Una buena escuela católica, además de educar a la persona en su totalidad, debería ayudar a todos sus alumnos a ser santos
La escuela como instrumento de transmisión de la cultura y de educación en la libertad[1]
Los obispos de Cataluña han querido recordar un documento, escrito hace 25 años. Como su título indica, habla de las raíces cristianas de Cataluña, en unos años en que el proceso de secularización de la sociedad comenzaba a manifestarse con gran virulencia.
Como siempre, en tiempos de crisis, la Iglesia nos anima a dirigir nuestra mirada hacia lo esencial, hacia la familia y la educación.
El documento, después de recordar el derecho originario e inalienable de los padres en la educación de sus hijos (n. 17), toca un punto que nos servirá como eje para desarrollar esta exposición: la escuela como instrumento de transmisión de la cultura y de educación en la libertad (n. 18). Si queremos transmitir la fe desde los colegios y universidades, la fe ha de ser cultura. La fe ha de ser matemáticas, historia, ciencias naturales, etc. La escuela necesita profesores que sean “Heraldos del Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos, enamorados de Dios” (Juan Pablo II, Discurso al Simposio del Consejo de la Conferencia Episcopal de Europa, 11-X-1985 ).
Expertos en humanidad, expertos en la fe, pero también buenos conocedores del corazón del hombre al que sólo se llega en un ambiente de libertad.
La educación cristiana consta de un aspecto objetivo: los conocimientos, la cultura, también la cultura religiosa; y de otro subjetivo, la vida cristiana, el don de la gracia y la respuesta libre del hombre. Mientras que el primero, incluida la asignatura de religión, se regula académicamente mediante programas y exámenes, el segundo aspecto sólo puede ser real si se procura un clima de verdadera libertad en la participación de los medios para cultivar la vida espiritual.
La tentativa de una escuela cristiana de valores, pero sin Cristo
Actualmente, como dice el documento de los obispos catalanes, hay quienes mantienen que se pueden defender y vivir los valores [cristianos] heredados sin hacer ninguna referencia a la fe cristiana (7), y tratan de exponer una enseñanza neutral. Pero, ¿cuánto tiempo se puede alargar la vida de estos valores sin raíz? La finalidad de la escuela católica está ligada desde sus orígenes a la fe y a la predicación de Jesucristo:
Una buena escuela educa integralmente a la persona en su totalidad. Y una buena escuela católica, además de este aspecto, debería ayudar a todos sus alumnos a ser santos (Saludo del Santo Padre Benedicto XVI a los alumnos del Colegio Universitario Santa María de Twickenham, London Borough of Richmond, 17 de septiembre de 2010).
Es decir, en una escuela cristiana, no basta explicar los valores cristianos: hay que hablar —y con profundidad— de Jesucristo y de la Iglesia; pero tampoco eso basta. Hay que ayudar a los alumnos a ser santos. Se les ha de facilitar que profundicen y vivan su compromiso bautismal mediante la oración y la recepción de los sacramentos y orientación para descubrir su propia vocación.
Ha de haber un espacio y un tiempo para lo sagrado, tanto a nivel colegial como personal y, a la vez, este espacio debe ser auténticamente libre, en el sentido más profundo de la expresión.
Debemos crear ámbitos de libertad en las escuelas —y fuera de ellas— para que los alumnos que quieran puedan acudir a los sacramentos y a la práctica de la oración. La verdadera respuesta a la fe sólo puede ser libre, pero no trivial: hay que abandonar las categorías “voluntario-obligatorio”: hay que asistir a esta Misa porque es obligatoria; esta otra, en cambio, es libre y, por tanto, va el que quiere; voy a hablar con el sacerdote porque me lo mandan… En un ámbito de libertad el planteamiento cambia radicalmente: —¡Qué suerte tenemos en nuestra escuela porque podemos asistir a Misa con frecuencia, tenemos sacerdotes que, no sólo nos confiesan en un horario y cuando se lo pedimos, sino que rezan por nuestras cosas que les podemos explicar con toda confianza! Los profesores, además de procurar que seamos buenos estudiantes nos ayudan a querernos y nos aconsejan cuando les planteamos un problema con nuestros padres y amigos.
"Sabemos bien que para una auténtica obra educativa no basta una buena teoría o una doctrina que comunicar. Hace falta algo mucho más grande y humano: la cercanía, vivida diariamente, que es propia del amor y que tiene su espacio más propicio ante todo en la comunidad familiar" (Discurso del Santo Padre Benedicto XVI en la ceremonia de apertura de la Asamblea Eclesial de la diócesis de Roma. Lunes 6 de junio de 2005).
Si queremos que la educación en la escuela sea íntegra, debemos imitar el amor y la cercanía propia de los miembros de una familia cristiana. Sin pretender sustituir a los padres en la formación de sus hijos, el colegio les puede ayudar facilitando ámbitos de amistad y de piedad donde los hijos crezcan espiritualmente. En el fondo se trata de facilitar lugares para llegar al corazón de los alumnos, que es lo mismo que decir ámbitos de libertad.
El gran patrono de los educadores, san Juan Bosco, recordaba a sus hijos espirituales que "la educación es cosa del corazón y sólo Dios es su dueño" (Epistolario, 4, 209). "[…] La relación educativa es, por su naturaleza, delicada, pues implica la libertad del otro, al que siempre se impulsa, aunque sea dulcemente, a tomar decisiones. Ni los padres, ni los sacerdotes o los catequistas, ni los demás educadores pueden sustituir la libertad del niño, del muchacho o del joven al que se dirigen. De modo especial, la propuesta cristiana interpela a fondo la libertad, llamándola a la fe y a la conversión" (Discurso del Santo Padre Benedicto XVI en la ceremonia de apertura de la Asamblea Eclesial de la diócesis de Roma. Lunes 6 de junio de 2005).
Sólo respetando su libertad, llegaremos al corazón de los niños y de los jóvenes. Llegar al corazón significa ayudar, colaborar en el crecimiento humano y sobrenatural de sus almas, “ayudar a crecer” (Víctor García Hoz).
El respeto de la libertad de los niños no se fundamenta en el presupuesto rousoniano de que el hombre es bueno por naturaleza y, por tanto, no necesita ninguna ayuda para mejorar. Dice Rousseau: Hay que tener mucho cuidado en no alterar el propio ser, “Hay que ser uno mismo”: hay que ser la propia sensibilidad como Dios es su propio ser. Dios, que es todo acto, ¿tiene necesidad de ser formado? Hay que considerar como pecado todo intento de formarse o dejarse formar, de rectificarse, de reducir las discordancias a unidad. Venga de la razón o de la gracia, toda forma impuesta al mundo interior del alma humana lesiona sacrílegamente su naturaleza (Jacques Maritain, Tres reformadores: Lutero, Descartes, Rousseau. Ediciones Encuentro, Madrid 2006 n.3, p. 86).
Según Rousseau no existe miseria alguna en el interior del hombre, pues no existe inclinación alguna al mal. Justamente lo contrario, el mal consiste en intentar formar o reformar lo que —según él— no necesita cambio, porque su plenitud está en su propio yo.
Se entiende que Juan Pablo II alertara de esta tendencia a considerar la ayuda de otra persona como una intromisión a la propia conciencia: "Hay que superar la tendencia, bastante generalizada, a rechazar cualquier mediación salvífica, poniendo al pecador en relación directa con Dios" (Juan Pablo II, Discurso a los obispos portugueses en visita ‘ad límina’, 30 de noviembre de 1999 n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de diciembre de 1999, p. 6).
El niño necesita de otras personas, de un ambiente exterior, también en la escuela, para poder desarrollar sus cualidades y contrarrestar sus defectos y equivocaciones.
"El hombre no solamente está constituido de dentro a fuera, sino que también hay una línea de fuerza de fuera a dentro, y negarla o pasarla por alto es un espiritualismo que siempre se toma su venganza con extraordinaria rapidez. Lo santo, el Santo, existe en el mundo y, si la fuerza pedagógica de su expresión visible desaparece, esto conduciría también a la superficialidad y al embrutecimiento de la humanidad y del mundo" (Ratzinger, La Eucaristía como centro de la vida. Dios está cerca de nosotros. Edicep, Valencia 2005, 111).
El Sacramento de la Penitencia o la reforma del corazón
"La educación —y más todavía la educación cristiana— exige la formación del entendimiento y de la conciencia, junto con la reforma del corazón. De aquí el valor pedagógico del Sacramento de la Confesión" (Discurso de Benedicto XVI a los participantes del Curso sobre el Fuero Interno, promovido por la Penitenciaria Apostólica el 25 de marzo de 2011). Tanto el sacerdote como el penitente son conscientes de la necesidad de curación del propio corazón. Sólo la conversión, la purificación interior, nos puede librar de la esclavitud del pecado. Como en la educación hay que luchar por vencer las malas inclinaciones, la Penitencia ocupará un lugar privilegiado.
Benedicto XVI, después de enumerar a modo de ejemplo algunos santos que destacan por “la fiel y generosa disponibilidad (…) a escuchar las confesiones (…) como san Juan María Vianney, san Juan Bosco, san Josemaría Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y san Leopoldo Mandić”, se pregunta: ¿De qué modo educa el Sacramento de la Penitencia? La respuesta es doble.
En primer lugar, a los que administran el sacramento les convierte en testigos privilegiados de la Misericordia divina y de la fe del penitente, que acude a ellos mediante un acto de fe. Incluso cuando le corresponde asistir a los abismos más profundos del alma humana, en el que se “pone a prueba la humanidad y la fe del propio sacerdote”.
Pero, sobre todo, nos interesa subrayar un segundo aspecto señalado por Benedicto XVI: “¿Cuál es el valor pedagógico del Sacramento de la Reconciliación para los penitentes?” Al examinar su propia conciencia, el penitente vive una experiencia única de libertad personal. “El examen de conciencia tiene un valor pedagógico importante: educa a mirar con sinceridad la propia existencia, a confrontarla con la verdad del Evangelio y a valorarla con parámetros no sólo humanos, sino también tomados de la Revelación divina. La confrontación con los Mandamientos, con las Bienaventuranzas y, sobre todo, con el Mandamiento del amor, constituye la primera gran «escuela penitencial»”.
Nada más lejos del relativismo. Cuando el penitente examina su conducta y su corazón para pedir perdón a Dios, en ningún momento se plantea que es él quien decide lo que está bien y lo que está mal: a Dios ha ofendido y a Dios ha de pedir perdón. Es imposible pensar que Jesucristo ha muerto en la Cruz por lo que a mí me parece pecado, y a otro quizá no. Si así fuera, si soy yo el que decide lo que ofende a Dios y lo que no, poco me falta para perdonarme a mí mismo los pecados; es decir, si mi voluntad es la causa de la constitución objetiva del pecado, también puede serlo de la subjetiva, del pecado cometido por mí.
El penitente sabe que no se puede perdonar a sí mismo, que no puede eliminar el pecado con sus solas fuerzas. En el esfuerzo de encontrar la raíz de sus pecados, encuentra la ayuda de Jesucristo, el único capaz de perdonar los pecados. Y sabe también que no podrá librarse de una vez para siempre de todos los pecados, ni siquiera de aquellos de los que se acusa en esa confesión. Por esto, dice Benedicto XVI: La confesión íntegra de los pecados educa al penitente en la humildad, en el reconocimiento de su propia fragilidad y, a la vez, en la conciencia de la necesidad del perdón de Dios y en la confianza en que la Gracia divina puede transformar la vida. Del mismo modo, la escucha de las amonestaciones y de los consejos del confesor es importante para el juicio sobre los actos, para el camino espiritual y para la curación interior del penitente.
Por niño que sea el penitente, debe ser escuchado “de verdad y en profundidad”. Para ello es importante el tiempo y el lugar de acogida, así como la exclusividad de dedicación a cada alma. Una atención demasiado rápida y rutinaria, fácilmente acaba en una trivialización de la Confesión y, a la larga, del pecado. La práctica de la Confesión frecuente no justifica una atención ligera. Más bien, al contrario, debería ser un instrumento estructural de toda la vida sacramental. Por esto conviene no desligar el Sacramento del Perdón de la Eucaristía, de otras prácticas de piedad y, sobre todo de la caridad. Deben marchar a la par. Una persona que recibe un tratamiento médico, también debe alimentarse y cuidar la manera de vivir. Pero si el enfermo se limita a recibir el tratamiento y no come ni se cuida, enfermará todavía más y pensará que el tratamiento que ha recibido no era bueno y lo abandonará tarde o temprano.
El penitente debe entender, aprender y procurar poner en práctica los consejos recibidos del sacerdote. Si al penitente se le exige integridad y sinceridad, al confesor también se le exige integridad y sinceridad: debe decir lo que en conciencia piensa que necesita el alma del penitente para cumplir la ley de Dios. Esto sólo se puede lograr en un clima de lealtad.
Para ello no sirve cualquier sitio, ni todas las personas responden de la misma manera. Una manera de lograr un clima de confianza y, a la vez, sobrenatural, es el confesionario. Permite acercarse a recibir el perdón y consejo para la propia alma sin darse a conocer, por un lado, pero reconociendo, por otro, a Cristo en la persona del confesor. Es un tipo de anonimato relativo, respetable y práctico, porque el pecador asume su pecado y Dios, por medio del sacerdote, le perdona.
La pedagogía de la penitencia en lugar de diluir la responsabilidad del pecador en la comunidad[2], lo pone frente al pecado en toda su crudeza. Y el arrepentimiento del pecado y la gracia de Cristo —nunca auto justificación— eliminan el pecado.
La acogida de la penitencia y la escucha de las palabras «Yo te absuelvo de tus pecados» representan, por último, una verdadera escuela de amor y de esperanza, que guía a la plena confianza en el Dios Amor revelado en Jesucristo, a la responsabilidad y al compromiso de la conversión continua.
La conversión debe ser libre, continua, permanente. El que todo-lo-ve es garantía de esperanza, puesto que todo-lo-perdona: no hay necesidad de aparentar ni de justificar el pecado. No hay que tener miedo a nada ni a nadie, porque Dios está siempre con nosotros, también cuando le ofendemos. No hay lugar al desánimo por las propias faltas ni por las faltas de los demás.
Valores para los no creyentes
Una escuela cristiana que enseñe valores pero no anuncie a Jesucristo, como veíamos, es una contradicción. Con el tiempo, esas instituciones acaban languideciendo hasta perder su ideario original. Otra cosa distinta —y frecuente— es que muchos padres lleven a sus hijos a escuelas cristianas para educarles en una serie de valores humanos, considerando la fe, simplemente, como una costumbre o tradición del colegio. Estos padres provienen de distintos ámbitos: padres agradecidos por la formación que ellos mismos recibieron en una escuela cristiana, pero que han perdido la fe; padres que buscan una formación técnica y humana de cualidad que encuentran en un colegio cristiano; padres que buscan para sus hijos problemáticos una formación más personalizada; o incluso, padres que, por comodidad —quizás la simple proximidad— llevan a sus hijos a una escuela cristiana.
La diferencia es grande: una cosa es enseñar valores cristianos sin hablar de Cristo —para que nadie se enfade—, y otra muy distinta es hablar de Cristo a personas que no comparten nuestra fe, pero sí parte de nuestros valores. Tenemos un ejemplo en las palabras de Benedicto XVI a los alumnos del Colegio Universitario Santa María de Twickenham: "Sé que hay muchos no-católicos estudiando en las escuelas católicas de Gran Bretaña, y deseo incluiros a todos vosotros en mi mensaje de hoy. Rezo para que también vosotros os sintáis movidos a la práctica de la virtud y crezcáis en el conocimiento y en la amistad con Dios junto a vuestros compañeros católicos. Sois para ellos un signo que les recuerda ese horizonte mayor, que está fuera de la escuela, y de hecho, es bueno que el respeto y la amistad entre miembros de diversas tradiciones religiosas forme parte de las virtudes que se aprenden en una escuela católica. Igualmente, confío en que queráis compartir con otros los valores e ideas aprendidos gracias a la educación cristiana que habéis recibido" (Saludo del Santo Padre Benedicto XVI a los alumnos del Colegio Universitario Santa Maríade Twickenham, London Borough of Richmond. Viernes 17 de septiembre de 2010).
Lo primero que hace el Santo Padre es reconocer una verdad elemental: la presencia de no católicos en las escuelas católicas. Por tanto, habrá que actuar conforme a esta realidad y de ninguna manera dar por supuesto que todos comparten la misma fe. Luego anima a los no católicos a la práctica de la virtud y el conocimiento de Dios. Finalmente, no ve la presencia de los no católicos en las escuelas como un obstáculo para los creyentes; por el contrario, los considera signo de la realidad existente fuera de la escuela y les anima a cultivar la amistad con todos y a compartir con otros los valores e ideas aprendidas.
Hace falta una gran coherencia en el sistema educativo si quiere ser eficaz, no sólo humanamente, sino espiritualmente. Entonces, será más fácil la coherencia de todas las personas que intervienen en la educación: porque sólo los que actúan en verdad —según lo que son y lo que creen— deben dedicarse a la formación de los demás. Y en lugar de ocultar a Cristo a los ojos de los no católicos —y, con frecuencia, de los católicos también— hay que mostrar a todos el verdadero rostro de Cristo, para que libremente se acerque a Él y puedan participar de su amor.
Josemaría Pastor
(1) Estas consideraciones se dirigen principalmente a las escuelas católicas o de inspiración cristiana. Pero, de alguna manera, son aplicables a todo centro educativo porque los principios cristianos son universales y se basan en la dignidad de la persona.
(2) Es lo que ocurriría con las absoluciones colectivas, cuando se imparten fuera de los casos verdaderamente excepcionales previstos por la Iglesia.
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