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Jesús ha abierto un camino filial que nos lleva a vivir en intimidad con el Padre. Para seguir este camino el hombre cuenta con la asistencia divina, que no anula su libertad. Todos somos coparticipes de nuestro destino eterno. Con sus acciones libres, el hombre puede acoger la oferta de la amistad divina, y por tanto salvarse o perderse. Quien rechaza el amor de Dios se condena a sí mismo a una completa y eterna frustración. En cambio, quien use su libertad para acercarse a Dios participará en los bienes divinos de un modo personalísimo, descubrirá la grandeza del amor divino. La existencia del cielo y del infierno son para el cristiano una invitación a la vigilancia y a un hondo e intenso apostolado
Narra el libro del Deuteronomio que, acampando Israel en las llanuras de Moab a punto de entrar en la Tierra Prometida, Moisés recordó al pueblo los mandamientos de la Alianza. Puso ante quienes le escuchaban una ley que no era como la de los demás pueblos, pues seguirla era acoger la voz de Dios, convertirse de corazón a Él[1]. Así, los mandamientos aparecían como manifestación de una relación personal con Yahvé; y al contrario, no seguirlos era algo más que no cumplir una serie de preceptos legales: suponía renunciar al amor de predilección del que había sido objeto. Una renuncia que hubiera llevado a Israel a quedar solo con sus nuevos ídolos, con sus miserias; a intentar construir –a imitación de los pueblos que le rodeaban– una orientación para su vida, que, sin embargo, habría perdido su auténtico sentido pues, como dice el Papa, los paganos, «a pesar de los dioses, estaban “sin Dios” y, por consiguiente, se hallaban en un mundo oscuro, ante un futuro sombrío»[2].
La llamada de Dios, a través de Moisés, es conmovedora: «Pongo ante vosotros la vida y la muerte, la bendición y la maldición; elige, pues, la vida»[3]. Elígeme a Mí. Porque no encontrarás la Vida, la auténtica Vida, en otro lugar. Ante esta oferta, el ser humano descubre en su interior una paradoja: en el fondo, y con todas las veras de su ser, desea la vida, y no una vida cualquiera; quiere una vida plenamente feliz. Pero también percibe –y aquí radica lo paradójico del caso– que no sabe en qué consiste, e incluso cuando cree haberla alcanzado descubre que, en realidad, no era eso lo que buscaba[4]. Dios, sin embargo, desvela en Moab cuál es esa realidad desconocida que anhela el corazón: estar con Él[5].
La vida eterna
En la Biblia, Vida se refiere a la unión con Dios. Unión que, de hecho, en el Nuevo Testamento, significa incorporación a Jesucristo. El Verbo encarnado invita a participar del Reino de los Cielos a todos los hombres, para que puedan estar ante «vuestro Padre que está en los cielos»[6]. En cuanto Hijo divino, nos abre un camino filial que lleva a vivir en la intimidad del Padre, a entrar en su morada. «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros»[7]. Cristo viene a la tierra precisamente como «el camino, la verdad y la vida»[8], y nos ofrece mucho más que el mero perfeccionamiento de la naturaleza humana. Jesús trae, en su Persona de Hijo, la cercanía y la amistad divina: «“sabed que fuisteis rescatados de vuestra vana conducta..., no con plata u oro, que son cosas perecederas, sino con la sangre preciosa de Cristo” (1 Pe 1,18-19). No nos pertenecemos. Jesucristo nos ha comprado con su Pasión y con su Muerte. Somos vida suya»[9]. Con Él, la vida divina ya es nuestra. Nos pertenece en la medida en que somos suyos.
La misma idea de comunión con Dios late bajo otra expresión bíblica, la de ver a Dios. Podemos captar mejor el sentido que tal término transmite si recordamos que, en el contexto cultural en que era usado, el soberano resultaba poco asequible a los súbditos. La expresión encierra, por tanto, un matiz de revelación y de asombro: las criaturas humanas estamos invitadas a acceder –sin antecámaras– a la presencia de Dios. Es precisamente la inmediatez de lo divino lo que viene a traer el Verbo, quien, desde su lugar «junto a Dios»[10] se encarna para ofrecer la posibilidad de participar en su misterio y hacernos hijos adoptivos del Padre.
Los discípulos de Cristo, aunque caminen ahora en el claroscuro de la fe, poseen la certeza, como miembros vivos de Cristo, de que al final de su peregrinación les espera el rostro de Dios. Ésta es la gran esperanza que resiste a toda posible decepción; la que da sentido y unifica todas las ilusiones de esta tierra: saber que la verdadera vida, la auténtica felicidad, proviene de la comunión con Jesucristo[11].
La Revelación indica un destino final que está marcado por el misterio de la Trinidad; un destino ya incoado en esta tierra, donde el Espíritu Santo configura a los hombres con Cristo, ligándolos al Padre. La vida eterna, para la persona, es comunión interpersonal con Dios y con las demás criaturas. Como resume el Catecismo de la Iglesia Católica, «esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama “el cielo”»[12]. Un Cielo que no puede entenderse como un monótono pasar del tiempo: se trata de sumergirse en un inmenso océano de amor, sin antes ni después; de entrar en una alegría que nada ni nadie podrá quitar[13].
Ciertamente, el hombre no puede alcanzar este destino por sus propias fuerzas. Parte de la paradoja a la que se hacía referencia al inicio está en que, para la Sagrada Escritura, la santidad es también tarea de cada una y de cada uno, y no sólo atributo de Dios o puro don a la criatura. El hombre ha de elegir a Dios, pero Él no lo dejará solo. Es el mismo Dios en Cristo, por la acción de su Espíritu, el que siempre se adelanta, saliendo a nuestro encuentro, allanándonos el camino, ayudándonos a cumplir sus preceptos, poniendo, en definitiva, su mismo amor en nuestras almas.
Dios ofrece una ayuda que no anula la libertad. Como dice San Agustín, «quien te creó sin ti no te salvará sin ti»[14]; en este sentido, somos coartífices de nuestro destino eterno. A lo largo de la vida terrena nuestras elecciones y acciones, acompasadas por la gracia, modelan en nuestra persona una forma de ser, una manera de pensar, querer, sentir y actuar, acorde –o, en su caso, disonante– con la vida personal de la Trinidad; vida que es Amor, donación recíproca, en su esencia más íntima. Por eso, saber que estamos llamados a participar de esa intimidad debe constituir para el cristiano un acicate para corresponder a Dios y servir al prójimo con más urgencia.
La muerte eterna
Con su libertad, el hombre puede acoger o rechazar la oferta de amistad divina, y por tanto salvarse o perderse. Sobre esta segunda posibilidad existen también abundantes menciones en la Biblia[15], y el mismo Jesús se refiere a este destino, por ejemplo en su discurso escatológico: «dirá el Rey a los que estén a la izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles: porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; era peregrino y no me acogisteis; estaba desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”»[16].
«El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios»[17]. Una situación que conlleva penas y sufrimientos, descritos de modos muy variados en la Biblia: fuego inextinguible, gusano que no muere, llanto y rechinar de dientes, tinieblas[18] … Ese es el destino al que lleva el evadirse de la criatura frente a Dios-Amor que se aproxima, el “no” ante el don que Dios hace de Sí mismo. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que «la pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira»[19]. La completa frustración y vaciedad del condenado son el resultado de haberse libremente alejado de Dios, manantial de vida y alegría[20], de haber elegido repeler o “entristecer” al Espíritu[21]; el Paráclito, en cambio, busca conformar a cada persona con Cristo, vinculándola estrechamente al Padre, poniendo en el alma unos deseos de «siembra de vida eterna»[22].
La perdición eterna constituye el culmen del «mysterium iniquitatis»[23], hasta el punto que puede ser difícil de aceptar que un Dios todopoderoso y amoroso permita que una sola criatura acabe para siempre desterrada de su faz. Tal vez por eso, no faltan quienes han negado la realidad –o la eternidad– del infierno. Sin embargo, al valorar estas posturas conviene tener en cuenta un dato de fe: hay ángeles caídos. Sería incorrecto, por tanto, afirmar que el infierno –entendido como estado perdurable de separación de las criaturas con respecto a Dios– no existe, ya que hay demonios. «La fe cristiana enseña que, en el riesgo del ‘sí’ y del ‘no’ que caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya ‘no’»[24]. Además, el Magisterio y la Tradición han sido muy claros respecto a la realidad y eternidad del infierno[25].
Ciertamente, la Revelación no proporciona información acerca del número de réprobos, ni se define sobre la condena eterna de un hombre concreto. De hecho, la práctica habitual en la Iglesia es rezar por todos los difuntos, sin excluir a aquellos cuyas vidas no concordaban con los mandamientos divinos, pues los cristianos estamos convencidos de que Dios actúa en el corazón del hombre hasta el último latido. ¿Quién puede asomarse al diálogo secreto entre Dios y un hombre moribundo? Pero, a la vez, no se pueden subrayar el amor y la misericordia divinas a expensas de otras verdades, como son la libertad humana o la justicia divina, ni ignorar que el juicio sobre la persona corresponde sólo a Dios: de algún modo, el juicio divino supondrá una sorpresa para el hombre, también para el santo, porque le será revelado lo que estaba oculto incluso para él mismo; es decir, al menos, las consecuencias de todo el bien que ha hecho y el mal que ha dejado de hacer.
“Vida” y “muerte” aparecen ante nuestros ojos como dos caras –antagónicas– de un único misterio: la libertad creatural que responde a un Dios que ofrece amor; la grandeza de un Creador que nos ama tanto que toma realmente en serio nuestras decisiones libres. Salvación y condenación no son dos posibilidades queridas igualmente por el Señor. Él quiere que todos los hombres «se salven y lleguen al conocimiento de la verdad»[26]. “Perderse” significa la cosa más contraria a los planes divinos; quien elige ese camino, acabará oyendo del Señor aquel «no te conozco»[27]: no reconozco en ti, en tus obras, la imagen mía que Yo creé, no has realizado la vocación para la que habías sido llamado.
Por el contrario, leemos en el Apocalipsis cómo el Señor promete a quien persevere «una piedrecita blanca, y, grabado en la piedrecita, un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe»[28]. Un lenguaje lleno de simbolismo y resonancias: por una parte el nombre, en la tradición bíblica, fija el destino y la misión de quien lo lleva. En la unión definitiva del hombre con Dios, la persona es renovada; y la misión y el sentido de su vida, plenamente desvelados. También con una piedra marcada del modo adecuado se invitaba a los banquetes; y así, cuando «toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el amor infinitos de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva»[29], el hombre participará de los bienes divinos de un modo personalísimo, como ningún otro podrá hacerlo. Quien persevere, descubrirá la grandeza con que ha sido amado, y cómo el Amor lo ha esperado a lo largo de toda su vida[30].
¿Somos pecadores? Nuestras ansias de eternidad van unidas al bien que, con la gracia de Dios, a pesar de nuestras miserias, podemos hacer a los demás. ¡Cuánta paz nos dan esas palabras del primer obispo de Jerusalén acerca del apostolado!: «Quien convierte a un pecador de su extravío salvará su alma de la muerte y cubrirá sus muchos pecados»[31]. Entendemos que, por misericordia divina, sea así, pues el que ejerce un verdadero apostolado hace una obra de caridad. Le mueve la amistad con Dios y con los demás: ha aprendido a amar. A quien ha amado mucho, el Señor perdona más todavía: «la caridad cubre la multitud de los pecados»[32].
De este modo, el cristiano debe considerar la existencia del cielo y el infierno no sólo como invitación a la vigilancia, sino más bien como fuente de esperanza. Dios es la justicia, y crea la justicia de modos que no podemos ni imaginar. Respeta la libertad del hombre y no le regatea su gracia, pero no borra todo lo que éste ha hecho. La justicia y la misericordia de Dios son inseparables e infinitas, pero de esta verdad no se puede concluir que cualquier acción humana tenga el mismo valor: eso sí, Él nos asegura que, al final de los tiempos, no permitirá que la maldad tenga la última palabra[33]. Por eso, la consideración de las verdades eternas nos impulsa a hacer un hondo y extenso apostolado, aprovechando todas las oportunidades que se presenten, también mediante encuentros ocasionales en la calle, en un medio de transporte, en una tienda… ¡Cuántas veces estas oportunidades, sólo aparentemente fortuitas, han supuesto para una persona acercarse a la fe y a los sacramentos, a la vida eterna!
Es lógico que acudamos con alegría a Nuestra Madre, poniendo bajo su manto nuestro deseo de estar por siempre con Ella y su Hijo en el Cielo. «Ella es la seguridad, Ella es el principio y el asiento de la sabiduría; y Ella, la Virgen Madre, medianera de todas las gracias, es la que nos llevará de la mano hasta su Hijo, Jesús»[34]. La Virgen nos enseñará a saber responder con generosidad, en todas las circunstancias, a lo que el Señor espera de nosotros; así, cuando llegue el momento del Juicio, no encontraremos a un Juez en el sentido austero de la palabra, sino simplemente a Jesús[35].
J. José Alviar. Universidad de Navarra
Notas
[1] Cfr. Dt 30, 10.
[2] Benedicto XVI, Car. enc. Spe salvi, 30-XI-2007, n. 2.
[3] Dt 30, 19.
[4] Cfr. Benedicto XVI, Car. enc. Spe salvi, 30-XI-2007, n. 11.
[5] Cfr. San Josemaría, Surco, n. 879.
[6] Mt 5, 16.
[7] Jn 14, 2-3.
[8] Jn 14, 6.
[9] San Josemaría, Via Crucis, XIV estación, punto 2.
[10] Jn 1, 1.
[11] Cfr. Benedicto XVI, Car. enc. Spe salvi, 30-XI-2007, n. 25-26.
[12] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1024.
[13] Cfr. Benedicto XVI, Car. enc. Spe salvi, 30-XI-2007, n. 12.
[14] San Agustín, Sermo 169, 13.
[15] Cfr. Mt 5, 22; 11, 23; Mc 9, 43-48; vid. también Is 14, 15; Ez 32, 21-24; Sb 4, 19.
[16] Mt 25, 41-43.
[17] Juan Pablo II, Discurso en la audiencia general, 28-VII-1999, n. 3.
[18] Cfr. Is 66, 24; Mc 9, 42ss.; Mt 5, 22; 13, 42; 18, 8; 25, 30-41; Lc 13, 28; 24, 51; 25, 30; Ap 14, 10-11.
[19] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1035.
[20] Cfr. Juan Pablo II, Discurso en la audiencia general, 28-VII-1999, n. 3.
[21] Cfr. Ef 4, 30.
[22] San Josemaría, Surco, n. 677.
[23] 2 Ts 2, 7.
[24] Juan Pablo II, Discurso en la audiencia general, 28-VII-1999, n. 4.
[25] Cfr. Símbolo Quicumque.
[26] 1 Tm 2, 4.
[27] Cfr. Mt 25, 12.
[28] Ap 2, 17.
[29] San Josemaría, Surco, n. 891.
[30] Cfr. Benedicto XVI, Car. enc. Spe salvi, 30-XI-2007, n. 3.
[31] St 5, 20.
[32] 1 Pe 4, 8.
[33] Cfr. Benedicto XVI, Car. enc. Spe salvi, 30-XI-2007, n. 43-44.
[34] San Josemaría, La Virgen del Pilar, en Libro de Aragón, CAMP de Zaragoza, Aragón y Rioja, 1976, § 13.
[35] Cfr. San Josemaría, Camino, n. 168.
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