La filosofía ha sido entendida desde antiguo como la más libre de las artes liberales. Quien filosofa no reconoce más restricciones que las que derivan de su compromiso serio con la búsqueda de la verdad
Si se pregunta por la verdadera esencia de la filosofía se sale uno, precisamente con la pregunta, del mundo del trabajo. Y es claro que una pregunta semejante y un planteamiento de ese tipo posee hoy como problema una especial fuerza y agudeza histórica, hoy en que precisamente este mundo del trabajo se presenta con una exigencia totalitaria desconocida hasta ahora en Occidente. Sin embargo, no se trata aquí de hacer crítica del tiempo. Hablamos de una desproporción que es, en lo fundamental, permanente.
La carcajada de la muchacha tracia que vio caer en un pozo a Tales de Mileto, el contemplador del cielo, es para Platón la representativa respuesta a la filosofía de la sólida razón de todos los días. Esta historia de la muchacha tracia se encuentra al comienzo de la filosofía occidental. Y «siempre de nuevo» (así se dice en el Teetetes[1] de Platón), «siempre de nuevo» es el filósofo motivo de risa «no sólo para las muchachas tracias, sino en general para la masa, porque él, extraño al mundo, cae en el pozo y en otras muchas perplejidades diversas».
Platón, empero, no habla sólo ni principalmente mediante palabras expresas y en tesis formales, sino más bien mediante figuras. Ahí está, por ejemplo, Apolodoro, un personaje secundario (así parece en principio) en el Fedón y El Banquete. Apolodoro es uno de aquellos muchachos irreflexivamente entusiastas que rodeaban a Sócrates, en los que Platón quizá se ha querido representar a sí mismo. Acerca de Apolodoro se cuenta en el Fedón[2] que cuando Sócrates se llevó a la boca en la prisión el vaso de cicuta, fue el único entre los presentes que prorrumpió en llanto y en sollozos incontenibles. «Tú conoces ya a este hombre y cómo es.» De sí mismo cuenta Apolodoro en El Banquete que desde hacía años había estado siempre celoso de saber cada día lo dicho o hecho por Sócrates. «Antes vagaba yo de un lado para otro, a la ventura; creía servir para algo, y, sin embargo, era más desdichado que nadie». Pero ahora se ha entregado de una forma exaltada a Sócrates y a la filosofía. En la ciudad le llaman «el loco» Apolodoro; se enfurece contra todos y aun contra sí mismo, exceptuado el sin par Sócrates. Con perfecta ingenuidad proclama por todas partes cómo se pone «contento más allá de toda medida» cuando puede hablar de filosofía u oír hablar a otros de ella; y después vuelve a sentirse nuevamente desgraciado porque no ha logrado todavía lo verdaderamente importante, ser como Sócrates. Este Apolodoro se encuentra un día con algunos amigos de antes, justamente aquellos que le llaman ahora el loco, el enajenado. Son, como Platón observa expresamente, gente de negocios, hombres de fortuna, que saben muy bien cómo hay que hacer las cosas y que «opinan que han de hacer algo» en el mundo. Estos amigos piden, empero, a Apolodoro que les cuente algo del discurso sobre el amor que se había pronunciado en cierto banquete en casa del poeta Agatón. Está claro que estos hombres de fortuna, dados a los resultados prácticos, no sentían de ninguna manera la necesidad de ser adoctrinados sobre el sentido del mundo y de la existencia, ¡y menos todavía por Apolodoro! Es tan sólo el interés por lo picante, por lo gracioso, por las frases bien dichas, por la elegancia formal de la discusión, lo que entra aquí en juego. Apolodoro, por su parte, no se hace tampoco ilusiones sobre eventuales «intereses filosóficos» de sus interlocutores. Les echa, por el contrario, en cara hasta qué punto les compadece, porque «creéis servir para algo cuando, en realidad, no servís para nada. Y quizá ahora opináis que soy un infortunado, y creo que tenéis razón; pero en lo que concierne a vosotros, no lo creo, sino que lo sé, y muy bien». A pesar de ello, no se niega a relatarles el discurso sobre el amor. El no puede callar, «si vosotros así lo queréis, yo tengo que hacerlo» —aunque se le tenga por un insensato—. Y entonces relata Apolodoro ¡justamente el Symposium! El Banquete [3] platónico tiene la forma del discurso indirecto, del relato, ¡de labios de Apolodoro! Me parece que ha producido demasiado poco asombro el hecho de que Platón haga expresar en palabras sus más profundos pensamientos a este muchacho exaltado, abandonado a un entusiasmo sin crítica, a este fanático estudiantino que es Apolodoro, y además ante un auditorio de gente rica y afortunada en la vida, que ni puede ni tampoco quiere aceptar estos pensamientos o, al menos, tomarlos seriamente en consideración. Hay algo sin esperanza en esta situación, una tentación de desesperación a la que sólo puede resistir (esta es la opinión de Platón) la búsqueda juvenilmente impertérrita de la sabiduría, la verdadera «philosophia». En todo caso, no pudo Platón expresar de forma más clara la esencial inconmensurabilidad del filosofar y del mundo del trabajo satisfecho consigo mismo.
Con todo, este aspecto negativo es sólo una cara de tal inconmensurabilidad; la otra cara se llama libertad. La filosofía es «inutilizable» en el sentido de una utilización y aplicación inmediata; esto es una cosa. Otra es que la filosofía no se deja utilizar, no deja que se disponga de ella para fines que se encuentren fuera de sí misma; ella misma es un fin. La filosofía no es un saber de funcionarios, sino, como ha dicho John Henry Newman[4], un saber de gentlemen; no un saber «útil», sino un saber «libre». Esta «libertad» significa que el saber filosófico no recibe su legitimación de su utilidad y de su aplicabilidad, de su función social, de su posible relación a la «utilidad común». Justamente en este sentido ha sido pensada la libertad de las «artes liberales», en oposición a las artes serviles, que, como dice Santo Tomás, «están ordenadas a un bien útil que ha de alcanzarse mediante una actividad»[5].
Pero la filosofía ha sido entendida desde antiguo como la más libre de las artes libres (en la Edad Media, la Facultad de Filosofía se llamaba «Facultad de Artistas», de artes liberales).
Así, da lo mismo decir que el acto filosófico trasciende el mundo del trabajo, o decir que el saber filosófico es inutilizable o que la filosofía es un «arte libre».
Esta libertad corresponde a las ciencias especiales sólo en la medida en que son tratadas de una forma filosófica. Aquí se encuentra —tanto histórica como objetivamente— el verdadero sentido de la libertad académica o universitaria (pues «académico», universitario, o significa «filosófico» o no significa nada); rigurosamente hablando, sólo puede darse la aspiración a la libertad académica si lo académico mismo se realiza en el sentido de «filosófico». Y también históricamente, de hecho, es así: la libertad académica se pierde precisamente en la medida en que se pierde el carácter filosófico de los estudios universitarios o, expresado de otra forma, en la medida en que las aspiraciones totalitarias del mundo del trabajo conquistan el ámbito de la Universidad; ahí yace la raíz metafísica; lo que se llama «politización» es sólo consecuencia y síntoma. Desde luego, hay que observar en este punto que esto es de forma totalmente precisa el fruto ¡justamente de la filosofía, de la filosofía moderna misma! Sobre lo que tendremos que decir en seguida unas palabras.
De momento, digamos todavía algo sobre la «libertad» de la filosofía, a diferencia de las ciencias especiales; libertad entendida como no disponibilidad para fines. «Libres» en tal sentido son, como hemos dicho, las ciencias especiales sólo en la medida en que son tratadas filosóficamente, en la medida en que participan de la libertad de la filosofía. «El saber es en el sentido más verdadero libre —así se dice en Newman[6]— en cuanto y en la medida en que es saber filosófico». Pero, consideradas en sí mismas, son las ciencias especiales por completo y esencialmente «disponibles para fines», son esencialmente referibles a «una utilidad que se alcanza mediante la actividad» (como dice Santo Tomás de las «artes serviles»).
Hablemos más concretamente. El gobierno de un Estado puede muy bien decir: necesitamos ahora, por ejemplo, para llevar a cabo un plan quinquenal, físicos que alcancen en este o aquel campo superioridad sobre el extranjero; o necesitamos médicos que logren trabajando científicamente un remedio más eficaz contra la gripe. Se puede hablar y disponer de esa forma, sin que con ello se obre en contra de la esencia de estas ciencias especiales. Pero «necesitamos ahora filósofos que...», sí, ¿qué?... Pues sólo hay una cosa: «... que desarrollen la siguiente ideología, la fundamenten y la defiendan». ¡Así sólo puede hablarse con una simultánea destrucción de la filosofía! Sería exactamente lo mismo si se dijese: «Necesitamos ahora poetas, escritores, que...» Sí, ¿qué? Nuevamente sólo puede haber una cosa: «que (como reza la expresión) utilicen la palabra como un arma en la lucha por determinados ideales, fijados teniendo en cuenta los fines del Estado...»; así sólo puede hablarse con una simultánea destrucción de la poesía, de la creación literaria. En el mismo instante, la poesía dejaría de ser poesía y la filosofía dejaría de ser filosofía.
¡No es que no exista relación alguna entre el bien común y la filosofía que se enseña en un pueblo! Pero esta relación no puede ser configurada y regulada desde el bien común; lo que en sí mismo tiene su sentido y su fin, lo que es en sí mismo fin, no puede ser convertido en medio para otro fin, ¡así como no se puede amar a una persona «a fin de que» y «para»!
Esta disponibilidad, esta libertad del filosofar está —y observarlo me parece algo de la mayor importancia— ligada de la forma más íntima, más todavía, es absolutamente idéntica al carácter teorético de la filosofía. Filosofar es la forma más pura del theorein, del speculari, de la mirada puramente receptiva a la realidad, de forma que las cosas sean lo único que da la medida, que decide, y el alma sea exclusivamente lo que es medido por ellas. Siempre que se tenga a la vista de forma filosófica algún ser se pregunta de forma «puramente teórica», de una forma, por tanto, absolutamente intangible por todo lo práctico, por toda voluntad de transformación, y precisamente por ello elevada por encima de toda clase de servicio a fines.
Pero la realización de la theoria en este sentido está, a su vez, ligada a una condición, presupone una determinada relación con el mundo, una relación que parece anteceder a toda disposición y fundación conscientes. «Teóricamente», en este sentido pleno (mirar de forma puramente receptiva, sin rastro alguno de una intención de modificar las cosas, sino precisamente al contrario, estando dispuesto a hacer depender el sí o el no de la voluntad de la realidad del ser, que toma la palabra en el conocimiento esencial); «teoréticamente», en este sentido no debilitado, sólo podrá serlo la mirada del hombre si lo que existe, el mundo, es para él algo distinto y algo más que el campo, el material, la materia prima de la actividad humana. «Teóricamente», en un sentido pleno sólo podrá mirar la realidad aquel para quien el mundo es creación, creación de un Espíritu absoluto. Es, por tanto, una relación con el mundo muy precisa aquella cuyo suelo es el único sobre el que puede florecer lo «puramente-teórico», que es esencial a la filosofía. ¡Sería, así, una atadura de la índole más profunda y radical la que haría posible internamente la libertad del filosofar, y, por tanto, el filosofar mismo! Y no habría que extrañarse entonces demasiado de que la ruina de dicha actitud respecto al mundo, de esa última atadura (en virtud de la cual el mundo es visto como creación y no como mera materia prima), marche exactamente al mismo paso que la decadencia del genuino carácter teórico de la filosofía y de la libertad y superioridad sobre la mera función de la filosofía, así como de la filosofía misma. Un camino recto conduce de Francis Bacon (que ha dicho: «Saber y poder son lo mismo; el sentido de todo saber es dotar a la vida humana de nuevos inventos y recursos»[7]) a Descartes (quien en el Discours ha formulado ya expresamente de forma polémica que su intención es poner en el lugar de la antigua filosofía «teórica» una filosofía «práctica», mediante la cual pudiésemos hacernos «señores y poseedores de la naturaleza»[8]) hasta la conocida fórmula de Karl Marx: hasta entonces la filosofía había considerado que su tarea era interpretar el mundo, pero lo importante es modificarlo. Este es el camino por el que ha progresado históricamente la autodestrucción de la filosofía, mediante la destrucción de su carácter teorético, destrucción que reposa, a su vez, en que el mundo es visto cada vez más como mera materia prima para la actuación humana. Cuando el mundo no es visto ya como creación, no puede darse ninguna theoria en un sentido pleno. Pero la caída de la theoria trae consigo eo ipso la de la libertad del filosofar y aparece la funcionalización, lo exclusivamente «práctico», la necesidad de una legitimación basada en la función social; surge el carácter de «trabajo» de la filosofía, de lo que todavía sigue llamándose filosofía. Mientras que nuestra tesis, que quizá haya obtenido ahora más claros perfiles, afirma precisamente que pertenece a la esencia del acto filosófico trascender el mundo del trabajo. Esta tesis, que incluye tanto la libertad como el carácter teorético de la filosofía, no niega el mundo del trabajo, al que, por el contrario, presupone expresamente como necesario, pero afirma que la verdadera filosofía se apoya en la fe en que la verdadera riqueza del hombre no consiste en saciar sus necesidades, ni tampoco en que lleguemos a ser «señores y poseedores de la naturaleza», sino en que seamos capaces de ver lo que es, la totalidad de aquello que es: Esta es, así dice la antigua filosofía, la suma perfección a la que podemos llegar: que se dibuje en nuestra alma el orden de la totalidad de las cosas existentes[9].
Josef Pieper
[Extracto del libro ‘El ocio y la vida intelectual’, Rialp, Madrid 1962, pp. 90-100]
_________________
[1] Teetetes, 174.
[2] Fedón, 59.
[3] El Banquete, pág. 172 y sigs.
[4] Universitätsreden en Ausgewählte Werke, Maguncia, 1927, p. 127.
[5] In Met., 1, 3.
[6] Op. cit. en nota 4, pág. 128.
[7] Novum Organum, 1, 3; 1, 81.
[8] Discours de la Méthode, 6.
[9] Ver., 2, 2.
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