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Intervención del profesor Víctor García Ruiz, de la Universidad de Navarra, en el Seminario titulado ‘Newman, hoy’, organizado por el Instituto de Antropología y Ética, y celebrado el 14.X.2010 en el Edificio Central de dicha universidad
Elaboro mínimamente los textos que expuse oralmente durante la jornada dedicada a Newman, hoy organizada por el Instituto de Antropología y Ética que se celebró el 14 de octubre de 2010. Soy consciente, y pido disculpas, por el tono abrupto y lleno de esquinas que predomina en estas páginas, en las que solo pretendo abordar esquemáticamente algunos puntos, partiendo de una selección de citas newmanianas, en la que subrayo a voluntad. Confío en que la fuerza de los textos compense la pobreza de mi exposición.
Agradezco, por último, al Instituto que contribuya tan eficazmente a la difusión del pensamiento y la vida ejemplar del beato Newman.
1. Sentido religioso. Conversión
La especie de diario íntimo que Newman llevó durante los años 1859 y 1879 registra las siguientes palabras, a 25 de junio de 1869:
«He tenido tres enfermedades graves en mi vida, y hay que ver cómo me cambiaron. La primera, aguda y tremenda, siendo un chaval de quince años, me hizo cristiano; antes y después hubo cosas espantosas, que solo Dios conoce. La segunda, en 1827, no dolorosa pero sí fastidiosa y que me hizo añicos, fue cuando los Exámenes de Master; me arrancó por completo de mi incipiente liberalismo y marcó definitivamente mi orientación religiosa. La tercera fue en 1833, estando en Sicilia, antes de empezar el Movimiento de Oxford» (Suyo 425).
Diez años antes (15 diciembre 1859) había escrito en ese mismo diario sobre la primera de esas conversiones con un dramatismo que casi asusta: «Dios mío, tu gracia me cambió por completo a los quince años, cuando era no sólo un chico malo sino un auténtico demonio; y me diste lo que por tu bondad ya nunca he dejado de tener. Tú cambiaste mi corazón entonces» (Suyo 406).
La que sigue es, probablemente, la cita más famosa de Newman; y lo es con justicia porque contiene la experiencia más radical y fundante de toda su existencia. Dice así: «[esa primera conversión contribuyó a] aislarme de las cosas que me rodeaban, confirmar mi desconfianza hacia la realidad de los fenómenos materiales, y hacerme descansar en el pensamiento de dos y sólo dos seres absoluta y luminosamente autoevidentes: yo y mi Creador» (Apologia 31-32).
2. La fe y la razón.
La conversión a Dios le proveyó de unos principios de conocimiento cierto basado en la fe; unos principios o axiomas previos a la razón y compatibles con ella. Sobre la existencia de Dios:
«Para mí —ya lo he dicho— [la existencia de Dios] es cosa tan segura como la certeza de que yo existo, aunque cuando intento justificarla racionalmente no doy con ninguna manera o comparación que me deje satisfecho. En cambio, si miro a mi alrededor, me encuentro con un panorama que me llena de indecible tristeza. El mundo actual llama “mentira”, con todas sus letras, a esa gran verdad que llena todo mi ser, y el efecto que me produce es tan perturbador y alienante como si me negaran que yo existo en este mundo. La sensación que se apodera de mí cuando se contempla este mundo vivo y agitado sin captar ningún reflejo del Creador, es como si me pusieran frente a un espejo y no viera mi cara. Para mí este es el problema de esa Verdad primera y primordial de la existencia de Dios. Si no fuera por esa voz que habla tan claramente a mi conciencia y a mi corazón, yo sería ateo, panteísta o politeísta al mirar el mundo. Hablo de mí, de mi caso, nada más» (Apologia 279).
Por eso: «Tal y como yo lo veo, diez mil dificultades, no hacen una sola duda; dificultad y duda son cosas heterogéneas» (Apologia 277).
Hasta aquí predomina el conocimiento de la fe. Pero enseguida entra en juego la razón. Porque resulta que ese Dios es un Dios que se ha revelado. Lo cual levanta enseguida una multitud de preguntas racionales: ¿cómo, dónde, cuándo, cómo interpretar sus palabras? La razón se pone en marcha y Newman lo hace hasta el final, hasta las últimas consecuencias, llevando las cosas hasta el extremo, como le reprocharon sus contemporáneos.
Newman aplicó el ejercicio de la razón principalmente al estudio de la Iglesia Primitiva, de donde obtuvo el criterio de Antigüedad para construir desde él una eclesiología nueva para el anglicanismo. En eso consiste su teoría de la Via Media y el Movimiento de Oxford.
Su imaginación se veía asaltada por el vivo contraste entre, por un lado, hombres como Orígenes deseando morir mártir como su padre, u obispos como san Cipriano manteniendo su grey en tiempos de persecución, o san Atanasio sufriendo persecución por defender la doctrina, y todos obrando con una libertad y una autonomía absoluta; y, por otro lado, los clérigos casados, con beneficios eclesiásticos y un tanto tarugos, que satirizaba Jane Austen, el Parlamento de Westminster nombrando obispos y eliminando sedes episcopales en Irlanda, a base de votos de disidentes, ateos y hasta católicos, para más inri. Es decir, una Iglesia absolutamente sometida y maniatada por el Estado.
El primero de los Tractos iba dirigido a los clérigos y trataba del origen de su autoridad: ¿la popularidad, el éxito como predicador, sus títulos temporales? «Creo que se nos ha olvidado la verdadera base de nuestra autoridad: que descendemos de los apóstoles». En Apologia recuerda Newman con humor que «me divertí al enterarme de que un obispo, al leer uno de los primeros Tractos sobre la Sucesión Apostólica, no estaba muy seguro de si él la aceptaba o no».
Partimos de la Fe, pues. La Razón —los Padres de la Iglesia, básicamente— llevada hasta el final generaron la gran crisis de 1839 a 1845 que desembocó en la conversión de Newman a la Iglesia católica romana.
Los Padres de la Iglesia le ‘traicionaron’: ellos le mostraron cómo purificar su Iglesia, cómo hacerla católica para que recuperara su auténtico ser, el de los primeros tiempos. Y resultó algo del todo inesperado: resultó que lo que Newman buscaba ya existía, había existido desde el día de Pentecostés y era, ¡oh, Dios mío!, la vilipendiada Iglesia de Roma.
i. La crisis de 1839.
«Durante las vacaciones [de verano de 1839] me puse a releer autores que años antes había considerado como muy míos. No hay razones para suponer que yo pensara en Roma para nada. A mediados de junio comencé a estudiar y dominar la historia de los Monofisitas. La cuestión doctrinal me tenía absorbido; esto era más o menos entre el 13 de junio y el 30 de agosto. Y fue en medio de estas lecturas cuando me asaltó por primera vez la idea de que el Anglicanismo era insostenible. Recuerdo haber mencionado el 30 de julio, a un amigo con el que me encontré casualmente, lo notable que era la historia en cuestión. A fines de agosto me encontraba seriamente alarmado. […] Mi baluarte era la Antigüedad; y he aquí que, en pleno siglo V, me pareció ver reflejada la Cristiandad de los siglos XVI y XIX. Vi mi rostro en ese espejo: yo era un Monofisita. La Iglesia de la Via Media ocupaba el lugar de la Comunión Oriental; Roma estaba donde está ahora; y los protestantes eran los Eutiquianos» (Apologia 162-63).
ii. Poco después, Securus iudicat Orbis terrarum, Catolicidad se impone a Antigüedad.
«[un amigo] me llamó la atención sobre unas palabras impresionantes de san Agustín contenidas […] que yo había pasado por alto al leer el artículo. Decían: ‘Securus iudicat Orbis terrarum’. Repitió estas palabras una vez y otra; cuando se marchó, continuaron resonando en mis oídos. ‘Securus iudicat Orbis terrarum’. Iban más allá del caso de los Donatistas, se aplicaban también a los Monofisitas.
Daban al artículo una coherencia que yo no había advertido al principio. Decidían cuestiones eclesiales sobre una base y una regla más sencillas que el criterio de la Antigüedad. Es más, dado que san Agustín era una de las primeras voces de la Antigüedad, la Antigüedad estaba aquí condenándose a sí misma. […]
¿Quién es capaz de valorar las impresiones que recibe? Una simple frase, esas palabras de san Agustín, me golpearon con una fuerza que jamás había sentido antes en otras palabras. Fueron […] como el “tolle, lege, tolle, lege” del niño que convirtió al mismo san Agustín. Securus iudicat orbis terrarum! Con estas grandes palabras del antiguo Padre, que interpretaban y resumían el largo y accidentado curso de la historia de la Iglesia, la teoría de la “Via Media” había quedado absolutamente pulverizada.
Me llené de excitación ante la perspectiva que se abría ante mí. Acababa de empezar una serie de visitas y hablé de mi estado a dos amigos íntimos, y creo que a nadie más. Pero después me tranquilicé y se fueron disipando las vívidas impresiones de mi imaginación. Lo que reflexioné sobre estas cosas, intentaré describirlo ahora. Tenía que determinar su valor lógico y su repercusión sobre mi deber. Era claro que, como en la cena del rey Baltasar, yo había visto la sombra de una mano en la pared. Pero, a la vez, todavía tenía muchas cosas que aprender en la cuestión de las Iglesias, y tal vez recibiera alguna nueva luz. Quien ha visto un fantasma no vuelve a ser nunca el de antes. Los cielos se habían abierto y vuelto a cerrar. Por un momento había tenido la idea de que “después de todo, la Iglesia de Roma es quien tiene razón”, para luego desvanecerse. Mis antiguas convicciones continuaban como antes» (Apologia 165-67).
Bien pudo Newman afirmar: «Oxford [la razón, el estudio] me hizo católico», no los católicos.
3. Razón sí, racionalismo no.
El enemigo constante de su vida: el Liberalismo en religión. Al final de su vida, cuando fue hecho cardenal, dedicó su discurso a resumir su gran batalla:
«Me alegra decir que desde el principio me he opuesto a un gran mal. Por espacio de 30, 40, 50 años, he resistido con mis mejores energías el espíritu del Liberalismo en religión. […]
El Liberalismo en religión es la doctrina según la cual no existe una verdad positiva en el ámbito religioso sino que cualquier credo es tan bueno como otro cualquiera. Es una opinión que gana acometividad y fuerza día tras día. Se manifiesta incompatible con el reconocimiento de una religión como verdadera, y enseña que todas han de ser toleradas como asuntos de simple opinión. La religión revelada —se afirma— no es una verdad sino un sentimiento o inclinación; no obedece a un hecho objetivo o milagroso. Todo individuo, por lo tanto, tiene el derecho de interpretarla a su gusto. La devoción no se basa necesariamente en la fe. Una persona puede ir a iglesias protestantes y a iglesias católicas, obtener provecho de ambas y no pertenecer a ninguna. […]
Puesto que la religión es una característica tan personal y un bien exclusivamente privado —se añade—, debemos ignorarla del todo en las relaciones con otros hombres. ¿Qué me importa si un hombre adopta diariamente una nueva religión? Resulta tan impertinente pensar en la religión de una persona como lo sería interferir en la administración de su hogar. Lo religioso no es en modo alguno un vínculo de la sociedad» (Biglietto Speech 162-63).
Resulta difícil no pensar en el discurso dirigido por Benedicto XVI a ambas cámaras, Comunes y de los Lores, reunidas en Westminster Hall (Londres) el 17 de septiembre de 2010:
En carta a su hermana Harriet (10 octubre 1835), Newman intentaba distinguir el uso legítimo de la razón del ilegítimo. Decía:
«Racionalismo es el intento de saber cómo son cosas sobre las cuales no puedes saber nada. Cuando damos razones para unos supuestos hechos y los reducimos a dependencia unos de otros, experimentamos una satisfacción que no tenemos cuando los recibimos aislados y sin posibilidad de dar razón de ellos –satisfacción de la razón. Por otro lado, cuando ya desde el comienzo no podemos dar razón de ellos, proporciona una satisfacción de otro estilo, que procede de ellas mismas —esto es, de la imaginación. Cuando pedimos razones allí donde no se debe, racionalizamos. Cuando separamos y aislamos cosas que deberíamos conectar, somos supersticiosos» (Suyo 103).
4. La sensibilidad newmaniana para lo invisible: el mundo visible es un velo, nada más. En carta (10 mayo 1828) a Jemima a propósito de la muerte repentina de su querida hermana menor:
«el campo es tan bonito; las hojas recién salidas, lo bien que huele, el paisaje tan cambiante. Nunca capto mejor lo transitorio de este mundo que cuando disfruto con estas sensaciones en el campo. Hoy montando por ahí me he quedado impresionado, mucho más de lo que yo creía posible, con en estos dos versos del Año cristiano: ‘Cantar con voz solemne, nos recuerda nuestro destino’. Nuestra querida Mary me parece embebida en cada árbol, escondida detrás de cada colina. ¡Este mundo de los sentidos es un velo, una cortina! Un mundo muy bello, pero velo al fin» (Suyo 69).
Si quieren más, lean el sermón El mundo invisible (Sermones parroquiales, 4; número 13), predicado en junio de 1837.
También su conversión podría contemplarse como la absoluta primacía de Lo invisible, en este caso, sobre los lazos afectivos a los que Newman era tan sensible. Así lo diría cualquier lector del párrafo final del Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, el libro que marcó el fin de sus días como anglicano. El párrafo, aparentemente dirigido al lector, en realidad se lo dirige Newman a sí mismo, en el momento en que ya las razones no cuentan, solo la fe para cortar amarras:
«And now, dear reader, time is short, eternity is long. No apartes de ti lo que has encontrado en este libro; no lo veas como una cuestión de pura controversia religiosa; no te empeñes en rechazarlo, no busques la mejor manera de refutarlo; no te engañes pensando que todo procede de un desengaño, o del disgusto, o que es pura zozobra, o resentimiento, o cualquier otra debilidad. No te refugies en el recuerdo de la verdad, no acaricies ni idolatres las cosas que has amado. Time is short, eternity is long…
NUNC DIMITTIS SERVUUM TUUM, DOMINE, SECUNDUM VERBUM TUUM IN PACE; QUIA VIDERUNT OCULI MEI SALUTARE TUUM» (Essay on the Development 445).
Consecuencia muy directa de su penetración por lo invisible fue su desprendimiento de las cosas temporales, su absoluta falta de mundanidad. En 1859 apuntó en aquella libreta íntima una oración conmovedora:
«Cuando era joven, pensaba que me había entregado a Ti de todo corazón. Y en cuanto a voluntad, deseo y propósito, desde luego que así era. Quiero decir; dejé de lado el mundo de una forma deliberada. Pedía con sinceridad que no me dieran cargo eclesiástico alguno. Cuando me presenté a los exámenes pedí con fervor, una y otra vez, muchas, no sacar buenas calificaciones si eso me hacía daño. Más tarde, clérigo anglicano, pedía sin la menor condición ni reserva contra la posibilidad de encumbramiento en mi carrera eclesiástica. Hará unos treinta años que hasta puse en verso esta aspiración. “Niégame la riqueza; llévate lejos, lejos de mí el atractivo del poder y los honores”. No era solo “poesía” sino un deseo habitual. ¡Señor, Tú lo sabes bien! Yo sabía lo que decía, y que Tú concedes esas peticiones, y que a los hombres les tomas la palabra» (Suyo 405-06).
Otra consecuencia de esa facilidad para “aislarme de las cosas” fue la divulgación de un cierto mito acerca del “misterio sobre Newman”. Pero, como dijo un contemporáneo cuyo nombre no puedo localizar ahora, «el único misterio de Newman era que este mundo le importaba un comino [the only mystery about Newman was that he didn’t give a damn for this world]». Cosa que no todos podemos decir…
Más consecuencias: cómo amar a Dios invisible sobre todas las cosas al tiempo que se ama a los amigos, que sí se ven, y que Newman perdió al dar el paso y que tanto extrañó. Ellos eran su tesoro, un tesoro perdido. Así rompe el hielo con su entrañable John Keble, tras veinte años de incomunicación, en agosto 1863:
«Te cuento todo esto [detalles de un viaje a Francia] porque sé que te interesará. Nunca, ni por un momento, he dudado de tu afecto hacia mí; ni tampoco, nunca, me he sentido herido por tu silencio. Lo he interpretado fácilmente: no era el silencio de los hombres, ni el olvido de los hombres, que bien se acuerdan de mí y me nombran, siempre que sea para denigrarme.
Siempre pienso en ti con respeto y cariño; no hay nada que quiera más que a ti, a Isaac, y Copeland y otros muchos que podría nombrar, excepto Aquel a quien debo amar por encima de todo y todos. Quiera Dios, Él, que es la recompensa infinita para todo lo que he perdido, darme su Presencia; y entonces no querré nada más, no desearé nada más, porque nadie más que Él puede compensarme de haber perdido esos entrañables amigos cuyos rostros veo continuamente como fantasmas.
Siempre tuyo, con todo el afecto, John H Newman» (Suyo 255).
Acuérdense también de lo que cuenta Newman de sus primeros años de torpe convivencia con sus nuevos colegas en Oriel:
«Durante los primeros años de mi residencia en Oxford, aunque orgulloso de mi college, no me encontraba allí del todo como en mi propia casa. Yo era bastante solitario y acostumbraba a hacer mi paseo diario sin compañía alguna. Recuerdo que una vez me encontré con el Dr. Copleston, entonces Provost de Oriel, que iba acompañado de uno de los fellows. Se giró hacia mí y con aquella amable cortesía que tan bien le cuadraba me hizo una inclinación y dijo: ‘nunquam minus solus quam cum solus’ [‘nunca se está menos solo que cuando se está solo’. Cicerón. De Officiis III, 1]» (Apologia 63).
5. Atención a cómo se cita a Newman. Las citas deben ser largas. El caso típico es el brindis de la carta al Duque de Norfolk, al que acuden infaliblemente ciertos católicos “disidentes” que no desean aceptar la autoridad del Papa o del magisterio al tiempo que quieren mantenerse dentro de la Iglesia. Estos, que no han leído entera la Carta al Duque, hacen decir a Newman justo lo contrario de lo que defiende en ese texto: el Papa, la conciencia, la Ley moral, Dios, todos dicen lo mismo. La conciencia es la voz de Dios. Al igual que la fe y la razón, no pueden no decir lo mismo. El manoseado brindis, que sirve para rematar con un arabesco el punto quinto dedicado a la conciencia, dice así: «Añadiré un comentario. Caso de verme obligado a hablar de religión en un brindis de sobremesa —desde luego, no parece cosa muy probable—, beberé “¡Por el Papa!”, con mucho gusto. Pero primero “¡Por la Conciencia!”, después “¡Por el Papa!”» (Carta al Duque 82).
Pero antes en la misma Carta (76) había dicho, ente otras cosas: «Si algún Papa hablara en contra de la Conciencia, en el sentido auténtico de la palabra, estaría cometiendo un acto suicida. Ese Papa estaría cortándose la hierba de debajo de los pies». Y en algún lugar, inencontrable para mí en este momento, de su oceánico epistolario encontré y anoté estas palabras: «las reformas dentro de la Iglesia nunca se han hecho a base de desobediencia [reform within the Church has never been wrought by disobedience]».
En cuanto a aceptar la autoridad del Papa, para Newman no supuso el menor problema: la misma obediencia que prestaba a su obispo anglicano, a quien reconocía como sucesor apostólico, se la prestó al Papa. Newman siempre obedeció a un Papa: como anglicano, su obispo era su Papa; como católico, el Papa era el Papa. En cuanto al “disenso” dentro de la Iglesia:
«Cuando yo era anglicano, al estudiar la historia de la Iglesia, vi con gran claridad que el error del que se originaban luego las herejías consistía normalmente en insistir a destiempo por alcanzar una verdad, contra la prohibición de la autoridad de la Iglesia. Cada cosa tiene su momento; mucha gente que desea que se corrija un abuso o que una determinada doctrina se desarrolle más plenamente o que se adopte una determinada política, no se plantea siquiera si ese es el momento adecuado para hacerlo. Como saben que, mientras vivan, no habrá ningún otro que haga nada de lo que ellos pretenden, se niegan a escuchar la voz de la autoridad, malogrando así una obra buena, en ese momento, y haciendo imposible que otro, probablemente aún por nacer, la lleve a término felizmente el siglo siguiente. Ante el mundo aparecerá como un audaz campeón de la verdad y un mártir de la libertad de pensamiento; lo cierto es que la autoridad hace bien en callarle» (Apologia 295-96).
Para terminar con el tema de la Conciencia, leamos lo que predicó siendo anglicano, la conciencia como Inhabitación de Dios en el cristiano:
«Un cristiano auténtico, por tanto, podría definirse como alguien que posee un sentimiento dominante de la presencia de Dios dentro de sí. […] Un cristiano auténtico, una persona en estado de aceptación con Dios, es el que tiene fe en Dios en ese sentido de vivir con el pensamiento de que Él está presente en él; presente no externamente, no en la naturaleza nada más, o en la Providencia, sino en lo más íntimo de su corazón, en su conciencia. El justificado es aquel cuya conciencia está iluminada por Dios de manera que habitualmente es consciente de que todos sus pensamientos, los primeros impulsos de su vida moral, todas sus motivaciones y deseos, están abiertos al Dios Todopoderoso. […] Reconozcámosle entronizado dentro de nosotros, en las fuentes mismas de todos nuestros afectos y pensamientos. Sometámonos a Su guía y dirección soberana. Vayamos a Él para que Él nos perdone, nos purifique, nos cambie, nos guíe y nos salve» (“Sinceridad e hipocresía”. Sermones parroquiales, 5).
6. Yo creo que Newman es un romántico juzgado por victorianos y eduardianos. Newman lloraba y no le importaba que se supiera o que le vieran. Los románticos, Byron, Shelley & cía, eran lacrimosos. Y estaba bien visto. La comédie larmoyante hizo furor a finales del XVIII. Pero luego llegaron los victorianos del “labio-tieso”, los “cristianos musculares” (tanto anglicanos como católicos) y Newman les pareció un alfeñique hipersensible, poco viril. A comienzos del XX llegó un cínico eduardiano, nada cristiano y muy poco muscular por cierto, Lytton Strachey, que se inventó una escena “irreverente” para vapulear al “gran hombre” haciendo de Newman un lloriqueante viejecillo con pinta de mendigo (Strachey 104-05). La escena se presta hoy a una lectura sarcástica que no deja muy airosa a la nueva “biografía creativa” con que Strachey regaló a sus contemporáneos.
En cuanto al siglo XXI, los periodistas del Reino Unido han afirmado que, según el cardenal Manning, Newman fue un “great hater [odiaba mucho]”. ¿Se puede saber cuándo dijo Manning esas dos palabras? Y ¿en qué contexto? Me temo que la fuente es el infidente Strachey (130). Y todo un Anthony Kenny sigue repitiendo la trilladísima imagen.
7. Continuidad entre el Newman anglicano y el católico.
«Desde que me hice católico, por supuesto, se acabó la historia de mis ‘opiniones religiosas’; ya no hay nada que narrar. No quiero decir con esto que mi mente haya estado inactiva o que haya dejado de pensar en asuntos teológicos, pero no ha habido cambios de los que dar cuenta ni, en absoluto, ansiedad alguna en mi corazón. Mi paz y mi alegría han sido perfectas, y no he vuelto a tener una sola duda. Al convertirme no noté que se produjera en mí ningún cambio, intelectual o moral. No es que empezara a sentir una fe más firme en las verdades fundamentales de la Revelación o un mayor dominio sobre mí mismo. Tampoco tenía más fervor. Pero sentía como si hubiera llegado a puerto después de una galerna; y mi felicidad por haber encontrado la paz ha permanecido sin la menor alteración hasta el momento presente» (Apologia 276).
Modo de vida:
«Diré ahora en dos palabras qué es lo más aproximado que conozco, en la práctica, con una Congregación del Oratorio, y es cualquier college en una universidad anglicana. Coged un college, eliminad el Head of House, aniquilad [sic: annihilate] a la esposa y a los niños, y devolvedle al grupo de los fellows; cambiad la religión protestante por la católica, dad al Head y a los fellows trabajo y misión pastoral, y ahí tenéis ante los ojos un Oratorio de San Felipe» (Chapter address ene.-feb. 1848).
Al secretario de la London Evangelization Society, al final de su larga vida, en 1887:
«esas grandes y ardientes verdades que aprendí de niño en la enseñanza evangélica, las he encontrado grabadas en mi corazón con una fuerza nueva y cada vez mayor por la Santa Iglesia Católica. Esa Iglesia ha añadido al evangelismo sencillo de mis primeros maestros, pero no ha oscurecido, diluido o debilitado nada de él –al contrario, he encontrado unas facultades […] que todos los buenos católicos tienen y los evangélicos solo muy débilmente» (Letters 31, 189).
En el Ensayo sobre el Desarrollo de la Doctrina Cristiana:
«Si san Atanasio o san Ambrosio volvieran a la vida no hay la menor duda de qué comunión tomarían por suya. […] estos Padres, se sentirían más en casa con gentes como san Bernardo, o san Ignacio de Loyola o con un sacerdote que está a solas en su cuarto o con una comunidad de hermanas de la misericordia, o con la iletrada multitud delante del altar, que con los maestros o los miembros de cualquier otra comunidad» (Essay on the Development 97-98).
«[La iglesia católica es lo más parecido] al ethos de la iglesia primitiva, es decir a la de los apóstoles y profetas; todos estaremos de acuerdo al menos en esto: que Elías, Jeremías, el Bautista, y san Pablo, en su historia y modo de vida […], se parecen más a un predicador dominico, a un misionero jesuita, o un hermano carmelita, se parecen más a santo Toribio, san Vicente Ferrer, san Francisco Javier o san Alfonso de Ligorio, que a cualquier persona, o tipo de personas que podamos encontrar en otras comuniones» (Essay on the Development 100).
8. Es bien conocida (y, lamentablemente, poco seguida) su definición del gentleman: “one who never inflicts pain [alguien que nunca inflige dolor a los demás]”. Que luego desarrolla. Solo me gustaría destacar lo que dice al final: que todo esa caballerosidad se da al margen del principio religioso, no se identifica con la santidad, «forma el beau-ideal del mundo. En parte ayuda y en parte distorsiona el desarrollo del católico». En suma, es un modelo laico, un ideal insuficiente. «Ayudará a san Francisco de Sales o al cardenal Pole pero será el límite de Shaftesbury o Gibbon. Basilio y Juliano eran compañeros en las escuelas de Atenas: uno fue santo y doctor de la iglesia, el otro se burló de ella y fue su enemigo implacable» (Idea of a University 159-61; discurso 8, sección 10).
9. Por una vez, acudiré a una cita no de Newman sino sobre Newman. Procede de Muriel Spark (1918–2006), una novelista británica bastante más interesante de lo que parece a primera vista, que se convirtió al catolicismo en los años 50 leyendo a Newman. En el que ella misma hizo, escribe, ella lo sabe bien: «si algo se puede decir de los escritos de Newman es que tienen una voz […] una voz que nunca deja de aguijonear, radioactiva desde la página [radioactive from the page], por muy mohoso que esté el libro».
10. Quizá podemos acabar como su epitafio: «Ex Umbris et Imaginibus in Veritatem [de las sombras y las imágenes hasta la Verdad]».
O, pensando en su Beatificación, que nos ha convocado hoy aquí, con lo escrito al director de una revista, respondiendo a una crítica de Leslie Stephen, exclérigo agnóstico y padre de la novelista Virginia Woolf, a la “Teoría del acto de fe del Dr. Newman” contenida en la Gramática del asentimiento:
«Los puntos de vista que he hecho públicos en diversas ocasiones no valdrían nada si no pudieran soportar la crítica de una mente tan aguda y pacífica como la suya [de Stephen]. Esa crítica es un paso imprescindible en el reconocimiento general de su solidez, si es que mis puntos de vista merecen tal calificación. Y aunque no reconozco como mío todo lo que él me adjudica ni espero en su crítica de diciembre lo que no he encontrado en la de noviembre, con mucho gusto dejaré que el tiempo haga por mí lo que tan a menudo ha hecho el tiempo en los últimos 40 ó 50 años. El tiempo ha sido mi mejor amigo y mi mejor defensor [Time has been my best friend and champion].
Al futuro me encomiendo con mucho amor, y muy conforme con su fallo, JHN» (Suyo 352).
O, con lo que le escribió su amigo anglicano, Octavius Ogle, el 6 de noviembre de 1897, cuando Newman fue hecho cardenal:
«Me pregunto si eres consciente de lo mucho que se te quiere en Inglaterra. Me pregunto si hay alguien, al menos en nuestros tiempos, al que se haya querido tanto en Inglaterra –en la Inglaterra religiosa. Hasta los enemigos de la fe se suavizan por lo que sienten por ti. Y me pregunto si este amor extraordinario y sin paralelo no podrá ser —no estará destinado a ser— el medio para reunir en un solo rebaño a todos los ingleses que creen en Dios» (Letters 29, 195, n.1).
Víctor García Ruiz
Obras citadas:
Kenny, Anthony. “Too touchy for sainthood?”. Times Literary Supplement (12 jun. 2009): 27.
Letters and Diaries of John Henry Newman. 32 vols. London-Oxford-New York: Nelson-Oxford University Press, 1961-2008.
Newman, John Henry. An Essay on the Development of Christian Doctrine. Londres: Longmans, Green & Co., 1845/1878.
Newman, John Henry. Idea of a University. Ed. Martin Svaglic. Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1986.
Newman, John Henry. Carta al Duque de Norfolk. Eds. Víctor García y José Morales. Madrid: Rialp, 1996.
Newman, John Henry. “Biglietto Speech”. Cartas y diarios. Eds. Víctor García y José Morales. Madrid: Rialp, 1996. 161-66.
Newman, John Henry. Suyo con afecto: autobiografía epistolar. Edición, traducción y notas de Víctor García Ruiz. Madrid: Encuentro, 2002.
Newman, John Henry. “El mundo invisible”. Sermones parroquiales, 4. Trad. Víctor García Ruiz. Madrid: Encuentro, 2010. 225-36.
Newman, John Henry. Apologia por vita sua. Edición, traducción y notas de Víctor García Ruiz y José Morales. 2ª ed. Madrid: Encuentro, 2010.
Spark, Muriel. “Foreword”. Realizations: Newman’s selection of his parochial and plain sermons. Ed. Vincent Ferrer Blehl. London: Darton, Longman & Todd, 1964. V-IX.
Strachey, Lytton. “Cardenal Manning”. Victorianos eminentes. Trad. Dámaso López García. Madrid: Aguilar, 1989 [Eminent Victorians. London: Chatto & Windus, 1918]. 29-137.
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