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El Rev. Prof. Álvaro Granados reflexiona sobre la tarea de la parroquia y desarrolla cuatro propuestas –centradas en el anuncio de la Palabra y la celebración del misterio a través de los sacramentos– para ayudarla a superar el obstáculo del individualismo religioso
«Desearía subrayar que es en la comunidad eclesial donde la fe personal crece y madura»[1]. Con estas palabras Benedicto XVI recordaba hace pocas semanas que la fe, un acto eminentemente individual y personal, es al mismo tiempo un acto comunitario, en cuanto tiene su origen y alcanza su plenitud en un contexto de comunión, en el “nosotros” de la Iglesia. Por esto la parroquia, lugar desde el que se encauza la vida cristiana de buena parte de los fieles, se define como una comunidad (can. 515, §1), porque si la fe no se vive en comunión tarde o temprano se desvanece. Si hemos iniciado el Año de la fe con el deseo de que muchos cristianos renueven seriamente su vida de fe, no podemos olvidar que esto sólo será posible si se refuerzan los vínculos de comunión en las comunidades cristianas, en particular en las parroquias.
Desde hace varios decenios la parroquia atraviesa una situación de “cansancio” que a veces llega a una verdadera “parálisis misionera”. El problema nace de la enorme dificultad de crear en su seno una comunidad con lazos estrechos de comunión. Surge inmediata la pregunta: ¿por qué la parroquia encuentra tantas dificultades para constituirse como una comunidad viva de la Iglesia, como lugar donde el cristiano entra en comunión con Dios mediante la comunión con los otros cristianos?[2] Y a continuación esta otra: ¿en este Año de la fe qué iniciativas podrían ayudar a la parroquia a crecer como comunidad y, por consiguiente, a que madure la fe de sus feligreses? Las dos preguntas están relacionadas entre sí, porque en el diseño divino es “en la comunidad eclesial donde la fe personal crece y madura”.
Veamos primero cuál es el problema. Durante años se han sucedido innumerables intentos de renovar la comunidad parroquial siguiendo criterios procedentes de la sociología societaria: mejoras en la organización interna, multiplicación de consejos y reuniones, una más precisa determinación de funciones, etc. Tal vez con esto se ha logrado una acción pastoral más integrada y mejor coordinada, pero hay que reconocer que los resultados están muy por debajo de las expectativas y que la parroquia, en general, sigue mostrando un fuerte déficit de vida comunitaria. La lección es clara: no se trata sencillamente de “organizar” mejor la parroquia, el problema es otro. En un inolvidable discurso a los párrocos de Roma, el beato Juan Pablo II indicaba esta otra dirección: «la parroquia debe buscarse a sí misma fuera de sí misma»[3]. Dicho de otro modo: hay algo en la cultura y en la sociedad actual que obstaculiza la realización de la parroquia como comunidad parroquial. Y ese “algo” es, entre otras cosas, el individualismo religioso, es decir, la tendencia actual a querer vivir la religión como algo privado que construye el propio sujeto, una religión “a la medida”, que ve la institución (la Iglesia, la parroquia, ¡incluso la familia!) como un sospechoso intruso. La comunidad parroquial se convierte, como mucho, en una “agencia de servicios religiosos”, útil para vivir la religiosidad según las necesidades del individuo y de la sociedad. El vínculo que se establece entre el cristiano y su párroco es, pues, debilísimo. En pocas palabras, la parroquia se percibe como algo ajeno, externo, quizá útil, pero donde los vínculos son meramente “funcionales”. Cuando esta situación se generaliza, el resultado es una parroquia que no logra configurarse como verdadera comunidad cristiana, como signo visible donde el hombre se introduce en la comunidad trinitaria a través de la comunión con sus hermanos en la fe.
Hasta aquí el problema. Pasemos ahora a la parte propositiva. Debemos recordar ante todo que en realidad lo que configura la Iglesia y la comunidad como lugar de comunión es el anuncio de la Palabra y la celebración del misterio a través de los sacramentos. Ahora bien, las propuestas de renovación de la parroquia no pueden limitarse a señalar este dato de fe; tienen que decir algo más: han de ser capaces de señalar, por ejemplo, formas pastorales que superen el obstáculo del individualismo religioso del que estamos hablando. Las soluciones serán múltiples y variarán de un lugar a otro, pero en cualquier caso, serán adecuadas desde un punto de vista teológico-pastoral en la medida en que logren proponer lo que nos enseña la fe (la comunidad cristiana se construye a través del anuncio y los sacramentos), teniendo en cuenta el obstáculo socio-cultural del individualismo religioso. Con esta premisa intentaremos a continuación desarrollar cuatro propuestas que Benedicto XVI indicó, en el 2009, en un discurso a la Diócesis de Roma[4].
1. La parroquia, lugar donde se aprende a escuchar la Palabra de Dios
En un contexto de individualismo religioso se debe poner especial atención a una predicación que anuncie un mensaje de “novedad”. No por afán de originalidad, sino porque se ha de favorecer que cada persona descubra la necesidad de escuchar un mensaje que es un don divino, al que de ningún modo podría acceder por sí sola. La predicación y la escucha de la Palabra en la Iglesia se convierten de este modo en momento principalísimo de la construcción de la comunidad eclesial. Para esto obviamente será necesario que el predicador, a través de la meditación constante de la Palabra, se introduzca vitalmente y de modo habitual en la “novedad” de vida que predica.
2. La Eucaristía, centro de la comunidad parroquial
El individualismo religioso desdeña la celebración comunitaria porque la entiende como un ritualismo formal del que apenas se percibe el significado. Para afrontar este grave problema, que empobrece la fe del individuo y la vida de la comunidad, habría que dar más espacio a diversas formas de catequesis mistagógica que nos permitan comprender mejor que los cristianos nos pertenecemos verdaderamente los unos a los otros y que esta maravillosa co-pertenencia se verifica cuando celebramos la Misa, cuando comulgamos con el mismo Cuerpo de Cristo, cuando nos unimos espiritualmente a Cristo en la adoración eucarística. A través de esa unión con Cristo, Cabeza de la Iglesia, se robustecen los lazos de cada fiel con los demás cristianos y con toda la comunidad eclesial. Una oportuna insistencia en este punto creará un contexto adecuado para fortalecer las relaciones humanas dentro de la comunidad: entre los individuos y las familias, en los grupos y movimientos, en los consejos pastorales, entre el sacerdote y los laicos. Los inevitables roces y conflictos, las distancias y celos, normales en toda comunidad humana, se superan con mayor facilidad cuando existe una vinculación profunda con el otro: ¡la misma Sangre de Cristo corre por nuestras venas! Esta lógica sobrenatural puede abrir a todos una perspectiva mucho más atractiva para participar en la Eucaristía y para fomentar la confesión sacramental, que permite a los fieles recibir dignamente y con fruto la Sagrada Comunión.
3. La parroquia, comunidad de comunidades
La persona individualista evita la adhesión a instituciones. Prefiere organizar la propia vida sin dependencias. Por lo que se refiere a la parroquia, tal vez la aceptará como entidad que le ofrece unos “servicios religiosos”, pero la rechazará como institución que pretende imponerle unos vínculos. Por ello, la relación entre muchos cristianos y su parroquia es distante y limitada a satisfacer ciertas necesidades, lo cual genera una comunidad cristiana con vínculos muy pobres y, en el individuo, una confusa comprensión de la propia identidad cristiana. Obviamente, no es necesario que todos los cristianos organicen su vida de fe alrededor de una parroquia, pero en la mayoría de los casos esta es, de hecho, la vía más ordinaria, por lo que resulta problemático que muchos de ellos instauren una relación únicamente funcional con la propia parroquia. En cualquier caso, la experiencia también demuestra que esa distancia a menudo se puede salvar a través de pequeñas comunidades con una fuerte carga de humanidad, impregnada del espíritu del Evangelio. Teniendo en cuenta que el individualismo genera inseguridad y una fuerte carencia afectiva, hay personas que entran rápidamente en sintonía con estas formas de comunidad más cercanas y familiares. En ellas resulta más fácil “sentir la Iglesia como casa propia”. Los pastores pueden ver en esto una oportunidad para que muchos cristianos vivan la propia fe en un clima de más intensa comunión. Con prudente discernimiento, podrán promover los grupos, reuniones, asociaciones o hermandades que sean oportunos, facilitando con esto el encuentro de la persona con Dios a través de la comunión eclesial. La parroquia adquiere así la fisionomía de una “comunidad de comunidades”.
4. La parroquia atrae gracias al testimonio de la caridad
La penuria de una religiosidad individualista provoca una actitud de indiferentismo. Y del sopor del indiferentismo sólo se sale mediante la sacudida de un testimonio cristiano audaz. La “nueva evangelización” pide a las comunidades cristianas que remuevan las conciencias adormecidas de nuestros contemporáneos convirtiéndose en lugares que reenciendan la esperanza de una vida que valga la pena. Para lograrlo no hay vía más eficaz que la del testimonio de la caridad cristiana. Una caridad que indudablemente se organiza para socorrer a los más necesitados, pero que se manifiesta también en un estilo siempre acogedor. Debemos persuadirnos de lo necesario que es hoy que la parroquia y el párroco se muestren acogedores con todos…, ¡también con los inoportunos! Esta actitud se demuestra cuando se sabe escuchar, dedicar tiempo, cuando se sabe esperar pacientemente y cuando se atiende con gran educación (que también es virtud cristiana) a quienes entran en contacto con la parroquia con ocasión de un bautismo, la bendición de la casa, un funeral, la catequesis del hijo, etc. Son actitudes que no se improvisan y que requieren en el pastor una gran sintonía con el corazón de Cristo, pero que son hoy más necesarias que nunca, pues a través de ellas se supera el prejuicio del anticlerical, se despierta de la modorra al indiferente y se enciende el corazón del desilusionado, por citar algunas de las situaciones más típicas en la que se encuentran muchos cristianos.
Ciertamente estas ideas no son nuevas. No obstante, resultarán adecuadas para renovar la vida de fe de los bautizados, si se llevan a cabo interceptando bien un problema de fondo: que en la raíz de una vida cristiana tibia y desencantada muchas veces se encuentra la tendencia a vivir la fe de un modo privado e individualista, desgajado de la comunidad de los creyentes. No nos engañemos: si queremos promover una renovación de la vida de fe de los fieles, hay que enfrentar con decisión el problema del individualismo religioso, que es hoy uno de sus mayores obstáculos.
Álvaro Granados
Notas
[1] Benedicto VXI, Audiencia General, 31 de octubre de 2012.
[2] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Past. Lumen Gentium, n. 9.
[3] Beato Juan Pablo II, Encuentro con el clero de la Diócesis de Roma, 18 de febrero de 1988.
[4] Discurso con ocasión de la Apertura del Congreso pastoral de la Diócesis de Roma sobre el tema “Pertenencia eclesial y corresponsabilidad pastoral”, 26 de mayo de 2009.
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