradicionalismo conservador detiene su devenir en una especie de corte temporal, mitificando un presente cualquiera, destinado —como todos los demás— a ser absorbido en el pasado.
Según vislumbró el poeta T. S. Eliot, donde el tiempo pasado y el tiempo presente se dan cita es en el tiempo futuro. Primacía antropológica del futuro que viene avalada por la metafísica finalista aristotélica y por la contemporánea comprensión de la persona en términos de proyecto. No es el hombre —ni ninguna de sus creaciones, por avanzadas que ahora nos parezcan— cosa acabada o suceso cumplido. El ser humano es el protagonista de la innovación. Y la principal capacidad humana de inauguración no se refiere a productos ajenos a él. La creatividad de la persona apunta a la persona misma, a su proyecto de ser, que es para Heidegger más propiamente humano que el ser que ya se es. La mujer y el hombre utilizan su potencialidad de innovación para recrear su propio ser. El acto creativo se refiera primordialmente al propio y personal proyecto de ser. La sabiduría cristiana ha solido comparar la humana condición con el status viatoris, el estar en camino: la situación de quien se halla volcado hacia la meta que tiene por delante, sin preocuparse en exceso por el trecho que lleva recorrido. El tramo importante de la trayectoria vital —especialmente en la dimensión del conocimiento— es el que falta por andar. De ahí que la investigación sea una dimensión esencial de todo planteamiento universitario: sólo así la enseñanza se moverá en la rompiente del saber que ahora mismo se está generando.
La innovación exige, sobre todo, anticiparse. Lo cual no se identifica en modo alguno con la programación. La programación es la proyección del pasado en el futuro. La anticipación, en cambio, es el descubrimiento de un porvenir que está llamando a nuestras puertas, pero que no sabemos a ciencia cierta por dónde y cómo aparecerá. El futuro no se puede diseñar de antemano: hay que vislumbrarlo y, en cierto modo, inventarlo. No queramos reducir la vida de una Universidad a sus registros, actas, documentos, evaluaciones, presupuestos, o comunicaciones internas y externas. Una de las grandes rémoras de muchas Universidades actuales es el gigantismo de su burocracia y el desbordado protagonismo de los gestores y administradores, frente a la marginación de los profesores y el forzado infantilismo de los estudiantes.
La vinculación de la Universidad con lo nuevo no es un lugar común de la retórica de la innovación, que constituye un conglomerado de tópicos del mercado empresarial, tecnológico y político de nuestros días. Se trata de una especie de “relación trascendental”, de una referencia que se sigue de la esencia misma de los Estudios Superiores. Porque la razón de ser y el núcleo más íntimo de la Universidad es la adquisición y transmisión del conocimiento teórico y práctico. Pues bien, si algo ha dejado establecido la mejor filosofía clásica y contemporánea es que el saber no consiste en un simple cambio sino en una novedad pura. Llegar a conocer no es un movimiento ni una producción: no es kínesis ni poíesis: es operación neta, acción perfecta, praxis teleia. El conocer no es resultado. Es emergencia pura. No es un final. En sí mismo se encuentra el fin[12]. El saber constituye un valor añadido neto. Es escueto crecimiento. Representa un avance, pero no hacia alguna cosa distinta de quien conoce, sino hacia el propio cognoscente[13].
De lo cual se sigue que, si se parte acríticamente de las condiciones iniciales ya dadas, no cabe esperar ningún resultado que añada algo a lo ya sabido. Para lograr el saber nuevo, es preciso salirse fuera de los supuestos. En esto consiste —de acuerdo con Leonardo Polo— el genuino ejercicio de la inteligencia.
Si, por el contrario, nos limitamos al mero campo de los hechos y de las relaciones formales entre datos, nos hallamos varados en pleno positivismo nominalista, lejos de aquello que —según Wittgenstein— constituye lo más difícil en filosofía: realismo sin empirismo.
A fuerza de ser positivistas y empiristas, de atenernos a los hechos por encima de todo, lo nuevo se esfuma y lo tradicional se desprecia. Y, como resultado, la idea misma de Universidad palidece. Para que la Universidad reencuentre su alma, para que se oriente decididamente hacia la innovación, es imprescindible inaugurar un insólito modo de pensar que sea capaz de moverse en escenarios contrafácticos, es decir, que no sacralice los presuntos hechos ni se someta dócilmente a valoraciones sociales y culturales dominantes, sino que aflore futuros insólitos y sorprendentes, no para llamar la atención, sino para descubrir nuevas posibilidades, generadoras a su vez de otras posibilidades ulteriores.
El ambiente en el cual la capacidad de innovación investigadora y formativa brota con fuerza no es otro que el de la libertad personal y comunitaria. Ahora bien, la libertad de indagación y de pensamiento no equivale a la anarquía. Una de las “mentiras románticas” —por utilizar la expresión de René Girard— consiste en pensar que la ausencia de normas facilita la creatividad, cuando lo cierto es que lo único que propicia es la pereza y el desorden. Es cierto que lo nuevo aparece inicialmente sin estructuras de referencias. Pero, si no se supera esta fase previa, se incurriría en una paradoja semejante a la detectada en el Menón platónico: lo nuevo no se podría reconocer como tal porque se escaparía de todo criterio de reconocimiento; ni siquiera sabríamos si es nuevo o viejo, a falta de identificación comparativa. De ahí que el esfuerzo creativo no sólo implique espontaneidad y energía para la ruptura, sino también una sólida formación previa y capacidad para dar con el orden que a lo nuevo corresponde en cada caso.
Ahora bien, a la Universidad actual lo que le sobra es organización. Lo que le falta es vida. Lo decisivo no es el modelo académico, ni el contexto político, ni siquiera los recursos económicos de que disponga. No hemos de cuestionarnos qué Universidad queremos, sino qué —o, mejor, quién— es el ser humano que en ella hemos de desarrollar y perfeccionar. Este planteamiento, centrado en la persona, presenta una mayor radicalidad que poner la atención en los planes de estudio, en las nuevas carreras, o en los sistemas para regular la vida académica. Porque el concepto que se tenga de la persona humana es el factor decisivo de toda reforma universitaria. Pensemos en la distancia existente entre pensar que el estudiante es primordialmente un hijo de Dios, y empeñarse en que ha de ser sobre todo una fuerza de trabajo “empleable”. Reformar la Universidad es renovar aquello que Karl Jaspers llamó esa fuerza espiritual básica, sin la cual serían inútiles —perjudiciales incluso— todas las posibles reformas de la Universidad.
El olvido de esta vitalidad espiritual está en buena parte motivado por el creciente abandono de las humanidades en todos los niveles de la educación, y especialmente en la Universidad. Como ha dicho Martha Nussbaum en su reciente libro Sin fines de lucro[14], “estamos en medio de una crisis de proporciones gigantescas y de enorme gravedad a nivel mundial. No me refiero a la crisis económica que comenzó a principios del año 2008. (…) En realidad me refiero a una crisis que pasa prácticamente inadvertida, como un cáncer. Me refiero a una crisis que, con el tiempo, puede llegar a ser mucho más perjudicial para el futuro (…): la crisis mundial en materia de educación (…). En casi todas las naciones del mundo se están erradicando las materias y las carreras relacionadas con el arte y las humanidades, tanto a nivel primario y secundario, como a nivel (...) universitario. Concebidas como ornamentos inútiles por quienes definen las políticas estatales en un momento en el que las naciones deben eliminar todo lo que no tenga utilidad para ser competitivas en el mercado global, estas materias y carreras pierden terreno a gran velocidad, tanto en los programas curriculares como en la mente y en el corazón de padres e hijos”.
El profesor estadounidense Anthony Grafton ha escrito hace poco acerca de La desgracia de las universidades británicas, en términos como éstos: “La búsqueda de la rentabilidad inmediata, la adopción de un lenguaje a medio camino del marketing y la autoayuda, y un cierto desdén por las humanidades, han puesto en la cuerda floja una de las grandes instituciones culturales del mundo: las universidades del Reino Unido”.
Las personas mismas y su educación intelectual ya no ocupan el centro de nuestras preocupaciones e intereses. Ahora estamos más preocupados por las cosas y por los procedimientos para intercambiarlas, manipularlas y transformarlas. Comienza a parecernos que aquello que no sirve para otra cosa útil y concreta, en realidad no vale para nada. Claro que, al final, habría que preguntarse con Antonio Machado:
¿Dónde está la utilidad de nuestras utilidades?
¿Para qué sirve la Odisea o El Quijote? ¿Para qué sirven los Salmos o el Libro de Job? ¿Cuál es la utilidad de los Conciertos de Brandenburgo? ¿Qué provecho podemos sacarle a la sonrisa de un niño? ¿Trae cuenta la adquisición de virtudes? ¿Qué nos añade en términos prácticos el conocimiento de los autores presocráticos?
Si bien lo pensamos, lo verdaderamente decisivo no son las cosas ni los procedimientos, sino las personas. Sólo las personas son capaces de generar novedades, cuya fuente es siempre la vida del espíritu. De ahí que el esquema organizativo de las Universidades deba estar al servicio de las personas, y no a la inversa. Las estructuras y los procedimientos son costes que se debe tratar de minimizar, para poder invertir más en recursos encaminados a la docencia y a la investigación.
Volvamos a las personas, de donde toda innovación surge y a donde toda innovación retorna. Procuremos facilitarles sosiego, tiempo, motivación y medios, para que se pongan a pensar, para que se paren a pensar, para que no se atengan cansinamente a las cosas tal como les vienen dadas, para que no se agosten en la banalidad de los estereotipos, sino que consideren otros mundos posibles y miren la realidad desde perspectivas inéditas. “La novedad —dice Leonardo Polo— es una de las características intrínsecas de la condición humana. La estabilidad no es característica humana. Y tampoco es cierto que en el pasado siempre exista un antecedente de lo que acaba de surgir, aunque mucha gente así lo piensa”.
Otra de las “mentiras románticas” consiste en reservar la creatividad para el individuo solitario o, como mucho, en relación bipersonal —amorosa sobre todo— con otro individuo de características irrepetibles. Cuando en realidad no sólo tiene razón René Girard al destacar la índole mimética del deseo, sino que cualquier logro de una auténtica novedad presenta una índole cooperativa.
La creatividad nunca va unida al individualismo. Cualquier actividad humana renovadora y constructiva tiene en su base una comunidad de aprendizaje y convivencia sabia. Tal conexión entre alumbramiento de lo inédito y cooperación interpersonal es la esencial articulación de la Universitas magistrorum et alumnorum. Las verdades no se descubren por inspiración repentina: son fruto de un prolongado trabajo que resultaría inviable si no tuviera en su base la solidaridad de un grupo con aspiraciones comunes. “Las teorías son redes —dice Novalis, citado por Popper— sólo quien lance cogerá”. Bella metáfora que hace pensar en la faena de una embarcación pesquera de bajura, en la que se requiere el esfuerzo conjunto para largar y recoger las redes; y también en la tarea menos poética de un laboratorio de investigación, donde el más pequeño hallazgo supone años de insistencia compartida en operaciones aparentemente rutinarias.
El trabajo en equipo es la mejor terapia contra el egoísmo, que constituye un obstáculo imponente contra el progreso. La persona sola no se desarrolla, por altas que sean las metas que consiga (y no serán muy altas si las consigue sola). El trabajo solidario siempre ha sido —y hoy más que nunca— condición imprescindible para conseguir los objetivos docentes e investigadores que la Universidad se propone. La labor formativa de las personalidades jóvenes sólo es posible si los profesores están básicamente de acuerdo en los objetivos que han de alcanzar, y cooperan en el difícil empeño de orientar el esfuerzo de los estudiantes hacia la consecución de un temple ético y científico que pronto comience a estar en sazón.
Si hubo un tiempo en que el hombre de letras aislado podía acometer —aunque rara vez culminar— una gran obra de erudición, tal época ha pasado definitivamente a la historia. También en el campo de las humanidades, es preciso hoy combinar habilidades tan diferentes como el dominio de lenguas clásicas y modernas, la paciencia para rastrear archivos, la lucidez para interpretar textos oscuros, los conocimientos estadísticos, la pericia para el manejo de las nuevas tecnologías del conocimiento, y la competencia para comunicarse con otros equipos que realizan tareas complementarias a las nuestras. No hay ser humano que reúna todas estas destrezas ni que disponga de tiempo para acometer tan dispares tareas.
Por estos motivos, los grupos de trabajo —tanto en ciencias naturales y tecnología como en letras y ciencias sociales— ya no pueden presentar una estructura jerárquica rígida, sino que han de ser conjuntos cooperativos de personas capaces de dialogar en un plano de igualdad, sin merma de la necesaria organización y de la imprescindible disciplina. En cualquier caso, ya quedó atrás el tiempo en el que el viejo catedrático era dueño y señor de mentes y lealtades, por la fundamental razón de que ya no hay nadie dispuesto a someterse a un régimen de vasallaje casi feudal, y por el hecho de que los jóvenes investigadores pueden llegar pronto a ser mejores que sus maestros. ¡Menguado el maestro que no llega a ser discípulo de los que fueron sus alumnos!
Desde luego, el trabajo en equipo nunca ha de ser disculpa para que quien hace cabeza se convierta en señor de horca y cuchillo, ni tampoco para que se fomente la endogamia, so pretexto de procurar que todos los que trabajen en el proyecto común tengan la misma formación. La consanguineidad sólo produce raquitismo y bocio.
Si de la cooperación de las personas pasamos a la complementariedad de los saberes, la urgencia de la colaboración se hace aún mayor. La sociedad del conocimiento camina hacia configuraciones sociales progresivamente sensibles: ya no va a primar la transformación y el intercambio de mercancías, sino la generación y comunicación de saberes. Sucede que las fronteras convencionales entre las diversas disciplinas tienden a borrarse o, al menos, a perder su rigidez. Vamos precisamente hacia un tiempo en el que habrá, sí, una gran especialización, pero a la vez un alto nivel de interdisciplinariedad.
La fulguración de la novedad se ve favorecida por la fertilización cruzada entre diversas disciplinas. La metodología aplicada a un determinado problema ofrece en ocasiones la clave para resolver otro aparentemente lejano. O bien la constelación de soluciones a aspectos parciales de una cuestión acaba por aportar el sentido del planteamiento general del tema. Y es que la dispersión de aproximaciones frecuentemente es fruto de la superficialidad. En cuanto se ahonda, los principios comienzan a converger, quizá hasta unificarse.
La interdisciplinariedad es hoy el camino que se abre hacia lo nuevo. Atrincherarse frente a ella equivale a resistirse al cambio, alegando por ejemplo la solera de una asignatura o la importancia de un departamento. Argumentos que se vuelven contra quien los formula, porque denuncian un largo inmovilismo con el que ya es hora de acabar. Como la historia de la ciencia muestra claramente, lo único que se logra con esas actitudes cazurras es retrasar unos planteamientos renovados que acaban imponiéndose por su propio peso.
En las organizaciones conviene, no que unos dirijan y otros operen, sino que todos dirijan y operen a su nivel, como propuso Carlos Llano. En la sociedad dialógica ni la formación ni la indagación quedan encerradas en un coto inaccesible. Todos han de aprender constantemente, y todos investigan en su propio lugar y a su nivel. Lo que la Universidad aporta a este panorama de la difusión del conocimiento es justamente la función de síntesis, la posibilidad de unificar lo disperso. Claro aparece que, en un contexto de esta traza, sería letal que las instituciones formales de estudios superiores se cerraran sobre sí mismas o pretendieran algún tipo de monopolio sobre el saber. Cuando esto sucede, y las Universidades se someten además a reglamentaciones tan rígidas y procedimentalistas como en la Europa del plan Bolonia, surgen —no sin motivo— intentos de organizarse fuera de las Universidades, para liberarse de una atmósfera enrarecida, que nos ha impuesto —de manera sospechosamente coincidente— la conspiración internacional de los burócratas.
Con la irrupción de la sociedad del conocimiento, ha llegado el momento histórico en el que la apertura de la Universidad a la sociedad, objeto tantas veces de la retórica académica, se imponga como una necesidad ineludible, sin disolver por ello la especificidad de sus planteamientos propios. Lo que ahora le corresponde a la Universidad es hacer de punta de lanza, especialmente en el campo de la formación fundamental y de la investigación básica. Para lograrlo resulta imprescindible la presencia de la Teología, tanto en la enseñanza como en la investigación. Porque, en ausencia de la apertura científica a la religión, queda sin fundamento y sin culminación el empeño por iluminar una imagen del hombre que sólo se esclarece a la luz del Verbo Encarnado. El mayor desafío intelectual de este período de entre-épocas consiste, quizá, en el descubrimiento del papel arquitectónico que a la filosofía y a la teología les corresponde respecto al proceso por el que —según decía el Beato Juan Pablo II— la fe se hace cultura[15].
En lugar del fetichismo de la mercancía, nos encontramos hoy ante el vértigo del consumo y la embriaguez de la imagen, propios de una industria capitalista moderna y postmoderna cuya principal producción es el despilfarro. Frente a este panorama típico de la “era del vacío”, el genuino enfoque académico ofrece un planteamiento desmercantilizado y desburocratizado, independiente de los intereses egoístas de algunas grandes empresas y de las presiones del aparato de la Administración Pública. Gracias a esta independencia, la Universidad ha de quedar en franquía para recordar saberes e incorporar innovaciones de las que no quepa obtener un provecho material inmediato, y en las cuales la creatividad no se confunda con la perversión lúdica. De lo contrario, como ha denunciado MacIntyre[16], las grandes Universidades volcadas a la investigación ya no indagan aquello que es en sí mismo interesante y formativo, sino que investigan lo que les conviene a los donantes. Tristemente, algunas Universidades se convierten en empresas recolectoras de inmensas cantidades de dinero, cuyo destino no es precisamente la educación de sus estudiantes ni la búsqueda de la verdad. Por supuesto, las Universidades han de intensificar sus tareas investigadoras, pero siempre al servicio de la educación de las nuevas generaciones. Se trataría de procurar que vuelva a emerger un público educado, para lo cual es imprescindible que los profesores y gestores de las Universidades cultiven asiduamente su propia formación cultural.
La actitud básica de una buena Escuela Superior no es la de la competitividad, ni siquiera en la forma infantil de “competir” con otras Universidades, buscando encontrar en los rankings nacionales o internacionales el reflejo de una calidad que, en rigor, no se puede cuantificar. Más que la competitividad, lo que debería primar en la relación entre Universidades es la actitud de colaboración, ya que el propósito de todas ellas ha de ser el servicio a la sociedad, y especialmente en aquellos sectores a los que no alcanzan los intereses del poder y del dinero que rigen las transacciones del Estado y del mercado. Todas las Universidades que de verdad lo son configuran una galaxia sólo visible para aquéllos que realmente forman parte de esa minoría educada que busca educar a otros y hacer avanzar el conocimiento. Lo contrario equivale a mercantilizar o politizar los Estudios Superiores, y abrir las puertas de la Academia a los bárbaros que nos rondan por todos lados.
La Universidad se abre a la sociedad sin perder su libertad institucional, que le permite escuchar todas las voces y comportarse con la mayor autonomía posible. No tiene otro compromiso que la verdad. Si abandonara este exigente enclave —torre de observación y plataforma de servicio—, si llegara a convertirse en pura correa de transmisión de las fuerzas en presencia, dejaría de aportar lo que tiene de más específico e insustituible.
A los universitarios —sobre todo si trabajamos en una institución inspirada por el cristianismo— no nos está permitido observar pasivamente cómo las ventajas que lleva consigo la globalización quedan reservadas a menos de una quinta parte de la población mundial, mientras que el resto permanece estancado en niveles de vida muy bajos, al tiempo que se amplía la distancia entre los más pobres y los poderosos de la tierra. La actual crisis económica ha puesto de relieve la incapacidad y la insolidaridad de quienes se consideran a sí mismos como los más sabios y eficaces para proponer soluciones a unos problemas que ellos mismos han contribuido a crear.
Las nuevas realidades mundiales están exigiendo una educación más solidaria, una ciencia menos comprometida con los poderosos y más implicada en la realidad social, así como una reflexión más libre acerca de la justicia distributiva. Las Universidades de los países ricos no deben seguir siendo una especie de limbo de irresponsabilidad, en el que las nuevas generaciones se limitan a lograr un privilegio de ventaja individualista, desentendidas de los dramas lacerantes que se viven en la hora actual. Profesores, gestores y estudiantes deben tomar conciencia de hasta qué punto ocupan una posición de privilegio y cuáles son los costes que las Universidades –especialmente las de titularidad pública, por lo general más gravosas- hacen caer sobre los demás ciudadanos y acaban repercutiendo, directa o indirectamente, sobre los más necesitados.
Hay que vencer la tentación del localismo, y no quedar fascinados, como decía Freud, por el “fetichismo de las pequeñas diferencias”. Para buscar nuevos saberes en nuevos ambiente, es preciso viajar por el simple “afán de ver”, como decía el viejo Herodoto. De ahí que los maestros universitarios medievales exigieran que los buenos estudiantes y profesores fueran terra aliena, procedentes de otras ciudades o reinos. El viaje, que es una metáfora de la vida humana, constituye también e inseparablemente un camino para la sabiduría. De ahí ese tiempo de peregrinación que los universitarios de la cultura romántica se exigían a sí mismos, y del cual el “turismo científico”, tan practicado hoy en día, con ocasión de fantasmagóricos simposios o dudosos programas erasmianos, no es más que una caricatura.
Cuando el aprendiz está maduro, encuentra siempre a su maestro. Mas para ello necesita liberarse en cierta medida del contexto ya sabido, cuyo mantenimiento a ultranza atrofia las capacidades de innovar y constriñe a una actitud epigonal. La mera prolongación de la permanencia en el ambiente que a uno le rodea de manera inmediata se encuentra irremediablemente condenada al fracaso, pues el crecimiento uniformemente sostenido es utópico. Toda trayectoria, dejada a su inercia, tiene forma parabólica: llega un momento en que alcanza su cima, y a partir de allí acontece la decadencia. Por eso, la persona innovadora sabe que no puede seguir indefinidamente arrastrada por la rutina, sino que ha de decidir —creativamente— cuál es el momento oportuno para iniciar un cambio de orientación que anticipe y evite de antemano el punto de inflexión hacia el declive.
Como sugiere Kolakowski[17], antes de sembrar y poder recoger, en la vida intelectual es preciso remover la tierra, airearla, exponerla a todos los vientos, fecundarla con catalizadores que pueden parecer distorsionantes, pero que provocan reacciones nuevas. La paz no tiene nada que ver con el inmovilismo: no es el silencio de los cementerios ni de las cárceles.
Quien desee mantener la mente abierta, disponer de un fresh understanding, debe estar reflexivamente precavido para no quedar anclado en situaciones que se dan por intocables, ni confundir el aprecio a la tradición con “lo que siempre hemos hecho”. Porque una de las exigencias del avance en el conocimiento es librarse de los prejuicios que paralizan. Y desprenderse de tales preconcepciones exige originalidad de pensamiento, la cual no estriba en pensar de distinta forma que los demás, sino en pensar desde el origen, por propia cuenta y riesgo, sin dar lo escuchado por supuesto, acudiendo a la fuente misma de donde brota el conocimiento. La originalidad consiste en remontarse al manadero del saber, sin aceptar como definitivas informaciones ya empaquetadas, que traen consigo -listas para consumir- las respuestas a los problemas que aparentan plantear.
Si Max Weber pudiera levantarse de su tumba muniquesa y darse un paseo por nuestras Universidades, pronto le vendría a la memoria su célebre expresión “rutinización del carisma”. ¿Qué es lo que distingue a un funcionario de la docencia de un maestro? ¿Qué es lo que convierte a un estudiante gregario y sometido a la burocracia en un buscador de la verdad? Lo que establece la diferencia es la hondura en los planteamientos, la creatividad en las hipótesis, el afán de innovación en las soluciones, el ejercicio de la inteligencia como capacidad de enfrentarse con las ortodoxias laicas, el coraje de cuestionar el punto de partida de los enfoques convencionales. ¿Qué pasaría si las cosas fueran de otro modo o las hiciéramos de distinta manera?
Sólo se avanza en el conocimiento —según veíamos antes— dentro de una comunidad de investigación y aprendizaje. La educación es una simbiosis, porque aquello en lo que se pretende avanzar (el saber) constituye una práctica compartida, que tiene un curso histórico, un horizonte social y unas implicaciones éticas y religiosas. Si se considera que todos estos factores son accidentales al propio saber, lo que sucede es que el conocimiento se desvitaliza y se cosifica, pues queda desarraigado de su tierra natal, de esas comunidades de tradición y de progreso entre las que la Universidad se sitúa en una posición avanzada. Por utilizar una vieja metáfora, nosotros somos enanos a hombros de gigantes. Vemos más que los que nos precedieron, precisamente porque no nos olvidamos de ellos. La ciencia es un empeño histórico, en el cual se puede participar cuando se aporta a la empresa común. Según ha recordado Charles Taylor, la cultura de la autenticidad, característica de nuestro tiempo, se estrecha y se aplana cuando se la confunde con el individualismo atomista[18].
La cuestión de la esperanza pasa a primer término cuando nos encontramos en la fase terminal de una época en la cual la mayoría de los movimientos culturales presentan una deriva inercial y conformista. La esperanza brilla por su ausencia si lo mejor que puede pasarnos es seguir un trecho más como hasta ahora. Y es que el objeto de la esperanza no es lo seguro; el objeto de la esperanza es lo nuevo. La esperanza, como pasión y como virtud, se refiere al bien arduo y humanamente incierto que no se halla precontenido en las condiciones iniciales, y que sólo se puede atisbar si uno acepta el bello riesgo de aventurar la propia vida.
La apuesta incondicionada por la eficacia genera una espantosa esterilidad. La apuesta por la fecundidad, en cambio, presupone un suelo fértil, una cultura, un cuidado, un cultivo del espíritu, como condición imprescindible para la generación y el crecimiento. Por eso, la mentira primordial del pragmatismo materialista, hoy hegemónico, consiste en orientar la esperanza —decaída a superficial optimismo— en la línea de la eficacia y desarraigarla de los enclaves de la fecundidad. En cambio, el fomento del amor a la sabiduría, la primacía del factor humano —del humanismo incluso— en las organizaciones, y la promoción de una imagen digna y libre del hombre, constituyen hoy lo que podríamos llamar preámbulos de la esperanza.
Se trata de algo así como el inicial movimiento de ese drama personal que representa para cada uno la historia de la salvación. Parte de comprobar la vanidad de la eficacia meramente humana, del poder puro, y se prolonga en arrepentimiento de haber claudicado ante tal ensoñación. Adopta entonces la actitud de dejarse llevar dócilmente de la mano por el Espíritu y mantener el oído atento a una Verdad cuyo origen no se puede hallar entre las cosas de este mundo.
Lo más importante que se puede decir de la historia de la Universidad es que se trata de una institución cristiana. La presencia de Cristo entre nosotros, en nuestras instituciones y en nuestro mundo, es el novum radical, el origen y la finalidad última de toda auténtica innovación. Él es la fuente de nuestra esperanza, el foco que —sabiéndolo o sin saberlo— atrae hacia sí los anhelos históricos de una vida social más armónica y más lograda, más productiva y más fecunda.
La relación constitutiva de la Universidad con lo nuevo no se debe principalmente a la edad temprana de los que a ella acuden como estudiantes, porque un universitario ha de seguir siéndolo toda la vida. La esencial novedad de la institución académica brota de sus raíces cristianas. La Palabra de Dios revela continuamente su fuerza juvenil. Es joven por naturaleza; no se limita a contagiar encandilamientos pasajeros, sino que comunica un profundo entusiasmo (Begeisterung), una espiritualización operada por el propio Espíritu (Geist) que lo hace todo nuevo: el Espíritu de Jesús, que no ha conocido la vejez.
Como ha advertido Von Balthasar, hay un modo clásico y humanamente digno de envejecer, pero no hay un modo cristiano. Envejecer significa haber superado el punto culminante, replegarse hacia el final físico. Este repliegue puede engrandecerse con la fuerza moral de la renuncia, pero la vejez meramente humana es impensable sin la resignación. Y la resignación no es una virtud cristiana. La resignación incluye la idea del tiempo perdido que es ajena al sentido cristiano del tiempo: hasta el propio Marcel Proust se percata de que —si no se supera— es incompatible con la literatura como vocación[19]. Lo que mantiene joven es esa llama que arde en el Evangelio e impide que la palabra de Cristo se encuentre completamente a sus anchas en el mundo desencantado de los adultos[20].
El cristianismo es, desde sus mismos inicios hasta hoy, una vivencia de novedad que en pocas instituciones ha podido desplegarse tan connaturalmente como en la Universidad.
Contra las tempranas objeciones de la Gnosis sobre qué novedad podría haber aportado Jesucristo, si ya estaba todo —hasta en sus menores detalles— en el Antiguo Testamento, contesta San Ireneo: “Sabed que Él ha traído toda novedad, porque ha venido Él mismo”. Según decía Bernanos, el cristiano es esencialmente aquél que en este mundo guía y reúne a la juventud. Y ¿dónde mejor que en la Universidad?
Alejandro Llano. Universidad de Navarra
(Conferencia en el Congreso Mundial de Universidades Católicas, en Ávila, el 13.VIII.2011)
[1] Cfr. QUEVEDO, A.: Melancolía y tedio. Pamplona, Eunsa, 2011.
[2] Cfr. BLUMENBERG, H.: “Selbsterhaltung und Beharrung. Zur Konstitution der neuzeitlichen Rationalität”. En: EBELING, H. (ed.): Subjektivität und Selbsterhaltung. Beiträge zur Diagnose der Moderne”. Frankfurt, Suhrkamp, 1976, pp. 144-207.
[3] BLUMENBERG, H.: The Legitimation of the Modern Age. Cambridge (Mass.), The MIT Press, 1983, pp. 127-130.
[4] GROYS, B.: Über das Neue. München, Hanser, 1992, p. 10.
[5] ARELLANO, J.: La acción de los cristianos y el futuro del proletariado. Madrid, Ateneo, 1953.
[6] ARENDT, H.: La vida del espíritu. Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984.
[7] Cfr. SPAEMANN, R.: Philosophische Essays. Stuttgart, Reclam, 1983, pp. 130 ss.
[8] Cfr. GADAMER, H. G.: Verdad y método. Salamanca, Sígueme, 1984, pp. 31-74.
[9] SPAEMANN, R.: Crítica de las utopías políticas. Pamplona, Eunsa, 1980.
[10] MACINTYRE, A.: Three Rival Versions of Moral Enquiry. Encyclopaedia, Genealogy and Tradition. Notre Dame (Indiana), University of Notre Dame Press, 1990.
[11] NEWMAN, J. H.: The Idea of a University. Oxford, Clarendon, 1976. MACINTYRE, A.: “The Very Idea of a University: Aristotle, Newman and Us”. New Blackfriars (Oxford), vol. 91, issue 1031, pp. 4-19.
[12] ARISTÓTELES: Metafísica, IX, 6, 1048 b 18-35; cfr. Ética a Nicómaco, VI, 2. 1139 b 3-4. Vid. ACKRILL, J. L.: “Arstotle’s Distinction between Enérgeia and Kínesis”. En: Essays on Plato and Aristotle. Oxford, Clarendon, 1997, pp. 142-144.
[13] ARISTÓTELES, Acerca del alma, II, 417 b 6-8.
[14] NUSSBAUM, M. C.: Sin fines de lucro. Madrid, Katz, 2010, pp. 20-21.
[15] JUAN PABLO II: “Discurso a los representantes del mundo universitario, académico y de la investigación”. Madrid, 3 de noviembre de 1982. En: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, V, 3, 1982. Librería Editrice Vaticana, 1983.
[16] MACINTYRE, A.: God, Philosophy, Universities. Lanham (Maryland), Rowman & Littlefield, 2009. NUSSBAUM, M. C.: Sin fines de lucro. Madrid, Katz, 2010, pp. 20-21.
[17] KOLAKOWSKI, L.: Modernity on Endless Trial. Chicago, The University of Chicago Press, 1990, p. 135.
[18] TAYLOR, C.: Ética de la autenticidad. Barcelona, Paidós, 1994.
[19] Cfr. PROUST, M.: En busca del tiempo perdido. 7 El tiempo recobrado. Madrid, Alianza, 6ª edic., pp. 212 ss.
[20] BALTHASAR, H. U.: Das Ganze im Fragment. Aspekte der Geschichtstheologie. Einsiedeln, Benzinger, 1963, pp. 285-290.
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Aprender a perdonar |
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