La fe cristiana católica se encuentra hoy con problemas profundos, tanto por los contenidos de fe, como por el contexto actual en que se ha de vivir la fe. Partiendo de este contexto el autor expone la comprensión del acto de fe, lograda por Santo Tomás y, especialmente, por John Henry Newman, que insiste en las disposiciones previas para creer. Termina su exposición respondiendo personalmente a la pregunta por qué cree en Dios
Incluimos el texto de la conferencia de D. José Vidal Taléns, Catedrático de la Facultad de Teología de Valencia, el 24 de enero de 2013, durante las jornadas Diálogos de Teología 2013, organizadas por la Biblioteca sacerdotal Almudí y la Facultad de Teología de Valencia.
Introducción
La fe cristiana católica se encuentra hoy con problemas profundos, dignos de ser atendidos:
1) Por los mismos contenidos de fe, o sea, por la comprensión de sus lenguajes y la explicación de sus contenidos para que puedan ser humanamente comprendidos.
2) Por el contexto actual en que se ha de vivir la fe, dada la cultura dominante en nuestro tiempo. Éste implica todo un conjunto de presupuestos vitales diferentes de los anteriores; y si hoy tienden a homogeneizarse por la globalización de la economía y la comunicación, al mismo tiempo, en una misma área geográfica, son muy plurales las formas de vida.
Comenzaré por plantear el contexto en el que vivimos la fe hoy. Continuaré exponiendo la comprensión del acto de fe, lograda por Santo Tomás y, especialmente, por John Henry Newman, que insistirá en las disposiciones previas para creer, la totalidad de las dimensiones del ser persona humana que entran en el acto de la fe. Acabaré respondiendo personalmente a la pregunta por qué creo en Dios. Para mí, los tres apartados mantienen una unidad y ligazón: por una parte, se avanzará paso a paso en la importancia de los presupuestos vitales y de las disposiciones previas en el hecho del creer o no creer; y, por otra parte, destacará la importancia de una buena comprensión cristológica para una fe en Dios digna de Dios y que dignifique y humanice al hombre. Los dos aspectos (cf. fides qua y fides quae, según la nomenclatura tradicional) tienen consecuencias para el desafío de la evangelización en el mundo de hoy.
1. La fe y su contexto
Ofrezco una aproximación a la problemática actual desde mi perspectiva[1]. Esto resulta inevitable reconocerlo, pues no puedo pretender que mi comprensión de la realidad que pasa sea válida para todos.
1.1. La fe y su contexto actual dada la cosmovisión científica y moderna, acríticamente asumida por muchos
Para muchos, hoy “Dios no es tanto increíble cuanto irreal”[2]. Cada uno puede creer en lo que quiera y valga la pena para él. Hasta puede ser “creíble” Dios, es decir, nos convendría que existiera ese Dios cristiano y humanizador, pero para muchos ya no es posible, por irreal; pertenece al pasado, a otras culturas antiguas. Para ellos la cultura científica y tecnológica actual configura su cosmovisión y su vida. El consumo tecnológico y competitivo les ha reforzado el imaginario de una libertad omnímoda y de una omnipotencia, si no presente, futura. La sabiduría de la vida de sus antepasados les resulta ya muy extraña.
También los creyentes viven en este mundo tecnológico, pero se reservan espacios y tiempos donde viven una presencia que les libra de sentirse perdidos en dicho mundo, aunque no pueden renunciar a él. Hoy el debate se sitúa entre la ciencia y Dios, así nos lo ha ofrecido la anterior ponencia del profesor José Ramón Ayllón, debate que debe ofrecer los límites y posibilidades de la lógica de la investigación científica y las cuestiones metafísicas que quedan pendientes. Con ello, no se ha olvidado el problema del mal y el sufrimiento de los inocentes, pero este problema, cuando surge con fuerza, se levanta tanto contra Dios como contra la ciencia y su pretendida neutralidad.
Para los creyentes, Dios no se sitúa tanto en el cosmos sino en la conciencia humana. El pensamiento de un Dios creador les sirve y con gran probabilidad es la mejor respuesta a la existencia del cosmos, pero no necesitan tanto de Dios para “explicar el universo” sino para explicarse a sí mismos, para comprender cuál es “el lugar del hombre en el cosmos” (Max Scheler) y su voluntad de sentido (Viktor Frankl).
Para los creyentes no es lo más importante la argumentación acerca de la posibilidad de la existencia y actuación de Dios. Por eso no hacen tanta mella en ellos los libros de los científicos que se atreven a argumentar y dictaminar que Dios no existe. Como tampoco hacen mucha mella los catecismos o compendios u otra literatura apologética que les preparamos, por muy necesarios que los consideremos. El nivel intelectual y argumentativo es importante pero no es lo decisivo.
Para los creyentes lo decisivo es que en su fe va implicada la totalidad de su persona y su circunstancia. Para su adhesión de fe ha contribuido el conocimiento de los contenidos de la fe tanto como su biografía, la historia personal y social en la que creció, testimonios y vivencias. Es toda su historia y existencia la que está ahí implicada: “Venid fieles del Señor, escuchadme, os contaré lo que Dios ha hecho por mí. Por eso, mientras yo lo invocaba, me salía enseguida la acción de gracias” (Sal 65).
Pero, fuera de los círculos de creyentes, la gente de hoy en general necesitará descubrir primero su espíritu, el despertar a su interioridad, para reconocer los deseos más profundos, que el estilo de vida dominante puede estar sofocando. Debemos hacerles experimentar que se trata de lo que más les puede importar (de mea res agitur). Muchos podrán, después, ser capaces de despertar a la sorpresa del Evangelio, prestarle atención, asombrarse contrastándolo con la realidad que les toca vivir y compartirlo con otros.
Algunos, en cambio, y parecen los más en comunidades y parroquias de hoy, despiertan a su interioridad y a sus deseos más profundos con la simple escucha del Evangelio y la iniciación sacramental, a donde acuden por contigüidad social, por cercanía o contactos personales. No hay que descartar esta vía kerigmática. Pero para la misión, para entrar en diálogo con los llamados “alejados”, para internarse en medio de la cultura dominante actual, no bastará el anuncio de la Buena Noticia que nos salva. Incluso, para quienes han descubierto el sentido de su vida por esta vía, pronto o tarde, chocarán con los que no creen ni viven como ellos.
En un caso y en otro, hemos de centrarnos en la evangelización como momento fuerte, que no se reduzca a la sacramentalización ni a la moralización. Todo llegará. El orden de los factores sí que altera el resultado. Y hablando de evangelización, no hay que descartar lo que en algún tiempo llamábamos “pre-evangelización”, esa fe vivida “en el corazón de las masas” (R. Voillaume), en la mediación de las estructuras sociales, en lo público, desde abajo, codo con codo con los que dicen no creer pero con quienes compartimos nuestra humanidad (Misión Obrera, Religiosos en inserción y demás movimientos de AC, Hermanitos y Hermanitas de Jesús, etc.).
Ya no se va a creer por inercia social, aquello que llamábamos fe sociológica. Y, además, se rechazará fuertemente todo intento de apoyarse los creyentes y las iglesias en poderes políticos o económicos, toda alianza que trate de salvaguardar su poder de influencia social.
Para muchos de nuestros jóvenes, lo que la Iglesia ofrece –en términos de enseñanza, de culto o de imagen espiritual– les resulta extraño e incluso, a veces, vacío o insincero. Captan muy pronto la inconsecuencia entre lo que se dice y lo que se hace, y esto no se lo perdonan a los mayores. Para muchos, el contacto inicial de su Primera Comunión fue también el último, quedó sólo para la infancia, como los cuentos. Algunos adolescentes llegaron a la Confirmación, pero no significó más que un momento de estar con los amigos y hacer una fiesta más o menos interesante. El sacerdote o catequista pudo caerles bien y le saludan sonrientes. Pero su vida actual es otra cosa y no dejó mayor mella en ellos; no conectan ahora aquel momento con las cosas de comer y de beber, vamos, las cosas de su vivir. Con la distancia, todas las acusaciones que se publican contra la Iglesia o sus miembros en los medios de masas las asimilan muy pronto.
Ciertamente, algunos viven un arropamiento y protección en los actuales movimientos eclesiales a los que se afilian; y su modo de pertenencia, como jóvenes que son, puede rayar en la “hiper-afiliación”, autoafirmación identitaria frente a los que no son como ellos. Algún otro joven permanece cristiano un poco “a la carta”, rechazando lo institucional y ciertas conductas de “los de iglesia”, que ven como rechazables. Pero no podemos olvidar que en la mayoría de los jóvenes constatamos la baja afiliación a iglesias, partidos, instituciones (“hipo-afiliación”). En la mayoría, no se hereda ya la fe de los padres ni de los colegios religiosos a los que fueron.
En muchos jóvenes, sencillamente, no es posible la transmisión de la fe ya. Las nuevas tecnologías, internet y las conexiones permanentes que posibilita, los “Erasmus”, los viajes, las noches, la desocupación juvenil, o la absorción por los estudios en los que se proyectan, les traslada pronto a un mundo virtual y presente intercomunicado, que les desmotiva para la inserción social tradicional con los mayores y les desconecta del proceso de la tradición o transmisión de la fe o de sus valores. Es tan grande la implosión de datos y vivencias de que disponen en el presente que no puede aparecer el sentido de la historia, el pasado, la tradición.
Ha de darse un posterior descubrimiento de la fe, conocer algún testigo creíble, implicarse en alguna causa por la que luchar o en alguna ONG, o descubrir a Dios en su vida por modos o caminos insospechados, familiares o sociales. Métodos de la nueva evangelización como las grandes convocatorias de jóvenes o de familias, se sirven masivamente de los cristianos ya hiperafiliados; aunque no hay que descartar que algunos otros que también acuden se dejen impactar y comiencen un camino de búsqueda sincera de Dios y de Jesús.
La mayoría de los jóvenes ya no serán cristianos por inercia: deberán elegir ser cristianos. Y esto nos exige una revisión profunda de nuestra evangelización y misión. Por ejemplo, la mayoría de las vocaciones religiosas o sacerdotales están viniendo de la vida adulta, después de haber tenido ya su recorrido de juventud en el plano afectivo y de estudios o laboral. Al parecer, de vuelta de otros caminos recorridos, se atreven a llamar a la puerta de la fe; algunos pocos, a los monasterios o a las órdenes o congregaciones religiosas; otros también, al ministerio sacerdotal o al matrimonio católico coherente y consecuente; otros, simplemente, toman en serio su búsqueda de su lugar bajo el sol o de lo que dé sentido a su vivir.
Y si algunos accedieron de jóvenes a los votos, al sacerdocio, al matrimonio o a compromisos con movimientos o comunidades, no se les evitará una crisis de la mitad de la vida en la que deben volver a elegir su consagración religiosa, sacerdotal, matrimonial o simplemente laical.
Con el ateísmo es posible que nos fuera mejor a los cristianos. Con el Vaticano II se pudo entrar en diálogo con él y constituirse muchas mesas o foros de diálogo. Todo me parece hoy más difícil aunque no imposible, cuando constatamos la “irrealidad” de Dios y la “extrañeza” o hasta “insinceridad” de nuestra Iglesia para muchos jóvenes y adultos de nuestro tiempo.
Además de la cultura científica y tecnológica actual que determina la forma de vida del presente, hay otros dos campos en que vuelve, si no se agrava, el problema para la vivencia y transmisión de nuestra fe. Centrémonos, aún, en las dos dimensiones fundamentales de la vida humana, la afectividad y el trabajo.
1.2. La fe y su contexto actual desde la dimensión de la afectividad
A la mayoría de nuestros jóvenes la moral familiar católica, de entrada, les alejará. La mayoría han sufrido muchas experiencias de abandonos, frente a los cuales han crecido y se han autoafirmado; sí, fruto de las crisis de las familias, pero ellos no son culpables de las crisis sino víctimas. Se les ha roto ese imaginario de la fidelidad de por vida y de la fecundidad responsable, como ideal asumible por ellos. Si alguno lo sueña aún, no tienen posibilidad real de asumirlo; su personalidad se estructuró con heridas y mecanismos de defensa que, apenas vengan experiencias que las evoquen, tenderán a reproducir rupturas, violencias y abandonos. No es una fatalidad que esto sea así, pero se dan con demasiada frecuencia, de forma que configuran el imaginario de nuestra cultura, lo que nos obliga a atender a las posibilidades reales de nuestra cultura. Estos jóvenes y adultos han de vivir todo un nuevo aprendizaje acerca de las posibilidades creativas y constructivas del amor, aprendizaje que hoy pide más años que antes, pide aprender de las experiencias y madurar.
La importancia de este desencuentro entre el amor en cristiano y las necesidades y experiencias afectivas de nuestros jóvenes reside en que la religión o la fe enraízan últimamente en la afectividad humana. Ciertamente no son meros afectos o sentimientos o emociones o impulsos o instinto, lo que cuenta en la religión. Pero si la religión o la fe no conecta con el desear humano no acaba nunca de hacerse propia, personal, libre.
El Dios creador del universo y de la persona humana ha sembrado en ella el deseo, el desear incesante, la sed de más; y esto para que lo busque y lo ame y, de este modo, encuentre su plenitud como ser humano, su ser enteramente humano, ser del todo humano, que es ser simple hijo de Dios, ni más ni menos[3]. El mismo desear humano que puede perderse o equivocarse, o ir tras cosas o encuentros que no le llenen, es el mismo que, si llega a descubrir lo que más profundamente desea, puede conectar con lo divino. Desde San Agustín, con el mismo corazón con que el hombre desea su felicidad, será con el mismo que podrá llegar a identificar su felicidad con Dios, y colmar así los movimientos incansables de su único corazón, el único con el que puede amar a Dios y a los hombres, descansando finalmente en la fuente de todo amor que es Dios.
Recuerdo esto porque la experiencia de amar y haber sido amados es fundamental para una experiencia resistente de la fe en Dios. Pero al recordarlo también advierto que no basta anunciar a nuestros jóvenes “Dios te ama”, para que este anuncio sea significativo para sus vidas. Nuestros jóvenes han de recorrer largo trecho aún, acerca de su experiencia de amor, y van a apostar fuerte por el derecho a hacer su experiencia y ver qué da de sí. Ellos ya han interiorizado que “los de iglesia” no aprueban sus aventuras y su derecho a la experiencia. Pero no se arrepienten de haber hecho su camino en este campo. De momento ignoran que sus tanteos, sus búsquedas y sus atrevimientos en este campo, tienen que ver con el deseo de Dios. Incluso los formados con la doctrina cristiana, cuando despiertan y avanzan en este campo de los afectos, vivencian como si este mundo y el de Dios no pudieran conectarse entre ellos y los viven separadamente.
Cuando la Gaudium et Spes encara la realidad del ateísmo contemporáneo habla tres veces de amor: La razón más grande y el sentido de la dignidad humana es la vocación del ser humano a la comunión con Dios. Ya el nacer es fruto del amor de Dios; nos mantenemos en la vida en virtud de dicho amor, y la plenitud de la vida nos llega cuando reconocemos este amor y lo abrazamos libremente. Pero, desgraciadamente, muchas personas hoy no pueden vislumbrar ni percibir esta llamada íntima. Y, por tanto, el ateísmo [o la indiferencia] se ha convertido en uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo (GS 19).
Esto que para los cristianos parece tan evidente, deberíamos hacer el esfuerzo para no considerarlo tan evidente. Muchas personas hoy no pueden vislumbrar ni percibir siquiera que su despertar a la vida, su mundo sentimental, afectivo y sexuado tenga que ver con el tema del amor de Dios. Para mí fue un descubrimiento caer en la cuenta de que en todas las religiones, la idea de que Dios pueda ser “amor”, nos pueda amar y podamos amarle, no es lo primero que se alcanza a concebir; es siempre una comprensión que viene más tarde. Al menos, la devoción bhakti en el hinduismo, los boditsatvas en el budismo, Oseas y Cantar de los Cantares en el judaísmo, el evangelio y primera carta de Juan en el cristianismo y el sufismo en el islam, lo confirmarían. Es decir, se comprende sólo más tarde, y no todos en la misma tradición religiosa lo creen o lo viven así.
En cambio, cuando en la catequesis de infancia y juventud, lo primero que aprenden es que Dios les ama, debemos presuponer que aún no alcanzan a valorar qué pueda significar ese contenido religioso para sus vidas. Aún han de adentrarse ellos mismos por los caminos de la experiencia de amar y haber sido amados, asumir sus frustraciones y sus satisfacciones. Aún tienen que asimilar libremente el amor y el desamor que les llega o pudiera haberles alcanzado desde pequeños. Porque conectar su experiencia de vida presente y pasada con el amor de Dios es toda una tarea que implica a toda la persona entera, en todas sus dimensiones, para poder desembocar en una fe adulta responsable y corresponsable.
1.3. La fe y su contexto actual desde la dimensión del trabajo humano
La gran transformación del concepto de trabajo en los últimos tiempos es que se reduce a un medio de ganarse la vida. Ya no se aspira tanto a que el trabajo responda a una vocación. Cuando cierto político actual lo reconocía así, ha tenido una gran contestación reivindicando el derecho a estudiar lo que uno le gusta o para lo que se siente vocacionado. Ciertamente es lo mejor, estudiar y trabajar en la propia vocación. Pero cada vez se está haciendo más difícil y si se puede comenzar así, pronto advertiremos que se nos pide estar en formación permanente y diversificada, dispuestos a cambios en los que nunca pensamos.
Se pueden tener aficiones, preferencias, incluso cualidades para unos trabajos mejor que para otros; se puede uno sentir llamado, vocacionado, a un trabajo, más que a otro. Pero los tiempos que corren no permiten más que raras veces encontrar empleo en lo que uno desearía hacer. Y cuando se trata de la lucha por la supervivencia, como en estos tiempos, uno acaba aceptando el trabajo que sea. Se nos invita a convertirnos todos en emprendedores de nuestro propio proyecto o empresa; pero no hay tantos nidos de trabajo por explotar y los que hay se invaden enseguida. Al mismo tiempo, entres donde entres, pronto descubres que has de ser competitivo en un mundo que ha globalizado el mercado y la economía. Se ha hecho muy difícil poder decir: esto es lo mío y me quedo aquí para siempre.
Movilidad, precariedad, eventualidad, tiempo parcial, externalización, emigración, servir para muchas cosas diferentes, son las pinceladas del campo de trabajo en la actualidad. Lo aprendido en la etapa de estudios sirve, pero no tanto como se esperaba, hay que estar dispuestos a aprender de nuevo en el mismo trabajo. Se difuminan los límites entre universidad y empresa. La empresa, el capital, promociona la investigación que le interesa. La universidad pierde su carácter de “universalidad” de los conocimientos, técnicos, artísticos y humanísticos, y el de “libertad” de investigación. Ahora se mira más hacia lo que interesa en el mundo de las empresas. Resultado: menor calidad en la “formación” de las personas y mayor concentración en la “información” e intercambios, en la técnica y en la salida profesional.
Esta funcionalización de los estudios, la universidad y la formación, en función de la empleabilidad actual determina nuestra cultura del trabajo y choca con el significado de un Dios creador que llama a cada uno por su nombre, le concede sus talentos y capacidades, le llama a un trabajo digno y que le dignifique como colaborador libre en su creación y como servicio compartido en la familia humana.
Una economía y una ecología humana y humanizadora, respetuosa con la creación y especialmente con la vida como don de Dios y, en el caso humano, como participación y anticipación de la vida eterna de Dios en nosotros, no encuentran plausibilidad social ni en el neoliberalismo actual ni en la planificación colectivista. El sentido pascual y escatológico de nuestro trabajo y actividad humana como “preparación de la materia del reino del cielo”, reconocido en la Gaudium et Spes n. 38, es de una belleza inalcanzable desde nuestra realidad socioeconómica y política actual. Y, sin embargo, es lo que da sentido y dignidad indefectible a la actividad humana, según los cristianos, que colaboramos con el reinar de Dios, que es amar, y anticipamos la plenitud de dicho reinado de Dios.
Por eso, desde la fe en Jesucristo crucificado y resucitado, la relación equilibrada y armoniosa entre todas las dimensiones de la existencia humana, como la dignidad de cada persona humana, la familia, la cultura, la economía, la sociedad, la política, la paz y el desarrollo sostenible de los pueblos, con vistas a edificar la comunidad humana, que reúna a los distintos pueblos de la única familia humana, todo esto es, según Gaudium et Spes, la realización anticipada del Reino de Dios que llega, significando la salvación de la humanidad (GS 45). Pero estamos muy lejos de constatar ese cultivo equilibrado de las dimensiones de la persona humana. Hoy nos encontramos ante el hecho de que el economicismo, por no decir el monetarismo, o sea, el dinero, lo determina todo y lo condiciona todo; lo cual pervierte el sentido humano y cristiano del trabajo y de toda la actividad humana.
Conclusión: Quae cum ita sint, estando así las cosas, los contenidos de nuestra fe cristiana, que dan sentido al mundo de los afectos y al mundo del trabajo y actividad humana, no encuentran plausibilidad social y se abre un gran abismo entre los contenidos y lenguaje de la fe cristiana y los de la cultura dominante actual. No obstante, hay que contar con ello, y contar con ello para la evangelización. Hay que seguir buscando y hallando los puntos de conexión entre el Evangelio de Jesucristo y los nuevos presupuestos vitales que esta cultura posibilita, en los tres ámbitos estructuradores de la vida de las personas, el conocimiento, el amor y el trabajo, tal como hoy se vivencian y se comprenden. Tarea nada fácil pero necesaria, para que el Evangelio pueda hacerse cultura, y no se quede en “guetos” al margen de las formas de vida contemporánea. El Evangelio se nos dio para la vida del mundo. El Evangelio pide ser socialmente vivido.
Este ensayo lleva por título ¿Por qué creo en Dios? Con esta aproximación al contexto actual, en que se ha de vivir y repensar la fe, precisamente con la descripción que he hecho, también estoy indicando que esta realidad que me ha tocado vivir, en el arco de tiempo que va desde la posguerra, transición, democracia, desde los años 60 hasta comienzos del siglo XXI y la crisis que vivimos, esta realidad es el mundo concreto que Dios ama, es la realidad que yo no puedo dejar de amar, porque son personas concretas, con sus tanteos, aciertos y errores, necesidades y satisfacciones, ilusiones y sufrimientos. Por todo ello no puedo dejar de creer en Dios sino que la realidad retroalimenta mi fe y esperanza en Dios.
2. Cómo se llega a creer, o cómo es que unos creen y otros no. Reflexiones de la mano de John Henry Newman
Para empezar, unas palabras de Newman:
Comenzando, pues, por la existencia de un Dios (que para mí es tan cierta como la certeza de mi propia existencia…), busco fuera de mí mismo en el mundo de los hombres, y lo que veo me llena de una angustia inexpresable. El mundo parece limitarse a contradecir esa gran verdad, de la que todo mi ser está repleto… Si me mirara en un espejo y no viera mi rostro, tendría el tipo de sensación que ahora me asalta cuando miro este mundo vivo y ajetreado y no veo el reflejo de su Creador…[4].
2.1. Newman en el horizonte moderno del giro antropológico
Newman ha dejado de ver a Dios fuera de él. Las pruebas cosmológicas de la existencia de Dios no han resistido ante el criticismo moderno, después de un insignificante Deísmo en ciertos científicos y filósofos ilustrados. Hoy más todavía que entonces, en la visión científica de un mundo en evolución y transformación permanente, no vemos necesaria la hipótesis de un Dios Creador. Quedará en pie, no obstante, la gran pregunta metafísica: ¿Por qué existe algo más bien que nada? La realidad es. Y su existencia es indeducible e irreductible, es inabarcable en todo cuanto nos precede y nos sucederá, y nos abruma en la resistencia que opone a nuestra voluntad. La palabra “Dios”, en las tradiciones religiosas, ha servido para expresar lo evidente: que la realidad conocida no es Dios. En la realidad no se da aquello mayor que lo cual nada puede existir. En la realidad no se colma nuestro conocer y desear.
En todo lo que conocemos o deseamos hay algo siempre mayor que aún no conocemos ni alcanzamos (J. Maréchal y M. Blondel). Padecemos nuestro propio trascender (M. Zambrano). Entonces, o podemos perdernos como una mota de polvo más en el universo, o nos abrimos a la posibilidad de una verdadera trascendencia, que nos preceda y funde la realidad y dinamismo de este universo al que pertenecemos. Y si ha de ser verdadera trascendencia, para mi conciencia y dignidad de persona humana libre, deberá ser un Tú, alguien que, en su libertad incondicionada, funde este universo y mi singularidad y libertad en él. De lo contrario, no me trascendería. Sería algo para lo que sólo necesitamos más tiempo, y más medios que vendrían con el tiempo, para alcanzarlo y, si pudiéramos, dominarlo, nosotros, o los que vengan detrás de nosotros.
Pero de lo que el hombre domina o puede llegar a dominar, no puedo esperar mucho para mi existencia como persona libre, finita y mortal. Con el criticismo moderno y la técnica actual hemos penetrado en muchos secretos y hemos llegado a dominar muchas cosas, mucho mundo. La razón libre ha venido a autoinmolarse como razón instrumental por sus logros. Pero se le resiste el problema del ser humano, para cuyo afrontamiento no basta ni la racionalidad crítica ni la tecnológica ni la administrativa. El problema humano no es un problema técnico.
Desde la modernidad, el acceso a Dios se ha centrado en el ser humano. Después de Kant, Pascal, Newman, Blondel, Rahner…, nos hemos centrado en la relación entre conocimiento y voluntad, o sea, en la persona entera con todas sus dimensiones. Esta fue ya la insistencia y la aportación de John Henry Newman en el siglo XIX (1861-1890)[5], pero antes de él Santo Tomás.
2.2. El dinamismo de la voluntad en el acto de fe ya desde Santo Tomás
En Santo Tomás, no sólo nos encontramos con las cinco vías argumentativas filosóficas para alcanzar un concepto límite[6], con el que se aludiría a aquello que en las religiones llamamos “Dios” (cf. las cinco vías); sino que, en su análisis teológico del acto de fe, hace una valoración del dinamismo afectivo, desiderativo y volitivo en el tipo de conocimiento que es el acto de fe[7]. Ciertamente, la razón última que determina al hombre a creer es la Verdad primera, Dios mismo, porque es en sí infalible, pero aprehendida dicha Verdad tendencialmente, desiderativamente, por razón de ser a la vez la Suma Bondad y Sumo Bien que podemos desear, el Fin último del hombre. Y por coincidir en Dios, de este modo, la Verdad como el Bien, el hombre asiente indefectiblemente a su Bien absoluto, a su mejor Verdad.
Así pues, la fe es un acto especial de la inteligencia por el que conoce a su objeto confusamente, por cuanto Dios trasciende los límites del conocimiento finito y, no obstante, la inteligencia asiente dinamizada por la voluntad, por la capacidad que el mismo hombre tiene de trascenderse a sí mismo, al menos tendencialmente. Por eso, cuando nos determinamos a creer alcanzamos certeza, convicción de estar bien orientados, pero no “evidencia”; certeza sí, pero que para la sola inteligencia aún le parecería oscura, rebatible o al menos discutible.
Las palabras de Jesús eran verdad, rezumaban verdad y autenticidad, “dice y hace” (Mc), pero sus palabras y su persona superaban la capacidad de comprensión de sus discípulos (Mc). ¿Qué hacer entonces? Unos pensaron: “Difícil es esta doctrina para ser aceptada” y marcharon. Pedro y parte de los discípulos dijeron: “Señor, a quién iremos, sólo tú tienes palabras de vida eterna” (Jn). Más allá y más acá de la verdad que pudieron intuir, ciertamente, identificaron en ella la Vida en mayúscula, el Bien incomparable. Y siguieron con Él.
2.3. Newman y las disposiciones previas para creer
Después del análisis de la fe de Santo Tomás, siglos más tarde, fue Newman quien puso mayor énfasis en este dinamismo de toda la persona humana implicada en el conocimiento de fe, algo que acontece también en todo otro conocimiento. Él insistió en que la conversión a la fe y vida cristiana exige que haya en la persona unas disposiciones previas, que son la condición para aceptar las razones para creer. La vía argumentativa que se dirige a la inteligencia humana no basta aunque sea necesaria. Se trata de disposiciones personales hacia lo otro de mí mismo sin lo cual no alcanzo a realizarme yo mismo. El error fatal del pensamiento secular es juzgar a verdad religiosa sin “preparación del corazón”[8].
Puede que una experiencia personal le orientara ya en esta dirección. Durante sus años de Oxford, tuvo unas conversaciones con su hermano menor Charles, que se había vuelto ateo. Al fin, Newman dijo a su hermano sin ambages: “No estás en un estado mental apto para escuchar argumentos de ninguna clase. El rechazo de la fe brota a menudo de un fallo del corazón, no del intelecto”. Newman veía a su hermano bloqueado por sus prejuicios contra la fe: cuando se trata de “temas religiosos”, tendemos a verlo rtodo “a través del cristal de los hábitos previos”[9].
Siguiendo esta tesis de Newman, yo diría que para la religión y la fe hace falta ese poder salir de sí,1) cierta sensibilidad a la aparición de la vida, del amor, de la verdad y de la belleza, 2) sensibilidad por la vulnerabilidad humana, su fragilidad y sus sufrimientos, así como 3) sensibilidad por lo que hace profundamente feliz al ser humano y lo que le hace menos feliz. Todas estas aperturas evitan que el ser humano quede encerrado en sus propios gustos o apetencias, en sus intereses y en la defensa de su ego y lo suyo, y se abra a lo otro, se sorprenda y admire, sienta el dolor y la protesta y escuche el propio corazón o la propia conciencia que le ayudarán a discernir.
Esto implica que en la transmisión de la fe y en la educación en general hay que despertar la confianza en la vida y en las personas porque nos aman, sin olvidar que todos somos limitados y pueden también habernos fallado. La misma vida nos hará conocer nuestros límites; límites que, a su vez, son también posibilidades para nuestra creatividad y libertad. Atenderemos, pues, al cultivo intelectual, el pensar y argumentar dialógicamente. Admiraremos lo valioso de tener convicciones revisables, mucho mejor que no tener ninguna convicción. Preferiremos las virtudes en la conducta que la ennoblecen. Buscaremos el crecimiento en actitudes positivas y creativas, respetuosas y solidarias. Hasta se pueden perdonar actos contrarios a esta orientación humanista y humanizadora, pero para aprender de ellos centrándonos en la actitud que pudo haber estado fallando. En fin, se debe fomentar el espíritu del buscador, curiosidad y capacidad de asombro, imaginación y capacidad de relación; incluida la alegría de compartir los hallazgos.
Todo esto puede fomentarse con la educación cristiana pero cuando falta el cultivo de aquellas disposiciones previas es muy difícil que arraigue la fe en Dios personalizada, por falta de confianza en los otros, en la vida, en las propias posibilidades y en lo que otros me pueden ofrecer frente a lo que no me pueden ofrecer. Si me faltan estas disposiciones previas, todo me parecerá poco para lo que yo pido a la fe o a la religión. A lo sumo podré mantener alguna práctica religiosa rayando la credulidad o la superstición, por si viene bien a mis intereses. Para una fe personal arraigada hay que re-descubrirse o sanarse como persona que recibe y aporta, y puede confiar en alguien. El “creo en ti” es el acceso al “yo creo en Ti” en mayúscula (J. Mouroux).
2.4. La lógica de la fe según Newman es la lógica de lo concreto, y sólo así podrá presentarse a los otros
La lógica de la fe sigue una lógica de lo concreto y singular: ¿puedo fiarme (de esta realidad, de la vida que me toca vivir, de esta persona, del Dios de Jesús), o me fallará? La lógica de la investigación científica va de los casos singulares a la posibilidad de leyes universales o, al menos, que sirvan para la mayor parte de los casos en condiciones similares, mientras prosigue la investigación. Pero a la existencia humana no le basta lo universal o general, las leyes en su regularidad ni las deducciones silogísticas. En el vivir humano se trata del aquí y ahora, y de mi decisión. Mi grupo, mi gente y yo mismo podemos pertenecer a una religión, pero el creer o no creer es asunto mío. Además, constatamos que en nuestro vivir frecuentemente estamos haciendo actos de fe, fiándonos de cosas o personas concretas, concluyendo, decidiendo.
En efecto, además de las razones y los deseos, además de la inteligencia y la afectividad, debe haber en el ser humano una facultad, una capacidad de discernir y decidir en asuntos de la vida y de la acción humana; facultad o capacidad de decisiones concretas, que no son puras conclusiones racionales ni son pura intensidad afectiva o pura voluntad. Aristóteles llamó a dicha capacidad phronesis (prudencia/sabiduría/discernimiento sobre lo que es bueno) y Newman “sentido ilativo”. Llámese como se llame, esa capacidad está en mi vida, saco conclusiones y tomo decisiones razonables y con sentido, y no por puras razones ni por puro sentimiento[10].
Dicha facultad de percibir, discernir y asentir se dirige a las manifestaciones de lo valioso o amable o definitivo/eterno en la historia, o sea, a aquello que tiene como un “exceso de significación” para mí y que me interpela para que dé una respuesta personal. Por una parte, está la virtualidad simbólica de lo real para significar lo valioso y decisivo más allá de lo perecedero, lo que, por razón de su método, es normal que las ciencias positivas y experimentales lo ignoren. Y, por otra parte, está el sujeto con su capacidad humana de percepción y de trascendencia más allá de la mera objetividad y de la lógica clásica o matemática. En virtud de esta doble capacidad, la de la realidad y la del sujeto humano, es cierto que la probabilidad y la inclinación hacia una parte más que hacia otra nos guían en nuestra acción y en el vivir humano para tomar decisiones correctas, con sentido[11].
Una certeza moral puede ser razonable aunque no pertenezca a las certezas de la ciencia, la lógica y las matemáticas, y como tal es la certeza suficiente para la vida. Las certezas de las ciencias son muy útiles y eficaces para unas dimensiones de la vida humana, pero no bastan para responder a los interrogantes más profundos y necesarios de la vida: ¿Tiene o no tiene la vida un sentido? ¿Para qué nacimos los humanos? ¿Por qué se me exigen responsabilidades sociales y no debo ser un perfecto egoísta? ¿Por qué esa sensación recurrente en la historia de que la vida del hombre viene de alguna parte y va hacia alguna parte, que ya no es este mundo? ¿Cuál es mi destino último? Adquirir una certeza moral al nivel de la convicción razonable y coherente sobre estos interrogantes, no es poca cosa, es lo más adecuado y digno, si es que hemos de tomar en serio la libertad de cada ser humano[12]. La convicción de unos no obligará a los otros, aunque sí que les puede resultar muy significativa.
La inteligencia de la persona humana opera más allá y más acá de la metodología científica o lógico matemática. En algunos casos, no llega a la conclusión mediante una enumeración verbal, analítica, de cada paso del razonamiento, “sino en virtud de una comprensión mental, sintética, de todo el conjunto de elementos implicados en un caso concreto”[13]. Newman la llamó “inferencia informal” o natural y, aunque no cuenta con la deducción lógica formal ni con la verificación experimental, no está exenta por ello de asentimiento y de convencimiento.
Locke y Hume sostenían que no sería correcto mantener una proposición con certeza mayor de lo que garantizan las pruebas sobre las que se basa. Sin embargo, en muchos asuntos humanos nos basta para adquirir una certeza una “acumulación de probabilidades” (accumulation of probabilities) y una argumentación por “convergencia”. Cada dato o razón que aportamos por sí sólo no garantiza la certeza, pero la acumulación y convergencia de los datos y razones, que en muchos casos son hasta personales, sí que producen en nosotros una certeza, una convicción, respecto de la cual ya no nos echamos atrás. “La certeza es la percepción de una verdad unida a la percepción de que es verdad”[14]. En el conocimiento de lo concreto y en la toma de decisión concreta, el conocimiento humano es un conocimiento personal, donde toda la persona se pone en juego. Esta es la aportación de Newman para el acto de fe, que completa las aportaciones fundamentales que habían hecho San Agustín y Santo Tomás.
Así, ha quedado claro que la fe, en primer lugar, es un actuar humano, es un tipo de inferencia que hacemos con frecuencia ante las cosas del vivir; y es comprensible y analizable el modo como llegamos a esas opciones de fe, de fianza y confianza, de estar decidiendo correctamente, acertadamente. Newman piensa que la fe religiosa, la fe en Dios y su comunicación, el hecho de creer y el cómo se llega a creer son muy humanos, es un tipo de conocimiento y decisión ordinario en la vida del hombre. En la fe religiosa lo extraordinario está en lo que creemos, que verdaderamente nos trasciende: Dios y su voluntad de auto-comunicación a sus criaturas humanas. Que nosotros hacemos opciones que implican fe humana es bastante ordinario. Lo extraordinario es que hagamos una opción de fe como la fe en Dios, que hayamos percibido que todo un Dios nos ha salido al encuentro para que le respondamos en fe esperanza y amor. Es Dios quien cualifica la fe humana de una plenitud insospechada en los actos ordinarios de fianza humana y su certeza moral.
2.5. El asentimiento creyente presupone el funcionamiento de la conciencia moral
El asentimiento creyente presupone la conciencia humana, la acción de Dios en ella y la gracia de la creación. Newman la describe así: “El sentimiento de la conciencia, que, como he dicho, es una fina sensibilidad placentera o dolorosa, de aprobación y confianza o de compunción y temor, que sigue a ciertas acciones nuestras, las cuales se llaman por esto buenas o malas, tiene un doble aspecto: es un sentido moral y un sentido del deber”[15].
La conciencia moral no está en contradicción con la razón, aunque no se reduce a ella, y repercute en otras instancias configuradoras de la persona como los afectos y las emociones.
La conciencia ha sido puesta en entredicho por la sospecha de Freud de que la voz de la conciencia no sea más que las voces del Superego introyectado en la solución del conflicto parental del niño, cuando acaba interiorizando la voluntad de los padres. Es cierta la influencia de los padres, pero no es aceptable que la conciencia se reduzca a los mandamientos y prohibiciones de los padres. La conciencia vive y sobrevive, con mandamientos o sin ellos, en el centro de la persona y desempeña un importante papel en el conocimiento moral y religioso, ámbito en el que se inscribe la fe. La fortaleza de su voz depende de la formación recta o deformación de la conciencia.
Por mi parte, postulo que por deformada, interesada o apagada que esté la conciencia en el hombre, nunca muere del todo. Siempre, más pronto o más tarde, será posible que despierte ese sentido por lo que es humano o inhumano, esa posesión de la dignidad propia, nunca desaparecida del todo, ese impulso interno que nos hace exclamar el “no hay derecho”, o “esto no es justo”. Cuando parece que se ha perdido, aún está la posibilidad de volverlo a despertar mirando hacia la historia de la humanidad o en la historia propia personal, y no tardará en volver el “no fue justo”, “no hay derecho”, “no lo merecía”, “no tiene justificación”[16].
Como sentido moral y como sentido del deber que tenemos con el prójimo y con nosotros mismos, la supervivencia de la conciencia en la persona remite también, en última instancia, a un fundamento trascendente: “Es el eslabón entre la creatura y el Creador”[17].
Para llegar a una fe personal en un Dios que se nos revela personal, comunión, relacional en sí, que nos quiere como personas y nos requiere para la comunión con Él, para llegar a esta fe, deberá estar despierta o deberá despertar la conciencia como sentido moral y sentido del deber, como responsabilidad ante alguien y ante uno mismo. La dimensión moral influye en la aproximación del sujeto a la verdad, según Newman; al menos, añadiría por mi parte, a la verdad de un Dios personal, que quiso llamarnos a la existencia por amor y para el amor. No es imposible descuidar esta dimensión y pretender aún ser religioso; en este caso, veríamos nacer lo que hoy llamamos una “religión a la carta”: me quedo con esto, dejo lo otro. En cambio, la fe en Dios elige a Dios entero, tal como se le ha revelado, porque lo que se le ha revelado es ni más ni menos que el mismo Dios en persona, en la persona de su Hijo Jesucristo y en el modo de presencia no menos personal que es su Espíritu en nosotros. Es este Dios, y Dios entero, a quien acogemos en fe y amor.
Así pues, el Dios de la revelación (gracia) no puede dejar de lado el Dios de la creación (naturaleza, estructura del ser humano), sino en todo caso llevarla a su plenitud. Las facultades intelectual, imaginativa, afectiva y moral (conciencia) del ser humano, en cuanto persona en relación, pertenecen a ese orden de la creación, a lo constitutivo del ser humano. Si estas facultades de la persona no están despiertas y en activo será muy difícil el encuentro interpersonal que se da en el revelarse de Dios en Jesucristo y el reconocimiento creyente libre y responsable del hombre[18].
Este encuentro interpersonal, no hay que obviar que a nosotros se nos posibilita por medio de los Símbolos de la fe, credos y dogmas, que explicitan, concretan y hacen actual la Palabra de Dios, y por la gracia sacramental. En nuestra profesión de fe no sólo hemos aprehendido lo que las palabras de las proposiciones significan, sino también el objeto o la realidad denotada por ellas. Ya Santo Tomás decía que la fe no termina en el enunciado sino en la realidad enunciada: el Dios que revela y se revela.
Aquí atribuye Newman su importancia a la facultad de la imaginación para el paso de lo nocional a lo real, presente, realmente presente en lo simbólico, en los símbolos, no reducibles a lo sensitivo ni a su abstracción[19]. El acto de la fe, pues, el hecho de que el ser humano crea,1) es algo racional[20], pero no es asépticamente racional, sino que 2) la inteligencia y la voluntad, la afectividad y la imaginación han entrado en acción. Más aún, cuando asentimos a lo revelado y nos adherimos al Dios que se revela es 3) la persona entera la que está implicada, también su biografía y los contextos cultural, social e histórico en que ha crecido. Y, con todo ello, aún hay que contar decisivamente con 4) el misterio imponderable de la libertad humana y la gracia divina, gracia que no anula sino presupone la naturaleza humana, llevándola a su plenitud.
Siendo racional el acto de fe, yo diría razonable, no es la razón argumentativa la que lo fundamenta, la garantiza o la salvaguarda de caer en superstición, credulidad, fanatismo, intolerancia o en gnosis. De alguna forma la fe personal se sostiene y se discierne a partir de las disposiciones morales de la persona, como un estado correcto del corazón, en el que presuponemos la luz de la gracia interior o la inhabitación del Espíritu Santo, que crea una connaturalidad con las verdades de fe.
Sería ese gran horizonte dibujado por el amor el que, desde la conciencia moral hasta la santidad de la persona, va configurando la forma perfecta de la fe[21], y el que da valor al conocimiento de fe. Por eso, el amor condiciona la fe desde su origen y la lleva a su plenitud. La fe incluye como elemento constitutivo el amor, no sólo como fides quae per caritatem operatur (Gal 5,6) sino ya desde su origen: “Es la vida nueva, y no la razón natural, lo que lleva el alma a Cristo. ¿Confía un niño en sus padres porque ha demostrado que lo son, y ha demostrado que pueden y desean tratarle bien, o sencillamente por el instinto de afecto? También nosotros creemos porque amamos”[22].
Y Newman matiza esta frase apelando a la afectividad y voluntad que nos llevan a creer: “Esto significa, no el amor aisladamente, sino la virtud de la religiosidad, dentro de la cual puede decirse que se halla la pia affectio, o voluntas credendi”[23].
2.6. Los motivos de credibilidad y el motivo de la fe
Hablamos del motivo de la fe cuando se trata ya no del objeto material o contenido de la revelación, sino del objeto formal, el motivo por el que se cree lo que se cree. Se cree, pues, por el origen divino de lo que se cree, testimoniado o acreditado por Dios mismo (auto-testimonio), en los testigos y en sus signos. Aquéllos y éstos nos merecen credibilidad, siempre presupuesta la gracia en los niveles desiderativo o afectivo, cognoscitivo y volitivo. Reconocida la credibilidad de testimonios y signos, asentimos al origen personalmente divino que ha querido comunicársenos de este modo. En este punto, aún distinguimos entre los motivos de credibilidad y el motivo de la fe.
a) Los motivos de credibilidad
Newman defiende la razonabilidad interna de la fe frente a la razón apologética de su tiempo que trabajaba con las “evidences” o pruebas racionales externas, de la fe en Dios y su revelación. Frente a esta razón apologética objetiva, estaría la fe que garantiza sus propios indicios de prueba, sería el ejercicio de la razón interior a la fe (ratio fidei).
La fe en su dimensión humana, es un acto intelectual y un ejercicio del pensamiento implícito en el hombre que actúa, orientado a la aceptación absoluta e incondicional de la verdad de Dios y de su revelación. La fe tiene fundamentos en la propia razón, pero una razón, la de la fe, que “se satisface con mucho menos de lo que sería necesario [para la sola inteligencia], si no fuera por la predisposición del alma (for the bias of de mind)”[24]. Asocio a esta expresión la de San Juan de la Cruz, cuando dice: “no te satisfagas con menos que Dios”[25]. La fe, a la sola inteligencia le parece un conocimiento no satisfactorio, por poco riguroso; en cambio, a la persona entera que cuenta con sus disposiciones previas o con esa “predisposición del alma” le parece convincente y satisfactorio creen en Dios y su revelación, hasta el punto de serle irrenunciable.
El sujeto se aproxima a la verdad de la revelación no por las pruebas externas o racionalidad silogística sino por implicación personal, de la persona entera, racional, moral y afectivamente. El sujeto debidamente dispuesto, fiel a su conciencia, percibe de manera espontánea, por un acto implícito de razonamiento, la verdad en el ámbito religioso-moral, especialmente en el ámbito de la revelación, y experimenta “una convicción de su propio acierto”[26]. Entonces, y no antes de la fe, es cuando damos valor a los argumentos cósmicos o históricos, pues es la fe que busca su coherencia y sus referentes objetivos en dichos argumentos. Antes de creer, en el mejor de los casos, estos argumentos sólo pueden despertar la curiosidad o interés y quizá, así, el despertar de alguna dimensión adormecida en la persona, que le pida acercarse a los que creen.
No asentimos a la Palabra de Vida por la fuerza de las pruebas objetivas que trae consigo, aunque no prescindimos de ellas, sino interpretando estas pruebas o “signos” de credibilidad, diríamos hoy, a la luz de las disposiciones de su alma: “siente por aquella, atracción de un amor fuerte, aunque su testimonio sea débil”[27]. El mensaje cristiano es probable o es creíble porque sentimos hacia él atracción de un amor fuerte, aunque el testimonio que nos alcanza de dicho mensaje no sea tan fuerte sino parezca débil, porque no ignoramos sus puntos débiles para imponerse a todos por igual. Dicha atracción se ha considerado siempre, en la historia de la teología, que cuando se siente también es obra de la gracia. El Dios que se nos muestra nos atrae hacia Él y nuestra voluntad se decide en libertad, aunque movida por la gracia de Dios.
b) De los “motivos de credibilidad” al “motivo de la fe”
El hecho cristiano, que implica la revelación bíblica, y la magnitud histórica y universal del cristianismo, con los signos de credibilidad que ofrecen, sugieren una “dispensación salvífica” por parte de Dios (una oeconomia salutis, oeconomia Dei, Patris, Filii et Spiritus Sancti). La fe es razonable, hemos dicho, porque incluye motivos humanos, testimonios y signos de credibilidad; pero la fe no tiene origen en la razón, pues el motivum fidei, el motivo de la fe, su fundamento formal, es la autoridad del Dios que se revela ofreciendo salvación, a lo largo de lo que llamamos Historia de la Salvación. En consecuencia, para la fe, importa haber percibido la presencia de Dios mismo y su comunicación. Debo haberme sentido interpelado por Dios y necesitado de responder hinnení, aquí me tienes, amén, asiento y consiento, me entrego a Ti, envíame (Cf. Is 6, 1 ss.). En este sentido, también se cumple el “creemos porque amamos”. Dios funda nuestra fe y nuestro amor.
3. ¿Por qué creo en Dios?
Introducción. Con estos prepuestos que hemos desarrollado acerca del contexto actual de la fe y acerca del cómo es posible que una persona haga ese acto singular que es el acto de fe, queda aún personalizar la respuesta: Entonces, ¿por qué yo creo? Este ensayo de respuesta, que sólo puede ser testimonial, puede servir, no para convertirse uno en ejemplar para nadie, sino para mostrar, en un caso concreto, cómo se cumple que la fe presupone todas las dimensiones de la persona. En la biografía de un creyente o converso, vemos cómo las distintas dimensiones de la persona (la afectiva, cognitiva, volitiva, relacional, operativa, imaginativa, creativa, trascendente), todas, se van poniendo en acto, hasta conseguir que la fe sea la integración de la persona unificada en toda su riqueza y en todo su sentido.
Para comenzar debo decir que no creo aisladamente, sino con la comunidad de los creyentes que me bautizaron y educaron en la fe. Pero sí se cree personalmente, libre y responsablemente, respondiendo a la vida propia y a la realidad actual de nuestro mundo. En lo que toca al análisis del porqué uno cree, cada uno de nosotros puede hablar únicamente por sí mismo. Así pensaba Newman[28], pero fue Adolphe Gesché quien divulgó, en un ensayo breve, la forma autobiográfica de responder a la pregunta “por qué creo en Dios”[29].
No se trata de que yo sea ni criterio ni fuente de la verdad de lo que creo, sino sólo soy su testigo, un testigo entre otros muchos, transmisor de la verdad en que creo y creemos. Es posible que en muchos puntos coincidamos los creyentes, sobre todo en los pasos finales en los que radicalizamos el “en fin de cuentas por qué creemos los cristianos lo que creemos”. Pero el carácter personal de la profesión de fe o Credo in unum Deum (= yo creo en un único Dios…) debe justificarse personalmente, aunque si Dios es único, lo es porque deberá ser el Dios de todos y cada uno, con sus mil y un nombres.
Según lo que hemos aprendido de Newman, el asentimiento a la realidad de la revelación y su verdad, mi fe, se apoya en razonamientos personales, en inferencias informales o naturales (no lógicas ni sujetas a la investigación científica), que son procesos más o menos implícitos y, en parte, inconscientes, en los que el sujeto capta de manera sintética, como si se tratara de una sola cuestión, la conclusión acertada para él.
Recordemos que esta conclusión es alcanzada pasando a través de las razones a favor de la verdad del cristianismo, razones que en sí mismas gozan sólo de verosimilitud o probabilidad, pero consideradas en su conjunto convergen en una persona y le acercan a la conclusión. Es lo que llamamos desde Newman la convergencia de probabilidades: una por una no superan el grado de lo probable y, por tanto, permanecen discutibles; pero, en una persona concreta, convergen todas hasta proporcionarle la certeza.
La libertad permanece porque la validez de los argumentos ha de ser sopesada todavía por el juicio personal hasta inclinarse por una decisión u otra. Al aceptar los argumentos a favor de la fe, argumentos de razón y de corazón, éstos sólo significan pruebas morales, no más, pero tampoco menos; no silogísticas, ni científicas ni jurídicas. Certeza personal y libertad personal se condicionan en el acto de fe.
Así las cosas, dar razón de la fe se hace, no sólo pero también, de un modo autobiográfico, lo cual no viene nada mal al contexto actual en que el testimonio de vida es un verdadero valor. Expongo a continuación una especie de Analysis Fidei personal. Ofrezco distintos apartados que cada uno deberá rellenar personalmente con su vida.
3.1. Creo en Dios porque Dios existía en mi infancia yantes de que yo existiera
Dios existía en casa con el rosario del abuelo materno y familia junto al fuego del hogar, y con la vela encendida durante las tormentas. Existía en el Convento de los Franciscanos cercano a mi casa, cuya campana nos llamaba a la eucaristía y otras devociones populares. Existía, sobre todo, en el Colegio del Ave María, al lado de mi casa, regentado por los Hermanos de las Escuelas Cristianas (La Salle), donde frecuentemente se nos invitaba a ponernos en la presencia de Dios. Existía en la catequesis parroquial donde algunas personas mayores nos enseñaban la doctrina siempre con una sonrisa en su rostro.
Como experiencia de contraste, diría que mi madre ya hacía bastante con preocuparse en tener algo que comer y vestir. Dios existía y la Mare de Déu d’Aigües Vives, patrona del pueblo, pero por encima de un reguero de penalidades y sufrimientos. Las dificultades de la posguerra, la muerte prematura del padre, la tía soltera enferma, el trabajo eventual en los almacenes de la naranja. Mucho frío en invierno y mucho calor en verano, en el piso bajo techo de la casa en la que vivíamos. El sufrimiento como trasfondo y algunas pocas alegrías como los plátanos que traía el abuelo paterno a la hora de la merienda. Fe heredada y no cuestionada socialmente, ni en la familia ni en la escuela ni en la calle.
3.2. Dios siguió existiendo en la Parroquia y en el Seminario
Un Hermano de la Salle me dijo que, como en el futuro debía cuidar de mi madre viuda, no podía ser Hermano, y que me fuera al Seminario para Cura. Me envió al Párroco para aprender de monaguillo unos meses antes de entrar en el Seminario, con beca de una familia de la parroquia a la que iba a felicitar en Navidades.
Dios existía en las capillas del Seminario y en los profesores y padres espirituales y hasta en las clases. Con el tardío despertar de la adolescencia, la aplicación al estudio y la llegada de los estudios filosóficos y teológicos, poco apoco, fui conociendo que había cuestiones discutidas y dudas. Era el clima cultural del existencialismo y del marxismo y la contrapropuesta del Seminario era un humanismo cristiano abierto al conocimiento y la cultura.
Algunos compañeros dejaban el Seminario y yo seguía sin saber plantearme otra opción. Toda mi personalidad se estaba estructurando proyectándose en los profesores y tutores del Seminario. Fuera, en el pueblo, no me veía. El despertar afectivo y la educación sentimental iban vinculadas a lo que desde el Seminario había conocido en las novelas, los campamentos y los “juniors”. Claro que había chicas, y las buscaba, pero yo era seminarista y eso contaba.
3.3. Por fin, en plena juventud todavía, había que tomar ya la decisión personal ante Dios; para toda una vida, se decía
El párroco de mi pueblo nos introdujo a unos cuantos jóvenes en los escritos de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Aquel sacerdote me recordaba frecuentemente unas palabras de San Juan de la Cruz: “religioso estudiante, el religioso delante”. Quería él contrapesar el énfasis en los estudios que ofrecía nuestro Seminario de Moncada. Dios podía con todo, era mi sensación de los místicos. Existía Dios y existía la unión total con Dios, ya aquí en la tierra. ¿Consagración religiosa o consagración sacerdotal; espiritualidad o estudios; nuestro párroco y su obra “Amor y Cruz” o los formadores de mi Seminario; horas de oración u horas de estudio?
La beca que me concedió el Seminario oportunamente, mi identificación con los profesores, mi autoafirmarme por el estudio y el oportuno consejo de un padre espiritual de teólogos me retuvieron en el Seminario. Al fin, tocaba ya la ordenación sacerdotal. Acudieron miedos, dudas, racionalizaciones… ¿Por qué no aplazarla dos años más, mientras cursamos los cursos de la Licenciatura en Teología? Cinco compañeros nos convencimos para hacerlo así.
Nos dimos tiempo para conocer más mundo, esta vez ya en residencias universitarias, de la ciudad de Valencia. Profundizamos en el estudio y apareció el interés de la investigación teológica y de la misión pastoral con tantos movimientos y movidas culturales y sociales, que alboreaban ya la ruptura o la transición hacia la democracia.
De nuevo el tiempo se acabó, y había que decir sí. Sería injusto llamar inercia a aquella decisión que tomé. Sí que tenía bastante de apuesta y de confianza, como un “Dios dirá”. Ciertamente, no era el sentimiento que había oído en sacerdotes, que si mil veces naciera, sacerdote me hiciera. Años más tarde aprendería que la máxima certeza que logramos en nuestra fe y consagración deberíamos llamarla “certeza en esperanza” (W. Kasper); no más, tampoco menos.
3.4. Creí en Dios ante el mundo y en medio del mundo: “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de nuestro tiempo” (GS 1)
Ahora sí, ahora no sólo había existido Dios sino que debía ayudar a que los jóvenes y adultos valorasen lo de Dios, lo de Jesús y lo de la Iglesia. Creer en Dios ante los demás, predicar, animar a la fe, despertar los corazones a la posibilidad de Dios y del amor; todo ello tenía una repercusión retroactiva en mi fe, fortalecía mi fe. Las distancias que mantenía se fueron disolviendo poco apoco con el apoyo subliminal de la fe y la vida del pueblo y sus gentes. La tensión no era entre creer o no creer, sino cómo creer en medio de un mundo en el cual, para muchos creer era lo normal y, en cambio para otros, empezaba a hacerse muy discutible e incluso criticable, dada la historia de la Iglesia en España. ¿Qué podía salvar yo con mi trabajo y mis preocupaciones?
El Dr. Rieux, en La Peste de Albert Camus, me había proporcionado la razón suficiente para poder ser cristiano ante el mayor argumento en contra: Mirando el sufrimiento de un niño con los ojos desorbitados por la fiebre, un cristiano no podía más que identificarse con ese niño, ser él quien acabara con los ojos saltados. Un pensamiento y un sentimiento así daban sentido a seguir siendo cristiano aun al lado de otros que ya no querían serlo; el sufrimiento de los inocentes clamaba tanto a los creyentes como a los no creyentes, pero los creyentes en Jesús tenían motivo para identificarse con dicho sufrimiento. El San Manuel Bueno Mártir de Unamuno era leído por mí desde la cara positiva, no importaba mucho lo que se creyera[30], sino que se creyera y practicara. Mejor no renunciar a la práctica religiosa, sacramentos y oración, en medio de la secularización que también yo asimilaba y difundía.
Acompañar a bien morir, a casarse, al bautismo, a los niños en la escuela, al club juvenil, a los adultos en la Acción Católica… Dar las clases de religión en el Instituto de Bachillerato, con cierto gancho, pero también con sus costos personales. Conocer el sufrimiento de los enfermos y discapacitados. Interesarme y complicarme con el proceso de transición política que comenzaba; los temas sociales y laborales, democracia y justicia, libertad y autonomía, conciencia refleja de lo que había significado la guerra civil española para mi familia, para mi gente. Conocer por medio de la lectura el exilio exterior e interior de tantos hombres y mujeres dignos de ser conocidos. Había salido al extranjero en verano los últimos años por idiomas y trabajo; tenía ya la perspectiva de España desde fuera. Descubrí el nacionalismo cultural valenciano del que me acababa de enterar. Acudí a los cursos de psicología y dinámica de grupos del Instituto de Interacción dinámica y personal de los Jesuitas en Madrid. Todo ello me llevó a la fe en Dios centrada en el Evangelio de Jesús. El Evangelio era lo que más relación podía tener con aquel mundo.
“No te pido, Padre, que los saques del mundo” (Jn). Mi fe apostaba por el mundo como lugar donde había de vivirse el Evangelio. No sólo no salía del mundo, sino que cada vez me metía más en él. Me sostenía el Boletín Jesus Caritas, de la Familia de Carlos de Foucauld, en mi mesita de noche; la siembra de espiritualidad que conservaba de nuestros místicos; la concentración en Jesús y en la poesía y literatura; y la vivencia personal de que no sólo no iba a comerme el mundo sino que iba a enfermar, a padecer, a experimentar la impotencia y el miedo por haberme atrevido a querer… Gracias a “padecer mi propio trascender”, y gracias a convivir diariamente con mi madre, que con su discreción no dejó nunca de señalarme lo que ella no comprendía de mí, no me descolgué nunca de la oración intermitente y a veces angustiada ante Dios. Nunca sabré ponderar lo que debo a mi madre en el terreno de la fidelidad cristiana y sacerdotal en aquellos años, y todos los que después aún me pudo acompañar.
3.5. Aprender a creer en Dios por Jesucristo. El Dios revelado en Jesucristo. Concentración cristológica
En las clases de religión que daba a los jóvenes, en el seminario de formación a maestros, en la predicación que hacía, siempre experimentaba la dificultad para proponer de forma verosímil, y con claridad a la vez, que Jesús era Dios. Jacques Loew, sacerdote obrero de Lyon, cuando pregunta a Jesús: ¿quién eres tú?, aprecia dónde nace, cómo crece en el trabajo de Nazaret y cómo sale de casa para anunciar el Evangelio y vivir y morir con los hombres. A cada paso en la vida de Jesús, va repitiendo: “Esto ya es algo, si tú eres un hombre, pero si es Dios” quien nació donde naciste y vivió lo que viviste… “Si tú no eres más que un hombre, tu vida no es nada más que un noble ejemplo. Pero si eres Dios que ha venido a compartir nuestro sufrimiento, entonces todo cambia”[31].
Cuando pensé en ampliación de estudios teológicos me orienté hacia la cristología contemporánea. El Padre Alfaro en la Gregoriana de Roma me acogió y pudimos culminar la tesis sobre la cristología de Walter Kasper, que me dotó de un equilibrio entre el sí a la modernidad y el sí a la tradición eclesial[32]. Para ello necesité detenerme en cuestiones de la filosofía moderna y contemporánea que me ayudaron y en cuestiones de Teología fundamental: comprender la especificidad de la Revelación cristiana en el misterio de la Encarnación.
Con los estudios se sufre, por más pasión que se tenga por el estudio; pero fue con otros sufrimientos que se añadieron al final y a la vuelta a la Diócesis, cuando como resultado sucedió que necesitaba respirar, relajar, relativizar. Y acudí para ello a la iniciación en la práctica de la meditación oriental. Esta experiencia fue algo muy importante para mí, pues de resultas me ayudó a clarificar por qué iba a seguir concentrado en Jesús…, y en los últimos, los pobres, los sencillos, los humildes.
Años más tarde, metido de lleno en las clases de la Facultad de Teología, con las Cuestiones de Teología fundamental quemándome entre las manos, llegó una luz potente con la vida y pensamiento de Clair Ly, una camboyana que pasó por la experiencia extrema de los campos de trabajo comunistas del régimen totalitario de Pol Pot. De formación y cultura budista, experimentó en su carne la insuficiencia del budismo y, con el tiempo, accedió al bautismo cristiano católico ya en Francia[33]. Esta mujer me dio palabras para lo que llevaba tiempo intuyendo, la insuficiencia de la meditación oriental para la redención de lo humano en este mundo real y concreto que nos toca vivir.
No sólo como profesor de Teología fundamental, sino como persona y cristiano ya no había vuelta de hoja. Lo siento: creo en Dios por lo que me ha hecho vivir y comprender en Jesucristo. Digo “lo siento”, en un primer sentido, por algunos amigos, porque experimento que algunos se mantienen a distancia o se defienden del cristianismo, de la fe cristológica y de la dogmática eclesial. Les parece poco quedarse concentrado en Jesús. Piensan que hay mucho más mundo, más humanismo, más humanidad; y que hay mucha más divinidad, mayor vacío y plenitud a lograr, mayor expansión de la conciencia, sin límites. Pero, además, lo siento también, en un segundo sentido, ya cercano a la certeza de la que hablaba Newman: siento que no hay vuelta de hoja, es un punto de no retorno: Jesús es lo mayor y mejor que me podía pasar, o que nos podía pasar a los humanos. Jesús es lo más humano y lo más divino, es un Dios digno del hombre y es un Dios digno de Dios. El acontecimiento de Jesucristo, crucificado y resucitado, revela el ser Dios más propio de Dios; es su gloria y, a la vez, es la vida del hombre. Parafraseando a San Ireneo: La gloria de Dios es que el hombre viva y la gloria y dignidad mayor del hombre es que Dios viva, que Dios sea Dios.
El objetivo de este ensayo era responder a la pregunta porqué creo en Dios, o también, el análisis de cómo llegué a creer. Pues bien, llegados a este punto, puedo entrar ya en la cuestión última del analysis fidei, o sea: ¿en fin de cuentas, en último término, decisivamente, por qué creo en Dios? No es que llegara tan tarde a creer en Dios. Desde niño ya creía en Dios, pero de niño y de joven y de adulto estaba en Dios como en casa, aunque me enteraba del frío que hacía fuera y, a veces, preferí correr el riesgo de coger más de un resfriado.
Pero durante largos años, no tuve la conciencia tan clara acerca de lo fundada que podía estar esa fe. A ello ayudó la vida y, en mayor medida, los sufrimientos que acarrea así como los sufrimientos y alegrías compartidas. Y, junto al vivir, la reflexión teológica, hasta el punto de ser capaz de responder discursivamente a la pregunta del analysis fidei. Dios se ha revelado y ha mostrado en la historia los signos de credibilidad de su revelación, hasta culminar en el misterio de la redención que actuó en su Hijo Jesucristo, revelándonos ser Él en persona quien, en su Hijo Jesucristo, mostraba cuánto había amado y amaba al mundo, a sus criaturas humanas, a cada uno de nosotros los humanos. Jesucristo crucificado y resucitado es el signo de credibilidad por antonomasia y, a la vez, el motivo suficiente para creer en Dios y que es Dios. Un Dios así, nunca lo hubiera podido imaginar ni concebir el ser humano. Sólo un amor así es digno de nuestra fe. Por eso, nos parece razonable y justo, bueno y saludable, creer y esperar en Él, hasta anhelar amarle por encima de todas las cosas, tal como Él quiere ser amado, en comunión solidaria con todos sus hijos y hermanos nuestros.
Ser capaz de formular la respuesta que como profesor de esta materia considero correcta para un analysis fidei hoy, no significa haberla asimilado vitalmente, o que mi vida pueda sostener aquello que creo hasta el punto de no defraudar, o de estar al nivel de aquello que creo. Un laico eremita me dijo un día: “Pepe, es fácil enamorarse del Evangelio de Jesucristo, de la causa por la que luchó y murió; leemos el Evangelio y nos enamora, anhelamos difundirlo y que se haga vida en nosotros y en la sociedad. Más difícil es enamorarse de Jesús, su persona, por Él mismo, y regalarle nuestra libertad: ¿tú te has enamorado de Jesús?”
3.6 Creo en Dios por Jesús… y por los pobres; en definitiva, por esta historia humana necesitada de redención y destinada a ella
Llegados aquí poco queda por añadir. Hace años tuve una vivencia en una noche de acampada con los Scouts, una Jamboree en el norte. Había llovido mucho. Cuando cesó se abrió un cielo estrellado, las botas embarradas, caminando lentamente miraba al cielo y me dije: creo que por lo que he vivido ya merecía la pena haber nacido. Esta vivencia se ha repetido en algunas ocasiones hasta hoy, cuando trato de dar razón de mi fe y de mi esperanza, que es como dar razón de por qué me he arriesgado a amar. Si algo de paz y alegría interior albergo es porque es mucho y bueno lo que se me ha concedido, lo que me resta por vivir intuyo que será abundar en lo mismo, será bien recibido; pero si faltara, no tendría motivos para quejarme. “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto al Salvador…” (Lc 2,30). No soy el Mesías. Y moriré, tarde o pronto, sin haber llegado a “la tierra prometida”, aunque de lejos se atisba (cf. Dt 34,4).
Y ahora sí, ahora digo que importa mucho lo que se cree. Si todos buscamos lo mismo, no todos nos encontramos con lo mismo ni todo es lo mismo. Buda y Jesús son cada uno “maravilla de las maravillas”, pero no son la misma. Jesús es mucho Jesús y viene de la otra orilla, o sea, de la absoluta trascendencia, por eso es incomparable. Y creer en Jesús resucitado es afirmar la vida, la Vida en mayúsculas; lo que hace que ni nos retenga esta vida ya, ni tampoco deseemos abandonarla, porque esta vida vivida con este cuerpo de carne es ya vida eterna anticipada.
Pero, además, hay una dimensión de la fe en Jesús que son “los pobres” que nos anima a permanecer con ellos mientras “permanecemos en el amor” a Jesús y en el amor de Jesús. Por eso digo que creo en Dios por Jesús y por los pobres, por los “hombres pobres” y por nosotros “pobres hombres” con tantas pobrezas.
Advierto que, al fin, he debido desideologizar el tema de los pobres y por supuesto la llamada “opción por los pobres”, para poder seguir hablando de los pobres y Jesús. Todos no somos igualmente pobres, sociológicamente hablando, pero a todos nos toca pronto o tarde reconocer nuestras pobrezas. No quita nada de revolucionario a las Bienaventuranzas si pensamos y acogemos que el “Bienaventurados vosotros los pobres…” se nos dirige a todos los que se saben pobres, también a nosotros en nuestras pobrezas, y no sólo a los otros, a los pobres que no somos. La mayor pobreza del hombre es haberse quedado sin Dios y creerse autosuficiente. En cambio, los pobres del mundo suelen creer en Dios. No tenemos derecho a quitarles a los pobres lo último que les queda, a Dios, y pedirles que hagan una revolución sin Dios, tal como se pensó en Europa.
Así pues, creo en Dios por Jesús y su Evangelio, Buena noticia, para los pobres y los humildes, para los últimos y las víctimas y, desde ellos, para todos con nuestras pobrezas y frustraciones, nuestros pecados y también nuestra dignidad, nunca perdida en lo hondo del corazón humano. Después de las revoluciones conocidas creo que podemos afirmar que no hay forma de salvar un sentido de la historia, la que hacemos y padecemos los humanos, sin el Dios Redentor, el Dios y Padre de Jesús, el Dios Espíritu en nosotros y en los otros. “Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico se hizo pobre por vosotros para enriquecernos con su pobreza” (2Cor 8,9). Dice “con su pobreza”. No extrañe que lo que aporta Jesús a nuestro mundo parezca a muchos muy pobre o poco eficaz. Aporta “con su pobreza” el modo de la redención de lo humano. La fe bíblica nos hace “testigos tozudos ante las naciones de que toda la historia está necesitada de redención y está destinada a recibirla”[34].
3.7. Creo en Dios, “con” la Iglesia apostólica y católica
Está claro que pienso en una Iglesia católica necesitada de purificación y reforma (UR 4 y 6), a la vez que nunca desposeída de la luz y de la unidad de la fe de la tradición apostólica, continuada y actualizada a lo largo de las generaciones, hasta en nuestros días (cf. el “subsistere in” en LG 8b y UR 4c). La modernidad ilustrada ha debido avanzar hasta el pensamiento hermenéutico y asumir que la tradición de la fe apostólica nos precede como nuestra precomprensión de la historia de la Iglesia desde Jesús. Todas las críticas que merece la actuación de la Iglesia en su historia y presente no destruyen el valor de la Iglesia en la que subsiste la memoria apostólica de Jesús, memoria siempre viva, fidedigna y garantizada. “Sentir con la Iglesia” es una máxima ignaciana, que también Teresa de Jesús celebró verla cumplida en ella antes de morir.
Hay otro matiz en la preposición “con”. Mi fe es un vivir con la Iglesia, hermanado con ella, es mi Iglesia y yo soy Iglesia con todos los creyentes que vivimos en la comunión de fe presidida en la Iglesia local por el Obispo y en la Iglesia universal por el Colegio de los Obispos y el Papa a su cabeza. Pero un monje benedictino convertido al catolicismo, que venía del protestantismo alemán, me aportó otra sensibilidad: había que aprender a vivir “con” la Iglesia: lo que para él significaba 1) una dinámica de confianza y amor a la Iglesia realmente existente, a la vez que 2) una dinámica de cierta distancia con las formas históricas de la Iglesia y aprender a vivir la fe “con” ellas, un poco según lo que sugiere la última de las obras de misericordia: “soportar con paciencia las flaquezas de nuestro prójimo”. Hasta hay que saber cargar con la Iglesia y las flaquezas o pecados de sus miembros. Esto me hizo bien para abandonar reticencias infecundas. Dios es “siempre mayor”, mayor también que su Iglesia, pero ha querido contar con ella, o sea, con nosotros. Creo en Dios porque la Iglesia me engendró con los sacramentos y la Palabra de Dios, y quiero, por eso, seguir creciendo en la fe, esperanza y amor, con la Iglesia católica, maestra de humanidad en sus luces y en sus sombras, para bien de la humanidad.
3.8 Creo en Dios por ser él quien es, Dios; y porque yo no soy Dios, ni nada de lo que conozco o amo en este mundo merece ser llamado Dios, excepto Jesucristo
En fin de cuentas, en último término, que coincide con el primero, creo en Dios porque Dios me ha alcanzado y he experimentado que yo no soy Dios. Ni yo soy Dios, ni nada de lo que el hombre controla y domina puedo significar la salvación de lo humano, ni nada de lo que conozco o amo en este mundo merece ser llamado Dios, excepto Jesucristo. Éste es el único hombre digno de ser Dios y el Dios digno del hombre. Esto no es mi opinión, sino que es mi convicción que afirmo con temor y temblor, pidiendo disculpas por haber levantado la voz, por haberme atrevido a pronunciar el nombre de Dios, Dios quiera que no haya sido en vano.
Cansa el yo. Ante Dios necesita de tanta purificación, de tanto vacío de sí, de tanto adelgazamiento... Sólo vale aquel “importa que Él crezca y yo disminuya” (Jn 3,30). Y sólo en hacer la cita, el yo se crece de nuevo y vuelve a aparecer subliminalmente. Uno no puede hacerse humilde pues como lo consiga se evapora de nuevo la humildad. Sólo Dios puede hacernos humildes, simples hijos suyos; Dios y los otros, éstos que nos pueden acoger como hermanos, amigos, suyos, sin elevarnos ni humillarnos, pero nos pueden devolver a nuestro sitio.
Al fin, retomo el conjunto de mi vida, y si no lo vi siempre así, ahora, a posteriori, ya no tengo dudas de que ha sido así: todo ha sido gracia, gracias a Dios. Al final de su Diario de un Cura rural Bernanos escribe: “La especie de desconfianza que tenía de mí, de mi persona, [yo diría, la falta de confianza o autoestima, el miedo a la vida, la inseguridad, el sentimiento dominante de no llegar…] acaba de disiparse, creo que para siempre. La lucha ha terminado. No la comprendo ya. Me he reconciliado conmigo mismo, con este despojo que soy. Odiarse es más fácil de lo que se cree. La gracia es olvidarse. Pero si todo el orgullo muriera en nosotros, la gracia de las gracias sería apenas amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo”. Al final, el amigo que le acompaña informa que, ante la tardanza del vicario del pueblo para la extremaunción, el moribundo pronunció lentamente estas palabras: “¡Qué más da! Todo es gracia”. Y poco después murió”[35].
Mi lucha aún no ha terminado, parece que se alargará aún. Aún no se me ha concedido el silencio, el retiro o, al menos el anonimato, ese poder firmar simplemente “un sacerdote”, como los cartujos firman sus libros “un cartujo”. Señor, “creo, pero ayuda mi falta de fe” (Mc 9,24). También yo soy “hombre de poca fe” (Mt 6,30; 14,31; 16,8).
Valencia, a 24 de Enero de 2013, día en que Benedicto XVI acaba de despedirse de los peregrinos, en su último Ángelus, en la plaza de San Pedro en Roma, para renunciar al pontificado y recluirse en la oración y en el silencio[36].
José Vidal Talens. Catedrático de la Facultad de Teología de Valencia
Notas
[1] Estas reflexiones he ido haciéndolas ahora con ocasión de la lectura de la introducción de Michael Paul Gallagher, Mapas de la Fe. Diez grandes creyentes desde Newman hasta Ratzinger, Sal Terrae, Santander 2012; pero condenso aquí largos años de experiencia de una fe que he tratado de vivir en medio del mundo y que he compartido con tantas personas, también con jóvenes y adultos, a los que no había que matar sus ideales, su ilusión, vocación o anhelos, pero debía ayudarles a mirar hacia la realidad.
[2] Idem, p.8.
[3] El final de la primera edición de El hombre y lo divino de María Zambrano acaba así: “Ser enteramente, ser del todo, que sería ser simple criatura; simple hijo de Dios” (FCE, México 155, p. 294; 21986, p. 317).
[4] Apologia, p. 241 de la edición inglesa; citado en Michael Paul Gallagher, Mapas de la Fe. Diez grandes creyentes desde Newman hasta Ratzinger, Sal Terrae, Santander 2012, p. 20.
[5] Contamos con la traducción de sus dos obras fundamentales para nuestro tema: John Henry Newman, La fe y la razón. Sermones Universitarios (1826-1843), Encuentro, Madrid 1993; y El asentimiento religioso [Grammar of Assent], Herder, Barcelona 1960. También contamos con sus obras autobiográficas: Escritos autobiográficos, Taurus, Madrid 1962; y Apologia pro vita sua. Historia de mis ideas religiosas, BAC, Madrid 2011.
[6] Del movimiento de las cosas, al Primer Motor inmóvil; de las relaciones causa efecto que se dan en nuestro mundo, a la Causa primera; de la contingencia de las cosas que son y dejan de ser, al Ser supremo que subsiste por sí mismo; de los grados de perfección que contemplamos, en más o en menos, al Ser sumamente perfecto y valioso; de la finalidad que contemplamos en la naturaleza y su dinamismo, al Fin último.
[7] R. Aubert, “L’importance du dynamisme volontaire dans la foi”, en Le problème de l’acte de foi. Données traditionelles et résultats dees controverses récentes, E. Warny, Louvain 1958, pp. 52-60.
[8] US X, 43; citado en Michael Paul Gallagher, Mapas de la Fe, o.c., p. 21. El mismo Concilio de Trento (DzH 1526) titula Modus praeparationis a la exposición católica de cómo se llega a la justificación por la fe: además del conocimiento de los contenidos de la fe, entran la gracia que mueve ya ayuda pero sin sustituir la libertad sino favoreciéndola; entran la conciencia moral que no hace reconocer nuestros pecados, el temor a la justicia divina, el despertar de la esperanza y la confianza en la misericordia de Dios, comienza el amor hacia Dios que nos aleja del pecado y nos invita a la conversión y a pedir el bautismo, mientras comienzan una nueva vida y guardan los mandamientos divinos. Muchas dimensiones del corazón se ponen en acto en la acogida de la fe.
[9] Cf. LD I, 212-226; citado en Michael Paul Gallagher, Mapas de la Fe, o.c., p. 19.
[10] Dice Newman: “El asentimiento basado en razonamientos no demostrativos está demasiado reconocido y extendido para que pueda considerarse como irracional, a no ser que la naturaleza humana sea irracional; es algo demasiado familiar al hombre prudente y de mente clara para que pueda ser una debilidad o una extravagancia. Nadie puede pensar u obrar sin aceptar verdades ni intuidas ni demostradas y, sin embargo, absolutas. Si la constitución de nuestra naturaleza está gobernada por leyes, una de ellas es que hemos de aceptar absolutamente como verdaderas ciertas proposiciones que están fuera de los estrechos límites de las conclusiones atadas a la lógica formal o virtual” (GA 179; citado en Guillermo Juan Morado, También nosotros creemos porque amamos, P. U. Gregoriana, Roma 2000, p. 44).
[11] Ya Santo Tomás decía en STh II II, 1, 4: Alio modo assentit intellectus alicui: non quia sufficienter moveatur ab obiecto propio sed per quandamelectionem voluntarie declinans in unam partem magis quam in aliam (de otro modo asiente la inteligencia a algo: no porque sea suficientemente movido por un objeto propio de la inteligencia, sino por cierta elección, que voluntariamente inclina hacia una parte más que hacia la otra). Cuando esta inclinación se da con certeza, sin duda ni temor, es el caso de la fe.
[12] Santo Tomás no ignora sino que alude a una comprensión del conocimiento más propia de la tradición mística y que creo importante para el planteamiento de la certeza en Newman: “El conocimiento mínimo que se puede tener de las cosas supremas, es más deseable que el conocimiento más cierto que se pueda tener de las cosas mínimas”(STh I,1,5,ad1). Según esto, piensa Muschalek: ¿No podría significar la fe una plenitud del conocimiento humano posible aquí en la tierra? (Georg Muschalek, Libertad y certeza en la fe, QD 9, Herder, Barcelona 1971, p. 35).
[13] Ídem, p. 46.
[14] GA 197; citado en Guillermo Juan Morado, o.c., p. 49.
[15] GA 105-106, citado en Guillermo Juan Morado, o.c., p. 55.
[16] Desde Lessing hasta Vattimo, pasando por María Zambrano, se nos apunta a que cuando la humanidad ha perdido el hilo de su historia, el sentido de lo humano, la sensibilidad por lo que es humano o inhumano, haremos bien en volver a la historia humana: o bien repasar los libros básicos de la educación del género humano que fueron el AT, el NT y el Alcorán (Lessing); o, simplemente, releer la historia humana para despertar el sentido de lo humano por contraposición a lo inhumano (Vattimo); o bien, cuando no se ha podido evitar tropezar con lo trágico, deberemos volver hacia atrás para deshacer el error y poder atravesarlo (Zambrano).
[17] GA 117; citado en Guillermo Juan Morado, o.c., p. 57. La conciencia es “essentially religious” (US II, 10), íbidem.
[18] La fe “tiene el carácter de apuesta e implica riesgo, pues se apoya en fundamentos que se acercan a la conclusión deseada sin llegar a tocarla, y compromete la libertad y la responsabilidad personal: ‘cada hombre es efectivamente responsable de su fe, porque es responsable de sus aficiones y de sus aversiones, sus esperanzas y sus opiniones, de todo lo cual depende la fe’ (US XII, 10)” (Guillermo Juan Morado, o.c., p. 86).
[19] El tecnicismo “presencia real” se usa en teología para la eucaristía. Ha sido George Steiner quien lo ha usado para un horizonte más amplio y desafiante para el mundo del hombre actual; G. Steiner, Presencias reales, Destino, Barcelona 2007.
[20] En el clima de fideísmo y fundamentalismo actual, la hiperafiliación aludida antes, valoro que Newman describa la fe como el “razonar de un espíritu religioso”; un razonar en el que todos los factores, que contribuyen a forjar el talante moral de la persona que razona, tienen un peso lógico (US XI, 1; X, 40; citado en: Guillermo Juan Morado, o.c., p. 86). La fe sigue siendo el razonar de un espíritu religioso, pues la libertad responsable actúa por razones, vengan más de las exigencias de la razón o más de las exigencias del corazón. El espíritu religioso ha de poder razonar su fe ante los demás y ante sí. La 1Pe nos invitaba a dar razón de nuestra esperanza ante los demás.
[21] Cf. Nicholas Thomas Wright, Después de creer, PPC, Madrid 2012.
[22] US XII, 20; citado en: Guillermo Juan Morado, o.c., p. 114.
[23] US XII, 20, nota 4; íbidem. Resuena el affectus credulitatis que estaría a la base del initium fidei y augmentum fidei (la inclinación a creer, el inicio de la fe y el crecer en la fe), que íntegramente cuentan con la gracia, según el Concilio de Orange II (DzH 375).
[24] US X, 34; Theses, 231-232·236; citado en: Guillermo Juan Morado, o.c., p. 124.
[25] Dichos de luz y amor, 54: “Mira que, pues Dios es inaccesible, no repares en cuanto tus potencias pueden comprehender y tu sentido sentir, porque no te satisfagas con menos y pierda tu alma la ligereza conveniente para ir a él”.
[26] US IV, 13; citado en: Guillermo Juan Morado, o.c., p. 128.
[27] US XI, 1; citado en: Guillermo Juan Morado, o.c., p. 130.
[28] Cf. El último capítulo de John Henry Newman, El asentimiento religioso, Gerder, Barcelona 1960, pp. 338 ss.
[29] Adolphe Gesché, “Pourquoi je crois en Dieu?”, en La Foi et le Temps, 18 (1988) 317-343. Divulgado entre nosotros por la traducción “Por qué creo en Dios”, en Selecciones de Teología (1990) 83- 92 . Desde Newman: “La fe es un proceso racional en el que una porción muy grande de lo que fundamenta la inferencia no puede mostrarse; o sea, es mucho lo que radica en el carácter de la misma persona creyente, en su modo de ver las cosas en general, en su estimación de lo que es probable o improbable, las expectativas que provienen de sus deseos innatos y las impresiones que tiene en cuanto a la voluntad de Dios” (US XI, 25; citado en: Guillermo Juan Morado, o.c., p. 84).
[30] Luego, en ampliación de estudios, comprendí que este nivel de fe debía ser superado y corregido. Lluís Llach cantaba “Fe no és esperar, fe és penosa lluita per l’avui i pel demà…”. La fe se identificaba con la voluntad. Unamuno ayudaba: creer era “voluntad creer” porque con la razón no se llegaba a tanto, bien que le dolía. Una mujer de ascendencia protestante Jeanne de Vietinghoff insistía: “lo que uno cree importa poco, todo depende de la manera en que uno cree”; a lo que Margarite Yourcernar añade: “Aprendamos junto a esta mujer excepcional, a desprendernos de las formas exteriores en que se encierra a Dios. Cuanto más nos elevamos más dominamos nuestras creencias. Juan de Vietinghoff perteneció, sobre todo y cada vez más, a esa iglesia invisible, sin vocablo y sin dogmas, en la que comulgan todas las sinceridades” (M. Yourcernar, El tiempo, ese gran escultor, Alfaguara, Madrid 1989, p. 226). En cambio, sí que importa y mucho lo que se cree; lo mío me costó.
[31] En su precioso librito dirigido a sus compañeros de trabajo incrédulos: Jacques Loew, He buscado en la noche, Sociedad de Educación Atenas, Madrid 1970, pp. 50-57.
[32] José Vidal Taléns, La Cristología de Walter Kasper en su génesis y estructura, Facultad de Teología, Valencia 1988.
[33] La coherencia budista no permite una “alteridad” con la que confrontarse y recuperarse. La convicción budista es otra: la fuente del mal y el sufrimiento está en uno mismo y, además, está en sus manos erradicar dicha fuente del mal, alcanzando el liberador “despertar”, la naturaleza búdica, por encima de dioses, mundo y hombres. En cambio, la salvación cristiana reposa en la relación con Aquel, totalmente otro, que nos sale al encuentro en su libertad y amor, y nos muestra cuánto nos ama al identificarse con nuestro dolor para darle un valor redentor; Él, el único que puede salir como nuestro valedor, nuestro Redentor, por ser nuestro Creador. Referencias a Claire Ly en: J. Vidal Taléns, “La novedad de la revelación cristiana, para un mundo multi-religioso” en La fe cristiana y sus coherencias, Facultad de Teología, Valencia 2007, pp. 272-273
[34] Emil Ludwig Fackenheim, La presencia de Dios en la historia, Sígueme, Salamanca 2002, p. 56.
[35] G. Bernanos, Diario de un cura rural, Plaza Janés, Barcelona 1966, p. 253-255.
[36] El otro papa que renunció al pontificado en la historia fue Celestino V. Se trata de Pietro Angelerio del Morrone, que llegó a Papa en 1294y poco después renunció y volvió a su convento franciscano. Este hecho probablemente inspiró a Ramon Llull su Llibre d’Evast e Blanquerna (Edicions 62, Barcelona 1982), en que el protagonista, después de recorrer todos los estamentos de la cristiandad hasta el pontificado, renuncia a éste y acaba su vida como eremita. La figura del mismo Celestino V fue novelada por Ignazio Silone en L’avventura d’un povero cristiano, Mondadori, Milano 41978
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