En términos de ser, de estricta filosofía primera, se intenta comprender y exponer el acto de casarse o matrimonio in fieri, o la causa eficiente del matrimonio in actu ese, el consentimiento: ¿qué sucede al ser del varón y de la mujer en el momento en que contraen matrimonio?; ¿por qué resulta correcto afirmar que uno y otra dejan de ser novio y novia y comienzan a ser esposo y esposa?
Quizás un buen conocedor de Forest se sorprenda al encontrar, bajo el título de uno de los más conocidos libros del filósofo francés[1], un escrito que, por su tema, se aleja aparentemente de los cánones metafísicos. Para sacarlo de su asombro, bastaría apelar a otro de los tratados del mismo autor, en el que refiere la metafísica a lo concreto[2].
En cualquier caso, las páginas que siguen se pretenden de estricta filosofía primera. Intentan comprender y exponer, en términos de ser, uno de los acontecimientos más relevantes de la vida de gran parte de los varones y mujeres. Un suceso que los mejores filósofos occidentales, tal vez sin proponérselo, trataron desde la perspectiva metafísica y que más tarde fue perdiendo consistencia, hasta encerrarse de forma casi exclusiva en el ámbito administrativo y legal, que hoy menos que nunca habría que confundir con lo jurídico, en la plena acepción del término[3].
Como el lector supondrá, me estoy refiriendo al acto de casarse o matrimonio in fieri; o, tal vez mejor, a la causa eficiente del matrimonio in actu esse, es decir, al consentimiento.
El punto de vista desde el que me propongo abordar la cuestión queda reflejado mediante este par de preguntas: ¿qué sucede al ser del varón y de la mujer en el momento en que contraen matrimonio?; ¿por qué resulta correcto afirmar que uno y otra dejan de ser novio y novia y comienzan a ser esposo y esposa?
Una primera respuesta de conjunto, que contiene en germen futuros desarrollos, la ofrece Tomás de Aquino al especificar el matrimonio como realidad natural. Frente a otras, que reclaman tal adjetivo porque proceden de manera necesaria de los principios de la naturaleza, el matrimonio debe denominarse natural por cuanto también lo es —y, para el hombre, de manera prioritaria y más propia— aquello a lo que la naturaleza inclina, pero cuya perfección tan solo se alcanza con el libre ejercicio de la voluntad, como sucede con los actos de virtud[4].
Tomado en toda su universalidad, el texto da sintéticamente razón de las relaciones que ligan, entre los hombres, naturaleza y cultura o naturaleza y educación. Y se apoya en la profunda concepción de la persona humana como ser libre y, por lo tanto, como causa sui. O, con otras palabras, en la libertad humana como capacidad de autoconstruirse o de conducirse por sí mismo hacia la propia plenitud.
Además —y tal vez por este motivo el texto aludido las traiga a colación—, en todo ello está en juego la percepción de las virtudes como instrumentos de autopotenciación de la libertad, eminentemente dinámica.
Huelga decir que me estoy refiriendo al matrimonio como realidad natural, aunque cuanto vengo afirmando ha de mantenerse, sublimemente fortalecido, en el sacramento[5].
1. Apuntes sobre la naturaleza del consentimiento
1.1. Un “acto activo” de libertad
A tenor de las circunstancias actuales —en las que la libertad se considera probablemente el valor supremo e indiscutido, por encima incluso del amor—, parece necesario subrayar que la única causa del matrimonio es el consentimiento[6] y que este no constituye sino un particularísimo acto de libertad de los dos contrayentes, que redunda en beneficio de esa misma libertad.
Además, habría que recordar que tal acto versa sobre la totalidad de la persona de los futuros cónyuges, con especial referencia a su capacidad de amar sexualmente y, así, unirse al otro cónyuge. Los futuros esposos se entregan recíprocamente —y recíprocamente reciben— la propia persona sexuada, en cuanto sexuada y apta para amar sexuada y sexualmente y, de este modo, conformar cierta unidad con la persona del otro cónyuge[7].
Por eso, los mueve justamente la intención de constituir una nueva unidad de vida y amor —de amor íntimamente vivo y unitivo—, que trasciende la individualidad de las personas respectivas, pero no las anula, sino que las potencia, también en su singularidad.
En resumen, se trata de un ejercicio sumamente activo de libertad, de algo que uno y otra realizan libremente porque (se) quieren. Y, desde tal punto de vista, el término “consentimiento”, que en el lenguaje común connota cierta pasividad, no resultaría el más adecuado.
Y escribo “resultaría” —en condicional— porque el descubrimiento de la libre aceptación del amor como acto radicalmente activo no se ha encarnado aún en el conjunto de nuestra cultura ni, a veces, entre los especialistas, dedicados durante años, y con motivo, a resaltar sobre todo la necesidad del acto de entrega.
No obstante, como sugiere Aristóteles al afirmar que la acción del agente se cumple —o está— en el paciente[8], sin la libre acogida de este último la pretendida entrega sería imposible y vana, quedaría abortada. Por lo que el consentimiento, en el sentido que acabo de indicar, resulta asimismo activo[9].
1.2. Gozoso consentimiento al ser
Lo es también —y se trata de una cuestión capital—, por cuanto pone de manifiesto otra propiedad irrenunciable del “hacerse” o “constituirse” del matrimonio. A saber, la aceptación consciente y consentida, por parte de los cónyuges, de su propio ser como mujer y varón: es decir, de su condición de persona femenina y persona masculina, destinados al amor.
Dicho de otro modo, que explicita la última frase: el sí conyugal es también ratificación de que no existe ningún otro modo en que puedan amarse cabalmente un varón y una mujer, justo en cuanto tales. O, con palabras un tanto diferentes, manifiesta la conciencia de que, en virtud de la grandeza de su condición personal, y también de la corporeidad que ponen en juego, solo es posible y fidedigna la entrega y unión recíprocas de un único varón (persona masculina) con una única mujer (persona femenina). Además, para ser verdadera, semejante entrega ha de llevarse a cabo con carácter irrevocable: para siempre; una supuesta entrega temporal o condicionada no concuerda con la sublimidad y el carácter absoluto (del ser) de la persona.
Desde tal punto de vista, el ejercicio activo de la libertad por el que se entregan mutuamente es a la vez consentimiento gozoso —también sublimemente activo— al único modo posible de entregarse-acogerse de manera íntegra y propia: un modo que no procede del arbitrio, sino que se encuentra inscrito en su ser como varón y como mujer[10].
Por eso, cualquier hipotético ejercicio de la libertad que pretendiera establecer un “matrimonio” prescindiendo de los caracteres constitutivos de la persona masculina y femenina y del amor que como tales les corresponde —es decir, sin “consentir” a las reales posibilidades y exigencias del matrimonio: a su ser—, carecería de vigor constitutivo, ya que, en última instancia, no sería un auténtico acto de libertad, al menos de una libertad desarrollada y madura.
1.3. Un querer conjunto
El término “consentimiento” pone asimismo de relieve, como antes apunté, que en el origen del matrimonio no se sitúan “las libertades” de los cónyuges, en plural, actuando separadamente.
Al contrario, la validez del matrimonio exige que, como fruto de su amor mutuo, las dos voluntades se unan y, recíprocamente potenciadas, establezcan para siempre la comunidad de vida y amor que en ese mismo instante están alumbrando. Resulta del todo imprescindible una acción conjunta, en la que las dos voluntades, unidas entre sí, realicen el mismo y único acto: con-sientan.
Pero también bajo este prisma sería oportuna una corrección terminológica. “Consentimiento”, de cum-sentire o sentir-con, resulta más propio de los dominios afectivos, reactivos por naturaleza. De ahí la conveniencia de emplear términos como “con-volición”, cum-velle o querer-con, en los que se pone de manifiesto el acto supremamente libre de la voluntad, el querer, entendido como amor; y, entonces, resultaría aún más correcto acudir a expresiones como “con-dilección”, cum-diligere o amar-con.
Un querer conjunto —el amor conyugal, ahora iniciado—, que habrá que desarrollar a lo largo de toda la vida como esposos, ya que, según la afirmación clásica, aquello mismo que ha dado origen a una realidad debe hacerla crecer y llevarla a plenitud. En este caso, estamos ante un formidable acto de amor conjunto que, en virtud de su peculiarísima naturaleza, puede calificarse como amor de amores y cuya maduración reclama asimismo el querer-conjunto de ambos esposos.
1.4. El surgir de la institución
Ese acto egregio y sublime de libertad origina la institución y el vínculo exclusivo y de por vida[11], ya que, a través de él, este varón particular ordena, individualiza y liga toda su capacidad de amar sexualmente a esta mujer también singular, y viceversa. Si es propio de la condición de persona masculina el ser potencialmente para la persona femenina —y viceversa—, en el momento de la boda se actualiza de manera radical y definitiva esa notabilísima virtualidad, haciendo crecer a uno y otra e incrementando su libertad o capacidad de autoconstruirse y, trascendiéndose, autoconducirse al propio Fin.
El novio se convierte en varón para su propia mujer (esta en particular, única e irrepetible, y ninguna otra) y la novia en mujer para su propio varón (este en particular, único e irrepetible, y ningún otro); y, por lo mismo, como fruto del vigor de la libertad puesta en juego, excluyen del ámbito de su amor sexual-sexuado a cualquier otra mujer y a cualquier otro varón.
De esta manera, despliegan y hacen madurar su sexualidad, al personalizarla —individualizarla y así poder entregarla plenamente, asumiéndola en la esfera del amor—[12], lo que implica asimismo un desarrollo (del ser) de su persona-sexuada y de su libertad.
2. El crecimiento de los novios: su transformación en esposos
2.1. Transformación real
Resumo. En los dominios naturales y como fruto de la libertad de los cónyuges, el “sí” de la boda produce una real transformación en ellos y los capacita, al menos en parte, para llevar a término aquello a lo que se están obligando. En el momento mismo en que redimen recíprocamente su amor pasado y anticipan y comprometen también de manera recíproca todo su amor futuro, los antiguos novios se transforman o convierten realmente en marido y mujer.
Es decir, el novio se transforma realmente en algo que antes no era: deja de ser simple varón para comenzar a ser esposo. Con otras palabras, que agregan nuevos matices a lo visto hasta ahora, se convierte en un varón ya parcialmente capaz de ser fiel de por vida a su esposa, es decir, apto para comenzar a quererla con una intensidad impensable al margen de la boda; y, de manera simultánea, en un varón libremente obligado a ese amor: en el esposo de esa mujer, que, con todo derecho, puede llamarlo mi marido.
Y la novia se transforma, también realmente, en algo que antes tampoco era, en esposa: esto es, en una mujer ya parcialmente capaz de ser fiel de por vida a su esposo o, si se prefiere, de empezar a amarlo con una intensidad asimismo impensable al margen de la boda; y, de manera simultánea, en una mujer libremente obligada a ese amor: en la esposa de ese varón, que, también con todo derecho, puede llamarla mi mujer.
Cosa que, interesa repetirlo, ni uno ni otra eran en absoluto y nunca lo serían sin el acto de libertad que modifica su ser, en el que se apoya el sacramento y sin el que el propio sacramento no podría existir, pues sería inválido: es decir, no sería.
Desde tal punto de vista, por tanto, el derecho y los usos sociales no hacen sino sancionar y reconocer lo que el varón y la mujer, artífices del matrimonio natural y ministros del sacramental, realizan (tornan real y actual) al casarse, con el ejercicio de su libertad. Y el sacramento potencia sublime e inefablemente esa única y misma realidad[13].
2.2. Capacitación
En semejante sentido —que cabría denominar “ontológico”, por cuanto mira a una transformación del (modo de) ser—, el matrimonio es fundamental y esencialmente una notable habilitación para el amor mutuo y, así entendido, un crecimiento y maduración de la propia libertad: fruto de la libertad, entendida como capacidad de autoconstruirse, y, al mismo tiempo, incremento de la libertad, concebida complementaria y consiguientemente como capacidad de autoconstruirse a través del amor, según vengo repitiendo.
Se entiende, entonces, que Benedicto XVI, con particular referencia a los jóvenes, anime a «fomentar la valentía de tomar decisiones definitivas, que en realidad son las únicas que permiten crecer, caminar hacia adelante y lograr algo importante en la vida, son las únicas que no destruyen la libertad, sino que le indican la justa dirección en el espacio»[14] y, de este modo, la potencian y desarrollan.
Así ocurre en el caso que estamos considerando: al casarse, como resultado del ejercicio de su libertad, los antiguos novios transforman y enriquecen su ser y, consecuentemente —operari sequitur esse—, incrementan y dilatan su libertad o capacidad de obrar-y-autoconstruirse.
Con palabras, del sumo pontífice, “crecen”, se habilitan para amarse entre sí de un modo inédito y muy superior y, en esa misma proporción, de cumplirse como personas; y son asimismo capaces de hacer que su amor rebose en los futuros miembros de su familia y, desde su familia, en las familias del entorno y en la humanidad entera.
Esta es la “gran noticia” que conviene transmitirles y con la que sería muy oportuno entusiasmarles[15].
Es, asimismo, lo que responde al interrogante que muchos se plantean: ¿casarse o convivir? Por los motivos señalados, es decir, por la real transformación ontológica y la consiguiente capacitación llevadas a cabo mediante la boda, no es en absoluto indiferente optar por casarse o por la mera convivencia. Más aún, justo porque el amor es lo importante —no sólo en el matrimonio, sino en toda la vida humana, pero muy particularmente en el matrimonio—, es preciso y vale la pena casarse: solo, cabría sostener para quien así lo desee, para poder amar más y mejor.
El matrimonio, entonces, me obliga, sí, como recuerdan habitualmente los canonistas; pero “me obliga porque me capacita”, que es un aspecto que suele quedar en sordina y goza no obstante de una importancia excepcional en los dominios ontológicos y, derivadamente, en los psicológicos.
2.3. Su “reflejo” en el cuerpo
Además, o más bien como elemento fundamental de esa capacitación, y apoyado en la real e intimísima unidad en el ser de toda persona humana, el matrimonio convierte los cuerpos de los cónyuges en vehículo adecuado para expresar y llevar a cumplimiento la entrega mutua de sus respectivas personas completas, en las que ocupa un puesto de honor la propia sexualidad.
Pues, al margen de la boda, por su naturaleza intrínseca, y con total inde-pendencia de las intenciones, incluso sinceras, de uno y otra, los cuerpos de un varón y una mujer nunca podrían ser expresión de su entrega recíproca, entre otros motivos —y no como el menos relevante—, porque tal donación no se ha llevado a cabo: ¿cómo servir de vehículo o manifestar una entrega que no existe?
2.4. La belleza del matrimonio
Matrimonio, por tanto, como capacitación, como despliegue y perfeccionamiento de la propia libertad, como elevación de la capacidad de querer…
Estas y bastantes otras verdades enormemente alentadoras, que salen a la luz como fruto de una reflexión pausada sobre lo que es el matrimonio ya en el ámbito natural, permiten a los futuros esposos tener una visión positiva de él, frente a la percepción básicamente negativa que reina en el ambiente: pérdida o disminución de la libertad, aburrimiento y tedio, cargas derivadas de los hijos…
Por eso, y teniendo en cuenta el riesgo de desesperación y desaliento que acecha hoy a los futuros cónyuges, conviene descubrir la enorme belleza que encierra el matrimonio —también y muy singularmente el acto específico de la unión conyugal— y las posibilidades de crecimiento personal recíproco que lleva consigo y que podrían condensarse, según vengo afirmando, como un incremento formidable de la capacidad de amar y, como consecuencia no buscada, de ser feliz.
Además, si es cierto que el núcleo de la boda es la transformación de quienes se casan, que los hace capaces de empezar a amarse más y mejor y de difundir su amor en su familia y en las restantes, cabe concluir que, en el ámbito natural, el matrimonio es la única institución cuyo fin u objetivo primario y directo es “crear” o “hacer surgir” nuevo amor, incrementarlo y perfeccionarlo: cada matrimonio habría de ser hontanar —fuente de fuentes— de un inédito, más intenso y mejor amor.
Ninguna otra institución natural tiende a tal fin. Ninguna goza de semejante grandeza.
Tal vez estas reflexiones ayuden a comprender, entre otras, las siguientes palabras de Juan Pablo II, aparentemente excesivas: «Toda la gran red de las relaciones humanas nace y se regenera continuamente a partir de la relación con la cual un hombre y una mujer se reconocen hechos el uno para el otro, y deciden unir sus existencias en un único proyecto de vida»[16].
3. ¿Una nueva virtud?
Basta sacar la suma de lo esbozado para descubrir en qué consiste, en los dominios predicamentales, el incremento del ser y de la libertad que los esposos conquistan al casarse: en función de lo ya apuntado y del conjunto de la antropología metafísica en que se sustenta, no puede ser sino una virtud, inédita hasta el momento de la boda.
¿Razones? La virtud, que Agustín de Hipona describe de forma genérica como ordo amoris, no es en fin de cuentas sino la capacidad de amar más y mejor… y de autohabilitarse exponencialmente para seguir siempre elevándose en la escala de los amores.
Lo que especifica a cada virtud es el concreto ámbito del amor que hace posible o para el que es necesaria. La que ordena y vigoriza el amor entre un varón y una mujer, precisamente en cuanto varón y mujer, tiene un nombre muy conocido: santa pureza o castidad conyugal.
Y esa es precisamente, si no me equivoco, la virtud que se incoa con el mutuo y conjunto consentimiento y que habrá que seguir desarrollando durante toda la existencia como cónyuges. Semejante virtud compone asimismo el fundamento próximo de la relación —el vínculo— que une y ordena, recíprocamente y de por vida, a los esposos[17].
La real transformación originada con la boda adopta, pues, la forma de una particular virtud: un fortalecimiento y una concreción de la capacidad de amar, mediante la que se canaliza la correspondiente intensificación del acto personal de ser de cada cónyuge.
¿No habría de constituirse como “afirmación gozosa”[18] del amor recíproco el resultado del sí incondicional a la persona del cónyuge? ¿No habría de ser su acto primordial durante todo el matrimonio el constante empeño por ser fiel, es decir, por incrementar minuto a minuto un amor que, como todo lo vivo creado, no puede simplemente “conservarse”, pues o se lo hace crecer o se lo mata?
Tomás Melendo
Catedrático de Filosofía (Metafísica)
Universidad de Málaga
(Con la sola adición del subtítulo, este artículo reproduce el publicado en Pérez de Laborda, Miguel (ed.): “Sapienza e libertà: Studi in onore” del Prof. Lluís Clavell. Roma: EDUSC, 2012, 526 pp. ISBN: 978-88-8333-277-7, pp. 317-325)
Notas
[1] Cf. A. Forest, Du consentement à l’être, Aubier, Paris, 1936.
[2] Cf. A. Forest, La structure métaphysique du concret selon Saint Thomas d’Aquin, Vrin, Paris, 1956.
[3] Tanto la pérdida de entidad del matrimonio como la sustitución de lo jurídico por lo meramente legal constituyen una clara manifestación del “olvido del ser”, rectamente entendido.
[4] «… aliquid dicitur esse naturale dupliciter. Uno modo, sicut ex principiis naturae ex necessitate causatum […]. Alio modo dicitur naturale ad quod natura inclinat, sed mediante libero arbitrio completur: sicut actus virtutum dicuntur naturales. Et hoc modo matrimonium est naturale». S. Th. III, Sup., q. 41, a. 1 c. Por razones conocidas, asumo como autor indirecto del Suplemento a Tomás de Aquino.
[5] Cf. Codex Iuris Canonici, c. 1055 § 1; Juan Pablo II, Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 68.
[6] «Matrimonium facit partium consensus inter personas iure habiles legitime manifestatus, qui nulla humana potestate suppleri valet». Codex Iuris Canonici, c. 1057 § 1.
[7] «Non est directe consensus in virum, sed in coniunctionem ad virum, ex parte uxoris: et similiter, ex parte viri, consensus in coniunctionem ad uxorem». Tomás de Aquino, S. Th. III, Sup., q. 45, a. 1, ad 3.
[8] Un excelente comentario a este principio, en S. L. Brock, Action and conduct. Thomas Aquinas and the Theory of Action, T&T Clark, Edinburg, 1998, p. 52.
[9] Lo resume con gran belleza, aplicado a uno de los momentos más sublimes de nuestra historia, Benedicto XVI: «… “llena de gracia”, y la gracia no es más que el amor de Dios; por eso, en definitiva, podríamos traducir esa palabra así: “amada” por Dios (cfr. Lc. 1, 28). […]. Es un título expresado en voz pasiva, pero esta “pasividad” de María, que desde siempre y para siempre es la “amada” por el Señor, implica su libre consentimiento, su respuesta personal y original: al ser amada, al recibir el don de Dios, María es plenamente activa, porque acoge con disponibilidad personal la ola del amor de Dios que se derrama en ella. También en esto ella es discípula perfecta de su Hijo, el cual realiza totalmente su libertad en la obediencia al Padre y precisamente obedeciendo ejercita su libertad». Benedicto XVI, Homilía, 25 de marzo de 2006.
[10] Cf., por ejemplo, Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 11.
[11] Cf. Codex Iuris Canonici, c. 1134.
[12] Cf. Benedicto XVI, Deus caritas est, 25-I-2006, n. 6.
[13] Cf. Juan Pablo II, Carta a las familias, 2-II-1994, n. 18.
[14] Benedicto XVI, Entrevista en Castelgandolfo, 5 de agosto de 2006.
[15] De hecho, tras las palabras recogidas en la cita precedente, y sin solución de continuidad, Benedicto XVI agrega: «Tener el valor de dar este salto —por así decir— a algo definitivo y acoger así plenamente la vida, es algo que me alegraría poder comunicar». Benedicto XVI, Entrevista en Castelgandolfo, 5 de agosto de 2006.
[16] Texto original en italiano: Giovanni Paolo II, Giubileo delle famiglie, “Omelia del Santo Padre Giovanni Paolo II”, Domenica, 15 ottobre 20, Roma. Nn. 1-2.
[17] «Relatio est secundum quam aliqua ad invicem referuntur. Sed secundum matrimonium aliqua ad invicem referuntur: dicitur enim maritus vir uxoris, et uxor mariti uxor. Ergo matrimonium est in genere relationis. Nec est aliud quam coniunctio». Tomás de Aquino, S. Th. III, Sup., q. 44, a. 1 sc.
[18] Cf. J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, n. 5; Amigos de Dios, Rialp, Madrid, 1980, n. 177.
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