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Intervención de Mons. Jesús Sanz Montes, OFM, Arzobispo de Oviedo, en una de las sesiones de las ‘46 Jornadas de Cuestiones Pastorales’, que se han celebrado en Castelldaura (Premià de Mar), durante los días 25 y 26 de enero pasado
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Introducción: describiendo un punto de inflexión
En el reciente discurso del Papa Benedicto XVI al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, el pasado 10 de enero de 2011, se abordaba la cuestión que quisiera desarrollar en esta intervención: ¿Dios es algo o alguien ajeno al hombre, como un intruso indeseado y rival, o es más bien un amigo al que inevitable y gozosamente tendemos? El Santo Padre afirmaba que, «el Misterio del Hijo de Dios que se hace hombre supera completamente cualquier expectativa humana. En su absoluta gratuidad, este acontecimiento de salvación es la respuesta auténtica y completa al deseo más profundo del corazón. De Dios viene la verdad, el bien, la bondad, la vida en plenitud que cada hombre busca consciente o inconscientemente. Aspirando a estos bienes, toda persona busca a su Creador, ya que “sólo Dios responde a la sed que hay en el corazón de todo ser humano” (Benedicto XVI, Verbum Domini, 23). La humanidad, a través de sus creencias y ritos, ha manifestado a lo largo de su historia una búsqueda incesante de Dios, y “estas formas de expresión son tan universales que se puede llamar al hombre un ser religioso” (Catecismo de la Iglesia Católica, 28). La dimensión religiosa es una característica innegable e irreprimible del ser y del obrar del hombre, la medida de la realización de su destino y de la construcción de la comunidad a la que pertenece. Por consiguiente, cuando el mismo individuo, o los que están a su alrededor, olvidan o niegan este aspecto fundamental, se crean desequilibrios y conflictos en todos los sentidos, tanto en el aspecto personal como interpersonal»[1]
No es una posición coyuntural de la tradición cristiana en general, ni del magisterio de Benedicto XVI en particular. Es una constante de nuestra cosmovisión católica, de nuestra weltanschauung, aunque a veces podamos hablar de una cierta apostasía del cristianismo que extrañamente renuncia a su raíz traicionando su pertenencia religiosa y cultural[2]. En la encrucijada de caminos en los que los hombres y mujeres nos encontramos, Dios tiene que ver con cada uno de nosotros. En este camino, y en el de la vida se da lo que el Papa decía al llegar al Aeropuerto de Santiago en su reciente visita a España: que «en lo más íntimo de su ser, el hombre está siempre en camino, está en busca de la verdad»[3].
Una presencia que no siempre ha sido diáfana o sencilla de mostrar, especialmente cuando nos hemos encontrado con un intento de expulsión y desalojo de Dios, al que como ha indicado el Santo Padre en su homilía en el Obradoiro se le ha podido percibir extrañamente como un intruso y enemigo del hombre, de su felicidad y su libertad. No tomar el nombre de Dios en vano, pero no censurar su presencia entre nosotros[4].
Hay un camino abierto de parte de Dios hacia el hombre, que viene a encauzar los mil caminos que el hombre ha querido abrir en su acceso al mundo divino. Esta es la afirmación humilde y audaz del cristianismo: la mutua apertura de Dios y del hombre se encuentran en lo que llamamos revelación. No se trata de una palabra sórdida que Dios pronuncia para nadie, ni tampoco un silencio mudo que el hombre quiere desentrañar, sino el encuentro cabal de esa palabra gratuita que viene al encuentro del silencio mendicante del hombre[5].
No obstante ese fluido discurrir ha podido ser interrumpido extrañamente. De hecho, el cristianismo ha dejado de ser un referente único e identificativo en nuestra civilización occidental. Casi no nos habíamos percatado de que el paisaje cultural y religioso que habíamos vivido durante siglos en la sociedad de Occidente y durante tantas décadas de nuestra biografía personal, estaba pacíficamente zambullida en eso que podríamos llamar “cultura cristiana”. Éramos un pueblo cristiano, y como cristianos vivíamos todas las cosas: las más hermosas, nobles y resultonas, como también nuestras debilidades, trampas y preocupaciones. Podría parecer que este dato dado era algo incuestionado e incuestionable, y que teníamos una convivencia sin sobresaltos entre las exigencias de nuestra fe, y los avatares de nuestra fatiga cotidiana.
Como bien se ha dicho, estamos ante un paisaje que se puede calificar como neopagano imponiéndonos un post-cristianismo[6]. El hecho de que nos preguntemos sobre la realidad que conlleva eso de ser cristiano en medio de una sociedad que ha dejado de serlo, nos impone una constatación que indica un cambio notable de escenario: nuestra sociedad se ha secularizado, y más aún, sigue en curso su proceso de secularización[7], con todo un proceso más o menos estratégicamente diseñado por intereses políticos, culturales y mediáticos que sigue empujando hacia el nihilismo y el relativismo lo que ha sido y es el cristianismo en la cultura contemporánea[8].
Es pertinente el juicio de alguien como Marcello Pera, ajeno al ámbito de la fe, y que sin embargo no duda en analizar el momento que vive Occidente con preocupación: “¿Qué es Europa? ¿En qué cree? ¿Qué ideales, valores y estilos de vida persigue? Ahora bien, es la religión la verdadera piedra de escándalo. Más que olvidada, es objeto de combate. Lo que está pasando en Europa es una apostasía del cristianismo, una batalla que se libra en todos los frentes, desde la política a la ciencia, desde el derecho a las costumbres, en la que la religión tradicional europea, la que la ha bautizado y educado durante siglos, asume el papel de imputada de culpas que van desde la amenaza al Estado laico al obstáculo para la coexistencia social, a la aversión a la investigación científica. El resultado total es que los europeos conviven sin identidad en una Europa sin Dios»[9].
Podemos decir que en unos se ha producido el prejuicio ante Dios como quien sospecha de su Presencia hasta hacerla lo más evitable posible; en otros ha primado el rencor hacia Él haciéndole culpable o cómplice de los desastres naturales y sociales de la historia de occidente; en otros, se ha dado sencillamente su ignorancia y su censura, sin querer emplear tiempo siquiera en desmontar el hecho religioso y todas sus matrices culturales; en otros se da el insuperable silencio de quien se ha cansado de buscar y preguntar, con la impresión de no haber encontrado a nadie ni de haber sido respondido por ninguno; y, cabría finalmente otros que buscan y acogen como acontecimiento inesperado e inmerecido la Revelación, sin que ello signifique una inmediatez controlable o de libre disposición, sino un Misterio que se nos da, se nos revela, en una gratuidad que no es pago por servicios prestados o fruto de nuestra conquista.
En este proceso emancipador del hombre en el que paulatinamente se ha ido alejando de Dios, hemos de indicar que la posición cristiana engarza los tres grandes elementos de una unidad teológica y antropológica: Dios-hombre-mundo. Rota esa unidad por cualquier de sus flancos, entonces se da lugar a todo tipo de esquizofrenia cultural que termina en el exceso o en el defecto en torno al secularismo o al sacralismo.
Podemos señalar cómo ha habido una tendencia desmontadora del cristianismo cultural (no sólo del cristianismo teológico y confesional), que partiendo de los postulados de Auguste Compte, Ludwig Feuerbach y Friedrich Nietzsche, se ha ido desencantando hacia todas las consecuencias de este último derivando en un «nihilismo revestido de debilidad, sin asomo de tragedia; nihilismo desencantado, al que el ideal del superhombre no le apetece nada»[10]. Tanto es así que alguien tan poco sospechoso hacia la benevolencia ante la secularidad como es Jürgen Moltmann, ha dicho que «jamás ha habido en las sociedades ricas de este mundo tanta desorientación, resignación y cinismo, tanto autoaborrecimiento»[11].
De hecho son fácilmente reseñables los puntos que nos permiten identificar los escollos de conflicto que se generan hacia el cristianismo en general y hacia la Iglesia Católica en particular, dentro de una sociedad secularizada. Porque no estamos ante una neutralidad respetuosa, en la que todos tienen su derecho y su verdad, y a todos se les posibilita la vivencia íntima y la expresión pública de sus ideas y creencias, sino que se da una inevitable toma de postura, que termina siendo reductora para aquellos a quienes se juzga adversarios o enemigos. Este es el ambiente o el ámbito, en el que la identidad cristiana trata de seguir alzando su voz, muchas veces en nombre de los que no tienen voz, para acercar una visión de la vida, del hombre y de Dios, que aporte originalmente una cosmovisión de las cosas dentro de un mundo plural, multicultural y multirreligioso. Es la audacia y la urgencia del cristiano como testigo de esa doble apertura de Dios hacia el hombre y de éste hacia Dios.
1. La nostalgia de una espera
Hay caminos que existen pero están inexplorados, caminos que jamás se trazaron, y caminos que habiendo sido frecuentados se truncaron por algún abismo. ¿Cuáles son los puentes que permiten que Dios y el hombre se encuentren, cuáles los abismos que los separaron? El cristiano está llamado a tener vocación de puente, de pontífice, y se presenta como un signo permanente en donde puedan encontrarse el hombre y Dios.
No es tan evidente la pacífica convivencia entre ambos protagonistas. De hecho, como un dato que cruza la historia comparada de las religiones, emerge la cuestión de fondo: Dios o el hombre es alguien a quien destruir, al que controlar o de quien sencillamente huir. «Dios, experiencia del hombre», el «hombre, experiencia de Dios», y «la unidad de Dios “y” el hombre», como queda ensamblado en el ensayo profundo y sugestivo de Xavier Zubiri en torno a nuestro binomio en cuestión[12].
Habría que insistir en el concepto de “experiencia” tratando de situar el discurso cristiano sobre el conocimiento de Dios en esa categoría fundamental que evita el positivismo racionalista y el efluvio sentimental. La experiencia tiene ese algo de misterio gratuito de aquello que me es dado, y que una vez que se me da yo puedo profundizarlo, tematizarlo y comunicarlo.
San Buenaventura, teólogo franciscano, es un testigo de esta saludable unidad que nace del estupor ante la autorrevelación de Dios, a la cual se adhiere con la atención vigorosa de su inteligencia y con el afecto amoroso de su corazón. Es toda la persona la que queda implicada en este encuentro con el Misterio, sin censura de ninguno de los factores que la constituyen. Más que de “experiencia de Dios” o de “experiencia del hombre, habría que hablar mejor de “vivencia”. Esta palabra “vivencia” es un neologismo que introdujo nuestro filósofo Ortega y Gasset para traducir el vocablo alemán Erlebnis, que a diferencia del término germano Erfahrung (experiencia), no indica algo que sucede y no queda, sino que sigue su curso fluido experiencial. La vivencia-Erlebnis es algo que sucede, pero que queda incorporado a la vida hasta tal punto que tal vida ya no sería comprensible ni vivible en su totalidad si faltase esa vivencia acontecida[13].
En el importante y ya clásico ensayo sobre la mentalidad moderna y el reto de la evangelización, Charles Moeller cita un texto conmovedor de Jean Guitton: «Hemos llegado a este momento patético en el que el hombre, que cree que todo le es permitido y que todo le es posible, va a experimentar, por los hechos, que por sí mismo no puede hacer otra cosa que destruirse. Después, o el abismo o el remontar hacia fuera de ese abismo. Pero entonces la creencia en Dios, en vez de proceder de lo alto, de la sola revelación, o de adentro, por la sola razón, surgirá también del fondo de las lágrimas y de la experiencia»[14].
No estamos ante un mundo en Occidente cuya humanidad sea frágil y pecadora, pero cristiana al fin, sino ante una humanidad que además de seguir siendo así en su pecado y fragilidad, ha decidido dejar de ser cristiana. Esto significa que no nos encontramos únicamente con la tarea de seguir nutriendo y madurando nuestro pueblo cristiano, sino la de preguntarnos misioneramente qué hacer ante un pueblo en el que ya no hay un sujeto cristiano. El discurso sobre Dios no es simplemente un discurso religioso, sino también humano: Dios no es únicamente una cuestión de creencia, sino también de humanidad, porque Él nos habla del hombre, y el corazón humano nos reclama la transcendencia infinita, es decir, a Dios.
En este sentido, Joseph Ratzinger, cuando todavía era profesor en Tubinga y Munich, al plantearse la gran cuestión de cómo hoy es predicable Dios, se zambulló también él en el tema de la pregunta, de cómo el hombre actual se sitúa ante la pregunta de Dios o sobre Dios. Decía Ratzinger que, «la situación del hombre ante la cuestión de Dios es en la actualidad precisamente de pregunta, de incertidumbre, allí donde Dios no se cuenta entre las cuestiones superadas ya por la conciencia del hombre. No podemos pasar por alto esta situación si queremos que nuestras palabras sobre Dios sean comprensibles, que lleguen a constituir para el hombre una respuesta por la que él se siente alcanzado. La crisis que desde unos cien años venimos experimentando en la predicación y que va en aumento se debe en buena parte a que las respuestas dadas por los cristianos no tenían en cuenta las preguntas de los hombres; eran ciertas, pero resultaban ineficaces porque no se habían desarrollado a partir de la pregunta. Por eso un aspecto imprescindible de la predicación misma consiste en participar de la pregunta del hombre que busca, porque sólo así puede la palabra llegar a ser una respuesta»[15].
Es muy importante lo que ha afirmado Ratzinger, porque nos da luz para entender todo este desfase que se puede dar con demasiada frecuencia entre nuestro pensamiento cristiano, nuestras predicaciones, nuestras posiciones culturales y políticas, y el escepticismo u hostilidad de nuestros interlocutores no cristianos. Hay también mucho prejuicio e incluso mala voluntad, me atrevería a decir que está presente de un modo nuevo el odio que se ha manifestado a lo largo de la historia hacia la Persona de Cristo y hacia el Cristianismo, todo esto es verdad y lo asumimos. Pero no quita ni un ápice de responsabilidad al tema crucial que tenemos planteado en torno a nuestras respuestas[16].
Sólo tomando en serio estas preguntas del hombre, podemos entender la respuesta de Dios en su revelación y traducirla adecuadamente a nuestra generación. Creemos que únicamente así, podemos superar la extrañeza con la que esta materia se ha visto envuelta durante demasiados siglos. Extrañeza que llevaba a considerar a Dios como ajeno a los hombres, y a los hombres como lejanos de Dios. Estaría servida entonces la proclama de que Dios es nuestro rival, el que más hostilmente querría domesticar nuestra libertad. Yo voy a tratar de responder en la dirección diametralmente opuesta, es decir, que Dios nos respeta la libertad educándola, acompañándola, enseñándonos a vivirla no como la fuga de nuestro capricho sin más, sino en función de todos los factores con los que nuestra libertad debe saber convivir. Aquí está la gran cuestión moral: mi libertad debe saber convivir con otras libertades, y esto sólo es posible no cuando sometemos al otro, o cuando lo destruimos, sino cuando acertamos a descubrir con paz y sabiduría que nuestras libertades no son contrarias, sino complementarias. Yo entiendo que es Dios precisamente, quien nos posibilita la vivencia armoniosa y recíproca de nuestra alteridad. De esto nos habla la historia bíblica que nos narra el proceso de la conquista de nuestra libertad como la aceptación de su don.
En medio del caos de destrucción y mentira con que el hombre se empeña en ir contra el sueño mejor imponiéndose sus peores pesadillas, no por ello deja de tener nostalgia de algo distinto, nostalgia de que acontezca lo verdadero, nostalgia de que finalmente suceda lo que todavía no ha sucedido. Es una paradoja, pero no por ello es quimera irreal o escape fugitivo: tener nostalgia de algo que esperamos que suceda, no de algo antaño sucedido. Así lo expresa Vicente Aleixandre en su obra más bella y triste a la vez:
«Padre, tú me besaste con labios de azul sereno.
Limpios de nubes veía yo tus ojos,
aunque a veces un velo de tristeza eclipsaba a mi frente
esa luz que sin duda de los cielos tomabas.
Oh padre altísimo, oh tierno padre gigantesco
que así, en los brazos, desvalido, me hubiste.
Huérfano de ti, menudo como entonces,
caído sobre una hierba triste,
heme hoy aquí, padre, sobre el mundo en tu ausencia,
mientras pienso en tu forma sagrada,
habitadora acaso de una sombra amorosa,
por la que nunca, nunca tu corazón me olvida»[17].
2. Del estupor a la sospecha: la gran emancipación
En un libro admirable, el P. Henri de Lubac, habla de esta situación de extrañeza que se ha introducido en la relación entre Dios y el hombre partiendo de un precioso ejemplo: Hay una escultura de la Catedral de Chartres que representa a Adán como un busto apenas esbozado que surge de la tierra materna, modelado por las manos divinas. El rostro de Adán reproduce los rasgos de su modelador[18]. En esta parábola de piedra se nos muestra de modo sencillo y expresivo el mensaje del Génesis: «Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza» (cfr. Gn 1,26)[19].
El Dios trascendente, el Dios «amigo de los hombres» revelado en Jesús, abría a todos los hombres un camino que no se cerraría jamás. De ahí el sentimiento de inmensa alegría y de novedad radiante que se extiende por los primeros escritos cristianos[20]. Pero si seguimos el curso de los siglos para llegar hasta los «tiempos modernos», haremos un descubrimiento extraño. La idea cristiana del hombre y de Dios, que había sido recibida como una liberación, comienza a sentirse como un yugo. El mismo Dios, que el hombre había aprendido a reconocer como el sello de su grandeza, comienza a parecerle un antagonista, como el adversario de su dignidad. Las causas históricas son muchas y complicadas, pero el hecho está ahí. Un día el hombre dejó de conmoverse ante el anuncio cristiano de la grandeza del hombre. Empezó a pensar que no podría ser valorado adecuadamente y no podría desarrollarse con libertad si no rompía con la Iglesia, y más tarde con el Ser trascendente, del que la tradición cristiana le hacía depender[21].
No podemos pensar que los autores antiguos del primer cristianismo o los medievales han navegado aguas tranquilas en el debate con otras culturas, y que por esa razón se podían permitir escribir bellos tratados abstractos e irreales sobre un Dios por todos aceptado. Ellos han escrito sus tratados marcados tantas veces por la necesidad de defender lo que tan hostilmente se escuchaba o tan despectivamente se rechazaba. Si bien Dios nunca ha sido una pura evidencia ante la que serena y gozosamente adherirse, la situación sobre Él cambia cualitativamente al comenzar la llamada “edad moderna”[22]. Así, podríamos hablar de René Descartes y su duda existencial frente al suelo de la certeza, de Ludwig Feuerbach y su visión de Dios como proyección del hombre, de Karl Marx y su lectura de Dios como un consuelo interesado, de Friedrich Nietzsche y la definitiva muerte de Dios y el consiguiente nihilismo, de Sigmund Freud y la explicación de Dios como una ilusión infantil. Serían todos los llamados “maestros de la sospecha” que han ido tejiendo otra trama a la que el occidente cristiano había tejido durante siglos.
Las tres formas de ateísmo de las que habla González de Cardedal[23]: el ateísmo metodológico, el ateísmo real y el ateísmo postulatorio, es decir, esa progresiva expulsión de Dios del paraíso de los hombres, no ha sido, efectivamente algo fortuito o casual, sino que ha tenido una larga gestación. Pero esta triple entrega del fenómeno del ateísmo ha configurado la conciencia pensante y ha dado color y atmósfera a la conciencia colectiva. Se pensó que los logros necesarios para el hombre sólo serían posibles si le era otorgada la realidad sin límites físicos, sin limitaciones morales, sin metas escatológicas.
Podemos decir que en unos se ha producido el prejuicio ante Dios como quien sospecha de su Presencia hasta hacerla lo más evitable posible; en otros ha primado el rencor hacia Él haciéndole culpable o cómplice de los desastres naturales y sociales de la historia de occidente; en otros, se ha dado sencillamente su ignorancia y su censura, sin querer emplear tiempo siquiera en desmontar el hecho religioso y todas sus matrices culturales; en otros se da el insuperable silencio de quien se ha cansado de buscar y preguntar, con la impresión de no haber encontrado a nadie ni de haber sido respondido por ninguno; y, cabría finalmente otros que buscan, se preguntan, y acogen como acontecimiento inesperado e inmerecido la Revelación, sin que ello signifique una inmediatez controlable o de libre disposición, sino un Misterio que se nos da, se nos revela, en una gratuidad que no es pago por servicios prestados o fruto de nuestra conquista.
3. Del postulado teórico a la estrategia desmontadora
Por fijar algunos puntos en los que este proceso emancipador del hombre en el que paulatinamente se ha ido alejando de Dios, hemos de indicar que la posición cristiana engarza los tres grandes elementos de una unidad teológica y antropológica: Dios-hombre-mundo. Rota esa unidad por cualquiera de sus flancos, entonces se da lugar a todo tipo de esquizofrenia cultural que termina en el exceso o en el defecto que antes describíamos en torno al secularismo o al sacralismo.
Pero podemos indicar algunos puntos que nos permitan identificar escollos de conflicto que se generan hacia el cristianismo en general y hacia la Iglesia Católica en particular, dentro de una sociedad secularizada. Porque no estamos ante una neutralidad respetuosa, en la que todos tienen su derecho y su verdad, y a todos se les posibilita la vivencia íntima y la expresión pública de sus ideas y creencias, sino que se da una inevitable toma de postura, que termina siendo reductora para aquellos a quienes se juzga adversarios o enemigos.
3.1. Idolatría. De la “muerte de Dios” a los nuevos panteones
Quienes diseñan una sociedad secularizada en la que Dios no forma ya de la vida ni de la cotidianeidad, creen que el desmontaje de lo sagrado y la tachadura total del nombre de Dios es algo fácil y sobre todo seguro[24].
El gran escritor Chesterton, decía con su acostumbrada agudeza que «lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo». Y el poeta inglés T.S. Eliot hizo una descripción vigorosa y provocativa: «parece que ha pasado algo que no había pasado nunca: aunque no que sabemos bien cuándo, ni por qué, ni cómo, ni dónde. Los hombres han dejado a Dios no por otros dioses, dicen, sino por ningún dios; y eso no había ocurrido nunca, que los hombres a la vez negasen a los dioses y adorasen a dioses, profesando primero la Razón, y luego el Dinero, y el Poder, y lo que llaman Vida, o Raza, o Dialéctica.
La Iglesia renegada, la torre derribada, las campanas volcadas, ¿qué tenemos que hacer sino estar parados con las manos vacías y las palmas hacia arriba en una edad que avanza progresivamente hacia atrás? ¿Ha fallado la Iglesia a la humanidad, o la humanidad ha gallado a la Iglesia? Cuando a la Iglesia ni se la considera ya, ni se oponen siquiera a ella, y los hombres han olvidado a todos los dioses excepto la Usura, la Lujuria y el Poder»[25].
Estos tres dioses de los que habla Eliot nos los encontramos en tantos poros de la piel social de nuestro mundo actual. La cultura hedonista fomenta y exalta la entronización de estos tres dioses del dinero, el sexo y el poder. Bastaría asomarse a las aspiraciones de tantos, tantísimos de nuestros contemporáneos, a los círculos culturales que frecuentan, los programas televisivos que les hipnotizan, o las elecciones políticas que jalean y aplauden, para ver cómo ha arraigado esta idolatrización de la vida reduciéndola a esos tres fetiches o amuletos del dinero-sexo-poder.
3.2. Insignificación del hecho cristiano
Dentro de esa tolerancia pacífica que exhiben los valores de la sociedad secularizada, nos encontramos también ante una realidad más directamente relacionada con el cristianismo: la voluntad de silenciarlo hasta su más completa insignificación pública. Aquí se aplica un ajuste de cuentas político y cultural, por el que al cristianismo se le retira la carta de ciudadanía y se le obliga a ser un inmigrante sin papeles e indocumentado. La condena a la irrelevancia social adopta medidas claramente hirientes y excesivas, que inculcan derechos fundamentales aunque se disfracen tales medidas con ropajes de progresía y modernidad. Podríamos citar el acoso mediático y político cada vez que la Iglesia se manifiesta posicionándose ante un hecho desde un juicio moral: que se callen, quién les ha pedido parecer, que no hagan política, que interfieran en la marcha de un estado laico, etc., son las consabidas frases que una y otra vez se oyen[26].
Se pretende que la Iglesia no salga de su reducto clandestino, confinando a los cristianos a catacumbas privadas con forma de sacristía. Pero que la fe no salga de ahí. Y no sólo en el presente, patentemente censurado, sino incluso en el pasado de los dos mil años de occidente, cuyas raíces cristianas también se las quiere ningunear.
4. El cristiano: signo permanente de la apertura entre Dios y el hombre
El cristiano tiene esa vocación de “pontífice”, de constructor de puentes, entre la humanidad buscadora del misterio que su propio yo representa y Dios que le sale al encuentro. Se trata de un verdadero quaerere Deum inscrito en su corazón de modo incensurable[27]. Pero según hemos ido describiendo a lo largo de este trabajo, ante la perplejidad que nos suscita el tratamiento hostil que culturalmente sufrimos los creyentes a título personal y a título institucional, pueden sobrevenirnos varias tentaciones, al menos estas tres en torno a la categoría temporal:
- nostalgia de los tiempos pasados
- tristeza frente a los tiempos presentes
- desesperanza ante los tiempos futuros.
Siempre es útil conocer la historia cristiana, tan rica en avatares y experta en humanidad, una historia que también ha conocido gracias y pecados, y que de todo ello puede aprender. Pero de estas tres tentaciones, cabe decir lo que Jesús nos dijo al enseñarnos a rezar con su propia oración, que Él nos libre del maligno y que no nos deje caer en la tentación. Porque ni mirar para atrás con nostalgia, ni mirar el presente con tristeza, ni mirar el futuro con desesperanza nos ayudará a descubrir el reto y la llamada que se nos hace hoy y aquí a los cristianos. Aquí entra la única actitud posible desde una perspectiva cristiana ante el ayer, el hoy y el mañana con la conjugación –por así decir– de los tres tiempos verbales implicados en toda historia: el pasado, el presente y el futuro.
Porque podríamos vivir un presente que ignorase su raíz pretérita o impidiese su andadura por llegar; o podríamos acaso vivir en un pasado atrincherados en nuestra nostalgia estando ciegos ante el presente o prevenidos ante el porvenir; o, por último, podríamos estar continuamente soñando el futuro, censurando todo lo anterior y no reconociendo el momento del hoy. Cabrían todas estas variantes, que cuando en definitiva descuidan o mutilan los factores que componen siempre la realidad tejida de pasados-presentes-futuros, entonces se da paso a la carga ideológica de diferente signo, pero igualmente inútil y nociva para entrar y vivir en la verdad. Es la tesitura de la carta programática para este comienzo de milenio cristiano: «iDuc in altum! Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro: “Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8)»[28].
Por eso pueden ayudarnos otro tipo de actitudes que son las que propongo como postura madura ante una sociedad secularizada, señalando en ellas cómo el cristiano es verdaderamente signo permanente de ese camino entre Dios y el hombre que salen al encuentro mutuo:
4.1. Volver a las preguntas
Toda la densidad del corazón humano se expresa en su capacidad de preguntar, en la aceptación serena de una provocación que llevamos dentro y que tantas veces alguien censura, aunque ese alguien coincida con uno mismo. Es lo que llamaba Luigi Giussani el sentido religioso[29]. Vale la pena seguir su hondo y bello proceso que en este punto engarzamos como una paráfrasis[30]: las preguntas a las que él se refiere tienen el calado de interrogarse por cosas esenciales como ¿cuál es el significado último de la existencia?, ¿por qué existe el dolor, la muerte?, ¿por qué vale la pena realmente vivir? O, desde otro punto de vista ¿de qué y para qué está hecha la realidad? El sentido religioso está situado, pues, dentro de la realidad de nuestro yo, al nivel de estas preguntas: coincide con ese compromiso radical con la vida de nuestro yo, que se manifiesta en esas preguntas. En tales preguntas el aspecto decisivo nos lo muestran los adjetivos y adverbios: ¿cuál es el sentido último de la vida? ¿En el fondo, de qué está hecha la realidad? ¿Por qué vale verdaderamente la pena que yo exista, que exista la realidad?
Son preguntas que agotan la energía, toda la energía para investigar que tiene la razón. Preguntas que exigen una respuesta total, que cubra por entero el horizonte de la razón. La razón tiene una coherencia que no le permite detenerse si no llega exhaustivamente hasta el fondo de todo, hasta el final. Es lo que Eugenio Montale escribirá conmovido ante el reclamo que la vida le suscita: «Bajo el denso azul del cielo un ave marina vuela; nunca descansa, porque todas las imágenes llevan escrito: más allá»[31].
Un continuo «más allá» que te empuja a no detenerte jamás y ante el cual se experimenta la imposibilidad de dar por uno mismo la respuesta exhaustiva a las exigencias que constituyen nuestro yo es estructural, es decir, tan inherente a nuestra naturaleza que conforma su característica esencial.
Podrán pasar siglos de historia, aparecer mil circunstancias culturales, sociales, políticas, religiosas incluso, y estas exigencias seguirán planteando preguntas que podrán resultar exasperadas, desesperadas, pero no podrán ser respondidas por nuestro cálculo y medida. «Lo que un hombre busca en los placeres es un infinito, y nadie renunciaría nunca a la esperanza de conseguir esta infinitud»[32]. La observación de Pavese encuentra en su Diario otras confirmaciones dramáticas. Entre las primeras anotaciones de su diario aparece una observación que tiene un valor capital: «iqué grande es el pensamiento de que verdaderamente nada se nos debe. ¿Alguien nos ha prometido nunca nada? Y, entonces, ¿por qué lo esperamos?»[33]. La promesa está en el origen, procede del origen mismo de nuestra hechura. Quien ha hecho al hombre, lo ha hecho «promesa». El hombre espera estructuralmente, es mendigo por estructura; la vida es estructuralmente promesa. Pero aquí se abre la gran fisura: ¿tiene solución esa promesa que me hace mendigo? ¿quién abraza mi espera?[34].
4.2. La incensurable espera del cumplimiento de una promesa
Una de las formas más bellas literariamente de describir el deseo que nos hace mendigos de la esperanza es la que de modo vibrante se describe en la novela de Gustav Flaubert sobre Madame Bovary. Allí se describe el ritual de la espera, incensurable en el corazón: «en el fondo de su alma, sin embargo, ella esperaba un acontecimiento. Como los marineros que se sienten perdidos, ella miraba desesperadamente de aquí para allá, buscando en la lejanía alguna vela blanca entre las nieblas del horizonte. No sabía qué es lo que esperaba, no sabía qué; ni tampoco por cuál de los vientos eso vendría, ni a que ribera le conduciría después; si sería una chalupa o un bastimento grande, si vendría cargado de angustias o lleno de felicidad hasta arriba. Pero cada mañana, apenas se despertaba, comenzaba a esperar pensando que habría llegado ese día; y escuchaba todos los rumores, se ponía en pie de sobresalto, quedando confusa de que no pasase nada; luego, al caer de la tarde, cada vez más triste, deseaba que volviese nuevamente a amanecer»[35].
Así cada día, así cada tarde y cada mañana, volviéndose a asomar con tristeza a que sucediese ese acontecimiento para el que nació. Está escrito en nuestro ser, esa nostalgia inmensa, esa tristeza noble que como decía Santo Tomás consiste en el «deseo de un bien ausente»[36]. Aunque tengamos mil fisuras, mil distracciones que nos llevan a traicionar una y otra vez en el patio común de una fogata cualquier diciendo de tantos modos lo de Pedro: «no le conozco»[37], hay en nosotros una exigencia de verdad, de conciencia de haber nacido para encontrarnos con aquel que tantas veces decimos con palabras y con hechos que no le conocemos. María Zambrano al hablar de las pasiones dice que «detrás de las pasiones se esconden otras pasiones más fundamentales, y detrás de todas, la pasión de ser. La gran pasión que obliga al hombre a ser... como si fuera la prolongación de un Dios que lo ha creado para esto»[38].
Dentro de mi soledad, es decir, dentro de esa pregunta básica que me hace abrirme deseoso es donde puedo verdaderamente experimentar un acompañamiento distinto. Como dice Giussani, en ese capítulo fundamental sobre la naturaleza del sentido religioso, «es en la soledad donde el hombre descubre su compañía esencial. Esta compañía es más original que la soledad, porque se me da. Por eso, antes que la soledad, está la compañía, que abraza mi soledad, por lo que ésta ya no es verdadera soledad sino grito de llamada a la compañía escondida»[39].
4.3. Relato de un encuentro: la experiencia personal de la fe
Solamente podrán caminar sin caer en estas tentaciones dichas antes (nostalgia de los tiempos pasados, tristeza frente a los tiempos presentes, desesperanza ante los tiempos futuros), quienes descubran la dimensión personal de la fe desde un encuentro gratuito. Porque corren tiempos recios se precisa también una espiritualidad personal, la que nace de un encuentro con el Dios vivo que sabe mi nombre, mi domicilio, y la circunstancia que me embarga. Un Dios al que le importa mi vida, para el que no soy anónimo, y que como dice bellamente el profeta, lleva mi existencia tatuada en la palma de su mano[40].
Porque «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva», dice el Papa Benedicto XVI al comienzo de su primera encíclica[41]. Y no como experiencia individual de religión etérea, sino con todas las consecuencias que creer en Dios amor, y ser su imagen y semejanza conlleva.
No sirve un cristianismo “tapaagujeros” para algunos momentos de la vida en los que se necesita un particular consuelo como quien se agarra a un clavo aunque éste arda; no sirve un Dios “extintor”, al que sólo se acude en caso de incendio. El encuentro personal con Dios, como vemos que sucedía con Jesús y las diferentes personas con las que Él se iba encontrando cada una con su historia y circunstancia: Mateo y sus recaudaciones, Pedro y sus afanes sin más horizonte que las redes de cada día, Magdalena y con sus historias y debilidades, Zaqueo con sus robos, la Samaritana con su sed y sus trampas, Nicodemo y sus inquietudes nocturnas, la viuda con sus lágrimas... Con todos se encontró Jesús, y a todos y a más les dijo algo para su bien.
No basta una fe prestada. Hay que descubrir a quien de modo personal nos ama y nos llama, porque será el único camino de no convertir la fe en una ideología según los reduccionismos al uso como tantas veces en la historia cristiana se ha dado. El evangelio de San Juan nos relata ese acontecimiento de un encuentro gratuito e inmerecido entre el hombre y Dios[42]. Juan y Andrés comenzaron a seguir a Jesús, con un seguimiento henchido de búsquedas y de preguntas: el haber encontrado al maestro de su vida, el querer conocer su casa, el comenzar a convivir con él y a vivirle a él. El Evangelio dará cuenta de todas las consecuencias de este encuentro, de estas búsquedas y preguntas iniciales. Aquí está sólo el germen. Pero será un germen tan incisivo e imprescindible, tan fundamental y tan fundante para el resto de sus vidas, que Juan evangelista no olvidará anotar cuando escriba esta página, ya anciano, la hora en que esto sucedió: las 4 de la tarde. Así sucede siempre con todo amor-Amor: no olvida jamás el instante de la primera vez aunque se le olviden tantas otras cosas (cf. Jn 21,25).
Este fue el inicio. Luego vendrá toda una vida, consecuencia de aquello que sucedió a la hora décima cuando vieron pasar a Jesús: vendrá el Tabor y su gloria, vendrá la última cena con su intimidad junto al costado del Maestro, vendrá Getsemaní y su sopor, vendrá el pie de la cruz, vendrá el sepulcro vacío y la postrera pesca milagrosa, vendrá el cenáculo y María en la espera del Espíritu, vendrá Pentecostés y la naciente Iglesia... tantas cosas y tan variopintas, con todos los matices que la vida siempre dibuja y acompaña. Y todo... comenzó entonces a las 4 de la tarde, hace ahora 2000 años.
Finalmente, aquellos discípulos no se encerraron en la casa de Jesús a cal y canto, ni detuvieron el reloj del tiempo. Salieron de allí, y dieron las cinco y las seis, y las mil horas siguientes. Y a los que encontraban les narraban con sencillez lo que a ellos les había sucedido, permitiendo así que Jesús hiciera con los demás lo que con ellos había hecho. ¿No es esto el Cristianismo?
El encuentro con un Dios real y concreto que pasa entre las mil esperas y preguntas de mi vida, y que viene a decirme: cuanto tu añoras y cuanto en ti interroga, la luz y la verdad para la que naciste, la felicidad que de tantos modos buscas, encuentra todo ello en Cristo la plenitud que las calma y que las colma. Sí, el encuentro sencillo en la encrucijada de cada día Dios lo propicia y desea. Las cuatro de la tarde de Juan, pueden coincidir con cualquier circunstancia de nuestras idas y venidas.
4.4. Descubrir el sentido comunitario de la fe
La respuesta a la pregunta sobre el hombre ha originado siempre un sinfín de variantes en la comprensión antropológica, cuya heterogeneidad y contraste ha dependido de los presupuestos ideológicos de los que se partía, hasta el punto de hablarse de un conflicto de humanismos[43]. Solipsismo y colectivismo serían esas dos posiciones extremas, y por lo tanto reductoras, de la verdad del ser humano, que han hurtado a la antropología su recta comprensión. Efectivamente, ya por vía de aislamiento narcisista (solipsismo) o ya por vía de masificación anónima (colectivismo), el hombre no puede comprenderse desde estas dos reducciones.
Una serena reflexión antropológica nos empuja a considerar que el hombre no se entiende si se aísla de los demás, como tampoco si se diluye en los demás. La tensión fecunda entre identidad y alteridad es la que permite una adecuada autocomprensión de la persona humana[44]. En este sentido el cristianismo supone esta síntesis y resultaría falseado si cayese en un intimismo aislado como en un populismo masificado. Por más que se pretenda arrinconar a la Iglesia en un reducto, el cristianismo no es una religión privada. Tiene también una dimensión comunitaria, que se expresa en tantos gestos que nos constituyen y nos reclaman como verdadera fraternidad eclesial, tal y como explicó con hondura Joseph Ratzinger hace unos años[45].
Allí donde cada uno puede hacer un camino, allí donde cada cual ve que crece y madura en su fe, debería permanecer con gozo y gratitud. La Iglesia tiene muchos caminos, cada uno con su matiz, su sensibilidad, su espiritualidad[46]. Es preciso, pues, encontrar el camino de cada uno, aquel que sea más adecuado a nuestra situación o idiosincrasia personal, pero es preciso que haya una pertenencia a la comunidad cristiana como tal dentro de la Iglesia. En este sentido podríamos hablar de una “incardinación” fundamental de todo bautizado, como pertenencia efectiva y afectiva a la Iglesia del Señor allí donde su providencia ha querido que cada uno nazca, crezca, madure en su fe[47].
a) La comunión real y filial con la Iglesia. Se trata de uno de los temas que más agudamente marcan nuestro momento cultural e histórico, como ocurrió en los tiempos de San Francisco de Asís[48]. Hoy la Iglesia es el test, el punto de discernimiento, de si estamos haciendo el camino cristiano que Jesús nos propone, o estamos haciendo e imponiendo nuestra pretensión progresista o carcamal, utilizando algo de las formas cristiana según nuestro interés o nuestro antojo.
San Francisco acertó a ser hijo de Dios, hijo de su tiempo e hijo de la Iglesia. Son tres filiaciones que nos dan el perfil auténtico de quienes quieren vivir sin desgarros y sin parcialismos su fe cristiana en el surco de la historia que le ha tocado vivir.
Esta comunión pasa por una adhesión a la Tradición cristiana (a no confundir nunca con los tradicionalismos) y al Magisterio de la Iglesia. Es sintomático el que a veces, quienes más se alejan o atacan desde dentro esa Tradición y ese Magisterio, son implacables a la hora de imponer su particular tradición y magisterio[49]. La objetividad de la fe eclesial nos permite adherirnos a una realidad que tiene más riqueza y que está más contrastada que cuanto una persona o grupo particular puedan pretender en sí mismos. Hacer teología y vivirla en todos sus factores, ser cristiano y expresarlo con rigor de pensamiento nos permite comprender la Iglesia de dos formas: una desde el disenso y otra desde la comunión[50].
No en vano la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe publicó hace poco una Instrucción Pastoral que abordaba precisamente esta gran cuestión con motivo de los cuarenta años de la clausura del Vaticano II[51]. En este tiempo largo, tan fecundo y de notables frutos en el diálogo con las culturas, en la propuesta renovada y creativa de una nueva evangelización, se han dado pasos importantes para volver a hilar los núcleos basilares de la cosmovisión cristiana y eclesial de la historia y de la vida. Pero también se constata que nuestros lares de honda raigambre en la tradición cristiana, se ve al menos tentada a apostatar silenciosamente de Dios[52]. Y es aquí en donde podemos encontrar una dificultad en la maraña confusa y confundida de negar algunos de estos núcleos, o de no hacer una presentación o no tener una vivencia que sean las adecuadas en armónica integridad.
No se trata solamente de los riesgos que siempre corremos en la comunidad cristiana de desvirtuar nuestro depositum fidei en la confrontación con otras culturas y religiones distintas a nuestra tradición cultural y religiosa, sino que se da también una cierta secularización interna, fruto de una confrontación que se verifica dentro de la misma comunidad cristiana. En este sentido se puede señalar que en «el origen de la secularización está la pérdida de la fe y de su inteligencia, en la que juegan, sin duda, un papel importante algunas propuestas teológicas deficientes relacionadas con la confesión de fe cristológica. Se trata de interpretaciones reduccionistas que no acogen el Misterio revelado en su integridad. Los aspectos de la crisis pueden resumirse en cuatro: concepción racionalista de la fe y de la Revelación; humanismo inmanentista aplicado a Jesucristo; interpretación meramente sociológica de la Iglesia, y subjetivismo-relativismo secular en la moral católica. Lo que une a todos estos planteamientos deficientes es el abandono y el no reconocimiento de lo específicamente cristiano, en especial, del valor definitivo y universal de Cristo en su Revelación, su condición de Hijo de Dios vivo, su presencia real en la Iglesia y su vida ofrecida y prometida como configuradora de la conducta moral»[53].
b) La oración y los sacramentos. Es otra modalidad que cruza las mil páginas que los cristianos hemos ido escribiendo en nuestros dos mil años de historia. Buscar el rostro de Dios cada mañana, como dice el salmo 16, buscarlo también en los santos, como indicaba la Didaché, ofrecer la jornada al despuntar el día y saber rendirla agradecidamente al atardecer. Iluminar nuestros pasos con la Palabra de Dios y nutrir nuestro corazón con aquello que sacia todas nuestras hambres en el pan de los sacramentos, particularmente el de la Eucaristía y el de la Penitencia o Confesión.
Una vida desnutrida, no podrá mantenerse en pie, ni caminar largo, cuando los senderos arduos que una sociedad secularizada nos impone, arrojan desgastes que no se tenían en otros tiempos de bonanza social. La oración tiene la función pedagógica de rescatarnos de la distracción existencial, es como una aldaba que viene a llamar para rescatarnos del enajenamiento que a menudo el afán de cada día puede hacernos olvidar por quién hacemos las cosas y, sobre todo, por qué las hacemos. El por qué y el por quién de nuestra vida es fácilmente distraíble. El rezar no es el cumplimiento obligatorio de una piedad individual o comunitaria, sino que es gesto profético, pues me recuerda mi pertenencia a Dios, y me constituye, al mismo tiempo, en recordatorio de Dios mismo para los demás en la Iglesia.
La Oración, como encuentro con la Palabra, con la Liturgia que acompasa el tiempo, como encuentro con la Eucaristía que sacia mis hambres y me ofrece una presencia, mi vida siempre por Él habitada... Encuentro con la Penitencia que nos constituye en testigos de una Misericordia infinitamente mayor que todo nuestro pecado, es una primera aproximación, expresividad que tiene la consagración dentro de esta vocación eclesial cristiana. Por eso, la oración no es el incorporar a la vida cristiana una nota de piedad simplemente. Si no oramos personalmente, sacramentalmente, no solamente tenemos una vida despiadada, sino que la vida deja de ser profecía porque no se nutre de la mística; no es por tanto un pietismo que incorporamos a algo que de suyo quién va a negar, sino más bien es la memoria, el recordatorio constante del sentido e identidad de nuestra vida y misión. La oración, en todos sus aspectos (sacramentales, litúrgicos y personales) es compañía fiel del Dios que nos ha llamado, relación de Alianza entre Dios y el hombre en Cristo[54].
c) Una presencia pública decidida. No podemos estar en este confinamiento de catacumbas al que se nos quiere someter. No significa que haya que organizar barricadas, pero sí saber dar razón de nuestra fe y nuestra esperanza. Para lo cual, lo primero que se nos pide es tener una formación cristiana adecuada (a nuestra edad, circunstancia y responsabilidad). Hoy no podemos dar determinadas batallas desde una ignorancia religiosa y teológica incomprensibles.
Cuando hablo de “batallas” me refiero a que tenemos que salir a la palestra: si la vida está en entredicho, si la familia está intervenida, si la paz está manchada de terror, si la banalización hace frívola nuestra sociedad, si por doquier se erigen extraños santuarios en donde adorar a esos dioses a los que antes nos referíamos (dinero-sexo-poder), si los pobres de todas las pobrezas se los elimina porque sus pateras estorban nuestros puertos de lujo, etc., entonces la presencia pública cristiana debe saber ofrecer un juicio sobre la realidad que sea al mismo tiempo denuncia y anuncio.
Existen lugares en donde hoy la vida de tantas personas y pueblos se decide, y allí debe estar presente también la voz de la Iglesia. Por eso la vivencia cristiana en una sociedad secularizada tiene también este marchamo: su presencia apostólica y militante en la plaza, en la política, en la escuela, en la sanidad, para seguir haciendo un tejido cultural que permita poner la luz del Evangelio no bajo el celemín de la clandestinidad, sino en el candelero de la historia.
Los “nuevos areópagos” son una metáfora que nació precisamente en un contexto misional, tal y como los definió Juan Pablo II en Redemptoris missio: unos espacios abiertos a la misión. El Consejo Pontificio de la Cultura presentó hace pocos años un interesante documento titulado “Para una pastoral de la cultura”[55]. Además de presentar una panorámica de los principales desafíos culturales en todos los continentes, el documento analiza especialmente los areópagos de los medios de comunicación social, la educación, la familia, el arte, la cultura científica, el ocio y tiempo libre, las nuevas formas de religiosidad y las sectas, etc., tratando de identificar lo que el documento llama puntos de anclaje y piedras de espera para el anuncio del Evangelio, así como señalando las principales amenazas. Puede resultar un buen iter para tener delante un elenco de los retos[56].
Junto a las carencias que pueden representar los desafíos tradicionales en el ámbito de la promoción social, de la educación y de la enfermedad y ancianidad, nos encontramos con las “heridas” que nuestro tiempo puede estar generando: en primer lugar, la secularización como herida religiosa y cultural, porque no es la conocida posición de quien aún no ha descubierto a Dios, sino la postura de quien lo ha abandonado: es la cultura postcristiana con todas las consecuencias que esto tiene[57], sin olvidar las de carácter social y económico cuando mutilado a Dios en el horizonte, el materialismo (tanto el ateo como el hedonista) hace que la vida no sólo sea asfixiante, sino que deja de ser vida[58].
No sólo la herida cultural de una sociedad que considera el cristianismo como una fase superada, sino también otras heridas morales que pasan indistintamente por la destrucción de la vida como una conquista legal de progreso: aborto y eutanasia, o por la creación y manipulación de esa vida humana con todas las técnicas de la reciente ingeniería genética. Dentro de estas heridas morales, hemos de situar también el ataque frontal y sistemático a la familia por vía de su rápida disolución (divorcios exprés), por vía de su total confusión (modelos homo y heterosexuales, o incluso el intento burdo en el Parlamento español –en 2005– de equiparación de los primates y simios a la especie humana), o por vía de la mayor banalización dentro del pansexualismo actual desde un modelo hedonista de sociedad erotizada.
Por poner punto final, una última herida podríamos situarla en el campo del relativismo de la verdad. No es tanto la traición a una verdad rechazada, sino la incapacitación para conocer la verdad como tal, dejando al hombre a la intemperie de cualquier totalitarismo y de cualquier nihilismo[59].
Conclusión: Dios no odia la obra de sus manos
El libro de la Sabiduría tiene una expresión en la que queda manifiesta la intención bondadosa y embellecedora de Dios Creador: «Tú amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho»[60]. Esta es la afirmación humilde que el pueblo cristiano ha hecho a través de los siglos de su bimilenaria historia. No es un Dios hostil al hombre, y el hombre no es extraño ante Dios. La experiencia cristiana de Dios y del hombre se deriva de ese encuentro gratuito, inmerecido por el cual hemos podido comprender quién es Dios y quiénes somos nosotros en Él. Somos un pueblo que tiene raíces cristianas, tal vez descuidadas, mal regadas, de mucha historia en los mil avatares, pero ese pueblo en su hondura creyente hace que las dificultades internas y las que provienen desde fuera siempre tengan fondo para volver a reverdecer.
Lo hemos visto en pueblos y civilizaciones arrasadas por una calculada destrucción alienadora, una terrible estrategia cultural y violenta de acabar con el cristianismo, que a la vuelta de un tiempo, los arrasadores han pasado, sus destrucciones caducaron, y de modo misterioso y gratuito (como hace Dios las cosas), vuelve a nacer lo que anidaba en la savia profunda de la fe y de la memoria de un pueblo que no se rindió.
Corremos siempre el riesgo de encerrar la fe o resignarnos a que nos la encierren, en cualquier reducto alejado, alienado, y por eso un reducto ajeno a la vida. En la célebre y bellísima homilía de San Josemaría Escrivá en el campus de la Universidad de Navarra se hizo de modo insuperable este juicio: «el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino. La doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él. En esta mañana de octubre, mientras nos disponemos a adentrarnos en el memorial de la Pascua del Señor, respondemos sencillamente que no a esa visión deformada del Cristianismo»[61].
Este pueblo cristiano saca a la plaza pública una fe que celebra, que la hace propuesta de nueva humanidad, que la narra como se ofrece una cultura de la vida, de la verdad, de la bondad y de la belleza. Y esa belleza coincide con la Belleza que Dios mismo es. Porque la Belleza con mayúsculas no es una cuestión estética, la de las buenas formas, los buenos gustos, lo políticamente correcto. La Belleza es el modo de ser de Dios, su firma de autor en todo cuanto hace y rehace. Y es que el hombre está herido de esa Belleza primordial que nos constituye: somos imagen y semejanza de un Dios que es la misma Belleza, porque «la belleza hiere, pero precisamente con esa herida llama al hombre a su Destino último»[62].
Siempre que traicionamos, de mil modos, esa exigencia de Belleza escrita en nuestro corazón, nuestra vida se disuelve, no se entiende, se puede llegar a destruir por dentro, a enfrentar por fuera, y a perder el vínculo más verdadero con el Misterio que representa Dios. Los santos no han dejado de narrar con su vida, con sus obras en tantos campos, la Belleza de ese Dios que ellos testimonian en cada tramo de la historia y a cada generación. Hay una indómita nostalgia que nos constituye en mendigos de una gracia para la que hemos nacido, que nos hace caminantes hacia una tierra a la —lo sepamos o no— peregrina cada fibra de nuestro ser. Dios ha venido para abrazar ese deseo escrito en el corazón, para acompañarlo y para darle cumplimiento. Dios y el hombre, no son rivales, sino cómplices de la gloria de aquél en la que consiste la felicidad de éste.
Mons. Jesús Sanz Montes, OFM
Arzobispo de Oviedo
[1] Benedicto XVI, Discurso al Cuerpo Diplomático ante la Santa Sede. 10 enero 2011.
[2] Cf. M. Pera, Por qué debemos considerarnos cristianos. Un alegato liberal (Encuentro Madrid 2010) 31-37.
[3] Benedicto XVI, Discurso en el Aeropuerto de Santiago de Compostela (Sábado 6 de noviembre de 2010). En este sentido se hacía intérprete del significado hondo del viejo camino de Santiago: «El cansancio del andar, la variedad de paisajes, el encuentro con personas de otra nacionalidad, los abren a lo más profundo y común que nos une a los humanos: seres en búsqueda, seres necesitados de verdad y de belleza, de una experiencia de gracia, de caridad y de paz, de perdón y de redención. Y en lo más recóndito de todos esos hombres resuena la presencia de Dios y la acción del Espíritu Santo. Sí, a todo hombre que hace silencio en su interior y pone distancia a las apetencias, deseos y quehaceres inmediatos, al hombre que ora, Dios le alumbra para que le encuentre y para que reconozca a Cristo».
[4] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa. Plaza del Obradoiro, Santiago de Compostela (Sábado 6 de noviembre de 2010).
[5] Cf. J. Sanz Montes, «El silencio y la palabra. Dos modos de comunicación en Dios y en el hombre», Communio. Revista Católica Internacional 23 (2001) 207-237.
[6] Cf. la lúcida y audaz diagnosis que hace J. Ratzinger, Ser cristiano en la era neopagana (Encuentro. Madrid 2006) 205 págs.
[7] Cf. L. Oviedo Torró, La fe cristiana ante los nuevos desafíos sociales: tensiones y respuestas (Cristiadad. Madrid 2001) 19-107.
[8] Cf. M. Borghesi, Secularización y nihilismo. Cristianismo y cultura contemporánea (Encuentro. Madrid 2007) 46-68.
[9] M. Pera, Por qué debemos considerarnos cristianos. Un alegato liberal (Encuentro Madrid 2010) 33. Véase también su importante trabajo: Europe without God and Europeans without Identity, en Ch. DeMuth-Y. Levin (eds.), Religion and the American Future (The American Enterprises Institute Press. Washington 2008).
[10] J.L. de la Peña, Crisis y apología de la fe. Evangelio y nuevo milenio (Sal Terrae. Santander 1995) 55.
[11] J. Moltmann, La justicia crea futuro (Sal Terrae. Santander 1992) 12.
[12] Cf. X. Zubiri, El hombre y Dios (Alianza Editorial. Madrid 1984) 305-365.
[13] Indiquemos que este vocablo —vivencia— fue un neologismo introducido por el filósofo español José Ortega y Gasset en 1913 para traducir el término alemán Erlebnis, que deriva del verbo erleben (vivir en profundidad, experimentar hondamente). «Ortega entendía la vivencia como una experiencia intensa, vibrante, profunda, duradera, que se incorpora a la propia psicología y que llega a formar parte de la propia personalidad, hasta el punto de que, sin ella, uno ya no sería “él mismo”» [S. Mª Alonso, La vida consagrada. Síntesis teológica (Madrid 19889) 73].
[14] Citado en Ch. Moeller, Mentalidad moderna y evangelización (Herder. Barcelona 1964) 13.
[15] J. Ratzinger, Palabra en la Iglesia (Sígueme. Salamanca 1976) 73.
[16] Aquí podemos traer a colación una carta que escribió el escritor Rainer María Rilke a un joven poeta que le pedía un consejo para iniciarse en el arte de la pluma. Así le contestó a Herr Kappus, que es como se llamaba el joven escritor: «Querría rogarle lo mejor que sepa, mi querido señor, que tenga paciencia con todo lo que no está resuelto en su corazón y que intente amar las preguntas mismas... No busque ahora las respuestas, que no se le pueden dar, porque usted no podría vivirlas. Y se trata de vivirlo todo. Viva usted ahora las preguntas. Quizá luego, poco a poco, sin darse cuenta, vivirá un día lejano estando en la respuesta» [R.Mª. Rilke, Cartas a un joven poeta. (Alianza. Madrid 1990) 46-47].
[17] Cf. V. Aleixandre, Sombra del Paraíso [1952].
[18] Cf. H. de Lubac, El drama del humanismo ateo (Encuentro. Madrid, 1997) 17-22. Véase también: M.J. le Guillou, «Lo smarrimento della verità», en Id., Il mistero del Padre (Milano, 1979) 121-182; H.U. von Balthasar, El problema de Dios en el hombre actual. (Guadarrama. Madrid 19662) 203 y ss. L. Giussani, La conciencia religiosa en el hombre moderno (Encuentro. Madrid 1986); M. Ureña-J. Prades, El hombre y Dios en la sociedad de fin de siglo (U.P. Comillas. Madrid 1994).
[19] Cf. Gaudium et Spes 10 y 22 («El mistero del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor») y Redemptor hominis 10 («Por esto precisamente, Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad. (...) El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo»).
[20] Cf. C. Geffré, Le christianisme au risque de l'interpretation (Cerf. Paris1983) 169 ss (Dieu, l'anti-destin).
[21] Escribe W. Kasper: «para el hombre medio de finales del siglo XX ocurre a la inversa. Lo evidente para él es la realidad perceptible por los sentidos; la realidad de Dios, en cambio, cae bajo la sospecha de ser un simple reflejo del mundo, una pura ideología» (El Dios de Jesucristo [Sígueme. Salamanca 1997) 17-18].
[22] Para profundizar debidamente en este desplazamiento de horizonte que ha cobrado visos de dramatismo en los últimos tres siglos, deberíamos entrar en un discurso amplio que dibujase los hitos que han marcado todo este largo proceso. Se trata de tomar nota de los nombres que han significado un cambio profundo: hay raíces filosóficas, políticas, religiosas en todo ello. Resulta ilustrativo el libro de Ricardo Gª Villoslada sobre el luteranismo, y cómo el fenómeno luterano no es algo que se improvisa sino que está acompañado por un sinfín de factores que en él confluyen pero que no únicamente protagoniza él [Cf. R. García Villoslada, Raíces históricas del luteranismo (BAC. Madrid 19762)].
[23] Cf. O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo (Secret. Trinitario. Salamanca 2003)108-109.
[24] Cf. M. Lütz, «El Dios de los ateos: una protesta a lo grande», en Id., Dios. Una breve historia del Eterno (Sal Terrae. Santander 2010) 56-80.
[25] T.S. Eliot, Poesías Reunidas 1909/1962 (Alianza. Madrid 1978) 182-183.
[26] Cf. M. Pera, «Ecuación laica», en Id., Por qué debemos considerarnos cristianos. Un alegato liberal (Encuentro Madrid 2010) 37-45; L. Negri, «La componente laicista della modernità», en Id., Ripensare la modernità (Cantagalli. Siena 2003) 33-75.
[27] Cf. J. Sanz Montes, «”Quaerere Deum” en la tradición franciscana», en G. Richi (ed.), La búsqueda de Dios, fuente de la cultura (Facultad de Teología San Dámaso. Madrid 2010) 109-124.
[28] Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, 1.
[29] Cf. L. Giussani, El Sentido Religioso (Encuentro. Madrid 1998) 71-88.
[30] Una buena síntesis de este importante ensayo de Giussani, lo encontramos en M. Borghesi, «Sentido religioso y acontecimiento cristiano en Luigi Giussani», en Id., Secularización y nihilismo. Cristianismo y cultura contemporánea (Encuentro. Madrid 2007) 225-241.
[31] E. Montale, «La agave en el escollo», en Id., Huesos de sepia (Alberto Corazón Editor. Madrid 1975) 101.
[32] C. Pavese, El oficio de vivir (Seix Barral. Barcelona 1992) 198.
[33] C. Pavese, El oficio de vivir, 290.
[34] Fue objeto de un ensayo mío publicado en italiano: J. Sanz Montes, Il cammino della speranza. Dalla noia al desiderio. (Marietti. Torino 2009) 112 págs.
[35] G. Flaubert, Madame Bovary, en Romanzi. Vol. I(Mondadori. Milano 1992) 155.
[36] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 20, art. 1. (BAC. Madrid 2010) 526.
[37] Mt 26,72; Lc 22,57.
[38] M. Zambrano, Persona e democrazia (Mondadori. Milano 2000) 37.
[39] L. Giussani, El Sentido Religioso (Encuentro. Madrid 2008) 86.
[40] Cf. Is 49,16.
[41] Benedicto xvi, Deus caritas est, 2.
[42] Cf. Jn 1,38-39.
[43] Cf. A. Etcheverry, El conflicto actual de los humanismos (Península. Barcelona 1966) 344 págs.
[44] Cf. J. Sanz Montes, «Carácter comunional del ser humano», en Id., «Illum totaliter diligas» (3 EpAg 15). La simbología esponsal como clave hermenéutica del carisma de Santa Clara de Asís. (Antonianum. Roma 2000) 46-67.
[45] Cf. J. Ratzinger, La fraternidad de los cristianos (Sígueme. Salamanca 2005). Cuando a finales de los años 50 Joseph Ratzinger era un joven teólogo, dictó un curso en Viena sobre el concepto «hermano» según el cristianismo. Aquella investigación histórica y su correspondiente reflexión teológica fueron puestas por escrito para ser publicadas en forma de un libro que ha llegado a convertirse en todo un clásico. Su título es ya una declaración de intenciones: La fraternidad de los cristianos. ¿En dónde radicaba la originalidad de este análisis? ¿Por qué sigue siendo hoy válido? Fundamentalmente porque reúne los datos históricos más significativos del cristianismo primitivo, porque los contrasta con la mentalidad occidental dominante (mezcla de Ilustración y marxismo) y porque propone cuatro tesis teológicas para nada pacíficas: 1) la fraternidad depende del concepto que se tenga de la paternidad de Dios y de cómo sea Dios; 2) la fraternidad cristiana está siempre por delante de los lazos biológicos (familia) y sociales (ciudadanía); 3) el cristiano es antes de nada y sólo hermano del cristiano; 4) el cristiano es hermano para servir a los que están fuera de la comunidad cristiana.
[46] Cf. A. Favale (ed.), Movimenti ecclesiali contemporanei. Dimensioni storiche teologico-spirituali ed apostoliche (Las. Roma 1992); F. González, Los movimientos en la historia de la Iglesia (Encuentro. Madrid 1999); A. Sicari, Gli antichi carismi nella Chiesa (Jaca Book. Milano 2001); J. Ratzinger, Nuove irruzioni dello Spirito. I movimenti nella Chiesa (San Paolo. Ciniseno Balsamo 2006); R. Blázquez, «La Iglesia, “icono” de la comunión trinitaria», en Id., Iglesia, ¿qué dices de Dios? (San Pablo. Madrid 2007) 89-113.
[47] Véanse las pertinentes reflexiones que hace Pedro Fernández en torno a esta dimensión eclesial del cristiano analizando la unidad en la diversidad de: parroquia, vida consagrada y nuevos movimientos eclesiales. Cf. P. Fernández, Sacramento del Orden. Estudio teológico. Vida y santidad del sacerdote ordenado (Ed. San Esteban. Salamanca 2007) 253s.
[48] La eclesialidad será una de las notas más relevantes que caracterizará a San Francisco (y a Santa Clara) dentro de la constelación de ejemplos renovadores de aquel momento medieval. Cf. Aa. Vv., La Chiesa e la spiritualità francescana. Quaderni di Spiritualità Francescana, 7 (Assisi 1964); O. Schmucki, «Francisco de Asís experimenta la Iglesia en su fraternidad», Selecciones de Franciscanismo 7 (1978) 73-95; E. Iserloch, Charisma und Institution im Leben der Kirche. Dargestellt an Franz von Assisi und der Armutsbewegung seiner Zeit (Wiesbaden 1977); Th. Matura, «San Francisco y la Iglesia», Selecciones de Franciscanismo 24 (1979) 423-431; M. Macarrone, «S. Francesco e la Chiesa di Innocenzo III», en G. Cardaropoli-M. Conti, Approccio storico-critico alle fonti francescane (Roma 1979) 31-43; J. Unanue, «San Francisco y la Orden Franciscana en sus relaciones con la Iglesia», Selecciones de Franciscanismo 25-26 (1980) 173-182; K. Esser, «Sancta Mater Ecclesia Romana. La piedad eclesial de San Francisco de Asís», en Id., Temas Espirituales (Oñate 1980) 139-188; K. Esser, «Santa Clara, espejo e imagen de la Iglesia», en Id., Temas Espirituales...209-226; A. Boni, «L´obbedienza ecclesiale di s. Francesco al papa e ai vescovi», Antonianum 57 (1982) 112-155; L. Iriarte, Vocación franciscana. La opción de Francisco y Clara de Asís (Valencia 1989) 83-103; S. López, «La Iglesia, como medio de salvación en los escritos de Francisco y Clara», Selecciones de Franciscanismo 61 (1992) 109-129; L. Mirri, «Chiara e la Chiesa», en Aa. Vv., Chiara, modello di vita cristiana [QuadSpiritFranc XV], (Santuario della Verna 1994) 141-156; Th. Matura, Francesco, un altro volto. Il messaggio dei suoi scritti (Milano 1996) 122-130; J. Sanz Montes, «”Sancta simplicitas versus sancta sapientia?” La síntesis de San Francisco», Verdad y Vida 236 (2003) 105-124.
[49] Cf. J. Sanz Montes, «La reducción racionalista en la teología y la actitud discipular del teólogo», Revista Española de Teología 2-4/LX (2000) 561-576.
[50] A guisa de ejemplo pueden confrontarse estas dos formas de entender y exponer la visión crítica sobre la Iglesia: a) L. Boff, Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia (Santander 1981); Id., Iglesia: carisma y poder. Ensayos de eclesiología militante (Sal Terrae. Santander 1982, 63-164; J.Mª González Ruiz, La Iglesia a la intemperie. Reflexiones postmodernas sobre la Iglesia (Sal Terrae. Santander 1986) 145-164; y b) H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia (Encuentro. Madrid 1988) 221-246; R. Blázquez, Jesús sí, la Iglesia también. Reflexiones sobre la identidad cristiana (Sígueme. Salamanca 1983) 329-344; H.U. Von Balthasar, El complejo antirromano (Bac. Madrid 1981); L. Mª Mendizábal, «Reglas ignacianas sobre el sentido verdadero en la Iglesia», en Aa. Vv, Sentir con la Iglesia (Cete. Madrid 1983) 193-233.
[51] Teología y Secularización en España. A los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II. Instrucción Pastoral. LXXXVI Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española. 30 de marzo 2006 (Edice. Madrid 2006).
[52] Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Ecclesia in Europa, 9.
[53] Teología y Secularización, n. 5.
[54] Catecismo de la Iglesia Católica, Cuarta Parte, La oración cristiana, nn. 2562-2564.
[55] Consejo Pontificio de la Cultura, Para una pastoral de la cultura (Libreria Editrice Vaticana. Città del Vaticano 1999) 84 págs.
[56] Cf. A. Cencini, «Alcuni areopaghi della missione», Informationes s.c.r.i.s. 22 (1996) 20-146.
[57] Véanse los trabajos breves pero lúcidos de J. Marías, «Visión cristiana del hombre y filosofías europeas», en Aa. Vv., Cristianismo y cultura en Europa (Rialp. Madrid 1992) 59-65; L. Grygiel, «Algunas características de la tradición cristiana en Europa», en Aa. Vv., Cristianismo y cultura en Europa..., 121-126 y N. Lobkowicz, «Cristianismo y cultura en Europa», en Aa. Vv., Cristianismo y cultura en Europa..., 148-153.
[58] Siempre resultan proféticas las palabras de Henri de Lubac: «No es verdad que el hombre, aunque parezca decirlo algunas veces, no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo cierto es que sin Dios no puede, en fin de cuentas, más que organizarla contra el hombre» [H. de Lubac, El drama del humanismo ateo (Encuentro. Madrid 1990) 11; Cf. Pablo VI, Populorum progressio, 42, en F. Guerrero (ed.), El Magisterio pontificio contemporáneo. t.II (Bac. Madrid 1992) 791].
[59] Puede verse la espléndida descripción del fenómeno en J. Ratzinger, Fede. Verità. Tolleranza. Il Cristianesimo e le religioni del mondo (Cantagalli. Siena 2003) 117-275. En el umbral de su elección como sucesor de San Pedro, tuvo una importante conferencia que aborda el mismo tema desde la perspectiva europea y sus raíces: J. Ratzinger, L´Europa di Benedetto nella crisi delle culture (Cantagalli. Siena 2005).
[60] Sab 11,24.
[61] S. Josemaría Escrivá de Balaguer, «Amar al mundo apasionadamente», en Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer (Rialp. Madrid 2001) 269.
[62] Cf. J. Ratzinger, La Bellezza. La Chiesa (Itaca. Castel Bolognese 2005) 16.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
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El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
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