"Para avanzar en la vida espiritual necesitas a alguien que te ayude, que te ilumine a la hora de discernir las situaciones, que te ayude también a resolver tus propias contradicciones, tus ocultaciones implícitas y subconscientes, y quizá no demasiado culpables, y que te ayude también en los momentos de desánimo y de desilusión, por disgustos que a veces nos vienen…"
Incluimos la intervención del Cardenal Arzobispo de Madrid Antonio María Rouco Varela, el 1 de abril ppdo., durante las jornadas Diálogos de Teología 2011, organizadas por la Biblioteca sacerdotal Almudí y la Facultad de Teología de Valencia
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Acompañamiento y dirección espiritual: de la crisis a la recuperación, es el tema que se me ha propuesto. Nosotros pertenecemos a una generación que ha estudiado Teología comenzando por la explicación de los términos. Me parece que es bueno hablar del acompañamiento y de la dirección espiritual en relación con la crisis —vamos a reconocerla—, de la vida y del ejercicio del ministerio de los sacerdotes en el último medio siglo, y posteriormente de lo que tiene que ver la dirección espiritual en la recuperación y la superación de esa crisis.
La primera cuestión que se plantea a la hora de abordar el tema es si es lo mismo dirección espiritual que acompañamiento; éste último es un término desconocido en el lenguaje canónico de la Iglesia, la dirección no, pero el acompañamiento sí. Se trata, no obstante, de términos que son intercambiables.
De la crisis a la recuperación: se nos invita a estudiar la cuestión en un contexto o un reconocimiento del camino a la crisis en la vida y en el ministerio de los sacerdotes de la que, ciertamente, estamos en un momento de superación y recuperación. Y no sólo de una crisis de la dirección o del acompañamiento espiritual, o sea, no sólo de una crisis de los estilos y de los modos corrientes de vida con los que nosotros vivimos —algunos sacerdotes de los que estáis aquí somos de la misma generación, es decir, de la generación anterior al Concilio—.
Era habitual un marco de vida que comenzaba por la mañana levantándose temprano, al que seguía la capilla. En la capilla teníamos la meditación —guiada o vivida personalmente—, siempre en comunidad, en el seminario y luego la Misa; posteriormente, las oraciones de comienzo de clase, oraciones en el comedor, luego la visita al Santísimo, por la tarde la oración de la tarde, el Rosario, la oración final del día. A lo largo de los años 50 se introducen las vísperas, las completas —a veces solamente en fines de semana—; una vida enmarcada en momentos de oración que la hilaban en sus 24 horas. Y también la dirección espiritual y la confesión frecuente —nos aconsejaban confesarnos cada ocho días—; era el ritmo aconsejado y muy seguido. Luego los ejercicios espirituales y el retiro mensual. Se hablaba menos de la formación permanente, aunque había ejercicios teológicos mensuales en los arciprestazgos, de los cuales había que dar cuenta enviando a la cancillería de la curia diocesana el tema que se había confiado al estudio de los sacerdotes.
¿Crisis de esas fórmulas y modos de vida espiritual? ¿Crisis de dirección espiritual o una crisis todavía más profunda? Se puede hablar de una cierta relativización —en las generaciones de sacerdotes después del Concilio—, de esta especie de guión o de prontuario de la vida ascética y espiritual de los sacerdotes diocesanos e incluso de los sacerdotes religiosos. ¿Se quedó sólo la crisis en esos fenómenos de la vida sacerdotal o había un fondo más grave? Yo creo que tenemos que afirmar que la crisis fue mucho más honda, y se pueden incluso precisar o enumerar algunos rasgos de la misma. Podríamos decir que se dan una serie de hechos en los años del postconcilio, comprobables, y que he vivido, pues me ordenaron sacerdote en el año 59, y en el año 76 obispo, y por lo tanto, nos ha tocado vivir ese periodo histórico en primera línea y como sacerdote.
Pues bien, el primer dato es el abandono del ministerio sacerdotal en unas proporciones numéricas desconocidas en la historia de la Iglesia, incluidos probablemente los años de la irrupción y de la primera expansión protestante por toda Europa. Ciertamente desde la segunda decena del siglo XVI hasta muy entrado el siglo, quizá incluso parte también del siglo XVII, se produce un abandono muy importante de la vida sacerdotal y religiosa en el mundo, que surge y que cuaja en torno o como consecuencia de la llamada Reforma protestante, empezando por Lutero, que como saben era un monje agustino; deja el monasterio y se casa con una monja que también deja su vocación y establece una nueva forma de vida. Pues todo lo que ocurrió en esos años no llega a los números y a la gravedad del abandono del sacerdocio que tiene lugar en la Iglesia entre 1965 y 1985, incluso en la intensidad, en cómo eso se produce.
Recuerdo perfectamente los años entre el 65 y el 68, que a mí me tocó vivirlos en Munich, y luego, a partir del 69, ya en España. Era una noticia que se producía todos los días: tal compañero ha dejado de ser sacerdote, tal compañero se ha marchado, de una forma verdaderamente dramática. Un abandono que produce el fenómeno de los secularizados, en ambos cleros. Probablemente se cuentan por decenas de miles. La única excepción, con respecto a este fenómeno, de lo que pasa entre el 65 y el 85, quizá sean los países de detrás del telón de acero, y especialmente Polonia. En esos países no se da el abandono ni se da el fenómeno de la secularización de los sacerdotes; países que vivían una situación de martirio, una situación de persecución, y en esa situación a nadie se le ocurre dejar el sacerdocio, abandonar su vocación y su misión.
El segundo aspecto de la crisis: la puesta en cuestión del celibato sacerdotal. En la teoría y en la práctica se desarrolla toda una literatura teológico-pastoral, teológico-histórica que tiene como fin desmontar la tesis de que entre celibato y sacerdocio ministerial hay una íntima relación, relación que aunque ciertamente no llega a la densidad y a la fuerza vinculante del derecho divino, se aproxima mucho. Toda una batería de argumentación se pone en marcha y también todo tipo de experiencias y de formas de vivir el sacerdocio; todo ello, efectivamente, va minando la valoración y la estima del celibato, y no sólo entre muchos sacerdotes, sino entre los fieles. Después, hay una especie de opinión pública que dice que hay que cambiar la disciplina de la Iglesia respecto al celibato, a pesar de lo que había enseñado el Vaticano II, a pesar de que Pablo VI insiste en el celibato, y de una forma —como casi todas sus intervenciones—, entre heroica, luminosa y valiente. Los ecos de esa discusión encuentran aún oídos favorables, al menos en algunos sitios de Europa. En Alemania está de moda la discusión por el tema del celibato.
Luego, el tercer rasgo, fue la elección de formas alternativas de vivir el ministerio sacerdotal a las típicamente pastorales de párroco, de profesor de religión… bueno, de pastor de almas. Los alemanes hablan del “cuidado de las almas”, que era también lo que se entendía con el término “pastoral” a la hora de vivir el ministerio sacerdotal y de vivir la función y la fidelidad al ministerio. Se buscan, pues, alternativas; primero, tratando de conciliar las actividades relacionadas con el ministerio sacerdotal con otras civiles: se buscan salidas civiles, trabajos civiles tanto en la administración pública como en la empresa privada.
He conocido, en mi tierra de Galicia, a algún sacerdote que tenía montado nada menos que un taller de electricidad, y él era el electricista mayor del pueblo y de la comarca, con una convicción de fondo de que eso tiene un valor real, práctico, para andar por la vida, y que ser ministros de la Palabra, del culto, de los sacramentos, ser personas con una personalidad densa y densificada por la experiencia de la oración, eso son músicas celestiales, con eso no se cambia el mundo.
La influencia del marxismo era fortísima y, en fin, la figura del sacerdote como agente social, asistente social, pues es la que retiene a algunos —creo que con buenas intenciones, con intenciones nobles—, en el ejercicio del ministerio sacerdotal, midiéndose la eficacia del ministerio sacerdotal por los frutos de transformación social que lleva consigo. Algunas veces, “estaba bien” lo que hacían los curas, las experiencias en mi tierra de Galicia: abrir pistas entre una aldea y otra aldea, fomentar la creación de cooperativas en la producción de la carne, en la leche y en su distribución, hasta en la puesta en marcha del albariño, cuya primera gran expansión comercial es fruto de la actividad de curas gallegos. Quizá es un poco caricaturesco decirlo, pero que resultara bien el albariño daba valor al trabajo del sacerdote. Luego, se abandonaban simultáneamente los estilos y costumbres de vida sacerdotal referentes a la vivienda, la residencia, el tiempo libre… bueno, hasta la indumentaria.
No os lo toméis a mal, pero es todo un fenómeno; es decir, el sacerdote deja de creer que perfilándose como tal, en su vida interior, en su trabajo, en su profesión, en su manera de presentarse a la sociedad, y secularizándose, acomodándose a un estilo y una forma de vida más o menos como la de todo el mundo, piensa que va a ejercer el sacerdocio con más eficacia y con más hondura, y con más efectos, al menos humanos.
La categoría de salvación del alma se pierde de vista completamente; la categoría del hombre que se salva más allá de la muerte, también se pierde de vista. Es verdad que en la renovación litúrgica, se coloca en primera línea la celebración del Misterio Pascual, sí, pero no se sacan las consecuencias prácticas, y ¿cuál es la primera consecuencia práctica?: que también tiene uno que vivir esa Pascua realmente, es decir, pasar de la muerte a la vida, realmente, cuando llegue el final, y que la plenitud de la vida se alcanza después de dar ese paso, después de la muerte. Ahí ya nos paramos. La eficacia pascual, que se note en el día a día, en la transformación del mundo, en el cambio de las estructuras, las palabras “cambio de las estructuras” todavía siguen vivas, pero ¿es que se va a cambiar la sociedad si la conciencia y el corazón de la gente no cambia? Pues no. ¿Va a haber cambio de las estructuras socio-económicas si la familia, el matrimonio, la vida moral de la persona no se purifica, no se renueva pascualmente?
Esa secularización va avanzando, y claro, tiene como centro de gravedad perder esa conciencia del sacerdote de que él es alter Christus, o sea, que él es un ministro de la presencia del Resucitado en la Iglesia para ser testigo y maestro de su Palabra, para hacer realidad viva y verdaderamente el Sacramento, sobre todo, el sacramento de la Eucaristía, el sacramento del perdón, y para ser el hermano, padre o pastor de un nuevo pueblo que, en medio del mundo y en medio de la sociedad los va cambiando. Los va cambiando pero no de una forma ensoñadora y utópica; la utopía es la negación de la realidad, y lo que uno espera no es utopía es la realidad.
El sacerdote es un cristiano, por lo tanto, que recibe su vocación a través de una consagración y de una herencia que es la apostólica y que es inconfundible, no se puede confundir con cualquier otra cosa. Y que se hace fecundo en su vida cuando, efectivamente, la palabra apostólica, los sacramentos, la vida y la experiencia de Dios vivida en Cristo se hace realidad. Se hace realidad en él mismo, y la hace realidad en la comunidad de fieles que tiene a su alrededor, y con una eficacia también temporal, no por lo que transcienda a la anécdota política del día a día, pero que ciertamente es la que garantiza que la humanidad avance por caminos donde la verdad, la esperanza, el amor, el sacrificio, la oblación, se hacen más o menos notar en la vida de las personas, en la vida de los pueblos, en la vida de las sociedades.
La práctica, por lo tanto, de las medidas de cultivo y promoción de la vida interior, pues es normal que se fuesen abandonando, incluso en la forma que el Concilio las recomendaba, porque ¿cómo habremos leído el Concilio, si es que lo hemos leído? Pues muchas veces se encuentra uno con remisiones al Concilio como fuente de las opiniones que se defienden. ¡Hay que leerse los textos completos del Vaticano II!, entonces uno se encuentra con unas propuestas de renovación espiritual de la vida de los sacerdotes y de los consagrados que no abandonan para nada la riqueza de la tradición, fruto de historia de siglos y de santidad, y que la adaptan sin romper el hilo de la tradición, sin negar la tradición. Por ejemplo, que el sacerdote tiene que cultivar su vida de oración, que el sacerdote ha de vivir espiritualmente la celebración de los sacramentos, que ha de comunicar a los hombres la posibilidad de la experiencia de Dios y la experiencia de Cristo, que tiene que ser un padre de los pobres, de los pecadores, un padre de todos lleno de misericordia. Eso no lo niega el Vaticano II, al contrario, lo refuerza, lo actualiza.
Después nos encontramos de nuevo, dentro de esta tipificación del problema de la crisis del sacerdocio en el último tercio del siglo XX, con eso que llama Benedicto XVI el uso de la hermenéutica de la ruptura a la hora de entender y aplicar el Vaticano II; es decir, el Concilio daría origen a un nuevo cristianismo, a veces sin Cristo, en fin, es la impulsibilidad histórica más fuerte que uno puede escuchar. Para muchos el Vaticano II es un acontecimiento que en su significado va más allá de lo que ha enseñado, de lo que han determinado, de lo que ha legislado, para convertirse en una obra histórica donde se recrea el cristianismo pero sin Cristo, sin el Cristo Encarnado que se hace hombre por nosotros y muere por nosotros. La ruptura, a veces no llega a tanto, no llega a esta radicalidad a la hora de concebir el significado del Vaticano II, pero en muchos aspectos de la vida de la Iglesia sí. Es una hermenéutica de la ruptura en la antropología, en la eclesiología, de forma muy acusada; en la espiritualidad, en las propuestas de vida cristiana. La Gaudium et Spes se lee como si fuera un comienzo de esa historia de ruptura con la tradición viva de la Iglesia y con la experiencia y fecundidad de la misma, cuando es lo que debe de ser, una respuesta fiel a lo que el Señor pide.
Y finalmente nos encontramos con una justificación teórica, teológica, de este tipo de sacerdote/sacerdocio profundamente secularizado y externamente secularizado también. Y la teoría más corriente a la hora de justificarlo es conocida: la negación del significado especial del sacerdocio ministerial; somos todos iguales en la Iglesia, el sacramento del Orden no significa nada ontológicamente nuevo para el que lo recibe, la distinción entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial es de grado, no de esencia. Algunos avanzan más en la adaptación de la concepción protestante del ministerio en la Iglesia, tanto de cuño luterano, como de cuño calvinista, y lo consideran una función de la comunidad que la comunidad delega en él, una especie de organizador de los asuntos de la Iglesia, organización que tiene que ser más democrática, es decir, entendida cada vez más según el modelo político de las democracias que nacen en torno a la Primera Guerra mundial, antes y después de ella.
Por ejemplo, en el protestantismo alemán y centroeuropeo, al caer el Imperio después de la Primera Guerra mundial, desaparece el quicio constitucional de las iglesias, que eran departamentos del Estado. Cuando eso se acaba, ¿qué hace el protestantismo? Pues reorganiza la constitución de sus iglesias según los modelos de constitución de las repúblicas nacidas en el siglo XIX, y por lo tanto ahí hay partidos que eligen a los miembros del Sínodo, y éste elige a quien tiene que ser el pastor, la pastora, el obispo o la obispa. Esto da como resultado que cuando llegan los años veinte y treinta y los que ganan las elecciones son los nazis, son ellos los que eligen y proponen después a los pastores, y así el obispo del Imperio del año 33 era un ateo, y era él quien regía la iglesia luterana en Alemania, como resultado y fruto de la adaptación de ese modelo político aplicado a la iglesia dentro del marco constitucional.
Todo ello muy consecuente y muy típico cuando se cambia la concepción del ministerio, la concepción de los elementos constituyentes de la Iglesia por su fundamento sacramental y por su fundamento cristológico, y se cambia a la adaptación sin más de un modelo secular político del cual se cree que va a dar muchos frutos. Esta justificación teórica estuvo funcionando también en lo que podríamos llamar “crisis del sacerdocio” tal como se manifiesta en los rasgos más típicos, más conocidos y más patentes entre los años 1965-1990.
El pontificado de Juan Pablo II produce una especie de cambio radical en la situación. No es que Pablo VI, vuelvo a recordar, no hubiera sido un papa que hubiera estado atento en todos sus años de una manera heroica, casi martirial, a lo que estaba ocurriendo en la Iglesia, y que no hubiera intervenido a través de documentos magisteriales de bellísimo arte sobre el sacerdocio católico, sobre el celibato sacerdotal, sobre la Eucaristía, sobre la Virgen. Es decir, Pablo VI no deja nunca de ejercer la responsabilidad de ser el maestro de la fe de la Iglesia en esos años inmediatamente posteriores al Concilio. Pero es evidente también que con Juan Pablo II es como si se produjera, no digo yo un terremoto en la vida de la Iglesia, pero sí una conmoción muy grande, que se va notando cada vez más, año tras año. Tanto se notaba que en el año 81 lo quisieron matar, y no por casualidad, no por razones, diríamos, mezquinas o de pequeña política; las repercusiones que estaba teniendo en general su ministerio en el mundo, más allá del telón de acero, más allá del muro de Berlín, eran muy grandes, y en el fondo Juan Pablo II significaba una especie de verdadera fórmula y modo de aplicar el Concilio Vaticano II para la renovación de la Iglesia de finales del siglo XX y del año 2000, como decía el propio papa, que le gustaba hablar mucho del año 2000. Y con él también se descubre que la crisis sacerdotal es una crisis espiritual; en el fondo es una crisis de fe, y sólo se resuelve por una renovación espiritual y por una renovación de la fe de los sacerdotes.
Es posible que a la hora de comenzar el Vaticano II existiera una cierta ingenuidad a la hora de hacer un diagnóstico de la situación de la Iglesia y de la sociedad. Es posible que nosotros, nuestra generación, viviese en un cierto mundo angelical que no tenía en cuenta lo que estaba pasando de verdad en las sociedades europeas y en la vida de la Iglesia.
Podríamos fijarnos, por ejemplo, para ver esa ingenuidad, por reconocerlo ahora después de varias décadas, en dos momentos del pontificado de Pío XII. La Segunda Guerra mundial había sido terrible, el desmoronamiento moral del mundo de Europa había llegado a unos puntos increíbles; los años 50 son años donde se habla de la “Iglesia del silencio” más allá del telón de acero. Pero en la Europa Occidental, incluida España, había entonces un cierto optimismo, y dentro de la Iglesia, mucho: los seminarios llenos, las casas de los religiosos y religiosas pletóricas de vocaciones, empieza la aventura de Hispanoamérica, empieza un esfuerzo de misión enorme en toda la vida de la Iglesia, el apostolado seglar vive momentos, al menos numéricamente, esplendorosos al terminar los años 50, la Acción Católica española tenía al menos dos millones de afiliados; en fin, comenzaban los cursillos de cristiandad, y otras realidades, por ejemplo el Opus Dei, y diversos movimientos empezaban a nacer en la vida de la Iglesia. Pero, Pío XII dijo una frase muy famosa, a finales de los años 40, que es muy significativa para hacer el diagnóstico de ese momento: “Se ha perdido la conciencia del pecado”. Un diagnóstico de Pío XII, y luego, una respuesta, positivamente pastoral, a esa constatación: el movimiento por un mundo mejor. Llegó el Concilio y siguió adelante esa fórmula de movimiento por un mundo mejor. El Beato Juan XXIII, en el documento por el cual se convoca el Concilio Vaticano II, habla del aggiornamento, de la actualización de la Iglesia, ponerla a punto en la Historia. Pero había que acertar con lo que ocurría de verdad en esa Historia y no sólo en la superficie de los hechos históricos, sino en lo más profundo y hondo de lo que estaba pasando. Y ahí estuvo el problema, y sigue, de algún modo, estando el problema.
Es posible, por lo tanto, que la crisis subyacente al Vaticano II o anterior al Vaticano II fuese más profunda y más honda de lo que se captó en el aula conciliar. Y aunque se vivía el Concilio con mucha euforia y optimismo por parte de una gran mayoría de los asistentes, y existía una buenísima voluntad en el corazón apostólicamente entregado de muchos sacerdotes, de muchos religiosos y religiosas, y de muchos fieles laicos, ciertamente la crisis espiritual estaba ahí. Y era una crisis de fe, una crisis de fe en Dios.
El Vaticano II no habla nunca de la palabra comunismo. Hay interpretaciones de todo tipo que quieren explicar el por qué se evita la utilización de la expresión “comunismo” y hablar del comunismo, pero sí se habla del “ateísmo”, sí se habla de la crisis de la fe en Dios. La Gaudium et Spes hay que leérsela, son páginas bellísimas, con rigor histórico, y bellísimas teológica e intelectualmente hablando, hasta espiritualmente hablando. La crisis de la fe en Dios estaba funcionando. Los existencialistas de la postguerra habían sido unos negadores de Dios. Luego, por otro lado, estaban los negadores de Dios que venían de la experiencia marxista: el hombre se puede liberar, más aún, hay que desprenderse de Dios; como decían los viejos promotores de la muerte de Dios de finales del siglo XIX-principios del XX, hay que matarlo, si no, esto no tiene solución, hay que romperlo.
Estas tesis no es que las hiciesen propias los sacerdotes “secularizados”, pero influían en la atmósfera, en ese medio ambiente que al final iba ahogando el espíritu y que comenzaba y comenzó por el abandono de los instrumentos más elementales del cultivo de la vida espiritual, hasta llegar a un momento en que se niega la razón de ser de la vida espiritual misma. Se niega. No se practica.
Los confesores dejaron de tener trabajo, desde finales de los años 60 y durante muchos años. Y los retiros de los sacerdotes empezaron a entrar en crisis. ¿Dirección espiritual? escasísimo el número de sacerdotes que mantenía una dirección espiritual de un mínimo significado y de un mínimo contenido. Y de algún modo, la práctica del ministerio sacerdotal, sobre todo en sus aspectos sacramentales, se va quedando en una especie de máscara o de cáscara vacía. No se sabe qué transmitir.
La recuperación, por lo tanto, de una crisis de esta hondura espiritual, tan evidente, nos la ha marcado muy claramente la palabra y la acción de Juan Pablo II, y que está culminando Benedicto XVI. Yo creo que nuestro Santo Padre actual se está haciendo santo a marchas forzadas, yo lo encuentro cada vez más santo. Es decir, cada vez se ve más claro que el acento de la recuperación espiritual pasa por una recuperación de la fe en la vida de los sacerdotes. Tenemos que creer en Dios, pero de verdad. Y tenemos que creer en Dios que se ha encarnado en Jesucristo, y tenemos que creer en Cristo. Tenemos que esperar en Dios, tenemos que esperar en Cristo. Tenemos que amarlos pero de una forma concreta, de una forma viva, existencialmente realizada. Podremos hablar después de que amamos al prójimo.
Uno recuerda perfectamente el texto de la Primera carta de San Juan: “si no amas al prójimo y dices que amas a Dios eres un mentiroso”, pero es verdad que para amar al prójimo tienes que amar a Dios. Y desde esa fuente de vista espiritual tienes que vivir y comprender el sacerdocio. En el fondo el sacerdote es el fiel en la Iglesia que está al servicio de la fe de todos y de la vida espiritual de todos, o de la vida vivida espiritualmente de todos. Y ello de forma teológicamente plena, desde el Don del Espíritu Santo y de la Vida del Espíritu Santo.
Es un paso imprescindible para poder hablar de recuperación del sacerdocio y de su eficacia pastoral y ministerial. ¿Por qué no se ve más el fruto de la vida pastoral de la Iglesia? La explicación es clara: porque no se ha cultivado la dimensión espiritual del ministerio o porque se ha olvidado totalmente.
Recuperación de la fe, recuperación de la esperanza, recuperación de la vida en gracia. Es claro que si el pecado ha hecho entrada en nuestra vida y sigue ahí, y sigue gravemente ahí o sigue como una especie de tibieza, asentada sistemáticamente en la vida, pues ni funciona la vida personal del sacerdote ni funciona su vida pastoral. ¿Que para ello es imprescindible volver a la práctica de la confesión frecuente? Es indudable.
Una anécdota de Benedicto XVI del año 2005, en octubre, uno de los fines de semana del Sínodo sobre la Eucaristía, en un encuentro de los niños de Primera Comunión en Roma, con el Papa en la plaza de San Pedro. Se entabla un diálogo de los niños con el Papa —preparado naturalmente—, y luego un acto de exposición y adoración al Santísimo. Y una de las preguntas de una niña fue: “Santo Padre, mi catequista me dice que me tengo que confesar frecuentemente, pero yo siempre tengo los mismo pecados” —dice la niña—, y entonces el Papa le contesta: “Pero tú tienes un cuarto en tu casa, ¿sí? y tu mamá, cada cuánto te lo limpia, ¿cada quince días o todos los días? Pues es bueno confesarse regularmente para tener el alma limpia e ir madurando poco a poco en la vida”.
Como consecuencia práctica o consejo práctico de esta anécdota para la vida de un sacerdote: hay que confesarse frecuentemente, cada ocho días, pero una frecuencia posible también, porque a veces no lo es, estamos lejanos unos de otros. Y si se da el paso a la dirección espiritual, mejor. La dirección espiritual supone que se ha alcanzado un grado de relación personal con el Señor, de vivencia, apostólicamente ardiente y fiel del ministerio, de preocupación del bien de la gente que se te ha confiado hasta esos límites y esa profundidad del bien espiritual de ellos.
Para avanzar en la vida espiritual necesitas a alguien que te ayude, que te ilumine a la hora de discernir las situaciones, que te ayude también a resolver tus propias contradicciones, tus ocultaciones implícitas y subconscientes, y quizá no demasiado culpables, y que te ayude también en los momentos de desánimo y de desilusión, por disgustos que a veces nos vienen, pues porque, en fin, nadie es perfecto en la Iglesia, ni siquiera los obispos, ni los cardenales ni los vicarios ni nadie, y a veces, en el ejercicio de la obediencia se sufre.
La Iglesia, su misterio, exige vivir la Cruz, y la dirección espiritual llega un momento en el que se hace necesaria, bueno o si queréis también hablar de acompañamiento no pasa nada, de un director espiritual que no sea demasiado dirigista, que no sea demasiado impositivo, que no sea demasiado seguro de sí mismo, que no dude nada de sus consejos, bueno pues a lo mejor nos va mejor eso. Pero llega un momento en la vida donde el acompañamiento o la dirección espiritual es necesaria o por lo menos muy conveniente, sobre todo la dirección espiritual del sacerdocio, de los sacerdotes, en este momento actual en la vida de la Iglesia entrado el siglo XXI.
La recuperación supone el vencimiento de dejar atrás una crisis de identidad de contenido y significado del ministerio. A lo mejor dices: pues tienes que convertirte, tienes que confesarte, tienes que cuidar tu vida espiritual, tienes que buscar a alguien que te ayude en este camino, o tenemos que buscarlo entre todos. Pues a lo mejor sí, y la intención de este ciclo de conferencias ha ido por ahí.
Y para terminar, pensad que la historia reciente y contemporánea está demostrando cada vez más que ese es el camino. Así, en relación a la crisis económica, que nadie sabe casi ni analizar, dice el Papa en la Caritas in veritate, del verano pasado: ustedes tienen que pensar en los problemas del alma, en la salud del alma; tienen que pensar en la libertad religiosa, en el derecho a la vida, en el matrimonio y la familia, para poder hablar de que efectivamente quieren ponerse en camino de una verdadera recuperación económica y social de nuestro tiempo. Muchas gracias.
Antonio María Rouco Varela, Cardenal Arzobispo de Madrid
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