Si nos pidieran leer por dentro una celebración litúrgica diríamos que los ritos cristianos son acontecimientos que narran de nuevo, de un modo creativo y poético, en la historia, la locura y la belleza del amor con el que Dios nos ha amado entregándonos a su Hijo
El tercer milenio propone a la Iglesia uno de los desafíos culturales más serios de su historia: armonizar equilibradamente sacralidad y antropología. La teología se ha venido asociando tradicionalmente al ámbito del conocimiento y de la reflexión en torno a la fe y, hasta épocas no muy lejanas, la liturgia solía asociarse al ámbito de las ceremonias y del protocolo cultual. Hoy volvemos a tomar conciencia de que el intellectus fidei está originariamente y siempre en relación con la acción litúrgica de la Iglesia. Pero, una vez que la liturgia ha recuperado su estatuto teológico, falta dar un nuevo paso. Este nuevo paso consiste en acortar la distancia entre teología y liturgia por medio de una teología de la fe celebrada, donde el adjetivo “celebrada” califica al sustantivo “fe” presentándola como el misterio del ágape divino plasmable en los signos de la celebración eclesial: el todo en el fragmento. Es lo que llamamos teología litúrgica, cuyo discurso puede impulsar un anuncio del kerygma en las coordenadas de comprensión que la postmodernidad requiere.
I. Entre teología litúrgica y post-modernidad
Hacer teología de la “fe celebrada” supone armonizar símbolo y razón, verdad y belleza, teología y oración. El aproximarse del cincuenta aniversario del Concilio Vaticano II propicia una nueva reflexión sobre la liturgia como acción simbólica original. Ese aniversario constituye una ocasión favorable para reflexionar sobre los símbolos cristianos con vistas al puesto central que les corresponde en una catequesis que, por fuerza, deberá ser cada vez más mistagógica.
A raíz de este empeño, no les resultará incómodo a la cultura postmoderna y al Cristianismo sentarse a dialogar en la mesa redonda de la teología litúrgica. La Iglesia, practicante respetuosa del auténtico diálogo, no pedirá a la postmodernidad que renuncie a sus convicciones; por su parte, la postmodernidad escuchará a la Iglesia las suyas, entre otras ésta: que ningún hombre puede crear como lo hicieron Homero, Sófocles o Shakespeare si no cree que en la inmortalidad del alma humana. Como decía David Herbert Lawrence, hay que ser terriblemente religioso para ser artista[1]. La postmodernidad, con su sed de belleza, pide al Cristianismo un modo nuevo de comunicar la buena Noticia. Un lenguaje no sólo intelectual, sino también simbólico con la fuerza expresiva de la belleza, en cuanto puesta en obra de la verdad. Para la Iglesia, esta tarea es importante pues a ella le compete generar el estupor religioso ante el Dios inefable que se revela. Pero si la teología litúrgica abre insospechadas posibilidades de diálogo con la cultura postmoderna, excava también un pozo profundo en el corazón del cristiano, que puede sacar el agua que necesita para atravesar el desierto de un secularismo y relativismo abrasadores, sin desfallecer en la afirmación de su identidad: ser imagen e himno del incomprensible Señor y Santo.
La liturgia posibilita el vuelo prodigioso hasta la íntima comunión trinitaria del Dios uno[2]. La liturgia no se reduce a las celebraciones; contemporáneamente, toda ella está en cada celebración[3]. Si nos pidieran leer por dentro una celebración litúrgica diríamos que los ritos cristianos son acontecimientos que narran de nuevo, de un modo creativo y poético, en la historia, la locura y la belleza del amor con el que Dios nos ha amado entregándonos a su Hijo. Lo indecible de los Misterios divinos se manifiesta en el sencillo esplendor de la liturgia. En ella, no se trata de favorecer una mera exaltación sensorial, sino de sumergir todo el ser personal en un ámbito de belleza, de luminosidad intensa, de sentido desbordante que viene a nuestro encuentro desde lo alto y nos invita a participar de él y a convertirlo en algo propio[4]. La belleza es la flor nacida de lo verdadero y lo bueno. Si se la distinguiera de ambos sería como si un rayo se distinguiese del faro que lo emite. La belleza es la última palabra que el intelecto pensante puede osar pronunciar, porque ella no hace otra cosa que coronar, como aureola de esplendor inalcanzable, el doble astro de lo verdadero y lo bueno en su indisoluble relación. Acudiendo al lenguaje figurado, se diría que la belleza es signo de una quasi-encarnación de Dios en el mundo. Lo bello es la prueba positiva de que la Encarnación es posible.
También en la celebración litúrgica la belleza es inseparable de la verdad y del bien. Pensemos, por ejemplo, en el cáliz para celebrar la santa Eucaristía: precisa de una belleza que lo extraiga de la banalidad cotidiana que supone beber en una mesa. Basta pensar en nuestra experiencia humana: cuando brindamos no empleamos un vaso corriente, sino de una copa que suena bien al contacto con otra copa. Es un vaso excelente para un gesto excelente, de significado excelente. Así también el calix præclarus debe ser digno, debe traducir el respeto, el timor Domini, la veneración hacia lo que contiene: la Sangre del Señor. Se abre aquí el espacio para la belleza, para una belleza intensa.
Las celebraciones cristianas se declinan como palabra, gesto, canto, fragancia, espacio, tiempo, orden, asamblea, ministerios... Todo un mundo simbólico cuya inteligencia no debería entrañar especiales problemas para los hombres y mujeres de esta generación, puesto que la antropología cultural muestra cómo el hombre está abierto al símbolo y la teología confirma que el hombre, por ser capax Dei, es también capax symboli. Que el hombre sea capax Dei significa que está llamado a alcanzar cotas altísimas; que está ordenado a Dios, de forma que su ser es constitutivamente capacidad, anhelo e indigencia de Dios. Nostalgia natural pensada para preparar la donación sobrenatural de Dios en la historia, a la que está ordenada la creación originaria. Esta condición conlleva la de ser también capax symboli en razón de la estructura misma de la revelación y de la salvación. Es decir, siendo el régimen soteriológico querido por Dios el que es, la salvación es una acción del Padre que se revela en el Verbo encarnado, su sacramento, para desplegarse por medio del sacramento universal de salvación, que es la Iglesia, en los sacramentos. En consecuencia, para que el hombre pueda asimilar la salvación, precisa estar dotado de una estructura ontológicamente abierta al signo sacramental. Sin embargo, la experiencia demuestra que los cristianos, al menos una cierta mayoría, permanecen como extraños espectadores que contemplan el enigmático fluir de los ritos cristianos en su sagrada soledad. La cuestión es, pues, la comunidad de culto y su inteligencia simbólica del rito en el que participa. Si la comunidad “no entra” en el lenguaje simbólico, no tardará en presentarse la parálisis allí donde todo debía ser puro brotar de fuente viva.
II. Símbolo y misterio
Algunas biografías de Rafael (†1520) refieren que el pintor, siendo joven, tuvo una visión interior de la belleza de la Virgen María. Ninguna mujer, sin embargo, correspondía a esa belleza vivida interiormente por él y, por tanto, no podía pintarla. Tal estado se prolongó durante largo tiempo hasta que, al fin, probablemente en Florencia hacia 1520, encontró una muchacha ―la Fornarina― a la que, mirándola con los ojos de artista, no podía verla como expresión de la Virgen, pero, tras haberla pintado, sucedió lo insospechado: la forma pintada le empujaba a evocar la visión interior que había tenido de joven, convirtiéndose el cuadro en signo visible de lo invisible. ¿De dónde le venía esta fuerza a la imagen? No estaba ciertamente en el modelo, sino que se la había dado el artista: Rafael, al pintar, se había hecho creativo.
Con las limitaciones propias de un ejemplo, este episodio biográfico de Rafael nos ayuda a comprender mejor el universo simbólico de la liturgia. El Cristianismo nació en el seno de una alianza que comportaba como signo constitucional esencial la prohibición absoluta de las imágenes[5]. De ahí la imposibilidad de representar a Dios que es Amor y Luz, si no fuera porque el Logos del Padre, asumiendo nuestra carne, se ha hecho él mismo forma humana representable. A partir de esta ley de la encarnación, algunos elementos del cosmos —el agua, el pan, el aceite, el vino...— fueron constituidos por Cristo como símbolos del Misterio divino de Luz y de Vida. Es así como el Artista divino plasma con arte su propio Misterio; arte divinamente creativo a través del cual se realiza la epifanía visible del Misterio invisible. Y esto es la liturgia: ars Christi. Quedan abiertas, así, dos cuestiones verdaderamente sustantivas: el Misterio y su simbolización.
El Misterio
Respecto a la primera, no han sido livianas las críticas que el Misterio ha recibido desde el banquillo de los ilustrados. A quienes consideraron teología toda la filosofía precedente a su pensar, el Misterio les causa sospecha. El Misterio existe, dicen, porque todavía no hemos descubierto su racionalidad; existe porque nos enfrentamos a preguntas repletas de prejuicios. Hoy, afortunadamente, una vez superadas las pretensiones racionalistas de la modernidad, sabemos que, mientras la desmedida pretensión de certeza seca, el silencio del Misterio salva. El Misterio no es definible debido a su excedencia de ser con respecto al pensamiento que pretendiera contenerlo. Aún con todo, conscientes de que el Misterio no se circunscribe al campo de los conceptos, probemos no obstante a esbozarlo con las categorías de la divina revelación.
Globalmente considerado, el Misterio es una realidad inagotable, nunca conocida del todo, en razón de su infinita riqueza interna. Pero lo más propio del Misterio no consiste, como suele pensarse, en ser algo enigmático. Por el contrario, en la Biblia el Misterio es revelación: el Misterio de Dios se ha visibilizado en Cristo Jesús. Lo más propio del Misterio no es su incognoscibilidad, sino su ser esfera de sentido desbordante, de luz cegadora, su poder enaltecedor de la persona que acoge agradecida las posibilidades inmensas de vida que el Misterio le ofrece. Al acogerlas, adquiere una ciencia peculiar y la acrecienta en la medida en que participa de toda la vida que el Misterio alberga.
El Santo, a quien ningún hombre puede acercarse sin morir, el absolutamente Otro ha concebido desde la eternidad un arcano proyecto creador, redentor y divinizador del hombre. Este diseño salvífico se hace forma humana en Jesucristo que lo realiza mediante su vida redentora: un desplegarse de actos teándricos que culminan en su tránsito pascual de este mundo al Padre. He aquí el Misterio de Cristo que se incrusta en la historia de la salvación y se celebra en la liturgia. Misterio que las celebraciones plasman haciéndolo salvíficamente disponible a los hombres por la mediación de los ritos de la Iglesia.
Su simbolización
Respecto a la segunda cuestión, es decir, la simbolización del Misterio, conviene recordar que el término griego symbolon designaba un objeto dividido en dos partes. Cada parte, carente de valor en sí misma, era entregada a cada uno de los signatarios del contrato y ese objeto sólo recuperaba su valor en la conjunción y acoplamiento de ambas partes. El verbo griego sunballein significa unir, hacer posible el encuentro entre dos elementos separados para hacer ver su congruencia y su sentido. El símbolo es, pues, revelador y operador de relación, de reconocimiento, y de alianza. Es significativo que cuando Lucas escribe, al final del relato del nacimiento de Jesús, que “María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón” (Lc 2, 19), traduce “ponderar” por sunballein. Es decir, María procuraba buscarles sentido: ¿qué significado y cohesión interna podría tener la cadena de acontecimientos que estaba viviendo? Los símbolos guardan una cierta semejanza con lo que representan las parábolas en el Evangelio.
Los autores alto-medievales, entre otros Juan Escoto Eurígena (s. IX), supieron poner de relieve cómo las manifestaciones de Dios se realizan siempre a través de símbolos y metáforas, y que el hombre debía recorrer el camino contrario: partir de los hechos y las cosas e interpretarlos hasta llegar a lo más recóndito y espiritual. Realizar ese iter es natural al hombre, sediento de expresar lo inexpresable, salir de sí y trascenderse. En la Iglesia esto es posible mediante las acciones sacramentales, susceptibles de sobrevivir más allá de donde los conceptos y las palabras terminan. Son acciones de abrir, dilatar y trascender, que plasman lo indecible porque se sitúan en la frontera entre el tiempo y la eternidad. Es lógico que esas acciones se enuncien mediante asertos dogmáticos y se regulen mediante normas canónicas. Así se las salvaguarda de la arbitrariedad. Pero, en sí mismas, tales acciones son irreductibles a dogmas y normas. El Misterio es vida y allí donde el Misterio acontece, comienza una nueva vida susceptible de ser plasmada por los signos cultuales. La Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium se refiere a estos signos como elementos esenciales en su descripción del culto cristiano: en la liturgia, “los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro” (n. 7).
“Per visibilia ad invisibilia”
El universo simbólico, que es casi tan antiguo como el hombre, suscita la pregunta: ¿por qué el símbolo es connatural al cristianismo? En razón de Cristo. Él es, en cuanto Verbo encarnado, el sacramento del Padre. “Felipe, quien me ve a mí, ve al Padre” (Io 14, 9). Esta simbolicidad y remitencia de Cristo no es una realidad coyuntural, sino constitucional. Su ser sacramento (Ur-Sakrament) proviene de su misma ontología teantrópica. Un tropo de las Vísperas bizantinas de la Transfiguración canta a Cristo con estas palabras: Cristo Jesús, visibilidad de la belleza de Dios, ha transparentado el esplendor de la divinidad en la experiencia sensible de la humanidad[6]. De esa ontología teantrópica del Salvador deriva el ser mistérico de la Iglesia-Esposa y su septenaria modalización sacramental. Estos sacramentos son eventos salvíficos cuya celebración ritual implanta en la Iglesia los mirabilia Dei en esta última etapa de la historia de la salvación, que es el tiempo del Espíritu. Como testimoniaron los Padres, es en las respectivas celebraciones donde se nos permite asomarnos a lo hondo de la dispensación salvífica de Dios a los hombres.
A partir de Cristo, la Iglesia ha sido una buena alumna de la pedagogía divina, la cual consiste en llevar al hombre por las vías de lo simbólico; llevarle de la mano desde lo visible hacia lo invisible, para alcanzar así lo trascendente: per visibilia ad invisibilia. Este sintagma, como sabemos, tiene un puesto de honor en la liturgia romana de Navidad; en un prefacio del Misal Romano leemos: “para que conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible”[7]. Pero no sólo el Misal; ya Platón (†c.347 aC) y el Pseudo-Dionisio explicaron que lo sensible era reflejo de lo inteligible. Más tarde, algunos pensadores han discurrido por ese mismo camino. Blaise Pascal (†1662) escribe que toda cosa esconde un misterio, que todas las cosas son como velos que esconden a Dios. Antoine de Saint Exupéry (†1944) afirma que lo esencial es invisible a los ojos[8]. Y en el ex libris de Maurice Blondel (†1949) se lee: per ea quæ videntur et absunt, ad ea quæ non videntur et sunt (a través de lo que se ve y falta hacia lo que no se ve y está).
El arte pictórico paleo-cristiano y, más tarde, el arte románico fueron buenos receptores de esta línea simbólica. Desde las pinturas de las catacumbas romanas pasando por los motivos pictóricos representados en la casa de Dura-Europos (Mesopotamia, s. III), hasta la maiestas del Crucificado románico revestido con ornamentos sacerdotales… más que narrar epopeyas, lo que contienen son signos que evocan por vía simbólica todo aquello que el culto cristiano anuncia, actualiza y comunica sacramentalmente: el Misterio de la salvación[9]. Entre estos signos se cuentan: David y Goliat, Jonás, Daniel entre los leones...; Pedro salvado del mar, el buen Pastor, la resurrección de Lázaro, la multiplicación de los panes...
Ciertamente, es un don valioso haber heredado una mentalidad solícita por la pureza de la praxis ritual, una mentalidad atenta no sólo a la ortodoxia de las palabras sacramentales sino también a la ortodoxia de los gestos de Cristo. Diluirla sería una infidelidad al Señor y a su Iglesia. A la vez, estaría afectado de una cierta miopía quien entendiera el cristianismo como una falsa gnosis, abstracta y conceptual. La divina revelación nos abre a un horizonte mucho más dilatado. El lenguaje verbal no es el único lenguaje de la revelación, al igual que una madre no mima a su hijo con el exclusivo lenguaje de sus palabras, sino por medio de una variada gama de códigos de comunicación. En la comunicación litúrgica, los lenguajes no verbales presentan una incisividad tan grande como la del lenguaje verbal. Una exagerada valoración de lo meramente conceptual o racional del mensaje cede su puesto al despliegue de toda la expresividad humana y entonces el bautizado se siente arrastrado en todas las posibilidades de su sensibilidad por la envolvente de la celebración. En ella, el peso de verdad del significado se conoce a partir de la fascinación del significante[10].
III. La fibra simbólico-sacramental de las celebraciones
Sostener una connaturalidad con la fibra simbólica de la liturgia es patrimonio cristiano. Hubo quien pretendió descubrir razones utilitarias en todos los ritos. Fue célebre, a este respecto, la posición de Claude De Vert (†1708), para quien todos los ritos tenían sus motivaciones prácticas: si en la misa se encendían velas era porque en las catacumbas todo estaba a oscuras; si se empleaba el incienso era para subsanar los malos olores de aquellos recintos sin ventilación; si los neófitos llevaban cirios encendidos en sus manos después del bautismo era porque éste se celebraba en la noche de Pascua, en la que era preciso iluminar el camino que discurría desde el baptisterio hasta el altar. Pero, como reaccionaba ya en su tiempo Pierre Le Brun (†1729), si estos ritos se realizaban sólo por motivos utilitarios, no se comprende por qué era el obispo y no un diácono quien incensaba el altar; ni por qué los catecúmenos, que necesitaban cirios para iluminar el camino del baptisterio al altar, no los habían necesitado también antes para dirigirse de la iglesia al baptisterio; o por qué no llevaban también cirios el obispo y los demás fieles. Cuando se mantiene una conversación sobre los signos de la liturgia, no es infrecuente que alguien diga: “pero ¿qué importancia tiene eso?” Por lo general, quien así se expresa ha concebido sus ideas a partir de lo que ha visto. Y si lo que ha visto son signos descuidados, realidades poco expresivas, entonces su sensibilidad por la sacramentalidad será relativamente escasa. Sin embargo, en el mundo simbólico de la liturgia nada es insignificante. Hasta tal punto el eparca bizantino es consciente de ello que nunca inicia la celebración de la Divina Liturgia hasta que no ha comprobado que todos los elementos y objetos destinados a intervenir en la ya inminente celebración y que están distribuidos tanto en la prosphora y en el altar del santuario, como al otro lado del iconostasio, se hallan exactamente dispuestos conforme a las venerables costumbres de su tradición ritual.
Para introducirse, por tanto, en la liturgia se precisan unas actitudes concretas. Una de ellas, y no precisamente la última, es el aprecio por los humildes velos tras los cuales el Señor manifiesta y oculta su presencia. Esos velos son los signos sacramentales de la liturgia. Al pensador francés Blaise Pascal (†1662) le parecía ser reo de un gran crimen quien se avergonzara de los “sacramentos de la humildad del Verbo”, como le sucedía al principio a Agustín, quien confesaba: “pero yo no era humilde, no tenía a Jesús humilde por mi Dios, ni sabía de qué cosa pudiera ser maestra su flaqueza”[11].
Acorde con su matriz simbólica, la Iglesia celebra los dones de Dios con una gran riqueza de códigos lingüísticos, porque, en la tensión por narrar el Misterio, los lenguajes no se excluyen, sino que se complementan mutuamente. Ella sabe intuir cuándo es el momento de la palabra, cuándo del gesto, cuándo del arte[12]. En consecuencia, cada celebración se expresa por medio de una gramática de símbolos destinados no sólo a un sector de nuestra persona, sino a toda su globalidad. Veamos algunos ejemplos:
El sacramento del matrimonio, con su complejo leguaje simbólico de amor y de alianza, nos hace entrar en un nivel mucho más profundo que el mero contrato. En su celebración intervienen anillos, arras, velos, colores, gestos, cantos... vehículos destinados a grabar una fuerte carga impresiva en nuestros sentidos, a los que la teología litúrgica considera centros receptores de los contenidos de la fe.
Para Isidoro de Sevilla (†636), la siete lámparas que cuelgan suspendidas sobre el altar de rito hispano simbolizan el don septiforme de la gracia del Espíritu y las siete iglesias que el vidente de Patmos menciona en su Revelación. A través de esta simbología los fieles captan la Eucaristía como una sinergia divina y eclesial.
La reverencia que hacen los monjes al cantar la doxología con la que concluyen todos los salmos del Oficio divino es un lenguaje simbólico que nos invita a entrar en comunión con el Misterio pascual de Jesús. Ese lenguaje comporta dos movimientos: inclinarse y alzarse de nuevo evoca la inmersión de los catecúmenos en las aguas bautismales seguida de su salida de la piscina: es un símbolo del abajamiento hasta la Muerte de Cruz y la consiguiente Glorificación de Cristo.
También la tercera edición típica de la Ordenación General del Misal Romano explica el simbolismo latente en varios gestos de la celebración eucarística: la genuflexión, la inclinación de cabeza, la incensación, la commixtio, por qué el altar debe ser único..., lo que no hacía tantas veces la edición anterior.
La voz litúrgica de la Iglesia se expresa por medio de invocaciones, intercesiones, doxologías… Es un lenguaje de oración, apto para comunicar realidades de gracia, abierto a comprensiones siempre nuevas. A diferencia del lenguaje analítico y preciso de la teología sistemática, los textos litúrgicos emplean un lenguaje evocativo y sintético. La voz orante de la Esposa, con su matiz particular, se propone “descender” las verdades reveladas, captadas por la fe, desde su asentamiento natural, que es el entendimiento, hasta el corazón, para, una vez allí, hacerlas vida. Repasando las páginas de un libro litúrgico se tiene la impresión de que la llanura de la prosa dejara emanar una flor de pensamiento, de plegaria, como si se asistiera a una victoria del espíritu sobre la letra: cada fórmula es una ventana al Misterio.
Pero para que sea nítida la remisión que hacen los ritos a ese plus de significado que es la gracia (res sacramenti), se precisan unas celebraciones que irradien verdad y sencillez, autenticidad y dignidad. Todo cuanto en ellas interviene no puede ser prosaico, ni suntuoso, ni banal, sino límpido, noble y de buen gusto. Son las cualidades del lenguaje con el que la Iglesia dedica a Cristo su homenaje interior, su aprecio por lo que celebra. Celebra el Misterio de Cristo a través de símbolos y gestos que, haciendo presente la soteriología del Mediador, nos permiten vivir de ella, en medio de una misteriosa contemporaneidad.
El hombre contemporáneo suele tener una sensibilidad más inclinada a lo sobrio y sencillo que a lo barroco u ostentoso. Si una celebración no le resulta “grata” (entendiendo aquí el término grata no desde el punto de vista de los gustos subjetivos, sino desde el punto de vista objetivo de la antropología, es decir, una acción empática con el constitutivo íntimo de la persona humana), si una celebración no le resulta “grata” —decíamos— es porque no está informada por el ars celebrandi. De entrada, toda celebración litúrgica es, digámoslo así, “amable”; en caso contrario, lo primero a revisar sería el ars celebrandi de quien la preside. El ars celebrandi proviene de la obediencia fiel a las normas litúrgicas en su plenitud. El ars celebrabrandi significa celebrar siendo el mismo actus celebrationis una intrínseca epifanía del Misterio. El ars celebrandi es expresión del camino de fe que sigue el espíritu de quien modera la celebración. Estimula a la comunión de todos los presentes con el Señor mediante una sutil invitación, que la asamblea percibe y agradece. Ayuda a que, por medio de los ritos y las oraciones, la asamblea sea alcanzada e íntimamente colmada por el Misterio. En cierto sentido, el futuro de la liturgia y de la participación de los cristianos en ella se juega en este arte de celebrar, capaz de atraer a las personas, creyentes o no, con la fuerza de la verdad y la seducción de la belleza divinas. El ars celebrandi es el secreto de una celebración que alcanza salvíficamente a la persona en sus más altas aspiraciones.
A partir de lo expuesto hasta aquí, en las páginas que siguen nos detendremos en la simbólica de un elemento cósmico cuya presencia informa y envuelve todos los ritos cristianos: nos referimos a la luz y, secundariamente, a los colores. La luz interpela vigorosamente a los arquitectos y genera soluciones creativas entre quienes diseñan espacios celebrativos, como antes la orientación de los rosetones y vidrieras de las catedrales medievales demandaron la atención de los maestros de obras.
IV. La luz y los colores
En la antigüedad, los hombres sintieron la oscuridad nocturna como una realidad siniestra. Una llama en medio de la noche ofrecía cierto calor y protección frente al peligro invisible. Las primeras lámparas fueron muy sencillas: unos trocitos de madera ardiendo o, en aquellos países donde crecía el olivo, pequeños recipientes de barro que contenían el aceite que alimentaba la mecha. Pero, además de su utilidad para la vida cotidiana, esas lámparas tuvieron también un significado religioso: ¿quién se siente capaz de expresar todo lo que dice una lámpara que arde delante una imagen sagrada? Los emperadores o los dignatarios de la antigüedad eran precedidos por lámparas cuyo número estaba en proporción a su rango. Los templos paganos, sin excluir el de Jerusalén, estaban iluminados durante la noche por una multitud de lámparas. Para los griegos y los romanos, el acto de encender luces en sus propios hogares era un acontecimiento provisto de una dimensión religiosa.
Dios es Luz
Dios es luz y en él no hay tinieblas (1 Io 1, 5). En la Biblia, Dios se aplica a sí mismo el lenguaje de la luz, que él ha creado por medio de su palabra omnipotente[13]. Como la llama de la luz, así Dios irradia verdad. Como los ojos ven la luz y por ella se unen con la llama, así el hombre recibe en sí la verdad y por ella se une a Dios. Como la llama despide calor, así Dios derrama su philantropía. Quien ama a Dios se hace uno con él en el amor, como la cara y las manos se hacen uno con la llama al recibir su cálida caricia. No obstante, como la llama permanece intacta en sí misma, pura y noble, así también Dios, que habita en una luz inaccesible.
La mirada de la fe descubre, desde lo más remoto de la historia de la humanidad, un ingente esfuerzo del Espíritu creador volcado hacia la Luz, que más tarde habrá de manifestarse. En el Misterio de su Trinidad y de su Unidad, Dios atraviesa la eternidad para incrustarse en el tiempo a través de la misión conjunta del Hijo y del Espíritu. Es el tiempo de las promesas que sólo dejará paso a la plenitud del tiempo cuando se extinga la lámpara de Juan el Bautista: el anuncio cede a la realidad, y el Verbo-Luz hunde sus raíces de carne en Nazaret. De este modo, María, asintiendo a su divina maternidad, se hace portadora de la Luz. En el día más corto del año, cuando el sol cósmico brilla menos horas, la Iglesia invoca a Cristo como “Sol que nace de lo alto”[14]. Cuando Jesús fue presentado en el Templo, fue reconocido por el anciano Simeón como “Luz de las naciones” (Lc 2, 32). Luz desde la que todo cobra sentido y en la que todo encuentra su lugar. Es el tiempo de Navidad. Durante su ministerio público, la Luz se enfrenta a las tinieblas, dispuestas a triunfar definitivamente en el atardecer del Viernes santo. Es la kénosis de la Luz, el apogeo de las tinieblas, o tiempo de Pasión. Al alba del domingo, la luz del día más luminoso de todos los días triunfa sobre la oscuridad del Maligno. Es la Pascua, el domingo que hizo domingos a todos los domingos. Y la humanidad esperará vigilante, encendidas las lámparas de la fe, al Juez cuya venida colmará de luz los cielos nuevos y la tierra nueva. Él es la phos hilarón, la “Luz gozosa de la santa gloria del Padre celeste, Jesucristo”, como cantaban las primeras generaciones en un himno ya conocido por san Basilio[15]. Es la parusía o tiempo de Adviento.
Del agua y del Espíritu nacen los cristianos, aquellos que son iluminados por la luz (photismoi) en su baño de regeneración. Quienes en otro tiempo fueron tinieblas, ahora son luz en el Señor para caminar como hijos de la luz. La luz del rostro del Señor se imprime en la faz del hombre para que sea vivo retrato de su alma[16]. Y María, como canta la Iglesia en el oficio de Completas, es la Puerta que, al abrirse, dio paso a Cristo-Luz, Sol salutis[17]. Como la luna refleja la luz del sol, así la Iglesia ha recibido la misión de iluminar a todos los hombres reflejando la luz de su Esposo.
La liturgia de la luz
La luz es la sombra de Dios, el principio capaz de redimir a la materia de su pesantez y de su impenetrabilidad. Vladimir Soloviev (†1900) concibe la luz como el primer principio de unión entre lo material y lo no material. La belleza es materia iluminada o luz encarnada[18]. ¿Qué hace bello al diamante? Su composición química es la misma que la del basalto; no es, por tanto, la sola materia la que justifica su hermosura. El diamante es hermoso por el juego de refracciones de los rayos de luz completamente unidos a la materia. Rayos que se presentan a la vista como caras luminosas de una belleza perfecta. En la fusión, indivisible e inconfusa, de materia y de luz, una y otras conservan su propia naturaleza, pero ninguna de las dos es visible por separado; sólo se aprecia un carbón iluminado y un arco iris petrificado.
La luz es, por tanto, una realidad que dice algo de sacramental porque, en última instancia, el sacramento es garantía de que lo divino se haya ínsito en lo humano y que lo sensible hace diáfano lo espiritual[19]. Nada extraño, pues, que para la liturgia cristiana la luz sea un término provisto del prestigio propio de los vocablos talismán. Si bien el significado fascinante de la luz en los ritos cristianos despunta en varios momentos del año litúrgico, como, por ejemplo en la fiesta de la Presentación del Señor en el Templo, es sobre todo en la celebración de la noche santa de Pascua donde alcanza su vértice culminante y en la celebración de la liturgia de las Horas donde nunca se interrumpe.
La solemne Vigilia pascual comienza con la reunión del pueblo en la oscuridad de la noche. La asamblea ve nacer un fuego nuevo ―en esa noche todo es nuevo― que prende gracias a una chispa extraída de una piedra, signo de Cristo que en su Resurrección hace que el oscuro sepulcro, excavado en la roca, estalle de luz. De las llamas de ese fuego nuevo se enciende el Cirio pascual, esbelto e inconfundible. En su extremo oscila la llama por donde el cirio convierte en luz radiante la sustancia de su cuerpo virginal. Todos procesionan tras él cantando por tres veces “Luz de Cristo”. Durante la procesión, los cristianos se contagian de esa luz encendiendo cada uno su propio cirio: el simbolismo se personaliza. Y toda la iglesia termina por llenarse de luz.
El Oficio divino —celebración de la luz que nace (Laudes) y de la luz que muere (Vísperas)— es el signo que realiza la dimensión orante del Misterio pascual. La luz es la materia y la alabanza la forma de esa realidad sacramental que llamamos liturgia de las Horas. La celebración del Oficio vespertino en la antigua liturgia hispana se iniciaba precisamente con un rito llamado oblatio luminis: una vez encendida la llama de un cirio, el diácono la elevaba ante el altar, en actitud de ofrecimiento a Dios, y pronunciaba la aclamación “En el nombre de nuestro Señor Jesucristo, la luz con la paz”, a lo que los fieles respondían: “demos gracias a Dios”[20]. Comprendían que ofrecer una lámpara era ofrecerse a sí mismos[21].
La luz en el aula litúrgica
Al decir de Proclo (†485), el espacio es la más sutil de las luces[22]. Por eso, espacio y luz son, de algún modo, la materia prima de la arquitectura. El arquitecto es consciente que proyectar equivale a guiar la luz en un espacio, y no olvida que la luz goza de una extraordinaria fuerza manifestativa[23]. La luz es la primera de las cualidades constitutivas del edificio litúrgico. Thomas. S. Eliot (†1965) decía de las iglesias católicas que eran un “recordatorio visible de la Luz invisible”. Hay que mirarlas ante todo sub specie lucis[24].
En los antiguos edificios del culto cristiano siempre ha habido profusión de luz: los testimonios van desde la peregrina Egeria, que participa en las vísperas que celebra el obispo en la Anástasis de Jerusalén donde los cirios producen una luz “quasi infinita”, hasta el Liber Pontificalis, que atestigua el número total de lámparas encendidas en los candeleros de la basílica Lateranense de Roma: 8370[25]. Las cien lámparas de bronce que brillan hoy delante del altar de la confesión en la basílica de san Pedro no son más que un modesto vestigio de la desbordante iluminación primera. En los monasterios de la república monástica del Monte Athos, las luces provienen de miles de pequeños cirios, cuyo elevarse, decrecer y moverse forma también parte del rito. En cada katholikón pende de la cúpula central, sostenida por largas cadenas, una lámpara de techo con forma de corona real, con una circunferencia parecida a la cúpula misma. La corona es de bronce y alterna cirios e iconos. Desciende muy abajo, hasta casi ser rozada, justamente delante del iconostasio. Otras lámparas de techo doradas descienden de las bóvedas de los transeptos. En las liturgias solemnes que se celebran en las solemnidades de Epifanía y Pentecostés en los monasterios del Monte Athos hay un momento en el que todas las luces se encienden: las de las lámparas de techo y las de la corona central. Luego se hacen oscilar las primeras, mientras se hace rotar la gran corona en torno a su eje. La danza de luces dura al menos una hora, antes de que todo se detenga lentamente. El palpitar de las miles de llamas, el brillar de los oros, el tintineo de los metales, el cambio de colores de los iconos, los cantos del coro que acompaña estas galaxias de estrellas rodantes como esferas celestes… todo eso es como un asomarse a los Misterios celestes.
Es muy probable que, aunque Jesús no hubiera dicho “yo soy la luz del mundo”, los cristianos hubieran visto en la luz solar un hermoso símbolo del Salvador. Entrar en un aula donde se celebra el rito eucarístico escasamente iluminada sería una experiencia distorsionante, pues ingresar en la liturgia es adentrarse in lucem sanctam[26]. No en una luz cualquiera, sino en una luz que triunfa sobre la oscuridad porque “Cristo es la «luz para alumbrar a las naciones», con cuya claridad brilla la Iglesia y por ella toda la familia humana”[27]. El procesionar de los ministros, acompañado por el canto de entrada, discurre por una nave necesariamente luminosa, pues cuando se celebra la santa liturgia el recinto de la iglesia es una casa de luz. La procesión accede al santuario y unos cirios encendidos hablan de la fiesta que envuelve al altar, allí donde se actualiza el tránsito pascual de Cristo. Y de luz brillarán también los comensales de la Cena del Señor.
Lo que tan maravillosamente expresaron los arquitectos de las iglesias bizantinas de Rávena, para quienes la nave llevaba a los hombres de la tierra al cielo y el santuario era el paraíso, es lo que podría pretender la luminotecnia de las iglesias de hoy[28]. Una iluminación sabiamente gestionada puede crear bellos efectos cuando se concentra sobre algunos puntos, como, por ejemplo, en el cofre de las reliquias bajo el altar, o en los preciosos relicarios en el primer día de noviembre.
Las vidrieras
Pero la luz del edificio de culto no es una luz meramente monocromática. La luz que baña el aula litúrgica puede percibirse a través de una mediación elocuente y llena de simbolismo que son las vidrieras, un mundo hecho de multitud de cristales de colores, capaz de evocar cómo la Jerusalén celeste, anclada más allá del tiempo, puede recrearse en un “Tabor arquitectónico”.
Las vidrieras ofrecen una multitud de matices cromáticos a lo largo del día, en función de la intensidad focal del sol y su ángulo de giro. Por medio de este efecto, el espacio recibe una inmensa capacidad de comunicación. Se diría que la luz natural, filtrada a través de la vidriera, vierte hacia el tiempo los destellos de la eternidad, haciendo tangible con su luz coloreada el resplandor de la Jerusalén celeste. De hecho, es muy distinto mirar las vidrieras de una catedral desde el exterior a verlas desde su interior, a contraluz. En el primer caso, no se ven más que trozos oscuros de cristal, unidos por tiras de plomo también oscuras; en el segundo, es decir, contemplando la misma vidriera desde el interior de la catedral, todo un panorama de colores y formas, se ofrecen a la mirada que se asombra ante los Misterios de Cristo. Cualquiera que haya visitado la catedral de Chartres ha podido hacer esta experiencia. Desde el frío de los colores azules, que suele predominar en el lado norte del edificio, hasta la cálida coloración de las vidrieras del sur, todo ayuda a sumirse en el Misterio que se percibe más próximo y cercano. Este efecto de avecinar la tierra con el cielo explica el triunfo de las vidrieras, a las que algunos autores llegaron a comparar con las Escrituras y con los Apóstoles por su función de proteger e iluminar a los fieles[29].
Las luces en la Eucaristía
El significado de los símbolos en la liturgia no es arbitrario. La Ordenación General del Misal explica el significado de las luces en la Misa: los cirios encendidos son “expresión de veneración o de celebración festiva”. Se colocan “en cada celebración un mínimo de dos candeleros con sus velas encendidas o incluso cuatro o seis, especialmente si se trata de la misa dominical, o festiva de precepto, y, si celebra el Obispo diocesano, siete”[30]. Los orígenes de este número septenario de velas son antiguos. Se trata del Ordo Romanus I (s. VII), en donde encontramos el primer testimonio referente a las luces. Describiendo la liturgia estacional que celebra el obispo de Roma, el Ordo establece que en el cortejo que acompaña al pontífice desde la sacristía hasta el altar, siete acólitos llevan cada uno un cirio encendido delante del Papa. Llegados al altar, dejan en tierra los candeleros, cuatro a la derecha y tres a la izquierda, que continúan encendidos hasta el final de la celebración[31].
Este empleo de las luces en la liturgia cristiana podría ser una reminiscencia de las normas que el protocolo romano establecía para los magistrados, quienes, al entrar en la sala de audiencia, eran precedidos por un cierto número de lacayos con antorchas encendidas y un oficial con el Liber mandatorum, es decir, el código. El libro se colocaba encima de una mesa delante del magistrado y a los lados se dejaban los candeleros encendidos. En la iconografía cristiana, la presencia de unas velas encendidas en la escena de un mosaico o de una tumba puede ser un modo de significar que la escena acontece no en la tierra, sino en el cielo[32].
El código cromático de la liturgia
Al principio Dios creó la luz. Por eso el mundo sólo se entiende en la luz. Pero el hombre no puede mirarla directamente y, siendo un exceso para su retina, la fuente de la luz queda más allá y lo que resta acá son los colores. Cuando la oscuridad se retira y apenas comienzan a irrumpir las primeras luces del alba, entonces parecen tomar cuerpo los colores. Mientras que los animales, incluso de los animales superiores como el caballo o el perro, sólo tienen una visión en blanco y negro, el hombre posee el privilegio de percibir los colores. Para el hombre, el color es el tacto del ojo.
Los colores no son cifras convencionales de un código esotérico; expresan o provocan estados del alma, algo parecido a como lo hace la música. Los colores son la música de los ojos[33]. Miguel Ángel daba tanta importancia al color en la Capilla Sixtina que no empezó a pintar el fresco hasta recibir un azul lapislázuli proveniente de Persia. Es común, entre los expertos, referirse a los “azules” de Miguel Ángel.
Podríamos decir, tensionando un poco las palabras, que los colores responden a una lógica que, hasta un cierto punto, es una “lógica sacramental”: el Misterio de la luz se circunscribe en los colores y los colores son los testigos de la luz. Toda la tierra se oscureció en torno a las tres de la tarde del Viernes hasta revestirse de unos colores que eran lágrimas de la luz. En la aurora del Domingo, la experiencia de la luz fue la fiesta de los colores.
Por lo que respecta a la historia de los colores litúrgicos, no todo es simple y patente[34]. Amalario de Metz (†850) no trata de ellos porque en su época apenas gozaban de un valor diferenciador. Ignoramos la cromía que regía en el rito hispano-mozárabe, si es que existió al menos a partir de un cierto estadio de su evolución histórica. Los cambios de color en las vestiduras sagradas expresan la dinámica de los divinos Misterios celebrados a través de este código meta-verbal. Y así, pasar del morado, predominante en la Cuaresma, al blanco gozoso de la celebración de la Pascua, para concluir con el rojo del Espíritu Santo en Pentecostés, resulta un tránsito didáctico. Las lecturas proclamadas, las plegarias que se pronuncian, los cantos que se entonan... todo eso expresa a su modo el Misterio que se celebra, sin que falte el color que aporta su eficaz pedagogía. De otra parte, el canon cromático del rito ambrosiano difiere del romano: en la iglesia local de Milán, desde los primeros domingos de Pascua hasta la vigilia de Pentecostés, en vez del blanco, se emplea el color verde; y todos los domingos y ferias después de Pentecostés se usa, en lugar del verde, el rojo.
El ‘Pantokrator’ de rojo y azul
En los escritos de san Pablo encontramos una weltan-schauung en la que el corazón del cosmos lo constituye la divinidad y humanidad de Cristo que une lo humano y lo divino, lo creado y lo increado. La luz pone especialmente de manifiesto en ese corazón dos colores intensos: el rojo y el azul. Son los dos colores en donde el cristiano del primer milenio reconocía lo divino y lo humano. El arte bizantino pinta de rojo y azul los vestidos teantrópicos del Pantokrator.
En la liturgia, los volúmenes arquitectónicos, la iluminación del ambiente, las imágenes, las vidrieras... y tantas otras variables de su rico lenguaje simbólico vienen a fundirse con la presencia de los colores para crear una lanzadera que proyecta al espíritu hacia la región de lo inefable, donde el cristiano puede hacer una pálida experiencia del Misterio de la belleza de Dios. En expresión metafórica de Pavel Florénskij (†1937) cuando trata sobre la teología de los iconos, los colores son presencias divinas que se asoman para ser contempladas por los ojos de nuestro corazón redimido. Por medio de esta pedagogía, el color se convierte en voz de la Palabra pues, según Teodoro Studita (†c.826), lo expresado en el soporte de papel aparece también escrito en los colores del icono[35].
Para quien participa en las celebraciones litúrgicas, los colores no sólo comparecen en los iconos, sino también en las vidrieras, en las vestiduras, en las flores, en el ornato pintado sobre el cirio pascual, en las perlas del Evangeliario engastadas sobre la plata y el marfil de la portada, en los dibujos y láminas de sus páginas... Son otras tantas “palabras” de un lenguaje litúrgico meta-verbal que, integrándose con el lenguaje verbal, permite vivir el gran Acontecimiento de la salvación que transfigura y diviniza al hombre.
Félix María Arocena. Facultad de Teología. Universidad de Navarra
[1] Cf. G. STEINER, Presencias reales, Barcelona: Destino, 2002³, 275-276.
[2] Cf. JUAN PABLO II, Orientale Lumen 6: “la participación en la vida trinitaria se realiza a través de la liturgia”.
[3] Cf. J. CORBON, Liturgia fontal - Misterio, celebración, vida, Madrid: Palabra, 2010, 260.
[4] Cf. LÓPEZ QUINTÁS, Cuatro filósofos en busca de Dios, Madrid: Rialp, 20034, 262.
[5] A. BESANÇON, «L’art et le Christianisme», en Christianisme - Hêritage et destines, C. Michon (ed), Paris: Librairie Général Française, 2002, 249.
[6] Cf. ANTHOLOGHION IV, Ant. ai I Vespri Trasfigurazione, 878-879: Cristo Gesù, visibilità della belleza di Dio, ha fatto trasparire lo splendore della divinità nella sperienza sensibile della humanita (cit. C. VALENZIANO, La riforma liturgica del Concilio, Bologna 2004, 117).
[7] Cf. Had 38 y 51; Pad 6.
[8] Cf. A. DE SAINT EXUPERY, Le Petit Prince, Paris: Gallimard 1946, 72: on ne voit bien qu’avec le cœur. L’essentiel est invisible pour les yeux.
[9] Cf. B. NEUNHEUSER, Storia della liturgia attraverso le epoche culturali, Roma: Edizioni Liturgiche, 1977, 34-38.
[10] Cf. G. BONACCORSO, «La dimensione comunicativa della liturgia», Rassegna di Teologia 41 (2000) 495.
[11] Cf. B. PASCAL, Pensées, en M. L. Brunschvig (ed.), Paris: Hachette, 1960, 679.683; cf. AGUSTÍN DE HIPONA, Confessiones, VII, 18, 24, Madrid: BAC 11, 478.
[12] Cf. O. CLEMENT - M I. RUPNIK, Anche se muore vivrà - Saggio sulla resurrezione dei corpi, Roma: Lipa, 2003, 8.
[13] Cf. nota de la Biblia de Jerusalén en Io 8, 12.
[14] LITURGIA HORARUM, 21 decembris, ant. ad Magnificat.
[15] Cf. BASILIO MAGNO, De Spiritu Sancto, 27, 72, en PG 32, 205.
[16] Cf Himno En dies dominica, atribuido a Tomás de Kempis (†1471), en G. M. DREVES, Analecta hymnica Medii Ævi, Minerva G.m.b.H., Frankfurt-Main 1887-1961, vol. 48, 482-484: est lumen vultus Domini suo impressum vultui, mentis ut sit effigies viva hominis facies.
[17] LITURGIA HORARUM, Ad Completorium, ant. Ave regina cælorum, vv. 3-4: salve, Porta, ex qua mundo Lux est orta.
[18] Cf. V. SOLOVIEV, Il significato dell’amore e altri scritti, Milano: La Casa di Matriona, 1983, 181.
[19] Cf. J. RATZINGER, Il fondamento sacramentale dell'esistenza cristiana, Brescia: Queriniana 2005, 20-21.
[20] Cf. J. PINELL, «Las oraciones vespertinas y matutinas de los Domingos de cotidiano en el antiguo rito hispánico», Ephemerides Liturgicæ 108 (1994) n. 42.
[21] Cf. J. SERVIER, L’homme et l’invisible, Paris: Du Rocher, 1964, 73.
[22] Cf. C. VALENZIANO, Architetti di chiese, Bologna: Dehoniane, 2005, 9.
[23] En griego, phos (luz) y phemi (yo digo) tienen la misma raíz (pha-).
[24] La expresión se contiene en un poema escrito en 1934, titulado “Los coros de la piedra”.
[25] Cf. Peregrinatio Egeriæ, 24, 4; cf. E. KAPELLARI, I santi segni della liturgia, Cinisello Balsamo (Milano): San Paolo, 1991, 48.
[26] El himno vespertino del Oficio de la Presentación del Señor (2 de febrero) designa el cielo como aula lucis.
[27] Cf. ORDO DEDICATIONIS ECCLESIÆ ET ALTARIS, 22d.
[28] Cf. J. PLAZAOLA, Arte sacro actual, Madrid: BAC, 2006, 187-192.
[29] Cf. S. B. TOSATTI, «Vetrata», en Nuovo dizionario patristico e di antichità cristiane, vol. 2, Genova-Milano: Marietti, 2006-2008, 1398-1399.
[30] Cf. ORDENACIÓN GENERAL DEL MISAL ROMANO (2002), 117 y 307.
[31] Cf. ORDO ROMANUS I (ed. M. Andrieu, Louvain 1931-1961), 49, y también el CÆREMONIALE EPISCOPORUM, n. 125c. El significado de este septenario de cirios podría ponerse en relación con la plenitud del sacerdocio propia del obispo.
[32] Cf. F. CABROL, «Cierges», en Dictionnaire d’Archéologie chrétienne et de Liturgie, 3/2, Paris : Letouzey et Ané, 1907-1953, 1618.
[33] Cf. P. MIQUEL, La liturgia, una obra de arte, Zamora: Monte Casino, 1996, 87.
[34] Cf. C. NOONAN, The Church visible - The ceremonial life and protocol of the Roman Catholic Church, New York: Viking Press, 1996.
[35] Cf. TEODORO STUDITA, Antirrhetica adversus iconomachos I, 10, en PG 99, 340.
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