El acompañamiento o dirección espiritual personalizada de un seminarista no es en modo alguno un lujo, ni un capricho, sino un elemento esencial en su itinerario de crecimiento en la fe, de discernimiento de su vocación y de formación en los compromisos de la misma
Incluimos la intervención de Miguel Navarro Sorní, Catedrático de la Facultad de Teología San Vicente Ferrer de Valencia y Colegial Perpetuo del Real Colegio Seminario de Corpus Christi, el 22 de marzo ppdo., durante las jornadas Diálogos de Teología 2011, organizadas por la Biblioteca sacerdotal Almudí y la Facultad de Teología de Valencia
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Ante todo pido disculpas por hablarles de un argumento que no domino teóricamente, pues no soy doctor en teología espiritual, sino en Historia Eclesiástica. Si puedo hablar con un mínimo de conocimiento del tema es debido a mi corta experiencia como director espiritual de un curso de teólogos (y de eso hace ya muchos años); y también debido a mi condición de colegial perpetuo del Colegio Seminario de Corpus Christi, lo cual me obliga a estar en contacto directo con los seminaristas, como formador suyo, además del trato que desde hace veinte años tengo con los mismos por ser profesor de la Facultad de Teología, (y aunque parezca que esto no tiene nada que ver con la dirección espiritual, les aseguro que dando una clase y conviviendo con los seminaristas, sin querer, también se hace en cierto modo dirección espiritual). Por tanto mi conocimiento del tema es más experiencial que propiamente intelectual o “profesional”.
Dado el poco tiempo de que dispongo, me limitaré a dar algunas indicaciones sobre el tema a la luz de los últimos documentos magisteriales (aunque no los cite expresamente), en especial la Exhortación Apostólica postsinodal de Juan Pablo II Pastores dabo vobis[1], y de mi propia experiencia. Indicaciones que en ningún modo pretenden ser exhaustivas, ni ofrecer una visión completa del argumento.
La dirección espiritual: naturaleza de la misma
En primer lugar, conviene que aclaremos qué entendemos por “dirección espiritual”, ya que ningún documento magisterial contiene una definición completa de la misma, sólo dan algunas referencias sobre su naturaleza y sus funciones.
A mi juicio se trata de un método, medio o recurso pastoral consistente en la ayuda que una persona con capacidad y disponibilidad para ello presta a otra en el campo espiritual, y que se concreta en el guiarla y orientarla en el camino de conversión interior, de santidad para acercarla libremente a Dios, ayudándole a conseguirlo mediante un cuidadoso ejercicio de discernimiento espiritual que le permita descubrir y cumplir la voluntad divina en lo cotidiano.
Por lo que se refiere a la dirección espiritual en el seminario esta ayuda busca en especial que los seminaristas crezcan humana y espiritualmente, a fin de que adquieran la certeza de su vocación, alcancen la madurez humana, moral y espiritual requerida por el ministerio sacerdotal y consigan con fruto algunos fines específicos de su formación (sobre todo la identificación vital con Cristo buen Pastor y el discernimiento y educación de los afectos para poder abrazar el celibato).
Ahora bien, debemos eliminar del término “dirección” toda idea de “dirigismo”, de autoritarismo, imposición o coacción (aspectos negativos en los que a veces se ha caído, y que en gran medida son la causa de que en la actualidad muchos cristianos e incluso sacerdotes miren con recelo o rechacen este tradicional y valioso método de crecimiento espiritual, avalado por una larga y fecunda experiencia en la Iglesia). Al contrario, la dirección espiritual es una ayuda que se presta en un clima de encuentro interpersonal, de diálogo espiritual o coloquio de fe, un encuentro a través del cual se busca estimular los dinamismos interiores del dirigido a fin de propiciar que escuche y secunde personalmente las mociones del Espíritu Santo, que en el fondo es el verdadero director espiritual.
Así entendida la dirección espiritual, personalmente (sobre todo cuando se trata de ejercerla con candidatos al sacerdocio) prefiero utilizar la expresión “dirección espiritual” más que “acompañamiento espiritual”, aunque esta última esté más de moda, suene mejor y sea políticamente correcta. Y lo prefiero aun siendo consciente de que el término “acompañamiento” presenta muchos aspectos positivos (de libertad, de respeto, de no intervención “directiva”, etc.), aunque también negativos como el riesgo de caer en una funesta pasividad y el pecar de cierta ingenuidad “roussoniana”, de un “buenismo” que puede acabar haciendo inoperante el mismo acompañamiento. Y lo prefiero (repito) porque “dirección espiritual” destaca un aspecto que a mi entender es muy importante cuando se trata del acompañamiento espiritual de seminaristas o de posibles vocaciones a la vida sacerdotal (o consagrada), como es el papel directivo del guía espiritual, que precisamente es un “guía”, tiene una función activa en la relación con la persona acompañada, la cual se encuentra en periodo de formación y necesita ser guiada, dirigida, orientada, de modo respetuoso y dialogante. Por ello, los documentos del Magisterio también utilizan más esta expresión y consideran la dirección espiritual personalizada un elemento importante y esencial en la formación de los futuros sacerdotes.
La crisis de la dirección espiritual
Por otra parte, recuperar una sana concepción “directiva” del acompañamiento espiritual es necesario si tenemos en cuenta el rechazo de la autoridad y el secularismo que caracterizan nuestra cultura, así como el individualismo, el subjetivismo y la concepción “privada” de lo religioso que hoy imperan, especialmente entre los jóvenes (y los no tan jóvenes); elementos que son un obstáculo para el crecimiento de fe, y que en parte son los responsables de la crisis actual por la que atraviesa la dirección espiritual, incluso en los seminarios. No es esto algo baladí sino que tiene raíces muy profundas, que no se reducen a las causas culturales que acabo de citar, pues la crisis está motivada también por factores intra-eclesiales, en especial por la enfatización hasta lo exagerado (llegando a la tergiversación) de algunos elementos positivos que redescubrió y destacó con acierto el concilio Vaticano II, pero que fueron falseados después, como el sentido comunitario de la fe, que mal entendido por muchos les llevó a acusar a la dirección espiritual de ser un recurso intimista y elitista, que debía ser sustituido por otros medios como la dinámica de grupo. O la recuperación que operó el concilio de la espiritualidad de encarnación, que trata de encontrar a Dios en la vida ordinaria, transformándola según el Espíritu de Cristo; algo buenísimo que ha dado frutos muy valiosos en la Iglesia, pero que inexplicablemente produjo en otros un menosprecio de la dirección espiritual por considerarla afectada de “espiritualismo”, desencarnada, alejada de las realidades de este mundo. También colaboró al desprestigio de la dirección espiritual la acusación de favorecer la pasividad y el gregarismo espiritual. A ello habría que añadir la crisis del sacramento de la penitencia, tan ligado con la dirección espiritual, hasta el punto que a menudo la confesión se integraba dentro de la dirección, eran casi una misma cosa, lo cual ha hecho que la crisis de uno (el sacramento) produzca inevitablemente la crisis de la otra (la dirección).
Por si fuera poco, este cúmulo de factores adversos hizo que muchos sacerdotes, sumidos en la inseguridad y la desorientación, en lugar de servirse de la crisis de la dirección espiritual para purificarla y renovarla, la dejaran de lado, desertando el ejercicio de un servicio que forma parte de su ministerio; o bien que llegaran al mismo resultado de descuidar la atención espiritual de los fieles por otro camino: a causa de las muchas tareas que tenían que asumir, al disminuir el número de sacerdotes, y al no encontrarse suficientemente preparados para tal menester. De manera que la crisis de la dirección espiritual es, en cierto modo, el reflejo de una crisis del sacerdocio.
Necesidad de la dirección espiritual personalizada en el seminario
Pues bien, en contra de todo esto debemos afirmar que el acompañamiento o dirección espiritual personalizada de un seminarista no es en modo alguno un lujo, ni un capricho, sino un elemento esencial en su itinerario de crecimiento en la fe, de discernimiento de su vocación y de formación en los compromisos de la misma.
Ante todo, es una tarea complementaria y co-esencial, junto con el acompañamiento y la formación comunitarias (espiritual, teológica y humana) que se dan en el seminario, pero teniendo en cuenta que no la sustituyen en absoluto. Sería equivocado pensar que el itinerario espiritual comunitario de un grupo de seminaristas (es decir: los actos de piedad corporativos que realizan, los retiros y ejercicios que tienen, las homilías y charlas que escuchan, etc.) o la formación teológica que reciben puedan suplir el acompañamiento de cada seminarista por un director espiritual. Los documentos magisteriales insisten en que otras formas comunitarias de formación espiritual no deben sustituir nunca a la dirección espiritual personalizada, destacando sobre todo el papel que ésta tiene en la asunción o asimilación personal de la formación espiritual comunitaria por parte del seminarista, así como en la armónica integración de todos los elementos y contenidos formativos que en el seminario recibe, de cara a su vivencia en el sacerdocio.
Precisamente los motivos de la crisis de la dirección espiritual que hemos indicado hacen que ésta sea hoy más urgente, no como un añadido o complemento superficial para algunas “almas” aventajadas, sino como un elemento exigido por la misma pedagogía de la vocación para su maduración y la llegada a su fin propio, como pone de relieve PDV 42, al comenzar el capítulo 5º, dedicado a la “formación de los candidatos al sacerdocio”, cuando trae a colación el texto clásico de Mc 3,13-15, donde se dice que Jesús “subió al monte y llamó a los que él quiso, y vinieron con él. Instituyó (eligió) doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar”. Un “estar con” Cristo que Juan Pablo II interpretaba o traducía hermosa y sugestivamente como “el acompañamiento vocacional” de los apóstoles por parte de Jesús.
Un “estar con Cristo” que no es innato, que no brota espontáneamente, al contrario, cuesta ya que se ve constantemente entorpecido por la fuerza del pecado que está en nosotros; por eso el Señor exhorta machaconamente en el capítulo 15 del evangelio de san Juan a permanecer en él, en su amor, pues sabe lo difícil que es. Una permanencia que hoy en día resulta más difícil que antaño, si tenemos en cuenta la situación psico-sociológica y cultural, el ambiente vital en que viven los jóvenes, de donde salen los candidatos al sacerdocio (pues éstos son tomados de entre los hombres no caídos del cielo); una situación y un ambiente que dificultan su estar con el Señor, para lo cual necesitan ser ayudados por una persona experta en ello, con experiencia, que los acompañe guiándoles. En efecto, la dirección espiritual personalizada de los seminaristas es particularmente exigida hoy:
Por la confusión en que viven los jóvenes, debido al eclipse de valores objetivos que sirvan de puntos firmes de referencia. Dicho con otras palabras: no es extraño que entre en el seminario gente con muy buena voluntad pero con ideas poco claras (por ejemplo, sobre el pecado, o sobre la oración, o sobre lo que es la Iglesia), y el director espiritual, en colaboración con los restantes formadores del seminario, tiene la importante tarea de ayudar personalmente a cada candidato a clarificar y purificar sus ideas en el plano espiritual y moral.
Por el secularismo imperante (elevado a norma de vida) que hace que el criterio de las elecciones de la vida personal y colectiva ya no sea la Palabra de Dios (los valores cristianos). Por eso es necesario un “instructor”, un guía, un referente activo espiritual, y no un mero acompañante pasivo.
Por la subjetividad de la que ya hemos hablado, que se manifiesta especialmente en las elecciones y en las actitudes cotidianas, ordinarias, hechas muchas veces con el criterio del capricho o del sentimiento, que acaba afectando a las elecciones y a las actitudes importantes, de fondo de la vida. Una subjetividad que puede expresarse en la búsqueda, en el plano espiritual y pastoral, de la “gratificación” inmediata, de aquellas experiencias que resultan agradables, postergando en cambio las difíciles y dolorosas; o también en confundir la libertad con el “sentir”, con el gusto, la apetencia; o que se manifiesta como una exigencia de querer verificar los “signos vocacionales” en términos de experiencia sensible, eludiendo el trabajo, la paciencia y la fatiga que supone el discernimiento espiritual; o como indecisión enfermiza, etc., etc. El director espiritual activo se necesita para depurar todo esto.
En especial, la dirección espiritual personalizada es exigida hoy en día por la tendencia, podríamos decir casi connatural en los jóvenes, de prestar más atención a lo extraordinario que a lo ordinario, a lo vistoso y raro más que a lo común y habitual (por ejemplo, no se tiene inconveniente en dedicar una gran cantidad de tiempo y esfuerzo a preparar un encuentro o vigilia de oración para un grupo, y en cambio se descuida la oración diaria). De esta tendencia procede la dificultad que experimentan muchos jóvenes para conjugar el presente y las pequeñas decisiones presentes, que preparan sin darse cuenta el futuro, con su proyecto global de vida. Para salir de todo esto hace falta un guía, un entrenador espiritual.
Por todas estas razones (y mucha más) la dirección espiritual personalizada de un seminarista es no sólo útil y recomendable, sino además necesaria y obligatoria, fundamental. No está de más recordar que la dirección espiritual de los candidatos al sacerdocio es un elemento institucional en su formación. La Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis de la Congregación para la Educación Católica, publicada en 1985, afirma en su nº 55 que la dirección espiritual personal no es simplemente aconsejada, sino oficialmente requerida a todo seminarista; no es sólo uno más de los medios útiles para su formación sino más bien un medio necesario, indispensable e ineludible. Hasta el punto que las Directrices sobre la preparación de los educadores en los seminarios, la definen como “un hecho esencialmente teologal y eclesial”, más que pedagógico o asistencial, que el dirigido debe vivir “como medio y estímulo para el propio camino de fe y de obediencia a la voluntad de Dios” (nº 61).
Fines de la dirección espiritual en el seminario
Ante el panorama que acabamos de describir, ¿qué servicio, qué ayuda ofrece la dirección espiritual a los seminaristas? ¿Cuáles son los fines principales que debe perseguir?
Ante todo, la dirección espiritual presta el gran servicio de favorecer el crecimiento humano y espiritual del candidato. El seminario es un tiempo de formación, de educación en los valores humanos, morales, intelectuales y espirituales requeridos para el sacerdocio. Un tiempo que ayuda al crecimiento personal global del seminarista, procurando la integración como personalización de todos los elementos que forman parte de su formación, a fin de ponerlos al servicio de la vocación que ha recibido, al servicio del dar cuerpo a Cristo. El director, a través de sus consejos e indicaciones, recomendando lecturas, fomentando la piedad eucarística y mariana, ayudando a penetrar en el misterio de Cristo a través de los recursos litúrgicos, enseñándole a valorar el silencio y la oración, el sacrificio y la moderación, etc., va plasmando el ánimo del candidato y encaminándolo a la santidad, que es el fin último de todo camino espiritual.
En especial, la dirección espiritual de un seminarista debe buscar ayudarle a discernir su vocación, lo que Dios espera y quiere de él, y adquirir cada vez mayor certeza de la misma. No hay madurez cristiana ni plenitud vocacional sin un discernimiento adecuado, y el servicio esencial del director espiritual, sobre todo en la primera etapa del seminario, hasta el rito de admisión (aunque no es fácil precisar esto, pues cada persona tiene tiempos de maduración distintos), es propiciar ese discernimiento, ayudar a hacerlo efectivo, liberando al candidato de los riesgos del “subjetivismo” vocacional; de modo que pueda distinguir lo que es y supone una auténtica vocación (que es siempre eclesial, nunca individual-subjetiva) de la imagen ideal, a medida de los propios gustos, construida por uno mismo. En este sentido, hemos de concienciar a nuestros seminaristas de que deben valorar la dirección espiritual como un medio excelente para la verificación de su capacidad de respuesta a Dios, del camino de crecimiento en su vocación; como un trabajo espiritual metódico, que permite en todo momento dar un vistazo, una ojeada de conjunto, con verdad y libertad, sobre su camino de seguimiento del Señor, para ir evaluándolo continuamente sin auto-engaños.
Por otra parte, en un segundo momento la dirección espiritual presta al candidato una valiosa ayuda para profundizar en concreto, paso a paso, en su vocación, estimulándole a definir los perfiles concretos de ésta, lo que le exige, las aspiraciones, ideales, compromisos y opciones que comporta, a los que le obliga y que debe ir haciendo propios. Le ayudará a adquirir las virtudes y actitudes propias de un presbítero, que comience a vivir la santidad que necesita para el ejercicio del ministerio; una santidad que, dadas las características de nuestro mundo, tendrá que concretarse en un testimonio de la presencia salvadora de Dios, del valor insustituible de lo sagrado, de la prioridad de la contemplación y el valor de la oración, la importancia de la conversión y la penitencia, el don de sí mismo hasta el sacrificio, el ideal de la caridad, de la justicia y del compromiso cristiano, etc.
En suma, la finalidad de la dirección espiritual será facilitar al candidato la respuesta más fiel posible a su vocación, la entrega total a Dios que le llama. De ese modo, la dirección espiritual motiva al seminarista a responder con más ilusión a su vocación, a ser más fiel a la llamada. Es una ayuda que promueve y sostiene la continua fidelidad y generosidad en la respuesta a la vocación de Dios. Por eso la dirección espiritual debe ser siempre motivante, debe suscitar ideales altos, metas nobles, grandeza de espíritu. Uno de sus cometidos es evitar la mezquindad en la vida espiritual, que conduce a la disipación de ésta.
En esta misma línea, la dirección espiritual ayudará al seminarista a prevenir las crisis, pero también, como éstas son ineludibles, deberá educarle a “gestionarlas”, de manera que los momentos de crisis sean de crecimiento, oportunidades para la purificación y el afianzamiento vocacional.
Sobre todo, la dirección espiritual de los candidatos al sacerdocio debe perseguir conducirlos a una identificación cada vez mayor con Cristo, de manera que lo transparenten en su vida concreta. No bastará procurar que cultive en sí mismos todas las riquezas del amor de Dios, sino que las vivan como un don para el mundo, teniendo en cuenta que no hay un estilo o una forma específica de santidad sacerdotal, pero ésta siempre deberá ser un acto de abandono, de entrega total de sí mismo a Dios, como hizo Cristo, modelo supremo del sacerdote.
De acuerdo con esto y de un modo muy especial (en ello insiste PDV 50, texto fundamental) la dirección espiritual en el seminario tiene un cometido relevante, principalísimo a la hora de formar en el celibato, ayudando a discernir y educar los afectos. Debe lograr que el seminarista comprenda que la radicalidad de su compromiso (que le obliga a ser casto, pobre y obediente) es una derivación y al tiempo expresión de la caridad pastoral, la cual le urge a asumir un determinado estilo de vida, “crucificado con Cristo”, caracterizado por la renuncia a aquellas actividades, vínculos o afectos que, aun siendo buenos y nobles en sí, dificultan la disponibilidad ministerial, la entrega total a Cristo y a la Iglesia; renuncias que no tienen sólo un objetivo ascético, sino primordialmente pastoral y más específicamente de caridad pastoral.
Unos objetivos nada fáciles de alcanzar, como tampoco es fácil decir por qué medios concretos obtenerlos. Lo importante es que el director, siempre con discreción, equilibrio y prudencia, preceda al dirigido con su propio testimonio de vida sacerdotal entregada, que, al fin y al cabo, es la mejor pastoral vocacional.
Miguel Navarro Sorní
[1] En adelante nos referiremos a esta Exhortación Apostólica con la abreviatura PDV.
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