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Las reflexiones de Joseph Ratzinger sobre la sacramentalidad de la Iglesia y su vinculación con las nociones de Pueblo de Dios, de Cuerpo de Cristo y de Comunión, con su centro en la Eucaristía, presentan una gran variedad de aspectos
Suele afirmarse que la eclesiología de Joseph Ratzinger gira en torno a tres conceptos fundamentales: Cuerpo de Cristo, Pueblo de Dios y Sacramento[1]. La Iglesia radicalmente es misterio: visiblemente es un Pueblo, el Pueblo de Dios, que constitutivamente es Cuerpo de Cristo y operativamente es Sacramento[2].
Las reflexiones de Joseph Ratzinger sobre la sacramentalidad de la Iglesia y su vinculación con las nociones de Pueblo de Dios, de Cuerpo de Cristo y de Comunión, con su centro en la Eucaristía, presentan una gran variedad de aspectos. En estas páginas, se seguirá una exposición que, considerando a grandes rasgos la cronología de los escritos de quien hoy es el Sucesor de Pedro, permita destacar junto a los aspectos principales también el coherente desarrollo de su pensamiento sobre la Iglesia en cuanto Sacramento de salvación, sin necesidad de tratar otras importantes cuestiones eclesiológicas presentes también en sus escritos.
1. La dimensión eucarística de la Iglesia
La relación entre Iglesia y Eucaristía estuvo presente desde el principio en el pensamiento de Joseph Ratzinger. Como él mismo narra, en 1947, especialmente con la lectura de Corpus Mysticum, de Henri de Lubac, se le presentó un nuevo panorama para profundizar en el misterio eucarístico en su relación con la unidad de la Iglesia[3].
Tres años después, en 1950, bajo la dirección de Gottlieb Söhngen, comenzó a trabajar en la tesis doctoral —Pueblo y casa de Dios en san Agustín—, que terminaría en 1954[4]. En san Agustín, Ratzinger encuentra la "conexión" entre Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Eucaristía: el Pueblo de Dios es la comunidad sacramental del Cuerpo de Cristo, no de un modo sólo simbólico, porque el Pueblo tiene como centro el unus panis — unum corpus multi sumus[5]. En la presentación que, en 1978, Ratzinger hace de aquella tesis doctoral, comenta:
«"Pueblo de Dios" es una afirmación metafórica extraída del Antiguo Testamento. Tiene un valor exclusivamente alegórico y su aplicación a la Iglesia depende de la posibilidad de aplicar a la Iglesia "de modo alegórico" el Antiguo Testamento. "Cuerpo de Cristo", por el contrario, expresa una realidad objetiva de esta comunidad: ésta resulta constituida en un nuevo organismo, a partir de la asamblea litúrgica. [...] La relectura cristológica del Antiguo Testamento y la vida sacramental centrada en la Eucaristía son dos elementos centrales de la visión agustiniana de la Iglesia»[6].
La elaboración de la tesis doctoral supuso un recorrido histórico por la patrística, con el fin de rastrear el concepto de "Pueblo de Dios" en los siglos III y IV, especialmente en san Agustín. El doctorando alemán había estado en contacto —como se acaba de recordar— con la eclesiología eucarística de origen francés, en la que encontró uno de los motivos centrales de su eclesiología[7]. En el periodo de entreguerras se había desarrollado una eclesiología espiritual, que dejaba demasiado en sombra los aspectos externos e institucionales de la Iglesia. Sin embargo, Ratzinger pone de relieve que la Iglesia es a la vez Pueblo de Dios y Cuerpo místico de Cristo, en el que el Cuerpo eucarístico del Señor es precisamente el sacramento de la unidad, de la comunión.
En el artículo Origen y naturaleza de la Iglesia, de 1956 (recogido después en el volumen El nuevo Pueblo de Dios), Joseph Ratzinger continúa sus reflexiones acerca de la eclesiología eucarística: la Iglesia, nueva comunidad visible de salvación, ha nacido de la Eucaristía, del Cuerpo de Cristo, y es en la Eucaristía donde la Iglesia tiene su permanente centro vital[8]. De ahí también, como expondría en 1958 en una célebre conferencia pronunciada en el Instituto Pastoral de Viena, la necesidad de reconocer y vivir la Eucaristía como sacramento de la fraternidad[9]. En los años posteriores al Concilio Vaticano II, Ratzinger vuelve una y otra vez a subrayar, con creciente profundidad, que la clave de la unidad en la Iglesia se encuentra en el misterio eucarístico. Así aparece en un texto de 1969:
«El contenido, el acontecimiento de la Eucaristía, es la unión de los cristianos a partir de su separación, para llegar a la unidad del único Pan y del único Cuerpo. La Eucaristía se entiende por tanto en sentido dinámico y eclesiológico. Es el acontecimiento vivo que hace a la Iglesia ser ella misma. La Iglesia es comunidad eucarística. Esta no es simplemente un Pueblo: constituida por muchos Pueblos, se transforma en un solo Pueblo gracias a una sola mesa, que el Señor ha preparado para todos nosotros. La Iglesia es, por así decirlo, una red de comunidades eucarísticas, y permanece siempre unida por medio de un único Cuerpo, el que comulgamos»[10].
Y, en las homilías sobre la Eucaristía pronunciadas en 1978 en la iglesia de San Miguel de Munich, el ya Cardenal Arzobispo Ratzinger observaba cómo hasta en la iglesia más humilde de un pueblo, en la celebración de la Eucaristía se hace presente el completo misterio de la Iglesia, al hacerse presente el Cuerpo de Cristo[11]. Por eso, la Eucaristía se celebra siempre con toda la Iglesia; tenemos a Cristo, si lo tenemos con los demás[12]. De igual modo, en una ponencia de 1984 titulada significativamente Communio, Ratzinger señalaba que el nexo de unión en la Iglesia tiene su fundamento en la Encarnación y la Eucaristía, que produce como efecto la transformación personal y de toda la comunidad, de manera que la comunión con Cristo es también necesariamente la comunión con todos los suyos[13]. La Eucaristía es sacramento que crea unidad y que, a su vez, exige una unidad previa para poder ser celebrada.
La comunión eucarística nos lleva a la comunión con Cristo y con su Iglesia, para al final llegar a la misma comunión de todos con Dios[14], de manera que, para la salvación, la necesidad de la Iglesia coincide con la necesidad de la Eucaristía:
«La Eucaristía es nuestra participación en el acontecimiento pascual y, de esta forma, constituye la Iglesia, el Cuerpo de Cristo. A partir de aquí se percibe la necesidad salvífica de la Eucaristía. La necesidad de la Eucaristía es idéntica a la necesidad de la Iglesia y viceversa»[15].
La esencial centralidad de la Eucaristía, en el ser y en la vida de la Iglesia, es tal que se puede afirmar que "la Iglesia es Eucaristía". Así lo expresaba el Cardenal Ratzinger en una conferencia pronunciada en Brasil en 1990:
«Iglesia es Eucaristía. Esto implica que la Iglesia proviene de la muerte y la resurrección, pues las palabras sobre la donación del Cuerpo habrían quedado vacías de no haber sido una anticipación del Sacrificio real de la cruz, lo mismo que su memoria en la celebración sacramental sería culto de muertos, y formaría parte de nuestro luto por la omnipotencia de la muerte, si la resurrección no hubiese transformado este Cuerpo en "espíritu dador de vida" (1 Co 15,45). [...] Los Padres compendiaron dos aspectos —Eucaristía y reunión— en la palabra Communio, que hoy vuelve a estar de nuevo en alza: Iglesia y comunión; ella es comunión de la Palabra y del Cuerpo de Cristo y, por tanto, comunión recíproca entre los hombres, quienes —en virtud de esta comunión que les lleva desde arriba y desde dentro a unirse— se convierten en un solo Pueblo: es más, en un solo Cuerpo»[16].
Pero la Eucaristía no sólo crea la comunión necesaria en la Iglesia, sino que también promueve la misión y el crecimiento del Cuerpo de Cristo.
«Hemos de entender la Eucaristía —si se entiende bien— como centro místico del cristianismo, en la que Dios, misteriosamente, sale de sí mismo una y otra vez y nos acoge en su abrazo. La Eucaristía es el cumplimiento de las palabras de promesa del primer día de la gran semana de Jesús: "Cuando sea levantado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12,32)»[17].
De la Eucaristía fluyen las energías que hacen posible toda la actividad de la Iglesia; actividad que, en último término, tiende precisamente a esto: a atraer y unir a todos a Dios en Jesucristo por la fuerza santificadora del Espíritu Santo. La celebración de la Eucaristía es la gran fiesta de la Iglesia, que conmemora y hace presente el misterio de Cristo y, con él, la alegría de la Pascua que se irradia hacia el mundo produciendo unidad entre los hombres[18].
A propósito de la fiesta del Corpus Christi, es significativo un nuevo recuerdo biográfico. Ratzinger evocaba la espiritualidad tradicional de los bávaros, al rememorar la procesión de Corpus Christi en sus años de infancia:
«Todavía siento el aroma que desprendían las alfombras de flores y el abedul fresco, los adornos en las ventanas de las casas, los cantos, los estandartes; todavía oigo los instrumentos de viento que aquel día en el Pueblo se atrevían a más de lo que podían; y oigo el ruido de los cohetes con los que los niños expresaban su barroca alegría de vivir, pero con los que a la vez saludaban a Cristo en el Pueblo como si fuera una autoridad venida de la ciudad, como a la autoridad suprema, como al Señor del mundo»[19].
Se proclamaba a Cristo como centro del mundo y de la historia. En cierto modo, la procesión del Corpus Christi se podría considerar como una alegoría de toda la Iglesia peregrina, con su inmensa variedad de vocaciones, dones y carismas, que camina por el mundo acompañando a Jesús-Eucaristía. Esta procesión podría ser una buena imagen para entender que la Eucaristía es fuente y centro de la Iglesia, alma de todo el mundo.
Como se pondrá de relieve también más adelante, en la obra eclesiológica de Joseph Ratzinger, junto a la Eucaristía encontramos necesariamente otro principio de unidad en la Iglesia: la unión con el Sucesor de Pedro y los Obispos. No como dos principios independientes, sino como esencialmente vinculados:
«La unidad de la Iglesia no se funda en primer lugar en tener un régimen central unitario, sino en vivir de la única Cena, de la única comida de Cristo. Esta unidad de la comida de Cristo está ordenada y tiene su principio supremo de unidad en el obispo de Roma, que concreta su unidad, la garantiza y la mantiene en su pureza»[20].
2. Sacramento de salvación, Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios
La primera vez que aparece la noción teológica de Ecclesia sacramentum salutis, en los escritos de Joseph Ratzinger, es en un breve artículo de 1961[21], donde expone la perspectiva dogmática de la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Después de un recorrido histórico sobre el desarrollo de ese concepto, ya en sede sistemática lo sitúa entre dos extremos: por un lado, no se puede reducir al modelo profano de la corporación, como si la Iglesia fuera un Pueblo entre los Pueblos. Por otro lado, tampoco puede reducirse a una mera imagen de la unión puramente interior de la gratia capitis con el que la recibe, es decir, una imagen de la comunidad sin una referencia directa a las realidades institucionales. Más bien designa la singular visibilidad de la Iglesia, que le viene dada por la ordenada "comunión de mesa" (Tischgemeinschaft) que Dios dona a este mundo en la Eucaristía[22].
«De este modo, Cuerpo de Cristo expresa exactamente el ser específico de la Iglesia. La Iglesia no es parte de los órdenes visibles del mundo, ni una civitas platonica como mera comunidad espiritual, sino un sacramento: es decir, un sacrum signum ; como signo visible que sin embargo no se agota en la visibilidad, sino que según todo su ser, no es otra cosa que la referencia y el camino hacia lo invisible»[23].
En consecuencia, la eclesiología ha de mostrar cómo todos los elementos esenciales de la forma visible de la Iglesia están fundados en su ser Cuerpo de Cristo. Por tanto, no son parte de una visibilidad que se baste a sí misma[24].
Un importante texto sobre este tema fue publicado por el profesor Ratzinger en 1964, en la obra colectiva Wahrheit und Zeugnis[25]. El título, Zeichen unter den Völkern, evoca el que daba el Concilio Vaticano I a la Iglesia: "signo levantado entre las naciones". Después de unas reflexiones acerca de las interpretaciones sobre el origen de la Iglesia (en Cristo, en el Espíritu Santo), señala que pertenecen a su esencia los tres significados del término ecclesia: la asamblea de culto, la comunidad local y la única comunidad universal. Como definición, propone la siguiente:
«La Iglesia es el Pueblo de Dios, que vive del Cuerpo de Cristo y se hace él mismo Cuerpo de Cristo en la celebración de la Eucaristía»[26].
Considerada en profundidad, se ve que en esta definición se contienen tanto la raíz cristológica, como la pneumatológica de la Iglesia, su conexión con la historia de Israel y con la humanidad, y también la distinción y la novedad tanto respecto a Israel como a otros Pueblos y comunidades humanas.
En este contexto surge la formulación de la Iglesia como Sacramento de salvación:
«Si entendemos así la Iglesia como "Pueblo de Dios desde el Cuerpo de Cristo", se manifiesta fácilmente todo lo específico de su Ser: no se puede entender según el esquema de los Pueblos de este mundo o como una corporación entre otras (uno de los malentendidos acerca de la noción de Cuerpo de Cristo), lo que sería incurrir en las habituales categorías jurídicas, ni tampoco una magnitud puramente mística o interior. Como comunidad que participa de la mesa de Dios (Tischgemeinschaft Gottes), como red de comunión, que abarca el mundo entero, tiene su propia visibilidad y orden, pero que le hacen trascender lo puramente visible, es un "Sacramento", que no se refiere a sí mismo, sino que encuentra su esencia en la referencia hacia Aquél del que recibe su llamada, y al que debe reconducir la historia»[27].
La concepción de la Iglesia como Sacramento es el principio unificador común a las nociones de Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo[28].
A partir de aquí, Joseph Ratzinger muestra cómo la estructura de la Iglesia se apoya en un ministerio, que es testimonio y servicio de la Palabra, que se articula sobre todo en torno a la mesa del Cuerpo del Señor, y que se organiza como Episcopado-Presbiterado-Diaconado. En este contexto de eclesiología eucarística se entiende también el Primado del Obispo de Roma[29]. El ministerio es servicio a la totalidad de la Iglesia, a cuya estructura esencial, como es obvio, pertenece también el laicado:
«La Iglesia es más que el Papa, los obispos y los sacerdotes, que todos aquellos que están investidos del ministerio sacramental (...) De ella forman parte los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos, cuyo corazón, esperando y amando, tiende hacia Cristo»[30].
Con ocasión de la Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre los laicos, de 1987, Ratzinger insistió en el carácter “asimétrico” de la interrelación entre el sacerdocio ministerial y el laicado: el sacerdote está para servir a los laicos, pero los laicos no tienen como misión propia servir a los sacerdotes ni participar en la ministerialidad[31]. Por el contrario:
«Así es, justamente la tarea específica del laico: obrar como un cristiano en los diferentes ámbitos o actividades de la sociedad y desarrollar en ellos, además, un ethos que deriva de la fe»[32].
En relación a la universalidad salvífica de la Iglesia, es necesario tener en cuenta la afirmación, ya enunciada por san Cipriano, según la cual salus extra ecclesiam non est. Para interpretar adecuadamente esta afirmación, es preciso considerar la sacramentalidad de la Iglesia, pues el sentido de la historia y su meta es entrar en el acontecimiento de Cristo, respecto al cual tiene sentido la existencia personal (una existencia que está centrada en el amor), y la misión de la Iglesia es precisamente ser germen del reino de Cristo en la historia.
«La Iglesia es así el signo público levantado para (mostrar) la voluntad de salvación de Dios para el mundo, el signo eficaz de la fraternidad de Dios con los hombres»[33].
Con la fuerza que surge de la Pascua del Señor, la existencia de cada cristiano adquiere sentido en el seguimiento de Cristo como ser-para-los-demás. Esta característica de no ser para sí mismo pertenece también a la esencia y al sentido de la misión eclesial, que debe hacer posible, con su capacidad significativa (Zeichenhaftigkeit), que la salvación de Cristo abrace la dinámica misma del cosmos[34]. Entender que la Iglesia es sacramento comporta —en el pensamiento de Ratzinger— captar, a la vez, la amplitud ilimitada de la salvación, como esperanza, y el carácter indispensable de la unión con Cristo para esa salvación[35].
«Para la Iglesia visible, la unidad visible es algo más que "organización". La unidad concreta en la fe común, que se atestigua en la palabra y en la mesa común, es el signo que la Iglesia debe presentar al mundo. (...) En un mundo dividido debe ser el signo y el medio de unidad que trasciende y une naciones, razas y clases»[36].
La unidad visible aparece en el doble signo de "la palabra y de la mesa común" como prenda —"signo e instrumento"— de la comunión en el mundo. Una comunión de vida eterna que el hombre no puede darse a sí mismo pero a la que está convocado, como fruto de la obra redentora de Cristo y la fuerza del Espíritu Santo. La Iglesia es signo e instrumento de salvación, es decir sacramento de la comunión con Dios.
3. Sacramento de salvación, ‘Communio’ y Eucaristía
El texto más importante y explícito de Joseph Ratzinger sobre la sacramentalidad de la Iglesia fue publicado en 1977, como colaboración en un volumen editado por J. Reikerstorfer[37]. En este escrito, después de analizar el origen de la fórmula sacramentum salutis en el Concilio Vaticano II, pasa a considerar su significado teológico.
Citando la definición de sacramento en el Catecismo Romano, recuerda que es un signo visible, de la gracia invisible, instituido para nuestra justificación. En primer lugar, un signo, y más precisamente una actio o un acontecimiento, que remite a algo invisible, en la medida en que quien lo percibe se sitúa en relación con el plan salvífico de Dios[38]; y ese plan no se da si no es en y por la Iglesia. Por tanto, los sacramentos sólo son inteligibles como realizaciones concretas de lo que la Iglesia es en su totalidad: los sacramentos son modos de realizarse la sacramentalidad de la Iglesia[39], de manera que la Iglesia y los sacramentos se interpretan mutuamente.
«La Iglesia es un sacramento. Esto significa que no se pertenece a sí misma. No realiza su propia obra, sino que debe estar disponible para la obra de Dios. Está vinculada a la voluntad de Dios. Los sacramentos son la estructura de su vida, y el centro de los sacramentos es la Eucaristía, en la que tocamos del modo más inmediato esta presencia real de Jesucristo»[40].
Mediante el septenario sacramental se verifica plenamente en la Iglesia la lógica de la Encarnación[41].
La salvación es la finalidad de la Iglesia: nos da la vida eterna; todo lo demás es secundario[42], pero es preciso superar tanto una concepción individualista como una meramente institucional de la salvación. En María —en quien está ya anticipada la Iglesia— vemos tanto la naturaleza “supraindividual” de la persona como la naturaleza “suprainstitucional” de la Iglesia[43]. Cuando Henri de Lubac llamaba a la Iglesia "sacramento" en los años treinta del siglo XX, lo hacía precisamente para salir al paso de una idea individualista de la salvación. La esencia de la salvación es la unificación de la humanidad en Jesucristo (cf. Ga 3, 28). El "catolicismo", así entendido, es el perfecto antídoto contra el ateísmo humanista. En esta dirección, continúa Joseph Ratzinger, se mueven las intenciones del Vaticano II y todas sus afirmaciones eclesiológicas, dirigidas no tanto a la contemplación interior de la Iglesia, sino al descubrimiento de su ser sacramento de salvación para el mundo[44].
Considerar la Iglesia como sacramento lleva efectivamente consigo superar una idea individualista de la vida cristiana y, concretamente, de la vida sacramental, pues al reconocer que la Iglesia es sacramento se profundiza y se clarifica el concepto mismo de Iglesia. Se entiende que la Iglesia no es la simple sociedad de quienes poseen unas creencias comunes, sino que es, por su misma esencia, una "comunidad de culto", en la que mediante la celebración de la liturgia se hace presente el amor redentor de Jesucristo, que libera a los hombres de la soledad uniéndolos entre sí al unirlos con Dios[45].
En este contexto, es preciso considerar también el carácter eclesial de la fe:
«En efecto, no existe la fe como una decisión individual de alguien que permanece recluido en sí. Una fe que no fuera un concreto ser recibido en la Iglesia, no sería una fe cristiana. Ser recibido en la comunidad creyente es una parte de la fe misma y no sólo un acto jurídico complementario. Esta comunidad creyente es, a su vez, comunidad sacramental, es decir, vive de algo que no se da ella misma; vive del culto divino, en el que se recibe a sí misma. Si la fe abarca el ser aceptado y recibido por esta comunidad, debe ser también, y al mismo tiempo, un ser aceptado y recibido en el sacramento. El acto del bautismo expresa, pues, la doble trascendencia del acto de la fe: la fe es don a través de la comunidad que se da a sí misma. Sin esta doble trascendencia, es decir, sin la concreción sacramental, la fe no es la fe cristiana»[46].
De ahí que el "Yo creo" (credo) de la profesión de fe se identifique con el "Nosotros creemos" (credimus): es el "yo" de la Iglesia que abarca todos los "yo" de los creyentes individuales[47]. Ratzinger advierte muy claramente que el problema de la eclesiología eucarística —cultivada sobre todo por los teólogos ortodoxos— sería la explicación del Primado de Pedro: podría convertirse sobre todo en una eclesiología en torno al Obispo y su Iglesia particular, pero de espaldas al Primado. Hacía falta afrontar esta dificultad y también el problema presentado por la idea protestante de la Iglesia como "comunidad de la Palabra". Para esto, ha sido importante destacar la noción de Communio como una de las ideas-madre para la comprensión de la Iglesia, pues contiene también la noción de catolicidad[48]. En este sentido, es muy significativa la descripción de la Iglesia primitiva que nos ofrecen los Hechos de los Apóstoles: los fieles «perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles y en la comunión (koinonía), en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42). La unidad de la Iglesia —la comunión— se encuentra como abrazada por el ministerio apostólico (expresado en su función magisterial) y el misterio eucarístico (la fracción del pan)[49].
Al considerar a la Iglesia como sacramento de la unidad de los hombres entre sí, surgió el intento de utilizar la realidad cristiana como catalizadora de unificación política. La denominada "teología política" hizo este planteamiento poco después del Vaticano II. Joseph Ratzinger, tras mostrar las razones por las que semejante intento lleva inevitablemente en una falsa dirección, expone lo que constituye el más profundo significado de la afirmación de la Iglesia como sacramento de la unidad, en su esencial interrelación con la Comunión y la Eucaristía:
«La Iglesia es comunión: es la comunicación de Dios con los hombres en Cristo y, por tanto, de los hombre entre sí; y así es sacramento, signo e instrumento de la salvación. La Iglesia es celebración de la Eucaristía y la Eucaristía es Iglesia. No es que marchen juntas, es que son lo mismo. A partir de aquí, se hace luz sobre todo lo demás. La Eucaristía es el sacramento de Cristo y porque la Iglesia es eucaristía, por eso mismo es sacramento con el que todos los demás sacramentos se coordinan»[50].
Según Joseph Ratzinger, esta eclesiología de Comunión es el núcleo de la doctrina del Vaticano II sobre la Iglesia; un elemento nuevo, pero en plena continuidad con los orígenes[51].
4. La Iglesia, ‘Communio’ eucarística universal y particular
En el año 2000, el Cardenal Ratzinger pronunció la conocida conferencia sobre la eclesiología de la Constitución Lumen Gentium[52], en la que destacan sucesivamente tres grandes temas: la sacramentalidad de la Iglesia (en conexión con la Communio), a partir de la Eucaristía; la relación entre Iglesia universal e Iglesias particulares; la cuestión del subsistit (la subsistencia de la Iglesia de Cristo en la Iglesia católica)[53]. Ante todo, se reafirma con fuerza que
«La Iglesia no existe para sí misma, sino que debería ser instrumento de Dios para reunir a los hombres en Él, para preparar el momento en el que Dios será "todo en todas las cosas" (1 Co 15, 28)»[54].
Precisamente el concepto de Communio (cf. 1 Jn 1, 3) expresa la unión de los hombres con Dios, mediante la unión con Jesucristo, en quien se realiza la suprema unión de lo humano con lo divino; y de ahí se sigue la unión de los hombres entre sí[55].
La palabra Communio posee carácter teológico, cristológico, histórico-salvífico, eclesiológico y sacramental. Por eso, la eclesiología de comunión es necesariamente eclesiología eucarística, tal como aparece en San Pablo (cf. 1 Co 10, 16s)[56]. Cristo en la Eucaristía, presente bajo las especies del pan y del vino y entregándose siempre de nuevo, edifica la Iglesia como su Cuerpo, y nos une a Dios y entre nosotros a través de su Cuerpo resucitado. La Eucaristía acontece en lugares concretos y a la vez es siempre universal, porque sólo hay un Cuerpo de Cristo; comporta el ministerio sacerdotal y, junto a él, el servicio de unidad y pluralidad que expresa la palabra Communio .
Sin embargo, el concepto de Communio —a pesar del relieve que se le dio en la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de Obispos de 1985— sufrió, como había sucedido con el de Pueblo de Dios, una creciente horizontalización, mediante la atribución de prioridad a la Communio particular sobre la universal Comunión de los discípulos del Señor. Ante éste y otros aspectos entonces problemáticos acerca del concepto de "Comunión eclesial", la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó la Carta Communionis notio, del 28-VI-1992. Especial atención suscitó el n. 9 de esta Carta, en el que se afirma que la Iglesia universal precede ontológica y temporalmente a las Iglesias particulares. El texto, explica Joseph Ratzinger, se apoya en que la Iglesia una y única es querida por Dios desde la creación, también como Cuerpo y Esposa de Cristo. La prioridad ontológica de la Iglesia universal está fuera de duda en la Tradición[57]. Resulta, en efecto, evidente esta prioridad, si se entiende la Iglesia particular como presencia de la Iglesia universal, con todos sus elementos esenciales, en una porción de la humanidad.
Por lo que se refiere a la precedencia temporal, lo importante es que
«desde el principio, la Iglesia de los Doce ha nacido del Espíritu para todos los Pueblos, y de ahí que, también desde el primer momento, está orientada a expresarse en todas las culturas y, precisamente así, a ser el Pueblo uno de Dios: no es una comunidad local que se extiende poco a poco, sino que la levadura está ordenada hacia la totalidad y, por ello, lleva en sí la universalidad desde el primer momento»[58].
Sólo si se identificara la Iglesia universal con el Papa y la Curia romana, tendría sentido negar la precedencia de la Iglesia universal sobre la particular; pero entonces se estaría tergiversando la noción de Iglesia universal. En Lumen gentium la eclesiología, de raíz trinitaria, trata siempre de la Iglesia universal antes que de sus realizaciones históricas concretas o particulares. Y si nos preguntamos qué es la Iglesia universal que precede a las Iglesias locales, la Constitución dogmática responde hablando de los sacramentos. En el Bautismo —explica Ratzinger—, la Iglesia universal precede siempre a la Iglesia local y la establece. Esto también se ve si se considera la profesión de la fe. También la Eucaristía viene a la Iglesia local, como Cristo que llega desde fuera a través de las puertas cerradas, como el lugar donde continuamente se unifica a los comulgantes en la Communio universal[59]. Y lo mismo se pone de manifiesto en el ministerio del Obispo y del Presbítero: se es Obispo por la pertenencia al Colegio episcopal, continuidad del Colegio de los Apóstoles, presidido por Pedro[60].
Según la célebre expresión de Lumen gentium, n. 8, la universal Communio, que es la Iglesia de Cristo, «establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en (subsistit in) la Iglesia católica, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, si bien (licet) fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de santificación y de verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica». Como es bien sabido, la expresión subsistit in ha sido objeto de diversas y contrapuestas interpretaciones. Joseph Ratzinger se refiere en este contexto a lo que denomina "relativismo eclesiológico", según el cual Jesús no habría querido fundar la Iglesia como una institución universal, sino que por necesidades sociológicas de institucionalización habrían ido surgiendo las diferentes Iglesias locales. Según esta concepción, en todas las formas institucionales, siempre variables, de las Iglesias, habría que decir que "subsiste" la Iglesia de Cristo. Pero, en realidad, según esto, no habría motivo siquiera para hablar de una Iglesia de Cristo[61].
La tradición católica, en cambio, no contrapone la Institución al Espíritu. El subsistit quiere decir lo opuesto al relativismo eclesiológico: existe la Iglesia de Jesucristo, y el ser institución pertenece esencialmente a su naturaleza.
«Subsistere es un caso especial de esse. Es el ser en la forma de un sujeto que existe en sí mismo. El Concilio nos quiere decir que la Iglesia de Jesucristo se puede encontrar en la Iglesia católica como sujeto concreto en este mundo. Esto puede suceder sólo una vez y la concepción según la cual el subsistit se habría de multiplicar no capta precisamente lo que se quería decir. Con el término subsistit el Concilio quería expresar la singularidad y la no multiplicabilidad de la Iglesia católica: existe la Iglesia como sujeto en la realidad histórica»[62].
Por tanto, decir que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica no excluye la afirmación según la cual la Iglesia de Cristo es la Iglesia católica. La idea de subsistencia añade, sin embargo, la de continuidad de la Iglesia, con todos sus elementos esenciales, a lo largo de la historia; plenitud de eclesialidad que no se encuentra en las comunidades cristianas no católicas, aunque en éstas existen elementos de santificación y de verdad, propios de la Iglesia.
5. La Iglesia como signo e instrumento de la caridad
La encíclica Deus caritas est no es ya un texto del teólogo Ratzinger, sino un documento del Magisterio ordinario del Romano Pontífice. Sin embargo, como una de las funciones de la teología es servir al Magisterio, no está de más poner de relieve en estas páginas cómo la noción teológica Ecclesia sacramentum salutis está presente —como trasfondo— en la encíclica, dándole la perspectiva eclesiológico-eucarística.
Al final de la primera parte, Benedicto XVI recuerda que la Eucaristía perpetúa la entrega de Jesús en la Cruz e implica a los cristianos en la dinámica de Su acto oblativo. Subraya el carácter eclesial de la Eucaristía (cfr. 1 Co 10, 17), que excluye todo individualismo y funda la íntima conexión entre el amor a Dios y el amor al prójimo:
«La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos ‘un cuerpo’, aunados en una única existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos: el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí»[63].
La enseñanza de Jesucristo sobre el amor sólo puede entenderse correctamente atendiendo a su fundamento cristológico-sacramental. Toda la existencia de la fe depende del encuentro con el amor de Dios y se traduce en amor al prójimo: “fe, culto y ethos se compenetran recíprocamente como una sola realidad”[64]. Ese trinomio se desarrolla en la segunda parte de la encíclica, titulada la Iglesia, comunidad de amor. La actividad eclesial es por entero una expresión del amor de la Trinidad, precisamente a partir de la Palabra, los Sacramentos y el servicio de la caridad[65].
Benedicto XVI presenta la descripción de la Iglesia tal como aparece en Hch 2, 42, para concluir que el anuncio de la Palabra, la celebración de los Sacramentos y el servicio de la caridad expresan, en su conjunto, la naturaleza íntima de la Iglesia y, por tanto, son elementos esenciales de su misión:
«La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia»[66]
La Iglesia, “expresión social de la fe cristiana”[67], tiene, pues, como misión, significar y comunicar el amor que viene de Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo. Por eso:
«Quien ama a Cristo ama a la Iglesia y quiere que ésta sea cada vez más expresión e instrumento del amor (signum et instrumentum caritatis) que proviene de Él»[68].
La noción de signum et instrumentum caritatis coincide con la de sacramentum salutis expresada, por motivo de la finalidad pastoral del documento, como sacramentum amoris o sacramentum caritatis. La fe en el amor de Dios por nosotros, amor que se nos da a participar en la caridad, es el conocimiento pleno de la verdad cristiana[69]. De ese amor salvífico, la Iglesia es signo e instrumento:
«El Señor (…) siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana»[70].
La sacramentalidad de la Iglesia está vista aquí no sólo en su raíz (las misiones del Verbo y del Espíritu Santo), sino también en su momento existencial y operativo, a la vez que se subraya de nuevo el origen y fundamento siempre vivo de la naturaleza del Misterio de la Iglesia: la Trinidad, que ha querido comunicarse en Cristo y en los cristianos para extender su amor a todas las realidades creadas, hasta las más ordinarias.
6. Reflexión final
Para Joseph Ratzinger, que la Iglesia es "Sacramento de salvación" significa ante todo que la Iglesia es creada, donada y guiada por Dios; también indica cómo la Iglesia actúa: de modo visible e invisible, humano y divino. La sacramentalidad de la Iglesia contribuye a iluminar la peculiar y necesaria relación entre las nociones "Cuerpo de Cristo" y "Pueblo de Dios". Que la Iglesia es Sacramento de salvación indica también que es signo e instrumento del Reino de Dios que ha de venir; expresa, finalmente, que la Iglesia es signo e instrumento del amor de Dios por el mundo entero. La dimensión sacramental de la Iglesia es el fundamento de su operatividad tanto ad intra como ad extra[71].
La sacramentalidad de la Iglesia depende esencialmente del Sacramento eucarístico, de manera que Joseph Ratzinger afirma que "la Iglesia es Eucaristía". Esta fuerte identidad significa, en primer lugar, que todo lo que la Iglesia es surge de la constante entrega de Cristo en la Eucaristía. Pienso que esta identidad podría entenderse también en el sentido que, análogamente a la Eucaristía y por la fuerza de la Eucaristía, en lo visible de la Iglesia (el Pueblo de Dios) —sacramentum tantum—, se hace presente el Cuerpo de Cristo —res et sacramentum—, que a su vez tiene como último efecto la unidad de los hombres en Cristo —res tantum—. Signo e instrumento de la unión de los hombres con Dios y entre sí, la Iglesia es no sólo Comunión sino, además, sacramento de la Comunión: es la Comunión entre los que reciben la gracia salvífica y el instrumento mediante el cual Cristo dona esa gracia a los hombres. De ahí también la dimensión ministerial de la Iglesia, como principio de unidad inseparable de la Eucaristía.
En fin, reconocer la sacramentalidad de la Iglesia, dentro de esta eclesiología eucarística, permite superar la ausencia de la dimensión cristológica que, sin ella, tendría la noción de Pueblo de Dios (también era Pueblo de Dios el del Antiguo Testamento), y permite, a su vez, superar la ausencia de visibilidad o "terrenalidad" que, sin ella, tendría la noción de Cuerpo de Cristo[72].
Pero mientras el concepto Pueblo de Dios ha sido recibido muy ampliamente en la Iglesia, no ha sucedido así con la consideración de la Iglesia como Sacramento. Esto representa un riesgo para la misma comprensión del significado de la Iglesia como Pueblo de Dios, porque
«El "no Pueblo" sólo puede convertirse en Pueblo en virtud de aquello que lo unifica desde arriba y desde el interior: por obra de la comunión con Cristo»[73].
Cabe añadir que Joseph Ratzinger, ahora como Sucesor de Pedro, continúa en la actualidad desarrollando, en contexto magisterial, la sacramentalidad de la Iglesia en clave teológico-pastoral, como puede observarse especialmente en la encíclica Deus caritas est. La Iglesia es sacramento de la caridad, que se identifica —en el sentido antes mencionado— con la Eucaristía, que es precisamente “sacramento del amor”[74].
Para concluir estas páginas, dedicadas en homenaje al teólogo que hoy es Benedicto XVI, parece oportuno citar unas palabras suyas escritas en 1977, que siguen siendo muy actuales:
«una de las tareas hoy decisivas en la elaboración y estudio de la herencia conciliar consiste en explorar de nuevo el carácter sacramental de la Iglesia y, de este modo, abrir los ojos a aquello que es lo verdaderamente importante: la unión con Dios, que es condición de la unidad y la libertad de los hombres»[75].
Fernando Ocáriz
[1] Cf., por ejemplo, Th. WEILER, Volk Gottes-Leib Christi: Die Ekklesiologie Joseph Ratzingers und ihr Einfluss auf das Zweite Vatikanische Konzil, Grünewald, Mainz 1997; Z. GACZYNSKI, L'ecclesiologia eucaristica di Yves Congar, di Joseph Ratzinger e di Bruno Forte, Pont. Univ. Gregoriana, Roma 1998; P. MARTUCCELLI, Origine e natura della Chiesa: la prospettiva storico-dommatica di Joseph Ratzinger, Peter Lang, Frankfurt am Main 2001.
[2] Cf. P. MARTUCCELLI, Origine e natura della Chiesa, cit., 460.
[3] Cf. Mi vida; recuerdos (1927-1977), Encuentros, Madrid 1997, 74. Todos los textos que se citan sin mención del autor son de Joseph Ratzinger.
[4] Cf. Ivi, 73.
[5] Cf. Popolo e casa di Dio in sant'Agostino, Jaca Book, Milano 1978, 331.
[6] Ivi, XII-XIII. Cf. La sal de la tierra, Palabra, Madrid 1997, 201-202.
[7] Cf. A. NICHOLS, Joseph Ratzinger, San Paolo, Alba 1996, 56; cf. 259.
[8] Cf. El Nuevo Pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología , Herder, Barcelona 1972, 92-93.
[9] Cf. La fraternidad cristiana, Taurus, Madrid 1962, 90.
[10] La Eucaristía, centro de la vida: Dios está cerca de nosotros , Comercial Editora de Publicaciones, Valencia 2003, 128. Cf. Iglesia, ecumenismo y política. Nuevos ensayos de eclesiología , BAC, Madrid 1987, 11; Caminos de Jesucristo, Cristiandad, Madrid 2004, 108-115.
[11] Cf. La Eucaristía, centro de la vida, cit., 57.
[12] Cf. Ivi, 134.
[13] Cf. Convocados en el camino de la fe. La Iglesia como comunión , Cristiandad, Madrid 2004, 82.
[14] Cf. Ivi, 83-87.
[15] Ivi, 87.
[16] La Iglesia, una comunidad siempre en camino, Paulinas, Madrid 1991, 45-46. La misma fuerte afirmación —"la Iglesia es Eucaristía"—, por ejemplo en 1997: cf. Convocados en el camino de la fe, cit., 107.
[17] Ivi, 125; cf. Caminos de Jesucristo, cit., 115-119.
[18] Cf. La fiesta de la fe, Desclée, Bilbao 1999, 176-177, 182-183.
[19] Ivi, 171-172.
[20] El nuevo Pueblo de Dios, cit., 102. Cf. La Iglesia, una comunidad siempre en camino, cit., 19-21.
[21] Leib Christi, LThK 2ª ed., VI (1961) 910-912. De las citas textuales de los escritos de los que no hay edición castellana, se dan en nota los originales en alemán.
[22] Cf. Ivi, 912.
[23] «So drückt er genau die besondere Seinsart der Kirche aus: Weder ist sie Teil der sichtbaren Ordnungen dieser Welt noch civitas platonica blosser geistiger Gemeinsamkeit, sondern sacramentum, i. e. sacrum signum; als Zeichen sichtbar u. doch nicht in der Sichtbarkeit sich erschöpfend, sondern dem ganzen Sein nach nichts anderes als Verweis auf das Unsichtbare u. Weg dahin» (Ibidem).
[24] Cf. Ibidem.
[25] Zeichen unter den Völkern, en M. SCHMAUS — A. LÄPPLE (eds.), Wahrheit und Zeugnis, Patmos, Düsseldorf 1964, 456-466
[26] «Die Kirche ist das Volk Gottes, das vom Leib Christi lebt und in der Eucharistiefeier selbst Leib Christi wird» (Ivi, 459).
[27] «Versteht man so Kirche als "Volk Gottes vom Leibe Christi her", dann wird das ganz Besondere ihres Seins unschwer deutlich: Weder ist sie nach dem Schema der Völker dieser Welt oder als Körperschaft unter Körperschaften zu verstehen (so eins der Missverständnisse des Leib-Christi-Begriffs), als wäre sie in juristischen Kategorien üblicher Art adäquat einzufangen, noch auch ist sie eine rein mystisch-innerliche Grösse. Als Tischgemeinschaft Gottes, als Netz von Kommunionen, das den Erdkreis umschliesst, hat sie ihre eigentümliche Sichtbarkeit und Ordnung, durch die dennoch über alles bloss Sichtbare hinausbezogen ist, ein "Sakrament", das nicht sich selber meint, sondern darin sein Wesen hat, über sich hinauszuweisen auf den, von dem sie gerufen ist und zu dem sie die Geschichte zurückführen will» (Ivi, 460).
[28] Cf., en este sentido, J. MEYER ZU SCHLOCHTERN, Sakrament Kirche. Wirken Gottes im Handeln des Menschen, Herder, Freiburg 1992, 152-190; P. MARTUCCELLI, Origine e natura della Chiesa, cit., 411.
[29] Cf. Zeichen unter den Völkern, cit., 460-462.
[30] Reforma desde los orígenes, en Ser cristiano en la era neopagana, Encuentro, Madrid 2006, 26.
[31] Cf. Balance del Sínodo sobre los laicos, en Ser Cristiano en la era neopagana, cit., 165-166.
[32] Cf. Ivi, 167.
[33] «Die Kirche ist so das öffentlich aufgerichtete Zeichen für den Heilswillen Gottes mit der Welt, das wirksame Sakrament der Verschwisterung Gottes mit den Menschen» (Ivi, 465).
[34] Cf. Ivi, 465s.
[35] Cf. B. FORTE, Una teologia ecclesiale. Il contributo di Joseph Ratzinger, en AA.VV., Alla scuola della verità. I settanta anni di Joseph Ratzinger, San Paolo, Cinisello Balsamo 1997, 70-72.
[36] Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2002, 287.
[37] Kirche als Heilssakrament, en J. REIKERSTORFER (ed.), Zeit des Geistes. Zur heilgeschichtlichen Herkunft der Kirche, Wiener Dom-Verlag, Wien 1977, 59-70, incluido después en Theologische Prinzipienlehre, Erich Wewel, München 1982. Se citará por La Iglesia como sacramento de salvación, en Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona 1985, 49-62.
[38] Cf. La Iglesia como sacramento de la salvación, cit., 54, donde remite a H. SCHNACKERS, Kirche als Sakrament und Mutter. Zur Ekklesiologie von H. de Lubac, Peter Lang, Frankfurt 1979, 74: «Sólo se descubre el sentido espiritual de un misterio, cuando, como dice Orígenes, se vive el misterio. Según este autor, la percepción espiritual coincide con la conversión».
[39] Cf. La Iglesia como sacramento de la salvación, cit., 54.
[40] Homilía en la Misa de acción de gracias por la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, 19-V-1992, en AA.VV., Beatificación de Josemaría Escrivá, Mundo Cristiano, Madrid 1993, 56.
[41] Cf. A. SCOLA, Joseph Ratzinger 1927-1977, en AA.VV., Alla scuola della verità. I settanta anni di Joseph Ratzinger, cit., 176.
[42] Cf. La sal de la tierra, cit., 177.
[43] Cf. Convocados en el camino de la fe, cit., 155-156.
[44] Cf. La Iglesia como sacramento de la salvación, cit., 56.
[45] Cf. Ivi, 57.
[46] Bautismo, fe y pertenencia a la Iglesia, en Teoría de los principios teológicos, cit., 45-46.
[47] Cf. La estructura "nosotros" de la fe como clave de su contenido , en Teoría de los principios teológicos, cit., 24. Sobre la naturaleza eclesial de la fe, según Ratzinger, cf. P. BLANCO, Joseph Ratzinger: razón y cristianismo, Rialp, Madrid 2005, 98-105.
[48] Cf. La Iglesia, una comunidad siempre en camino, cit., 49.
[49] Cf. Convocados en el camino de la fe, cit., 65.
[50] La Iglesia como sacramento de salvación, cit., 60-61.
[51] Cf. Iglesia, ecumenismo y política, cit., 10.
[52] Die Ekklesiologie der Konstitution Lumen gentium, publicada en "Die Tagespost"; suplemento especial de marzo de 2000. Aquí se cita por la versión castellana —algo ampliada respecto al original—, recogida en Convocados en el camino de la fe, cit., 129-157.
[53] Sobre el influjo de la eclesiología de Joseph Ratzinger en el Concilio Vaticano II, cf. Th. WEILER, Volk Gottes-Leib Christi: Die Ekklesiologie Joseph Ratzingers und ihr Einfluss auf das Zweite Vatikanische Konzil, cit.
[54] Convocados en el camino de la fe, cit., 134.
[55] Cf. Ivi, 136.
[56] Cf. Ivi, 137. «Mientras que en Afanasieff la eclesiología eucarística es comprendida rigurosamente desde la Iglesia local, L. Hertling abrió las puertas ya en 1943 a una eclesiología de comunión pensada de forma totalmente católica» (Ibidem , en nota). Joseph Ratzinger afirma que ésta es una clave de lectura para sus propios escritos desde 1962.
[57] Incluso Bultmann lo reconoce explícitamente: cf. Ivi, nota 7, añadida a la versión primera del texto de la conferencia.
[58] Ivi, 143.
[59] Con razón se afirma que Ratzinger es probablemente el teólogo que más ha contribuido a desarrollar una eclesiología que armoniza las dimensiones eucarística y universal de la Iglesia: cf. A. CATTANEO, La Chiesa locale, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2003, 73.
[60] Cf. Ivi, 143-149.
[61] Cf. Ivi, 149-151.
[62] Ivi, 152; cf. F. OCÁRIZ, Chiesa di Cristo, Chiesa cattolica e Chiese non in piena comunione con la Chiesa cattolica, “L’Osservatore Romano”, 8 dicembre 2005, 9.
[63] Deus caritas est, 14
[64] Ibidem.
[65] Cf. Ivi, 19.
[66] Ivi, 25.
[67] Ivi, 28.
[68] Ivi, 33.
[69] Ratzinger ha mostrado cómo en la Escritura y en los Padres se manifiesta una verdad que, en su origen y en su esencia más profunda, es para el hombre salvífica y libertadora, en la que pastoral y dogma se entrelazan de modo indisoluble: cf. R. PELLITERO, Teología Pastoral: Panorámica y perspectivas, Grafite, Bilbao 2006, 100-101.
[70] Deus caritas est, 17.
[71] Cf. P. MARTUCCELLI, Origine e natura della Chiesa, cit., 421.
[72] Cf. A. NICHOLS, Joseph Ratzinger, cit., 151.
[73] La Iglesia como sacramento de la salvación, cit., 62.
[74] Catecismo de la Iglesia Católica, 1380, citando a JUAN PABLO II, Dominicae Cenae, 3.
[75] Ibidem.
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