Con fuerza y constancia, el Nuevo Testamento advierte que la muerte de Cristo es un verdadero sacrificio, es decir, ese acto supremo de culto que sólo es lícito tributar a Dios
Es famoso el título que da San Anselmo de Canterbury de Cur Deus homo (¿Por qué Dios se ha hecho hombre?) para intentar descubrir algo el motivo de la Encarnación y la Pasión de Jesús. Su solución es bien conocida: era necesaria una satisfacción infinita que los hombres no podían dar, pero el Dios-hombre sí. Anteriormente los Padres recurren muchas veces a la teoría de abuso de poder del diablo, que aunque parece antigua a la mentes racionalizadas actuales está cobrando nuevas aceptación. A estas teoría se han añadido la inaceptable sustitución penal de Lucero; y otras que más bien son matices de las principales como el mérito o la reconciliación y la más ambigua de la liberación, pues según de qué se libere será muy distinta la respuesta. Benedicto XVI en su libro segundo sobre Jesús de Nazareth hace una razonada y creyente respuesta de la expiación (reconciliación) como respuesta al motivo de la muerte en la Cruz de Cristo. «El Hijo que se ha hecho carne lleva a sí a todos nosotros y ofrece de este modo lo que no podríamos dar solamente por nosotros mismo»[1]. Más en concreto añade el Papa: «San Pablo no cede a ninguna forma de moralismo y no desmiente para nada su doctrina acerca de la justificación mediante la fe —y no por obras—, por otro lado queda claro que con esta doctrina de la justificación no se condena al hombre a la pasividad: no se convierte en un destinatario meramente pasivo de la justicia de Dios, la cual, en ese caso, sería en el fondo externo a él. No, la grandeza del amor de Cristo se manifiesta precisamente en que Él, a pesar de toda nuestra miserable insuficiencia, nos acoge a sí, en su sacrificio vivo y santo, de manera que llegamos a ser realmente “su Cuerpo”»[2].
Vale la pena introducirse en ese sacrificio vivo de que habla el Papa. La muerte de Cristo se sitúa en el contexto religioso de Israel. Su muerte está directamente relacionada con el pecado humano (cfr Rom 5, 12-17) y con la reconciliación con Dios (cfr 2 Cor 5, 18-19). Con fuerza y constancia, el Nuevo Testamento advierte que la muerte de Cristo es un verdadero sacrificio, es decir, ese acto supremo de culto que sólo es lícito tributar a Dios. Y sitúa este sacrificio sobre el trasfondo de los sacrificios veterotestamentarios, aunque superándolos en la medida en que la realidad supera la figura (cfr Hebr 9, 9-14).
La muerte de Cristo se encuentra en estrecha relación con tres sacrificios del Antiguo Testamento: el sacrificio de la alianza (Ex 24, 4-8), el del cordero pascual (Ex 12, 1-14. 21-27. 46-47) y el del gran día de la expiación (Lev 16, 1-34). El sacrificio de la alianza tuvo lugar una sola vez, al pie del monte Sinaí, a raíz de la salida de Egipto. Moisés, actuando como mediador entre Yahvé y el pueblo israelita, derrama una parte de la sangre de las víctimas sobre el altar, que representa a Dios, y otra sobre la muchedumbre allí congregada, al tiempo que pronuncia las palabras sagradas: «Esta es la sangre de la alianza que Yahvé ha pactado con vosotros» (Ex 24, 8). El cordero pascual se sacrifica anualmente en memoria de la liberación de Egipto, cuando la sangre del cordero puesta sobre los dinteles y postes de las casas de los israelitas, les había librado del exterminio de los primogénitos (Ex 12, 1-14). En el día de la expiación por los pecados del pueblo, tenía lugar una ceremonia solemnísima. Era el único día del año en que estaba permitido al sumo sacerdote entrar en el “sancta sanctorum”, para rociar con la sangre de la víctima el “propiciatorio” o cobertura de oro del arca de la alianza. El propiciatorio se consideraba el trono de Yahvé desde donde prodigaba sus beneficios y bendiciones. Los pecados del pueblo lo habían violado y profanado imposibilitando la presencia benéfica de Dios en su pueblo. El rito de la expiación no pretendía aplacar la ira de Dios, sino remover el pecado que estorbaba su acción, purificando simbólicamente su trono (Lev 16, 1-34).
Al sacrificio de alianza aluden las palabras que el Señor pronuncia sobre el cáliz llamando a su sangre “sangre de la alianza” (cfr Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20). Así lo recuerda también San Pablo, transmitiendo la tradición que ha recibido en torno a la Eucaristía (cfr 1 Cor 11, 23-27). De ahí que en Hebreos se insista en que Cristo es mediador de una Nueva y eterna Alianza (cfr Hebr 7, 22).
A la Pascua y al sacrificio del cordero pascual aluden las palabras del Bautista, al presentar al Señor como “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). La última Cena tiene lugar en claro ambiente pascual, y los evangelios subrayan esto intencionadamente, apuntando a la muerte de Cristo como sacrificio que consuma la nueva Alianza. Al sacrificio pascual aluden también las palabras institucionales de la Eucaristía, al incluir el mandato de repetir el sacrificio del pan y del vino como “memorial” de la muerte del Señor (cfr 1 Cor 11, 24 y 26), pues conectan así, en efecto, con una característica esencial de la pascua hebrea: su naturaleza de memorial de la liberación de la esclavitud de Egipto efectuada por Dios (cfr Ex 12, 14). También en San Juan son numerosas las alusiones a la relación de la muerte de Cristo con el sacrificio pascual. Así p.e. cuando llama la atención sobre el hecho de que a Jesús “no le rompieron las piernas”, cumpliéndose de esta forma lo prescrito del cordero pascual de que no se le quebrase un solo hueso (cfr Jn 19, 33-36; Ex 12, 46; Núm 9, 12). También el “Cordero” del Apocalipsis —sacrificado y glorioso— evoca al cordero pascual (cfr Ap 5, 6-9; 12, 4; 15,3). Y San Pablo, en clara evocación de la cena pascual, exhorta a los fieles de Corinto a alejar el viejo fermento y ser “masa nueva”, a ser “ácimos, porque Cristo, nuestra Pascua, ya ha sido inmolado” (1 Cor, 5, 7).
Al sacrificio del gran día de la expiación se alude en la epístola a los Hebreos, que compara la muerte de Cristo con su entrada en el santuario para este sacrificio (cfr Hebr 9, 1-7). San Juan dice de Jesucristo que es «víctima propiciatoria por nuestros pecados» (1 Jn 2, 2), que Dios nos «envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10), y afirma que «la sangre de Jesús nos purifica de todo pecado» (1 Jn 1, 7). El carácter expiatorio de la muerte de Cristo se hace especialmente patente en Rom 3, 23-25: «todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios y ahora son justificados gratuitamente por su gracia, por la redención de Cristo Jesús, a quien ha puesto Dios como sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre, para manifestación de su justicia por la tolerancia de los pecados pasados».
La finalidad de los sacrificios israelitas es la comunión con Dios, ya sea establecer la Alianza, ya sea "reafirmarla" reconciliándose con El mediante la purificación y remoción del pecado. Los dones que se ofrecen no pretenden enriquecer a Dios, sino mostrar la voluntad del que los ofrece. El sacrificio interior es lo más importante del sacrificio que se ofrece a Dios. Los profetas protestaron con insistencia contra el formalismo de un culto externo sin conversión del corazón (cfr p.e., Os 6, 6; Jer 7, 21-28).
Desde un primer momento Jesús da a su vida el sentido de "entrega" a Dios en favor de los hombres (cfr p.e. Jn, cp. 3). Él ha venido «no a ser servido, sino a servir y a entregar su vida en redención por los muchos» (Mt 20, 28). El carácter sacrificial que Cristo da a su muerte aparece también en los tres anuncios que hace Cristo de su Pasión (cfr Mt 16, 21; 17, 22-23; 20, 18-19, y paral.), y con mayor nitidez en las palabras de la institución de la Eucaristía (cfr Mt, 26, 28; Mc 14, 22-25; Lc 22, 19-20; 1 Cor 11, 25).
También se encuentra en la primera copa de vino rosado, sobre la cual el cabeza de familia bendecía a Dios por la fiesta y por el vino. Primera ablución. Explicación del rito y del simbolismo del pan ácimo, de las hierbas amargas y del cordero pascual. Canto del salmo 113. Segunda ablución.
En el Nuevo Testamento se encuentran numerosas afirmaciones en torno a la muerte de Cristo como sacrificio sin que sean necesariamente alusiones a las tres clases de sacrificio que hemos mencionado. Todo el Nuevo Testamento está permeado por el sentido de entrega y expiación que tienen la vida y la muerte de Cristo. Así aparece con notable fuerza en los cantos del Siervo de Yavé, cuyo eco se encuentra entre otros en el himno de Filipenses (Fil 2, 5-11). Jesús «se anonada hasta la muerte» por obediencia, porque ha recibido del Padre el mandato de dar la vida por sus ovejas (cfr Jn 10, 18; 14, 31). San Pablo insiste en este sentido de que Jesús da la vida por nosotros, por amor a nosotros: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5, 25); «Cristo murió por todos cuando todos estaban muertos» (2 Cor 5, 4); «uno murió por todos» (cfr p.e., Rom 5, 6. 8; 8, 32; 14, 15; 1 Cor 11, 24; Gal 2, 20;1 Tim 2, 6; Tit 2, 14). Esta entrega por nosotros no significa otra cosa sino que Cristo «nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio de suave olor» (Ef 5, 2). En Hebreos, la muerte de Cristo, «más valiosa que todos los sacrificios», sustituye a todos los anteriores sacrificios y es suficiente ella sola para purificar las conciencias de todos los hombres (cfr Hebr 9, 11-28).
Son muchos más los textos que hablan de la muerte de Cristo como sacrificio. En realidad estas afirmaciones se encuentran ya en los primeros escritos del Nuevo Testamento y están ligadas a lo que Jesús dijo en torno a la entrega de su vida, al aplicarse a sí mismo los sufrimientos del Siervo y, sobre todo, a lo que dijo en la institución de la Eucaristía. Jesús se ofrece a Sí mismo como Sacerdote y Víctima de la nueva y eterna alianza.
El sacrificio en las religiones primitivas
En las religiones primitivas, y en los mitos que las explican, no se encuentra el sentido del sacrificio de la Alianza, ni el de la Pascua, como es obvio. Pero sí se encuentra el sacrificio de expiación en abundancia y con una riqueza de matices que ayudan a comprender mejor el sacrifico del macho cabrío de Israel y su moderación ante los sacrificios de otros pueblos que llegarán a los sacrificios humanos en no pocas culturas. Pero entender el sentido del chivo expiatorio al que se le imponían las manos y le dejaba suelto en el desierto como llevando sobre sí los pecados del pueblo requiere una explicación nada fácil para el hombre occidental.
En primer lugar se trata de entender qué significa escándalo en los Evangelios. El sentido primario es de un obstáculo serio al propio deseo. Ese obstáculo paradójicamente resulta casi imposible de superar. Es un extraño fenómeno que analiza Girard con agudeza. El escándalo lleva a las rivalidades miméticas, unos y otros se disgustan y se enfrentan. Varios desean algo y luchan imitándose para conseguir el fascinante objeto con rivalidades. Estas rivalidades segregan cantidades de celos, envidias, resentimientos y odio crecientes. La escalada de los escándalos lleva a una represalia cada vez más violenta, que conduce a venganzas encadenadas llenas de violencia. Hasta aquí parece comprensible la escalada, pero lo menos imprevisible es el efecto de la masa de escandalizados en cada uno de ellos. Se da un contagio mimético colectivo que infecta incluso a los que no participaban del inicio del conflicto. Al llegar a un cierto paroxismo se transforma el “todos contra todos” en “todos contra uno” que reagrupa y reunifica a la masa pacificándolos. De este modo paradójico se vuelve a la situación anterior o a otra nueva, pero infectada de tal manera que volverá suceder ese crimen con otros motivos. Aunque la victima del odio colectivo imparable y contagioso sea inocente. Los asesinos no tienen sensación de culpa. Se dan cambios súbitos de opinión y alianzas inesperadas con los anteriores enemigos. La víctima única sustituye a los oponentes y prevalece la que eligen los más fuertes o los agitadores. El apasionamiento mimético ciega y agrupa a todos contra la única víctima. Cuanto mayores son los escándalos personales más deseos tienen los escandalizados de ahogarlos en un nuevo y gran escándalo. Se condena a la víctima sin proceso y encarnizadamente[3]. Es fácil pensar en la Pasión de Jesús en este proceso[4], pero se encuentra en todas la culturas reunidas con un asesinato inicial y que periódicamente pretenden purificar sus enfrentamientos en la catarsis de sacrificar una víctima inocente. La historia actual es pródiga en esta conducta especialmente en las barbaries comunista y nazi que eligieron la clase burguesa o aristocrática o el pueblo judío en el llamado holocausto como víctimas inocentes acusándolos de cualquier cosa.
Jesús utiliza muchas veces un aviso para que no sean seducidos por ese mecanismo violento hablando del escándalo. Jesús dice: «¡Ay del mundo por los escándalos! Es inevitable que vengan los escándalos. Sin embargo ¡ay del hombre por cuya culpa se produce el escándalo!» (Mt 18,7; cfr Lc 17:1). El párrafo es denso y podría interpretarse como el pecado de uno (Luzbel-Satanás) introduce el pecado en el conjunto de los hombres en la espiral de violencia iniciada en el orgullo personal. Una vez iniciado el primer escándalo (pecado angélico, Adán y Eva, Caín) sólo se podrá detener por Cristo. El escándalo puede contagiar a los inocentes, de ahí la advertencia al escandaloso: «al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y lo arrojasen al fondo del mar. Si tu mano o tu pie te escandaliza, córtalo y arrójalo lejos de ti. Más te vale entrar en la Vida manco o cojo, que ser arrojado al fuego eterno con las dos manos o los dos pies. Y si tu ojo te escandaliza, arráncatelo y tíralo lejos de ti. Más te vale entrar en la Vida tuerto, que ser arrojado al fuego del infierno con los dos ojos» (Mt 18,6-9). También vale el aviso para los discípulos por mucho que amen y crean en Jesús: «pero él, volviéndose, dijo a Pedro: ¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí» (Mt 16,23). Es más, en el momento de la Última Cena a pesar del máximo fervor y adhesión de todos les advierte: «todos vosotros os escandalizaréis esta noche por mi causa, pues escrito está: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño. Pero, después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea. Pedro le respondió: Aunque todos se escandalicen por tu causa, yo nunca me escandalizaré. Jesús le replicó: En verdad te digo que esta misma noche, antes de que cante el gallo, me negarás tres veces. Pedro insistió: Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré. Todos los discípulos dijeron lo mismo» (Mt 26,31-35) Efectivamente, todos fueron arrastrados por la fuerza de una forma de pecado que desconocían.
Es insistente la advertencia de Jesús a los suyos: «que nadie os engañe» (Mt 24,4). Falsos hermanos serán seducidos y seductores, «pues muchos vendrán en mi nombre diciendo: Yo soy el Cristo, y seducirán a muchos» (Mt 24,5). Conecta esa seducción la con la violencia previa a la paz definitiva cuando sea vencido el Príncipe de este mundo: «oiréis hablar de guerras y de rumores de guerras. Mirad, no os turbéis, pues es necesario que ocurra, pero todavía no es el fin. Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, y habrá hambres y terremotos en diversos lugares. Todo esto es el comienzo de los dolores. Entonces os entregarán al tormento, os matarán y seréis odiados por todas las gentes a causa de mi nombre. Y se escandalizarán muchos, se traicionarán mutuamente y se odiarán unos a otros. Surgirán muchos falsos profetas y seducirán a muchos. Y, al desbordarse la iniquidad, se enfriará la caridad de muchos. Pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará. Y será predicado este Evangelio del Reino en todo el mundo en testimonio para todas las gentes, y entonces vendrá el fin» (Mt 24,6-14). No se refiere aquí al Viernes Santo de la Pasión, sino al continuo viernes santo de los inocentes de cada época convertidos en mártires.
Estos avisos van unidos a una esperanza de salvación. «Si Satanás expulsa a Satanás, está dividido contra sí mismo. ¿Cómo puede entonces subsistir su reino?» (Jn 12,26). Jesús descubre el engaño. Satanás pretende devolver la paz y la tranquilidad uniendo a todos frente a la víctima expiatoria llamada Cordero en la Escritura para evitar la referencia al macho cabrío. Una vez calmados y vencido el inocente por todos, podrá volver el ciclo de los escándalos y violencia de hermanos contra hermanos reinando Satanás con el engaño y el homicidio del que no pueden salir por sus propios medios pues es más fuerte que ellos.
Jesús vence con dos armas. Primero la actitud sacerdotal perfecta: perdona, intercede por todos, da su vida libremente. O por decirlo de manera negativa no odia ni cae en la espiral de odio devolviendo odio por odio. Acepta el sacrificio expiatorio libremente y fuera de la ciudad, como estipula la Torá. En segundo lugar el Padre acepta el sacrificio perfecto y le resucita, le da una vida nueva para ser distribuida entre los quieran ser otros cristos.
Estas explicaciones ayudan a comprender mejor la afirmación de Joseph Ratzinguer–Benedicto XVI cuando dice: «el misterio de la expiación no tiene por qué ser sacrificado a ningún racionalismo sabiondo. Lo que el Señor respondió a los hijos de Zebedeo sobre los tronos que ocuparían a su lado, sigue siendo una palabra clave para la fe cristiana: “El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10,45)»[5].
Enrique Cases
[1] Joseph Ratziguer- Benedicto XVI. Jesús de Nazaret. Ed encuentro Roma 2011p. 274
[2] ibid. P.276
[3] René Girard. El chivo expiatorio Ed. Anagrama. Barcelona 2ª edición 2.000. Idem La violencia y lo sagrado. Ed. Anagrama. Barcelona. 4ª edición 2005
[4] René Girard. Veo a Satán caer como el relámpago. Ed. Anagrama. Barcelona 2002
[5] Joseph Ratziguer- Benedicto XVI. Jesús de Nazaret. Ed. Encuentro Roma 2011 p. 279
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