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El anhelo de la Parusía ha estado siempre presente en la liturgia de la Iglesia. Las oraciones por los difuntos aluden al encuentro con Dios y expresan la esperanza en la futura resurrección y en la misericordia del Señor. Este convencimiento sirve para avivar en el creyente un hondo sentido de solidaridad y de responsabilidad. En la celebración del Misterio Pascual, la escatología se hace actual y presente pues en ella la liturgia de la tierra se une con la del Cielo
La fe cristiana se expresa de modo vivo en la liturgia de la Iglesia y en la oración de los creyentes. Las verdades de fe, como gemas engastadas en una corona, brillan de manera singular en las plegarias y en las acciones litúrgicas. Por eso, cada cristiano debería preguntarse con frecuencia si es consciente del valor de la oración de la Iglesia y en la Iglesia, en la que la fe personal queda formulada y magnificada. Aunque San Josemaría lo dice de la oración en general, bien se puede aplicar a la oración litúrgica esta recomendación: «despacio. −Mira qué dices, quién lo dice y a quién. −Porque ese hablar deprisa, sin lugar para la consideración, es ruido, golpeteo de latas[1]. Mira qué dices: sé plenamente consciente de las verdades que proclamas, se plenamente coherente con las verdades que anuncias y constante en aclamar la verdad que profesas.
En las oraciones de la Iglesia podemos encontrar valiosas afirmaciones sobre el destino final del hombre y del mundo: la expectación de la gloriosa venida de Cristo; la esperanza de la resurrección; la inmortalidad del alma y la retribución personal tras la muerte. Meditarlas y contemplar su riqueza es una ayuda para vivir cada día con más profundidad la liturgia, para hacer cada vez más teologal nuestra propia vida interior.
El anhelo de la parusía
La expectación de la segunda venida de Cristo, para establecer su Reino definitivo, ha ocupado siempre un lugar privilegiado entre las oraciones de la Iglesia. En algunos ritos actualizados tras el Concilio Vaticano II, se ha retomado una fórmula de la liturgia hispánica: «cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta que venga glorioso desde el cielo»[2]. Entre las posibles aclamaciones previstas para recitarse después de la consagración en la forma ordinaria del rito romano, figura: «mortem tuam annuntiámus, Dómine, et tuam resurrectiónem confitémur, donec vénias», «anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús»[3]. También encontramos esta expectación escatológica en algunas liturgias eucarísticas de Oriente: «celebramos la memoria de su pasión vivificadora, de su salvadora Cruz, de su muerte y de su entierro, de su resurrección de entre los muertos después de tres días, de su ascensión, de su estar sentado a la diestra del Padre, de su segunda vuelta gloriosa y terrible, cuando llegue con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos y a dar a cada uno según sus obras»[4].
La convergencia en este punto de liturgias desarrolladas en lugares diversos y épocas diferentes es muy significativa. Indica la firmeza de la expectación cristiana de la parusía. El pensamiento de la segunda venida de Cristo ha de llevar a los cristianos a vivir siempre vigilantes, espiritualmente preparados. El cristiano sabe −con una sabiduría enraizada en la fe, «fundamento de las cosas que se esperan»[5]− que el Evangelio es «una comunicación que comporta hechos y cambia la vida», porque «quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva»[6]. Sabe que su existencia no es un sinsentido, de modo que la fe en la vida futura transfigura la presente y la llena de contenido.
Muerte y retribución en la ‘lex orandi’ de la Iglesia
Las oraciones que reza la Iglesia por los moribundos y por los difuntos arrojan luces importantes sobre el enigma de la muerte. Aluden al encuentro con un Dios cuya misericordia y justicia determinan el destino del difunto, «bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre»[7]; expresan, además, la esperanza en la resurrección al final de los tiempos.
Por ejemplo es común rezar esta bella oración por el moribundo: «marcha, alma cristiana, de este mundo, en nombre de Dios Padre todopoderoso que te creó, en nombre de Jesucristo el Hijo de Dios vivo que padeció por ti, en nombre del Espíritu Santo que fue infundido en ti: esté hoy tu lugar en la paz y tu habitación junto a Dios en la Sión santa»[8]. Y una de las plegarias posibles a la hora de disponer el cadáver del difunto en el féretro es: «recibe, Señor, el alma de tu siervo, que te has dignado llamar de este mundo a ti, para que liberada del vínculo de todos los pecados, se le conceda la felicidad del descanso y de la luz eterna, de modo que merezca ser levantada entre tus santos y elegidos en la gloria de la resurrección»[9].
Hallamos más fórmulas maravillosas –verdaderos compendios de escatología– en las Misas por los difuntos. «Señor Dios, perdón de los pecadores y felicidad de los justos, al cumplir con dolor el deber de dar sepultura al cuerpo de nuestro hermano, te pedimos le des parte en el gozo de tus elegidos; que en el día de la resurrección, libre ya de la corrupción de la muerte, disfrute de la claridad de tu presencia»[10]. «Te presentamos humildemente, Señor, este sacrificio por tu siervo, para que pueda vivir eternamente contigo el que en la tierra ya te conoció por la fe y fue tuyo por el bautismo»[11]. «Señor Dios, el único que puede dar la vida después de la muerte, perdona los pecados de nuestro hermano N., y por su fe en la resurrección de Jesucristo concédele participar un día de la gloria de tu Hijo»[12].
Desde los primeros tiempos, los cristianos −de modo parecido a los judíos− han practicado la oración por los difuntos y ofrecido sufragios por su eterno descanso. Esta tradición es indicativa no sólo de la fe en la pervivencia más allá de la muerte −vita mutatur, non tollitur (la vida no acaba, es transformada)[13]−, sino que expresa además la confianza en Dios misericordioso y justo, y en la eficacia de las plegarias de la familia de Dios. Comentando la tradición de rezar por los muertos, dice Benedicto XVI que «se puede dar a las almas de los difuntos “consuelo y alivio” por medio de la Eucaristía, la oración y la limosna»; y agrega «que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón?»[14].
La convicción de que el difunto, habiendo traspasado el velo de la muerte, abre sus ojos ante el Juez Misericordioso, y de Él recibe retribución, sirve para avivar en el creyente un hondo sentido de solidaridad y responsabilidad. «Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo (…) Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte. En el entramado del ser, mi gratitud para con él, mi oración por él, puede significar una pequeña etapa de su purificación (…) Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal»[15]. Así, pues, ¿ofrecemos sufragios abundantes por nuestros familiares y amigos difuntos? ¿Rezamos con fe por todos los difuntos?
Liturgia terrena, liturgia celeste
Por designio divino, los misterios escatológicos son no sólo manifestados en la liturgia, sino hechos actuales y presentes. «La belleza de la liturgia es parte del Misterio pascual: es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra»[16]. Así se comprende que las voces de los hijos e hijas de la Iglesia en la tierra se unen en cada celebración al «clamor de muchos ángeles que rodeaban el trono, a los seres vivos y a los ancianos»[17]. Una realidad que llevaba a san Josemaría a vivir la liturgia con una especial conciencia de la comunión de toda la Iglesia, a descubrirnos la grandiosidad de esa alabanza universal: «la tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus (...) Yo aplaudo y ensalzo con los Ángeles: no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa Misa. Están adorando a la Trinidad. Como sé también que, de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la íntima unión que tiene con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre»[18].
De modo particular, experimentamos la profunda comunicación con los bienaventurados cuando celebramos la memoria litúrgica de santos concretos, en las ceremonias de beatificación y canonización y, especialmente, en la Solemnidad de Todos los Santos. En esos momentos, la Iglesia no sólo aclama con agradecimiento la obra divina en la vida de tantos hombres y mujeres, sino que pide de Dios −y de algún modo consigue− unirse a la compañía de los bienaventurados. Aeterna fac cum sanctis tuis in gloria numerari... ¡Haz que nos asociemos a tus santos en la gloria eterna![19].
De un modo misterioso pero real, la celebración litúrgica pone a los fieles −sujetos inmersos en la historia, peregrinantes, pecadores− en comunicación con Cristo sentado en gloria a la derecha del Padre, junto con los ángeles y santos «que gritaban con fuerte voz: −¡La salvación viene de nuestro Dios, que se sienta sobre el trono, y del Cordero!»[20]. Realiza ya, aunque sólo de modo parcial, la vida con la Trinidad que esperamos alcanzar al final de los tiempos: «en la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero, cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste Él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con El»[21].
J. José Alviar
Notas
[1] San Josemaría, Camino, n. 85.
[2] Liturgia Hispánica.
[3] Misal Romano, Aclamación tras la Consagración.
[4] Liturgia de Santiago.
[5] Hb 11, 1.
[6] Benedicto XVI, Litt. enc. Spe salvi, 30 de noviembre de 2007, n. 2.
[7] Catecismo de la Iglesia católica, n. 1022.
[8] Ordo unctionis infirmorum, editio typica 1972, n. 146.
[9] Ordo exsequiarum, editio typica 1969, n. 195, n. 30.
[10] Misal Romano, Oración colecta de la misa exequial fuera del tiempo pascual, B.
[11] Misal Romano, Oración sobre las ofrendas, Misa en el aniversario de un difunto, D.
[12] Misal Romano, Oración colecta, Misa exequial, D.
[13] Misal Romano, Prefacio I de difuntos.
[14] Benedicto XVI, Spe salvi, n. 48.
[15] Ibid.
[16] Benedicto XVI, Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 22 de febrero de 2007, n. 35.
[17] Ap, 5, 11.
[18] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 89.
[19] Cfr. Himno Te Deum.
[20] Ap 7, 10.
[21] Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 8.
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