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La revelación acerca de la resurrección de la carne, presente ya en el Antiguo Testamento, alcanza su culmen con el anuncio de la victoria definitiva de Cristo sobre la muerte y sobre el pecado. Tras la Pasión y la Resurrección del Señor, el fin de la vida terrena pasa a ser la puerta que nos lleva a la eternidad. La Iglesia enseña que la retribución de cada individuo empieza justo después de fallecer, y habla del Purgatorio, donde las almas que mueren en gracia de Dios son purificadas antes de entrar en el Cielo, a través de un dolor que nace del amor. La Iglesia siempre ha animado a los fieles a rogar por los difuntos
«El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo»[1]. A la inquietud del hombre por su propia fragilidad y finitud la revelación responde con luces profundas. Afirma, en primer lugar, que el origen del enigma −la muerte tal como la conocemos, penosa y trágica− está íntimamente vinculado con la entrada del pecado en la historia humana: «por medio de un solo hombre entró el pecado en el mundo» −dice S. Pablo en alusión a la caída original− «y a través del pecado la muerte»[2]. Sin embargo, la revelación enseña también −y esto es más importante aún− que ni la muerte ni el pecado tienen la última palabra sobre el hombre. El ser humano no está condenado, pues, a vivir «sin esperanza y sin Dios»[3]; puede estar seguro de que su anhelo de vida tiene respuesta en la providencia amorosa del Padre.
La esperanza veterotestamentaria
En el Antiguo Testamento, los primeros indicios que hallamos de una vida después de la muerte consisten en dos términos: sheol y refaim; el sheol es el “lugar” donde habitan los refaim, las sombras de los hombres difuntos[4]. Este primer esbozo, tenue, del eterno destino humano, adquiere con el tiempo mayor relieve y color: así, en algunos Salmos, el hombre justo expresa la confianza de que Dios le libere del sheol: «No abandonarás mi alma en el sheol»[5]; «Dios rescatará mi alma, me arrancará de las manos del sheol»[6] . La esperanza veterotestamentaria de un triunfo sobre la muerte cristaliza finalmente en dos líneas: la de la inmortalidad del alma y la de la resurrección de la carne en el último día. Por un lado, el libro de la Sabiduría afirma que el núcleo de la persona −el alma (psykhé) − es imperecedero, y capaz de recibir una recompensa al término de la vida mortal. Asegura que las almas de los justos difuntos están en la paz, en las manos de Dios[7], mientras advierte a los impíos que tras su muerte «irán temblando a dar cuenta de sus pecados, y sus iniquidades les acusarán cara a cara»[8]. Por otra parte, otros libros del Antiguo Testamento −2 Macabeos y Daniel− anuncian firmemente la resurrección en el último día: los justos y los que padecen martirio por mantenerse fieles a Dios −dicen− pueden esperar una resurrección para la “vida”, mientras que los impíos sólo pueden aguardar una resurrección para el «oprobio»[9]. Estas dos líneas bíblicas son complementarias: las alusiones al alma inmortal se pueden entender como referidas al estado en que queda la persona enseguida después de morir, y las menciones de la resurrección corporal como referidas al estado definitivo −reconstituido− del hombre al final de la historia.
La esperanza cristiana
El Nuevo Testamento derrama una luz más completa sobre el misterio de la muerte. Por un lado, confirma su conexión primigenia con el mysterium iniquitatis; la muerte es, en palabras de San Pablo, el «salario del pecado»[10]: consecuencia, señal y recordatorio de la pecaminosidad humana. Pero por otra parte, la revelación neotestamentaria anuncia la Buena Nueva de la victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado. El Hijo de Dios, encarnándose, padeciendo, muriendo y resucitando, ya ha vencido a la muerte. Ha cambiado radicalmente su signo negativo; no sólo porque ha mostrado la muerte como la puerta que conduce a una vida imperecedera, sino también porque, de modo misterioso, ha hecho de la muerte una vía de comunión con su propia Persona. Para su discípulo, morir significa «estar con Cristo»[11], «volver junto al Señor»[12], morar con Él en la casa del Padre[13]. De este modo radical, la muerte −aun conservando su aspecto doloroso− pierde su aguijón[14] y adquiere un rostro más amable: es «la hermana muerte»[15] , camino de encuentro con Cristo, el Padre y el Espíritu Santo. «¡No me hagas de la muerte una tragedia!, porque no lo es. Sólo a los hijos desamorados no les entusiasma el encuentro con sus padres»[16].
Esta concepción positiva −eminentemente cristológica− de la muerte, estuvo en la base de la firme actitud de los mártires en tiempos de persecución: estaban dispuestos a padecer y morir por su fe, convencidos de que su sufrimiento y muerte les iba a proporcionar una oportunidad para unirse al Señor, participando en su misterio pascual. Emociona hallar, bajo el deseo de martirio de esos cristianos, un ardiente amor a Jesús: «Fuego y cruz, y manadas de fieras, quebrantamientos de mis huesos, descoyuntamientos de miembros, tribulaciones de todo mi cuerpo, tormentos atroces del diablo, vengan sobre mí, a condición sólo de que yo alcance a Cristo»[17]. Amaban la muerte porque amaban a Cristo.
El aprecio sobrenatural por la muerte informa el pensamiento cristiano de todos los tiempos, capacitándolo para mirar el mysterium mortis, el misterio de la muerte, de frente y sin terror, a diferencia de muchas filosofías paganas de la Antigüedad. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, la muerte puede ser contemplada desde la fe como «la última Pascua del cristiano»[18]: punto de tránsito de la vida terrena a la vida eterna junto al Señor, con la gozosa perspectiva de resucitar con Él en el último día.
Meditatio mortis
De maneras diversas, los cristianos a lo largo de la historia han reflexionado acerca de la pervivencia del núcleo espiritual de la persona humana. El alma, que sobrevive a la descomposición del cuerpo, puede −a pesar de su estado incompleto, que aguarda la resurrección de la carne[19]− experimentar, después de la muerte, el gozo de la comunión con la Trinidad, los ángeles y los santos o bien, en caso de imperfección, un proceso de purificación previa al gozo celestial o bien, si se trata de un pecador empedernido, la pena de separación eterna de Dios y las criaturas santas. El Papa Benedicto XII (s. XIV) declara: «Definimos... que las almas [de los que mueren en gracia]... inmediatamente después de la muerte –y de la purificación, para los que tienen necesidad de ella–, aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final... estuvieron, están y estarán en el Cielo... con Cristo, en la compañía de los santos ángeles... Definimos, además, que las almas de los que mueren en estado de pecado mortal actual bajan inmediatamente después de la muerte al infierno, donde son atormentadas con penas infernales»[20].
Puede afirmarse, por tanto, que la retribución −premio o castigo− del individuo, por lo que se refiere a su contenido fundamental de unión o separación respecto a Dios, empieza justo tras la muerte. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, «la muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cfr. 2 Tm 1, 9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (cfr. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cfr. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cfr. 2 Co 5, 8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (cfr. Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros»[21]. La doctrina del juicio particular aparece aquí como corolario de una verdad fundamental: que los hombres, en el momento de su defunción, se sitúan ya en estados de salvación o no-salvación. «Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre»[22].
El hecho de que con la vida mortal termina el tiempo disponible para dar respuesta a Dios −sí o no−, constituye para el creyente un reclamo a la responsabilidad. «A la tarde te examinarán en el amor»[23]; no nos esperan más vidas, ni una segunda oportunidad, como propugnan las teorías sobre la reencarnación[24]. Saber esto −vislumbrar en el horizonte la llegada irrevocable de la muerte− nos mueve a trabajar con santa urgencia: «Los que andan en negocios humanos dicen que el tiempo es oro. ─Me parece poco: para los que andamos en negocios de almas el tiempo es ¡gloria!»[25].
Purificación después del tránsito
El individuo que muere como amigo de Dios, pero insuficientemente maduro en el Amor, ha de pasar por una purificación. Tal individuo, seguro ya de su eterna salvación, sufre de todos modos un proceso que perfecciona sus disposiciones. «Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su salvación eterna, sufren una purificación después de su muerte, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en el gozo de Dios»[26].
¿Qué nos dice la revelación acerca de este misterio? Hallamos indicios preciosos en la Escritura, que sirven de base para la doctrina de la purificación postmortal[27]. Por una parte, la Biblia habla de la santidad de Dios, que reclama del hombre una cierta preparación para acceder a la presencia divina. La ley veterotestamentaria sobre la pureza legal estaba encaminada a inculcar esta idea en el pueblo elegido[28], al estipular a quienes debían participar en el culto ritos previos de purificación. En la predicación de Jesús también encontramos la misma invitación fundamental: «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto»[29]. Dios, tres veces santo, pide y facilita una santidad correspondiente en el hombre. Es razonable pensar que, si una persona muere libre de pecado mortal pero sin haber coronado su camino de santidad −«la santificación, sin la cual la cual nadie puede ver a Dios»[30]− su historia de perfeccionamiento prosiga tras la muerte.
Además, la Sagrada Escritura refrenda la práctica de oración de impetración que hacen los vivos por los muertos: santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados[31]. Los cristianos, ya desde los primeros siglos, vivieron esta costumbre, expresión de su fe en la comunión de los santos. «La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos, y ofreció sufragios por ellos»[32]. Los creyentes se sentían movidos a ofrecer esas oraciones, además, al comprobar que en la vida real diferentes personas alcanzan grados diversos de santidad: algunas, un grado tan alto que, nada más morir, son tratadas espontáneamente por los fieles como intercesores ante Dios; y otras que, aun habiendo vivido cristianamente, son encomendadas a la misericordia divina, para que sean admitidas al descanso eterno[33].
La lógica del amor
La doctrina del purgatorio nos recuerda que, para un sujeto en uso de su libertad, una cierta preparación −acompasada por la gracia− es necesaria para ser admitido al consorcio trinitario. Hay un camino que recorrer que, si no llega a consumarse en esta vida, debe terminarse luego. El misterio acerca de la maduración después de la muerte es sumamente congruente con la santidad, justicia y amor de Dios. «El purgatorio es una misericordia de Dios, para limpiar los defectos de los que desean identificarse con Él»[34].
Así, el individuo que muere en gracia y a la vez con imperfecta santidad ya está salvado, pero su plena comunión con la Trinidad queda retrasada mientras no posea la suficiente sazón en el amor y la santidad (aunque la dilación no se puede medir con categorías terrenas: segundos, minutos, meses, años, siglos...). El retraso implica, para el difunto, una experiencia dolorosa y gozosa a la vez. Se ve a sí mismo unido a Cristo, pero todavía no cabalmente cristificado. La plena comunión con el Señor, con el Padre y con el Espíritu Santo, está ya casi al alcance, al no interponerse ningún obstáculo permanente; sin embargo, uno mismo se percibe inmaduro para tal consorcio. Su amor se traduce entonces en dolor, por la tardanza del encuentro con el Amado. Santa Catalina de Génova (s. XV) afirma que el fuego que experimenta el alma en el purgatorio no es otro que la pena que brota al comprobar, por una parte, que ningún pecado serio obstaculiza la unión con Dios, y al descubrir, por otra, que el estado de santidad imperfecta no permite acercarse plenamente a Él[35]. Se trata, pues, de una pena de retraso; del amor nace el dolor, y el mismo dolor purifica y perfecciona el amor.
La Iglesia, en sus ritos y oraciones fúnebres, así como en el día en que conmemora a todos los fieles difuntos, nos recuerda el valor de los sufragios por los que han fallecido. Como miembros de la misma familia cristiana, podemos ayudarles, entre otras formas, obteniendo para ellos indulgencias −remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa−, de manera que se vean libres −en parte o totalmente, según que la indulgencia sea parcial o plenaria− de las penas temporales debidas por sus pecados[36].
Realmente es posible esta sobrenatural comunicación de bienes, gracias a la comunión de los santos, una verdad de fe que nos recuerda que realmente dependemos unos de otros: «Ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. (…) Nadie se salva solo. (…) Mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte. En el entramado del ser, (…) mi oración por él, puede significar una pequeña etapa de su purificación»[37]. La eficacia de las oraciones de los vivos por los difuntos se comprende mejor a la luz de la pertenencia de los cristianos a Cristo. El Señor, desde su sede a la derecha del Padre, ora incesantemente por los vivos y difuntos; y los que están incorporados a Él pueden pedir juntamente con Él: «Vox una, quia caro una», la voz es una porque la carne es una, dice San Agustín[38]. Como parte del “Cristo Total” −según la terminología agustiniana[39]−, los cristianos podemos rezar por los difuntos con la seguridad de que el Padre nos escucha y es así como, en palabras de San Josemaría, vivimos «sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte»[40].
J. José Alviar. Universidad de Navarra
Notas
[1] CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 18.
[2] Rm 5, 12.
[3] Ef 2, 12; cfr. BENEDICTO XVI, Litt. enc. Spe salvi, 30-XI-2007, n. 2.
[4] Cfr. Jb 7, 9; 10, 21-22, Sal 88, 13; 89, 49; 139, 8; Is 7, 11.
[5] Sal 16, 10.
[6] Sal 49, 16.
[7] Cfr. Sb 3, 1-4.
[8] Sb 4, 19-20.
[9] Dn 12, 1-2; cfr. 2 M 7.
[10] Rm 6, 23; cfr. Rm 5 y 1 Co 15.
[11] Flp 1, 23.
[12] 2 Co 5, 8.
[13] Cfr. Jn 14, 3; Lc 23, 43; Hch 7, 59.
[14] Cfr. 1 Co 15, 55.
[15] SAN FRANCISCO DE ASÍS, Cántico de las criaturas; cfr. SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 739.
[16] SAN JOSEMARÍA, Surco, n. 885
[17] SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Epistola ad Romanos, 5, 3.
[18] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1680.
[19] Cfr. SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, 13, 20; SANTO TOMÁS, S. Th. I, q. 118, a. 3.
[20] BENEDICTO XII, Const. Benedictus Deus, 29-I-1336.
[21] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1021.
[22] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1022.
[23] SAN JUAN DE LA CRUZ, Dichos, 64.
[24] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1013.
[25] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 355.
[26] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1054.
[27] Cfr. Conc. de Trento, sess. XXV, Decr. De purgatorio.
[28] Cfr. Lv 11-16; y en general todo el Pentateuco.
[29] Mt 5, 48.
[30] Hb 12, 14. Cfr. 2 Co 13: el cristiano que se presenta ante Dios con obras imperfectas “quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego”.
[31] Cfr. 2 Mac 12, 45-46.
[32] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen Gentium, n. 50.
[33] Cfr. BENEDICTO XVI, Carta enc. Spe salvi, 30-XI-2007, nn. 45-46.
[34] SAN JOSEMARÍA, Surco, n. 889.
[35] Cfr. SANTA CATALINA DE GÉNOVA, Tratado sobre el purgatorio, 3.
[36] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1471 y 1479. .
[37] BENEDICTO XVI, Carta enc. Spe salvi, 30-XI-2007, n. 48.
[38] SAN AGUSTÍN, Enarrationes in Psalmos, 101, 1, 2.
[39] Cfr. SAN AGUSTÍN, In epistulam Ioannis ad Parthos tractatus, 10, 3; Enarrationes in Psalmos 26, 2, 23.
[40] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 141.
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