Congregación para el Clero
DIRECTORIO
PARA EL MINISTERIO
Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS
Nueva Edición
iSBN
Copyright lev
En comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
En el dinamismo trinitario de la salvación.
Relación íntima con la Trinidad.
1.3. Dimensión pneumatológica.
Comunión personal con el Espíritu Santo.
Fuerza para guiar la comunidad.
“En” la Iglesia y “ante” la Iglesia.
Partícipe de la esponsalidad de Cristo.
Índole misionera del sacerdocio para una Nueva Evangelización.
«¡La fe se fortalece dándola!».
Autoridad como “amoris officium”.
Tentación del democraticismo y del igualitarismo.
Distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial
Comunión con la Trinidad y con Cristo.
Comunión en la celebración eucarística.
Comunión en la actividad ministerial
La incardinación, auténtico vínculo jurídico con valor espiritual
El presbiterio, lugar de santificación.
Comunión con los fieles laicos
Comunión con los miembros de los Institutos de vida consagrada.
II. ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL.
2.1. Contexto histórico actual
Saber interpretar los signos de los tiempos
La exigencia de la conversión para la evangelización.
El desafío de las sectas y de los nuevos cultos
Luces y sombras de la labor ministerial
2.2. Estar con Cristo en la oración.
Primacía de la vida espiritual
Medios para la vida espiritual
Manifestación de la caridad de Cristo.
Autoridad ejercitada con caridad.
Respeto de las normas litúrgicas
Unidad en los planes pastorales
Importancia y obligatoriedad del traje eclesiástico.
2.5. Predicación de la Palabra.
2.6. El sacramento de la Eucaristía.
2.7. El Sacramento de la Penitencia.
Ministro de la Reconciliación.
Dedicación al ministerio de la Reconciliación.
Dirección espiritual para sí mismo y para los demás
Motivación teológico-espiritual del celibato.
2.11. Espíritu sacerdotal de pobreza.
Imitar las virtudes de la Madre
Necesidad de la formación permanente, hoy.
Retiros y Ejercicios Espirituales
La formación de los formadores
Colaboración entre las Iglesias
Colaboración de centros académicos y de espiritualidad.
3.4. Necesidad en orden a la edad y a situaciones especiales.
Sacerdotes en situaciones especiales
El fenómeno de la “secularización” —la tendencia a vivir la vida en una proyección horizontal, dejando a un lado o neutralizando la dimensión de lo trascendente, aunque se acepte de buena gana el discurso religioso— desde hace varias décadas afecta a todos los bautizados sin excepción y obliga a quienes por mandato divino tienen la tarea de guiar a la Iglesia a tomar una posición determinada. Uno de sus efectos más relevantes es el alejamiento de la práctica religiosa, con un rechazo tanto del depositum fidei como lo enseña auténticamente el Magisterio católico, como de la autoridad y del papel de los ministros sagrados, a los que Cristo llama (Mc 3, 13-19) a cooperar con su plan de salvación y a llevar a los hombres a la obediencia de la fe (Sir 48, 10; Heb 4, 1-11; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 144 ss.). Este alejamiento, a veces es consciente y otras veces inducido por formas rutinarias hipócritamente impuestas por la cultura dominante, que intenta descristianizar la sociedad civil.
De aquí el especial compromiso de Benedicto XVI desde las primeras palabras de su pontificado, que ha querido revalorizar la doctrina católica como disposición orgánica de la sabiduría auténticamente revelada por Dios y que tiene en Cristo su cumplimiento, doctrina cuyo valor de verdad está al alcance de la inteligencia de todos los hombres (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 27ss.).
Si es cierto que la Iglesia existe, vive y se perpetúa en el tiempo por medio de la misión evangelizadora (Cf. Concilio Vaticano II, decreto Ad Gentes), está claro que para ella el efecto más deletéreo que ha causado la generalizada secularización es la crisis del ministerio sacerdotal, crisis que por una parte se manifiesta en la sensible reducción de las vocaciones y, por otra, en la difusión de un espíritu de verdadera pérdida de sentido sobrenatural de la misión sacerdotal, formas de inautenticidad que no pocas veces, en las degeneraciones más extremas, han provocado situaciones de graves sufrimientos. Por este motivo, la reflexión sobre el futuro del sacerdocio coincide con el futuro de la evangelización y, por eso, de la Iglesia misma.
En 1992, el beato Juan Pablo II, con la Exhortación postsinodal Pastores dabo vobis, ya ponía ampliamente de relieve lo que estamos diciendo, y había impulsado sucesivamente a tomar en seria consideración el problema a través de una serie de intervenciones e iniciativas. Entre estas últimas, sin duda hay que recordar especialmente el Año Sacerdotal 2009-2010, y es significativo que se celebrara en concomitancia con el 150° aniversario de la muerte de san Juan María Vianney, patrono de los párrocos y los sacerdotes al cuidado de las almas.
Estas son las razones fundamentales por las cuales, tras una larga serie de consultas, redactamos en 1994 la primera edición del Directorio para el Ministerio y la Vida de los Presbíteros, un instrumento adecuado para arrojar luz y servir de guía en el compromiso de renovación espiritual de los ministros sagrados, apóstoles cada vez más desorientados, inmersos en un mundo difícil y continuamente cambiante.
La provechosa experiencia del Año Sacerdotal (cuyo eco todavía queda cerca), la promoción de una «nueva evangelización», las sucesivas y preciosas indicaciones del magisterio de Benedicto XVI, y, lamentablemente, las dolorosas heridas que han atormentado a la Iglesia por la conducta de algunos de sus ministros, nos han exhortado a elaborar una nueva edición del Directorio, que pudiese ser más congenial al momento histórico presente, manteniendo sin embargo substancialmente inalterado el esquema del documento original, así como, naturalmente, las enseñanzas perennes de la teología y de la espiritualidad del sacerdocio católico. En su breve Introducción ya aparecen claras las intenciones: «Se consideró oportuno recordar los elementos doctrinales que son el fundamento de la identidad, de la vida espiritual y de la formación permanente de los presbíteros, para ayudarles a profundizar el significado de ser sacerdote y a acrecer su relación exclusiva con Jesucristo Cabeza y Pastor. Toda la persona del presbítero se beneficiará de ello, tanto su existencia como sus acciones». No será un texto estéril en la medida en que sus destinatarios directos lo acojan concretamente: «Este Directorio es un documento de edificación y de santificación de los sacerdotes en un mundo en gran parte secularizado e indiferente».
Vale la pena considerar algunos temas tradicionales que poco a poco se han ido dejando a un lado o a veces se han negado abiertamente, en beneficio de una visión funcional del sacerdote como “profesional de lo sagrado”, o de una concepción “política” que le reconoce dignidad y valor sólo si es activo en el campo social. Todo esto con frecuencia ha mortificado la dimensión más connotativa, y que se podría definir “sacramental”: la del ministro que, mientras dispensa los tesoros de la gracia divina, es presencia misteriosa de Cristo en el mundo, aunque en los límites de una humanidad herida por el pecado.
Ante todo la relación del sacerdote con Dios-Trinidad. La revelación de Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo está vinculada a la manifestación de Dios como el Amor que crea y que salva. Ahora bien, si la redención es una especie de creación y una prolongación de esta (de hecho, se la denomina «nueva»), el sacerdote, ministro de la redención, puesto que su ser es fuente de vida nueva, se convierte en instrumento de la nueva creación. Este hecho ya es suficiente para reflexionar sobre la grandeza del ministro ordenado, independientemente de sus capacidades y sus talentos, sus límites y sus miserias. Esto es lo que induce a Francesco de Asís a declarar en su Testamento: «Y a estos y a todos los demás sacerdotes quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero ver pecado en ellos, porque en ellos miro al Hijo de Dios y son mis señores. Y lo hago por esto: porque en este siglo no veo nada físicamente del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben y sólo ellos administran a los demás». El Cuerpo y la Sangre que regeneran la humanidad.
Otro punto importante sobre el que habitualmente se insiste poco, pero del cual proceden todas las implicaciones prácticas, es el de la dimensión ontológica de la oración, en el que ocupa un lugar especial la Liturgia de las Horas. Con frecuencia se acentúa que esta, en el plano litúrgico, es una especie de prolongación del sacrificio eucarístico (Sal 49: «El que me ofrece acción de gracias, ese me honra») y, en el plano jurídico, un deber imprescindible. Pero en la visión teológica del sacerdocio ordenado como participación ontológica de la persona de Cristo —Cabeza de la Iglesia— la oración del ministro sagrado, prescindiendo de su condición moral, es a todos los efectos oración de Cristo, con la misma dignidad y la misma eficacia. Además, con la autoridad que los Pastores han recibido del Hijo de Dios de “vincular” al Cielo sobre cuestiones decididas en la tierra en beneficio de la santificación de los creyentes (Mt 18, 18), satisface plenamente el mandato del Señor de orar siempre, en todo momento, sin desfallecer (Lc 18, 1; 21, 36). Este es un punto sobre el que es bueno insistir. «Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es piadoso y hace su voluntad» (Jn 9, 31). Ahora bien, ¿quién más que Cristo en persona honra al Padre y cumple perfectamente su voluntad? Por tanto, si el sacerdote actúa in persona Christi en cada una de sus actividades de participación en la redención —con las debidas diferencias: en la enseñanza, en la santificación, a la hora de guiar a los fieles a la salvación— nada de su naturaleza pecadora puede ofuscar el poder de su oración. Esto, obviamente, no debe inducir a minimizar la importancia de una sana conducta moral del ministro (como de cualquier bautizado, por lo demás), cuya medida debe ser, en cambio, la santidad de Dios (Lev 20, 8; 1Pe 1, 15-16). Al contrario, sirve para subrayar que la salvación viene de Dios y que Él necesita de los sacerdotes para perpetuarla en el tiempo, y que no son necesarias complicadas prácticas ascéticas o particulares formas de expresión espiritual para que todos los hombres puedan gozar, también a través de la oración de los pastores, elegidos para ellos, de los efectos benéficos del sacrificio de Cristo.
Se insiste una vez más sobre la importancia de la formación del sacerdote que debe ser integral, sin privilegiar un aspecto en detrimento de otro. La esencia de la formación cristiana, en cualquier caso, no se puede entender como un “adiestramiento” que ataña a las facultades humanas espirituales (inteligencia y voluntad) a la hora de manifestarse —por decirlo así— exteriormente. Se trata de la transformación del ser mismo del hombre, y todo cambio ontológico sólo lo puede realizar Dios mismo, por medio del Espíritu, cuya tarea, como reza el Credo, es «dar la vida». “Formar” significa dar un aspecto a las cosas, o, en nuestro caso, a Alguien: «Por otra parte, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio. Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo» (Rom 8, 28-29). La formación específica del sacerdote, por tanto, puesto que es, como hemos dicho antes, una especie de “co-creador”, requiere un abandono completamente singular a la obra del Espíritu Santo, evitando, aunque se valoren los propios talentos, caer en el peligro del activismo, de considerar que la eficacia de la propia acción pastoral dependa de sus habilidades personales. Este punto, bien considerado, ciertamente puede dar confianza a cuantos, en un mundo ampliamente secularizado y sordo respecto de la fe, podrían caer fácilmente en el desaliento, y a partir de ahí en la mediocridad pastoral, en la tibieza y, por último, en poner en tela de juicio la misión que en un principio habían acogido con sincero entusiasmo.
El buen conocimiento de las ciencias humanas (en particular, de la filosofía y la bioética) para afrontar con la cabeza alta los desafíos del laicismo; la valoración y el uso de los medios de comunicación de masa como ayuda para un anuncio eficaz de la Palabra; la espiritualidad eucarística como especificidad de la espiritualidad sacerdotal (la Eucaristía es sacramento de Cristo que se hace don incondicional y total de amor al Padre y a los hermanos, y así debe ser también quien participa de Cristo-don) y de la cual depende el sentido del celibato (al que numerosas voces son contrarias porque no lo comprenden); la relación con la jerarquía eclesiástica y la fraternidad sacerdotal; el amor a María, Madre de los sacerdotes, cuyo papel en la economía salvífica es de primer plano, como elemento, no decorativo u opcional, sino esencial. Estos y otros son los temas que se afrontan sucesivamente en este Directorio, en un paradigma claro y completo, útil para purificar ideas equívocas o distorsionadas sobre la identidad y la función del ministro de Dios en la Iglesia y en el mundo, y que sobre todo puede ser realmente una ayuda para cada presbítero a sentirse orgullosamente miembro especial de ese maravilloso plan de amor de Dios que es la salvación del género humano.
Mauro Card. Piacenza
Prefecto
X Celso Morga Iruzubieta
Arzobispo tit. de Alba marítima
Secretario
Benedicto XVI, en su discurso a los participantes en el Congreso organizado por la Congregación para el Clero, el 12 de marzo de 2010, recordó que «el tema de la identidad sacerdotal […] es determinante para el ejercicio del sacerdocio ministerial en el presente y en el futuro». Estas palabras señalan una de las cuestiones centrales para la vida de la Iglesia, que es la comprensión del ministerio ordenado.
Hace algunos años, tomando como referencia la rica experiencia de la Iglesia sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, condensada en diversos documentos del Magisterio[1] y, en particular, en los contenidos de la Exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis[2], este Dicasterio presentó el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros[3].
La publicación de ese documento respondía entonces a una exigencia fundamental: «la tarea pastoral prioritaria de la nueva evangelización, que atañe a todo el Pueblo de Dios y pide un nuevo ardor, nuevos métodos y una nueva expresión para el anuncio y el testimonio del Evangelio, exige sacerdotes radical e integralmente inmersos en el misterio de Cristo y capaces de realizar un nuevo estilo de vida pastoral»[4]. El citado Directorio constituyó, en 1994, una respuesta a esta exigencia y asimismo a las peticiones de numerosos Obispos planteadas tanto durante el Sínodo de 1990, como con ocasión de la consulta general del Episcopado promovida por este Dicasterio.
Después de 1994, el Magisterio del beato Juan Pablo II fue rico en contenidos sobre el sacerdocio; un tema que, a su vez, el Papa Benedicto XVI ha profundizado con sus numerosas enseñanzas. El Año Sacerdotal 2009-2010 fue un tiempo especialmente propicio para meditar sobre el ministerio sacerdotal y promover una auténtica renovación espiritual de los sacerdotes.
Por último, al trasladar la competencia sobre los Seminarios de la Congregación para la Educación Católica a este Dicasterio, Benedicto XVI ha querido dar una indicación clara sobre el vínculo indisoluble entre identidad sacerdotal y formación de los llamados al ministerio sagrado.
Por todas estas razones, nos ha parcido que era un deber trabajar en una versión actualizada del Directorio, que recogiese el rico Magisterio más reciente[5].
Como es lógico, la nueva redacción en general respeta el esquema del documento original, que tuvo muy buena acogida en la Iglesia, especialmente de parte de los propios sacerdotes. Al delinear los diversos contenidos, se habían tenido presentes tanto las sugerencias de todo el Episcopado mundial, expresamente consultado, como el fruto de los trabajos de la Congregación plenaria, que tuvo lugar en el Vaticano en octubre de 1993, como, por último, las reflexiones de no pocos teólogos, canonistas y expertos en la materia, provenientes de distintas áreas geográficas e insertados en las actuales situaciones pastorales.
Al actualizar el Directorio, se ha tratado de hacer hincapié en los aspectos más relevantes de las enseñanzas magisteriales sobre el ministerio sagrado desde 1994 hasta nuestros días, con referencias a documentos esenciales del beato Juan Pablo II y de Benedicto XVI. Asimismo, se han mantenido las indicaciones prácticas útiles para emprender iniciativas, evitando sin embargo entrar en aquellos detalles que solamente las legítimas prácticas locales y las condiciones reales de cada Diócesis y Conferencia Episcopal podrán útilmente sugerir a la prudencia y al celo de los Pastores.
En el clima cultural actual, conviene recordar que la identidad del sacerdote, como hombre de Dios, no está superada ni podrá estarlo jamás. Se ha considerado oportuno recordar los elementos doctrinales que son el fundamento de la identidad, de la vida espiritual y de la formación permanente de los presbíteros, para ayudarles a profundizar el significado de ser sacerdote y a acrecer su relación exclusiva con Jesucristo Cabeza y Pastor. Toda la persona del presbítero se beneficiará de ello, tanto su existencia como sus acciones.
Por otra parte, tal como ya se decía en la Introducción de la primera edición del Directorio, tampoco en esta versión actualizada se entiende ofrecer una exposición exhaustiva sobre el sacerdocio ordenado, ni limítase a una pura y simple repetición de lo que ya declaró auténticamente el Magisterio de la Iglesia; más bien, se entiende responder a los principales interrogantes, de orden doctrinal, disciplinario y pastoral, que plantean a los sacerdotes los desafíos de la nueva evangelización, con vistas a la cual el Papa Benedicto XVI ha querido instituir un Consejo pontificio propio[6].
Así, por ejemplo, se ha querido dar especial énfasis a la dimensión cristológica de la identidad del presbítero, al igual que a la comunión, la amistad y la fraternidad sacerdotales, considerados como bienes vitales por su incidencia en la existencia del sacerdote. Lo mismo se puede decir de la vida espiritual del presbítero, fundada en la Palabra y los Sacramentos, especialmente en la Eucaristía. Por último, se ofrecen algunos consejos para una adecuada formación permanente, entendida como ayuda para profundizar el significado de ser sacerdote y vivir así con alegría y responsabilidad la propia vocación.
Este Directorio es un documento de edificación y de santificación de los sacerdotes en un mundo en gran parte secularizado e indiferente. El texto va destinado principalmente, a través de los Obispos, a todos los presbíteros de la Iglesia latina, aunque muchos de sus contenidos puedan servir para los presbíteros de otros ritos. Las directrices contenidas en el documento conciernen, en particular, a los presbíteros del clero secular diocesano, aunque muchas de ellas, con las debidas adaptaciones, las deben tener en cuenta también los presbíteros miembros de Institutos de vida consagrada y de Sociedades de vida apostólica.
Pero, como ya se apuntaba en las frases iniciales, esta nueva edición del Directorio representa también una ayuda para los formadores de los Seminarios y los candidatos al ministerio ordenado. El Seminario representa el momento y el lugar donde debe crecer y madurar el conocimiento del misterio de Cristo, y con este, la conciencia de que, si bien en el plano exterior la autenticidad de nuestro amor por Dios se mide por el amor que tenemos por los hermanos (1 Jn 4, 20-21), en el plano interior el amor a la Iglesia es verdadero sólo si es resultado de un vínculo intenso y exclusivo con Cristo. Reflexionar sobre el sacerdocio equivale así a meditar sobre Aquel por el cual estamos dispuestos a dejarlo todo y seguirlo (Mc 10, 17-30). De ese modo, el proyecto formativo se identifica en su esencia con el conocimiento del Hijo de Dios, que a través de la misión profética, sacerdotal y regia lleva a todo hombre al Padre por medio del Espíritu: «Y Él ha constituido a unos apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelistas, a otros pastores y doctores, para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para la edificación del Cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4, 11-13).
Deseamos, pues, que esta nueva edición del Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros pueda constituir para todo hombre llamado a participar en el sacerdocio de Cristo Cabeza y Pastor una ayuda para profundizar la propia identidad vocacional y acrecer la propia vida interior; un estímulo en el ministerio y en la realización de la propia formación permanente, de la cual cada uno es el primer responsable; un punto de referencia para un apostolado rico y auténtico, en beneficio de la Iglesia y del mundo entero.
Que María haga resonar en nuestros corazones, día tras día, y especialmente cuando nos preparamos para celebrar el Sacrificio del altar, su invitación en las bodas de Caná de Galilea: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2, 5). Nos encomendamos a María, Madre de los sacerdotes, con la oración del Papa Benedicto XVI:
«Madre de la
Iglesia,
nosotros, los
sacerdotes,
queremos ser
pastores
que no se
apacientan a sí mismos,
sino que se
entregan a Dios por los hermanos,
encontrando
en esto la felicidad.
Queremos
repetir humildemente cada día
no sólo de
palabra sino con la vida,
nuestro “aquí
estoy”.
Guiados por
ti,
queremos ser
Apóstoles
de la
Misericordia divina,
llenos de
gozo por poder celebrar diariamente
el santo sacrificio
del atar
y ofrecer a
todos los que nos lo pidan
el sacramento
de la Reconciliación.
Abogada y
Mediadora de la gracia,
tú que estás totalmente
unida
a la única
mediación universal de Cristo,
pide a Dios
para nosotros
un corazón
completamente renovado,
que ame a
Dios con todas sus fuerzas
y sirva a la
humanidad como tú lo hiciste.
Repite al
Señor
esas eficaces
palabras tuyas:
“No tienen
vino” (Jn 2, 3),
para que el
Padre y el Hijo
derramen
sobre nosotros,
como una
nueva efusión,
el Espíritu
Santo»[7].
En su Exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis, el beato Juan Pablo II delinea la identidad del sacerdote: «Los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu»[8].
1. La Iglesia entera ha sido hecha partícipe de la unción sacerdotal de Cristo en el Espíritu Santo. En efecto, en la Iglesia «todos los fieles forman un sacerdocio santo y real, ofrecen a Dios hostias espirituales por medio de Jesucristo y anuncian las grandezas de Aquel, que los ha llamado para arrancarlos de las tinieblas y recibirlos en su luz maravillosa (cfr. 1 Pe 2, 5.9)»[9]. En Cristo, todo su Cuerpo místico está unido al Padre por el Espíritu Santo, en orden a la salvación de todos los hombres.
La Iglesia, sin embargo, no puede llevar adelante por sí misma esta misión: toda su actividad necesita intrínsecamente la comunión con Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Ella, indisolublemente unida a su Señor, de Él mismo recibe constantemente el influjo de gracia y de verdad, de guía y de apoyo (cfr. Col 2, 19), para que pueda ser para todos y cada uno «signo e instrumento de la íntima unión del hombre con Dios y de la unidad de todo el género humano»[10].
El sacerdocio ministerial encuentra su razón de ser en esta perspectiva de la unión vital y operativa de la Iglesia con Cristo. En efecto, mediante tal ministerio, el Señor continúa ejercitando, en medio de su Pueblo, aquella actividad que sólo a Él pertenece en cuanto Cabeza de su Cuerpo. Por lo tanto, el sacerdocio ministerial hace palpable la acción propia de Cristo Cabeza y testimonia que Cristo no se ha alejado de su Iglesia, sino que continúa vivificándola con su sacerdocio permanente. Por este motivo, la Iglesia considera el sacerdocio ministerial como un don a Ella otorgado en el ministerio de algunos de sus fieles.
Este don, instituido por Cristo para continuar su misión salvadora, fue conferido inicialmente a los Apóstoles y continúa en la Iglesia, a través de los Obispos, sus sucesores, los cuales, a su vez, lo transmiten en grado subordinado a los presbíteros, en cuanto cooperadores del orden episcopal; por esta razón, la identidad de estos últimos en la Iglesia brota de su conformación a la misión de la Iglesia, la cual, para el sacerdote, se realiza, a su vez, en la comunión con el propio Obispo[11]. «La vocación del sacerdote, por tanto, es altísima y sigue siendo un gran misterio incluso para quienes la hemos recibido como don. Nuestras limitaciones y debilidades deben inducirnos a vivir y a custodiar con profunda fe este don precioso, con el que Cristo nos ha configurado a sí, haciéndonos partícipes de su misión salvífica»[12].
2. Mediante la ordenación sacramental hecha por medio de la imposición de las manos y de la oración consagratoria del Obispo, se determina en el presbítero «un vínculo ontológico especifico, que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor»[13].
La identidad del sacerdote, entonces, deriva de la participación específica en el Sacerdocio de Cristo, por lo que el ordenado se transforma, en la Iglesia y para la Iglesia, en imagen real, viva y transparente de Cristo Sacerdote, «una representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor»[14]. Por medio de la consagración, el sacerdote «recibe como don un “poder espiritual”, que es participación de la autoridad con que Jesús, mediante su Espíritu, guía a la Iglesia»[15].
Esta identificación sacramental con el Sumo y Eterno Sacerdote inserta específicamente al presbítero en el misterio trinitario y, a través del misterio de Cristo, en la comunión ministerial de la Iglesia para servir al Pueblo de Dios[16], no como un encargado de las cuestiones religiosas, sino como Cristo, que «no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28). No sorprende entonces que «el principio interior, la virtud que anima y guía la vida espiritual del presbítero en cuanto configurado con Cristo Cabeza y Pastor» sea «la caridad pastoral, participación de la misma caridad pastoral de Jesucristo: don gratuito del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, deber y llamada a la respuesta libre y responsable del presbítero»[17].
Al mismo tiempo, no hay que olvidar que todo sacerdote es único como persona, y posee su propia manera de ser. Cada uno es único e insustituible. Dios no borra la personalidad del sacerdote, es más, la requiere completamente, deseando servirse de ella —la gracia, de hecho, edifica sobre la naturaleza— a fin de que el sacerdote pueda transmitir las verdades más profundas y preciosas a través de sus características, que Dios respeta y también los demás deben respetar.
En comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo
3. El cristiano, por medio del Bautismo, entra en comunión con Dios Uno y Trino que le comunica la propia vida divina para convertirlo en hijo adoptivo en su único Hijo; por eso está llamado a reconocer a Dios como Padre y, a través de la filiación divina, a experimentar la providencia paterna que nunca abandona a sus hijos. Esto es verdad para todo cristiano, pero también es cierto que el sacerdote es constituido en una relación particular y específica con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. En efecto, «nuestra identidad tiene como última fuente el amor del Padre. Hemos contemplado al Hijo que Él nos ha enviado, Sumo Sacerdote y Buen Pastor, con quien nos unimos sacramentalmente en el sacerdocio ministerial por la acción del Espíritu Santo. La vida y el ministerio del sacerdote son continuación de la vida y la acción del mismo Cristo. Esta es para nosotros la identidad, la verdadera dignidad, la fuente de gozo, la certeza de la vida»[18].
La identidad, el ministerio y la existencia del presbítero están, por lo tanto, relacionadas esencialmente con la Santísima Trinidad, en virtud del servicio sacerdotal a la Iglesia y a todos los hombres.
En el dinamismo trinitario de la salvación
4. El sacerdote, «como prolongación visible y signo sacramental de Cristo, estando como está frente a la Iglesia y al mundo como origen permanente y siempre nuevo de salvación»[19], se encuentra insertado en la dinámica trinitaria con una particular responsabilidad. Su identidad mana del ministerium Verbi et sacramentorum, el cual está en relación esencial con el misterio del amor salvífico del Padre (cfr. Jn 17, 6-9; 1 Cor 1, 1; 2 Cor 1, 1), con el ser sacerdotal de Cristo, que elige y llama personalmente a su ministro a estar con Él, y con el Don del Espíritu (cfr. Jn 20, 21), que comunica al sacerdote la fuerza necesaria para dar vida a una multitud de hijos de Dios, convocados en el único cuerpo eclesial y encaminados hacia el Reino del Padre.
Relación íntima con la Trinidad
5. De aquí se percibe la característica esencialmente relacional (cfr. Jn 17, 11.21)[20] de la identidad del sacerdote.
La gracia y el carácter indeleble conferidos con la unción sacramental del Espíritu Santo[21] ponen por tanto al sacerdote en una relación personal con la Trinidad, puesto que constituye la fuente de la existencia y las acciones del presbítero.
El Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis, desde su exordio, subraya la relación fundamental entre el sacerdote y la Trinidad Santísima, nombrando distintamente las tres Personas divinas: «El ministerio de los presbíteros, por estar unido al orden episcopal, participa de la autoridad con la que el propio Cristo construye, santifica y gobierna su Cuerpo. Por eso, el sacerdocio de los presbíteros supone ciertamente los sacramentos de la iniciación cristiana. Se confiere, sin embargo, por aquel sacramento peculiar que, mediante la unción del Espíritu Santo, marca a los sacerdotes con un carácter especial. Así están identificados con Cristo sacerdote, de tal manera que pueden actuar como representantes de Cristo Cabeza de la Iglesia. [...] Por tanto, lo que se proponen los presbíteros con su vida y ministerio es procurar la gloria de Dios Padre en Cristo»[22].
El sacerdote, pues, debe vivir esa relación necesariamente de modo íntimo y personal, en un diálogo de adoración y de amor con las Tres Personas divinas, sabiendo que el don recibido le fue otorgado para el servicio de todos.
6. La dimensión cristológica, al igual que la trinitaria, surge directamente del sacramento, que configura ontológicamente con Cristo Sacerdote, Maestro, Santificador y Pastor de su Pueblo[23]. Los presbíteros, además, participan del único sacerdocio de Cristo como colaboradores de los Obispos: esta determinación es propiamente sacramental y, por eso, no se puede leer meramente en clave “organizativa”.
A aquellos fieles que, permaneciendo injertados en el sacerdocio común o bautismal, son elegidos y constituidos en el sacerdocio ministerial, se les da una participación indeleble en el mismo y único sacerdocio de Cristo, en la dimensión pública de la mediación y de la autoridad, en lo que se refiere a la santificación, a la enseñanza y a la guía de todo el Pueblo de Dios. De este modo, si por un lado, el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico están ordenados necesariamente el uno al otro —pues uno y otro, cada uno a su modo, participan del único sacerdocio de Cristo—, por otra parte, ambos difieren esencialmente entre ellos y no sólo de grado[24].
En este sentido, la identidad del sacerdote es nueva respecto a la de todos los cristianos que, mediante el Bautismo, ya participan, en conjunto, del único sacerdocio de Cristo y están llamados a darle testimonio en toda la tierra[25]. La especificidad del sacerdocio ministerial, sin embargo, no se define por una supuesta “superioridad” respecto del sacerdocio común, sino por el servicio, que está llamado a desempeñar en favor de todos los fieles, para que puedan adherirse a la mediación y al señorío de Cristo, visibles por el ejercicio del sacerdocio ministerial.
En esta específica identidad cristológica, el sacerdote ha de tener conciencia de que su vida es un misterio insertado totalmente en el misterio de Cristo de un modo nuevo, y esto lo compromete totalmente en el ministerio pastoral y da sentido a su vida[26]. Esta conciencia de su identidad es especialmente importante en el contexto cultural actual secularizado, en el cual «el sacerdote parece “extraño” al sentir común, precisamente por los aspectos más fundamentales de su ministerio, como los de ser un hombre de lo sagrado, tomado del mundo para interceder en favor del mundo, y constituido en esa misión por Dios y no por los hombres (cfr. Heb 5, 1)»[27].
7. Esta conciencia —basada en el vínculo ontológico con Cristo— se aleja de las concepciones “de tipo funcional” que han querido ver al sacerdote solamente como un agente social o un gestor de ritos sagrados «con el riesgo de traicionar incluso el Sacerdocio de Cristo»[28] y reducen la vida del sacerdote a mero cumplimiento de sus deberes. Todos los hombres tienen un natural anhelo religioso, que los distingue de cualquier otro ser viviente y que hace de ellos buscadores de Dios. Por eso, las personas buscan en el sacerdote al hombre de Dios en el cual descubrir Su Palabra, Su Misericordia y el Pan del cielo que «da vida al mundo» (Jn 6, 33): «Dios es la única riqueza que, en definitiva, los hombres desean encontrar en un sacerdote»[29].
Al ser consciente de su identidad, el sacerdote verá la explotación, la miseria o la opresión, la mentalidad secularizada y relativista que pone en duda las verdades fundamentales de nuestra fe, o muchas otras situaciones de la cultura postmoderna como ocasiones para ejercer su específico ministerio de pastor llamado a anunciar el Evangelio al mundo. El presbítero, «escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios» (Heb 5, 1). Frente a las almas, anuncia el misterio de Cristo, única luz para comprender plenamente el misterio del hombre[30].
8. Cristo asocia a los Apóstoles a su misma misión. «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros» (Jn 20, 21). En la misma sagrada Ordenación está ontológicamente presente la dimensión misionera. El sacerdote es elegido, consagrado y enviado para hacer eficazmente actual la misión eterna de Cristo[31], de quien se convierte en auténtico representante y mensajero. No se trata de una simple función de representación extrínseca, sino que constituye un auténtico instrumento de transmisión de la gracia de la Redención: «Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10, 16).
Se puede decir, entonces, que la configuración con Cristo, obrada por la consagración sacramental, define al sacerdote en el seno del Pueblo de Dios, haciéndolo participar, en un modo suyo propio, en la potestad santificadora, magisterial y pastoral del mismo Cristo Jesús, Cabeza y Pastor de la Iglesia[32]. El sacerdote, al hacerse más semejante a Cristo es —gracias a Él, y no por sí solo— colaborador de la salvación de los hermanos: ya no es él quien vive y existe, sino Cristo en él (cfr. Gál 2, 20).
Actuando in persona Christi Capitis, el presbítero llega a ser el ministro de las acciones salvíficas esenciales, transmite las verdades necesarias para la salvación y apacienta al Pueblo de Dios, guiándolo hacia la santidad[33].
Sin embargo, la conformación del sacerdote a Cristo no pasa solamente a través de la actividad evangelizadora, sacramental y pastoral. Se verifica también en la oblación de sí mismo y en la expiación, es decir, en aceptar con amor los sufrimientos y los sacrificios propios del ministerio sacerdotal[34]. El Apóstol san Pablo expresó esta significativa dimensión del ministerio con la célebre expresión: «Me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de Su Cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24).
9. En la ordenación presbiteral, el sacerdote ha recibido el sello del Espíritu Santo, que ha hecho de él un hombre signado por el carácter sacramental para ser, para siempre, ministro de Cristo y de la Iglesia. Asegurado por la promesa de que el Consolador permanecerá «con él para siempre» (Jn 14, 16-17), el sacerdote sabe que nunca perderá la presencia ni el poder eficaz del Espíritu Santo, para poder ejercitar su ministerio y vivir la caridad pastoral — fuente, criterio y medida del amor y del servicio—como don total de sí mismo para la salvación de los propios hermanos. Esta caridad determina en el presbítero su manera de pensar, de actuar y de comportarse con los demás.
Comunión personal con el Espíritu Santo
10. Es también el Espíritu Santo, quien en la Ordenación confiere al sacerdote la misión profética de anunciar y explicar, con autoridad, la Palabra de Dios. Insertado en la comunión de la Iglesia con todo el orden sacerdotal, el presbítero será guiado por el Espíritu de Verdad, que el Padre ha enviado por medio de Cristo, y que le enseña todas las cosas recordando todo aquello, que Jesús dijo a los Apóstoles. Por tanto, el presbítero —con la ayuda del Espíritu Santo y con el estudio de la Palabra de Dios en las Escrituras—, a la luz de la Tradición y del Magisterio[35], descubre la riqueza de la Palabra, que ha de anunciar a la comunidad que le ha sido encomendada.
11. El sacerdote es ungido por el Espíritu Santo. Esto conlleva no sólo el don del signo indeleble que confiere la unción, sino la tarea de invocar constantemente al Paráclito —don de Cristo resucitado— sin el cual el ministerio del presbítero sería estéril. Cada día el sacerdote pide la luz del Espíritu Santo para imitar a Cristo.
Mediante el carácter sacramental e identificando su intención con la de la Iglesia, el sacerdote está siempre en comunión con el Espíritu Santo en la celebración de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía y de los demás sacramentos. En efecto, es Cristo quien actúa a favor de la Iglesia, por medio del Espíritu Santo invocado en su poder eficaz por el sacerdote celebrante in persona Christi[36].
La celebración sacramental, por tanto, recibe su eficacia de la palabra de Cristo —que es quien la instituyó— y del poder del Espíritu, que con frecuencia la Iglesia invoca mediante la epíclesis.
Esto es particularmente evidente en la Plegaria eucarística, en la que el sacerdote —invocando el poder del Espíritu Santo sobre el pan y sobre el vino— pronuncia las palabras de Jesús a fin de que se cumpla la transubstanciación del pan en el cuerpo “entregado” de Cristo y del vino en la sangre “derramada” de Cristo y se haga sacramentalmente presente su único sacrificio redentor[37].
Fuerza para guiar la comunidad
12. Es, en definitiva, en la comunión con el Espíritu Santo donde el sacerdote encuentra la fuerza para guiar la comunidad que le fue confiada y para mantenerla en la unidad que el Señor quiere[38]. La oración del sacerdote en el Espíritu Santo puede inspirarse en la oración sacerdotal de Jesucristo (cfr. Jn 17). Por lo tanto, debe rezar por la unidad de los fieles, para que sean uno, y así el mundo crea que el Padre ha enviado al Hijo para la salvación de todos.
“En” la Iglesia y “ante” la Iglesia
13. Cristo, origen permanente y siempre nuevo de la salvación, es el misterio principal del que deriva el misterio de la Iglesia, su Cuerpo y su Esposa, llamada por el Esposo a ser signo e instrumento de redención. Cristo sigue dando vida a su Iglesia por medio de la obra confiada a los Apóstoles y a sus Sucesores. En ella el ministerio de los presbíteros encuentra su locus natural y lleva a cabo su misión.
A través del misterio de Cristo, el sacerdote, ejercitando su múltiple ministerio, está insertado también en el misterio de la Iglesia, la cual «toma conciencia, en la fe, de que no proviene de sí misma, sino por la gracia de Cristo en el Espíritu Santo»[39]. De tal manera, el sacerdote, a la vez que está en la Iglesia, se encuentra también ante ella[40].
La expresión eminente de esta colocación del sacerdote en la Iglesia y ante la Iglesia, es la celebración de la Eucaristía donde «el sacerdote invita al pueblo a levantar el corazón hacia el Señor en la oración y la acción de gracias, y lo une a sí en la solemne oración, que él, en nombre de toda la comunidad, dirige a Dios Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo»[41].
Partícipe de la esponsalidad de Cristo
14. El sacramento del Orden, en efecto, no sólo hace partícipe al sacerdote del misterio de Cristo Sacerdote, Maestro, Cabeza y Pastor, sino —en cierto modo— también de Cristo «Siervo y Esposo de la Iglesia»[42]. Esta es el «Cuerpo» de Cristo, que Él amó y la ama hasta el extremo de entregarse a Sí mismo por Ella (cfr. Ef 5, 25); Cristo regenera y purifica continuamente a su Iglesia por medio de la Palabra de Dios y de los sacramentos (cfr. ibid. 5, 26); se ocupa el Señor de hacer siempre más bella (cfr. ibid. 5, 26) a su Esposa y, finalmente, la nutre y la cuida con solicitud (cfr. ibid. 5, 29).
Los presbíteros —colaboradores del Orden Episcopal—, que constituyen con su Obispo un único presbiterio[43] y participan, en grado subordinado, del único sacerdocio de Cristo, también participan, en cierto modo, —a semejanza del Obispo— de aquella dimensión esponsal con respecto a la Iglesia, que está bien significada en el rito de la ordenación episcopal con la entrega del anillo[44].
Los presbíteros, que «en cada una de las comunidades locales de fieles hacen presente de alguna manera a su Obispo, al que están unidos con confianza y magnanimidad»[45], deberán ser fieles a la Esposa y, como viva imagen que son de Cristo Esposo, han de hacer operativa la multiforme donación de Cristo a su Iglesia. El sacerdote, llamado por un acto de amor sobrenatural absolutamente gratuito, ama a la Iglesia como Cristo la amó, consagrándole todas sus energías y donándose con caridad pastoral hasta dar cotidianamente la propia vida.
15. El mandamiento del Señor de ir a todas las gentes (Cfr. Mt 28, 18-20) constituye otra modalidad con la que el sacerdote está ante la Iglesia[46]. Este, enviado —missus— por el Padre por medio de Cristo, pertenece «de modo inmediato» a la Iglesia universal[47], que tiene la misión de anunciar la Buena Noticia hasta los «confines de la tierra» (Hch 1, 8)[48].
«El don espiritual que los presbíteros reciben en la ordenación los prepara a una vastísima y universal misión de salvación»[49]. En efecto, por el Orden y el ministerio recibidos, todos los sacerdotes han sido asociados al Cuerpo Episcopal y, en comunión jerárquica con él según la propia vocación y gracia, sirven al bien de toda la Iglesia[50]. El hecho de la incardinación[51] no debe encerrar al sacerdote en una mentalidad estrecha y particularista, sino abrirlo al servicio de la única Iglesia de Jesucristo.
En este sentido, cada sacerdote recibe una formación que le permite servir a la Iglesia universal y no sólo especializarse en un único lugar o en una tarea particular. Esta “formación para la Iglesia universal” significa estar listo para afrontar las circunstancias más variadas, con la constante disponibilidad a servir, sin condiciones, a toda la Iglesia[52].
Índole misionera del sacerdocio para una Nueva Evangelización
16. El presbítero, partícipe de la consagración de Cristo, participa en su misión salvífica según su último mandamiento: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28, 19-20; cfr. Mc 16, 15-18; Lc 24, 47-48; Hch 1, 8). El ímpetu misionero forma parte constitutiva de la existencia del sacerdote —que está llamado a hacerse “pan partido para la vida del mundo”—, porque «la misión primera y fundamental que recibimos de los santos Misterios que celebramos es la de dar testimonio con nuestra vida. El asombro por el don que Dios nos ha hecho en Cristo infunde en nuestra vida un dinamismo nuevo, comprometiéndonos a ser testigos de su amor. Nos convertimos en testigos cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Otro y se comunica»[53].
«Los presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, están llamados a compartir la solicitud por la misión: “El don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación […]” (Presbyterorum Ordinis, 10). Todos los sacerdotes deben de tener corazón y mentalidad misioneros, estar abiertos a las necesidades de la Iglesia y del mundo»[54]. Todo presbítero debe sentir y vivir esta exigencia de la vida de la Iglesia en el mundo contemporáneo. Por eso, todo sacerdote está llamado a tener espíritu misionero, es decir, un espíritu verdaderamente “católico” que partiendo de Cristo se dirige a todos para que «todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4-6).
Por tanto, es importante que tenga plena conciencia de esta realidad misionera de su sacerdocio, y la viva en plena sintonía con la Iglesia que, hoy como ayer, siente la necesidad de enviar a sus ministros a los lugares donde es más urgente su misión, especialmente a los más pobres[55]. De aquí derivará también una distribución del clero más equitativa[56]. Al respecto, hay que reconocer que los sacerdotes que están dispuestos a prestar su servicio en otras Diócesis o países son un gran don tanto para la Iglesia local a la cual son enviados como para aquella que los envía.
17. «Hoy en día, sin embargo, hay una confusión creciente que induce a muchos a desatender y dejar inoperante el mandato misionero del Señor (cfr. Mt 28, 19). A menudo se piensa que todo intento de convencer a otros en cuestiones religiosas es limitar la libertad. Se considera lícito solamente exponer las propias ideas e invitar a las personas a actuar según la conciencia, sin favorecer su conversión a Cristo y a la fe católica: se dice que basta con ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a su propia religión, que basta con construir comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz y la solidaridad. Además, algunos sostienen que no se debería anunciar a Cristo a quienes no lo conocen, ni favorecer la adhesión a la Iglesia, pues también es posible salvarse sin un conocimiento explícito de Cristo y sin una incorporación formal a la Iglesia»[57].
El Siervo de Dios Pablo VI se dirige también a los sacerdotes al afirmar: «No sería inútil que cada cristiano y cada evangelizador examinasen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento: los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza —lo que San Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio (cfr. Rom 1, 16)— o por ideas falsas omitimos anunciarlo? Porque eso significaría ser infieles a la llamada de Dios que, a través de los ministros del Evangelio, quiere hacer germinar la semilla; y de nosotros depende que esa semilla se convierta en árbol y produzca fruto»[58]. Nunca como hoy, por tanto, el clero debe sentirse apostólicamente comprometido a unir a todos los hombres en Cristo, en su Iglesia. «Todos los hombres, por tanto, están invitados a esta unidad católica del pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz universal»[59].
No son, pues, admisibles todas las opiniones que, en nombre de un malentendido respeto de las culturas particulares, tienden a desnaturalizar la acción misionera de la Iglesia, llamada a cumplir el mismo ministerio universal, de salvación, que transciende y debe vivificar todas las culturas[60]. La dilatación universal es intrínseca al ministerio sacerdotal y, por tanto, irrenunciable.
18. Desde los inicios de la Iglesia, los Apóstoles obedecieron al último mandamiento del Señor resucitado. Siguiendo sus pasos, la Iglesia a lo largo de los siglos «evangeliza siempre y nunca ha interrumpido el camino de la evangelización»[61].
Esta «sin embargo, se realiza de forma diversa, de acuerdo a las diferentes situaciones en las cuales tiene lugar. En sentido estricto se habla de “missio ad gentes” dirigida a los que no conocen a Cristo. En sentido amplio se habla de “evangelización”, para referirse al aspecto ordinario de la pastoral»[62]. La evangelización es la acción de la Iglesia que proclama la Buena Noticia con vistas a la conversión, invita a la fe, al encuentro personal con Jesús, a convertirse en su discípulo en la Iglesia, a comprometerse a pensar como Él, a juzgar como Él y a vivir como Él vivió[63]. La evangelización comienza con el anuncio del Evangelio y encuentra su cumplimiento último en la santidad del discípulo que, como miembro de la Iglesia, se ha convertido en evangelizador. En ese sentido, la evangelización es la acción global de la Iglesia, «la tarea central y unificadora del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana»[64].
«El proceso evangelizador, por consiguiente, está estructurado en etapas o “momentos esenciales”: la acción misionera para los no creyentes y para los que viven en la indiferencia religiosa; la acción catequético-iniciatoria para los que optan por el Evangelio y para los que necesitan completar o reestructurar su iniciación; y la acción pastoral para los fieles cristianos ya maduros, en el seno de la comunidad cristiana. Estos momentos, sin embargo, no son etapas cerradas: se reiteran siempre que sea necesario, ya que tratan de dar el alimento evangélico más adecuado al crecimiento espiritual de cada persona o de la misma comunidad»[65].
19. «Sin embargo, observamos un proceso progresivo de descristianización y de pérdida de los valores humanos esenciales que es preocupante. Gran parte de la humanidad de hoy no encuentra en la evangelización permanente de la Iglesia el Evangelio, es decir, la respuesta convincente a la pregunta: ¿Cómo vivir? […] Todos necesitan el Evangelio; el Evangelio está destinado a todos y no sólo a un círculo determinado y, por eso, estamos obligados a buscar nuevos caminos para llevar el Evangelio a todos»[66]. Aunque sea preocupante, esa descristianización no puede hacernos dudar sobre la capacidad del Evangelio de tocar el corazón de nuestros contemporáneos: «Tal vez alguno se pregunte si acaso el hombre y la mujer de la cultura post-moderna, de las sociedades más avanzadas, sabrán todavía abrirse al kerigma cristiano. La respuesta debe ser positiva. El kerigma puede ser comprendido y acogido por cualquier ser humano, en cualquier tiempo o cultura. También los ambientes más intelectuales, o los más sencillos, pueden ser evangelizados. Debemos, pues, creer que también los llamados post-cristianos pueden ser atraídos de nuevo por la persona de Cristo»[67].
El Papa Pablo VI ya afirmaba que «las condiciones de la sociedad nos obligan, por tanto, a revisar métodos, a buscar por todos los medios el modo de llevar al hombre moderno el mensaje cristiano, en el cual únicamente podrá hallar la respuesta a sus interrogantes y la fuerza para su empeño de solidaridad humana»[68]. El beato Juan Pablo II presentó de este modo el nuevo milenio: «Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometedora, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante mezcla de pueblos y culturas que la caracteriza»[69]. Por tanto, ha iniciado una “nueva evangelización”, que sin embargo no es una “re-evangelización”[70] porque el anuncio «es siempre el mismo. La cruz se eleva sobre el mundo que cambia»[71]. Es nueva en cuanto «buscamos, además de la evangelización permanente, nunca interrumpida, que nunca hay que interrumpir, una nueva evangelización, capaz de hacerse oír por este mundo, que no encuentra acceso a la evangelización “clásica”»[72].
20. La nueva evangelización hace referencia, sobre todo[73] aunque no exclusivamente[74], “a las Iglesias de antigua fundación”[75], donde son muchos quienes, «aunque bautizados en la Iglesia Católica, han abandonado la práctica de los sacramentos o incluso la fe»[76]. Los sacerdotes tienen «como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios, cumpliendo el mandato de Cristo: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a todos los hombres” (Mc 16, 15)»[77]. Son «ministros de Jesucristo entre las naciones»[78], «se deben a todos para comunicarles la verdad del Evangelio que poseen en el Señor»[79], sobre todo porque «el número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio, casi se ha duplicado. Para esta humanidad inmensa, tan amada por el Padre que por ella envió a su propio Hijo, es patente la urgencia de la misión»[80]. El beato Juan Pablo II afirmaba solemnemente: «Siento que ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización y a la misión ad gentes. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos»[81].
21. Los sacerdotes empeñan todas sus fuerzas en esta nueva evangelización, cuyas características definió el beato Juan Pablo II: «nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión»[82].
En primer lugar, «hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica que siguió a Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el celo apremiante de san Pablo, que exclamaba: “¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Cor 9, 16)»[83]. En efecto, «quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí; debe anunciarlo»[84]. A imagen de los Apóstoles, el celo apostólico es fruto de la experiencia impresionante que deriva de la cercanía con Jesús. «La misión es un problema de fe, es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros»[85]. El Señor no cesa de enviar su Espíritu por cuya fuerza debemos dejarnos regenerar en vista de ese «renovado impulso misionero, expresión de una nueva y generosa apertura al don de la gracia»[86]. «Es esencial e indispensable que el presbítero se decida, muy conscientemente y con determinación, no sólo a acoger y evangelizar a quienes lo buscan, ya sea en la parroquia u otras partes, sino también a “levantarse e ir” en busca sobre todo de los bautizados que, por motivos diversos, no viven su pertenencia a la comunidad eclesial, así como de quienes poco o nada conocen a Jesucristo»[87].
Los sacerdotes deben recordar que no pueden comprometerse solos en la misión. Como pastores de su pueblo, formen las comunidades cristianas al testimonio evangélico y al anuncio de la Buena Nueva. La «nueva acción misionera no podrá ser delegada a unos pocos “especialistas”, sino que ha de implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios […] Es necesario un nuevo impulso apostólico que se viva como compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos»[88]. La parroquia no es únicamente el lugar donde se enseña el catecismo, también es el ambiente vivo que debe llevar a cabo la nueva evangelización[89], concibiéndose como “misión permanente”»[90]. Cada comunidad es a imagen de la misma Iglesia, «llamada, por naturaleza, a salir de sí misma en un movimiento hacia el mundo, para ser signo del Emmanuel, del Verbo hecho carne, del Dios con nosotros»[91]. «En la parroquia será preciso que los presbíteros convoquen a los miembros de la comunidad, consagrados y laicos, para prepararlos adecuadamente y enviarlos en misión evangelizadora a las personas, a las familias, incluso mediante visitas a domicilio, y a todos los ambientes sociales que se encuentran en el territorio»[92]. Recordando que la Iglesia es «misterio de comunión y de misión»[93], que los pastores guíen a las comunidades a ser testigos con su «fe profesada, celebrada, vivida y rezada»[94] y con su entusiasmo[95]. El Papa Pablo VI exhortaba a la alegría: «Que el mundo actual, que busca a veces con angustia, a veces con esperanza, pueda recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo»[96]. Los fieles necesitan que sus pastores les alienten para no tener miedo de anunciar la fe con franqueza; además, quien evangeliza experimenta que el mismo acto misionero es fuente de renovación personal: «En efecto, la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones.
«¡La fe se fortalece dándola!»[97]
22. La evangelización también es nueva en sus métodos. Estimulada por el Apóstol que exclamaba: «¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Cor 9, 16), deberá saber utilizar todos los medios de transmisión que ofrecen las ciencias y la tecnología moderna[98].
Ciertamente no todo depende de esos medios o de las capacidades humanas, puesto que la gracia divina puede alcanzar su efecto independientemente de la obra de los hombres; pero, en el plan de Dios, la predicación de la Palabra es, normalmente, el canal privilegiado para la transmisión de la fe y para la misión evangelizadora.
Sin duda el uso de Internet constituye una oportunidad útil para llevar el anuncio evangélico a numerosas personas. Sin embargo, que el sacerdote valore con prudencia y ponderación su implicación, a fin de no quitar tiempo a su ministerio pastoral en aspectos como la predicación de la Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos, la dirección espiritual, etc., en los cuales es realmente insustituible. Que sepa, asimismo, implicar a los laicos en la evangelización mediante dichos medios modernos. En cualquier caso, su participación en estos nuevos ámbitos deberá reflejar siempre especial caridad, sentido sobrenatural, sobriedad y templanza, a fin de que todos se sientan atraídos no tanto por la figura del sacerdote, sino más bien por la Persona de nuestro Señor Jesucristo.
23. La tercera característica de la nueva evangelización es la novedad en su expresión. En un mundo que cambia, la conciencia de la propia misión de anunciador del Evangelio, como instrumento de Cristo y del Espíritu Santo, se deberá concretar cada vez más pastoralmente para que el presbítero pueda vivificar, a la luz de la Palabra de Dios, las distintas situaciones y los distintos ambientes en los cuales desempeña su ministerio.
Para que sea eficaz y creíble es pues importante que el presbítero —en la perspectiva de la fe y de su ministerio— conozca, con sentido crítico constructivo, las ideologías, el lenguaje, los contextos culturales, las tipologías que se difunden a través de los medios de comunicación que, en gran parte, condicionan las mentalidades. Que sepa dirigirse a todos «sin ocultar nunca las exigencias más radicales del mensaje evangélico, atendiendo a las exigencias de cada uno, por lo que se refiere a la sensibilidad y al lenguaje, según el ejemplo de san Pablo, que decía: “Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos” (1Cor 9, 22)»[99]. El Concilio ecuménico Vaticano II afirmó que la Iglesia, «desde el comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje de Cristo por medio de los conceptos y de las lenguas de los distintos pueblos y procuró, además, ilustrarlo con la sabiduría de los filósofos. Procedió así a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a las exigencias de los sabios en cuanto era posible. Esta adaptación de la predicación de la palabra revelada debe mantenerse como ley de toda evangelización»[100]. Esto debe hacerse respetando debidamente el camino siempre distinto de cada persona y atendiendo a las diversas culturas que se han de impregnar del mensaje cristiano; así el cristianismo del tercer milenio, permaneciendo plenamente lo que es, en la fidelidad total al anuncio evangélico y a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y ha arraigado, cuyos valores peculiares no se niegan, sino que son purificados y llevados a su plenitud[101].
24. La vocación pastoral de los sacerdotes es grande y universal: se dirige a toda la Iglesia y, por tanto, es también misionera. «Normalmente, está unida al servicio de una determinada comunidad del Pueblo de Dios, en la que cada uno espera atención, cuidado y amor»[102]. Por eso, el ministerio del sacerdote es a su vez ministerio de paternidad[103]. A través de su dedicación a las almas, muchas son engendradas a la vida nueva en Cristo. Se trata de una verdadera paternidad espiritual, como exclamaba San Pablo: «ahora que estáis en Cristo tendréis mil tutores, pero padres no tenéis muchos; por medio del Evangelio soy yo quien os ha engendrado para Cristo Jesús» (1Cor 4, 15).
Como Abraham, también el sacerdote se convierte en «padre de muchos pueblos» (Rom 4, 18), y encuentra en el crecimiento cristiano que florece a su alrededor la recompensa a las fatigas y sufrimientos de su servicio cotidiano. Además, también en el plano de lo sobrenatural, como en el de lo natural, la misión de la paternidad no acaba con el nacimiento, sino que se extiende a abrazar toda la vida: «¿Quién ha recibido vuestra alma recién nacidos? El sacerdote. ¿Quién la alimenta para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo»[104].
Los presbíteros hacen vida propia las palabras vibrantes del Apóstol: «Hijos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo se forme en vosotros» (Gál 4, 19). Así viven con generosidad, renovada cada día, este don de la paternidad espiritual y a ella orientan el cumplimiento de toda tarea de su ministerio.
Autoridad como “amoris officium”
25. Otra manifestación de que el sacerdote está frente a la Iglesia, radica en el hecho de ser guía, que lleva a la santificación de los fieles confiados a su ministerio, que es esencialmente pastoral, pero presentándose con la autoridad que fascina y hace creíble el mensaje (cfr. Mt 7, 29). En efecto, toda autoridad ha de ejercitarse con espíritu de servicio, como amoris officium y dedicación desinteresada al bien del rebaño (cfr. Jn 10, 11; 13, 14)[105].
Esta realidad, que ha de vivirse con humildad y coherencia, puede estar sujeta a dos tentaciones opuestas. La primera consiste en desempeñar el propio ministerio tiranizando a su rebaño (cfr. Lc 22, 24-27; 1 Pe 5, 1-4), mientras que la segunda tentación es la que lleva a hacer inútil, en nombre de una incorrecta noción de comunidad, la propia configuración con Cristo Cabeza y Pastor.
La primera tentación ha sido fuerte también para los mismos discípulos, y recibió de Jesús una puntual y reiterada corrección. Cuando esta dimensión viene a menos, no es difícil caer en la tentación del “clericalismo”, con un deseo de señorear sobre los laicos, que genera siempre antagonismos entre los ministros sagrados y el pueblo.
El sacerdote no debe ver su papel reducido al de un simple dirigente. Él es el mediador —el puente—, es decir, quien debe siempre recordar que el Señor y Maestro «no ha venido para ser servido sino para servir» (cfr. Mc 10, 45); que se inclinó para lavar los pies a sus discípulos (cfr. Jn 13, 5) antes de morir en la Cruz y de enviarlos por todo el mundo (cfr. Jn 20, 21). Así el presbítero, comprometido en el cuidado del rebaño que pertenece al Señor, tratará de «proteger el rebaño, de alimentarlo y de llevarlo hacia Él, el verdadero buen Pastor que desea la salvación de todos. Alimentar el rebaño del Señor es, pues, ministerio de amor vigilante, que exige entrega total hasta el agotamiento de las fuerzas y, si fuera necesario, hasta el sacrificio de la vida»[106].
Los sacerdotes darán testimonio auténtico del Señor Resucitado, a Quien se ha dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (cfr. Mt 28, 18), si lo ejercitan empleándolo en el servicio tan humilde como lleno de autoridad al propio rebaño[107] y respetando la misión que Cristo y la Iglesia confían a los fieles laicos[108] y a los fieles consagrados por la profesión de los consejos evangélicos[109].
Tentación del democraticismo y del igualitarismo
26. A veces sucede que para evitar esta primera desviación se cae en la segunda, y se tiende a eliminar toda diferencia de función entre los miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, negando en la práctica la distinción entre el sacerdocio común o bautismal y el ministerial[110].
Entre las diversas formas de esta negación que hoy se observan, se encuentra el llamado «democraticismo», que lleva a no reconocer la autoridad y la gracia capital de Cristo presente en los ministros sagrados y a desnaturalizar la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo. A este propósito hay que recordar que la Iglesia reconoce todos los méritos y los bienes que la cultura democrática ha aportado a la sociedad civil. Por otra parte, ella misma lucha con todos los medios a su disposición, por el reconocimiento de la igual dignidad de todos los hombres. De acuerdo con la Revelación, el Concilio Ecuménico Vaticano II se expresó abiertamente acerca de la común dignidad de todos los bautizados en la Iglesia[111]. Sin embargo, es necesario afirmar que tanto esta igualdad radical como la diversidad de condiciones y tareas tienen como fundamento último la naturaleza misma de la Iglesia.
Esta, de hecho, debe su existencia y su estructura al designio salvífico de Dios y se contempla a sí misma como don de la benevolencia de un Padre que la ha liberado mediante la humillación de su Hijo en la cruz. La Iglesia, por tanto, quiere ser con el Espíritu Santo totalmente conforme y fiel a la voluntad libre y liberadora de su Señor Jesucristo. Este misterio de salvación hace que la Iglesia sea, por su propia naturaleza, una realidad diversa de las sociedades solamente humanas.
En consecuencia, no es admisible en la Iglesia cierta mentalidad, que a veces se manifiesta especialmente en algunos organismos de participación eclesial y que tiende a confundir las tareas de los presbíteros y de los fieles laicos, o a no distinguir la autoridad propia del Obispo de las funciones de los presbíteros como colaboradores de los Obispos, o a no escuchar debidamente el Magisterio universal, que ejerce el Romano Pontífice en su función primacial, por voluntad del Señor. En muchos aspectos, se trata de un intento de transferir automáticamente a la Iglesia la mentalidad y la praxis que existen en algunas corrientes culturales socio-políticas de nuestro tiempo sin tener suficientemente en cuenta que esta debe su existencia y su estructura al designio salvífico de Dios en Cristo.
En este sentido es necesario recordar que tanto el presbiterio como el Consejo Presbiteral —instituto jurídico que quiso el Decreto Presbyterorum Ordinis[112]— no son expresión del derecho de asociación de los clérigos, ni mucho menos pueden ser entendidos desde una perspectiva sindicalista, que conlleve reivindicaciones e intereses de parte, ajenos a la comunión eclesial[113].
Distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial
27. La distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, lejos de llevar a la separación o a la división entre los miembros de la comunidad cristiana, armoniza y unifica la vida de la Iglesia porque «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro»[114]. En efecto, en cuanto Cuerpo de Cristo, la Iglesia es comunión orgánica entre todos los miembros, en la que cada uno de los cristianos sirve realmente a la vida del conjunto si vive plenamente la propia función y la propia vocación específica (1 Cor 12, 12 ss.)[115].
Por lo tanto, a nadie le es lícito cambiar lo que Cristo ha querido para su Iglesia. Ella está íntimamente ligada a su Fundador y Cabeza, que es el único que le da, a través del poder del Espíritu Santo, ministros al servicio de sus fieles. Al Cristo que llama, consagra y envía a través de los legítimos Pastores, no puede sustraerse ninguna comunidad ni siquiera en situaciones de particular necesidad, situaciones en las que quisiera darse sus propios sacerdotes de modo diverso a las disposiciones de la Iglesia: el sacerdocio es una elección de Jesús y no de la comunidad (cfr. Jn 15, 16). La respuesta para resolver los casos de necesidad es la oración de Jesús: «rogad al dueño de la mies que envíe trabajadores a su mies» (Mt 9, 38). Si a esta oración, hecha con fe, se une la vida de caridad intensa de la comunidad, entonces tendremos la seguridad de que el Señor no dejará de enviar pastores según su corazón (cfr. Jer 3, 15)[116].
28. Asimismo, es preciso salvaguardar el orden que estableció nuestro Señor Jesucristo, evitar la llamada “clericalización” del laicado[117], que tiende a disminuir el sacerdocio ministerial del presbítero; de hecho, sólo al presbítero, después del Obispo, y en virtud del ministerio sacerdotal recibido con la ordenación, se puede atribuir de manera propia y unívoca el término «pastor». El adjetivo «pastoral», pues, se refiere a la participación en el ministerio episcopal.
Comunión con la Trinidad y con Cristo
29. A la luz de todo lo ya dicho acerca de la identidad sacerdotal, la comunión del sacerdote se realiza, sobre todo, con el Padre, origen último de toda su potestad; con el Hijo, de cuya misión redentora participa; y con el Espíritu Santo, que le da la fuerza para vivir y realizar la caridad pastoral que, como «principio interior y virtud que anima y guía la vida espiritual del presbítero»[118], lo cualifica como sacerdote. Una caridad pastoral que, lejos de reducirse a un conjunto de técnicas y métodos dirigidos a la eficiencia funcional del ministerio, más bien hace referencia a la naturaleza propia de la misión de la Iglesia finalizada a la salvación de la humanidad.
Así «no se puede definir la naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial si no es desde este multiforme y rico entramado de relaciones que brotan de la Santísima Trinidad y se prolongan en la comunión de la Iglesia, como signo, en Cristo, de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano»[119].
30. De esta fundamental unión-comunión con Cristo y con la Trinidad deriva, para el presbítero, su comunión-relación con la Iglesia en sus aspectos de misterio y de comunidad eclesial[120].
Concretamente, la comunión eclesial del presbítero se realiza de diversos modos. Con la ordenación sacramental, en efecto, el presbítero entabla vínculos especiales con el Papa , con el Cuerpo episcopal, con el propio Obispo, con los demás presbíteros y con los fieles laicos.
31. La comunión, como característica del sacerdocio, se funda en la unicidad de la Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, que es Cristo[121].
En esta comunión ministerial toman forma también algunos precisos vínculos en relación, sobre todo, con el Papa, con el Colegio Episcopal y con el propio Obispo. «No se da ministerio sacerdotal sino en la comunión con el Sumo Pontífice y con el Colegio Episcopal, en particular con el propio Obispo diocesano, a los que se han de reservar el respeto filial y la obediencia prometidos en el rito de la ordenación»[122]. Se trata, pues, de una comunión jerárquica, es decir, de una comunión en la jerarquía tal como ella está internamente estructurada.
En virtud de la participación, en grado subordinado a los Obispos —que son investidos de potestad «propia, ordinaria e inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en definitiva por la suprema autoridad de la Iglesia»[123]—, en el único sacerdocio ministerial, dicha comunión implica también el vínculo espiritual y orgánico-estructural de los presbíteros con todo el orden de los Obispos y con el Romano Pontífice. A su vez, esto se refuerza por el hecho de que todo el orden de los Obispos en su conjunto y cada uno de los Obispos en particular debe estar en comunión jerárquica con la Cabeza del Colegio[124]. Tal Colegio, en efecto, está constituido sólo por los Obispos consagrados, que están en comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros de dicho Colegio.
Comunión en la celebración eucarística
32. La comunión jerárquica se encuentra expresada en significativamente en la plegaria eucarística, cuando el sacerdote, al rezar por el Papa, el Colegio episcopal y el propio Obispo, no expresa sólo un sentimiento de devoción, sino que da testimonio de la autenticidad de su celebración[125].
También la concelebración eucarística, en las circunstancias y condiciones previstas[126], cuando está presidida por el Obispo y con la participación de los fieles, manifiesta admirablemente la unidad del sacerdocio de Cristo en la pluralidad de sus ministros, así como la unidad del sacrificio y del Pueblo de Dios[127]. La concelebración ayuda, además, a consolidar la fraternidad sacramental existente entre los presbíteros[128].
Comunión en la actividad ministerial
33. Cada presbítero ha de tener un profundo, humilde y filial vínculo de obediencia y de caridad con la persona del Santo Padre y debe adherir a su ministerio petrino de magisterio, de santificación y de gobierno, con docilidad ejemplar[129].
También la unión filial con el propio Obispo es una condición indispensable para la eficacia del propio ministerio sacerdotal. Para los pastores más expertos, es fácil constatar la necesidad de evitar toda forma de subjetivismo en el ejercicio de su ministerio, y de adherir corresponsablemente a los programas pastorales. Esta adhesión, que conlleva proceder de acuerdo con la mente del Obispo, además de ser expresión de madurez, contribuye a edificar la unidad en la comunión, que es indispensable para la obra de la evangelización[130].
Respetando plenamente la subordinación jerárquica, el presbítero ha de ser promotor de una relación afable con el propio Obispo, lleno de sincera confianza, de amistad cordial, de oración por su persona y sus intenciones, de un verdadero esfuerzo de armonía, y de una convergencia ideal y programática, que no quita nada a una inteligente capacidad de iniciativa personal y empuje pastoral[131].
Con vistas al propio crecimiento espiritual y pastoral, y por amor de su rebaño, el sacerdote debería acoger con gratitud, e incluso buscar con regularidad, directrices de parte de su Obispo o sus representantes para el desarrollo de su ministerio pastoral. Asimismo, es una práctica de admirar pedir el parecer de los sacerdotes más expertos y de los laicos calificados acerca de los métodos pastorales más adecuados.
34. En virtud del sacramento del Orden «cada sacerdote está unido a los demás miembros del presbiterio por particulares vínculos de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad»[132]. El presbítero está unido al Ordo Presbyterorum: así se constituye una unidad, que puede considerarse como verdadera familia, en la que los vínculos no proceden de la carne o de la sangre sino de la gracia del Orden[133].
La pertenencia a un concreto presbiterio[134] se da siempre en el ámbito de una Iglesia Particular, de un Ordinariato o de una Prelatura personal —es decir, de una “misión episcopal”, no sólo con motivo de la incardinación—, lo que no quita que el presbítero, en cuanto bautizado, pertenezca de manera inmediata a la Iglesia universal: en la Iglesia, nadie es extranjero; toda la Iglesia, y cada Diócesis, es familia, la familia de Dios[135].
Fraternidad sacerdotal y la pertenencia al presbiterio son elementos característicos del sacerdote. Con respecto a esto, es particularmente significativo el rito que se realiza en la ordenación presbiteral de la imposición de las manos por parte del Obispo, en el cual toman parte todos los presbíteros presentes para indicar, por una parte, la participación en el mismo grado del ministerio, y por otra, que el sacerdote no puede actuar solo, sino siempre dentro del presbiterio, como hermano de todos aquellos que lo constituyen[136].
«Los Obispos y los presbíteros reciben la misión y la facultad (el “poder sagrado”) de actuar in persona Christi Capitis, los diáconos las fuerzas para servir al pueblo de Dios en la “diaconía” de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión con el obispo y su presbiterio»[137].
La incardinación, auténtico vínculo jurídico con valor espiritual
35. La incardinación en una determinada «Iglesia particular o en una prelatura personal, o en un instituto de vida consagrada o en una sociedad que goce de esta facultad»[138] constituye un auténtico vínculo jurídico[139] que tiene también valor espiritual, ya que de ella brota «la relación con el Obispo en el único presbiterio, la coparticipación en su solicitud eclesial, la dedicación al cuidado evangélico del Pueblo de Dios en las condiciones concretas históricas y ambientales»[140].
Para tal propósito, no hay que olvidar que los sacerdotes seculares no incardinados en la Diócesis y los sacerdotes miembros de un Instituto religioso o de una Sociedad de vida apostólica —que viven en la Diócesis y ejercitan, para su bien, algún oficio— aunque estén sometidos a sus legítimos Ordinarios, pertenecen con pleno o con distinto título al presbiterio de esa Diócesis[141] donde «tienen voz, tanto activa como pasiva, para constituir el consejo presbiteral»[142]. Los sacerdotes religiosos, en particular, con unidad de fuerzas, comparten la solicitud pastoral ofreciendo el contributo de carismas específicos y «estimulando con su presencia a la Iglesia particular para que viva más intensamente su apertura universal»[143].
Los presbíteros incardinados en una Diócesis pero que están al servicio de algún movimiento eclesial o nueva comunidad aprobados por la autoridad eclesiástica competente[144] sean conscientes de su pertenencia al presbiterio de la Diócesis en la que desarrollan su ministerio, y lleven a la práctica el deber de colaborar sinceramente con él. El Obispo de incardinación, a su vez, ha de favorecer positivamente el derecho a la propia espiritualidad que la ley reconoce a todos los fieles[145], ha de respetar el estilo de vida requerido por el movimiento, y estar dispuesto —a norma del derecho— a permitir que el presbítero pueda prestar su servicio en otras Iglesias, si esto es parte del carisma del movimiento mismo,[146] comprometiéndose en cualquier caso a reforzar la comunión eclesial.
El presbiterio, lugar de santificación
36. El presbiterio es el lugar privilegiado en el cual el sacerdote debería encontrar los medios específicos de formación, de santificación y de evangelización; allí mismo debería ser ayudado a superar los límites y debilidades propios de la naturaleza humana, especialmente aquellos problemas que hoy día se sienten con particular intensidad.
El sacerdote, por tanto, hará todos los esfuerzos necesarios para evitar vivir el propio sacerdocio de modo aislado y subjetivista, y buscará favorecer la comunión fraterna dando y recibiendo —de sacerdote a sacerdote— el calor de la amistad, de la asistencia afectuosa, de la comprensión, de la corrección fraterna[147], bien consciente de que la gracia del Orden «asume y eleva las relaciones humanas, psicológicas, afectivas, amistosas y espirituales [...] y se concreta en las formas más variadas de ayuda mutua, no sólo espirituales sino también materiales»[148].
Todo esto se expresa, además que en la Misa crismal —manifestación de la comunión de los presbíteros con su Obispo—, en la liturgia de la Misa in Coena Domini del Jueves Santo, la cual muestra como de la comunión eucarística —nacida en la Ultima Cena— los sacerdotes reciben la capacidad de amarse unos a otros como el Maestro los ama[149].
37. El profundo y eclesial sentido del presbiterio, no sólo no impide, sino que facilita las responsabilidades personales de cada presbítero en el cumplimiento del ministerio particular, que le es confiado por el Obispo[150]. La capacidad de cultivar y vivir maduras y profundas amistades sacerdotales se revela fuente de serenidad y de alegría en el ejercicio del ministerio; las amistades verdaderas son ayuda decisiva en las dificultades y, a la vez, ayuda preciosa para incrementar la caridad pastoral, que el presbítero debe ejercitar de modo particular con aquellos hermanos en el sacerdocio, que se encuentren necesitados de comprensión, ayuda y apoyo[151]. La fraternidad sacerdotal, expresión de la ley de la caridad, no se reduce a un simple sentimiento, sino que es para los presbíteros una memoria existencial de Cristo y un testimonio apostólico de comunión eclesial.
38. Una manifestación de esta comunión es también la vida en común, que la Iglesia ha favorecido desde siempre,[152] y que recientemente ha sido reavivada por los documentos del Concilio Ecuménico Vaticano II[153] y del Magisterio sucesivo,[154] y se lleva a la práctica positivamente en no pocas Diócesis. «La vida en común, por este motivo, expresa una ayuda que Cristo da a nuestra existencia, llamándonos, a través de la presencia de los hermanos, a una configuración cada vez más profunda a su persona. Vivir con otros significa aceptar la necesidad de la propia y continua conversión y sobre todo descubrir la belleza de este camino, la alegría de la humildad, de la penitencia, y también de la conversación, del perdón mutuo, de sostenerse mutuamente. Ecce quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum (Sal 133, 1)»[155].
Para afrontar uno de los problemas más importantes de la vida sacerdotal actual, a saber, la soledad del sacerdote, «nunca se recomendará suficientemente a los sacerdotes una cierta vida en común entre ellos, toda enderezada al ministerio propiamente espiritual; la práctica de encuentros frecuentes con fraternal intercambio de ideas, de consejos y de experiencias entre hermanos; el impulso a las asociaciones que favorecen la santidad sacerdotal»[156].
39. Entre las diversas formas posibles de vida en común (casa común, comunidad de mesa, etc.), se ha de dar el máximo valor a la participación comunitaria en la oración litúrgica[157]. Las diversas modalidades han de favorecerse de acuerdo con las posibilidades y conveniencias prácticas, sin remarcar necesariamente, aunque sean laudables, modelos propios de la vida religiosa. De modo particular hay que alabar aquellas asociaciones que favorecen la fraternidad sacerdotal, la santidad en el ejercicio del ministerio, la comunión con el Obispo y con toda la Iglesia[158].
Es de desear, teniendo en cuenta la importancia de que los sacerdotes vivan en los alrededores de donde habita la gente a la que sirven, que los párrocos estén disponibles para favorecer la vida en común en la casa parroquial con sus vicarios[159], estimándolos efectivamente como a sus cooperadores y partícipes de la solicitud pastoral; por su parte, para construir la comunión sacerdotal, los vicarios han de reconocer y respetar la autoridad del párroco[160]. En los casos en los cuales no haya más que un sacerdote en una parroquia, se aconseja vivamente la posibilidad de una vida en común con otros sacerdotes de parroquias limítrofes[161].
En numerosos lugares, la experiencia de esta vida en común ha sido muy positiva porque ha representado una verdadera ayuda para el sacerdote: se crea un ambiente de familia, se puede tener —una vez obtenido el permiso del Ordinario[162]— una capilla con el Santísimo Sacramento, se puede rezar juntos, etc. Además, como resulta de la experiencia y las enseñanzas de los santos, «nadie puede asumir la fuerza regeneradora de la vida en común sin la oración […] sin una vida sacramental vivida con fidelidad. Si no se entra en el diálogo eterno que el Hijo mantiene con el Padre en el Espíritu Santo, no es posible una auténtica vida en común. Es imprescindible estar con Jesús para poder estar con los demás»[163]. Son muchos los casos de sacerdotes que han encontrado en la adopción de oportunas formas de vida comunitaria una importante ayuda tanto para sus exigencias personales como para el ejercicio de su ministerio pastoral.
40. La vida en común es imagen de la apostolica vivendi forma de Jesús con sus apóstoles. Con el don del celibato sagrado para el Reino de los Cielos, el Señor nos ha hecho de modo especial miembros de su familia. En una sociedad fuertemente marcada por el individualismo, el sacerdote necesita una relación personal más profunda y un espacio vital caracterizado por la amistad fraterna en el cual pueda vivir como cristiano y sacerdote: «los momentos de oración y estudio en común, compartiendo las exigencias de la vida y del trabajo sacerdotal, son una parte necesaria de vuestra existencia»[164].
Así, en este ambiente de ayuda recíproca, el sacerdote encuentra el terreno adecuado para perseverar en la vocación de servicio a la Iglesia: «En compañía de Cristo y de los hermanos, cualquier sacerdote puede encontrar las energías necesarias para poder atender a los hombres, para hacerse cargo de las necesidades espirituales y materiales con las que se encuentra, para enseñar con palabras siempre nuevas, que vienen del amor, las verdades eternas de la fe de las que también tienen sed nuestros contemporáneos»[165].
En la oración sacerdotal de la última Cena, Jesús rezó por la unidad de sus discípulos: «Como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17, 21). Toda comunión en la Iglesia «deriva de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»[166]. Los sacerdotes han de estar convencidos de que su comunión fraterna, especialmente en la vida en común, constituye un testimonio, según lo que nuestro Señor Jesucristo precisó en su oración al Padre: que los discípulos sean uno, para que el mundo «crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21) y sepa «que los has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 17, 23). «Jesús pide que la comunidad sacerdotal sea reflejo y participación de la comunión trinitaria: ¡qué ideal tan sublime!»[167].
Comunión con los fieles laicos
41. Hombre de comunión, el sacerdote no podrá expresar su amor al Señor y a la Iglesia sin traducirlo en un amor efectivo e incondicionado por el Pueblo cristiano, objeto de su solicitud pastoral[168].
Como Cristo, debe hacerse «como una transparencia suya en medio del rebaño» que le ha sido confiado[169], poniéndose en relación positiva con respecto a los fieles laicos. Ha de poner al servicio de los laicos todo su ministerio sacerdotal y su caridad pastoral[170] a la vez que les reconoce la dignidad de hijos de Dios y promueve la función propia de los laicos en la Iglesia. Esta actitud de amor y de caridad queda muy lejos de la llamada “laicización de los presbíteros”, que en cambio lleva a diluir en los sacerdotes precisamente aquello que constituye su identidad: los fieles piden a sus sacerdotes que se muestren como tales, tanto en su aspecto exterior como en su dimensión interior, en todo momento, lugar y circunstancia. Una ocasión preciosa para la misión evangelizadora del pastor de almas es la tradicional visita anual y la bendición pascual de las familias.
Una peculiar manifestación de esta dimensión a la hora de edificar la comunidad cristiana consiste en superar toda actitud particularista; en efecto, los presbíteros nunca deben ponerse al servicio de una ideología particular, lo que quitaría eficacia a su ministerio. La relación del presbítero con los fieles debe ser siempre esencialmente sacerdotal.
Consciente de la profunda comunión, que lo vincula a los fieles laicos y a los religiosos, el sacerdote dedicará todo esfuerzo a «suscitar y desarrollar la corresponsabilidad en la común y única misión de salvación; ha de valorar, en fin, pronta y cordialmente, todos los carismas y funciones, que el Espíritu ofrece a los creyentes para la edificación de la Iglesia»[171].
Más concretamente, el párroco, siempre en la búsqueda del bien común de la Iglesia, favorecerá las asociaciones de fieles y los movimientos o las nuevas comunidades que se propongan finalidades religiosas[172], acogiéndolas a todas, y ayudándolas a encontrar la unidad entre sí, en la oración y en la acción apostólica.
Una de las tareas que requiere especial atención es la formación de los laicos. El presbítero no se puede contentar con que los fieles tengan un conocimiento superficial de la fe, sino que debe tratar de darles una formación sólida, perseverando en su esfuerzo mediante clases de teología, cursos acerca de la doctrina cristiana, especialmente con el estudio del Catecismo de la Iglesia Católica y de su Compendio. Esta formación ayudará a los laicos a desempeñar plenamente su papel de animación cristiana del orden temporal (político, cultural, económico, social)[173]. Además, en determinados casos, se pueden confiar a laicos, que tengan una formación suficiente y el deseo sincero de servir a la Iglesia, algunas tareas —de acuerdo con las leyes de la Iglesia— que no pertenezcan exclusivamente al ministerio sacerdotal y que estos puedan llevar a cabo a partir de su experiencia profesional y personal. De este modo, el sacerdote estará más libre a la hora de atender a sus compromisos primarios, como la predicación, la celebración de los sacramentos y la dirección espiritual. En este sentido, una de las tareas importantes de los párrocos es la de descubrir entre los fieles a personas con la capacidad, las virtudes y una vida cristiana coherente —por ejemplo, por lo que se refiere al matrimonio—, que puedan ayudar eficazmente en las diversas actividades pastorales: preparación de los niños a la primera comunión y la primera confesión o de los jóvenes a la confirmación, la pastoral familiar, la catequesis para quienes van a casarse, etc. Sin duda, la preocupación por la formación de estas personas —que son un modelo para muchas otras— y el hecho de ayudarles en su camino de fe deberá representar una de las inquietudes principales de los presbíteros.
En cuanto reúne la familia de Dios y realiza la Iglesia-comunión, el presbítero —consciente del gran don de su vocación— pasa a ser el pontífice, aquel que une al hombre con Dios, haciéndose hermano de los hombres a la vez que quiere ser su pastor, padre y maestro[174]. Para el hombre de hoy, que busca el sentido de su existir, el sacerdote es el Buen Pastor y guía que lleva al encuentro con Cristo, encuentro que se realiza como anuncio y como realidad ya presente, aunque no de forma definitiva, en la Iglesia. De ese modo, el presbítero, puesto al servicio del Pueblo de Dios, se presentará como experto en humanidad, hombre de verdad y de comunión y como testigo de la solicitud del Único Pastor por todas y cada una de sus ovejas. La comunidad podrá contar, segura, con su disponibilidad, su obra de evangelización y, sobre todo, con su amor fiel e incondicionado. Manifestación de este amor será principalmente su dedicación en la predicación, la celebración de los sacramentos, en particular de la Eucaristía y del sacramento de la penitencia, y en la dirección espiritual, como medio para ayudar a discernir los signos de la voluntad de Dios[175]. El sacerdote, por tanto, ejercitará su misión espiritual con amabilidad y firmeza, con humildad y espíritu de servicio[176], tendrá compasión de los sufrimientos que aquejan a los hombres, sobre todo de aquellos que derivan de las múltiples formas —viejas y nuevas— que asume la pobreza tanto material como espiritual. Sabrá también inclinarse con misericordia sobre el difícil e incierto camino de conversión de los pecadores, a los cuales reservará el don de la verdad y la paciente y alentadora benevolencia del Buen Pastor, que no reprocha a la oveja perdida sino que la carga sobre sus hombros y hace fiesta por su retorno al redil (cfr. Lc 15, 4-7)[177].
Se trata de afirmar la caridad de Cristo como origen y perfecta realización del hombre nuevo (cfr. Ef 2, 15), o sea de lo que es el hombre en su plena verdad. En la vida del presbítero esta caridad se traduce en una auténtica pasión que configura expresamente su ministerio en función de la generación del pueblo cristiano.
Comunión con los miembros de los Institutos de vida consagrada
42. El sacerdote prestará especial atención a las relaciones con los hermanos y hermanas comprometidos en la vida de especial consagración a Dios en todas sus formas; les mostrará su aprecio sincero y su operativo espíritu de colaboración apostólica; respetará y promoverá los carismas específicos. Asimismo, cooperará para que la vida consagrada aparezca cada vez más luminosa —para el provecho de toda la Iglesia— y atractiva a las nuevas generaciones.
El sacerdote, inspirado por este espíritu de estima a la vida consagrada, se esforzará especialmente en la atención de aquellas comunidades, que por diversos motivos, estén especialmente necesitadas de buena doctrina, de asistencia y de aliento en la fidelidad y en la búsqueda de vocaciones.
43. Todo sacerdote se dedicará con especial solicitud a la pastoral vocacional. No dejará de incentivar la oración por las vocaciones y se prodigara en la catequesis. Ha de esforzarse también, en la formación de los acólitos, lectores y colaboradores de todo genero. Favorecerá, además, iniciativas apropiadas, que, mediante una relación personal, hagan descubrir los talentos y sepan individuar la voluntad de Dios hacia una elección valiente en el seguimiento de Cristo[178]. En este trabajo revisten una importancia fundamental las familias que se constituyen como iglesias domésticas, donde los jóvenes aprenden desde pequeños a rezar, a crecer en las virtudes, a ser generosos. Los presbíteros deben alentar a los esposos cristianos a configurar su hogar como verdadera escuela de vida cristiana, a rezar con sus hijos, a pedir a Dios que llame a alguno a seguirlo de cerca con corazón íntegro (cfr. 1 Cor 7, 32-34), a acoger siempre con júbilo las vocaciones que puedan surgir en la propia familia.
Esta pastoral se deberá fundar principalmente en la grandeza de la llamada, elección divina a favor de los hombres: delante de los jóvenes es preciso presentar en primer lugar el precioso y bellísimo don que conlleva seguir a Cristo. Por esto, reviste un papel importante el ministro ordenado a través del ejemplo de su fe y su vida: la conciencia clara de su identidad, la coherencia de vida, la alegría transparente y el ardor misionero del presbítero son otros elementos imprescindibles de la pastoral de las vocaciones, que debe integrarse en la pastoral orgánica y ordinaria. Por tanto, la manifestación jubilosa de su adhesión al misterio de Jesús, su actitud de oración, el cuidado y la devoción con que celebra la Santa Misa y los sacramentos irradian el ejemplo que fascina a los jóvenes.
Asimismo, la larga experiencia de la vida de la Iglesia ha puesto de relieve que es preciso cuidar con paciencia y constancia, sin desanimarse, la formación de los jóvenes desde pequeños; así tendrán los recursos espirituales necesarios para responder a una posible llamada de Dios. Para esto es indispensable —y debería formar parte de cualquier pastoral vocacional— fomentar en ellos la vida de oración y la intimidad con Dios, la participación en los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la confesión, la dirección espiritual como ayuda para progresar en la vida interior. Así los sacerdotes suscitarán de modo adecuado y generoso la propuesta vocacional a los jóvenes que parezcan bien dispuestos; este compromiso, aunque tiene que ser constante, se intensificará especialmente en algunas circunstancias, como por ejemplo con ocasión de los ejercicios espirituales, de la preparación de quienes van a recibir la confirmación o de los muchachos que sirven en el altar.
El sacerdote mantendrá siempre relaciones de colaboración cordial y de afecto sincero con el seminario, cuna de la propia vocación y maestro de aprendizaje de la primera experiencia de vida comunitaria.
Es «exigencia ineludible de la caridad pastoral»[179], del amor al propio sacerdocio, que cada presbítero, secundando la gracia del Espíritu Santo, se preocupe de suscitar al menos una vocación sacerdotal que pueda continuar su ministerio al servicio del Señor y a favor de los hombres.
44. El sacerdote estará por encima de toda parcialidad política, pues es servidor de la Iglesia: no olvidemos que la Esposa de Cristo, por su universalidad y catolicidad, no puede atarse a las contingencias históricas. No puede tomar parte activa en partidos políticos o en la conducción de asociaciones sindicales, a menos que, según el juicio de la autoridad eclesiástica competente, así lo requieran la defensa de los derechos de la Iglesia y la promoción del bien común[180]. Las actividades políticas y sindicales son cosas en sí mismas buenas, pero son ajenas al estado clerical, ya que pueden constituir un grave peligro de ruptura de la comunión eclesial[181].
Como Jesús (cfr. Jn 6, 15 ss.), el presbítero «debe renunciar a empeñarse en formas de política activa, sobre todo cuando es partidista, como sucede casi inevitablemente, para seguir siendo el hombre de todos en clave de fraternidad espiritual»[182]. Todo fiel debe poder siempre acudir al sacerdote, sin sentirse excluido por ninguna razón.
El presbítero recordará que «no corresponde a los Pastores de la Iglesia intervenir directamente en la acción política ni en la organización social. Esta tarea, de hecho, es parte de la vocación de los fieles laicos, quienes actúan por su propia iniciativa junto con sus conciudadanos»[183]. Además, siguiendo los criterios del Magisterio, el presbítero ha de empeñarse «en el esfuerzo por formar rectamente la conciencia de los fieles laicos»[184]. El sacerdote tiene, pues, una responsabilidad particular de explicar, promover y, si fuese necesario, defender —siguiendo siempre las directrices del derecho y del Magisterio de la Iglesia— las verdades religiosas y morales, también frente a la opinión pública e incluso, si posee la necesaria preparación específica, en el amplio campo de los medios de comunicación de masa. En una cultura cada vez más secularizada, en la cual a menudo se olvida la religión y se la considera irrelevante o ilegítima en el debate social, o como mucho se la confina sólo en la intimidad de las conciencias, el sacerdote está llamado a sostener el significado público y comunitario de la fe cristiana, transmitiéndola de modo claro y convincente, en toda ocasión, en el momento oportuno y no oportuno (2 Tim 4, 2), y teniendo en cuenta el patrimonio de enseñanzas que constituye la Doctrina Social de la Iglesia. El Compendio de la doctrina social de la Iglesia es un instrumento eficaz, que lo ayudará a presentar estas enseñanzas sociales y a mostrar su riqueza en el contexto cultural actual.
La reducción de su misión a tareas temporales, puramente sociales o políticas, en todo caso, ajenas a su propia identidad, no es una conquista sino una gravísima pérdida para la fecundidad evangélica de toda la Iglesia.
La espiritualidad del sacerdote consiste principalmente en la profunda relación de amistad con Cristo, puesto que está llamado a «ir con Él» (cfr. Mc 3, 13). En este sentido, en la vida del sacerdote Jesús gozará siempre de la preeminencia sobre todo. Cada sacerdote actúa en un contexto histórico particular, con sus distintos desafíos y exigencias. Precisamente por esto, la garantía de fecundidad del ministerio radica en una profunda vida interior. Si el sacerdote no cuenta con la primacía de la gracia, no podrá responder a los desafíos de los tiempos, y cualquier plan pastoral, por muy elaborado que sea, está destinado al fracaso.
2.1. Contexto histórico actual
Saber interpretar los signos de los tiempos
45. La vida y el ministerio de los sacerdotes se desarrollan siempre en el contexto histórico, a veces lleno de nuevos problemas y de recursos inéditos, en el que le toca vivir a la Iglesia peregrina en el mundo.
El sacerdocio no nace de la historia sino de la inmutable voluntad del Señor. Sin embargo, se enfrenta con las circunstancias históricas y, aunque sigue siendo siempre idéntico, se configura en cuanto a sus rasgos concretos también mediante una valoración evangélica de los “signos de los tiempos”. Por lo tanto, los presbíteros tienen el deber de interpretar estos “signos” a la luz de la fe y someterlos a un discernimiento prudente. En cualquier caso, no podrán ignorarlos, sobre todo si se quiere orientar de modo eficaz e idóneo la propia vida, de manera que su servicio y testimonio sean siempre más fecundos para el reino de Dios.
En la fase actual de la vida de la Iglesia, en un contexto social marcado por un fuerte laicismo, después que se ha propuesto de nuevo a todos una “medida alta” de la vida cristiana ordinaria, la de la santidad[185], los presbíteros están llamados a vivir con profundidad su ministerio como testigos de esperanza y trascendencia, teniendo en consideración las exigencias más profundas, numerosas y delicadas, no sólo de orden pastoral, sino también las realidades sociales y culturales a las que tienen que hacer frente[186].
Hoy, por lo tanto, están empeñados en diversos campos de apostolado, que requieren generosidad y dedicación completa, preparación intelectual y, sobre todo, una vida espiritual madura y profunda, radicada en la caridad pastoral, que es el camino específico de santidad para ellos y, además, constituye un auténtico servicio a los fieles en el ministerio pastoral. De este modo, si se esfuerzan por vivir plenamente su consagración —permaneciendo unidos a Cristo y dejándose compenetrar por su Espíritu—, a pesar de sus límites, podrán realizar su ministerio, ayudados por la gracia, en la cual depositarán su confianza. A ella deben recurrir, «conscientes de que así pueden tender a la perfección con la esperanza de progresar cada vez más en la santidad»[187].
La exigencia de la conversión para la evangelización
46. De aquí que el sacerdote esté comprometido, de modo particularísimo, en el empeño de toda la Iglesia para la evangelización. Partiendo de la fe en Jesucristo, Redentor del hombre, tiene la certeza de que en Él hay una «riqueza insondable» (Ef 3, 8), que no puede agotar ninguna época ni ninguna cultura, y a la que los hombres siempre pueden acercarse para enriquecerse[188].
Por tanto, esta es la hora de una renovación de nuestra fe en Jesucristo, que es el mismo «ayer, hoy y siempre» (Heb 13, 8). Por eso, «la llamada a la nueva evangelización es sobre todo una llamada a la conversión»[189]. Al mismo tiempo, es una llamada a aquella esperanza «que se apoya en las promesas de Dios, y que tiene como certeza indefectible la resurrección de Cristo, su victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte, primer anuncio y raíz de toda evangelización, fundamento de toda promoción humana, principio de toda auténtica cultura cristiana»[190].
En un contexto así, el sacerdote debe sobre todo reavivar su fe, su esperanza y su amor sincero al Señor, de modo que pueda ofrecer a Jesús a la contemplación de los fieles y de todos los hombres como realmente es: una Persona viva, fascinante, que nos ama más que nadie porque ha dado su vida por nosotros; «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
Al mismo tiempo, el sacerdote ha de actuar movido por un espíritu de acogida y de gozo, fruto de su unión con Dios mediante la oración y el sacrificio, que es un elemento esencial de su misión evangelizadora de hacerse todo de todos (cfr. 1 Cor 9, 19-23), a fin de ganarlos para Cristo. Del mismo modo, consciente de la misericordia inmerecida de Dios en la propia vida y en la vida de sus hermanos, ha de cultivar las virtudes de la humildad y la misericordia para con todo el pueblo de Dios, especialmente respecto de las personas que se sienten extrañas a la Iglesia. El sacerdote, consciente de que toda persona está —de modos diversos— a la búsqueda de un amor capaz de llevarla más allá de los estrechos límites de la propia debilidad, del propio egoísmo y, sobre todo, de la misma muerte, proclamará que Jesucristo es la respuesta a todas estas inquietudes.
En la nueva evangelización, el sacerdote está llamado a ser heraldo de la esperanza[191], que deriva también de la conciencia de que él es el primero a quien el Señor ha tocado: vive la alegría de la salvación que Jesús le ha ofrecido. Se trata de una esperanza no sólo intelectual, sino del corazón, porque Cristo ha tocado con su amor al presbítero: «no sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15, 16).
El desafío de las sectas y de los nuevos cultos
47. La proliferación de sectas y cultos nuevos, así como su difusión, también entre fieles católicos, constituye un particular desafío al ministerio pastoral. En el origen de este fenómeno hay motivaciones diversas y complejas. De todos modos, el ministerio de los presbíteros ha de responder con prontitud e incisividad a la búsqueda de lo sagrado y, de modo especial, de la verdadera espiritualidad hoy emergente. Por consiguiente, es preciso que el sacerdote sea hombre de Dios y maestro de oración. Al mismo tiempo, se impone la necesidad de hacer que la comunidad, confiada a su solicitud pastoral sea realmente acogedora, de modo que nadie pueda sentirse anónimo o bien sea tratado con indiferencia. Se trata de una responsabilidad que recae, ciertamente, sobre cada uno de los fieles y muy especialmente sobre el presbítero, que es el hombre de la comunión. Si sabe acoger con estima y respeto a todos los que se le acerquen, valorando la personalidad de todos, creará un estilo de caridad auténtica, que resultará contagioso y se extenderá gradualmente a toda la comunidad.
Para vencer el desafío de las sectas y cultos nuevos, es particularmente importante —además del deseo de la salvación eterna de los fieles, que late en el corazón de todo sacerdote— una catequesis madura y completa; este trabajo catequético requiere hoy un esfuerzo especial por parte del ministro de Dios, a fin de que todos sus fieles conozcan realmente el significado de la vocación cristiana y de la fe católica. En este sentido, «tal vez la medida más sencilla, la más obvia y urgente que hay que tomar, y acaso también la más eficaz, sea aprovechar al máximo las riquezas de la herencia espiritual cristiana»[192].
De modo particular, los fieles deben ser educados en el conocimiento profundo de la relación, que existe entre su específica vocación en Cristo y la pertenencia a Su Iglesia, a la que deben aprender a amar filial y tenazmente. Todo esto se realizará si el sacerdote evita, tanto en su vida como en su ministerio, todo lo que pueda provocar indiferencia, frialdad o aceptación parcial de la doctrina y las normas de la Iglesia. Sin duda, para quienes buscan respuestas entre las múltiples propuestas religiosas, «la llamada del cristianismo se manifestará, en primer lugar, a través del testimonio de los miembros de la Iglesia, de su confianza, su calma, su paciencia y su afecto, y de su amor concreto al prójimo. Todo ello, fruto de una fe alimentada en la oración personal auténtica»[193].
Luces y sombras de la labor ministerial
48. Es un motivo de consuelo señalar que hoy la gran mayoría de los sacerdotes de todas las edades desarrollan su sagrado ministerio con tesón y alegría, frecuentemente fruto de un heroísmo silencioso. Trabajan hasta el límite de sus propias energías, sin ver, a veces, los frutos de su labor.
En virtud de este empeño, constituyen hoy un anuncio vivo de la gracia divina que, una vez recibida en el momento de la ordenación, sigue dando un ímpetu siempre nuevo para la labor ministerial.
Junto a estas luces, que iluminan la vida del sacerdote, no faltan sombras, que tienden a disminuir la belleza de su testimonio y a hacerlo menos eficaz el ejercicio del ministerio: «En el mundo actual, los hombres tienen que hacer frente a muchas obligaciones. Problemas muy diversos les angustian y muchas veces exigen soluciones rápidas. Por eso, muchas veces se encuentran en peligro de perderse en la dispersión. Los presbíteros, a su vez, comprometidos y distraídos en las muchísimas obligaciones de su ministerio, se preguntan con ansiedad cómo compaginar su vida interior con las exigencias de la actividad exterior»[194].
El ministerio sacerdotal es una empresa fascinante pero ardua, siempre expuesta a la incomprensión y a la marginación, y, sobre todo hoy día, a la fatiga, la desconfianza, el aislamiento y a veces la soledad.
Para vencer los desafíos que la mentalidad laicista plantea al presbítero, este hará todos los esfuerzos posibles para reservar el primado absoluto a la vida espiritual, al estar siempre con Cristo, y a vivir con generosidad la caridad pastoral intensificando la comunión con todos y, en primer lugar, con los otros presbíteros. Como recordaba Benedicto XVI a los sacerdotes, «la relación con Cristo, el coloquio personal con Cristo es una prioridad pastoral fundamental, es condición para nuestro trabajo por los demás. Y la oración no es algo marginal: precisamente rezar es “oficio” del sacerdote, también como representante de la gente que no sabe rezar o no encuentra el tiempo para rezar»[195].
2.2. Estar con Cristo en la oración
Primacía de la vida espiritual
49. Se podría decir que el presbítero ha sido concebido en la larga noche de oración en la que el Señor Jesús habló al Padre acerca de sus Apóstoles y, ciertamente, de todos aquellos que, a lo largo de los siglos, participarían de su misma misión (cfr. Lc 6, 12; Jn 17, 15-20)[196]. La misma oración de Jesús en el huerto de Getsemaní (cfr. Mt 26, 36-44), dirigida toda ella hacia el sacrificio sacerdotal del Gólgota, manifiesta de modo paradigmático «hasta qué punto nuestro sacerdocio debe estar profundamente vinculado a la oración, radicado en la oración»[197].
Nacidos como fruto de esta oración y llamados a renovar de modo sacramental e incruento un Sacrificio que de esta es inseparable, los presbíteros mantendrán vivo su ministerio con una vida espiritual a la que darán primacía absoluta, evitando descuidarla a causa de las diversas actividades.
Precisamente para desarrollar un ministerio pastoral fructuoso, el sacerdote necesita tener una sintonía particular y profunda con Cristo, el Buen Pastor, el único protagonista principal de cada acción pastoral: «Él [Cristo] es siempre el principio y fuente de la unidad de la vida de los presbíteros. Por tanto, estos conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos a favor del rebaño a ellos confiado. Así, realizando la misión del buen Pastor, encontrarán en el ejercicio mismo de la caridad pastoral el vínculo de la perfección sacerdotal que una su vida con su acción»[198].
Medios para la vida espiritual
50. En efecto, entre las graves contradicciones de la cultura relativista es evidente una auténtica desintegración de la personalidad, causada por el oscurecimiento de la verdad sobre el hombre. El riesgo del dualismo en la vida sacerdotal siempre está al acecho.
Esta vida espiritual debe encarnarse en la existencia de cada presbítero a través de la liturgia, la oración personal, el tenor de vida y la práctica de las virtudes cristianas; todo esto contribuye a la fecundidad de la acción ministerial. La misma configuración con Cristo exige que el sacerdote cultive un clima de amistad con el Señor Jesús, haga experiencia de un encuentro personal con Él, y se ponga al servicio de la Iglesia, su Cuerpo, que el presbítero amará, dándose a ella mediante el servicio fiel e incansable de los deberes del ministerio pastoral[199].
Por tanto, es necesario que en la vida de oración del presbítero no falten nunca la celebración diaria de la eucaristía[200], con una adecuada preparación y sucesiva acción de gracias; la confesión frecuente[201] y la dirección espiritual ya practicada en el Seminario y a menudo antes[202]; la celebración íntegra y fervorosa de la Liturgia de las Horas[203], obligación cotidiana[204]; el examen de conciencia[205]; la oración mental propiamente dicha[206]; la lectio divina[207], los ratos prolongados de silencio y de diálogo, sobre todo, en ejercicios y retiros espirituales periódicos[208]; las preciosas expresiones de devoción mariana como el Rosario[209]; el Vía Crucis y otros ejercicios piadosos[210]; la provechosa lectura hagiográfica[211]; etc. Sin duda, el buen uso del tiempo, por amor de Dios y de la Iglesia, permitirá al sacerdote mantener más fácilmente una sólida vida de oración. De hecho, se aconseja que el presbítero, con la ayuda de su director espiritual, trate de atenerse con constancia a este plan de vida, que le permite crecer interiormente en un contexto en el cual numerosas exigencias de la vida lo podrían inducir muchas veces al activismo y a descuidar la dimensión espiritual.
Cada año, como un signo del deseo duradero de fidelidad, los presbíteros renuevan en la Misa crismal, delante del Obispo y junto con él, las promesas hechas en la ordenación[212].
El cuidado de la vida espiritual, que aleja al enemigo de la tibieza, debe ser para el sacerdote una exigencia gozosa, pero es también un derecho de los fieles que buscan en él —consciente o inconscientemente— al hombre de Dios, al consejero, al mediador de paz, al amigo fiel y prudente y al guía seguro en quien se pueda confiar en los momentos más difíciles de la vida para hallar consuelo y firmeza[213].
Benedicto XVI presenta en su Magisterio un texto altamente significativo acerca de la lucha contra la tibieza espiritual que deben llevar a cabo quienes viven una mayor cercanía con el Señor por razones de ministerio: «Nadie está tan cerca de su señor como el servidor que tiene acceso a la dimensión más privada de su vida. En este sentido, “servir” significa cercanía, requiere familiaridad. Esta familiaridad encierra también un peligro: el de que lo sagrado con el que tenemos contacto continuo se convierta para nosotros en costumbre. Así se apaga el temor reverencial. Condicionados por todas las costumbres, ya no percibimos la grande, nueva y sorprendente realidad: Él mismo está presente, nos habla y se entrega a nosotros. Contra este acostumbrarse a la realidad extraordinaria, contra la indiferencia del corazón debemos luchar sin tregua, reconociendo siempre nuestra insuficiencia y la gracia que implica el hecho de que Él se entrega así en nuestras manos»[214].
51. A causa de las numerosas obligaciones muchas veces procedentes de la actividad pastoral, hoy más que nunca, la vida de los presbíteros está expuesta a una serie de solicitudes, que lo podrían llevar a un creciente activismo, sometiéndolo a un ritmo a veces frenético y arrollador.
Contra esta tentación no se debe olvidar que la primera intención de Jesús fue convocar en torno a sí a los Apóstoles, sobre todo para que «estuviesen con Él» (Mc 3, 14).
El mismo Hijo de Dios quiso dejarnos el testimonio de su oración. De hecho, con mucha frecuencia los Evangelios nos presentan a Cristo en oración: cuando el Padre le revela su misión (Lc 3, 21-22), antes de la llamada de los Apóstoles (Lc 6, 12), en la acción de gracias durante la multiplicación de los panes (Mt 14, 19; 15, 36; Mc 6, 41; 8,7; Lc 9, 16; Jn 6, 11), en la transfiguración en el monte (Lc 9, 28-29), cuando sana al sordomudo (Mc 7, 34) y resucita a Lázaro (Jn 11, 41 ss), antes de la confesión de Pedro (Lc 9, 18), cuando enseña a los discípulos a orar (Lc 11, 1), cuando regresan de su misión (Mt 11, 25 ss; Lc 10, 21), al bendecir a los niños (Mt 19, 13) y al rezar por Pedro (Lc 22, 32).
Toda su actividad cotidiana nacía de la oración. Se retiraba al desierto o al monte a orar (Mc l, 35; 6, 46; Lc 5, 16; Mt 4, 1; 14, 23), se levantaba de madrugada (Mc 1, 35) y pasaba la noche entera en oración con Dios (Mt 14, 23.25; Mc 6, 46.48; Lc 6, 12).
Hasta el final de su vida, en la última Cena (Jn 17, 1-26), durante la agonía (Mt 26, 36-44), en la Cruz (Lc 23, 34.46; Mt 27, 46; Mc 15, 34) el divino Maestro demostró que la oración animaba su ministerio mesiánico y su éxodo pascual. Resucitado de la muerte, vive para siempre e intercede por nosotros (Heb 7, 25)[215].
Por eso, la prioridad fundamental del sacerdote es su relación personal con Cristo a través de la abundancia de los momentos de silencio y oración, en los cuales cultiva y profundiza su relación con la persona viva de Jesús, nuestro Señor. Siguiendo el ejemplo de san José, el silencio del sacerdote «no manifiesta un vacío interior, sino, al contrario, la plenitud de fe que lleva en el corazón, y que guía todos sus pensamientos y todos sus actos»[216]. Un silencio que, como el del santo Patriarca, «guarda la Palabra de Dios, conocida a través de las Sagradas Escrituras, confrontándola continuamente con los acontecimientos de la vida de Jesús; un silencio entretejido de oración constante, oración de bendición del Señor, de adoración de su santísima voluntad y de confianza sin reservas en su providencia»[217].
En la comunión de la santa Familia de Nazaret, el silencio de José armonizaba con el recogimiento de María, «realización más perfecta» de la obediencia de la fe[218], la cual «conservaba las “obras grandes” del Todopoderoso y las meditaba en su corazón»[219].
De este modo, los fieles verán en el sacerdote a un hombre apasionado de Cristo, que lleva consigo el fuego de Su amor; un hombre que sabe que el Señor le llama y está lleno de amor por los suyos.
52. Para permanecer fiel al empeño de «estar con Jesús», hace falta que el presbítero sepa imitar a la Iglesia que ora.
Al difundir la Palabra de Dios, que él mismo ha recibido con gozo, el sacerdote recuerda la exhortación del Evangelio que hizo el Obispo el día de su ordenación: «Por esto, haciendo de la Palabra el objeto continuo de tu reflexión, cree siempre lo que lees, enseña lo que crees y haz vida lo que enseñas. De este modo, mientras darás alimento al Pueblo de Dios con la doctrina y serás consuelo y apoyo con el buen testimonio de vida, serás constructor del templo de Dios, que es la Iglesia». De modo semejante, en cuanto a la celebración de los sacramentos, y en particular de la Eucaristía: «Sé por lo tanto consciente de lo que haces, imita lo que realizas y, ya que celebras el misterio de la muerte y resurrección del Señor, lleva la muerte de Cristo en tu cuerpo y camina en su vida nueva». Finalmente, con respecto a la dirección pastoral del Pueblo de Dios, a fin de conducirlo al Padre: «Por esto, no ceses nunca de tener la mirada puesta en Cristo, Pastor bueno, que ha venido no para ser servido, sino para servir y para buscar y salvar a los que se han perdido»[220].
53. El presbítero, fortalecido por el vínculo especial con el Señor, sabrá afrontar los momentos en que se podría sentir solo entre los hombres; además, renovará con vigor su trato con Jesús en la Eucaristía, lugar real de la presencia de su Señor.
Así como Jesús, que, mientras estaba a solas, estaba continuamente con el Padre (cfr. Lc 3, 21; Mc 1, 35), también el presbítero debe ser el hombre, que, en el recogimiento, en el silencio y en la soledad, encuentra la comunión con Dios[221], por lo que podrá decir con San Ambrosio: «Nunca estoy tan poco solo como cuando estoy solo»[222].
Junto al Señor, el presbítero encontrará la fuerza y los instrumentos para acercar a los hombres a Dios, para encender la fe de los demás, para suscitar compromiso y coparticipación.
Manifestación de la caridad de Cristo
54. La caridad pastoral, íntimamente ligada a la Eucaristía, constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades pastorales del presbítero y de llevar a los hombres a la vida de la Gracia.
La actividad ministerial debe ser una manifestación de la caridad de Cristo, de la que el presbítero sabrá expresar actitudes y conductas hasta la donación total de sí mismo al rebaño que le ha sido confiado[223]. Estará especialmente cerca de los que sufren, los pequeños, los niños, las personas que pasan dificultades, los marginados y los pobres, a todos llevará el amor y la misericordia del Buen Pastor.
La asimilación de la caridad pastoral de Cristo, de manera que dé forma a la propia vida, es una meta que exige del sacerdote una intensa vida eucarística, así como continuos esfuerzos y sacrificios, porque esta no se improvisa, no conoce descanso y no se puede alcanzar de una vez par siempre. El ministro de Cristo se sentirá obligado a vivir esta realidad y a dar testimonio de ella, incluso cuando, por su edad, se le dispense de las tareas pastorales concretas.
Más allá del funcionalismo
55. Hoy día, la caridad pastoral corre el riesgo de ser vaciada de su significado por el llamado funcionalismo. De hecho, no es raro percibir en algunos sacerdotes la influencia de una mentalidad que equivocadamente tiende a reducir el sacerdocio ministerial a los aspectos funcionales. “Hacer” de sacerdote, desempeñar determinados servicios y garantizar algunas prestaciones comprendería toda la existencia sacerdotal. Pero el sacerdote no ejerce sólo un “trabajo” y después está libre para dedicarse a sí mismo: el riesgo de esta concepción reduccionista de la identidad y del ministerio sacerdotal es que lo impulse hacia un vacío que, con frecuencia, se llena de formas no conformes al propio ministerio.
El sacerdote, que se sabe ministro de Cristo y de la Iglesia, que actúa como apasionado de Cristo con todas las fuerzas de su vida al servicio de Dios y de los hombres, encontrará en la oración, en el estudio y en la lectura espiritual, la fuerza necesaria para vencer también este peligro[224].
Fundamento de la obediencia
56. La obediencia es una virtud de primordial importancia y va estrechamente unida a la caridad. Como enseña el Siervo de Dios Pablo VI, en la «caridad pastoral» se puede superar «el deber de obediencia jurídica, a fin de que la misma obediencia sea más voluntaria, leal y segura»[225]. El mismo sacrificio de Jesús sobre la Cruz adquirió significado y valor salvífico a causa de su obediencia y de su fidelidad a la voluntad del Padre. Él fue «obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 8). La Carta a los Hebreos subraya también que Jesús «aprendió, sufriendo, a obedecer» (Heb 5, 8). Se puede decir, por tanto, que la obediencia al Padre está en el mismo corazón del Sacerdocio de Cristo.
Como para Cristo, también para el presbítero, la obediencia expresa la disponibilidad total y dichosa de cumplir la voluntad de Dios. Por esto el sacerdote reconoce que dicha voluntad se manifiesta también a través de las indicaciones de sus legítimos superiores. La disponibilidad para con estos últimos hay que comprenderla como verdadero ejercicio de la libertad personal, consecuencia de una elección madurada constantemente ante Dios en la oración. La virtud de la obediencia, que el sacramento y la estructura jerárquica de la Iglesia requieren intrínsecamente, la promete explícitamente el clérigo, primero en el rito de ordenación diaconal y después en el de la ordenación presbiteral. Con ella el presbítero fortalece su voluntad de comunión, entrando, así, en la dinámica de la obediencia de Cristo, quien se hizo Siervo obediente hasta una muerte de cruz (cfr. Flp 2, 7-8)[226].
En la cultura contemporánea se subraya la importancia de la subjetividad y de la autonomía de cada persona, como algo intrínseco a la propia dignidad. Este valor, en sí mismo positivo, cuando se absolutiza y reivindica fuera de su justo contexto, adquiere un valor negativo[227]. Esto puede manifestarse también en el ámbito eclesial y en la misma vida del sacerdote, si la fe, la vida cristiana y la actividad desarrollada al servicio de la comunidad, fuesen reducidas a un hecho puramente subjetivo.
El presbítero está, por la misma naturaleza de su ministerio, al servicio de Cristo y de la Iglesia. Este, por tanto, se pondrá en disposición de acoger cuanto le es indicado justamente por los superiores y, si no está legítimamente impedido, debe aceptar y cumplir fielmente el encargo que le encomiende su Ordinario[228].
El Decreto Presbyterorum Ordinis describe los fundamentos de la obediencia de los sacerdotes a partir de la obra divina a la que son llamados, mostrando después el marco de esta obediencia:
- el misterio de la Iglesia: «el ministerio sacerdotal es el ministerio de la Iglesia misma. Por eso, sólo se puede realizar en la comunión jerárquica de todo el pueblo de Dios»[229];
- la fraternidad cristiana: «la caridad pastoral, por tanto, urge a los presbíteros a que, actuando en esta comunión, entreguen mediante la obediencia su propia voluntad al servicio de Dios y de los hermanos. Lo harán aceptando y cumpliendo con espíritu de fe lo que manden y recomienden el Sumo Pontífice, su propio Obispo y otros superiores; gastándose y agotándose de buena gana en cualquier servicio que se les haya confiado, aunque sea el más pobre y humilde. Por esta razón, en efecto, mantienen y consolidan la unidad necesaria con sus hermanos en el ministerio, sobre todo con los que el Señor estableció rectores visibles de su Iglesia y trabajan en la construcción del Cuerpo de Cristo, que crece “a través de los ligamentos que lo nutren”»[230].
57. El presbítero tiene una «obligación especial de respeto y obediencia» al Sumo Pontífice y al propio Ordinario[231]. En virtud de la pertenencia a un determinado presbiterio, él está dedicado al servicio de una Iglesia particular, cuyo principio y fundamento de unidad es el Obispo[232]; este último tiene sobre ella toda la potestad ordinaria, propia e inmediata, necesaria para el ejercicio de su oficio pastoral[233]. La subordinación jerárquica requerida por el sacramento del Orden encuentra su actualización eclesiológico-estructural en referencia al propio Obispo y al Romano Pontífice; este último tiene el primado (principatus) de la potestad ordinaria sobre todas las Iglesias particulares[234].
La obligación de adherirse al Magisterio en materia de fe y de moral está intrínsecamente ligada a todas las funciones, que el sacerdote debe desarrollar en la Iglesia[235]. El disentir en este campo debe considerarse algo grave, ya que produce escándalo y desorientación entre los fieles. La llamada a la desobediencia, especialmente al Magisterio definitivo de la Iglesia, no es un camino para renovar a la Iglesia[236]. Su inagotable vivacidad solamente puede brotar siguiendo al Maestro, obediente hasta la cruz, a cuya misión se colabora «con la alegría de la fe, la radicalidad de la obediencia, el dinamismo de la esperanza y la fuerza del amor»[237].
Nadie mejor que el presbítero tiene conciencia del hecho de que la Iglesia tiene necesidad de normas que sirvan para proteger adecuadamente los dones del Espíritu Santo encomendados a la Iglesia; ya que su estructura jerárquica y orgánica es visible, el ejercicio de las funciones divinamente confiadas a Ella —especialmente la de guía y la de celebración de los sacramentos— debe ser organizado adecuadamente[238].
En cuanto ministro de Cristo y de su Iglesia, el presbítero asume generosamente el compromiso de observar fielmente todas y cada una de las normas, evitando toda forma de adhesión parcial según criterios subjetivos, que crean división y repercuten —con notable daño pastoral— sobre los fieles laicos y sobre la opinión pública. En efecto, «las leyes canónicas, por su misma naturaleza, exigen la observancia» y requieren que «todo lo que sea mandado por la cabeza, sea observado por los miembros»[239].
Con la obediencia a la autoridad constituida, el sacerdote, entre otras cosas, favorecerá la mutua caridad dentro del presbiterio, y fomentará la unidad, que tiene su fundamento en la verdad.
Autoridad ejercitada con caridad
58. Para que la observancia de la obediencia sea real y pueda alimentar la comunión eclesial, todos los que han sido constituidos en autoridad —los Ordinarios, los Superiores religiosos, los Moderadores de Sociedades de vida apostólica—, además de ofrecer el necesario y constante ejemplo personal, deben ejercitar con caridad el propio carisma institucional, bien sea previniendo, bien requiriendo, con el modo y en el momento oportuno, la adhesión a todas las disposiciones en el ámbito magisterial y disciplinar[240].
Esta adhesión es fuente de libertad, en cuanto que no impide, sino que estimula la madura espontaneidad del presbítero, quien sabrá asumir una postura pastoral serena y equilibrada, creando una armonía en la que la capacidad personal se funde en una superior unidad.
Respeto de las normas litúrgicas
59. Entre varios aspectos del problema, hoy mayormente relevantes, merece la pena que se ponga en evidencia el del amor y respeto convencido de las normas litúrgicas.
La liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo[241], «la cumbre hacia la cual tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de la que mana toda su fuerza»[242]. Ella constituye un ámbito en el que el sacerdote debe tener particular conciencia de ser ministro, es decir, siervo, y de deber obedecer fielmente a la Iglesia. «Regular la sagrada liturgia compete únicamente a la autoridad de la Iglesia, que reside en la Sede Apostólica y, según norma de derecho, en el Obispo»[243]. El sacerdote, por tanto, en tal materia no añadirá, quitará o cambiará nada por propia iniciativa[244].
Esto vale de modo especial para los sacramentos, que son por excelencia actos de Cristo y de la Iglesia, y que el sacerdote administra en la persona de Cristo Cabeza y en nombre de la Iglesia, para el bien de los fieles[245]. Estos tienen verdadero derecho a participar en las celebraciones litúrgicas tal como las quiere la Iglesia, y no según los gustos personales de cada ministro, ni tampoco según particularismos rituales no aprobados, expresiones de grupos, que tienden a cerrarse a la universalidad del Pueblo de Dios.
Unidad en los planes pastorales
60. Es necesario que los sacerdotes, en el ejercicio de su ministerio, no sólo participen responsablemente en la definición de los planes pastorales, que el Obispo —con la colaboración del Consejo Presbiteral[246]— determina, sino que además armonicen con estos las realizaciones prácticas en la propia comunidad.
La sabia creatividad, el espíritu de iniciativa propio de la madurez de los presbíteros, no sólo no se suprimirán, sino que se valorarán adecuadamente en beneficio de la fecundidad pastoral. Tomar caminos diversos en este campo puede significar, de hecho, el debilitamiento de la misma obra de evangelización.
Importancia y obligatoriedad del traje eclesiástico
61. En una sociedad secularizada y tendencialmente materialista, donde tienden a desaparecer incluso los signos externos de las realidades sagradas y sobrenaturales, se siente particularmente la necesidad de que el presbítero —hombre de Dios, dispensador de Sus misterios— sea reconocible a los ojos de la comunidad, también por el vestido que lleva, como signo inequívoco de su dedicación y de la identidad de quien desempeña un ministerio público[247]. El presbítero debe ser reconocible sobre todo, por su comportamiento, pero también por un modo de vestir, que ponga de manifiesto de modo inmediatamente perceptible por todo fiel, más aún, por todo hombre[248], su identidad y su presencia a Dios y a la Iglesia.
El hábito talar es el signo exterior de una realidad interior: «de hecho, el sacerdote ya no se pertenece a sí mismo, sino que, por el carácter sacramental recibido (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1563 y 1582), es “propiedad” de Dios. Este “ser de Otro” deben poder reconocerlo todos, gracias a un testimonio límpido. […] En el modo de pensar, de hablar, de juzgar los hechos del mundo, de servir y de amar, de relacionarse con las personas, incluso en el hábito, el sacerdote debe sacar fuerza profética de su pertenencia sacramental, de su ser profundo»[249].
Por esta razón, el sacerdote, como el diácono transeúnte, debe[250]:
a) llevar o el hábito talar o «un traje eclesiástico decoroso, según las normas establecidas por la Conferencia Episcopal y según las legitimas costumbres locales»[251]. El traje, cuando es distinto del talar, debe ser diverso de la manera de vestir de los laicos y conforme a la dignidad y sacralidad de su ministerio; la forma y el color deben ser establecidos por la Conferencia Episcopal, siempre en armonía con las disposiciones de derecho universal;
b) por su incoherencia con el espíritu de tal disciplina, las praxis contrarias no se pueden considerar legítimas costumbres[252] y deben ser removidas por la autoridad competente[253].
Exceptuando las situaciones del todo excepcionales, el no usar el traje eclesiástico por parte del clérigo puede manifestar un escaso sentido de la propia identidad de pastor, enteramente dedicado al servicio de la Iglesia[254].
Además, el hábito talar —también en la forma, el color y la dignidad— es especialmente oportuno, porque distingue claramente a los sacerdotes de los laicos y da a entender mejor el carácter sagrado de su ministerio, recordando al mismo presbítero que es siempre y en todo momento sacerdote, ordenado para servir, para enseñar, para guiar y para santificar las almas, principalmente mediante la celebración de los sacramentos y la predicación de la Palabra de Dios. Vestir el hábito clerical sirve asimismo como salvaguardia de la pobreza y la castidad.
2.5. Predicación de la Palabra
62. Cristo encomendó a los Apóstoles y a la Iglesia la misión de predicar la Buena Nueva a todos los hombres.
Transmitir la fe es preparar a un pueblo para el Señor, revelar, anunciar y profundizar en la vocación cristiana: la llamada, que Dios dirige a cada hombre al manifestarle el misterio de la salvación y, a la vez, el puesto, que debe ocupar con referencia al mismo misterio, como hijo adoptivo en el Hijo[255]. Este doble aspecto está expresado sintéticamente en el Símbolo de la Fe, que es la acción con la que la Iglesia responde a la llamada de Dios[256].
En el ministerio del presbítero hay dos exigencias. En primer lugar, está el carácter misionero de la transmisión de la fe. El ministerio de la Palabra no puede ser abstracto o estar apartado de la vida de la gente; por el contrario, debe hacer referencia al sentido de la vida del hombre, de cada hombre y, por tanto, deberá entrar en las cuestiones más apremiantes, que están delante de la conciencia humana.
Por otro lado está la exigencia de autenticidad, de conformidad con la fe de la Iglesia, custodia de la verdad acerca de Dios y de la vocación del hombre. Esto se debe hacer con un gran sentido de responsabilidad, consciente que se trata de una cuestión de suma importancia en cuanto que pone en juego la vida del hombre y el sentido de su existencia.
Para realizar un fructuoso ministerio de la Palabra, el sacerdote también tendrá en cuenta que el testimonio de su vida permite descubrir el poder del amor de Dios y hace persuasiva la palabra del predicador. Además, no desatenderá la predicación explícita del misterio de Cristo a los creyentes, a los no cristianos y a los no creyentes; la catequesis, que es exposición ordenada y orgánica de la doctrina de la Iglesia; la aplicación de la verdad revelada a la solución de casos concretos[257].
La conciencia de la absoluta necesidad de «permanecer» fiel y anclado en la Palabra de Dios y en la Tradición para ser verdaderos discípulos de Cristo y conocer la verdad (cfr. Jn 8, 31-32) siempre ha acompañado la historia de la espiritualidad sacerdotal y ha estado respaldada también con la autoridad del Concilio Ecuménico Vaticano II[258]. Por esto, resulta de gran utilidad «la antigua práctica de la lectio divina, o “lectura espiritual” de la sagrada Escritura. Consiste en reflexionar largo tiempo sobre un texto bíblico, leyéndolo y releyéndolo, casi “rumiándolo”, como dicen los Padres, y exprimiendo, por decirlo así, todo su “jugo”, para que alimente la meditación y la contemplación y llegue a regar como linfa la vida concreta»[259].
Para la sociedad contemporánea, marcada en numerosos países por el materialismo práctico y teórico, por el subjetivismo y el relativismo cultural, es necesario que se presente el Evangelio como «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rom 1, 16). Los presbíteros, recodando que «la fe nace del mensaje que se escucha, y la escucha viene a través de la palabra de Cristo» (Rom 10, 17), empeñarán todas sus energías en corresponder a esta misión, que tiene primacía en su ministerio. De hecho, ellos son no solamente los testigos, sino los heraldos y mensajeros de la fe[260].
Este ministerio —realizado en la comunión jerárquica— los habilita a enseñar con autoridad la fe católica y a dar testimonio oficial de la fe en nombre de la Iglesia. El Pueblo de Dios, en efecto, «es congregado sobre todo por medio de la palabra de Dios viviente, que todos tienen el derecho de buscar en los labios de los sacerdotes»[261].
Para que la Palabra sea auténtica se debe transmitir sin doblez y sin ninguna falsificación, sino manifestando con franqueza la verdad delante de Dios (2 Cor 4, 2). Con madurez responsable, el sacerdote evitará reducir, distorsionar o diluir el contenido del mensaje divino. Su tarea consiste en «no enseñar su propia sabiduría, sino la palabra de Dios e invitar con insistencia a todos a la conversión y la santidad »[262]. «Consiguientemente, sus palabras, sus decisiones y sus actitudes han de ser cada vez más una trasparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio; “solamente ‘permaneciendo’ en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre”»[263].
Por lo tanto, la predicación no se puede reducir a la comunicación de pensamientos propios, experiencias personales, simples explicaciones de carácter psicológico[264], sociológico o filantrópico y tampoco puede usar excesivamente el encanto de la retórica, tan presente en los medios de comunicación social. Se trata de anunciar una Palabra de la que no se puede disponer porque ha sido dada a la Iglesia a fin de que la custodie, examine y transmita fielmente[265]. En cualquier caso, es necesario que el sacerdote prepare adecuadamente su predicación mediante la oración, el estudio serio y actualizado y el compromiso de aplicarla concretamente a las condiciones de los destinatarios. De modo particular, como ha recordado Benedicto XVI, «es conveniente que, partiendo del leccionario trienal, se prediquen a los fieles homilías temáticas que, a lo largo del año litúrgico, traten los grandes temas de la fe cristiana, según lo que el Magisterio propone en los cuatro “pilares” del Catecismo de la Iglesia Católica y en su reciente Compendio: la profesión de la fe, la celebración del misterio cristiano, la vida en Cristo y la oración cristiana»[266]. Así, las homilías, las catequesis, etc., podrán ser verdaderamente una ayuda para los fieles, para mejorar su vida de relación con Dios y con los demás.
63. La conciencia de la misión propia como heraldo del Evangelio, como instrumento de Cristo y del Espíritu Santo, se debe concretar cada vez más en la pastoral, de manera que, a la luz de la Palabra de Dios, pueda dar vida a las muchas situaciones y ambientes en que el sacerdote desempeña su ministerio.
Para ser eficaz y creíble, es importante, por esto, que el presbítero —en la perspectiva de la fe y de su ministerio— conozca, con constructivo sentido crítico, las ideologías, el lenguaje, los entramados culturales, las tipologías difundidas por los medios de comunicación y que, en gran parte, condicionan las mentalidades.
Estimulado por el Apóstol, que exclamaba: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Cor 9, 16), sabrá utilizar todos los medios de transmisión, que le ofrecen la ciencia y la tecnología modernas.
Sin lugar a dudas, no depende todo solamente de estos medios o de la capacidad humana, ya que la gracia divina puede alcanzar su efecto independientemente del trabajo de los hombres. Sin embargo, en el plan de Dios la predicación de la Palabra es normalmente el canal privilegiado para la transmisión de la fe y para la misión de evangelización.
La exigencia dada por la nueva evangelización constituye un desafío para el sacerdote. Para los que hoy están fuera o lejos del anuncio de Cristo, el presbítero sentirá particularmente urgente y actual la dramática pregunta: «¿Cómo invocarán a Aquel en quien no han creído?; ¿cómo creerán en Aquel de quien no han oído hablar?; ¿cómo oirán hablar de Él sin nadie que anuncie?» (Rom 10, 14).
Para responder a tales interrogantes, él se sentirá personalmente comprometido a conocer particularmente la Sagrada Escritura por medio del estudio de una sana exégesis, sobre todo patrística; la Palabra de Dios será materia de su meditación —que practicará de acuerdo con los diversos métodos probados por la tradición espiritual de la Iglesia—; así logrará tener una comprensión de las Sagradas Escrituras animada por el amor[267]. Es particularmente importante enseñar a cultivar esta relación personal con la Palabra de Dios ya en los años de seminario, donde los aspirantes al sacerdocio están llamados a estudiar las Escrituras para ser más «conscientes del misterio de la revelación divina, alimentando una actitud de respuesta orante a Dios que habla. Por otro lado, una auténtica vida de oración hará también crecer necesariamente en el alma del candidato el deseo de conocer cada vez más al Dios que se ha revelado en su Palabra como amor infinito»[268].
64. El presbítero sentirá el deber de preparar, tanto remota como próximamente, la homilía litúrgica con gran atención a sus contenidos, haciendo referencia a los textos litúrgicos, sobre todo al Evangelio; atento al equilibrio entre parte expositiva y práctica, así como a la pedagogía y a la técnica del buen hablar, llegando incluso hasta la buena dicción por respeto a la dignidad del acto y de los destinatarios[269]. En particular, «se han de evitar homilías genéricas y abstractas, que oculten la sencillez de la Palabra de Dios, así como inútiles divagaciones que corren el riesgo de atraer la atención más sobre el predicador que sobre el corazón del mensaje evangélico. Debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía»[270].
65. Hoy, cuando en muchos ambientes se difunde un analfabetismo religioso en el que se conocen cada vez menos los elementos fundamentales de la fe, la catequesis es parte fundamental de la misión de evangelización de la Iglesia, porque es un instrumento privilegiado de enseñanza y maduración de la fe [271].
El presbítero, en cuanto colaborador del Obispo y por mandato del mismo, tiene la responsabilidad de animar, coordinar y dirigir la actividad catequética de la comunidad que le ha sido encomendada. Es importante que sepa integrar esta labor dentro de un proyecto orgánico de evangelización, asegurando por encima de todo, la comunión de la catequesis en la propia comunidad con la persona del Obispo, con la Iglesia particular y con la Iglesia universal[272].
De manera particular, sabrá suscitar la justa y oportuna colaboración y responsabilidad con lo referente a la catequesis, tanto de los miembros de institutos de vida consagrada o sociedades de vida apostólica, como de los fieles laicos[273], preparados adecuadamente y demostrándoles agradecimiento y estima por su labor catequética.
Pondrá especial solicitud en el cuidado de la formación inicial y permanente de los catequistas. En la medida de lo posible, el sacerdote debe ser el catequista de los catequistas, formando con ellos una verdadera comunidad de discípulos del Señor, que sirva como punto de referencia para los catequizados. Así, les enseñará que el servicio al ministerio de la enseñanza debe ajustarse a la Palabra de Jesucristo y no a teorías y opiniones privadas: es «la fe de la Iglesia, de la cual somos servidores»[274].
Maestro[275] y educador en la fe[276], el sacerdote procurará que la catequesis, especialmente la de los sacramentos, sea una parte privilegiada en la educación cristiana de la familia, en la enseñanza religiosa, en la formación de movimientos apostólicos, etc.; y que se dirija a todas las categorías de fieles: niños, jóvenes, adolescentes, adultos y ancianos. Sabrá transmitir la enseñanza catequética haciendo uso de todas las ayudas, medios didácticos e instrumentos de comunicación, que puedan ser eficaces a fin de que los fieles —de un modo adecuado a su carácter, capacidad, edad y condición de vida— estén en condiciones de aprender más plenamente la doctrina cristiana y de ponerla en práctica de la manera más conveniente[277].
Con esta finalidad, el presbítero tendrá como principal punto de referencia el Catecismo de la Iglesia Católica y su Compendio. De hecho, estos textos constituyen una norma segura y auténtica de la enseñanza de la Iglesia[278] y, por eso, es preciso alentar su lectura y estudio. Deben ser siempre el punto de apoyo seguro e insustituible para la enseñanza de los «contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica»[279]. Como ha recordado el Santo Padre Benedicto XVI, en el Catecismo «en efecto, se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe»[280].
2.6. El sacramento de la Eucaristía
66. Si bien el ministerio de la Palabra es un elemento fundamental en la labor sacerdotal, el núcleo y centro vital es, sin duda, la Eucaristía: presencia real en el tiempo del único y eterno sacrificio de Cristo[281].
La Eucaristía —memorial sacramental de la muerte y resurrección de Cristo, representación real y eficaz del único Sacrificio redentor, fuente y culmen de la vida cristiana y de toda la evangelización[282]— es el medio y el fin del ministerio sacerdotal, ya que «todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado están íntimamente trabados con la Eucaristía y a ella se ordenan»[283]. El presbítero, consagrado para perpetuar el Santo Sacrificio, manifiesta así, del modo más evidente, su identidad[284].
De hecho, existe una íntima unión entre la primacía de la Eucaristía, la caridad pastoral y la unidad de vida del presbítero[285]: en ella encuentra las señales decisivas para el itinerario de santidad al que está específicamente llamado.
Si el presbítero presta a Cristo —Sumo y Eterno Sacerdote— la inteligencia, la voluntad, la voz y las manos para que mediante su propio ministerio pueda ofrecer al Padre el sacrificio sacramental de la redención, deberá hacer suyas las disposiciones del Maestro y como Él, vivir como don para sus hermanos. Consecuentemente deberá aprender a unirse íntimamente a la ofrenda, poniendo sobre el altar del sacrificio la vida entera como un signo claro del amor gratuito y providente de Dios.
67. El sacerdote está llamado a celebrar el Santo Sacrificio eucarístico, a meditar constantemente sobre lo que este significa y a transformar su vida en una Eucaristía, lo cual se manifiesta en el amor al sacrificio diario, sobre todo en el cumplimiento de sus deberes de estado. El amor a la cruz lleva al sacerdote a convertirse en un sacrifico agradable al Padre por medio de Cristo (cfr. Rom 12, 1). Amar la cruz en una sociedad hedonística es un escándalo, pero desde una perspectiva de fe, es fuente de vida interior. El sacerdote debe predicar el valor redentor de la cruz con su estilo de vida.
Es necesario recordar el valor incalculable que tiene para el sacerdote la celebración diaria de la Santa Misa —“fuente y cumbre”[286] de la vida sacerdotal—, aún cuando no estuviera presente ningún fiel[287]. Al respecto, enseña Benedicto XVI: «Junto con los padres del Sínodo, recomiendo a los sacerdotes “la celebración diaria de la santa misa, aun cuando no hubiera participación de fieles”. Esta recomendación está en consonancia ante todo con el valor objetivamente infinito de cada celebración eucarística; y, además, está motivada por su singular eficacia espiritual, porque si la santa Misa se vive con atención y con fe, es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la configuración con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación»[288].
Él la vivirá como el momento central de cada día y del ministerio cotidiano, como fruto de un deseo sincero y como ocasión de un encuentro profundo y eficaz con Cristo. En la Eucaristía, el sacerdote aprende a darse cada día, no sólo en los momentos de gran dificultad, sino también en las pequeñas contrariedades cotidianas. Este aprendizaje se refleja en el amor por prepararse a la celebración del Santo Sacrificio, para vivirlo con piedad, sin prisas, respetando las normas litúrgicas y las rúbricas, a fin de que los fieles perciban en este modo una auténtica catequesis[289].
En una sociedad cada vez más sensible a la comunicación a través de signos e imágenes, el sacerdote cuidará adecuadamente todo lo que puede aumentar el decoro y el aspecto sagrado de la celebración. Es importante que en la celebración eucarística haya un adecuado cuidado de la limpieza del lugar, de la estructura del altar y del sagrario[290], de la nobleza de los vasos sagrados, de los paramentos[291], del canto[292], de la música[293], del silencio sagrado[294], del uso del incienso en las celebraciones más solemnes, etc., repitiendo el gesto amoroso de María hacia el Señor cuando «tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le urgió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume» (Jn 12, 3). Todos estos elementos pueden contribuir a una mejor participación en el Sacrificio eucarístico. De hecho, la falta de atención a estos aspectos simbólicos de la liturgia y, aun peor, el descuido, las prisas, la superficialidad y el desorden, vacían de significado y debilitan la función de aumentar la fe[295]. El que celebra mal, manifiesta la debilidad de su fe y no educa a los demás en la fe. Al contrario, celebrar bien constituye una primera e importante catequesis sobre el Santo Sacrificio.
Especialmente en la celebración eucarística, las normas litúrgicas se deben observar con generosa fidelidad. «Son una expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la Eucaristía; éste es su sentido más profundo. La liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los Misterios. […] También en nuestros tiempos, la obediencia a las normas litúrgicas debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la Iglesia una y universal, que se hace presente en cada celebración de la Eucaristía. El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas litúrgicas y la comunidad que se adecua a ellas, demuestran de manera silenciosa pero elocuente su amor por la Iglesia»[296].
El sacerdote, entonces, al poner todos sus talentos al servicio de la celebración eucarística para ayudar a que todos los fieles participen vivamente en ella, debe atenerse al rito establecido en los libros litúrgicos aprobados por la autoridad competente, sin añadir, quitar o cambiar nada[297]. Así su celebración es realmente celebración de la Iglesia y con la Iglesia: no hace “algo suyo”, sino que está con la Iglesia en diálogo con Dios. Esto favorece asimismo una adecuada participación activa de los fieles en la sagrada liturgia: «El ars celebrandi es la mejor premisa para la actuosa participatio. El ars celebrandi proviene de la obediencia fiel a las normas litúrgicas en su plenitud, pues es precisamente este modo de celebrar lo que asegura desde hace dos mil años la vida de fe de todos los creyentes, los cuales están llamados a vivir la celebración como pueblo de Dios, sacerdocio real, nación santa (cfr. 1 Pe 2, 4-5.9)»[298].
Los Ordinarios, Superiores de los Institutos de vida consagrada, y los Moderadores de las sociedades de vida apostólica, tienen el deber grave no sólo de preceder con el ejemplo, sino de vigilar para que todos cumplan siempre fielmente las normas litúrgicas referentes a la celebración eucarística, en todos los lugares.
Los sacerdotes, que celebran o concelebran están obligados al uso de los ornamentos sagrados prescritos por las normas litúrgicas[299].
68. La centralidad de la Eucaristía se debe indicar no sólo por la digna y piadosa celebración del Sacrificio, sino aún más por la adoración habitual del sacramento. El presbítero debe mostrarse modelo del rebaño también en el devoto cuidado del Señor en el sagrario y en la meditación asidua que hace ante Jesús Sacramentado. Es conveniente que los sacerdotes encargados de la dirección de una comunidad dediquen espacios largos de tiempo para la adoración en comunidad —por ejemplo, todos los jueves, los días de oración por las vocaciones, etc. —, y tributen atenciones y honores, mayores que a cualquier otro rito, al Santísimo Sacramento del altar, también fuera de la Santa Misa. «La fe y el amor a la Eucaristía no pueden permitir que Cristo se quede solo en el tabernáculo»[300]. Impulsados por el ejemplo de fe de sus pastores, los fieles buscarán ocasiones a lo largo de la semana para ir a la iglesia a adorar a nuestro Señor, presente en el tabernáculo.
La Liturgia de las Horas puede ser un momento privilegiado para la adoración eucarística. Esta liturgia es una verdadera prolongación, a lo largo de la jornada, del sacrificio de alabanza y acción de gracias, que tiene en la Santa Misa el centro y la fuente sacramental. La Liturgia de las Horas, en la cual el sacerdote unido a Cristo es la voz de la Iglesia para el mundo entero, también se celebrará comunitariamente, para que sea «intérprete y vehículo de la voz universal, que canta la gloria de Dios y pide la salvación del hombre»[301].
Ejemplar solemnidad tendrá esta celebración en los Capítulos de canónigos.
Siempre se deberá tratar de que, tanto la celebración comunitaria como la individual, se hagan con amor y deseo de reparación, sin caer en el mero «deber» mecánico de una simple y rápida lectura que no preste la necesaria atención al sentido del texto.
69. «La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto»[302]. Toda celebración eucarística actualiza el sacrificio único, perfecto y definitivo de Cristo que salvó al mundo en la Cruz de una vez para siempre. La Eucaristía se celebra primero de todo para la gloria de Dios y en acción de gracias por la salvación de la humanidad. Según una antiquísima tradición, los fieles piden al sacerdote que celebre la santa Misa a fin de que «se ofrezca también en reparación de los pecados de los vivos y los difuntos, y para obtener de Dios beneficios espirituales o temporales»[303]. «Se recomienda encarecidamente a los sacerdotes que celebren la Misa por las intenciones de los fieles»[304].
Con el fin de participar a su modo en el sacrificio del Señor, no sólo con el don de sí mismos sino también de una parte de lo que poseen, los fieles asocian una ofrenda, normalmente pecuniaria, a la intención por la cual desean que se aplique una santa Misa. No se trata de ningún modo de una remuneración, al ser el Sacrificio Eucarístico absolutamente gratuito. «Impulsados por su sentido religioso y eclesial, que los fieles unan, para una participación más activa en la celebración eucarística, una aportación personal, contribuyendo así a las necesidades de la Iglesia y, en particular, a la sustentación de sus ministros»[305]. La ofrenda para la celebración de santas Misas se debe considerar «una forma excelente» de limosna[306].
Dicho uso «la Iglesia, no sólo lo aprueba, sino que lo alienta, pues lo considera como una especie de signo de unión del bautizado con Cristo, así como del fiel con el sacerdote, el cual desempeña su ministerio precisamente en su favor»[307]. Por tanto, los sacerdotes deben alentarlo con una catequesis adecuada, explicando a los fieles su sentido espiritual y su fecundidad. Ellos mismos pondrán diligencia en celebrar la Eucaristía con la viva conciencia de que, en Cristo y con Cristo, son intercesores delante de Dios, no sólo para aplicar de modo general el Sacrificio de la Cruz a la salvación de la humanidad, sino también para presentar a la benevolencia divina la intención particular que se le confía. Constituye para ellos un modo excelente para participar activamente en la celebración del memorial del Señor.
Los sacerdotes también deben estar convencidos de que, «puesto que la materia toca directamente el augusto sacramento, cualquier apariencia de lucro o de simonía —aunque fuese mínima— causaría escándalo»[308]. Por esto la Iglesia ha promulgado reglas precisas al respecto[309] y castiga con una pena justa «quien obtiene ilegítimamente un lucro con la ofrenda de la Misa»[310]. Todo sacerdote que acepte el encargo de celebrar una Santa Misa según las intenciones del oferente, debe hacerlo, por una obligación de justicia, aplicando una Misa distinta por cada intención para la que ha sido ofrecida[311].
No le es lícito al sacerdote pedir una cantidad mayor de la que haya determinado con decreto la autoridad legítima; sí le es lícito recibir por la aplicación de una Misa la ofrenda mayor que la fijada, si es espontáneamente ofrecida, y también una menor[312].
«Todo sacerdote debe anotar cuidadosamente los encargos de Misas recibidos y los ya satisfechos»[313]. El párroco y el rector de una iglesia deben tomar nota en un libro especial[314].
Se aceptarán sólo las ofrendas para celebrar Misas personalmente que se puedan satisfacer en el plazo de un año[315]. «Los sacerdotes que reciben ofrendas para intenciones particulares de santas Misas en gran número […], en lugar de rechazarlas, frustrando la santa voluntad de los oferentes y disuadiéndolos de su buen propósito, deben entregarlas a otros sacerdotes (cfr. C.I.C. can. 955) o bien al propio Ordinario (cfr. C.I.C. can. 956)»[316].
«En el caso de que los oferentes, previa y explícitamente avisados, acepten libremente que sus ofrendas se acumulen con otras en una única ofrenda, se pueden satisfacer con una sola santa Misa, celebrada según una única intención “colectiva”. En este caso, es necesario que se indique públicamente el día, el lugar y el horario en que se celebrará dicha santa Misa, no más de dos veces por semana»[317]. Tal excepción a la ley canónica vigente, si se ampliara excesivamente, constituiría un abuso reprobable[318].
El sacerdote que celebre más de una Misa el mismo día, quédese sólo con la ofrenda de una Misa y destine las demás a los fines determinados por el Ordinario[319].
Todo párroco «está obligado a aplicar la Misa por el pueblo a él confiado todos los domingos y fiestas que sean de precepto»[320].
2.7. El Sacramento de la Penitencia
70. El Espíritu Santo para la remisión de los pecados es un don de la resurrección, que se da a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). Cristo confió la obra sacramental de reconciliación del hombre con Dios exclusivamente a sus Apóstoles y a aquellos que les suceden en la misma misión. Los sacerdotes son, por voluntad de Cristo, los únicos ministros del sacramento de la reconciliación[321]. Como Cristo, son enviados a convertir a los pecadores y a llevarlos otra vez al Padre, mediante el juicio de misericordia.
La reconciliación sacramental restablece la amistad con Dios Padre y con todos sus hijos en su familia, que es la Iglesia. Por lo tanto, esta se rejuvenece y se construye en todas sus dimensiones: universal, diocesana y parroquial[322].
A pesar de la triste realidad de la pérdida del sentido del pecado, muy extendida en la cultura de nuestro tiempo, el sacerdote debe practicar con gozo y dedicación el ministerio de la formación de la conciencia, del perdón y de la paz.
Es preciso que él, por tanto, sepa identificarse en cierto sentido con este sacramento y —asumiendo la actitud de Cristo— se incline con misericordia, como buen samaritano, sobre la humanidad herida y muestre la novedad cristiana de la dimensión medicinal de la Penitencia, que está dirigida a sanar y perdonar[323].
Dedicación al ministerio de la Reconciliación
71. El presbítero deberá dedicar tiempo —incluso con días, horas establecidas— y energías a escuchar las confesiones de los fieles[324], tanto por su oficio[325] como por la ordenación sacramental, pues los cristianos —como demuestra la experiencia— acuden con gusto a recibir este sacramento, allí donde saben y ven que hay sacerdotes disponibles. Asimismo, que no se descuide la posibilidad de facilitar a cada fiel la participación en el sacramento de la Reconciliación y la Penitencia también durante la celebración de la Santa Misa[326]. Esto se aplica a todas partes, pero especialmente, a las zonas con las iglesias más frecuentadas y a los santuarios, donde es posible una colaboración fraterna y responsable con los sacerdotes religiosos y los ancianos[327].
No podemos olvidar que «la fiel y generosa disponibilidad de los sacerdotes a escuchar las confesiones, a ejemplo de los grandes santos de la historia, como san Juan María Vianney, san Juan Bosco, san José María Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y san Leopoldo Mandić, nos indica a todos que el confesonario puede ser un “lugar” real de santificación»[328].
Cada sacerdote seguirá la normativa eclesial que defiende y promueve el valor de la confesión individual e íntegra de los pecados en el coloquio directo con el confesor[329]. «La confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único modo ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia» y, por tanto, «todos los que, por su oficio, tienen encomendada la cura de almas, están obligados a proveer que se oiga en confesión a los fieles que les están encomendados»[330]. Sin duda, las absoluciones sacramentales impartidas de forma colectiva, sin que se observen las normas establecidas, hay que considerarlas abusos graves[331].
Por lo que se refiere a la sede para oír las confesiones, las normas las establece la Conferencia Episcopal, «asegurando en todo caso que existan siempre en lugar patente confesionarios provistos de rejillas entre el penitente y el confesor que puedan utilizar libremente los fieles que así lo deseen»[332]. El confesor tendrá oportunidad de iluminar la conciencia del penitente con unas palabras que, aunque breves, serán apropiadas para su situación concreta. Estas ayudarán a la renovada orientación personal hacia la conversión e influirán profundamente en su camino espiritual, también a través de una satisfacción oportuna[333]. Así se podrá vivir la confesión también como momento de dirección espiritual.
En cada caso, el presbítero sabrá mantener la celebración de la Reconciliación a nivel sacramental, estimulando el dolor por los pecados, la confianza en la gracia, etc. y, al mismo tiempo, superando el peligro de reducirla a una actividad puramente psicológica o de simple formalidad.
Entre otras cosas, esto se manifestará en el cumplimiento fiel de la disciplina vigente acerca del lugar y la sede para las confesiones, que no se deben recibir «fuera del confesionario, a no ser por causa justa» [334].
72. Como todo buen fiel, el sacerdote también tiene necesidad de confesar sus propios pecados y debilidades. Él es el primero en saber que la práctica de este sacramento lo fortalece en la fe y en la caridad hacia Dios y los hermanos.
Para hallarse en las mejores condiciones de mostrar con eficacia la belleza de la Penitencia, es esencial que el ministro del sacramento ofrezca un testimonio personal precediendo a los demás fieles en esta experiencia del perdón. Además, esto constituye la primera condición para la revalorización pastoral del sacramento de la Reconciliación: en la confesión frecuente, el presbítero aprende a comprender a los demás y, siguiendo el ejemplo de los Santos, se ve impulsado a «ponerlo en el centro de sus preocupaciones pastorales»[335]. En este sentido, es una cosa buena que los fieles sepan y vean que también sus sacerdotes se confiesan con regularidad[336]. «Toda la existencia sacerdotal sufre un inexorable decaimiento si le falta por negligencia o cualquier otro motivo el recurso periódico, inspirado por auténtica fe y devoción, al sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría cuenta también la comunidad de la que es pastor»[337].
Dirección espiritual para sí mismo y para los demás
73. De manera paralela al sacramento de la Reconciliación, el presbítero no dejará de ejercer el ministerio de la dirección espiritual[338]. El descubrimiento y la difusión de esta práctica, también en momentos distintos de la administración de la Penitencia, es un beneficio grande para la Iglesia en el tiempo presente[339]. La actitud generosa y activa de los presbíteros al practicarla constituye también una ocasión importante para reconocer y sostener las vocaciones al sacerdocio y a las distintas formas de vida consagrada.
Para contribuir a mejorar su propia vida espiritual, es necesario que los mismos presbíteros practiquen la dirección espiritual, porque «con la ayuda de la dirección o el consejo espiritual […] es más fácil discernir la acción del Espíritu Santo en la vida de cada uno»[340]. Al poner la formación de sus almas en las manos de un hermano sabio —instrumento del Espíritu Santo—, madurarán desde los primeros pasos de su ministerio la conciencia de la importancia de no caminar solos por el camino de la vida espiritual y del empeño pastoral. Para el uso de este eficaz medio de formación tan experimentado en la Iglesia, los presbíteros tendrán plena libertad en la elección de la persona que los pueda guiar.
74. Para el sacerdote un modo fundamental de estar delante del Señor es la Liturgia de las Horas: en ella rezamos como hombres que necesitan el diálogo con Dios, dando voz y supliendo también a todos aquellos que quizás no saben, no quieren o no encuentran tiempo para orar.
El Concilio Ecuménico Vaticano II recuerda que los fieles «que ejercen esta función no sólo cumplen el oficio de la Iglesia, sino que también participan del sumo honor de la Esposa de Cristo, porque, al alabar a Dios, están ante su trono en nombre de la Madre Iglesia»[341]. Esta oración es «la voz de la Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo, con su mismo Cuerpo, al Padre»[342]. En este sentido, el sacerdote prolonga y actualiza la oración de Cristo Sacerdote.
75. La obligación diaria de rezar el Breviario (la Liturgia de las Horas), es asimismo uno de los compromisos solemnes que se toman públicamente en la ordenación diaconal, que no se puede descuidar salvo causa grave. Es una obligación de amor, que es preciso cuidar en toda circunstancia, incluso en tiempo de vacaciones. El sacerdote tiene «la obligación de recitar cada día todas las Horas»[343], es decir, Laudes y Vísperas, al igual que el Oficio de las Lecturas, al menos una de las partes de Hora intermedia, y Completas.
76. A fin de que los sacerdotes puedan profundizar el significado de la Liturgia de las Horas, se «exige no solamente armonizar la voz con el corazón que ora, sino también “adquirir una instrucción litúrgica y bíblica más rica especialmente sobre los salmos”»[344]. Es preciso, pues, interiorizar la Palabra divina, estar atentos a lo que el Señor “me” dice con esta Palabra, escuchar también el comentario de los Padres de la Iglesia o del Concilio Ecuménico Vaticano II, profundizar en la vida de los Santos y en los discursos de los Papas, en la segunda Lectura del Oficio de las Lecturas, y rezar con esta gran invocación que son los Salmos, que nos introducen en la oración de la Iglesia. «En la medida en que interioricemos esta estructura, en que comprendamos esta estructura, en que asimilemos las palabras de la Liturgia, podremos entrar en consonancia interior, de forma que no sólo hablemos con Dios como personas individuales, sino que entremos en el “nosotros” de la Iglesia que ora; que transformemos nuestro “yo” entrando en el “nosotros” de la Iglesia, enriqueciendo, ensanchando este “yo”, orando con la Iglesia, con las palabras de la Iglesia, entablando realmente un coloquio con Dios»[345]. Más que rezar el Breviario, se trata de favorecer una actitud de escucha, y también de vivir la «experiencia del silencio»[346]. De hecho, la Palabra se puede pronunciar y oír solamente en el silencio. Sin embargo, al mismo tiempo, el sacerdote sabe que nuestro tiempo no favorece el recogimiento. Muchas veces tenemos la impresión de que hay casi temor de alejarse de los instrumentos de comunicación de masa, aunque solo sea por un momento[347]. Por esto, el sacerdote debe redescubrir el sentido del recogimiento y de la serenidad interior «para acoger en el corazón la plena resonancia de la voz del Espíritu Santo, y para unir más estrechamente la oración personal con la Palabra de Dios y con la voz pública de la Iglesia»[348]; debe interiorizar cada vez más su naturaleza de intercesor[349]. Con la Eucaristía, a la cual es “ordenado”, el sacerdote se convierte en el intercesor calificado para tratar con Dios con gran sencillez de corazón (simpliciter) las cuestiones de sus hermanos, los hombres. El Papa Juan Pablo II lo recordaba en su discurso con ocasión del 30° aniversario de Presbyterorum Ordinis: «La identidad sacerdotal es una cuestión de fidelidad a Cristo y al pueblo de Dios al que nos ha enviado. La conciencia sacerdotal no es sólo algo únicamente personal. Es una realidad que los hombres continuamente examinan y verifican, ya que el sacerdote es “elegido” entre los hombres y establecido para intervenir en sus relaciones con Dios. [...] Puesto que el sacerdote es mediador entre Dios y los hombres, muchos hombres se dirigen a él para pedirle oraciones. Por tanto, la oración, en cierto sentido, “crea” al sacerdote, especialmente como pastor. Y, al mismo tiempo, cada sacerdote se crea a sí mismo constantemente gracias a la oración. Pienso en la estupenda oración del breviario, Officium divinum, en la cual toda la Iglesia con los labios de sus ministros ora junto a Cristo»[350].
77. El sacerdote está llamado a ocuparse de otro aspecto de su ministerio, además de aquellos ya analizados. Se trata de la solicitud por la vida de la comunidad, que le ha sido confiada, y que se manifiesta sobre todo en el testimonio de la caridad.
Pastor de la comunidad —a imagen de Cristo, Buen Pastor, que ofrece toda su vida por la Iglesia—, el sacerdote existe y vive para ella; por ella reza, estudia, trabaja y se sacrifica. Estará dispuesto a dar la vida por ella, la amará como ama a Cristo, volcando sobre ella todo su amor y su afecto[351], dedicándose —con todas sus fuerzas y sin límite de tiempo— a configurarla, a imagen de la Iglesia Esposa de Cristo, siempre más hermosa y digna de la complacencia del Padre y del amor del Espíritu Santo.
Esta dimensión esponsal de la vida del presbítero como pastor, actuará de manera que guíe su comunidad sirviendo con abnegación a todos y cada uno de sus miembros, iluminando sus conciencias con la luz de la verdad revelada, custodiando con autoridad la autenticidad evangélica de la vida cristiana, corrigiendo los errores, perdonando, curando las heridas, consolando las aflicciones, promoviendo la fraternidad[352].
Este conjunto de atenciones, además de garantizar un testimonio de caridad cada vez más transparente y eficaz, manifestará también la profunda comunión, que debe existir entre el presbítero y su comunidad, que es casi la continuación y la actualización de la comunión con Dios, con Cristo y con la Iglesia[353]. A imitación de Jesús, el sacerdote no está llamado a ser servido, sino a servir (cfr. Mt 20, 28). Debe estar constantemente en guardia contra la tentación de abusar, a beneficio personal, del gran respeto y deferencia que los fieles muestran hacia el sacerdocio y la Iglesia.
78. Para ser un buen guía de su Pueblo, el presbítero estará también atento para conocer los signos de los tiempos: los que se refieren a la Iglesia universal y a su camino en la historia de los hombres, y los más próximos a la situación concreta de cada comunidad.
Esta capacidad de discernimiento requiere la constante y adecuada puesta al día en el estudio de las Ciencias Sagradas con referencia a los diversos problemas teológicos y pastorales, y en el ejercicio de una sabia reflexión sobre los datos sociales, culturales y científicos, que caracterizan nuestro tiempo.
Al desempeñar su ministerio, los presbíteros sabrán traducir esta exigencia en una constante y sincera actitud para sentir con la Iglesia, de tal manera que trabajarán siempre en el vínculo de la comunión con el Papa, con los Obispos, con los demás hermanos en el sacerdocio, así como con los diáconos, los demás fieles consagrados por medio de la profesión de los votos evangélicos y con todos los fieles.
Los presbíteros deben mostrar un amor fervoroso por la Iglesia, que es la madre de nuestra existencia cristiana, y vivir la alegría de su pertenencia eclesial como un testimonio precioso para todo el pueblo de Dios.
Estos mismos, por otro lado, podrán requerir —en la forma adecuada y teniendo en cuenta la capacidad de cada uno— la cooperación de los fieles consagrados y de los fieles laicos, en el ejercicio de su actividad.
79. La Iglesia, convencida de las profundas motivaciones teológicas y pastorales, que sostienen la relación entre celibato y sacerdocio, e iluminada por el testimonio, que confirma también hoy la validez espiritual y evangélica en tantas existencias sacerdotales, ha confirmado, en el Concilio Vaticano II y repetidamente en el sucesivo Magisterio Pontificio, la «firme voluntad de mantener la ley, que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino»[354].
El celibato, en efecto, es un don gozoso que la Iglesia ha recibido y quiere custodiar, convencida de que es un bien para sí misma y para el mundo.
Motivación teológico-espiritual del celibato
80. Como todo valor evangélico, también el celibato se debe vivir como don de la misericordia divina, como una novedad liberadora, como testimonio especial de radicalidad en el seguimiento de Cristo y como signo de la realidad escatológica: «el celibato es una anticipación que hace posible la gracia del Señor que nos “atrae” a sí hacia el mundo de la resurrección; nos invita siempre de nuevo a trascender nuestra persona, este presente, hacia el verdadero presente del futuro, que se convierte en presente hoy»[355].
«No todos entienden esto, sólo los que han recibido ese don. Hay eunucos que salieron así del vientre de su madre; a otros les hicieron los hombres, y hay quienes se hacen eunucos ellos mismos por el Reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda» (Mt 19, 10-12)[356]. El celibato se revela como una correspondencia en el amor de una persona que «dejando padre y madre, sigue a Jesús, buen pastor, en una comunión apostólica, al servicio del Pueblo de Dios»[357].
Para vivir con amor y con generosidad el don recibido, es particularmente importante que el sacerdote entienda desde la formación del seminario la dimensión teológica y la motivación espiritual de la disciplina sobre el celibato[358]. Este, como don y carisma particular de Dios, requiere la observancia de la castidad y, por tanto, de la perfecta y perpetua continencia por el Reino de los cielos, para que los ministros sagrados puedan unirse más fácilmente a Cristo con un corazón indiviso, y dedicarse más libremente al servicio de Dios y de los hombres[359]: «el celibato, elevando integralmente al hombre, contribuye efectivamente a su perfección»[360]. La disciplina eclesiástica manifiesta, antes que la voluntad del sujeto expresada por medio de su disponibilidad, la voluntad de la Iglesia, la cual encuentra su razón última en el estrecho vínculo que el celibato tiene con la sagrada ordenación, que configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia[361].
La Carta a los Efesios (cfr. 5, 25-27) pone en estrecha relación la oblación sacerdotal de Cristo (cfr. 5, 25) con la santificación de la Iglesia (cfr. 5, 26), amada con amor esponsal. Insertado sacramentalmente en este sacerdocio de amor exclusivo de Cristo por la Iglesia, su Esposa fiel, el presbítero expresa con su compromiso de celibato dicho amor, que se convierte en caudalosa fuente de eficacia pastoral.
El celibato, por tanto, no es un influjo, que cae desde fuera sobre el ministerio sacerdotal, ni puede ser considerado simplemente como una institución impuesta por ley, porque el que recibe el sacramento del Orden se compromete a ello con plena conciencia y libertad[362], después de una preparación que dura varios años, de una profunda reflexión y oración asidua. Una vez que ha llegado a la firme convicción de que Cristo le concede este don por el bien de la Iglesia y para el servicio a los demás, el sacerdote lo asume para toda la vida, reforzando esta voluntad suya con la promesa que ya hizo durante el rito de la ordenación diaconal[363].
Por estas razones, la ley eclesiástica sanciona, por un lado, el carisma del celibato, mostrando cómo este está en íntima conexión con el ministerio sagrado —en su doble dimensión de relación con Cristo y con la Iglesia— y, por otro, la libertad de aquel que lo asume[364]. El presbítero, pues, consagrado a Cristo por un nuevo y excelso título[365], debe ser bien consciente de que ha recibido un don de Dios que, a su vez, sancionado por un preciso vínculo jurídico, genera la obligación moral de la observancia. Este vínculo, asumido libremente, tiene carácter teologal y moral, antes que jurídico, y es signo de aquella realidad esponsal que se realiza en la ordenación sacramental.
A través del don del celibato, el presbítero adquiere también esta paternidad espiritual, pero real, que tiene dimensión universal y que, de modo particular, se concreta con respecto a la comunidad, que le ha sido confiada[366]. «Ellos son hijos de su espíritu, hombres encomendados por el Buen Pastor a su solicitud. Estos hombres son muchos, más numerosos de cuantos pueden abrazar una simple familia humana […] El corazón del sacerdote, para estar disponible a este servicio, a esta solicitud y amor, debe estar libre. El celibato es signo de una libertad que es para el servicio. En virtud de este signo, el sacerdocio jerárquico, o sea “ministerial”, según la tradición de nuestra Iglesia, está más estrechamente “ordenado” al sacerdocio común de los fieles»[367].
81. El celibato, entendido de este modo, es entrega de sí mismo “en” y “con” Cristo a su Iglesia, y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia “en” y “con” el Señor[368].
El ejemplo es el Señor mismo, el cual, yendo contra la que se puede considerar la cultura dominante de su tiempo, eligió libremente vivir célibe. Al seguirlo los discípulos lo dejaron «todo» para cumplir con la misión que les encomendó (Lc 18, 28-30).
Por ese motivo la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, ha querido conservar el don de la continencia perpetua de los clérigos, y ha tendido a escoger a los candidatos al Orden sagrado entre los célibes (Cfr. 2 Tes 2, 15; 1 Cor 7, 5; 9, 5; 1 Tim 3, 2.12; 5, 9; Tit 1, 6.8)[369].
El celibato es un don que se recibe de la misericordia divina[370], como elección de libertad y grata acogida de una particular vocación de amor por Dios y por los hombres. No se debe concebir y vivir como si fuese simplemente un efecto colateral del presbiterado.
82. En el actual clima cultural, condicionado a menudo por una visión del hombre carente de valores y, sobre todo, incapaz de dar un sentido pleno, positivo y liberador a la sexualidad humana, aparece con frecuencia el interrogante sobre la importancia y el valor del celibato sacerdotal o, por lo menos, sobre la oportunidad de afirmar su estrecho vínculo y su profunda sintonía con el sacerdocio ministerial.
«En cierto sentido, esta crítica permanente contra el celibato puede sorprender, en un tiempo en el que está cada vez más de moda no casarse. Pero el no casarse es algo fundamentalmente muy distinto del celibato, porque el no casarse se basa en la voluntad de vivir sólo para uno mismo, de no aceptar ningún vínculo definitivo, de mantener la vida en una plena autonomía en todo momento, decidir en todo momento qué hacer, qué tomar de la vida; y, por tanto, un “no” al vínculo, un “no” a lo definitivo, un guardarse la vida sólo para sí mismos. Mientras que el celibato es precisamente lo contrario: es un “sí” definitivo, es un dejar que Dios nos tome de la mano, abandonarse en las manos del Señor, en su “yo”, y, por tanto, es un acto de fidelidad y de confianza, un acto que supone también la fidelidad del matrimonio; es precisamente lo contrario de este “no”, de esta autonomía que no quiere crearse obligaciones, que no quiere aceptar un vínculo»[371].
El presbítero no se anuncia a sí mismo, «dentro y a través de su propia humanidad, todo sacerdote debe ser muy consciente de que lleva a Otro, a Dios mismo, al mundo. Dios es la única riqueza que, en definitiva, los hombres desean encontrar en un sacerdote»[372]. El modelo sacerdotal es el de ser testigos del Absoluto: el hecho de que hoy en numerosos ambientes el celibato se comprenda o se aprecie poco no debe llevar a hipótesis de escenarios distintos, sino que requiere redescubrir de modo nuevo este don del amor de Dios por los hombres. En efecto, el celibato sacerdotal lo admiran y lo aman también muchas personas que no son cristianas.
No podemos olvidar que el celibato se vivifica con la práctica de la virtud de la castidad, que sólo se puede vivir cultivando la pureza con madurez sobrenatural y humana[373], en cuanto esencial a fin de desarrollar el talento de la vocación. No es posible amar a Cristo y a los demás con un corazón impuro. La virtud de la pureza nos hace capaces de vivir la indicación del Apóstol: «¡Glorificad a Dios con vuestro cuerpo!» (1 Cor 6, 20). Por otro lado, cuando falta esta virtud, todas las demás dimensiones se ven perjudicadas. Es verdad que en el contexto actual las dificultades para vivir la santa pureza son múltiples, pero también es verdad que el Señor concede su gracia en abundancia y ofrece los medios necesarios para practicar, con gozo y alegría, esta virtud.
Está claro que, para garantizar y custodiar este don en un clima de sereno equilibrio y de progreso espiritual, se deben poner en práctica todas aquellas medidas que alejan al sacerdote de toda posible dificultad[374].
Es necesario, por tanto, que los presbíteros se comporten con la debida prudencia en las relaciones con las personas cuya familiaridad puede poner en peligro la fidelidad al don o bien ser causa de escándalo para los fieles[375]. En los casos particulares se debe someter al juicio del Obispo, que tiene la obligación de impartir normas precisas sobre esta materia[376]. Como es lógico, el sacerdote debe abstenerse de toda conducta ambigua y no olvidar que tiene el deber prioritario de testimoniar el amor redentor de Cristo. Desafortunadamente, por lo que se refiere a esta materia, algunas situaciones que lamentablemente han tenido lugar han producido un daño grande a la Iglesia y a su credibilidad, aunque en el mundo haya habido muchas más situaciones de este tipo. El contexto actual requiere también de parte de los presbíteros una sensibilidad y prudencia todavía mayores respecto a las relaciones con niños y protegidos[377]. En particular, es preciso evitar situaciones que puedan dar lugar a murmuraciones (p. ej., dejar entrar a niños solos en la casa parroquial o llevar en coche a menores de edad). En cuanto a la confesión, sería oportuno que por lo general los menores se confesasen en el confesionario durante los tiempos en los cuales la Iglesia está abierta al público o que, de lo contrario, si por cualquier razón fuese necesario actuar de otro modo, se respetasen las correspondientes normas de prudencia.
Los sacerdotes, pues, no descuiden aquellas normas ascéticas que han sido garantizadas por la experiencia de la Iglesia y que son ahora más necesarias debido a las circunstancias actuales. Por tanto, que eviten prudentemente frecuentar lugares, asistir a espectáculos, realizar lecturas o frecuentar páginas Web en Internet que puedan poner en peligro la observancia de la castidad en el celibato[378] o incluso ser ocasión y causa de graves pecados contra la moral cristiana. Al hacer uso de los medios de comunicación social, como agentes o como usuarios, observen la necesaria discreción y eviten todo lo que pueda dañar la vocación.
Para custodiar con amor el don recibido, en un clima de exasperado permisivismo sexual, los sacerdotes deben recurrir a todos los medios naturales y sobrenaturales que encuentran en la rica tradición de la Iglesia. Por una parte, la amistad sacerdotal, cuidar las relaciones buenas con las personas, la ascesis y el dominio de sí, la mortificación; asimismo, es útil incentivar una cultura de la belleza, en los distintos campos de la vida, que ayude a la lucha contra todo lo que es degradante y nocivo, alimentar una cierta pasión por el propio ministerio apostólico, aceptar serenamente una cierta soledad, una sabia y provechosa organización del tiempo libre para que no sea un tiempo vacío. Análogamente, son esenciales la comunión con Cristo, una fuerte piedad eucarística, la confesión frecuente, la dirección espiritual, los ejercicios y retiros espirituales, un espíritu de aceptación de las cruces de la vida cotidiana, la confianza y el amor a la Iglesia, la devoción filial a la Santísima Virgen María y la consideración del ejemplo de los sacerdotes santos de todos los tiempos[379].
Las dificultades y las objeciones han acompañado siempre, a lo largo de los siglos, la decisión de la Iglesia Latina y de algunas Iglesias Orientales de conferir el sacerdocio ministerial sólo a aquellos hombres que han recibido de Dios el don de la castidad en el celibato. La disciplina de otras Iglesias Orientales, que admiten al sacerdocio a hombres casados, no se contrapone a la de la Iglesia Latina: de hecho, las mismas Iglesias Orientales exigen el celibato de los Obispos; tampoco admiten el matrimonio de los sacerdotes y no permiten sucesivas nupcias a los ministros que enviudaron. Se trata, siempre y solamente, de la ordenación de hombres que ya estaban casados.
Las objeciones que algunos presentan hoy contra el celibato sacerdotal a menudo se fundan en argumentos que son un pretexto, como por ejemplo, las acusaciones de que refleja un espiritualismo desencarnado o de que comporta recelo o desprecio respecto a la sexualidad; otras veces parten de la consideración de casos tristes y dolorosos, pero que son siempre particulares, que se tiende a generalizar. Se olvida, en cambio, el testimonio ofrecido por la inmensa mayoría de los sacerdotes, que viven el propio celibato con libertad interior, con ricas motivaciones evangélicas, con fecundidad espiritual, en un horizonte de convencida y gozosa fidelidad a la propia vocación y misión, por no hablar de tantos laicos que asumen felizmente un fecundo celibato apostólico.
2.11. Espíritu sacerdotal de pobreza
83. La pobreza de Jesús tiene una finalidad salvífica. Cristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos por medio de su pobreza (cfr. 2 Cor 8, 9).
La Carta a los Filipenses nos enseña la relación entre el despojarse de sí mismo y el espíritu de servicio, que debe animar el ministerio pastoral. Dice San Pablo que Jesús no «retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de Sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2, 6-7). En verdad, difícilmente el sacerdote podrá ser verdadero servidor y ministro de sus hermanos si está excesivamente preocupado por su comodidad y por un bienestar excesivo.
A través de la condición de pobre, Cristo manifiesta que ha recibido todo del Padre desde la eternidad, y todo lo devuelve al Padre hasta la ofrenda total de su vida.
El ejemplo de Cristo pobre debe llevar al presbítero a conformarse con Él en la libertad interior ante todos los bienes y riquezas del mundo[380]. El Señor nos enseña que Dios es el verdadero bien y que la verdadera riqueza es conseguir la vida eterna: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla?» (Mc 8, 36-37). Todo sacerdote está llamado a vivir la virtud de la pobreza, que consiste esencialmente en el entregar su corazón a Cristo, como verdadero tesoro, y no a los recursos materiales.
El sacerdote, cuya parte de la herencia es el Señor (cfr. Núm 18, 20)[381], sabe que su misión —como la de la Iglesia— se desarrolla en medio del mundo, y es consciente de que los bienes creados son necesarios para el desarrollo personal del hombre. Sin embargo, el sacerdote ha de usar estos bienes con sentido de responsabilidad, moderación, recta intención y desprendimiento: todo esto porque sabe que tiene su tesoro en los Cielos; es consciente, en fin, de que todo se debe usar para la edificación del Reino de Dios (Lc 10, 7; Mt 10, 9-10; 1 Cor 9, 14; Gál 6, 6)[382] y, por ello, se abstendrá de actividades lucrativas impropias de su ministerio[383]. Asimismo, el presbítero debe evitar dar motivo incluso a la menor insinuación respecto al hecho de concebir su ministerio como una oportunidad para obtener también beneficios, favorecer a los suyos o buscar posiciones privilegiadas. Más bien, debe estar en medio de los hombres para servir a los demás sin límite, siguiendo el ejemplo de Cristo, el Buen Pastor (cfr. Jn 10, 10). Recordando, además, que el don que ha recibido es gratuito, ha de estar dispuesto a dar gratuitamente (Mt 10, 8; Hch 8, 18-25)[384] y a emplear para el bien de la Iglesia y para obras de caridad todo lo que recibe por ejercer su oficio, después de haber satisfecho su honesto sustento y de haber cumplido los deberes del propio estado[385].
El presbítero, por último, si bien no asume la pobreza con una promesa pública, está obligado a llevar una vida sencilla y a abstenerse de todo lo que huela a vanidad[386]; abrazará, pues, la pobreza voluntaria, con el fin de seguir a Jesucristo más de cerca[387]. En todo (habitación, medios de transporte, vacaciones, etc.), el presbítero elimine todo tipo de afectación y de lujo[388]. En este sentido, el sacerdote debe luchar cada día por no caer en el consumismo y en las comodidades de la vida, que hoy se han apoderado de la sociedad en numerosas partes del mundo. Un examen de conciencia serio lo ayudará a verificar cuál es su nivel de vida, su disponibilidad a ocuparse de los fieles y a cumplir con sus propios deberes; a preguntarse si los medios de los cuales se sirve responden a una verdadera necesidad o si, en cambio, busca la comodidad rehuyendo el sacrificio. Precisamente en la coherencia entre lo que dice y lo que hace, especialmente en relación a la pobreza, se juega en buena parte la credibilidad y la eficacia apostólica del sacerdote.
Amigo de los más pobres, les reservará las más delicadas atenciones de su caridad pastoral, con una opción preferencial por todas las formas de pobreza —viejas y nuevas—, que están trágicamente presentes en nuestro mundo; recordará siempre que la primera miseria de la que debe ser liberado el hombre es el pecado, raíz última de todos los males.
Imitar las virtudes de la Madre
84. Existe una «relación esencial entre la Madre de Jesús y el sacerdocio de los ministros del Hijo», que deriva de la relación que hay entre la divina maternidad de María y el sacerdocio de Cristo[389].
En dicha relación radica la espiritualidad mariana de todo presbítero. La espiritualidad sacerdotal no puede considerarse completa si no toma seriamente en consideración el testamento de Cristo crucificado, que quiso confiar a Su Madre al discípulo predilecto y, a través de él, a todos los sacerdotes, que han sido llamados a continuar Su obra de redención.
Como a Juan al pie de la Cruz, a cada presbítero se le encomienda de modo especial a María como Madre (cfr. Jn 19, 26-27).
Los sacerdotes, que se cuentan entre los discípulos más amados por Jesús crucificado y resucitado, deben acoger en su vida a María como a su Madre: será Ella, por tanto, objeto de sus continuas atenciones y de sus oraciones. La Siempre Virgen es para los sacerdotes la Madre, que los conduce a Cristo, a la vez que los hace amar auténticamente a la Iglesia y los guía al Reino de los Cielos.
85. Todo presbítero sabe que María, por ser Madre, es la formadora eminente de su sacerdocio, ya que Ella es quien sabe modelar el corazón sacerdotal, protegerlo de los peligros, cansancios y desánimos. Ella vela, con solicitud materna, para que el presbítero pueda crecer en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres (cfr. Lc 2, 40).
No serán hijos devotos, quienes no sepan imitar las virtudes de la Madre. El presbítero, por tanto, ha de mirar a María si quiere ser un ministro humilde, obediente y casto, que pueda dar testimonio de caridad a través de la donación total al Señor y a la Iglesia[390].
86. En toda celebración eucarística, escuchamos de nuevo las palabras «Ahí tienes a tu hijo» que Jesús dijo a su Madre, mientras que Él mismo nos repite a nosotros: «Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19, 26-27). Vivir la Eucaristía implica también recibir continuamente este don: «María es mujer “eucarística” con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio. […] María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía»[391]. De este modo, el encuentro con Jesús en el Sacrificio del Altar conlleva inevitablemente el encuentro con María, su Madre. En realidad, «por su identificación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, todo sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto de esta altísima y humildísima Madre»[392].
Obra maestra del Sacrificio sacerdotal de Cristo, la siempre Virgen Madre de Dios representa a la Iglesia del modo más puro, «sin mancha ni arruga», totalmente «santa e inmaculada» (Ef 5, 27). La contemplación de la Santísima Virgen pone siempre ante la mirada del presbítero el ideal al que ha de tender en el ministerio en favor de la propia comunidad, para que también esta última sea «Iglesia totalmente gloriosa» (ibid.) mediante el don sacerdotal de la propia vida.
El sacerdote necesita profundizar constantemente su formación. Aunque el día de su ordenación recibiera el sello permanente que lo configuró in æternum con Cristo Cabeza y Pastor, está llamado a mejorar continuamente, a fin de ser más eficaz en su ministerio. En este sentido, es fundamental que los sacerdotes sean conscientes del hecho que su formación no acaba en los años del seminario. Al contrario, desde el día de su ordenación, el sacerdote debe sentir la necesidad de perfeccionarse continuamente, para ser cada vez más de Cristo Señor.
Necesidad de la formación permanente, hoy
87. Como ha recordado Benedicto XVI «el tema de la identidad sacerdotal [...] es determinante para el ejercicio del sacerdocio ministerial en el presente y en el futuro»[393]. Estas palabras del Santo Padre constituyen el punto de referencia sobre el cual fundar la formación permanente del clero: ayudar a profundizar el significado de ser sacerdote. «El sacerdote tiene como relación fundamental la que le une con Jesucristo, Cabeza y Pastor»[394] y, en este sentido, la formación permanente debería ser un medio para acrecer esta relación “exclusiva”, que necesariamente se repercute sobre toda la persona del presbítero y sus acciones. La formación permanente es una exigencia, que nace y se desarrolla a partir de la recepción del sacramento del Orden, con el cual el sacerdote no es sólo «consagrado» por el Padre, «enviado» por el Hijo, sino también «animado» por el Espíritu Santo. Esta exigencia está destinada a asimilar progresivamente y de modo siempre más amplio y profundo toda la vida y la acción del presbítero en la fidelidad al don recibido: «Por esta razón te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti» (2Tim 1, 6).
Se trata de una necesidad intrínseca al mismo don divino[395], que debe ser continuamente «vivificado» para que el presbítero pueda responder adecuadamente a su vocación. Él, en cuanto hombre situado históricamente, tiene necesidad de perfeccionarse en todos los aspectos de su existencia humana y espiritual para poder alcanzar aquella conformación con Cristo, que es el principio unificador de todas las cosas.
Las rápidas y difundidas transformaciones y un tejido social frecuentemente secularizado son otros factores, típicos del mundo contemporáneo, que hacen absolutamente ineludible el deber del presbítero de estar adecuadamente preparado, para no diluir la propia identidad y para responder a las necesidades de la nueva evangelización. A este grave deber corresponde un preciso derecho de parte de los fieles, sobre los cuales recaen positivamente los efectos de la buena formación y de la santidad de los sacerdotes[396].
88. La vida espiritual del sacerdote y su ministerio pastoral van unidos a aquel continuo trabajo sobre sí mismos —correspondencia a la obra de santificación del Espíritu Santo—, que permite profundizar y recoger en armónica síntesis tanto la formación espiritual, como la humana, intelectual y pastoral. Este trabajo, que se debe iniciar desde el tiempo del seminario, debe ser favorecido por los Obispos a todos los niveles: nacional, regional y, principalmente, diocesano.
Es motivo de alegría constatar que son ya muchas las Diócesis y las Conferencias episcopales actualmente empeñadas en prometedoras iniciativas para dar una verdadera formación permanente a los propios sacerdotes. Es de desear que todas las Diócesis puedan dar respuesta a esta necesidad. De todos modos, donde esto no fuera momentáneamente posible, es aconsejable que se pongan de acuerdo entre sí, o tomen contacto con instituciones o personas especialmente preparadas para desempeñar una tarea tan delicada[397].
89. La formación permanente es un medio necesario para que el presbítero alcance el fin de su vocación, que es el servicio de Dios y de su Pueblo.
Esta formación consiste, en la práctica, en ayudar a todos los sacerdotes a dar una respuesta generosa en el empeño requerido por la dignidad y responsabilidad, que Dios les ha confiado por medio del sacramento del Orden; en cuidar, defender y desarrollar su específica identidad y vocación; en santificarse a sí mismos y a los demás mediante el ejercicio del sagrado ministerio.
Esto significa que el presbítero debe evitar toda forma de dualismo entre espiritualidad y ministerio, origen profundo de ciertas crisis.
Está claro que para alcanzar estos fines de orden sobrenatural, es preciso descubrir y analizar los criterios generales sobre los que se debe estructurar la formación permanente de los presbíteros.
Tales criterios o principios generales de organización deben brotar de la finalidad que la formación se propone o, mejor dicho, se deben buscar en ella.
90. La formación permanente es un derecho y un deber del presbítero e impartirla es un derecho y un deber de la Iglesia. Por tanto, así lo establece la ley universal[398]. En efecto, como la vocación al ministerio sagrado se recibe en la Iglesia, solamente a Ella le compete impartir la específica formación, según la responsabilidad propia de tal ministerio. La formación permanente, por tanto, al ser una actividad unida al ejercicio del sacerdocio ministerial, pertenece a la responsabilidad del Papa y de los Obispos. La Iglesia tiene, por tanto, el deber y el derecho de continuar formando a sus ministros, ayudándolos a progresar en la respuesta generosa al don que Dios les ha concedido.
A su vez, el ministro ha recibido también, como exigencia del don que recibió en la ordenación, el derecho a tener la ayuda necesaria por parte de la Iglesia para realizar eficaz y santamente su servicio.
91. La actividad de formación se basa en una exigencia dinámica, intrínseca al carisma ministerial, que es en sí mismo permanente e irreversible. Por tanto, ni la Iglesia que la imparte, ni el ministro que la recibe pueden considerarla nunca terminada. Es necesario, pues, que se plantee y desarrolle de modo que todos los presbíteros puedan recibirla siempre, teniendo en cuenta las posibilidades y características, que se relacionan con el cambio de la edad, de la condición de vida y de las tareas confiadas[399].
92. Dicha formación debe comprender y armonizar todas las dimensiones de la vida sacerdotal; es decir, debe tender a ayudar a cada presbítero: a desarrollar una personalidad humana madurada en el espíritu de servicio a los demás, cualquiera que sea el encargo recibido; a estar intelectualmente preparado en las ciencias teológicas en armonía con el Magisterio de la Iglesia[400] y también en las humanas en cuanto relacionadas con el propio ministerio, de manera que desempeñe con mayor eficacia su función de testigo de la fe; a poseer una vida espiritual sólida, nutrida por la intimidad con Jesucristo y del amor por la Iglesia; a ejercer su ministerio pastoral con empeño y dedicación.
En definitiva, tal formación debe ser completa: humana, espiritual, intelectual, pastoral, sistemática y personalizada.
93. La formación humana es especialmente importante, puesto que «sin una adecuada formación humana, toda la formación sacerdotal estaría privada de su fundamento necesario»[401]; objetivamente constituye la plataforma y el fundamento sobre los cuales es posible edificar el edificio de la formación intelectual, espiritual y pastoral. El presbítero no debe olvidar que «elegido de entre los hombres [...] sigue siendo uno de ellos y está llamado a servirles entregándoles la vida de Dios»[402]. Por eso, como hermano entre sus hermanos, para santificarse y para lograr realizar su misión sacerdotal, deberá presentarse con un bagaje de virtudes humanas que lo hagan digno de estima de los demás. Es preciso recordar que «para el sacerdote, que deberá acompañar a otros en el camino de la vida y hasta el momento de la muerte, es importante que haya conseguido un equilibrio justo entre corazón y mente, razón y sentimiento, cuerpo y alma, y que sea humanamente “íntegro”»[403].
En particular, con la mirada fija en Cristo, el sacerdote deberá practicar la bondad de corazón, la paciencia, la amabilidad, la fortaleza de ánimo, el amor por la justicia, el equilibrio, la fidelidad a la palabra dada, la coherencia con las obligaciones libremente asumidas, etc.[404]. La formación permanente en este campo favorece el crecimiento en las virtudes humanas, y ayuda a los presbíteros a vivir en cada momento «la unidad de vida en la realización de su ministerio»[405], como la cordialidad del trato, las reglas ordinarias de buen comportamiento o la capacidad de estar en cada contexto.
Existe un nexo entre vida humana y vida espiritual, que depende de la unidad del alma y del cuerpo propia de la naturaleza humana, razón por la cual, si permanecen graves carencias humanas, la “estructura” de la personalidad nunca está a salvo de “caídas” improvisas.
Asimismo, es importante que el sacerdote reflexione sobre su comportamiento social, sobre la corrección y la buena educación —que nacen también de la caridad y de la humildad— en las varias formas de relaciones humanas, sobre los valores de la amistad, sobre el señorío del trato, etc.
Por último, en la situación cultural actual, esta formación se debe planificar también para contribuir —recurriendo, si fuese necesario, a la ayuda de las ciencias psicológicas[406]— a la maduración humana: esta, aunque resulte difícil precisar sus contenidos, implica sin duda equilibrio y armonía en la integración de tendencias y valores, la estabilidad psicológica y afectiva, prudencia, objetividad en los juicios, fortaleza en el dominio del propio carácter, sociabilidad, etc. De este modo, se ayuda a los presbíteros, en particular a los jóvenes, a crecer en la maduración humana y afectiva. En este último aspecto, se enseñará también a vivir con delicadeza la castidad, junto con la modestia y el pudor, en particular en el uso prudente de la televisión y de Internet.
En efecto, reviste especial importancia la formación en el uso de Internet y, en general, de las nuevas tecnologías de comunicación. Se necesita sobriedad y templanza para evitar obstáculos a la vida de intimidad con Dios. El mundo Web presenta numerosas potencialidades con vistas a la evangelización, que sin embargo, mal utilizadas, pueden conllevar graves daños a las almas; a veces, con el pretexto de aprovechar mejor el tiempo o de la necesidad de mantenerse informados, se puede fomentar una curiosidad desordenada que dificulta el siempre necesario recogimiento del cual deriva la eficacia del compromiso.
En este sentido, aunque el uso de Internet constituye una oportunidad útil para llevar el anuncio evangélico a numerosas personas, el sacerdote deberá valorar con prudencia y ponderación su uso, de modo que no le quite tiempo a su ministerio pastoral en aspectos como la predicación de la Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos, la dirección espiritual etc., en los cuales es realmente insustituible. En cualquier caso, su participación en estos nuevos ámbitos deberá reflejar siempre especial caridad, sentido sobrenatural, sobriedad y temperancia, a fin de que todos se sientan atraídos, no tanto por la figura del sacerdote, sino más bien por la Persona de Jesucristo nuestro Señor.
94. Teniendo presente cuanto ya ha sido ampliamente expuesto acerca de la vida espiritual, sólo se presentarán algunos medios prácticos de formación.
Sería necesario, en primer lugar, profundizar en los aspectos principales de la existencia sacerdotal haciendo referencia, en particular, a la enseñanza bíblica, patrística, teológica y hagiográfica, en la cual el presbítero debe estar continuamente al día, no sólo mediante la lectura de buenos libros, sino también participando en cursos de estudio, congresos, etc.[407].
Algunas sesiones particulares se podrían dedicar al cuidado de la celebración de los sacramentos, así como también al estudio de cuestiones de espiritualidad, tales como las virtudes cristianas y humanas, el modo de rezar, la relación entre la vida espiritual y el ministerio litúrgico, etc.
Más concretamente, es deseable que cada presbítero, quizás con ocasión de los periódicos ejercicios espirituales, elabore un proyecto concreto de vida personal —concordado con el propio director espiritual— para el cual se señalan algunos puntos: 1) meditación diaria sobre la Palabra o sobre un misterio de la fe; 2) encuentro diario y personal con Jesús en la Eucaristía, además de la devota celebración de la Santa Misa y la confesión frecuente; 3) devoción mariana (rosario, consagración o acto de abandono, coloquio íntimo); 4) momento de formación doctrinal y hagiográfica; 5) descanso debido; 6) renovado empeño sobre la puesta en práctica de las indicaciones del propio Obispo y de la propia convicción en el modo de adherirse al Magisterio y a la disciplina eclesiástica; 7) cuidado de la comunión y de la amistad y fraternidad sacerdotales. Asimismo, es preciso profundizar otros aspectos, como la administración del propio tiempo y los propios bienes, el trabajo y la importancia de trabajar junto con los demás.
95. Teniendo en cuenta la gran influencia que las corrientes humanístico-filosóficas tienen en la cultura moderna, así como el hecho de que algunos presbíteros no siempre han recibido la adecuada preparación en tales disciplinas, quizás entre otras cosas porque provengan de orientaciones escolásticas diversas, se hace necesario que en los encuentros estén presentes los temas más relevantes de carácter humanístico y filosófico o que, en cualquier caso, «tengan una relación con las ciencias sagradas, particularmente en cuanto pueden ser útiles en el ejercicio del ministerio pastoral»[408].
Estas temáticas constituyen también una valiosa ayuda para tratar correctamente los principales argumentos de Sagrada Escritura, de teología fundamental, dogmática y moral, de liturgia, de derecho canónico, de ecumenismo, etc., teniendo presente que la enseñanza de estas materias no debe ser excesivamente problemática, ni solamente teórica o informativa, sino que debe llevar a la auténtica formación, es decir, a la oración, a la comunión y a la acción pastoral. Además, dedicar un tiempo —posiblemente cotidiano— al estudio de manuales o ensayos de filosofía, teología y derecho canónico será una gran ayuda para profundizar el sentire cum Ecclesia; en esta tarea, el Catecismo de la Iglesia Católica y su Compendio constituyen un precioso instrumento básico.
En los encuentros sacerdotales, se trata de profundizar los documentos del Magisterio comunitariamente, bajo una guía autorizada, de modo que se facilite en la pastoral diocesana la unidad de interpretación y de praxis que tanto beneficia a la obra de la evangelización.
Debe darse particular importancia, en la formación intelectual, al tratamiento de temas, que hoy tienen mayor relevancia en el debate cultural y en la praxis pastoral, como, por ejemplo, los relativos a la ética social, a la bioética, etc.
Los problemas que plantea el progreso científico, particularmente influyentes sobre la mentalidad y la vida de los hombres contemporáneos deben recibir un tratamiento especial. Los presbíteros no deberán eximirse de mantenerse adecuadamente actualizados y preparados para dar razón de su esperanza (cfr. 1 Pe 3, 15) frente a las preguntas que planteen los fieles —muchos de ellos de cultura elevada—, manteniéndose al corriente del avance de las ciencias, y consultando expertos preparados y de doctrina segura. De hecho, al presentar la Palabra de Dios, el presbítero debe tener en cuenta el crecimiento progresivo de la formación intelectual de las personas y, por tanto, saber adecuarse a su nivel y también a los varios grupos o lugares de proveniencia.
Es del mayor interés estudiar, profundizar y difundir la doctrina social de la Iglesia. Siguiendo el impulso de la enseñanza magisterial, es necesario que el interés de todos los sacerdotes —y, a través de ellos, de todos los fieles— en favor de los necesitados no quede en un piadoso deseo, sino que se concrete en un empeño de la propia vida. «Hoy más que nunca la Iglesia es consciente de que su mensaje social encontrará credibilidad por el testimonio de las obras, antes que por su coherencia y lógica interna»[409].
Una exigencia imprescindible para la formación intelectual de los sacerdotes es el conocimiento y la utilización prudente, en su actividad ministerial, de los medios de comunicación social. Estos, si se utilizan bien, constituyen un instrumento de evangelización providencial, puesto que pueden no sólo llegar a una gran cantidad de fieles y de alejados, sino también influir profundamente en su mentalidad y su modo de actuar.
Al respecto, sería oportuno que el Obispo o la misma Conferencia episcopal preparasen programas e instrumentos técnicos adecuados a este fin. Al mismo tiempo, el sacerdote debe evitar todo protagonismo, de modo que no sea él quien brille ante los hombres y mujeres de su tiempo, sino Jesús, nuestro Señor.
96. Para una adecuada formación pastoral es necesario realizar encuentros, que tengan como objetivo principal la reflexión sobre el plan pastoral de la Diócesis. En ellos, no debería faltar tampoco el estudio de todas las cuestiones relacionadas con la vida y la práctica pastoral de los presbíteros como, por ejemplo, la moral fundamental, la ética en la vida profesional y social, etc. Resultaría sumamente interesante la organización de cursos o seminarios sobre la pastoral del sacramento de la Confesión[410] o sobre cuestiones prácticas de dirección espiritual, tanto en general como en situaciones específicas. La formación práctica en el campo de la liturgia reviste asimismo especial importancia. Habría que prestar especial atención a aprender a celebrar bien la Santa Misa —como ya se ha observado, el ars celebrandi es una condición sine qua non de la actuosa participatio de los fieles— y a la adoración fuera de la Misa.
Otros temas a tratar, particularmente útiles, pueden ser los relacionados con la catequesis, la familia, las vocaciones sacerdotales y religiosas, el conocimiento de la vida y la espiritualidad de los santos, los jóvenes, los ancianos, los enfermos, el ecumenismo, los llamados «alejados», las cuestiones bioéticas, etc.
Es muy importante para la pastoral, en las actuales circunstancias, organizar ciclos especiales para profundizar y asimilar el Catecismo de la Iglesia Católica, que —de modo especial para los sacerdotes— constituye un precioso instrumento de formación tanto para la predicación como, en general, para la obra de evangelización.
Debe ser orgánica y completa
97. Para que la formación permanente sea completa, es necesario que esté estructurada «no como algo, que sucede de vez en cuando, sino como una propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla en etapas y se reviste de modalidades precisas»[411]. Esto conlleva la necesidad de crear una cierta estructura organizativa, que establezca oportunamente los instrumentos, los tiempos y los contenidos para su concreta y adecuada realización. En este sentido, en la vida del sacerdote será útil volver a temas como: el conocimiento completo de las Escrituras, de los Padres de la Iglesia y los grandes Concilios; de cada uno de los contenidos de la fe en su unidad; de cuestiones esenciales de la teología moral y de la doctrina social de la Iglesia; de teología ecuménica y de la orientación fundamental acerca de las grandes religiones en relación con los diálogos ecuménico, interreligioso e intercultural; de la filosofía y del derecho canónico[412].
Tal organización debe estar acompañada por el hábito del estudio personal, ya que los cursos periódicos también resultarían de escasa utilidad si no fueran acompañados de la aplicación al estudio[413].
98. Aunque se imparta a todos, la formación permanente tiene como objetivo directo el servicio a cada uno de aquellos que la reciben. De este modo, junto con los medios colectivos o comunes, deben existir todos los demás medios que tienden a personalizar la formación de cada uno.
Por esta razón se debe favorecer, sobre todo entre los responsables directos, la conciencia de tener que llegar a cada sacerdote personalmente, haciéndose cargo de cada uno, no contentándose con poner a disposición de todos las distintas oportunidades.
A su vez, cada presbítero debe sentirse animado, con la palabra y el ejemplo de su Obispo y de sus hermanos en el sacerdocio, a asumir la responsabilidad de la propia formación, a ser el primer formador de sí mismo[414].
99. El itinerario de los encuentros sacerdotales debe tener la característica de la unidad y del progreso por etapas.
Esta unidad debe apuntar a la conformación con Cristo, de modo que la verdad de fe, la vida espiritual y la actividad ministerial lleven a la progresiva maduración de todo el presbiterio.
El camino formativo unitario está marcado por etapas bien definidas. Esto exigirá una específica atención a las diversas edades de los presbíteros, no descuidando ninguna, como también una verificación de las etapas ya cumplidas, con la advertencia de acordar entre ellos los caminos formativos comunitarios con los personales, sin los cuales los primeros no podrían surtir efecto.
Los encuentros de los sacerdotes deben considerarse necesarios para crecer en la comunión, para una toma de conciencia cada vez mayor y para un adecuado examen de los problemas propios de cada edad.
Acerca de los contenidos de tales reuniones, se pueden tomar los temas eventualmente propuestos por las Conferencias episcopales nacionales y regionales. En todo caso, es necesario que sean establecidos en un preciso plan de formación de la Diócesis que, de ser posible, se actualice cada año[415].
El Obispo podrá prudentemente confiar su organización y desarrollo a Facultades o Institutos teológicos y pastorales, al Seminario, a organismos o federaciones empeñadas en la formación sacerdotal[416], o a algún otro Centro o Instituto que, según las posibilidades y la oportunidad, podrá ser diocesano, regional o nacional. En todo caso debe quedar garantizada la correspondencia a las exigencias de ortodoxia doctrinal, de fidelidad al Magisterio y a la disciplina eclesiástica, la competencia científica y el adecuado conocimiento de las reales situaciones pastorales.
100. Será responsabilidad del Obispo, también a través de eventuales cooperaciones prudentemente elegidas, proveer para que en el año sucesivo a la ordenación presbiteral o a la diaconal, sea programado un año llamado pastoral. Esto facilitará el paso de la indispensable vida propia del seminario al ejercicio del sagrado ministerio, procediendo gradualmente, facilitando una progresiva y armónica maduración humana y específicamente sacerdotal[417].
Durante el curso de este año, será conveniente evitar que los nuevos ordenados sean colocados en situaciones excesivamente gravosas o delicadas, así como también se deberán evitar destinos en los cuales lleven a cabo su ministerio lejos de sus hermanos. Es más, sería conveniente, en la medida de las posibilidades, favorecer alguna oportuna forma de vida en común.
Este período de formación podría transcurrir en una residencia destinada a propósito para este fin (Casa del Clero) o en un lugar, que pueda constituir un preciso y sereno punto de referencia para todos los sacerdotes, que están en las primeras experiencias pastorales. Esto facilitará el coloquio y el diálogo con el Obispo y con los hermanos, la oración en común (en particular, la Liturgia de las Horas, así como el ejercicio de otras fructuosas prácticas de piedad como la adoración eucarística, el Santo Rosario, etc.), el intercambio de experiencias, el animarse recíprocamente, el florecer de buenas relaciones de amistad.
Sería oportuno que el Obispo enviase a los nuevos sacerdotes con hermanos de vida ejemplar y celo pastoral. La primera destinación, no obstante las frecuentemente graves urgencias pastorales, debería responder, sobre todo, a la exigencia de encaminar correctamente a los jóvenes presbíteros. El sacrificio de un año podrá entonces ser más fructuoso para el futuro.
No es superfluo subrayar el hecho de que este año, delicado y precioso, deberá favorecer la plena maduración del conocimiento entre el presbítero y su Obispo, que, comenzada en el Seminario, debe convertirse en una auténtica relación de hijo con su padre.
En lo que se refiere a la parte intelectual, este año no deberá ser tanto un período de aprendizaje de nuevas materias, sino más bien de profunda asimilación e interiorización de lo que se ha estudiado en los cursos institucionales. De este modo se favorecerá la formación de una mentalidad capaz de valorar los particulares a la luz del designio de Dios[418].
En este contexto, podrán oportunamente estructurarse lecciones y seminarios de praxis de la confesión, de liturgia, de catequesis y de predicación, de derecho canónico, de espiritualidad sacerdotal, laical y religiosa, de doctrina social, de la comunicación y de sus medios, de conocimiento de las sectas o de las nuevas formas de religión, etc.
En definitiva, la tarea de síntesis debe constituir el camino por el que transcurre el año pastoral. Cada elemento debe corresponder al proyecto fundamental de maduración de la vida espiritual.
El éxito del año pastoral está siempre condicionado por el empeño personal del mismo interesado, que debe tender cada día a la santidad, en la continua búsqueda de los medios de santificación, que lo han ayudado desde el seminario. Además, cuando en algunas Diócesis existan dificultades prácticas —escasez de sacerdotes, mucho trabajo pastoral, etc.— para organizar un año con dichas características, el Obispo debe estudiar como adaptar a la situación concreta las distintas propuestas para el año pastoral, teniendo en cuenta que en cualquier caso resulta de gran importancia para la formación y la perseverancia en el ministerio de los jóvenes sacerdotes.
101. Existen algunos factores, que pueden insinuar el desánimo en quien ejerce una actividad pastoral: el peligro de la rutina; el cansancio físico debido al gran trabajo al que, hoy especialmente, están sometidos los presbíteros a causa de su ministerio; el mismo cansancio psicológico causado, a menudo, por la lucha continua contra la incomprensión, los malentendidos, los prejuicios, el ir contra fuerzas organizadas y poderosas, que se mueven para acreditar públicamente la opinión según la cual hoy el sacerdote pertenece a una minoría culturalmente obsoleta.
A pesar de las urgencias pastorales, es más, justamente para afrontarlas de modo adecuado, es conveniente reconocer nuestros límites y «encontrar y tener la humildad, la valentía de descansar»[419]. Aunque normalmente el descanso ordinario es el medio más eficaz para recobrar fuerzas y seguir trabajando para el Reino de Dios, puede ser útil que se conceda a los presbíteros tiempos más o menos largos para estar de modo más sereno e intenso con el Señor Jesús, recobrando fuerzas y ánimo para continuar el camino de santificación.
Para responder a esta particular exigencia, en muchos lugares ya se han experimentado, a menudo con resultados prometedores, diversas iniciativas. Estas experiencias son válidas y pueden ser tomadas en consideración, no obstante las dificultades que se encuentran en algunas zonas donde mayormente se sufre la carencia numérica de presbíteros.
Para este fin, podrían tener una función notable los monasterios, los santuarios u otros lugares de espiritualidad, a ser posible fuera de los grandes centros, dejando al presbítero libre de responsabilidades pastorales directas durante el período en el cual se retira.
En algunos casos podrá ser útil que estos períodos tengan una finalidad de estudio o de profundización en las ciencias sagradas, sin olvidar, al mismo tiempo, el fin de fortalecimiento espiritual y apostólico.
En todo caso, que se evite cuidadosamente el peligro de considerar estos períodos como un tiempo meramente de vacaciones o de reivindicarlos como un derecho y, el sacerdote sienta más que nunca en los días de descanso la necesidad de celebrar el Sacrificio eucarístico, centro y origen de su vida.
102. Es deseable, donde sea posible, erigir una «Casa del Clero» que podría constituir lugar de encuentro para tener los citados encuentros de formación, y de referencia para otras muchas circunstancias. Esta casa debería ofrecer todas aquellas estructuras organizativas que puedan hacerla confortable y atrayente.
Allí donde aún no existiese ese centro y las necesidades lo sugirieran, es aconsejable crear, a nivel nacional o regional, estructuras adaptadas para la recuperación física, psíquica y espiritual de los sacerdotes con especiales necesidades.
Retiros y Ejercicios Espirituales
103. Como demuestra la larga experiencia espiritual de la Iglesia, los Retiros y los Ejercicios Espirituales son un instrumento idóneo y eficaz para una adecuada formación permanente del clero. Hoy día siguen conservando toda su necesidad y actualidad. Contra una praxis, que tiende a vaciar al hombre de todo lo que sea interioridad, el sacerdote debe encontrar a Dios y a sí mismo haciendo un descanso espiritual para sumergirse en la meditación y en la oración.
Por este motivo la legislación canónica establece que los clérigos: «están llamados a participar de los retiros espirituales, según las disposiciones del derecho particular»[420]. Los dos modos más usuales, que podrían ser prescriptos por el Obispo en la propia Diócesis son: el retiro espiritual de un día —de ser posible mensual— y los cursos anuales de retiro, por ejemplo, de seis días.
Es muy oportuno que el Obispo programe y organice los retiros periódicos y los Ejercicios Espirituales anuales, de modo que cada sacerdote tenga la posibilidad de elegirlos entre los que normalmente se hacen, en la Diócesis o fuera de ella, dados por sacerdotes ejemplares, por Asociaciones sacerdotales[421] o por Institutos religiosos especialmente experimentados por su mismo carisma en la formación espiritual, o en monasterios.
Además es aconsejable la organización de un retiro especial para los sacerdotes ordenados en los últimos años, en el que tenga parte activa el mismo Obispo[422].
Durante tales encuentros, es importante que se traten temas espirituales, se ofrezcan largos espacios de silencio y de oración y se cuiden particularmente las celebraciones litúrgicas, el sacramento de la Penitencia, la adoración eucarística, la dirección espiritual y los actos de veneración y culto a la Virgen María.
Para conferir mayor importancia y eficacia a estos instrumentos de formación, el Obispo podría nombrar en particular un sacerdote con la tarea de organizar los tiempos y los modos de su desarrollo.
En todo caso, es necesario que los retiros y especialmente los Ejercicios Espirituales anuales se vivan como tiempos de oración y no como cursos de actualización teológico-pastoral.
104. Aun reconociendo las dificultades habituales que una auténtica formación permanente suele encontrar, a causa sobre todo de las numerosas y gravosas obligaciones a las que están sometidos los sacerdotes, todas las dificultades son superables cuando se pone empeño para afrontarlas con responsabilidad.
Para mantenerse a la altura de las circunstancias y afrontar las exigencias del urgente trabajo de evangelización, se hace necesaria —entre otros instrumentos— una acción de gobierno pastoral valiente dirigida a hacerse cargo de los sacerdotes. Es indispensable que los Obispos exijan, con la fuerza del amor, que sus sacerdotes sigan generosamente las legítimas disposiciones emanadas en esta materia.
La existencia de un “plan de formación permanente” conlleva, no sólo que sea concebido o programado, sino también realizado. Por esto, es necesaria una clara estructuración del trabajo, con objetivos, contenidos e instrumentos para realizarlo. «Esta responsabilidad lleva al obispo, en comunión con el presbiterio, a hacer un proyecto y establecer un programa capaces de estructurar la formación permanente no como un mero episodio, sino como una propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla por etapas y tiene modalidades precisas»[423].
105. El primer y principal responsable de la propia formación permanente es el mismo presbítero. En realidad, a cada sacerdote incumbe el deber de ser fiel al don de Dios y al dinamismo de conversión cotidiana, que viene del mismo don[424].
Este deber deriva del hecho de que ninguno puede sustituir al propio presbítero en el vigilar sobre sí mismo (cfr. 1 Tim 4, 16). Él, en efecto, por participar del único sacerdocio de Cristo, está llamado a revelar y a actuar, según una vocación suya, única e irrepetible, algún aspecto de la extraordinaria riqueza de gracia, que ha recibido.
Por otra parte, las condiciones y situaciones de vida de cada sacerdote son tales que, también desde un punto de vista meramente humano, exigen que tome parte personalmente en su propia formación, de manera que ponga en ejercicio las propias capacidades y posibilidades.
Por tanto, participará activamente en los encuentros de formación, dando su propia contribución en base a sus competencias y posibilidades concretas, y se ocupará de proveerse y de leer libros y revistas, que sean de segura doctrina y de experimentada utilidad para su vida espiritual y para un fructuoso desempeño de su ministerio.
Entre las lecturas, el primer puesto lo debe ocupar la Sagrada Escritura; después por los escritos de los Padres, de los Doctores de la Iglesia, de los Maestros de espiritualidad antiguos y modernos, y los Documentos del Magisterio eclesiástico, los cuales constituyen la fuente más autorizada y actualizada de la formación permanente; asimismo, los escritos y las biografías de los santos serán de gran utilidad. Los presbíteros, por tanto, los estudiarán y profundizarán de modo directo y personal para poderlos presentar adecuadamente a los fieles laicos.
106. En todos los aspectos de la existencia sacerdotal emergerán los «particulares vínculos de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad»[425], en los cuales se funda la ayuda recíproca, que se prestarán los presbíteros[426]. Es de desear que crezca y se desarrolle la cooperación de todos los presbíteros en el cuidado de su vida espiritual y humana, así como del servicio ministerial. La ayuda que en este campo se debe prestar a los sacerdotes puede encontrar un sólido apoyo en diversas Asociaciones sacerdotales. Se trata de Asociaciones que «teniendo estatutos aprobados por la autoridad competente, estimulan a la santidad en el ejercicio del ministerio y favorecen la unidad de los clérigos entre sí y con el propio Obispo»[427].
Desde este punto de vista, hay que respetar con gran cuidado el derecho de cada sacerdote diocesano a practicar la propia vida espiritual del modo que considere más oportuno, siempre de acuerdo —como es obvio— con las características de la propia vocación, así como con los vínculos que de ella derivan.
La Iglesia[428] tiene en gran consideración el trabajo que estas Asociaciones, así como los Movimientos y las nuevas comunidades aprobados, cumplen en favor de los sacerdotes; lo reconoce como un signo de la vitalidad con que el Espíritu Santo la renueva continuamente.
107. El Obispo, por amplia y necesitada de solicitud pastoral que sea la porción del Pueblo de Dios que le ha sido encomendada, debe prestar una atención del todo particular en lo que se refiere a la formación permanente de sus presbíteros[429].
Existe, en efecto, una relación especial entre estos y el Obispo, debido al «hecho que los presbíteros reciben a través de él su sacerdocio y comparten con él la solicitud pastoral por el Pueblo de Dios»[430]. Eso determina también que el Obispo tenga responsabilidades específicas en el campo de la formación sacerdotal. De hecho, el Obispo debe tener una actitud de Padre respecto a sus sacerdotes, comenzando por los seminaristas, evitando una lejanía o un estilo personal propio de un simple “empleador”. En virtud de su función, siempre debe mostrarse cercano a sus presbíteros, fácilmente accesible: su primera preocupación deben ser sus sacerdotes, es decir, los colaboradores en su ministerio episcopal.
Tales responsabilidades se expresan tanto en relación con cada uno de los presbíteros —para quienes la formación debe ser lo más personalizada posible—, como en relación con el conjunto de todos los que forman el presbiterio diocesano. En este sentido, el Obispo cultivará con empeño la comunicación y la comunión entre los presbíteros, teniendo cuidado, en particular, de custodiar y promover la verdadera índole de la formación permanente, educar sus conciencias acerca de su importancia y necesidad y, finalmente, programarla y organizarla, estableciendo un plan de formación con las estructuras necesarias y las personas adecuadas para llevarlo a cabo[431].
Al ocuparse de la formación de sus sacerdotes, es necesario que el Obispo se comprometa con su propia y personal formación permanente. La experiencia enseña que, en la medida en que el Obispo está más convencido y empeñado en la propia formación, tanto más sabrá estimular y sostener la de su presbiterio.
En esta delicada tarea, aunque el Obispo desempeñe un papel insustituible e indelegable, sabrá pedir la colaboración del Consejo presbiteral que, por su naturaleza y finalidades, es el organismo idóneo para ayudarlo especialmente en lo que se refiere, por ejemplo, a la elaboración del plan de formación.
Todo Obispo, pues, se sentirá sostenido y ayudado en su tarea por sus hermanos en el Episcopado, reunidos en Conferencia[432].
La formación de los formadores
108. Ninguna formación es posible si no hay, además del sujeto que se debe formar, también el sujeto que forma, el formador. La bondad y la eficacia de un plan de formación dependen en parte de las estructuras pero, principalmente, de la persona de los formadores.
Es evidente que la responsabilidad del Obispo hacia esos formadores es particularmente imprescindible. En primer lugar, tiene la delicada tarea de formar a los formadores para que tengan «la “ciencia del amor”, que sólo se aprende de “corazón a corazón” con Cristo»[433]. Así, bajo la guía del Obispo, estos presbíteros aprenden a no tener otro deseo que el de servir a sus hermanos con este trabajo de formación.
Es necesario, por tanto, que el mismo Obispo nombre un “grupo de formadores” y que las personas sean elegidas entre aquellos sacerdotes altamente cualificados y estimados por su preparación y madurez humana, espiritual, cultural y pastoral. Los formadores, en efecto, deben ser ante todo hombres de oración, docentes con marcado sentido sobrenatural, de profunda vida espiritual, de conducta ejemplar, con adecuada experiencia en el ministerio sacerdotal, capaces de conjugar —como los Padres de la Iglesia y los santos maestros de todos los tiempos— las exigencias espirituales con aquellas más propiamente humanas del sacerdote. Pueden ser elegidos también entre los miembros de los Seminarios, de los Centros o Instituciones académicas aprobadas por la Autoridad eclesiástica, y también entre aquellos Institutos religiosos cuyo carisma se refiere justamente a la vida y la espiritualidad sacerdotal. En todo caso deben ser garantizadas la ortodoxia de la doctrina y la fidelidad a la disciplina eclesiástica. Los formadores, además, deben ser colaboradores de confianza del Obispo, que es siempre el responsable último de la formación de los presbíteros, sus más preciados colaboradores.
Es oportuno que se cree también un grupo de programación y de realización, distinto del de los formadores, con el fin de ayudar al Obispo a fijar los contenidos, que deben desarrollarse cada año en cada uno de los ámbitos de la formación permanente; preparar los elementos necesarios; predisponer los cursos, las sesiones, los encuentros y los retiros; organizar oportunamente los calendarios, de modo que se prevean las ausencias y las sustituciones de los presbíteros, etc. Para una buena programación se puede también realizar la consulta de algún especialista en temas particulares.
Mientras que un solo grupo de formadores es suficiente, es posible que existan —si las necesidades lo requieren— varios grupos de programación y de realización.
Colaboración entre las Iglesias
109. En lo referente sobre todo a los medios colectivos, la programación de los diferentes medios de formación permanente y de sus contenidos concretos puede ser establecida —sin perjuicio de la responsabilidad del Obispo respecto a su circunscripción— de común acuerdo entre varias Iglesias particulares, tanto a nivel nacional y regional —a través de las respectivas Conferencias de los Obispos— como, principalmente, entre Diócesis limítrofes o más cercanas. Así, por ejemplo, se podrían utilizar —si se consideran adecuadas— las estructuras interdiocesanas, como las Facultades y los Institutos teológicos y pastorales, y también los organismos o las federaciones empeñados en la formación presbiteral. Tal unión de fuerzas, además de realizar una auténtica comunión entre las Iglesias particulares, podría ofrecer a todos posibilidades más cualificadas y estimulantes para la formación permanente[434].
Colaboración de centros académicos y de espiritualidad
110. Los Institutos de estudio, de investigación y los Centros de espiritualidad, así como los Monasterios de observancia ejemplar y los Santuarios constituyen otros puntos de referencia para la actualización teológica y pastoral, además de ser lugares donde cultivar el silencio, la oración, la práctica de la confesión y de la dirección espiritual, el saludable reposo incluso físico, los momentos de fraternidad sacerdotal. De este modo, también las familias religiosas podrían colaborar en la formación permanente y contribuir a la renovación del clero exigida por la nueva evangelización del Tercer Milenio.
3.4. Necesidad en orden a la edad y a situaciones especiales
111. Durante los primeros años posteriores a la ordenación, se debería facilitar a los sacerdotes la posibilidad de encontrar las condiciones de vida y ministerio, que les permitan traducir en obras los ideales forjados durante el período de formación en el seminario[435]. Estos primeros años, que constituyen una necesaria verificación de la formación inicial después del delicado primer impacto con la realidad, son los más decisivos para el futuro. Estos años requieren, pues, una armónica maduración para hacer frente —con fe y con fortaleza— a los momentos de dificultad. Con este fin, los jóvenes sacerdotes deberán tener la posibilidad de una relación personal con el propio Obispo y con un sabio padre espiritual; les serán facilitados tiempos de descanso, de meditación, de retiro mensual. Asimismo, es útil subrayar la necesidad de que se inserte, especialmente a los jóvenes presbíteros, en un auténtico camino de fe en el presbiterio o en la comunidad parroquial acompañados por el Obispo y los hermanos sacerdotes delegados para ello.
Teniendo presente cuanto ya se ha dicho para el año pastoral, es necesario organizar, en los primeros años de sacerdocio, encuentros anuales de formación en los que se elaboren y profundicen adecuados temas teológicos, jurídicos, espirituales y culturales, sesiones especiales dedicadas a problemas de moral, de pastoral, de liturgia, etc. Tales encuentros pueden también ser ocasión para renovar el permiso de confesar, según lo establecido por el Código de Derecho Canónico y por el Obispo[436]. Sería útil también que a los jóvenes presbíteros se facilitara la posibilidad de una convivencia familiar entre ellos y con los más maduros, de modo que sea posible el intercambio de experiencias, el conocimiento recíproco y también la delicada práctica evangélica de la corrección fraterna.
En numerosos lugares también ha resultado una buena experiencia organizar a lo largo del año breves encuentros bajo la guía del Obispo para sacerdotes jóvenes, por ejemplo, para los que cuentan con menos de diez años de sacerdocio, a fin de acompañarlos más de cerca en esos primeros años; sin duda, serán también ocasiones para hablar de la espiritualidad sacerdotal, los desafíos para los ministros, la práctica pastoral, etc. en un ambiente de convivencia fraterna y sacerdotal.
Conviene, en definitiva, que el clero joven crezca en un ambiente espiritual de auténtica fraternidad y delicadeza, que se manifiesta en la atención personal, también en lo que respecta a la salud física y a los diversos aspectos materiales de la vida.
112. Transcurrido un cierto número de años de ministerio, los presbíteros adquieren una sólida experiencia y el gran mérito de darse por completo por el crecimiento del Reino de Dios en el trabajo cotidiano. Este grupo de sacerdotes constituye un gran recurso espiritual y pastoral.
Necesitan que les den ánimos, que los valoren con inteligencia y que les sea posible profundizar en la formación en todas sus dimensiones, con el fin de examinarse a sí mismos y examinar sus acciones; reavivar las motivaciones del sagrado ministerio; reflexionar sobre las metodologías pastorales a la luz de lo que es esencial, en comunión con el presbiterio y mediante la amistad con el propio Obispo; superar eventuales sentimientos de cansancio, de frustración, de soledad; redescubrir, en definitiva, el manantial de la espiritualidad sacerdotal[437].
Por este motivo, es importante que estos presbíteros se beneficien de especiales y profundas sesiones de formación en las cuales —además de los contenidos teológicos y pastorales— se examinen todas las dificultades psicológicas y afectivas, que pudieran nacer durante ese período. Es aconsejable, por tanto, que en tales encuentros estén presentes no sólo el Obispo, sino también aquellos expertos que puedan dar una contribución válida y segura para la solución de los problemas expuestos.
113. Los presbíteros ancianos o de edad avanzada, a los cuales se debe otorgar delicadamente todo signo de consideración, también entran en el circuito vital de la formación permanente, considerada quizás no tanto como un estudio profundo o debate cultural, sino como «confirmación serena y segura de la función, que todavía están llamados a desempeñar en el Presbiterio»[438].
Además de la formación organizada para los sacerdotes de edad madura, estos podrán convenientemente disfrutar de momentos, ambientes y encuentros especialmente dirigidos a profundizar en el sentido contemplativo de la vida sacerdotal; para redescubrir y gustar de la riqueza doctrinal de cuanto ha sido ya estudiado; para sentirse útiles —que lo son—, pudiendo ser valorados en formas adecuadas de verdadero y propio ministerio, sobre todo como expertos confesores y directores espirituales. En particular, podrán compartir con los demás las propias experiencias, animar, acoger, escuchar y dar serenidad a sus hermanos, estar disponibles cuando se les pida el servicio de «convertirse ellos mismos en valiosos maestros y formadores de otros sacerdotes»[439].
Sacerdotes en situaciones especiales
114. Independientemente de la edad, los presbíteros se pueden encontrar en «una situación de debilidad física o de cansancio moral»[440]. Ofreciendo sus sufrimientos, contribuyen de modo eminente a la obra de la redención, dando «un testimonio sellado por la elección de la cruz acogida con la esperanza y la alegría pascual»[441].
A estos presbíteros, la formación permanente debe ofrecer estímulos para «continuar de modo sereno y fuerte su servicio a la Iglesia»[442] y para ser signo elocuente de la primacía del ser sobre el obrar, de los contenidos sobre las técnicas, de la gracia sobre la eficacia exterior. De este modo, podrán vivir la experiencia de S. Pablo: «Me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24).
El Obispo y sus sacerdotes jamás deberán dejar de realizar visitas periódicas a estos hermanos enfermos, que podrán ser informados, sobre todo, de los acontecimientos de la Diócesis, de modo que se sientan miembros vivos del presbiterio y de la Iglesia universal, a la que edifican con sus sufrimientos.
Los presbíteros que se aproximan a concluir su jornada terrena, gastada al servicio de Dios para la salvación de sus hermanos, deberán estar rodeados de un especial y afectuoso cuidado.
Al continuo consuelo de la fe, a la pronta administración de los sacramentos, se seguirán los sufragios por parte de todo el presbiterio.
115. El sacerdote puede experimentar a cualquier edad y en cualquier situación, la sensación de soledad[443]. Hay una soledad que, lejos de ser entendida como aislamiento psicológico, es del todo normal, es consecuencia de vivir sinceramente el Evangelio y constituye una preciosa dimensión de la propia vida. En algunos casos, sin embargo, podría deberse a especiales dificultades, como marginaciones, incomprensiones, desviaciones, abandonos, imprudencias, limitaciones de carácter propias y de otros, calumnias, humillaciones, etc. De aquí se podría derivar un agudo sentido de frustración que sería sumamente perjudicial.
Sin embargo, también estos momentos de dificultad se pueden convertir, con la ayuda del Señor, en ocasiones privilegiadas para un crecimiento en el camino de la santidad y del apostolado. En ellos, en efecto, el sacerdote puede descubrir que «se trata de una soledad habitada por la presencia del Señor»[444]. Obviamente esto no puede hacer olvidar la grave responsabilidad del Obispo y de todo el presbiterio por evitar toda soledad producida por descuido de la comunión sacerdotal. Corresponde a la Diócesis establecer cómo realizar encuentros entre sacerdotes a fin de que estén juntos, aprendan uno de otro, se corrijan y se ayuden mutuamente, porque nadie es sacerdote solo y exclusivamente en esta comunión con el Obispo cada uno puede llevar a cabo su servicio.
No hay que olvidarse tampoco de aquellos hermanos, que han abandonado el ejercicio del ministerio sagrado, con el fin de ofrecerles la ayuda necesaria, sobre todo con la oración y la penitencia. La debida actitud de caridad hacia ellos no debe inducir jamás a tomar en consideración la posibilidad de confiarles tareas eclesiásticas, que puedan crear confusión y desconcierto, sobre todo entre los fieles, a raíz de su situación.
El Señor de la mies, que llama y envía a los trabajadores que deben trabajar en su campo (cfr. Mt 9, 38), ha prometido con fidelidad eterna: «os daré pastores según mi corazón» (Jer 3, 15). La esperanza de recibir abundantes y santas vocaciones sacerdotales, como ya sucede en numerosos países, así como la certeza de que el Señor no permitirá que a Su Iglesia le falte la luz necesaria para afrontar la apasionante aventura de arrojar las redes al lago, están basadas sobre la fidelidad divina, siempre viva y operante en la Iglesia[445].
Al don de Dios, la Iglesia responde con acciones de gracias, fidelidad, docilidad al Espíritu, y con una oración humilde e insistente.
Para realizar su misión apostólica, todo sacerdote llevará esculpidas en el corazón las palabras del Señor: «Padre, yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a cabo la obra que me encomendaste: dar la vida eterna a los hombres» (Cfr. Jn 17, 2-4). Para esto, hará de su propia vida don de sí mismo —raíz y síntesis de la caridad pastoral— a la Iglesia, a imagen del don de Cristo[446]. De este modo, empleará con alegría y paz todas sus fuerzas ayudando a sus hermanos, viviendo como signo de caridad sobrenatural, en la obediencia, en la castidad del celibato, en la sencillez de vida y en el respeto a la disciplina y la comunión de la Iglesia.
En su obra evangelizadora, el presbítero trasciende el orden natural para adherir «a las cosas de Dios» (Cfr. Heb 5, 1). El sacerdote, pues, está llamado a elevar al hombre engendrándolo a la vida divina y haciéndolo crecer en la relación con Dios hasta llegar a la plenitud de Cristo. Por esta razón, un sacerdote auténtico, movido por su fidelidad a Cristo y a la Iglesia, constituye una fuerza incomparable de verdadero progreso para bien del mundo entero.
«La nueva evangelización requiere nuevos evangelizadores, y estos son los sacerdotes, que se esfuerzan por vivir su ministerio como camino específico hacia la santidad»[447]. ¡Las obras de Dios las hacen los hombres de Dios!
Como Cristo, el sacerdote debe presentarse al mundo como modelo de vida sobrenatural: «Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Jn 13, 15).
El testimonio dado con la vida es lo que eleva al presbítero; el testimonio es, además, la predicación más elocuente. La misma disciplina eclesiástica, vivida por auténticas motivaciones interiores, es una ayuda magnífica para vivir la propia identidad, para fomentar la caridad y para dar ese auténtico testimonio de vida sin el cual la preparación cultural o la programación más rigurosa resultarían vanas ilusiones. De nada sirve hacer, si falta el estar con Cristo.
Aquí está el horizonte de la identidad, de la vida, del ministerio, de la formación permanente del sacerdote: un deber de trabajo inmenso, abierto, valiente, iluminado por la fe, sostenido por la esperanza, radicado en la caridad.
En esta obra tan necesaria como urgente, nadie está solo. Es necesario que los presbíteros sean ayudados por una acción de gobierno pastoral de los propios Obispos, que sea ejemplar, vigorosa, llena de autoridad, realizada siempre en perfecta y transparente comunión con la Sede Apostólica y apoyada por la colaboración fraterna del entero presbiterio y de todo el Pueblo de Dios.
A María, Estrella de la nueva evangelización, se confíe todo sacerdote. En Ella, «modelo del amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva»[448], los sacerdotes encontrarán la ayuda, que les permitirá renovar sus vidas; la protección constante de María hará brotar de sus vidas sacerdotales una fuerza evangelizadora cada vez más intensa y renovada, en este tercer milenio de la Redención.
El Sumo Pontífice, Benedicto XVI, ha aprobado el presente Directorio y ha ordenado su publicación el 14 de jenero de 2013.
Roma, Palacio de las Congregaciones, 11 de febrero, memoria de la Santísima Virgen María de Lurdes, del año 2013.
Mauro Card. Piacenza
Prefecto
X Celso Morga Iruzubieta
Arzobispo tit. de Alba marítima
Secretario
Oh María,
Madre de Jesucristo
y Madre de los sacerdotes:
acepta este
título con el que hoy te honramos
para exaltar
tu maternidad
y contemplar
contigo
el Sacerdocio
de tu Hijo unigénito y de tus hijos,
oh Santa Madre
de Dios.
Madre de
Cristo,
que al Mesías
Sacerdote diste un cuerpo de carne
por la unción
del Espíritu Santo
para salvar a
los pobres y contritos de corazón,
custodia en tu
seno y en la Iglesia a los sacerdotes,
oh Madre del
Salvador.
Madre de la fe,
que
acompañaste al templo al Hijo del hombre,
en cumplimiento
de las promesas hechas a nuestros Padres:
presenta a
Dios Padre, para su gloria,
a los sacerdotes
de tu Hijo,
oh Arca de la
Alianza
Madre de la Iglesia,
que con los
discípulos en el Cenáculo
implorabas el
Espíritu
para el nuevo
Pueblo y sus Pastores:
alcanza para
el orden de los presbíteros
la plenitud
de los dones,
oh Reina de
los Apóstoles.
Madre de Jesucristo,
que estuviste
con Él al comienzo de su vida
y de su misión,
lo buscaste
como Maestro entre la muchedumbre,
lo acompañaste
en la cruz,
exhausto por
el sacrificio único y eterno,
y tuviste a
tu lado a Juan, como hijo tuyo:
acoge desde
el principio
a los
llamados al sacerdocio,
protégelos en
su formación,
y acompaña a
tus hijos
en su vida y en
su ministerio,
oh Madre de
los Sacerdotes.
Amén. [449]
[1] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática acerca de la Iglesia Lumen gentium: AAS 57 (1965), 28; Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius: AAS 58 (1966), 22; Decreto acerca del oficio pastoral de los Obispos Christus Dominus: AAS 58 (1966), 16; Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis: AAS 58 (1966), 991-1024; Pablo VI, Carta enc. Sacerdotalis caelibatus (24 de junio de 1967): AAS 59 (1967), 657-697; S. Congregación para el Clero, Carta circular Inter ea (4 de noviembre de 1969): AAS 62 (1970), 123-134; Sínodo de los Obispos, Documento acerca del sacerdocio ministerial Ultimis temporibus (30 de noviembre de 1971): AAS 63 (1971), 898-922; Codex Iuris Canonici (25 de enero de 1983), can. 273-289; 232-264; 1008-1054; S. Congregación para la Educación católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (19 de marzo de 1985), 101; Juan Pablo II, Cartas a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo; Catequesis sobre los presbíteros, en las Audiencias generales del 31 de marzo al 22 de septiembre de 1993.
[2] Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992): AAS 84 (1992), 657-804.
[3] Congregación para el Clero, Directorio Dives Ecclesiae para el Ministerio y la Vida de los Presbíteros (31 de marzo de 1994): opúsculo bilingüe latín-italiano, LEV, Ciudad del Vaticano 1994.
[4] Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 18.
[5] Cfr. Por ejemplo: Juan Pablo II, Carta ap. en forma de motu proprio Misericordia Dei (7 de abril de 2002): AAS 94 (2002), 452-459; Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003): AAS 95 (2003), 433-475; Exhort. ap. post-sinodal Pastores gregis (16 de octubre de 2003): AAS 96 (2004), 825-924; Cartas a los sacerdotes (1995-2002; 2004-2005); Benedicto XVI, Exhort. ap. post-sinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007): AAS 99 (2007), 105-180; Mensaje a los participantes en la XX edición del curso sobre el fuero interno, organizado por la Penitenciaría Apostólica (12 de marzo de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 12, 20 de marzo de 2009, 9; Discurso a los participantes en la plenaria de la Congregación para el Clero (16 de marzo de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 12, 20 de marzo de 2009, 5 y 9; Carta para la convovocación del Año sacerdotal con ocasión del 150º aniversario del “Dies natalis” de Juan María Vianney (16 de junio de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, 19 de junio de 2009, 7; Discurso a los participantes en un curso organizado por la Penitenciaría Apostólica (11 de marzo de 2010): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 11, 14 de marzo de 2010, 5; Discurso a los participantes en el Congreso Teológico organizado por la Congregación para el Clero (12 de marzo de 2010): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 12, 21 de marzo de 2010, 5, 5; Vigilia con ocasión de la Conclusión del Año sacerdotal (10 de junio de 2010): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 25, 20 de junio de 2010, 8-10; Carta a los seminaristas (18 de octubre de 2010): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 43, 24 de octubre de 2010, 3-4.
[6] Cfr. Benedicto XVI, Carta Apostólica en forma de Motu proprio Ubicumque et semper, con la cual se instituye el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización (21 de septiembre de 2010): AAS 102 (2010), 788-792.
[7] Benedicto XVI, Acto de consagración de los sacerdotes al Corazón Inmaculado de María (12 de mayo de 2010): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 20, 16 de mayo de 2010, 15.
[8] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 15.
[9] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2.
[10] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1.
[11] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2.
[12] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Teológico organizado por la Congregación para el Clero (12 de marzo de 2010), l.c., 5.
[13] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 11.
[14] Ibid., 15.
[15] Ibid., 21; Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2; 12.
[16] Cfr. Ibid., 12.
[17] Ibid., 23.
[18] Mensaje de los Padres sinodales al Pueblo de Dios (28 de octubre de 1990), III: “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 44, 2 de noviembre de 1990, 12.
[19] Ibid., 16.
[20] Cfr. ibid., 12: l.c., 675-677.
[21] Cfr. Conc. Ecum. Trident., Sessio XXIII, De sacramento Ordinis: DS, 1763-1778; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 11-18; Audiencia general (31 de marzo de 1993): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 14, 2 de abril de 1993, 3.
[22] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2.
[23] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 18-31; Decr. Presbyterorum Ordinis, 2; C.I.C., can. 1008.
[24] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 10; Decr. Presbyterorum Ordinis, 2.
[25] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II., Decr. Apostolicam actuositatem: AAS 58 (1966), 3; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 14: AAS 81 (1989), 409-413.
[26] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 13-14; Audiencia general (31 marzo 1993).
[27] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Teológico organizado por la Congregación para el Clero (12 de marzo de 2010) l.c., 5.
[28] Ibid.
[29] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la plenaria de la Congregación para el Clero (16 de marzo de 2009): l.c., 9.
[30] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966), 1042.
[31] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6 de agosto de 2000), 13-15: AAS 92 (2000), 754-756.
[32] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 18.
[33] Cfr. ibid., 15.
[34] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 12.
[35] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum: AAS 58 (1966), 10; Decr. Presbyterorum Ordinis, 4.
[36] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; Catecismo de la Iglesia Católica, 1120.
[37] Cfr. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007), 13; 48: l.c., 114-115; 142.
[38] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 6.
[39] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 16.
[40] Cfr. ibid.
[41] Institutio Generalis Missalis Romani (2002), 78.
[42] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 3.
[43] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Decr. Presbyterorum Ordinis, 7; Decr. Christus Dominus, 28; Decr. Ad gentes, 19; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 17.
[44] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium 28; Pontificale romanum, Ordinatio Episcoporum, Presbyterorum et Diaconorum, cap. I., n. 51, Ed. typica altera, 1990, 26.
[45] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28.
[46] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 16.
[47] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre la Iglesia como comunión Communionis notio (28 de mayo de 1992), 10: AAS 85 (1993), 844.
[48] Cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 dicembre 1990), 23: AAS 83 (1991), 269.
[49] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 10; Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 32.
[50] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Decr. Presbyterorum Ordinis, 7.
[51] Cfr. C.I.C., can. 266 § 1.
[52] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 23; 26; S. Congregación para el Clero, Notas directrices Postquam Apostoli (25 de marzo de 1980), 5; 14; 23: AAS 72 (1980), 346-347; 353-354; 360-361; Tertuliano, De praescriptione, 20, 5-9: CCL 1, 201-202; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio sobre algunos aspectos de la Iglesia entendida como comunión, 10.
[53] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis, 85.
[54] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 67.
[55] Cfr. Congregación para el Clero, carta circular La identidad misionera del Presbítero en la Iglesia como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera (29 de junio de 2010), 3.3.5: LEV, Ciudad del Vaticano 2011, 307.
[56] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 23; Decr. Presbyterorum Ordinis, 10; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 32; S. Congregación para el Clero, Notas directrices Postquam Apostoli (25 de marzo de 1980); Congregación para la Evangelización de los pueblos, Guía pastoral para los sacerdotes diocesanos de las Iglesias que dependen de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos (1 de octubre de 1989), 4: EV 11, 1588-1590; C.I.C., can. 271.
[57] Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la Evangelización (3 de diciembre de 2007), 3: AAS 100 (2008), 491.
[58] Pablo VI, Exhort. ap. postsinodal Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 80: AAS 68 (1976), 74.
[59] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 13.
[60] Cfr. Congregación para la evangelización de los pueblos, Guía pastoral para los sacerdotes diocesanos de las Iglesias que dependen de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos; Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 54; 67.
[61] Ratzinger Card. Josef, Conferencia con ocasión del Jubileo de los Catequistas (10 de diciembre de 2000).
[62] Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la Evangelización (3 de diciembre de 2007), 12: AAS 100 (2008), 501.
[63] Cfr. Congregación para el Clero, Directorio General para la Catequesis (15 de agosto de 1997), 53: LEV, Ciudad del Vaticano 1997, 55-56.
[64] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 37.
[65] Congregación para el Clero, Directorio General para la Catequesis (15 de agosto de 1997), 49.
[66] Ratzinger Card. Josef, Conferencia con ocasión del Jubileo de los Catequistas (10 de diciembre de 2000).
[67] Congregación para el Clero, Carta circular La identidad misionera del Presbítero en la Iglesia como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera (29 de junio de 2010), 3.3.
[68] Pablo VI, Discurso al Sacro Colegio Cardenalicio (22 de junio de 1973): AAS 65, 1973, 383, citado en la Exhort. ap. postsinodal Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 3.
[69] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 de enero de 2001), 40: AAS 93 (2001), 294-295.
[70] Juan Pablo II, Discurso en la Asamblea del CELAM, Puerto Príncipe (9 de marzo de 1983): AAS 75 (1983), 771-779.
[71] Juan Pablo II, Homilía de la santa Misa en el santuario de la Santa Cruz de Mogila (9 de junio de 1979): AAS 71 (1979), 865.
[72] Ratzinger Card. Josef, Conferencia con ocasión del Jubileo de los Catequistas (10 de diciembre de 2000.
[73] Benedicto XVI, Carta apostólica en forma de Motu proprio Ubicumque et semper, con la cual se instituye el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización (21 de septiembre de 2010).
[74] Cfr. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Africae munus (19 de noviembre de 2011), LEV, Ciudad del Vaticano 2011, 165.
[75] Benedicto XVI, Carta apostólica en forma de motu proprio Ubicumque et semper, con la cual se instituye el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización (21 de septiembre de 2010).
[76] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la Evangelización (3 de diciembre de 2007), 12; Pablo VI, Exhort. ap. postsinodal Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 52.
[77] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 4.
[78] Ibid., 2.
[79] Ibid., 4.
[80] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 3: AAS 83 (1991), 251-252.
[81] Ibid.
[82] Juan Pablo II, Discurso en la Asamblea del CELAM, Puerto Príncipe (9 de marzo de 1983): l.c., 771-779.
[83] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 40.
[84] Ibid.
[85] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 11.
[86] Benedicto XVI, Carta apostólica en forma de motu proprio Ubicumque et semper, con la cual se instituye el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización (21 de septiembre de 2010).
[87] Congregación para el Clero, Carta circular La identidad misionera del Presbítero en la Iglesia como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera (29 de junio de 2010), 3.3.1: l.c., 28.
[88] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 40.
[89] Cfr. Juan Pablo II, Homilía en la santa Misa en el santuario de la Santa Cruz de Mogila (9 de junio de 1979).
[90] Congregación para el Clero, Carta circular La identidad misionera del Presbítero en la Iglesia como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera (29 de junio de 2010), conclusión: l.c., 36.
[91] Ibid., 11.
[92] Ibid., 28.
[93] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores gregis, 37.
[94] Benedicto XVI, Carta ap. en forma de Motu proprio Porta fidei (11 de octubre de 2011), 9: AAS 103 (2011), 728.
[95] Cfr. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Africae munus (19 de noviembre de 2011): l.c., 171.
[96] Pablo VI, Exhort. ap. postsinodal Evangelii nuntiandi, 80.
[97] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 2.
[98] Cfr. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Africae munus, l.c., 171.
[99] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 40.
[100] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 44.
[101] Cfr. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 40.
[102] Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo (8 de abril de 1979), 8: AAS 71 (1979), 393-417.
[103] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16; Pablo VI, Carta enc. Sacerdotalis caelibatus (24 de junio de 1967), 56.
[104] S. Juan María Vianney, en B. Nodet, Le curé d’Ars. Sa pensée - Son cœur, ed. Xavier Mappus, Foi Vivante, 1966, 98-99 (citado en Benedicto XVI, Carta para la convocación del Año sacerdotal con ocasión del 150º aniversario del “Dies natalis” de Juan María Vianney (16 de junio de 2009): l.c., 7).
[105] Cfr. S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus, 123, 5: CCL 36, 678; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 14.
[106] Benedicto XVI, Discurso a los miembros del XI Consejo Ordinario de la Secretería General del Sínodo de los Obispos (1 de junio de 2006), “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 23, 9 de junio de 2006, 18.
[107] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 21; C.I.C., can. 274.
[108] Cfr. C.I.C., can. 275 § 2 y 529 § 1.
[109] Cfr. ibid., can. 574 § 1.
[110] Cfr. Conc. Ecum. Trident., Sessio XXIII, De sacramento Ordinis, cap. I e IV, cann. 3, 4, 6: DS, 1763-1776; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 10; S. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica acerca de algunas cuestiones concernientes al ministro de la Eucaristía Sacerdotium ministeriale (6 de agosto de 1983), 1: AAS 75 (1983), 1001.
[111] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 9, 32; C.I.C., can. 208.
[112] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 7.
[113] Cfr. Ibid.
[114] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 10.
[115] Cfr. Congregación para la Evangelización de los pueblos, Guía pastoral para los sacerdotes diocesanos de las Iglesias que dependen de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, 3.
[116] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 11.
[117] Cfr. Juan Pablo II, Discurso al Episcopado de Suiza (15 de junio de 1984): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 28, 8 de julio de 1984, 11.
[118] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 23.
[119] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 12; Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1.
[120] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8.
[121] Cfr. S. Agustín, Sermo 46, 30: CCL 41, 555-557.
[122] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 28.
[123] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 27.
[124] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 22; Decr. Christus Dominus, 4; C.I.C., can. 336.
[125] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta acerca de la Iglesia como comunión Communionis notio, 14: l.c., 847.
[126] Cfr. C.I.C., can. 902; S. Congregación para los Sacramentos y el Culto divino, Decr. part. Promulgato Codice (12 de septiembre de 1983), II, I, 153: Notitiae 19 (1983), 542.
[127] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa theol., III, q. 82, a. 2 ad 2; Sent. IV, d. 13, q. 1, a 2, q 2; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 41, 57.
[128] Cfr. S. Congregación de los Ritos, Instrucción Eucharisticum Mysterium (25 de mayo de 1967), 47: AAS 59 (1967), 565-566.
[129] Cfr. C.I.C. can. 273.
[130] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 15; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 65; 79.
[131] S. Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios, XX 1-2: «[...] Si el Señor me revelara que cada uno por su cuenta y todos juntos [...] vosotros estáis unidos de corazón en una inquebrantable sumisión al Obispo y al presbiterio, partiendo el único pan, que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo»: Patres Apostolici; ed. F.X. FUNK, II, 203-205.
[132] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 17: l.c., 683; Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Decr. Presbyterorum Ordinis, 8; C.I.C., can. 275, § 1.
[133] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 74; Congregación para la evangelización de los pueblos, Guía pastoral para los sacerdotes diocesanos de las Iglesias dependientes de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, 6.
[134] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 8; C.I.C., can. 369, 498 y 499.
[135] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 6; Benedicto XVI, Angelus (19 de junio de 2005), “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 25, 24 de junio de 2005, 1; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 de septiembre de 1995): AAS 88 (1996), 63.
[136] Cfr. Pontificale Romanum, De Ordinatione Episcopi, Presbyterorum et Diaconorum, cap. II, 105; 130, l.c., 54; 66-67; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 8.
[137] Catecismo de la Iglesia Católica, 875.
[138] C.I.C., can. 265.
[139] Cfr. Juan Pablo II, Discurso en la Catedral de Quito a los Obispos, los Sacerdotes, los Religiosos y los Seminaristas (29 de enero de 1985): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 6, 10 de febrero de 1985, 6-7.
[140] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 31.
[141] Cfr. Ibid., 17; 74.
[142] C.I.C., can. 498 § 1, 2°.
[143] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 31.
[144] Cfr. Ibid., 31; 41; 68.
[145] Cfr. C.I.C., can. 214 y 215.
[146] Cfr. C.I.C., can. 271.
[147] Cfr. Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma 2012 (3 de noviembre de 2011): AAS 104 (2012), 199-204.
[148] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 74.
[149] Juan Pablo II, Audiencia general (4 de agosto de 1993), 4: “L’Osserva-tore Romano”, edición en lengua española, n. 32, 6 de agosto de 1993, 3.
[150] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 12-14.
[151] Cfr. Ibid., 8.
[152] Cfr. S. Agustín, Sermones 355, 356, De vita et moribus clericorum: PL 39, 1568-1581.
[153] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Decr. Presbyterorum Ordinis, 8; Decr. Christus Dominus, 30.
[154] Cfr. S. Congregación para los Obispos, Directorio Ecclesiae Imago (22 de febrero de 1973), 112: l.c., 1343-1344; Congregación para los Obispos, Directorio Apostolorum Successores para el ministerio pastoral de los Obispos (22 de febrero de 2004), LEV, Ciudad del Vaticano 2004, 211; C.I.C., can. 280; 245 § 2 y 550 § 1; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 81.
[155] Benedicto XVI, Audiencia privada a los sacerdotes de la Fraternidad san Carlos con ocasión del XXVde fundación (12 de febrero de 2011): “L’Osservatore Romano”, 13 de febrero de 2011, 8.
[156] Pablo VI, Carta enc. Sacerdotalis caelibatus (24 de junio de 1967), 80.
[157] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 26; 99; Institutio generalis Liturgiae Horarum, 25.
[158] Cfr. C.I.C., can. 278 § 2; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 31; 68; 81.
[159] Cfr. C.I.C., can. 550 § 2.
[160] Cfr. Ibid., can. 545 § 1.
[161] Cfr. Ibid., can. 533 § 1.
[162] Cfr. Ibid., can. 1226 y 1228.
[163] Benedicto XVI, Audiencia privada a los sacerdotes de la Fraternidad san Carlos con ocasión del XXV de fundación (12 de febrero de 2011): l.c., 8.
[164] Benedicto XVI, Homilía con ocasión de la celebración de las Vísperas (Fátima –12 de mayo de 2010): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 20, 16 de mayo de 2010, 13.
[165] Benedicto XVI, Audiencia privada a los sacerdotes de la Fraternidad san Carlos con ocasión del XXV de fundación (12 de febrero de 2011): l.c., 8.
[166] S. Cipriano, De Oratione Domini, 23: PL 4, 553; Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 4.
[167] Juan Pablo II, Audiencia general (4 de agosto de 1993), 4: l.c., 3.
[168] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general (7 de julio de 1993); Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 15.
[169] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 15.
[170] Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 9; C.I.C., can. 275 § 2 y 529 § 2.
[171] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis., 74.
[172] Cfr. C.I.C., can. 529 § 2.
[173] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 31.
[174] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 74; Pablo VI, Carta enc. Ecclesiam suam (6 de agosto de 1964), III: AAS 56 (1964), 647.
[175] Cfr. Congregación para el Clero, El sacerdote ministro de la Misericordia Divina. Vademécum para Confesores y Directores espirituales (9 de marzo de 2011): opúscolo, LEV, Ciudad del Vaticano 2011.
[176] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general (7 de julio de 1993): l.c., 3.
[177] Cfr. C.I.C., can. 529 § 1.
[178] Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 11; C.I.C., can. 233 § 1.
[179] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 74.
[180] Cfr. C.I.C., can. 287 § 2; S. Congregación para el Clero, Decr. Quidam Episcopi (8 de marzo de 1982), AAS 74 (1982), 642-645.
[181] Cfr. Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Guía pastoral para los sacerdotes diocesanos de las Iglesias que dependen de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, 9: l.c., 1604-1607; S. Congregación para el Clero, Decr. Quidam Episcopi (8 de marzo de 1982), l.c., 642-645.
[182] Juan Pablo II, Audiencia general (28 de julio de 1993): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 31, 30 de julio de 1993, 3; Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 43; Sínodo de los Obispos, Documento acerca del sacerdocio ministerial Ultimis temporibus (30 de noviembre de 1971), II, I, 2: l.c., 912-913; C.I.C., can. 285 § 3 y 287 § 1.
[183] Catecismo de la Iglesia Católica, 2442; C.I.C., can. 227.
[184] Sínodo de los Obispos, Documento acerca del sacerdocio ministerial Ultimis temporibus (30 de noviembre de 1971), II, I, 2: l.c., 913.
[185] Cfr. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 de enero de 2001): AAS 93 (2001), 266-309; Benedicto XVI, Audiencia general (13 de abril de 2011): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n.16, 17 de abril de 2011, 11-12.
[186] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 5.
[187] Juan Pablo II, Audiencia general (26 maggio 1993): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 22, 28 de mayo de 1993, 3.
[188] Cfr. Juan Pablo II, Discurso inaugural en la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Santo Domingo, 12-28 de octubre de 1992), 24: AAS 85 (1993), 826.
[189] Ibid., 1.
[190] Ibid., 25.
[191] Cfr. ibid.
[192] Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, Documento Jesucristo portador del agua viva. Una reflexión cristiana sobre la “Nueva Era”, § 6.2 (3 de febrero de 2003): EV 22, 54-137.
[193] Ibid.
[194] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 14.
[195] Benedicto XVI, Vigilia con ocasión de la Conclusión del Año sacerdotal (10 de junio de 2010): l.c., 8.
[196] Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa Crismal (9 de abril de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, 17 de abril de 2009, 3.
[197] Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo (13 de abril de 1987): AAS 79 (1987), 1285-1295.
[198] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 14.
[199] Cfr. C.I.C., can. 276 § 2, 1°.
[200] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; 18; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 23; 26; 38; 46; 48; C.I.C., can. 246 § 1 y 276 § 2, 2°.
[201] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; 18; C.I.C., cann. 246, § 4; 276, § 2, 5°; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 26; 48.
[202] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C., can. 239; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 40; 50; 81.
[203] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C., can. 246 § 2; 276 § 2, 3°; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 26; 72; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Respuestas Celebratio integra a cuestiones acerca de la obligatoriedad del rezo de la Liturgia de las Horas (15 de noviembre de 2000), en Notitiae 37 (2001), 190-194.
[204] Cfr. C.I.C. can. 1174 § 1.
[205] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 26; 37-38; 47; 51; 53; 72.
[206] Cfr. C.I.C., can. 276 § 2, 5°.
[207] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 4; 13; 18; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 26; 47; 53; 70; 72.
[208] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C., can. 276 § 2, 4°; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 80.
[209] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis 18; C.I.C., can. 246 § 3 y 276 § 2, 5°. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 36; 38; 45; 82.
[210] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 26; 37-38; 47; 51; 53; 72.
[211] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18.
[212] Cfr. Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo de 1979 (8 de abril de 1979), 1; Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 80.
[213] Cfr. Possidio, Vita Sancti Aurelii Augustini, 31: PL 32, 63-66.
[214] Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa crismal (20 de marzo de 2008): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 13, 28 de marzo de 2008, 6.
[215] Cfr. Institutio Generalis Liturgiae Horarum, 3-4; Catecismo de la Iglesia Católica, 2598 – 2606.
[216] Benedicto XVI, Angelus (18 de diciembre de 2005): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 51, 23 de diciembre de 2005, 1.
[217] Ibid.
[218] Catecismo de la Iglesia Católica, 144.
[219] Ibid., 2599; Cfr. Lc 2, 19.51.
[220] Pontificale Romanum, De ordinatione Episcopi, Presbyterorum et Diaconorum, II, 151, l.c., 87-88.
[221] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; Sínodo de los Obispos, Documento acerca del sacerdocio ministerial Ultimis temporibus (30 de noviembre de 1971), II, I, 3: l.c., 913-915; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 46-47; Audiencia general (2 de junio de 1993), 3.
[222] «Numquam enim minus solus sum, quam cum solus esse videor»: Epist. 33 (Maur. 49), 1: CSEL 82, 229.
[223] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 14; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 23.
[224] Cfr. C.I.C., can. 279 § 1.
[225] Pablo VI, Carta enc. Sacerdotalis caelibatus, 93.
[226] Cfr. Ibid., 15; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 27.
[227] Cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 31; 32; 106: AAS 85 (1993), 1158-1159; 1159-1160; 1216.
[228] Cfr. C.I.C., can. 274 § 2.
[229] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 15.
[230] Ibid.
[231] Cfr. C.I.C., can. 273.
[232] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 23.
[233] Cfr. ibid., 27; C.I.C., can. 381 § 1.
[234] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, 2; Const. dogm. Lumen gentium, 22; C.I.C., can. 333 § 1.
[235] Cfr. Acerca de la Professio fidei, C.I.C, can. 833 y Congregación para la Doctrina de la Fe, Fórmula que se debe usar para la profesión de fe y el juramento de fidelidad a la hora de asumir un cargo que se ejerce en nombre de la Iglesia con Nota doctrinal ilustrativa de la fórmula conclusiva de la Professio fidei (29 de junio de 1998): AAS 90 (1998), 542-551.
[236] Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa crismal (5 de abril de 2012): “L'Osservatore Romano”, 6 de abril de 2012, 7.
[237] Ibid.
[238] Cfr. Juan Pablo II, Const. ap. Sacrae disciplinae leges (25 de enero de 1983): AAS 75 (1983), Pars II, XIII; Discurso a los participantes en el Symposium internationale «Ius in vita et in missione Ecclesiae» (23 de abril de 1993): “L'Osservatore Romano”, 25 de abril de 1993, 4.
[239] Cfr. Juan Pablo II, Const. ap. Sacrae disciplinae leges (25 de enero de 1983): l.c., Pars II, XIII.
[240] Cfr. C.I.C., can. 392 y 619.
[241] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7.
[242] Ibid., 10.
[243] C.I.C., can. 838.
[244] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 22.
[245] Cfr. C.I.C., can. 846 § 1.
[246] Cfr. S. Congregación para el Clero, Carta circular Omnes Christifideles (25 de enero de 1973), 9: EV 5, 1207-1208.
[247] Juan Pablo II, Carta al Card. Vicario de Roma (8 de septiembre de 1982).
[248] Cfr. Pablo VI, Alocuciones al clero (17 de febrero de 1969; 17 de febrero de 1972; 10 de febrero de 1978): AAS 61 (1969), 190; 64 (1972), 223; 70 (1978), 191; Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo 1979 (8 de abril de 1979), 7: l.c., 403-405; Alocuciones al clero (9 de noviembre de 1978; 19 de abril de 1979): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, 19 de noviembre de 1978, 2 y 11; “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, 29 de abril de 1979, 12.
[249] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Teológico promosso de la Congregación para el Clero (12 de marzo de 2010): l.c., 5.
[250] Cfr. Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, Chiarimenti circa il valore vincolante dell’art. 66 del Direttorio per il ministero e la vita dei presbiteri (22 de octubre de 1994): “Communicationes” 27 (1995), 192-194.
[251] C.I.C., can. 284.
[252] Cfr. Ibid., can. 24 § 2.
[253] Cfr. Pablo VI, Motu Proprio Ecclesiae Sanctae, I, 25 § 2: AAS 58 (1966), 770; S. Congregación para los Obispos, Carta circular a todos los representantes pontificios Per venire incontro (27 de enero de 1976): EV 5, 1162-1163; S. Congregación para la Educación Católica, Carta circular The document (6 de enero de 1980): “L’Osservatore Romano” supl., 12 de abril de 1980.
[254] Cfr. Pablo VI, Audiencia general (17 de septiembre de 1969): “L’Osser-vatore Romano”, edición en lengua española, n. 38, 21 de septiembre de 1969, 3; Alocución al clero (1 de marzo de 1973): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 11, 18 de marzo de 1973, 3.
[255] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 5; Catecismo de la Iglesia Católica, 1-2, 142.
[256] Cfr. ibid., 150-152, 185-187.
[257] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general (21 de abril de 1993), 6: “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 17, 23 de abril de 1993, 3.
[258] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 25.
[259] Benedicto XVI, Angelus (6 de noviembre de 2005): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 45, 11 de noviembre de 2005, 6.
[260] Cfr. C.I.C., can. 757; 762 y 776.
[261] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 4.
[262] Ibid., Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 26: l.c., 697-700.
[263] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 de septiembre de 2010), 80: AAS 102 (2010), 751-752.
[264] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general (12 de mayo de 1993): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 20, 14 de mayo de 1993, 3.
[265] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 10; Juan Pablo II, Audiencia general (12 de mayo de 1993).
[266] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis, 46.
[267] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I, q. 43, a. 5.
[268] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 de septiembre de 2010), 82: l.c., 753-754.
[269] Cfr. C.I.C., can. 769.
[270] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini, 59.
[271] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. Catechesi tradendae (16 de octubre de 1979), 18: AAS 71 (1979), 1291-1292.
[272] Cfr. C.I.C., can. 768.
[273] Cfr. C.I.C., can. 528 § 1 y 776.
[274] Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa crismal (5 de abril de 2012): l.c., 7.
[275] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 9.
[276] Cfr. ibid., 6.
[277] Cfr. C.I.C., can. 779.
[278] Cfr. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei Depositum (11 de octubre de 1992): AAS 86 (1992), 113-118.
[279] Benedicto XVI, Carta ap. en forma de motu proprio Porta fidei (11 de octubre de 2011), 11: AAS 103 (2011), 730.
[280] Ibid.
[281] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general (12 de mayo de 1993), 3.
[282] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007), 78; 84-88.
[283] Ibid.
[284] «Sacerdos habet duos actus: unum principalem, supra corpus Christi verum; et alium secundarium, supra corpus Christi mysticum. Secundus autem actus dependet a primo, sed non convertitur» (Santo Tomás, Summa theologiae, Suppl., q. 36, a. 2, ad 1).
[285] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; 13; S. Justino, Apología I, 67: PG 6, 429-432; S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus, 26, 13-15: CCL 36, 266-268; Benedicto XVI, Exhort. ap. post-sinodal Sacramentum caritatis, 80; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum sobre algunas cosas que se deben observar y evitar acerca de la Santísima Eucaristía (25 de marzo de 2004), 110: AAS 96 (2004), 581.
[286] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 11; Cfr. también, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18.
[287] Cfr. C.I.C., can. 904.
[288] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis, 80.
[289] Cfr. ibid., 64: l.c., 152-154.
[290] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 128; Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003), 49-50: l.c., 465-467; Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis, 80.
[291] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 122-124; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum (25 de marzo de 2004), 121-128: l.c., 583-585.
[292] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 122-124; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, 121-128.
[293] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 112, 114, 116; Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003), 49: l.c., 465-466; Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007), 42: l.c., 138-139.
[294] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 120.
[295] Cfr. ibid., 30; Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007), 55: l.c., 147-148.
[296] Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 52. Cfr. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum (25 de marzo de 2004): l.c., 549-601.
[297] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 22; C.I.C., can. 846 § 1; Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007), 40.
[298] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis, 38.
[299] Cfr. C.I.C., can. 929; Institutio Generalis Missalis Romani (2002), 81; 298; S. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Liturgicae instaurationes (5 de septiembre de 1970), 8: AAS 62 (1970), 701; Instrucción Redemptionis Sacramentum, 121-128.
[300] Juan Pablo II, Audiencia general (9 de junio de 1993), 6: “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 24, 11 de junio de 1993, 3; Cfr. Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 48; Catecismo de la Iglesia Católica, 1418; Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 25; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, 134; Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis, 67-68.
[301] Juan Pablo II, Audiencia general (2 de junio de 1993), 5; Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 99-100.
[302] Catecismo de la Iglesia Católica, 1366.
[303] Ibid., 1414; Cfr. C.I.C., can. 901.
[304] Cfr. C.I.C., can. 945 § 2.
[305] Pablo VI, Motu Proprio Firma in Traditione (13 de junio de 1974): AAS 66 (1974), 308.
[306] Congregación para el Clero, Decreto Mos iugiter (22 de febrero de 1991), art. 7: AAS 83 (1991), 446.
[307] Pablo VI, Motu Proprio Firma in Traditione (13 de junio de 1974): l.c., 308.
[308] Congregación para el Clero, Decreto Mos iugiter (22 de febrero de 1991): l.c., 443-446.
[309] Cfr. C.I.C., can. 945-958.
[310] Ibid., can. 1385.
[311] Cfr. ibid., can. 948-949; 199, 5°.
[312] Cfr. C.I.C., can. 952.
[313] Ibid., can. 955, 4.
[314] Cfr. ibid., can. 958 § 1.
[315] Cfr. ibid., can. 953.
[316] Congregación para el Clero, Decreto Mos iugiter (22 de febrero de 1991), art. 5 § 1: l.c., 443-446.
[317] Ibid., art. 2 § 1-2, 443-446.
[318] Cfr. ibid., art. 2 § 3, 443-446.
[319] Cfr. C.I.C., can. 951.
[320] Ibid., can. 534 § 1.
[321] Cfr. Conc. Ecum. Trident., sess. VI, De Iustificatione, c. 14; sess. XIV, De Poenitentia, c. 1, 2, 5-7, can. 10; sess. XXIII, De Ordine, c. 1; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2, 5; C.I.C., can. 965.
[322] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1443-1445.
[323] Cfr. C.I.C., can. 966 § 1; 978 § 1 y 981; Juan Pablo II, Discurso a la Penitenciaría Apostólica (27 de marzo de 1993): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 15, 9 de abril de 1993, 12.
[324] Cfr. Juan Pablo II, Carta ap. en forma de motu proprio Misericordia Dei (7 de abril de 2002), 1-2: l.c., 455.
[325] Cfr. C.I.C., can. 986.
[326] «Los Ordinarios del lugar, así como los párrocos y los rectores de iglesias y santuarios, deben verificar periódicamente que se den de hecho las máximas facilidades posibles para la confesión de los fieles. En particular, se recomienda la presencia visible de los confesores en los lugares de culto durante los horarios previstos, la adecuación de estos horarios a la situación real de los penitentes y la especial disponibilidad para confesar antes de las Misas y también, para atender a las necesidades de los fieles, durante la celebración de la Santa Misa, si hay otros sacerdotes disponibles»: Juan Pablo II, Carta ap. Misericordia Dei, 2.
[327] Cfr. Congregación para el Clero, Carta circular a los Rectores de los Santuarios (15 de agosto de 2011): “L’Osservatore Romano”, 12 de agosto de 2011, 7.
[328] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Curso promovido por la Penitenciería Apostólica (25 de de marzo de de 2011): “L’Osservatore Romano”, 26 de de marzo de de 2011, 7.
[329] Cfr. C.I.C., can. 960; Juan Pablo II, Litt. enc. Redemptor hominis, 20: AAS 64 (1979), 257-324; Carta ap. Misericordia Dei (7 de abril de 2002), 3: l.c., 456.
[330] Juan Pablo II, Carta ap. Misericordia Dei (7 de abril de 2002), 1: l.c., 455.
[331] La confesión y la absolución colectiva se reserva sólo para casos extraordinarios contemplados en las disposiciones vigentes y con las condiciones requeridas: Cfr. C.I.C., can. 961-963; Pablo VI, Alocución (20 de marzo de 1978): AAS 70 (1978), 328-332; Juan Pablo II, Alocución (30 de enero de 1981): AAS 73 (1981), 201-204; Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 33: AAS 77 (1985), 270; Carta ap. Misericordia Dei, 4-5.
[332] C.I.C., can. 964 § 2. Además, el ministro del sacramento, por causa justa y excluído el caso de necesidad, puede legítimamente decidir, aunque el penitente no lo pida, que la confesión sacramental se reciba en un confesionario provisto de rejilla fija (Cfr. Consejo Pontificio para los textos Legislativos, Responsio ad propositum dubium: de loco excipiendi sacramentales confessiones: AAS 90 [1998], 711).
[333] Cfr. C.I.C., can. 978 § 1 y 981.
[334] Ibid., can. 964; Cfr. Juan Pablo II, Carta ap. Misericordia Dei (7 de abril de 2002), 9: l.c., 459.
[335] Benedicto XVI, Carta para la convocación del Año sacerdotal con ocasión del 150º aniversario del “Dies natalis” de Juan María Vianney, 16 de junio de 2009: l.c., 7.
[336] Cfr. C.I.C., can. 276 § 2, 5°; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18.
[337] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia, 31; Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 26.
[338] Cfr. Benedicto XVI, Mensaje al Card. James Francis Stafford, Penitenciario Mayor, y a los participantes en la XX edición del Curso de la Penitenciaría Apostólica sobre le Fuero interno (12 de marzo de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, 20 de marzo de 2009, 9; Congregación para el Clero, El sacerdote ministro de la Misericordia Divina. Vademécum para Confesores y Directores espirituales (9 de marzo de 2011), 64-134: l.c., 28-53.
[339] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia, 32.
[340] Congregación para el Clero, El sacerdote ministro de la Misericordia Divina. Vademécum para Confesores y Directores espirituales (9 de marzo de 2011), 98: l.c., 39; Cfr. ibid. 110-111: l.c., 42-43.
[341] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 85.
[342] Ibid., 84.
[343] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini, 62; Cfr. Institutio Generalis Liturgiae Horarum, 29; C.I.C., can. 276 § 3 y 1174 § 1.
[344] Catecismo de la Iglesia Católica, 1176, citando Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 90.
[345] Benedicto XVI, Encuentro con los sacerdotes de la Diócesis de Albano, Castel Gandolfo (31 de agosto de 2006): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 36, 8 de septiembre de 2006, 7.
[346] Juan Pablo II, Carta ap. Spiritus et Sponsa, 13: AAS 96 (2004), 425.
[347] Cfr. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini, 66.
[348] Institutio Generalis Liturgiae Horarum, 213.
[349] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2634 – 2636.
[350] Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Simposio Internacional con ocasión del XXX aniversario de la promulgación del Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis, 27 de octubre de 1995, n. 5.
[351] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 22-23; Cfr. Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 26: AAS 80 (1988), 1715-1716.
[352] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 6; C.I.C., can. 529 § 1.
[353] S. Juan Crisóstomo, De sacerdotio, III, 6: PG 48, 643-644: «El nacimiento espiritual de las almas es privilegio de los sacerdotes: ellos las hacen nacer a la vida de la gracia por medio del Bautismo; por medio de ellos nos revestimos de Cristo, somos sepultados con el Hijo de Dios y llegamos a ser miembros de aquella santa Cabeza (cfr. Rom 6, 1; Gál 3, 27). Por lo tanto, nosotros debemos respetar a los sacerdotes más que a príncipes y reyes, y venerarlos más que a nuestros padres. Estos últimos nos han engendrado por medio de la sangre y de la voluntad de la carne (cfr. Jn 1, 13); los sacerdotes en cambio, nos hacen nacer como hijos de Dios, pues son los instrumentos de nuestra bienaventurada regeneración, de nuestra libertad y de nuestra adopción en el orden de la gracia».
[354] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 29; Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16; PaBlo VI, Carta enc. Sacerdotalis caelibatus (24 de junio de 1967), 14: l.c., 662; C.I.C., can. 277 § 1.
[355] Benedicto XVI, Vigilia con ocasión de la Clausura del Año sacerdotal (10 de junio de 2010): l.c., 10.
[356] Cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 22.
[357] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 29.
[358] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Optatam totius, 10; C.I.C., can. 247, § 1; S. Congregación para la Educación Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, 48; Orientaciones educativas para la formación al celibato sacerdotal (11 de abril de 1974), 16: EV 5 (1974-1976), 200-201.
[359] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16; Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo de 1979 (8 de abril de 1979), 8: l.c., 405-409; Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 29; C.I.C., can. 277 § 1.
[360] Pablo VI, Carta enc. Sacerdotalis caelibatus (24 de junio de 1967), 55: l.c., 678-679.
[361] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16; Paolo VI, Carta enc. Sacerdotalis caelibatus, 14.
[362] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16; C.I.C., can. 1036 y 1037.
[363] Cfr. Pontificale Romanum, De ordinatione Episcopi, Presbyterorum et Diaconorum, III, 228, l.c., 134; Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo de 1979 (8 de abril de 1979), 9: l.c., 409-411.
[364] Cfr. Sínodo de los Obispos, Documento acerca del sacerdocio ministerial Ultimis temporibus (30 de noviembre de 1971), II, I, 4: l.c., 916-917.
[365] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16.
[366] Cfr. ibid.
[367] Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo (8 de abril de 1979), 8.
[368] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 29.
[369] Para la interpretación de estos textos, Cfr. Conc. De Elvira, (a. 300-305) can. 27; 33: Bruns Herm. Canones Apostolorum et Conciliorum saec. IV-VII, II, 5-6; Conc. De Neocesarea (a. 314), can. 1: Pont.Commissio ad redigendum C.I.C Orientalis, IX, 1/2, 74-82; Conc. Ecum. Niceno I (a. 325), can. 3: Conc. Oecum. Decr., 6; Sinodo Romano (a. 386): Concilia Africae a. 345-325, CCL 149, (in Conc. de Telepte), 58-63; Conc. de Cartago (a. 390): ibid., 13; 133 ss.; Conc. Trullano (a. 691), can. 3, 6, 12, 13, 26, 30, 48: Pont. Commissio ad redigendum C.I.C. Orientalis, IX, I/1, 125-186; Siricio, decretal Directa (a. 386): PL 13, 1131-1147; Inocencio I, carta Dominus inter (a. 405): Bruns, Cit. 274-277. S. León Mano, Carta a Rusticus (a. 456): PL 54, 1191; Eusebio de Cesarea, Demonstratio Evangelica, 1, 9: PG 22, 82 (78-83); Epifanio de Salamina, Panarion, PG 41, 868, 1024; Expositio Fidei, PG 42, 822-826.
[370] Cfr. S. Congregación para la Educazione católica, Orientaciones educativas para la formación al celibato sacerdotal (11 de abril de 1974), 16: l.c., 200-201.
[371] Benedicto XVI, Vigilia con ocasión de la Clausura del Año sacerdotal (10 de junio de 2010): l.c., 10.
[372] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la plenaria de la Congregación para el Clero (16 de marzo de 2009): l.c., 9.
[373] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 29; 50; Congregación para la educación Católica, Instrucción In continuità acerca de los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al Seminario y a las Órdenes sagradas (4 de noviembre de 2005): AAS 97 (2005), 1007-1013; Orientaciones educativas para la formación al celibato sacerdotal (11 de abril de 1974): EV 5 (1974-1976), 188-256.
[374] Cfr. S. Juan Crisóstomo, De Sacerdotio VI 2: PG 48, 679: «El alma del sacerdote debe ser más pura que los rayos del sol, para que el Espíritu Santo no lo abandone y para que pueda decir: Ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí (Gál 2, 20). Si los anacoretas del desierto, alejados de la ciudad y de los encuentros públicos y de todo ruido propio de esos lugares, gozando plenamente del puerto y de la bonanza, no se confían en la seguridad propia de la vida, sino que agregan multitud de otros cuidados, creciendo en virtudes y cuidando de hacer y decir las cosas con diligencia, para poder presentarse en la presencia de Dios con confianza e intacta pureza, en todo lo que resulta a las facultades humanas; ¿qué fuerza y violencia te parece que serán necesarias al sacerdote, para sustraer su alma de toda mancha y conservar intacta la belleza espiritual? Él ciertamente necesita una mayor pureza que los monjes. Y, sin embargo, justamente él, que necesita más, está expuesto a mayores ocasiones inevitables, en las cuales puede resultar contaminado si, con asidua sobriedad y vigilancia, no hace que su alma sea inaccesible a esas insidias».
[375] Cfr. C.I.C., can. 277 § 2.
[376] Cfr. ibid., can. 277 § 3.
[377] Cfr. Juan Pablo II, Litterae apostolicae Motu Proprio datae Sacramentorum sanctitatis tutela quibus Normae de gravioribus delictis Congregationi pro Doctrina Fidei reservatis promulgantur (30 de abril de 2001): AAS 93 (2001), 737-739 (modificadas por Benedicto XVI el 21 de mayo de 2010: AAS 102 [2010] 419-430).
[378] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16.
[379] Cfr. Pablo VI, Carta enc. Sacerdotalis caelibatus, 79-81; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 29.
[380] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 17; 20-21.
[381] Cfr. Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana (22 de diciembre de 2006): AAS, 98 (2006).
[382] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 17; Juan Pablo II, Audiencia general (21 de julio de 1993), 3: “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 30, 23 de julio de 1993, 3.
[383] Cfr. C.I.C., can. 286 y 1392.
[384] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 17.
[385] Cfr. ibid.; C.I.C., can. 282; 222 § 2 y 529 § 1.
[386] Cfr. C.I.C., can. 282 § 1.
[387] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 17.
[388] Cfr. ibid., 17.
[389] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general (30 de junio de 1993): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 27, 2 de julio de 1993, 3.
[390] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18.
[391] Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003): l.c., 53; 57.
[392] Benedicto XVI, Audiencia general (12 de agosto de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 33, 14 de agosto de 2009, 12.
[393] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Teológico organizado por la Congregación para el Clero (12 de marzo de 2010), l.c., 5.
[394] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 16.
[395] Cfr. ibid., 70.
[396] Cfr. ibid.
[397] Cfr. ibid., 79.
[398] Cfr. C.I.C., can. 279.
[399] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 76.
[400] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Inst. Donum veritatis acerca de la vocación eclesial del teólogo (24 de mayo de 1990), 21-41: AAS 82 (1990), 1559-1569; Comisión Teológica Internacional, Theses Rationes magisterii cum theologia acerca de la relación mutua entre magisterio eclesiástico y teología (6 de junio de 1976), tesis n. 8: “Gregorianum” 57 (1976), 549-556.
[401] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 43; Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Optatam totius, 11.
[402] Benedicto XVI, Videomensaje a los participantes en el retiro sacerdotal internacional (27 de septiembre - 3 de octubre de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 40, 2 de octubre de 2009, 3.
[403] Benedicto XVI, Carta a los seminaristas (18 de octubre de 2010), 6: l.c., 4.
[404] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 3.
[405] Ibid., 14.
[406] Cfr. Congregación para la Educación católica, Orientaciones para el uso de las competencias de la psicología en la admisión y la formación de los candidatos al sacerdocio (29 de junio de 2008), 5: “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 46, 14 de noviembre de 2008, 16-18.
[407] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 19; Decr. Optatam totius, 22; C.I.C., can. 279 § 2; S. Congregación para la Educación Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (19 de marzo de 1985), 101.
[408] C.I.C., can. 279 § 3; Congregación para la Educación Católica, Decretos de Reforma de los estudios eclesiásticos de Filosofía (28 de enero de 2011), 8 ss.: AAS 103 (2011), 148 ss.
[409] Cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 de mayo de 1991), 57: AAS 83 (1991), 862-863.
[410] Cfr. Consejo Pontificio para la Familia, Documento Cristo continua o “Vademecum” para los confesores sobre algunos temas de moral conyugal (12 de febrero de 1997): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 10, 7 de marzo de 1997, 7-11.
[411] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 79.
[412] Cfr. S. Congregación para la Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (19 de marzo de 1985), 76 ss.
[413] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 79.
[414] Cfr. ibid.
[415] Cfr. ibid.
[416] Cfr. ibid.; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Optatam totius, 22; Decr. Presbyterorum Ordinis, 19.
[417] Cfr. Pablo VI, Carta ap. Ecclesiae Sanctae (6 agosto 1966), I, 7: AAS 58 (1966), 761; S. Congregación para el Clero, Carta circular a los Presidentes de las Conferencias episcopales Inter ea (4 de noviembre de 1969), 16: l.c., 130-131; S. Congregación para la educación católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (19 de marzo de 1985), 63; 101; C.I.C., can. 1032 § 2.
[418] Cfr. Congregación para la Educación Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, 63.
[419] Benedicto XVI, Vigilia con ocasión de la Clausura del Año sacerdotal (10 de junio de 2010): l.c., 8.
[420] C.I.C., can. 276 § 2, 4°; Cfr. can. 533 § 2 y 550 § 3.
[421] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 8.
[422] Cfr. S. Congregación para la Educación Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, (19 de marzo de 1985), 101.
[423] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 79.
[424] Cfr. ibid., 70.
[425] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 8.
[426] Cfr. ibid.
[427] C.I.C., can. 278 § 2.
[428] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 8; C.I.C., can. 278, § 2; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 81.
[429] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, 16; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores gregis, 47.
[430] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 79.
[431] Cfr. ibid.
[432] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Optatam totius, 22; S. Congrega-ción para la Educación Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (19 de marzo de 1985), 101.
[433] Benedicto XVI, Homilía de inauguración del Año Sacerdotal con la celebración de las segundas Vísperas (19 de junio de 2009), “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 26, 26 de junio de 2009, 5.
[434] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 79.
[435] Cfr. ibid.
[436] Cfr. C.I.C., can. 970 y 972.
[437] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 77.
[438] Ibid.
[439] Ibid.
[440] Ibid.
[441] Ibid., 41.
[442] Ibid., 77.
[443] Cfr. ibid., 74.
[444] Ibid.
[445] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 82.
[446] Cfr. ibid., 23.
[447] Ibid., 82.
[448] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 65.
[449] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 82.
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