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Una comparación entre ambas, entre sus vidas y sus experiencias personales; comparación que me parece particularmente luminosa en la materia que da título a este artículo: las relaciones entre santidad y sabiduría
Sumario: 1. La sabiduría de la santidad. 2. La sabiduría de los niños. 3. Verdad personal y verdad científica. 4. Sabiduría, santidad y humildad. 5. La ciencia de la Cruz. 6. Sabiduría, santidad y amor.
El año 1997 empezó, entre muchas otras, con una perspectiva atractiva e ilusionante para muchos fieles cristianos, y particularmente para los que nos dedicamos al estudio de la santidad y de su historia: la celebración del centenario de la muerte de «la santa más grande de los tiempos modernos»[1], Santa Teresa del Niño Jesús.
Esa perspectiva se dilató todavía más cuando se comenzó a hablar con insistencia de su posible proclamación como doctora de la Iglesia; y se ha agigantado de forma insospechada ante el anuncio oficial por parte del Santo Padre de esa proclamación. Cuando se lean estas líneas, la que habitualmente se consideraba simplemente «Teresita», será la doctora número 33 de la Iglesia, tercera entre las mujeres; incrementando así su ya impresionante influjo espiritual en la Iglesia y en el mundo; y urgiéndonos a los teólogos a profundizar en el misterio de un alma tan sencilla que tiene sin embargo tanto que decirnos sobre el misterio de Dios; tanto al menos como los grandes padres, santos y teólogos que le han precedido cronológicamente en el título de doctor de la Iglesia.
Pero ese camino de santidad tan fructífero en la historia —como muchos otros—, que es el Carmelo teresiano, nos ha proporcionado otro anuncio importante, también muy esperado por muchos, entre los que me encuentro: la pronta canonización de la Beata Edith Stein; una Santa Teresa más, si recordamos su nombre de religión (Teresa Benedicta de la Cruz [2]). No sé si algún día no muy lejano esta nueva santa acompañará a las otras dos Teresas carmelitas en el selecto elenco de los doctores de la Iglesia (e incluso a más Teresas y carmelitas...); pero, personalmente, no me sorprendería nada, dado el nivel de santidad y de sabiduría que se desprende de la vida y los escritos de esta filósofa y teóloga, judía conversa y mártir.
A la hora de homenajear en nuestra revista a estas dos Teresas (siempre se vieron a sí mismas a la sombra de la primera, Santa Teresa de Jesús), y contribuir modestamente a las abundantes celebraciones y reflexiones de estos meses, he pensado justamente en realizar una comparación entre ambas, entre sus vidas y sus experiencias personales; comparación que me parece particularmente luminosa en la materia que da título a este artículo: las relaciones entre santidad y sabiduría. No me detendré, en cambio, en la enseñanza teórica al respecto, que podría ser objeto de otros trabajos; es decir, me interesa resaltar lo que se deduce más directamente de su comportamiento que de sus palabras, aunque sean éstas la fuente principal, en ambos casos, para conocer aquél. Me parece que el enfoque que el lector irá encontrado en las páginas que siguen justifican esta opción metodológica en el caso que nos ocupa[3].
En efecto, la unión entre estas dos realidades —santidad y sabiduría— se alcanzó de forma muy diversa, a mi entender, en la experiencia de Teresa y de Edith, pero con un resultado final similar, si no idéntico en sus elementos esenciales. De hecho, un conocimiento superficial de la vida y los escritos de estas dos mujeres podría llevar a pensar que la francesa es más santa que sabia (¿qué sabiduría pudo alcanzar una «niña» de veinticuatro años que ni siquiera pisó un aula universitaria?, se preguntará más de uno), y la alemana más sabia que santa (¿estaría hoy en los altares si no hubiera muerto a manos de los nazis?, cuestionarán otros); pero, aunque no sea así (el doctorado de Santa Teresa nos reafirma en su sabiduría, y la canonización de la Beata Edith en su santidad), sí es cierto que para entender la sabiduría de Teresita hay que profundizar ante todo en su santidad, y para entender la santidad de Edith (confirmada, pero no realizada exclusivamente en el martirio) hay que reflexionar sobre su evolución intelectual en torno al decisivo concepto de verdad.
Intentaremos recorrer a continuación esos itinerarios, sin olvidar otras convergencias y divergencias entre ambas, no menos ilustrativas. Como pueden ser, por ejemplo, entre las semejanzas, su común vocación carmelitana y su fidelidad en ·el seguimiento de las huellas de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz; y entre las diferencias, la forma en que el entorno familiar influyó en sus respectivas vocaciones y en su identificación personal con la Cruz de Cristo: en ambas la vida y el comportamiento de sus familiares fueron decisivos en la forja de su santidad, incluido —iY de qué forma!— el sufrimiento; pero el ambiente profundamente católico del hogar de los Martin Guérin, trasladado en buena medida al convento de Lisieux, donde siguieron conviviendo cuatro de las hermanas, poco tiene que ver con el entorno judío de los Stein, radicalmente refractario al convento de Colonia donde ingresó Edith (aunque a Teresa no le faltó la lejanía e incomprensión de otros familiares queridos; y a Edith, la compañía, hasta la fe y el martirio, de su hermana Rosa)[4]. De ambas familias surgió la cruz para nuestras santas: en particular, la enfermedad del Sr. Martin, padre de Teresa; y la incomprensión —tanto más dolorosa, cuanto más sincera y honrada de la Sra. Stein, madre de Edith. Así, de nuevo por caminos diversos y casi opuestos, las dos santas convergen en la captación de otra sabiduría inseparable de la santidad: la «Ciencia de la Cruz», no por casualidad título de la obra póstuma de Santa Edith Stein.
1. La sabiduría de la santidad
Santa Teresa del Niño Jesús, en efecto, nace, crece, vive y muere en un entorno no sólo de fe y de piedad, sino de auténtica santidad. Sus dos progenitores están en proceso de canonización (han sido declarados ya venerables), y sus cuatro hermanas monjas fueron religiosas ejemplares. No quiere decir esto, desde luego, que la benjamina de aquella familia ejemplar tuviera fácil la santidad; como sabemos bien y podríamos ejemplificar ampliamente en otras familias cristianas, podía haber ocurrido exactamente lo contrario. Teresa puso toda su alma, libre y responsablemente, para responder con méritos propios a aquellas inestimables ayudas que Dios le enviaba a través de su familia: y lo hizo heroicamente y no sin grandes dificultades; porque su santidad de «alma pequeña», como ha sido suficientemente glosado tantas veces en este siglo, no es «santidad pequeña», sino la única santidad que existe, siempre grande.
Santa Edith Stein, por su parte, nace y ·crece en un ambiente de fe y piedad judías, también profundas, pero precisamente por ello, refractarias al cristianismo, y más aún al catolicismo. En su adolescencia y juventud, además, ella misma y buena parte de su entorno evolucionan hacia el ateísmo, aunque más práctico que teórico. La fe cristiana y la santidad se abrirán paso en su alma con algunas valiosas ayudas externas, pero fundamentalmente en un ambiente hostil, nada comparable al que rodeó a la pequeña Teresa. Por lo demás, si nos fijamos en la simple cronología, a la edad en que Edith Stein descubre y abraza la fe cristiana (cumplida la treintena), su antecesora había recorrido todo un itinerario completo de santidad y llevaba ya más de un lustro gozando plenamente de Dios[5].
Pero las diferencias entre una fe nacida con la vida misma y florecida en un vergel, y otra alcanzada tras arduos trabajos y florecida en un oasis del desierto, acaban cuando una y otra abrazan esa fe conscientemente y se adentran en ella. La misma intensidad que la niña Teresa pone en su camino infantil pero prematuramente maduro hacia la unión con Dios, pone la mujer Edith en su novedoso camino recién descubierto en plena madurez, sin echar la vista atrás. El crecimiento interior de la conversa, día a día, semana a semana, año tras año, es tan espectacular, continuo e imparable como el de la cristiana de familia, «de siempre», aunque una y otra encuentren abundantes piedras en el camino, como todos los santos. Si volvemos a la cronología, no decisiva pero sí ilustrativa, la diferencia de años de vida «en la fe» se reduce sensiblemente respecto a los años de vida real entre ambas: veinte años y ocho meses transcurren entre el bautismo de Edith y su martirio, frente a los veinticuatro de vida total de Teresa.
Por otra parte, no es menos importante para el objeto de nuestra reflexión considerar las profundas diferencias de carácter entre ambas mujeres: ardiente fogosidad frente a serena mesura; afectos desbordantes frente a ponderadas reflexiones; deseos vehementes frente a aspiraciones contrastadas... La lectura paralela que he tenido ocasión de hacer recientemente entre los epistolarios de las dos santas resulta muy ilustrativa: las de Santa Teresita parecen escritas con el corazón, desbordan intimidad, espontaneidad y todo tipo de sentimientos y contrastes; las de Edith Stein parecen incluso excesivamente formales, de compromiso, sin el más mínimo aspaviento. Pero el estudio atento de las primeras descubre una madurez y una profundidad psicológico-teológico-espiritual admirables; y la lectura entre líneas de las segundas deja traslucir una vida interior sólida y un corazón de oro que sabe amar y sufrir como pocos, oculto pero vivo bajo la formalidad académica de una «profesora».
Más en general, toda la producción escrita de Teresa del Niño Jesús, en la forma y en el contenido, es ella misma; mientras Edith Stein apenas habla de sí misma: incluso su parcial autobiografía es, más bien —como pretendía—, un retrato familiar y ambiental, no personal. Por todo ello, sorprende más, si cabe, descubrir la misma santidad, el mismo amor a Dios y con la misma intensidad interior, en una y en otra. Porque la lectura de la pensadora alemana puede llegar a emocionar tanto como la de la santa francesa.
Estamos, pues, ante dos caminos muy diversos hacia la fe —por lo demás, paradigmáticos en ambos casos—, pero convergentes; ante dos talantes humanos hasta cierto punto opuestos, pero confluyentes en la santidad, y en la realización de esa santidad en una común vocación carmelitana plenamente vivida.
Pero nuestro objetivo no es analizar la santidad misma de las dos carmelitas, sino su relación con la sabiduría; por lo que debemos continuar profundizando en el paralelismo, las convergencias y divergencias entre ambas. Aclaremos, ante todo, si el lector no lo ha intuido ya desde el principio, que hemos escogido el término «sabiduría» con toda intención. En efecto, sin entrar en un estudio pormenorizado de la cuestión ni en la amplia bibliografía sobre el tema, con esta palabra se refleja mejor que con otras ese conocimiento de lo divino, profundo, penetrante y abarcante, pero más intuitivo y connatural que reflexivo, propio de las almas santas, precisamente en cuanto santas; aunque en muchos casos esté también acompañado de una reflexión intelectual profunda, e incluso sistemática y con intencionalidad teológica.
En esta perspectiva, la formación y evolución «sapiencial» de Santa Teresa del Niño Jesús parece —al menos en sus grandes trazos— muy clara y lineal: su sabiduría brota de su santidad, y crece y se consolida con ella. La de Santa Edith Stein es mucho más compleja: nace de una búsqueda científicamente apasionada de la verdad filosófica, se reorienta críticamente en un laudable ejercicio de honradez intelectual cuando empieza a separarse de su maestro[6], se reorienta todavía más radical y bruscamente en el encuentro con la fe, y se consolida y afianza al descubrir y profundizar en las relaciones entre ciencia y fe, entre santidad y filosofía-teología.
2. La sabiduría de los niños
Teresa no era, desde luego, ni una ignorante ni una inculta; pero, sin necesidad de entrar en detalles, resulta evidente que su formación cultural y teológica era pobre, aunque quizá superior a la media de las jóvenes religiosas de su edad y posición[7]. En ese terreno, comparada con la profesora Stein, la diferencia es grande; ya que Edith no sólo tuvo una exquisita formación intelectual junto a algunas de las más preclaras inteligencias de la época y codeándose con los mejores profesores, sino que es una pionera en el acceso de la mujer al medio universitario, y bastante tuvo que sufrir además injustamente por ello[8]. Pero igualmente claro parece que la nueva doctora de la Iglesia era muy inteligente; más aún, precozmente inteligente, incluso genial desde muchos puntos de vista. Sobre todo, muestra desde muy niña unas especiales dotes para la comprensión de la propia psicología y de los que le rodean; para plantearse cuestiones incisivas y decisivas, y buscar con afán su solución; para reflexionar sagazmente sobre todo lo que sucede a su alrededor; para asimilar con rapidez y profundidad todo lo que se le enseña, y no sólo en el terreno religioso; etc.
Los límites de este artículo no nos permiten ahora desarrollar todos estos aspectos, pero su enumeración es suficiente para resaltar que el soporte humano e intelectual de la sabiduría sobrenatural de esta niña-mujer era más que notable; y no hay por qué buscar intervenciones extraordinarias de Dios en su magisterio teológico-espiritual. También en esto lo ordinario es característica fundamental del mundo teresiano.
Con todo, es la propia experiencia interior de intimidad con su Padre Dios, vivida con esos rasgos sencillos e infantiles que la han hecho famosa; la intensidad de su precoz amor esponsal con Jesucristo: su santidad, en definitiva, es la fuente principal de su sabiduría, y por tanto, de su importante magisterio teológico-espiritual, que merece que se le conceda el título de doctora de la Iglesia. Incluso todo lo que aprendió de otros, también en el campo religioso y espiritual —de su padre y sus hermanas fundamentalmente—, sin desmerecer a los maestros, fue acrisolado por su personal santidad, y trabajado por su inteligencia privilegiada, para dar unos frutos todavía mayores de comprensión del misterio de Dios y de las relaciones del alma con El, y de cómo moverse en ese mundo apasionante de la vida interior.
Podemos atrevernos a decir incluso que Santa Teresa del Niño Jesús es la más «sapiencial» y menos sistemática de todos los doctores de la Iglesia, incluidas sus dos inmediatas predecesoras en el nombramiento. En efecto, en Santa Catalina de Siena y Santa Teresa de Jesús, sin poderse llamar técnicamente teólogas, hay una mayor intención expresamente pedagógica, más sistematización y más reflexión especulativa que en Santa Teresita[9]; y esas características se acentúan más en San Juan Crisóstomo, San Bernardo, San Antonio de Padua, San Juan de la Cruz o San Francisco de Sales; y no digamos nada en San Agustín, Santo Tomás, San Buenaventura o San Alberto Magno, por citar sólo algunos de los más conocidos doctores de la Iglesia.
Además pienso que la sabiduría de la santa de Lisieux puede ser calificada como «sabiduría de los niños»; muchos son los que han afirmado con razón que a ella se pueden aplicar como a pocos las conocidas palabras del Señor (pronunciadas «lleno de gozo en el Espíritu Santo», glosa el evangelista): «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños» (Lc 10, 21)[10]. Es decir, sabiduría de niño o de pequeño, por la sencillez y humildad del recipiente, pero no por un infantilismo del contenido, que por el contrario es el más sublime y el más comprometedor para la inteligencia que se pueda sospechar: los misterios de Dios.
En todos los santos, y particularmente en todos los santos doctores, se da esa sencillez y humildad; pero en Santa Teresita los acentos propios con que expresa y subraya la doctrina común, su forma de experimentarla y de vivirla, sus propias condiciones personales, hacen este aspecto más llamativo, predominante y rotundo. En todos los doctores la sabiduría está unida a la santidad (por eso son doctores), pero en bastantes de ellos algunas manifestaciones al menos de su sabiduría podrían explicarse sin la santidad; en la más «pequeña» entre sus colegas esto resulta casi imposible de conseguir.
Por todo ello, me parece que su doctorado va a contribuir enormemente a valorar la importancia en la Iglesia y en el mundo de esa «sabiduría de la santidad»; y no sólo en el orden de la santidad, sino también en el orden de la sabiduría misma, incluyendo los aspectos más científicos propios de la teología, de la filosofía, etc. Se afianza así una línea de reflexión cada vez más importante en la Iglesia y más necesaria en el resto de los saberes humanos, aunque el excesivo cientificismo de nuestra época no sepa con frecuencia apreciarlo[11].
3. Verdad personal y verdad científica
Volvamos ahora a nuestra otra santa, para completar este cuadro con nuevas luces y colores. Edith Stein fue, por temperamento y por formación, una auténtica intelectual de cuño moderno. Rigurosa, ordenada, meticulosa, sistemática; buscadora incansable de la verdad en todos los ámbitos del saber, pues a sus predilecciones metafísicas y antropológicas, unía un gran interés por las matemáticas y las ciencias naturales, la historia y la literatura, etc.; excelente conferenciante, maestra y pedagoga, además; con buena pluma... Sólo cuestiones ajenas —al menos directamente— a su valía intelectual y científica —ser mujer y judía, primero; conversa y religiosa, después; prejuicios más o menos interesados en ciertos ambientes filosóficos y teológicos— han impedido, a mi entender, que ocupe un puesto de mayor relieve en el pensamiento contemporáneo[12].
Sin embargo, la brillante fenomenóloga e incansable devorada de elaboradas reflexiones especulativas, queda una buena noche deslumbrada por la sencilla espontaneidad de una obra escrita a vuelapluma y sin ningún afán de figurar en los anales del pensamiento humano: la Vida de Santa Teresa de Jesús; hasta el punto de exclamar, con todo convencimiento, pero esta vez más desde el fondo del corazón que como fruto de un silogismo concluyente: «¡esta es la Verdad!»[13].
Más aún, el impacto de esa verdad insospechada —sólo muy ligeramente intuida en algunos acontecimientos anteriores[14], Y remotamente preparada por la crisis intelectual vivida en aquellos años en el entorno fenomenológico a causa de las tendencias idealistas del último Husserl— lleva a la todavía joven Edith no sólo a una sincera conversión, sino a un abandono inicial, consciente y radical, de buena parte de su anterior tarea científica; y esto no por desprecio o desengaño de lo que hasta entonces había ocupado su inteligencia y su vida, sino por la fuerza de atracción de esa nueva verdad que le llena por completo y no necesita añadidos ni complementos. Con símil pobre pero gráfico, Edith Stein apagó la luz de su lámpara de mesa cuando los rayos del sol entraron a raudales por su ventana, y aquélla le empezó a resultar superflua.
Conviene insistir, además, en que el libro religioso que cayó en las manos de Edith Stein aquella decisiva noche en casa de su amiga Hatti[15], no era la Biblia, ni un catecismo, ni un tratado apologético, ni una monografía teológica,... Es decir, no se encontró directamente con las verdades de fe, con la enseñanza de la Iglesia sobre el mismo Dios y lo que con Él se relaciona, ni siquiera con la persona de Jesucristo y su vida en sí misma; sino con la experiencia de oración de una santa: con la relación personal —llena de luces y sombras: la Vida de Santa Teresa no son todavía las Moradas— de una mujer sencilla y sincera con una Verdad también personal (Dios mismo); se encontró con una verdad ante todo viva y vivida; una verdad extraída y comprendida de forma marcadamente sapiencial: experimental, amorosa e intuitiva.
Quizá fue precisamente ese contraste en el «método», por decirlo así, un factor decisivo en el impacto que todo ello produjo en Edith; además, por supuesto, de la fuerza de la gracia de Dios, del atractivo de la misma Verdad divina, y —como no— de la «gracia» literaria de la santa de Ávila. Por otra parte, también es cierto que en el método fenomenológico, que la discípula de Husserl seguía siempre por aquella época con convencimiento en sus reflexiones, no faltan ciertos rasgos de apertura a lo vivencial, a la intimidad del ser humano, que pudieron de alguna forma facilitar su contacto y su comprensión de la mística española.
Sea como sea, los sucesos de aquella jornada y sus consecuencias en la vida y la reflexión personal de Santa Edith Stein son un reflejo palpable de la fuerza que tiene, también en el orden intelectual, la sabiduría de la santidad; y las circunstancias providenciales que rodean esta conversión contribuyen a afianzar esa conclusión.
Pero no menos importante para nuestro objeto, aunque sí mucho menos drástico en la evolución personal del alma y la inteligencia de la filósofa judía, fue el cambio que ella dio unos años después, gracias esta vez a otro doctor de la Iglesia de corte muy distinto: Santo Tomás de Aquino. Las palabras de la propia santa son suficientemente expresivas: «Que sea posible cultivar la ciencia como culto divino, es algo que me ha quedado bien claro después de haber entrado en contacto con Santo Tomás (...); y sólo como consecuencia de ello me he decidido a tomar otra vez en serio el trabajo científico»[16]. El símil utilizado más arriba sirve de poco aquí, pero, por mantenerlo aunque sea de modo forzado, podríamos decir que, tiempo después de apagar la luz de su mesa, Edith Stein se dio cuenta de que algo en común hay entre la luz del sol y la luz eléctrica, y que incluso ésta puede servir para aprovechar mejor aquélla; por lo que volvió a encenderla, sin cerrar desde luego las persianas de su ventana.
Esta incansable buscadora de la verdadera sabiduría realizó así un nuevo y decisivo descubrimiento, muy consolador además para ella, al darle una nueva dimensión, cristiana, a todos sus afanes y trabajos previos a la conversión. Ha encontrado la verdad ante todo en la santidad, sí, pero ha descubierto también que la inteligencia y el método científico pueden ponerse al servicio de la santidad, y por tanto la verdad científica al servicio de la Verdad personal que es Dios. Hay muchas cuestiones importantes aquí implicadas o relacionadas, que Edith aprendió y explicó en esos años con su habitual lucidez, pero que se alejarían ahora del punto central de nuestro razonamiento. Lo que nos interesa subrayar aquí, fijándonos más en la experiencia personal de esta santa y sabia que en reflexiones teóricas, es cómo esta que hemos llamado sabiduría de la santidad puede ser sabiduría científica: razonada, ordenada, justificada, etc.; más aún, debe serlo en la situación personal de muchos, siguiendo los pasos de Santo Tomás de Aquino y Santa Edith Stein entre otros.
Pero hay varios rasgos de la actitud científica personal de nuestra santa que me parece deben ser tenidos muy en cuenta, para no desequilibrar peligrosamente esas relaciones entre sabiduría de la santidad y sabiduría científico-teológica. El primero se deduce ya del proceso interior e intelectual anteriormente descrito: la Providencia llevó a Edith a conocer primero a Santa Teresa, y luego a Santo Tomás; y así, llegó claramente a la sabiduría teológica desde la sabiduría de la santidad, y no al revés. Más aún, sólo porque había renunciado claramente al saber filosófico en su entrega decidida a Dios, lo reencontró en su sentido más profundo de la mano del mismo Dios. No pretendo establecer principios generales desde una experiencia concreta (el camino contrario no tiene por qué ser desechado), pero sí mostrar un camino seguro y firme para alcanzar esa necesaria armonía entre santidad y teología; armonía que sin duda Edith Stein alcanzó en los últimos años de su vida, como antes la habían alcanzado, por una u otra vía, San Agustín, Santo Tomás de Aquino y muchos otros.
Además, en ese proceso subyace un comportamiento y un talante intelectual dignos de admiración y encomio. Edith Stein rehízo por completo, con gran esfuerzo pero sin traumas, todo su sistema filosófico; sistema que un tiempo le había parecido sólido y completo, pero al que faltaba la pieza clave: Dios. Me parece que, en un estudio minucioso, no encontraríamos en la historia muchos pensadores que hayan realizado un cambio intelectual parecido, y menos con la valentía y la sencillez con que ella lo hizo. Ese cambio no supuso, en absoluto, abandono y ruptura con su siempre querida fenomenología, pero sí un replanteamiento a fondo de la misma y su inserción en un nuevo sistema, ya no sólo filosófico sino también teológico; sistema, a mi juicio, mucho más rico, profundo y sugerente. El cambio de título de su principal obra, a raíz de este replanteamiento, no es ni mucho menos anecdótico: Acto y potencia se transformó en Ser finito y ser eterno. Ese cambio de título refleja, en efecto, la notable ampliación del contenido y, sobre todo, las perspectivas que fue adquiriendo su gran obra filosófica cuando, ya en el Carmelo, volvió intensamente sobre ella. En particular, aparecen nuevos temas tan importantes como la Santísima Trinidad y su imagen en las criaturas, y los Ángeles. Todo ello es consecuencia lógica del nuevo planteamiento de la metafísica que la propia Edith resume en las palabras que citamos a continuación.
Ella misma, años después, en carta a su amiga Hatti, anclada en una visión de la filosofía que la propia Edith había compartido no mucho tiempo atrás, se explica así: «yo tengo otra idea de la metafísica: como comprensión de toda la realidad en relación con la verdad revelada, por tanto, fundada en la filosofía y en la teología. Si usted se ocupara de santo Tomás, estaría también de acuerdo con ello»[17].
Pero las enseñanzas de la actitud intelectual de Santa Edith Stein no acaban ni mucho menos aquí. Justamente desde la perspectiva de su santidad personal y la relación con su amor a la sabiduría, resulta ejemplar, heroico: santo, el ritmo de su trabajo científico a raíz de su conversión, y más aún de su entrada en el Carmelo. Ese ritmo está marcado sencillamente por la obediencia; pero una vez más con una sorprendente sencillez, sin aspavientos, porque ha comprendido el valor de la entrega a Dios por amor. Así, por ejemplo, con la misma naturalidad con que se olvida por completo de su manuscrito inacabado[18], mientras recibe su primera formación como novicia —con cuarenta y dos años cumplidos, por otra parte—, reemprende a pleno ritmo su redacción cuando los superiores se lo piden; y vuelve a dejar de lado lo científico durante varios meses, para hacer de enfermera a tiempo completo de una moribunda,... io de hermana tornera!; y desde luego, sin darle ninguna importancia especial a esos cambios. Ante esto, no sorprende nada su nulo apegamiento a su obra científica, y las frecuentes referencias a sus pocas dotes y capacidad, desmentidas luego por los excelentes resultados que hoy tenemos entre manos.
Todo esto no es accidental respecto al tema que nos ocupa: lo consideramos nuclear; es una de tantas paradojas que se dan en la santidad: sólo el que está realmente desprendido de su sabiduría es sabio en las cosas de Dios... Y probablemente también se debería aplicar este principio a cualquier saber humano, para extraerle todas sus potencialidades. En este punto podemos reencontrarnos con Santa Teresita, vital y temperalmente muy alejada de las problemáticas intelectuales de su compañera alemana, pero igualmente sencilla y desprendida de su propia sabiduría de las cosas de Dios, precisamente por ser la sabiduría de un niño que no tiene nada propio, porque todo pertenece a su Padre.
4. Sabiduría, santidad y humildad
Las últimas consideraciones nos han ido llevando de la mano a otra realidad nuclear en la santidad, y por tanto concepto clave de la Teología espiritual: la humildad; tan difícil de entender como de vivir. De ahí que, si siempre es imprescindible mirar a los santos para aprender los misterios de la santidad —en la práctica y teológicamente—, en el caso de la humildad esa necesidad parezca todavía más apremiante. De hecho, me parece que diversos manuales clásicos y modernos de Teología espiritual dejan mucho que desear justamente en este punto: la humildad debería ser, a mi entender, no sólo tema de un capítulo central en la sistemática de la vida espiritual, sino elemento estructurador de todo el tratado; porque realmente «estructura» —si se me permite la expresión— la vida espiritual concreta, viva, de todos los santos sin excepción, como la estructuran la caridad o la oración, que tampoco son simples temas entre otros, sino realidades medulares.
Si la humildad es tan importante en la vida y enseñanza de todos los santos, en el caso de la nueva doctora de la Iglesia parece incluso razón capital de su doctorado. ¿Qué es el «caminito» de las almas «pequeñitas» sino una «soberbia» lección de humildad? De humildad genuina: de esa humildad que, precisamente por ser «andar en verdad», es audaz, atrevida, descarada incluso, con el descaro que brota del que, sabiéndose nada, todo lo fía en Dios y nada más que en Dios: del niño pequeño con su Padre.
En este punto, también el temperamento y los caminos de Teresa y de Edith se nos presentan con rasgos muy diversos, y a la vez con un fondo luminosamente coincidente; aunque no faltan significativas coincidencias formales, como el calificativo «pequeña», con el que también la carmelita alemana firma bastantes de sus cartas, sobre todo en los últimos años. Desde luego, Edith Stein conocía bien el «caminito» teresiano y lo valora y glosa por escrito en más de una ocasión[19]; pero tiene su «estilo» propio a la hora de vivirlo, como cabía esperar.
Justamente desde la perspectiva de la sabiduría de una y otra queremos apreciar ahora el valor de la humildad, dejando de lado tantos otros aspectos no menos interesantes de esa virtud. Ninguna de las dos se nos presenta ni siquiera mínimamente pagada de sí misma. Profundizan en la verdad sobre Dios y sobre el ser humano con envidiable clarividencia, que a todos nos ilustra; pero, justamente por ello, son más conscientes de la grandeza de esa verdad y de su miseria personal, lo que quita, a sus propios ojos, toda la importancia a lo que están descubriendo: importancia respecto a sí mismas, no respecto a Dios, porque a una persona enamorada le encanta conocer cada vez más y mejor a la persona amada, y agradecen infinito cada pequeño paso en ese sentido.
Sin embargo, como la verdadera humildad es atrevida y descarada, se lanzan a enseñar a los demás con todo desparpajo, convencidas de que lo que enseñan no es suyo, sino de Dios; o de Dios a través de otros santos y sabios, a los que muchas veces remiten como si no fuera con ellas, pero a los que de hecho están completando y profundizando. Por eso, aunque ellas a veces protesten lo contrario, desde nuestra perspectiva, son auténticas maestras de la vida interior[20].
Así, por ejemplo, cuando Edith Stein estudia a San Juan de la Cruz en su obra póstuma, ella está plenamente convencida de que no hace otra cosa que glosar a su maestro y animar a aprender de él; pero conforme va entrando en materia, el lector se va encontrando cada vez más con la propia Edith, y hasta el mismo doctor místico reconocería que la discípula ha resultado aventajada —estando o no de acuerdo con sus interpretaciones y conclusiones; pues también en la ciencia espiritual hay un amplio margen para lo opinable—.
Por su parte, cuando Teresa protesta su pequeñez ante sus hermanas mayores —dos de las cuales han hecho realmente el papel de la madre que perdió muy pequeña—, sus superioras o sus dos admirados «hermanos» misioneros —¿cómo va a dar lecciones una pobre monjita de clausura, una niña, a un sabio sacerdote?[21]—, no hace ninguna comedia: realmente es la más pequeña y así lo siente vivamente; pero dice lo que tiene que decir, sin darse importancia a sí misma pero dándosela toda al contenido de lo que dice, que es enseñanza divina. Teresa se transforma así, sin quererlo como aspiraci6n personal pero d6cil a la acci6n divina, en verdadera maestra y directora espiritual de todos aquellos a los que trata... y de los que la leemos un siglo después.
Me atrevo a añadir que así es como debemos leer y estudiar nosotros a los santos, y particularmente los teólogos; al menos en lo que se refiere a la vida espiritual, que es el tema que aquí nos ocupa. Quizá con demasiada frecuencia tomamos una actitud excesivamente «especulativa», si no crítica, respecto a la enseñanza de los santos, lo que puede oscurecer donde está su verdadera sabiduría en este terreno y no sintonizar con ella plenamente —incluso aunque ellos también se expresen con frecuencia especulativamente, como Edith Stein—; es decir, que cuando los santos y santas enseñan lo relativo al camino de la santidad, realmente solo son y pretenden ser portavoces de Dios mismo, de lo que Dios mismo les da a entender, y no de lo que ellos opinan al respecto; aunque de hecho lo piensen, porque piensan al unísono con su «Esposo» divino, y dejen su propia impronta personal, más o menos conscientemente, en esa enseñanza[22].
Entiéndase bien: no quiero decir con esto, que sea inapropiado «sistematizar» la enseñanza de los santos o «especular» sobre ella; al contrario, me parece necesario y utilísimo hacerlo, y de ahí la importancia de la Teología espiritual, cada vez más valorada en la Iglesia y en el mundo científico. Pero esa sistematización —aunque la tarea pueda resultar altamente comprometida— debe respetar al máximo el tono «sapiencial» propio de la enseñanza en que se basa, y por tanto, sus rasgos «humildes» tal como los reflejan los mismos santos: es decir, la conciencia de que aquello no es suyo, de que ellos no pintan nada, unido a la seguridad y rotundidad con que lo expresan, justamente porque no es suyo sino de Dios.
Dicho de otra forma, más directa y atrevida: el teólogo (al menos, el teólogo de la vida espiritual) ha de ser, por supuesto, humilde ante Dios —como todo cristiano—, pero también humilde ante el santo; más aún si ese santo es proclamado doctor de la Iglesia precisamente en cuanto a su sabiduría sobre la santidad[23].
Las dos santas que nos ocupan tuvieron claramente esa actitud ante, los santos que les precedieron, y ante bastantes contemporáneos suyos que consideraban santos, y probablemente lo son aunque muchos no lleguen a tener ese título oficialmente —sólo una mínima parte de los santos llega a los altares— o Teresa absorbía con avidez cualquier buen consejo espiritual que leía en los libros clásicos, o que escuchaba de labios de su padre, sus hermanas, superioras, sacerdotes, etc.; todo lo consideraba buenísimo y utilísimo en su afán por ser santa y amar cada día más a Dios. Edith vuelca su privilegiada inteligencia en extraer todo el fruto intelectual y espiritual posible a su estudio de Santo Tomás, Santa Teresa o San Juan de la Cruz, y con el mismo afán y sencillez se esfuerza por aprender de sus superioras y sus hermanas carmelitas, la mayoría muy por debajo de ella en formación y capacidad intelectual, sino también en santidad.
Esto no significa renunciar a la propia personalidad e independencia intelectual en sentido absoluto; pero sí a aquellos aspectos que pueden suponer una soberbia encubierta. Es indudable que tanto Santa Teresa del Niño Jesús como Santa Edith Stein tienen una personalidad propia muy marcada, en todos los terrenos humanos y particularmente en el intelectual. Más aún, a cada una en su estilo, se las puede considerar atrevidas, audaces y notablemente avanzadas para su época en las ideas que proponen.
El núcleo del mensaje de Teresita supone una auténtica revolución en el ambiente espiritual predominante entonces, reflejado en lo que aconsejaban razonadamente muchos predicadores y muchos libros de espiritualidad, en los que la identificación de la santidad con lo extraordinario, el rigorismo en el planteamiento de la lucha ascética, la visión pesimista acerca de las posibilidades de alcanzar la santidad, la tendencia a retrasar y dificultar la recepción de los sacramentos, etc., eran argumento frecuente. También muchas de las afirmaciones más puntuales de la nueva doctora de la Iglesia sobre la misericordia de Dios, el valor de las cosas pequeñas, etc., son francamente audaces aun hoy en día, después de un siglo de confirmaciones teóricas y prácticas de la lucidez y eficacia espiritual de lo que ella enseñó.
No menor atrevimiento y originalidad tiene la ontología construida por Edith Stein, con inspiraciones tomistas, escotistas, fenomenológicas, etc., pero con fuerte impronta personal; y, como ya hemos glosado, su estudio de la naturaleza de la mística no se limita a una glosa de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, sino que constituye una aportación personal seria y sugerente, utilizando todos sus amplios conocimientos filosóficos y, desde luego, su experiencia personal de santidad, aunque esto último no lo admita expresamente.
Podríamos decir, por tanto, que justamente en la medida en que se renuncia por amor de Dios a todo lo personal, incluida la sabiduría humana —como Edith hizo en el momento de su conversión, y Teresa, con no menor heroísmo pero sí menos aparentemente, desde niña—, se recupera esa misma sabiduría personal, en todas sus facetas, pero enriquecida por la luz de la sabiduría de la santidad, y purificada por ella. Solo así se pueden entender estas aparentes paradojas de los santos: doctores inigualables, conscientes de su autoridad para hablar y enseñar las cosas de Dios, pero igualmente conscientes de lo inmerecido de una sabiduría que nunca ven como propia, y mucho menos como ocasión de lucimiento personal o de prestigio ante los demás.
Teresa y Edith, Edith y Teresa nunca pensaron ser más que la última de las carmelitas de sus respectivos conventos —una por ser la más niña, y la otra por ser la vocación más tardía; las dos, por ver en sus hermanas una santidad mucho mayor que la suya—; pero, profundamente enamoradas de Dios, buscaban con tanto afán la santidad para ellas y para todos los que les rodeaban que, de hecho, se transformaron en maestras suyas y nuestras, al cabo de los años.
5. La ciencia de la Cruz
En nuestro primer acercamiento comparativo a las dos santas carmelitas que nos ocupan, hemos hecho ya referencia a la importancia de la Cruz en su camino de santidad y en su sabiduría. La teología de la Cruz y de la identificación del cristiano con Cristo en la Cruz es cuestión clave en la Teología espiritual; clave y difícil como la humildad, pero precisamente por ello muy ilustrativa de la trascendencia sapiencial que tiene la santidad. En efecto, el estudio de los santos y de sus enseñanzas me inclina cada vez más a pensar que estamos ante uno de esos temas en los que la teología está todavía muy lejos de explicar lo que ellos han intuido, y sobre todo han vivido. No es el momento de entrar a fondo en la cuestión, pero sí de intentar iluminarla a la luz de la sabiduría que nos transmiten Teresa del Niño Jesús y Edith Stein.
Como ya hemos recordado, la obra escrita teológico-espiritual más importante de Santa Edith Stein lleva justamente por título Ciencia de la Cruz, y consiste en un estudio de la experiencia y la doctrina de San Juan de la Cruz al respecto. No pretendo hacer aquí un análisis de ese interesantísimo trabajo —este sigue siendo un estudio más sobre la experiencia que sobre los escritos de nuestras autoras[24]—; pero sí subrayar cómo, en dicho libro, la reflexión sobre el sentido de la cruz en el doctor místico conduce justamente a la pensadora alemana a un estudio a fondo de la unión mística de amor con Dios. Es decir, sin entrar en las argumentaciones propiamente dichas, esta simple constatación muestra ya dos conclusiones decisivas: que la cruz cristiana tiene un sentido radicalmente positivo y atractivo, y que es elemento constitutivo de la santidad en su expresión más genuina y radical.
La experiencia sapiencial de las dos santas carmelitas confirma esa reflexión teórica. Más aún, en el caso de la alemana, parece claro que no se pueden entender su Ciencia de la Cruz escrita sin su «sabiduría de la Cruz» vivida; vivida incluso al mismo tiempo que escribe su libro, perseguida por su condición de judía, de cristiana y de religiosa, y martirizada precisamente antes de poder concluir su trabajo[25].
Las dos vidas nos hablan, en efecto, de hondos sufrimientos físicos y morales —quizá mayores estos últimos- por múltiples motivos[26]; pero nunca traslucen amargura, desesperanza, rebeldía, frustración, o sentimientos similares, por esos graves y dolorosos sucesos; ni siquiera una simple resignación o aceptación cristiana; reflejan, más bien, paz, serenidad, alegría ..., incluso entusiasmo con la Cruz; es decir, amor a la Cruz. ¿Por qué? Porque en ella encuentran al Amor de sus amores: a Jesús, a Dios mismo; y la mejor forma de servir a los demás.
Desde luego, esto no es novedoso, sino constante en la vida de los santos; pero en nuestras dos homenajeadas resulta particularmente significativo, por sus circunstancias personales, y también por su cercanía temporal con nosotros. La comparación entre ambas muestra, además, un mayor acento en el primer aspecto del Amor en la Cruz (amor a Dios) en Santa Teresita, y más hincapié en el segundo (servicio al prójimo) en Santa Edith, siendo los dos intensísimos (la caridad es una única virtud, aunque con diversidad de objetos y enorme riqueza de posibles aplicaciones prácticas).
Así, a Santa Teresa del Niño Jesús la vemos, en su cruz personal, sosteniendo maravillosamente, sobre todo, a sus hermanas de sangre (que sufren, en parte, la misma cruz que ella)[27], a sus hermanas de religión, a los misioneros que tiene encomendados, etc.; pero, más aún, muestra en esa cruz su intensísima unión con su «amado esposo», cada día mayor y más alegre en medio de un cada día mayor sufrimiento. Santa Edith Stein, por su parte, descubre ante todo en su cruz personal una ocasión maravillosa de entregarse por su amado pueblo judío (hay un paralelismo conmovedor en esto con muchos aspectos de la misma Cruz de Cristo), pero esa entrega es eficaz justamente porque en ese dolor encuentra al propio Jesús, con el que también ella se ha desposado con todo su ser. Las dos mujeres, al acercarse sus respectivas muertes, salen ilusionadas al encuentro del Amado, y deben dedicarse intensamente a consolar a los que les rodean, que no llegan a comprender ni a aceptar plenamente el martirio de una y la enfermedad mortal de la otra, porque no ven justamente en ellos ese ansiado encuentro con Dios que ellas ven.
La sabiduría de la cruz es, pues, la sabiduría del amor: y por tanto, de la santidad. Pero no simplemente porque de la Cruz de Cristo y de la identificación personal con ella nazca o crezca la caridad, sino porque la misma Cruz es Amor, porque es Cristo. Aquí es donde las formulaciones teóricas se quedan habitualmente cortas, y hay que dejar paso a esta sabiduría de la santidad para alcanzar alguna luz, aunque sea muy parcial. Sólo así se explica que pueda darse ese entusiasmo por la cruz que contemplamos en estas dos santas; en ambas, aunque el carácter más fogoso de Teresa lo haga más llamativo en su expresión escrita. La ilusión interna con que Edith realiza, por ejemplo, su acto de ofrenda por su pueblo no le va a la zaga a la animosidad de Teresa ante su mortal enfermedad.
En nuestra pobre experiencia humana, sufrimiento parece sinónimo de tristeza, sino de algo peor (y en algunos ámbitos de la sociedad hedonista moderna, esto se presenta cada día más acentuado); sin embargo, la experiencia de la santidad muestra todo lo contrario: el sufrimiento más cruel no sólo es compatible con la alegría, sino que es fuente de esa misma alegría, en la medida —insistimos del enamoramiento personal de Dios, y de la entrega a los demás por Dios; porque en ese sufrimiento está el mismo Dios: porque ese sufrimiento es la Cruz de Cristo.
Tan es así, que con frecuencia da la impresión de que el lenguaje de los santos y nuestro lenguaje ordinario expresan dos conceptos distintos con el término «cruz»: quizá no cuando nos referimos a la misma Cruz de Cristo, pero sí a las Cruces personales. Esto pasaba, en particular, en el entorno de las dos santas que nos ocupan: no hablo ya de sus enemigos, sino de la gente buena que les rodeaba, que sufrían con ellas y como ellas, cristianamente, en muchos casos[28]. A veces parece, en efecto, que vivan en dos mundos distintos: el del dolor, unos; el de Dios, Teresa y Edith. En el primer y numeroso grupo no falta, desde luego, en muchos casos, la presencia de Dios unida a ese dolor; pero simplemente sumada, yuxtapuesta. Eso ya es mucho, para aliviar el sufrimiento y darle un sentido trascendente. Pero la sabiduría de nuestras santas va bastante más allá: el dolor se queda en el nivel externo, casi superficial; la experiencia más honda y decisiva es la de un encuentro amoroso y personal con el· mismo Dios. Esto no quiere decir que se hagan física, psíquica o moralmente insensibles al dolor; más bien al revés, pues la identificación con Cristo en la Cruz les lleva a compartir también el dolor humano del Señor —el mayor que hombre alguno ha sufrido—, y añade, en particular, un mayor sufrimiento expiador por el pecado: una mayor sensibilidad ante lo que esos mismos pecados hicieron sufrir a Jesús, ante el desamor que suponen para el mismo Dios; una mayor comprensión del pecado como único y enorme verdadero mal.
Todo lo que venimos diciendo se podría ilustrar con multitud de citas —algunas de Santa Teresita bastante conocidas, además—, pero las evito intencionadamente, pues pretendo expresar ante todo —aunque el vocabulario se quede corto— la impresión general que se extrae de la lectura atenta de los escritos más personales de las dos santas y de los testimonios de los testigos más directos; y muchas veces —sobre todo, en el caso de Santa Edith Stein, que es formalmente mucho menos expresiva y sentimental—, esas impresiones no surgen del contenido de esos textos, sino del tono, del ambiente en que están escritos: de lo que sugieren más que de lo que dicen expresamente. Me parece que esta es la forma más genuina de acercarse precisamente a la auténtica sabiduría de la santidad; sobre todo a los que no hemos tenido la dicha de conocer y tratar personalmente a las protagonistas; y como la propia Edith Stein, en cuanto fenomenóloga, nos diría, este método también es plenamente científico, sobre todo en temas vivenciales y humanos como los que nos ocupan.
6. Sabiduría, santidad y amor
En todo lo dicho hasta aquí, y particularmente en el último apartado, subyace siempre otro elemento clave de la santidad y de la ciencia que la estudia: el amor. Ya San Pablo habla de la caridad como «vínculo de la perfección» (Col 3, 14), Y la literatura y la reflexión teológica sobre esta virtud como constitutivo formal o esencial de la santidad cristiana es abundantísima desde los Padres de la Iglesia hasta nuestros días. No se trata de volver ahora sobre esa importante cuestión, ni tampoco sobre el conocido, y en algunos momentos muy debatido, tema del «conocimiento por amor». Siempre en los límites marcados al presente artículo, y desde la experiencia de Santa Teresa del Niño Jesús y Santa Edith Stein, queremos simplemente insistir en que la sabiduría de la santidad es una auténtica ciencia del amor.
¿Del amor a Dios y al prójimo que las dos santas tenían, y que nosotros debemos y deseamos imitar? Desde luego; pero más todavía del amor que Dios nos tiene, del Amor que es el mismo Dios. Este punto me parece decisivo, no sólo en los ejemplos que nos ocupan, sino en lo que los santos en general pueden aportar a la teología. En efecto, la Teología es la ciencia sobre Dios; los mismos misterios de Dios son su objeto principal y constituyen la perspectiva desde la que deben estudiarse los objetos secundarios. Así, aunque ya sería importante la aportación teológica que los santos nos hacen al mostrarnos o hablarnos de su personal relación con Dios, mucho más lo es porque nos muestran a Dios mismo y nos hablan directamente de Él, y muy especialmente del misterio insondable de su Amor, de un Dios que es Amor.
Incluso la mayoría de las ocasiones en que parece, en una lectura superficial de su vida o sus escritos, que los santos y santas hablan de sí mismos, no es así: quieren hablar y hablan de Dios —de la Trinidad, de Jesús—, a través sobre todo del inmerecido e inmenso amor que sienten en sus almas y que les lleva a corresponder. Santa Teresa del Niño Jesús se siente, desde niña, cautivada porque Dios se haya cautivado de ella, enamorado de ella, tan pequeña y tan poca cosa; y la verdad que deslumbra a Santa Edith Stein en el momento de su conversión y a partir de entonces, podríamos decir que es más amor que verdad: descubrir que Dios no es una teoría sino Alguien, Alguien que ama infinitamente y al que es posible también amar. Más aún, quizá sea esa la clave de todas las conversiones; y la clave de las «no-conversiones» su contrario: no descubrir ni aceptar a un Dios-Amor, sino mantener ante los ojos una imagen falsa de Dios, la de una teoría religiosa más, propia de unos que se llaman cristianos.
En un estudio más extenso y profundo, descubriríamos muchas más cosas que los santos nos dicen sobre Dios, y todas ellas susceptibles de interesantes desarrollos teológicos; pero me parece que la que acabo de subrayar puede ser su principal aportación al núcleo mismo de la Teología, en un tema difícilmente alcanzable con igual luminosidad y profundidad desde otras perspectivas teológicas; justamente porque el amor es lo más vivo, lo más práctico, lo más difícilmente teorizable. La sabiduría de la santidad es la que mejor comprende y expresa qué significa que Dios es Amor, porque el santo realmente experimenta ese amor con intensidad —todos lo experimentamos en la medida de nuestra santidad, de nuestra correspondencia a ese amor que se vuelca en cada ser humano, sin excepciones—; y sólo desde la perspectiva de esa comprensión de cuánto Dios-Amor nos ama o, mucho mejor, me ama (infinitamente), se comprende quién es realmente Dios, quién es uno mismo (humildad), qué sentido tiene la Cruz de Cristo y nuestra (mi) participación en ella, y tantas otras cuestiones trascendentales que no hemos llegado a plantear en estas páginas.
* * *
Después de evitar conscientemente las citas a lo largo de este trabajo, con un objetivo que no sé si habré conseguido, llega el momento de dejar hablar a las dos santas que nos han acompañado, aunque sólo sea como epílogo de estas páginas y, a la vez, aperitivo de una relectura atenta, abierta y meditada de su vida y sus escritos, a la que, amable pero encarecidamente, me permito invitar al lector.
De Santa Teresa del Niño Jesús escogemos dos fragmentos de cartas dirigidas a dos de sus hermanas, y una de las últimas frases escritas de su puño y letra:
«Te aseguro que Dios es mucho mejor de lo que piensas. Él se conforma con una mirada, con un suspiro de amor... y creo que la perfección es algo muy fácil de practicar, pues he comprendido que lo único que hay que hacer es ganar a Jesús por el corazón... Fíjate en un niñito que acaba de disgustar a su madre montando en cólera o desobedeciéndola: si se mete en un rincón con aire enfurruñado y grita por miedo a ser castigado, lo más seguro es que su mamá no le perdonará su falta; pero si va a tenderle sus bracitos sonriendo y diciéndole: 'Dame un beso, no lo volveré a hacer', ¿no lo estrechará su madre tiernamente contra su corazón, y olvidará sus travesuras infantiles...? Sin embargo, ella sabe muy bien que su pequeño volverá a las andadas en la primera ocasión; pero no importa: si vuelve a ganarla otra vez por el corazón, nunca será castigado...
Ya en tiempos de la ley del temor, antes de la venida de Nuestro Señor, decía el profeta Isaías, hablando en nombre del Rey del cielo: '¿Podrá una madre olvidarse de su hijo...? Pues aunque ella se olvide de su hijo, yo no os olvidaré jamás'. ¡Qué encantadora promesa! Y nosotros, que vivimos en la ley del amor, ¿no vamos a aprovecharnos de los amorosos anticipos que nos da nuestro Esposo...? ¡Cómo vamos a temer a quien se deja prender en uno de los cabellos que vuelan sobre nuestro cuello...![29].
Sepamos, pues, hacer prisionero a este Dios que se hace mendigo de nuestro amor. Al decirnos que un solo cabello puede obrar este prodigio, nos está mostrando que los más pequeños actos, hechos por amor, cautivan su corazón ... Si hubiera que hacer grandes cosas, ¡cuán dignos de lástima seríamos...! ¡Pero qué dichosas somos, ya que Jesús se deja prendar por las más pequeñas…!»[30].
«Queridísima hermanita, no busquemos nunca lo que parece grande a los ojos de las criaturas. Salomón, el rey más sabio que hubo jamás en la tierra, después de observar todos los afanes que ocupan a los hombres bajo el sol, la pintura, la escultura y todas las demás artes, comprendió que todas esas cosas estaban carcomidas por la envidia recíproca, y exclamó que no eran más que vanidad y aflicción de espíritu...
La sola cosa que nadie envidia es el último lugar. Y este último lugar es lo único que no es vanidad y aflicción de espíritu...
Sin embargo, «el hombre no es dueño de su camino»[31], y a veces comprobamos con sorpresa que estamos deseando lo que brilla. Entonces, coloquémonos humildemente entre los imperfectos, considerémonos almas pequeñas a las que Dios tiene que sostener a cada instante. Cuando él nos ve profundamente convencidas de nuestra nada, nos tiende la mano; pero si seguimos tratando de hacer algo grande, aunque sea so pretexto de celo, Jesús nos deja solas. «Cuando parece que voy a tropezar, tu misericordia, Señor, me sostiene» (Salmo XCIII). Sí, basta con humillarse, con soportar serenamente las propias imperfecciones. ¡He ahí la verdadera santidad!
Cojámonos de la mano, hermanita querida, y corramos al último lugar... Nadie vendrá a disputárnoslo...»[32].
«Yo no puedo tener miedo a un Dios que se ha hecho tan pequeño por mí... ¡Yo lo amo...! ¡Pues él es sólo amor y misericordia!»[33].
De Santa Edith Stein, tomamos unas reflexiones con ocasión de una pregunta sobre el «amor puro», y otras sobre la Cruz:
«Por amor puro entiende nuestro santo Padre Juan el amor de Dios por sí mismo; el de un corazón libre de todo apego a cualquier cosa creada: a sí mismo y al resto de las criaturas, pero también a todo consuelo y cosas similares que Dios pueda conceder al alma, a cualquier forma de devoción especial, etc.; el de un corazón que no desea otra cosa sino que se cumpla la voluntad de Dios y que se deja guiar por él sin resistencia (...)
¿Que si nosotros debemos aspirar a este amor puro? Por supuesto. Para esto hemos sido creados. Nuestra vida eterna consistirá en amar, y aquí, en la medida en que nos sea posible, debemos intentarlo. Para esto se hizo hombre Jesús, para ser nuestro camino. ¿Qué podemos hacer nosotros? Aspirar con todas nuestras fuerzas a quedarnos vacíos: los sentidos mortificados; la memoria, en la medida de lo posible, libre de las imágenes de este mundo y orientada por la esperanza hacia el cielo; el entendimiento, despojado de la investigación natural y de las sutilezas, en una mirada sencilla de fe, orientado a Dios; la voluntad (como ya dije) entregada en el amor a la voluntad divina.
Esto es muy fácil de decir, pero el trabajo de toda una vida no bastaría para alcanzar la meta, si Dios no hiciera lo esencial. Mientras, nosotros debemos confiar en que él no dejará que nos falte su gracia, si hacemos fielmente lo poco que podemos hacer. Poco, tomado absolutamente, es muy mucho para nosotros»[34].
«Quien pertenece a Cristo debe vivir la vida de Cristo en su totalidad, ha de alcanzar la madurez del Salvador y andar por el camino de la Cruz, hasta el Getsemaní y el Gólgota. Y todos los sufrimientos que vienen de fuera son nada en comparación con la noche del alma, cuando la luz divina ha desaparecido y la voz del Señor no se escucha más. Dios está allí presente, pero escondido y silencioso. ¿Y por qué sucede esto de esa manera? Se trata de secretos de Dios, sobre los cuales hablamos, pero que en definitiva nunca podremos dilucidar totalmente. Sólo alcanzamos a vislumbrar algunas facetas de ese misterio y por eso Dios se hizo hombre, para hacernos participar de una manera nueva de su vida divina.
Ese es el comienzo y la meta final, pero en medio existe todavía otra cosa. Cristo es Dios y hombre al mismo tiempo y quien quiere compartir su vida tiene que participar de su vida divina y humana. La naturaleza humana que El asumió le dio la posibilidad de padecer y morir; la naturaleza divina que El poseía desde toda la eternidad le dio a su pasión y muerte un valor infinito y una fuerza redentora. La pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo se continúan en su cuerpo místico y en cada uno de sus miembros. Todo hombre tiene que padecer y morir, pero si él es un miembro vivo del cuerpo místico de Cristo, entonces su sufrimiento y su muerte reciben una fuerza redentora en virtud de la divinidad de la Cabeza. Esa es la razón objetiva de por qué los santos anhelaban el sufrimiento. No se trata de un gusto patológico por el sufrimiento.
A los ojos de la razón natural puede parecer esto una perversión, pero a la luz del misterio de la salvación es lo más razonable. Es así que los que están realmente unidos a Cristo permanecen inquebrantables, aun cuando en la oscuridad de la noche experimentan personalmente la lejanía y el abandono de Dios. Quizá permite la divina Providencia el sufrimiento precisamente para liberar a quienes están atados. Por eso, 'hágase tu voluntad', también y sobre todo en la noche más oscura»[35].
«Estoy contenta con todo. Una scientia crucis sólo se puede adquirir si se llega a experimentar a fondo la cruz. De esto estuve convencida desde el primer momento, y de corazón he dicho: ¡Ave Crux, spes unica!»[36].
... Y esta breve pero enjundiosa «impresión» de Edith Stein, Santa Teresa Benedicta de la Cruz, sobre Santa Teresita del Niño Jesús:
«Lo que usted ha escrito acerca de Teresita me ha sorprendido (...) Mi impresión era sólo que aquí hay una vida humana modelada hasta el final única y exclusivamente por el amor de Dios. Yo no conozco nada más sublime y, en la medida en que es posible, de ello quisiera impregnar mi vida y la vida de todos aquellos que me rodean»[37].
Javier Sesé. Facultad de Teología. Universidad de Navarra
[1] Como es sabido se trata de una expresión atribuida a San Pío X, pronunciada muy pocos años después del fallecimiento de la santa, y antes de su beatificación y canonización.
[2] Escogió su nombre de religión pensando en Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, y también en San Benito, pues siempre se sintió también muy vinculada a la orden benedictina, de la que estimaba particularmente su forma de vivir la liturgia; además, la dirección espiritual del abad Walzer, del monasterio benedictino de Beuron, fue decisiva en su vida.
[3] Por este motivo también, van a ser escasas las citas literales directas de las dos escritoras, pues frases o párrafos concretos, aislados de su contexto y ambiente, pueden oscurecer en lugar de aclarar las ideas principales que deseo destacar. Justamente desearía que estas reflexiones animaran al lector a una lectura, o relectura, directa de las dos santas. En concreto, para Santa Teresa del Niño Jesús, me remito, sobre todo, a los Manuscritos autobiográficos (agrupados tradicionalmente en la Historia de un alma), a sus Cartas, Poesías y Oraciones y a las Ultimas conversaciones; todo ello se puede encontrar, en castellano, en el reciente y cuidado volumen: TERESA DE LISIEUX, Obras completas, Monte Carmelo, Burgos, 1996; en un segundo volumen, con el título Teatro y poesías, aparecido este año en la misma editorial, se incluyen todas las poesías (algunas faltaban en el anterior) y las obras de teatro o «recreaciones piadosas». Esta edición, que se corresponde con la francesa denominada «del centenario», contiene, por lo demás, abundantes notas que ayudan mucho a la lectura, con fragmentos de cartas dirigidas a ella y otros documentos que van completando su perfil personal.
Para SANTA EDITH STEIN, interesan sobre todo, desde el punto de vista que nos ocupa, sus cartas, editadas recientemente en castellano en Autorretrato epistolar (1916-1942), Editorial de Espiritualidad, Madrid 1996 (con anterioridad se había publicado tan sólo una selección, en la misma editorial; esta edición completa está bien realizada y anotada); la Ciencia de la Cruz, Monte Carmelo, Burgos, 1989 (segunda edición: 1994); el conjunto de catorce escritos espirituales breves, recogidos bajo el título de uno de ellos: Los caminos del silencio interior, Editorial de Espiritualidad, Madrid, 1988; y la principal biografía hasta la fecha: THERESIA A MATRE DEI, Edith Stein. En busca de Dios, Verbo Divino, Estella 1988 (6ª edición).
[4] Para los menos conocedores del entorno familiar de las dos santas, recordaremos que Teresa fue la más pequeña de nueve hermanos, aunque sólo sobrevivieron a la infancia cinco niñas. La madre murió cuando Teresa contaba cuatro años; Paulina, la segunda hija, hizo las veces de madre con ella; María, la mayor, la sustituyó, cuando Paulina entró en el Carmelo —por eso, Teresa trata habitualmente a la primera de «madre» y a la segunda de «madrina»—. María y la propia Teresa siguieron los pasos de Paulina; y lo mismo hizo más tarde Celina, la más cercana en edad a Teresa y muy unida a ella desde la infancia, al morir el Sr. Martin, de una grave enfermedad psíquica que hizo sufrir mucho a las cinco hermanas. La intermedia, Leonia, con la que menos relación tuvo Teresa pero no poco afecto, fue monja de la Visitación, tras varios intentos frustrados. A diferencia de Teresa, las cuatro hermanas murieron muy ancianas, lo que resultó providencial para el proceso de la santa y la difusión de su figura y sus escritos. Teresa tuvo también una relación muy íntima con su tío materno, su esposa y sus dos primas, sobre todo con María Guérin, que también ingresó en el Carmelo de Lisieux, poco después que Celina.
Respecto a Edith Stein, era también la menor, en este caso de once hermanos, de los que superaron la infancia siete. Quedó huérfana de padre a los dos años; por lo que tuvo una vinculación muy particular con su madre. Sólo una de sus hermanas, Rosa, la siguió en el camino de la fe, e incluso en el martirio, que sufrieron juntas, pues Rosa marchó también a Holanda tras su hermana menor, se hizo terciaria carmelita y trabajó los últimos meses como portera y sacristana del convento, donde las detuvieron a ambas. Su madre, sus demás hermanos y familiares no entendieron nunca la conversión de Edith, y mucho menos su ingreso en el Carmelo. La madre —piadosa y fiel judía— murió al poco de ingresar Edith en el convento de Colonia. Otros dos hermanos —Paul y Frieda— murieron también en campos de concentración durante la guerra; el resto de la familia sufrió numerosas y dolorosas vicisitudes en la persecución nazi.
[5] Santa Teresa del Niño Jesús murió en 1897 y Edith Stein había nacido en 1892; se bautizó el 1 de enero de 1922.
[6] Edith Stein y otros discípulos de Husserl se sintieron decepcionados ante la evolución idealista que experimentó el maestro a partir de un determinado momento, ya que lo que les había atraído de la fenomenología era justamente lo que consideraban una superación de los excesos del racionalismo y del idealismo. Además, Edith, que trabajaba como asistente de Husserl por entonces, se sintió en cierta medida utilizada por su maestro casi como una mera correctora de pruebas, y no suficientemente valorada intelectualmente. Esto no quita que siempre guardara una enorme gratitud y admiración intelectual hacia Husserl, que se transformó en auténtica caridad cristiana y abundante oración por su alma desde su conversión. Esa oración dio sus frutos en los últimos años de la vida del viejo maestro, en los que se acercó clara y conscientemente a Dios.
[7] Teresa estudió en un buen colegio religioso, era buena y atenta lectora, y su ambiente familiar era culto e interesado por la cultura; pero aun así, su pronto ingreso en el Carmelo, el ritmo de vida del mismo, y su prematura muerte no le permitieron dedicarse con intensidad al estudio, y tampoco parece que tuviera una inclinación especial hacia lo científico.
[8] No se trata solo del nivel y la importancia del círculo intelectual fenomenológico, a la cabeza de la intelectualidad de la época, al que Edith Stein pertenecía plenamente, sino de sus contactos e intercambios intelectuales con numerosas figuras y corrientes de pensamiento de la época, que incluso se ampliaron en el ámbito católico tras su conversi6n, y no desaparecieron después, dentro de los muros del Carmelo. Sin embargo, entre otras frustraciones de sus ambiciones intelectuales, nunca consiguió el acceso a la enseñanza superior, discriminada primero como mujer, después como judía, y también en algunos círculos como católica conversa. De hecho, sólo en el ámbito intelectual católico se sintió suficientemente querida y valorada, y pudo dar así lo mejor de sí misma también desde el punto de vista científico, como maestra, conferenciante y escritora, aunque renunció luego definitivamente a los dos primeros aspectos al hacerse carmelita descalza. Volveremos sobre el sentido de esas renuncias.
[9] Aun así, no faltan momentos en que Santa Teresa del Niño Jesús toma expresa y conscientemente el papel de maestra, aunque sea con su habitual sencillez; sobre todo en los últimos años de su vida, con sus hermanas y su prima, las novicias que se le confían, e incluso con la Madre María de Gonzaga, priora entonces, en la memorable carta que figura con el número 190 en la citada edición.
[10] La propia Teresa se aplica estas palabras a sí misma algunas veces: por ejemplo, en la mencionada carta a la Madre María de Gonzaga, o en la carta 247, al abate Belliére, uno de los misioneros que se le confiaron, y en Ms A, 49rº, etc.
[11] Cada vez son más las voces, en efecto, que desde el Magisterio de la Iglesia y desde la propia Teología recomiendan de una u otra forma una mayor incorporación de la experiencia personal y la doctrina de los santos a la reflexión teológica en todas sus vertientes. El Catecismo de la Iglesia Católica, sin ir más lejos, es un buen ejemplo del fruto que puede dar esta metodología en la enseñanza y comprensión de la fe.
[12] Además de lo señalado en nota anterior, después de su muerte también ha sufrido Edith Stein incomprensiones y discriminaciones intelectuales injustas; por ejemplo, en los ambientes teológicos más influidos por el existencialismo, que no le perdonan sus firmes críticas a Heidegger. Sin embargo, desde su beatificación, el interés por su ejemplo de santidad y por su enseñanza espiritual estan provocando también una mayor difusión de su filosofía y de su teología en general. Por contra, quizá sean sus conferencias sobre la mujer las que menos críticas han recibido, al tratarse de una adelantada de un feminismo sensato y coherente.
[13] Sobre este acontecimiento decisivo en su vida, ver, por ejemplo, THERESIA A MATRE DEI, Edith Stein..., cit., capítulo 6.
[14] Sobre todo, había impresionado mucho a Edith el talante con que la esposa de uno de sus profesores más queridos, Adolf Reinach, fallecido en la primera guerra mundial, había afrontado la muerte del marido: descubrió ahí una imagen insospechada del cristianismo, pues los dos esposos —recientemente bautizados en la Iglesia evangélica— eran profundamente creyentes y piadosos.
[15] Su nombre completo es Hedwig Conrad-Martius: seguramente su mejor amiga, también filósofa de prestigio y de religión protestante. Edith había quedado sola en la casa de su amiga aquella noche, al haber salido el matrimonio, y buscó una lectura nueva con que entretenerse; así cayó en sus manos la autobiografía teresiana.
[16] Carta n. 32, 12 de febrero de 1928, a Sor Calista Kopf, O. P.
[17] Carta n. 114, 13 de noviembre de 1932, a Hedwig Conrad-Martius.
[18] Nos referimos de nuevo al futuro libro titulado Ser finito y ser eterno.
[19] Cfr., por ejemplo, Sobre la historia y el espíritu del Carmelo, publicado por primera vez en el suplemento dominical del «Augsburger Postzeitung», el 31-III-1935; en castellano, recogido en E. STEIN, Los caminos del silencio interior, cit., pp. 173-189; cfr. también las cartas nn. 125, 216 y 238.
[20] Edith Stein, en particular, sí podía reconocer en sí misma cierta autoridad docente en el campo filosófico, aunque se valoró muy poco también en eso; pero nunca se sintió una autoridad en cuestiones espirituales.
[21] Conviene no olvidar el contexto en el que se desarrollaban, en la época de Santa Teresa del Niño Jesús, las relaciones entre religiosas y sacerdotes —religiosos o no—. Todavía hoy, aunque ha cambiado mucho el ambiente y el contexto, se aprecia vivamente la enorme admiración, llena de cariño y respeto, que sienten las religiosas, y particularmente las de clausura, por la «sabiduría» de cualquier sacerdote, por el simple hecho de serlo.
[22] En el caso de Santa Edith Stein esta observación puede plantear dificultades, porque además es y quiere ser realmente una filósofa, en el sentido científico del término; y en muchos de sus escritos se entremezcla, desde luego, lo sapiencial con lo científico, como ocurre, por otra parte, con otros santos teólogos clásicos. No entro, por eso, en cómo valorar su enseñanza en otros terrenos, pero en el espiritual mantengo el principio general, y así pienso que hay que leer, particularmente, su Ciencia de la Cruz.
[23] En este mundo tan sensible a las cuestiones feministas no está de más recordar que en este artículo estamos hablando de dos santas, y que las tres últimas doctoras de la Iglesia son mujeres, y precisamente por su doctrina espiritual y principalmente por ella.
[24] Realizamos ya un análisis parcial de esa obra hace unos años en J. SESÉ, La "Ciencia de la Cruz». La enseñanza de San Juan de la Cruz a la luz del pensamiento de la Beata Edith Stein, en «Scripta Theologica» 23 (199112) 643-665.
[25] El libro se interrumpe precisamente cuando está narrando y analizando la muerte de San Juan de la Cruz, en la tercera parte de la obra, que lleva el significativo título «El seguimiento de la Cruz».
[26] Sin pretender ser exhaustivos, podemos recordar algunos de esos sufrimientos: en Santa Teresa del Niño Jesús, la grave enfermedad de su niñez y la dolorosísima que le llevó a la muerte; la humillante enfermedad de su padre; las dificultades para entrar, muy joven, en el Carmelo; las pequeñas, en su mayoría, pero casi constantes humillaciones en su vida conventual; las incomprensiones de algunos familiares y amigos; los periodos de profunda sequedad interior, etc. En Santa Edith Stein, culminando en el martirio, la persecución, el destierro y la cárcel por su raza y por su fe; el sufrimiento por la suerte de su amado pueblo judío; la incomprensión de su conversión y su vocación por parte de su familia y amigos, y sobre todo de su madre; la casi constante injusta discriminación profesional, etc.
[27] Nos referimos, por supuesto, a la enfermedad del Sr. Martin, y todo lo que la rodeó; y también a determinadas experiencias de sequedad interior que todas las hermanas sufrieron de una u otra forma, pero siempre con la pequeña Teresa a la cabeza, en la intensidad del dolor, en su comprensión sobrenatural, en su amor a la cruz, etc. Además, aunque sólo Teresita sufre físicamente las consecuencias de su dolorosa enfermedad final, el sufrimiento por su causa fue también muy grande para sus hermanas, siempre tan unidas entre sí, incluida Leonia, más alejada entonces físicamente.
[28] Ya nos hemos referido al dolor compartido por las hermanas Martin. Con Edith Stein murieron sus hermanas Rosa —también conversa— y Frieda, y su hermano Paul, y el resto de su numerosa familia sufrió duras prisiones, destierros, discriminaciones, etc.; por no hablar de las decenas de judíos alemanes, polacos, holandeses, etc., buenos amigos de Edith, y que sufrieron como ella a manos de los nazis: varias amigas, en concreto, le siguieron tanto en la fe como en el martirio.
[29] Alusión al Cantar de los Cantares 4, 9. La cita anterior que incluye Teresa corresponde a Is 49, 15.
[30] Carta 191, 12 de julio de 1896, a Leonia. Los subrayados, exclamaciones, puntos suspensivos, etc., son siempre de la autora, y característica típica de su estilo literario.
[31] Jer 10, 23; las anteriores referencias a Salomón corresponden a Qo 2, 11 y 4, 4.
[32] Carta 243, 7 de junio 1897, a Sor Genoveva (Celina).
[33] Carta 266, 25 de agosto de 1897, al abate Belliére.
[34] Carta 301, 30 de marzo de 1940, a Sor Agnella Stadmüller, O. P.
[35] El misterio de la Nochebuena, conferencia pronunciada en 1930, recogida en Los caminos del silencio interior, cit., pp. 54-55.
[36] Carta 320, diciembre de 1941, a la Madre Ambrosia Antonia Engelmann, priora de su convento entonces. Palabras escritas justamente en el tiempo en que trabajaba en su libro póstumo sobre la Cruz, y las dificultades de todo tipo arreciaban.
[37] Carta 125, 17 de marzo de 1933, a Sor Adelgundis Jaegerschmid, O. S. B. Desconocemos lo que la destinataria había escrito sobre Santa Teresita.
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