Preparación específica, ayuda positiva, conocimiento de las relaciones interpersonales, amor y libertad, son cuestiones que hay que tener en cuenta en el acompañamiento espiritual
Incluimos la ponencia de D. Aurelio Castilla, Médico psiquiatra, el 22 de febrero ppdo., durante las jornadas Diálogos de Teología 2011, organizadas por la Biblioteca sacerdotal Almudí y la Facultad de Teología de Valencia
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Mi exposición parte de lo que aportan la psicología y la psicopatología al conocimiento de la religión y la personalidad humana así como de mi experiencia en el abordaje de diversas problemáticas psíquicas en personas de convicciones o vocación religiosas. Y recojo lo expresado hace unos años por el teólogo y sacerdote Ruiz Retegui cuando se refería a la dirección espiritual del modo siguiente: «labor de ayuda y de consejo con la cual un cristiano acompaña a otro en su camino de respuesta a Dios, debiendo tener como objetivo ayudar a descubrir en cada momento lo que Dios espera de cada persona y cómo cada persona puede dar a Dios una respuesta creativa y libre que sea fiel a las enseñanzas divinas y a las inspiraciones que potencialmente nos concede»[1].
Con este bagaje inicial voy a argumentar que es preciso, como actitud de fondo, contar siempre, en la práctica del acompañamiento espiritual, con el reconocimiento de la realidad de la naturaleza humana, único modo de no esperar del acompañado más de lo que pueda dar, y así, no arriesgarse a cierto forzamiento de su personalidad que podría hacer factible una propensión al desajuste psíquico, o, en todo caso, conducir a no obtener los resultados espirituales pretendidos.
Algunas consideraciones básicas sobre los aspectos psicológicos en la dirección espiritual
La dirección espiritual se da en el marco de una relación interpersonal, elemento neurálgico del acompañamiento espiritual según señalaba Estanislau de Balanzo en un artículo publicado ya hace años en Sal Terrae[2].
Otra consideración importante viene al caso partiendo de la siguiente indicación de Almudí: «el acompañamiento espiritual no es un dictado de conductas, sino una ayuda para vivir en cada circunstancia con el amor y la libertad de los hijos de Dios». Cabe suponer que este amor y libertad deban darse también en la relación que se establece en el marco de la dirección espiritual.
El amor humano se da en una relación interpersonal en la que están inmersas al menos dos personas con personalidades diferentes, pero humanas, y hago hincapié en lo de humanas. La ciencia psicológica, desde ahí, desde lo humano, nos viene a decir que la personalidad tiene que ver con las características explícitas y manifiestas del sujeto, pero también con lo oculto, lo que está en el interior, y con frecuencia se muestra poco aparente incluso para la intimidad consciente del propio individuo. La neurociencia, en sus aproximadamente 40 años de existencia como disciplina interdisciplinar, ha conducido a conocer mejor las rutinas y caminos que sigue la información neuronal que es el sustrato de aspectos como la memoria, nuestros componentes afectivos, etc., que contribuyen a nuestra identidad psicológica personal. Y ha llegado a comprobar que muchas de estas rutinas no son controladas por la corteza cerebral, y por tanto, actúan sin que de ello seamos plenamente conscientes.
Preparación específica, ayuda positiva, conocimiento de las relaciones interpersonales, amor y libertad, son cuestiones que hay que tener en cuenta en el acompañamiento espiritual. Pero el elemento neurálgico es la relación interpersonal, en la que debe materializarse un amor psicológicamente sincero. Pero ¿qué es esto de un amor psicológicamente sincero? Un amor que tenga en cuenta las características que he expresado que definen la personalidad. Sin embargo, no son pocas las dificultades que pueden surgir en una relación interpersonal para la expresión de un amor psicológicamente sincero teniendo en cuenta lo complejo del mundo psicológico personal e interpersonal.
Para que ese amor se manifieste hemos de tener la capacidad de mirarnos por dentro, hemos de hacer introspección. Y no pensemos que es oro todo lo que reluce. Dios actúa sobre nosotros, que somos creados humanos, y, como tales, cada uno tenemos unas características personales particulares, únicas, individuales, distintas de las de los demás; del mismo modo que poseemos un genotipo, un conjunto de genes, también único en cada uno de nosotros. Es distinto el que acompaña del acompañado espiritualmente, y, por ello, hemos de mirarnos por dentro. Pero, y esto es esencial, sin dejar, al mismo tiempo, y en la medida de lo posible, de intentar llegar a la comprensión del interior del otro. Ahora bien, cuán difícil de hacer es esto último, incluso aunque el director espiritual esté especialmente cualificado para discernir la voluntad de Dios, como señala Almudí.
Creo que cualquier director espiritual, por cualificado que esté, no puede olvidar lo que acabo de mencionar si busca psicológica y humanamente respetar la dignidad del otro.
Debemos, pues, ser lo suficientemente humildes para reconocer que hay cosas que suceden en nuestra relación interpersonal que no son derivadas sólo de lo que conscientemente podemos pensar y razonar, sino de otros elementos que se nos pueden escapar: puedo no darme cuenta de algo que estoy sintiendo y que está influyendo en mi concepto y comprensión de aquél al que se dirige mi acompañamiento espiritual. Esto nos ha de obligar a estar alerta para no colocar en el otro lo que siendo nuestro es posible que no pueda ser entendido y asimilado por aquél a quien dirigimos y acompañamos espiritualmente; pero al mismo tiempo, para poder captar lo que desde su interior, y a veces sutilmente o de modo no verbal, el otro nos está diciendo. Sólo así podremos darle el alimento espiritual que necesita. Algunas madres, sin darse cuenta, pueden facilitar en sus hijos pequeños el vómito, el engorde enfermizo, o el rechazo. Estas madres, haciendo todo por sus hijos, han intentado alimentarlos más allá de lo que necesitan, de lo que saludablemente pueden recibir, y han llegado incluso, sin percibirlo, a conseguir que la necesidad de comer no aparezca en el niño, que en él no surja el deseo. Esto podrá conducir al rechazo por parte del niño de aquello que es fundamental para su vida: la comida; y, también, de otros alimentos que brotan en las relaciones interpersonales.
Si no tenemos esto en cuenta, podremos comprobar que es a veces la psicopatología la que nos responde desde el otro. O podremos transmitir, a pesar de nuestra mejor intención, una imagen de Dios que esperamos que el sujeto del acompañamiento espiritual sienta y viva de un modo determinado, sin dejar que surja en él el sentimiento de su propia y personal necesidad de Dios, que es el único modo que lo puede llevar a comprender que Dios es nuestro sustento, lo que nos da sentido y permite nuestra vida.
Sin estas reflexiones, aunque creamos que en nuestro acompañamiento espiritual hemos hecho todo lo posible por ayudar al acompañado, no le habremos dado lo que le conviene, sino lo que, sin darnos cuenta nos conviene a nosotros. Estamos seguros de que hemos actuado empáticamente, de que nos hemos puesto en el lugar del otro. Y a veces no percibimos que la empatía requiere algo aún más difícil que eso que hemos hecho; la empatía necesita de la humildad de dejar entrar en nosotros lo que el otro nos transmite aunque no sea igual a lo que nosotros pensamos o haríamos en su lugar.
Sólo conociendo y practicando lo que aquí señalo, creo que es posible expresar ese amor psicológicamente sincero al que antes me refería.
En resumen, necesitamos no sólo tener conocimientos, sino también sentir y aceptar que nuestros deseos, pensamientos, afectos…, en suma, nuestra personalidad, no es, ni puede ser, igual a la del otro.
Llegados aquí, y aunque mi entrañable amigo Javier Vega me ha pedido que en el marco de la psicología de la dirección espiritual, me refiera básicamente a cómo abordar a las personas con anomalías psíquicas, esto se me presenta complicado por las características que reviste la psiquiatría y también por la diversa experiencia psicológica de Dios que cada uno tenemos dada nuestra singular estructura de personalidad. Es decir, el abordaje del sujeto psíquicamente enfermo presenta dificultades derivadas, al menos, de las dos cuestiones o consideraciones siguientes:
1. En psiquiatría, los límites entre normalidad y patología no están claros, de modo que si es difícil precisar lo normal y lo patológico para la comunidad de expertos en psiquiatría, cabe esperar que más lo será para los no profesionales. De esto cabe colegir que uno puede deslizarse hacia el campo de lo patológico sin percibir que aún está en la frontera de lo psíquicamente normal, o, al contrario, conceptuar como normal lo que ya es patología.
2. Todos tenemos, en función de nuestra personalidad, una representación interior de un padre, de un hermano, etc., con la que nos relacionamos en ausencia de la persona real. Precisamente, desde la Psicología de la Religión podemos decir que la representación psíquica de Dios, la imagen interior de Dios, es para el hombre un referente ilimitado, por sus características de absolutidad, de omnipotencia y de infinitud, por lo que la dimensión religiosa cuenta con unas posibilidades inigualables de ahondar sus raíces en los niveles profundos de la personalidad[3].
Si la personalidad juega un papel importante en la representación psicológica que uno se hace de Dios, en la forma de mantener un diálogo con Él, y en la manera de recoger e integrar la ayuda recibida de un director espiritual, también nuestra singular personalidad va a jugar un papel significativo en el modo de expresarse las actitudes, creencias, vivencias y prácticas religiosas en el campo de la patología psíquica. Bien conocida es la frase, ampliamente aceptada, de “no existen enfermedades sino enfermos”, para señalar que ni el médico ni el paciente ni la familia deben fijarse únicamente en la enfermedad, pues cada uno hacemos nuestra propia enfermedad; no es posible, por ello, entenderla sin contar con las características de la persona que la sufre. La patología psíquica viene determinada por agentes etiológicos derivados de factores constitucionales y psicosociales, y, por tanto, la personalidad, como unidad bio-psico-social, es imposible de separar en la comprensión de este tipo de patología.
Precisamente por la diversidad que reviste la experiencia religiosa (el diálogo con Dios) según la personalidad individual, también es complicado precisar cuándo nos encontramos en presencia de psicopatología religiosa. Considero que no haber tenido esto en cuenta ha sido uno de los factores que pueden haber contribuido a psiquiatrizar la experiencia religiosa de algunos de nuestros santos.
Después de estas consideraciones, podríamos preguntarnos si realmente lo más útil para la práctica de la dirección espiritual, en lo que se refiere a mi exposición en este momento, es saber manejar las anomalías psíquicas. Esto precisaría de una descripción de los distintos cuadros psicopatológicos, tarea imposible en una intervención de unas decenas de minutos. Considero que lo fundamental, en el marco de la dirección espiritual, es intentar que esa ayuda pueda ser integrada en la diversidad de las personalidades de los que son dirigidos espiritualmente. Si esto es posible llevarlo a cabo, la riqueza de la relación con Dios podrá ser vivida y practicada saludablemente, estemos supuestamente sanos o tengamos una enfermedad psíquica, y la experiencia religiosa podrá ser capaz de constituirse en un factor de equilibrio y maduración personal.
Aurelio Castilla. Médico psiquiatra
[1] Antonio Ruiz Retegui, teólogo, sacerdote numerario del Opus Dei. 26 de noviembre de 1999
[2] Balanzo E. El acompañante: perfil de un buen maestro en el espíritu. Sal Terrae 1985; 339-348
[3] Domínguez C. Psicología de la experiencia religiosa. En: Experiencia religiosa y ciencias humanas, García-Baró M, Domínguez C, Rodríguez P. Madrid: PPC; 2002
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