El tema en referencia se caracteriza por su dramática actualidad tanto en el ámbito mundial como en el hemisférico y el nacional. La progresiva internacionalización y universalización de la exigencia ética, política y jurídica del reconocimiento, respeto y garantía de los derechos humanos por parte de los estados de la comunidad internacional de naciones a partir de la declaración universal de las naciones unidas de 1948, es tal vez uno de los hechos históricos más positivos del controversial siglo XX y comienzos de este nuevo milenio.
Así como la doctrina de los derechos del hombre y del ciudadano constituyó el “ideario” en el que se inspiraron las revoluciones liberales-burguesas en su lucha contra el despotismo y la opresión de las monarquías absolutistas en Europa y américa en los siglos XVIII y XIX, el movimiento de los derechos humanos es una reacción universal contra los regímenes autoritarios: las dictaduras, las autocracias en general, y en especial las terribles experiencias de los totalitarismos de diverso signo ideológico que asolaron al continente europeo entre las décadas de los años veinte a ochenta del sangriento siglo XX que acaba de terminar.
“Desde los campos de concentración de la Alemania nazi, y los gulags soviéticos, a los campos de exterminio de Camboya, el siglo XX fue testigo de despotismos espantosos” [1].
Las organizaciones de masas, los partidos políticos y los líderes que, sustentados en ideologías fundamentalistas (comunismo, nazismo, y, en menor intensidad totalitaria, el fascismo), tomaron el poder en rusia, Alemania e Italia y transformaron las organizaciones estatales de esas antiguas naciones en perversas y eficientes “maquinarias” para la represión, la persecución, el encarcelamiento y la liquidación moral, psíquica y física de los “enemigos” de “la revolución y el hombre nuevo”, del “partido”, “ de la “raza pura”, de la “nación”.
“Cuando los totalitarismos se funden con los nacionalismos -y esto lo hacen continuamente -escribe Fernando García de Cortázar-, toda la maquinaria humana de destrucción se revoluciona y adquiere abominables formas de exclusión, exterminio étnico o barrido anticultura. Erigida la nación en una instancia viva y su construcción en un imperativo moral, acaba robándonos a las personas nuestra dignidad de seres morales autónomos y consiguientemente nuestros derechos individuales. La versión tribal de la nación ha dominado tantas veces a la constitucional que todavía supura el siglo por esa herida” [2].
En los orígenes más auténticos del pensamiento comunista, en sus más antiguos doctrinarios, así como en los ideólogos del racismo en los que pretendió “legitimarse” el nacional socialismo alemán
“..se encuentran las justificaciones del genocidio, de la depuración étnica y del Estado totalitario, que se blanden como armas legítimas indispensables para el éxito de la revolución y la preservación de sus resultados. Cuando Stalin o Mao llevaron a cabo sus genocidios no violaron los auténticos principios del socialismo: aplicaron por el contrario esos principios con un escrúpulo ejemplar y con una total fidelidad tanto a la letra como al espíritu de la doctrina... El estudio no expurgado de los textos nos revela, por ejemplo, escribe Watson, que el genocidio es una teoría propia del socialismo. Engels pedía en 1849 el exterminio de los húngaros que se habían levantado contra Austria. Da a la revista dirigida por su amigo Karl Marx, la Neue Rheinische Zeitung, un sonado artículo, cuya lectura recomendaba Stalin en 1924 en sus Fundamentos del Leninismo. Engels aconsejaba en él que, además de a los húngaros, se hiciera desaparecer a los serbios y otros pueblos eslavos, a los vascos, bretones y escoceses...Ya en el siglo XX, algunos intelectuales socialistas, grandes admiradores de la Unión Soviética, como H. G. Wells y Bernard Shaw, reivindican para el socialismo el derecho a liquidar física y masivamente a las clases sociales que obstaculizan o retrasan la revolución... El nazismo y el comunismo tienen como objetivo común la metamorfosis, la redención “total” de la sociedad, es decir, de la humanidad. Por ello, se sienten con derecho a aniquilar a todos los grupos raciales o sociales que se considera que obstaculizan, aunque sea involuntaria e inconscientemente -“objetivamente”-, la sagrada empresa de la salvación colectiva. Si el nazismo y el comunismo han cometido genocidios comparables por su amplitud, por no decir por sus pretextos ideológicos, no es en absoluto debido a una determinada convergencia contra natura o coincidencia fortuita debidas a comportamientos aberrantes sino, por el contrario, por principios idénticos, profundamente arraigados en sus respectivas convicciones y en su funcionamiento” [3].
Como los nazis, los comunistas crearon la figura del “enemigo objetivo”:
“Para los primeros, el judío era una entidad precisa, a la que debía erradicarse de la faz de la Tierra. Absoluto revés de lo humano. Para los segundos, la catalogación era difusa y sujeta a los vaivenes de una burocracia criminal, corroída a lo largo de toda su capilaridad, omnívora y necrófaga, cuyo mínimo común político era un ilimitado desprecio por la vida humana” [4].
En efecto, los genocidios, las matanzas colectivas planeadas y ejecutadas desde el poder, en particular el “holocausto” provocado por el régimen nacional socialista alemán (1933-1945), dieron origen al concepto ético, jurídico y político de “crímenes contra la humanidad” y relanzaron la ética de los derechos del hombre y del ciudadano, postulado de las revoluciones liberales burguesas en Europa y América en los siglos XVIII y XIX (1776-1848).
Pero, la ideología y actos del mencionado régimen, contrarios a toda la tradición humanística (agnóstica y teológica) de la cultura occidental y que signaron de horror “dantesco” a la segunda guerra mundial: la violencia y el odio ilimitados, la violación de la dignidad humana o la reducción de personas a la condición de esclavos, de cosas u objetos por el solo hecho de pertenecer a una “raza” calificada de “inferior” para pretender “justificar” el despojo de sus derechos cívicos, la negación de sus creencias y valores, de sus tradiciones, en suma, de su cultura; el confinamiento en campos de concentración, su manipulación en “experimentos” supuestamente “científicos” y su liquidación física en masa, hará que se abandone el concepto “clásico” de los derechos del hombre y del ciudadano y se sustituya por el de los derechos humanos, superándose la filosofía del liberalismo-burgués de unos derechos restringidos al hombre blanco perteneciente a la burguesía decimonónica triunfante.
La noción de la dignidad fundamental de la persona humana, de toda persona, de todas las personas, sin discriminaciones de índole racial, sexual, económica, social, cultural, religiosa, se convierte en el fundamento de los derechos humanos. Y esa dignidad consustanciada a la persona postula la igualdad sustancial, y no meramente “formal” de todos los seres humanos. en la declaración de 1948 se afirma tal principio como sigue:
“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros” (Art. 1); en consecuencia, “Todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley. Todos tienen derecho a igual protección contra toda discriminación que infrinja esta Declaración y contra toda provocación a tal discriminación (Art. 7).
Se trata de una filosofía política que valora a la persona humana como un fin en sí misma, y que, por tanto, se opone a las ideologías “trans-personalistas” que colocan a la “raza”, la “nación”, el “Estado”, “la revolución”, el “partido” y cualquier otro ente colectivo y abstracto por encima del individuo como ser único e irrepetible, con el propósito de “legitimar” su sumisión a esos designios colectivos, y su utilización como tuerca de un engranaje, su sacrificio en aras de la realización de una “utopía colectiva” sangrienta.
“Todos los regímenes totalitarios –afirma Jean Francois Revel en su lúcido y descarnado ensayo, antes citado–, tienen en común ser ideocracias: dictaduras de la idea. El comunismo reposa en el marxismo-leninismo y el “pensamiento de Mao”. El nacionalsocialismo en el criterio de la raza. La distinción más arriba establecida entre el totalitarismo directo, que anuncia de antemano claramente lo que pretende realizar, como el nazismo y el totalitarismo mediatizado por la utopía que anuncia lo contrario de lo que va a hacer, como el comunismo, se convierte en secundaria pues el resultado para los que sufren, es el mismo en los dos casos. El rasgo fundamental de los dos sistemas, es que los dirigentes, convencidos de estar en posesión de la verdad absoluta y de dirigir el transcurso de la historia para toda la humanidad, se sienten con derecho a destruir a los disidentes, reales o potenciales, a las razas, clases, categorías profesionales o culturales que consideran que entorpecen, o pueden llegar un día a entorpecer, la ejecución del designio supremo... Para cualquier totalitarismo, el individuo, sea o no judío, debe ser aniquilado. El “hombre nuevo” soviético debe ser idéntico a los demás hombres soviéticos. Es una pieza de la gran maquinaria socialista. El “hombre-pieza” tan querido por Stalin merece un brindis que el “padrecito de los pueblos” no duda en hacerlo. “Bebo”, exclama, “por esa gente sencilla, corriente, modesta, por esos engranajes que mantienen en funcionamiento nuestra gran máquina del Estado” [5].
García Pelayo en su ensayo “sobre la sacralización del estado” se refiere a esa característica de los estados totalitarios:
“Es sin duda cierto que en estos regímenes se ha producido una transfiguración de lo profano en sacro, pero lo que se sacraliza esencialmente en el nacionalsocialismo es la raza o el mito de la sangre cuyo resultado ideológico es el Partido al que se subordina rigurosamente el Estado como puro instrumentum regi. Lo que se sacraliza, lo que opera como Ersatz de la divinidad en el sistema soviético son las “leyes objetivas de la historia”, que son omnipotentes puesto que arrasan todo lo que se les oponga y que contienen un mensaje de esperanza puesto que conducen inexorablemente a la liberación definitiva del género humano, de donde se desprende que oponerse a ellas es estúpido y criminal. Las leyes objetivas de la historia vienen a ser, así, la secularización de la Providencia, pero como su interpretación no puede dejarse al arbitrio de cada uno, sólo el Partido tiene el poder de definición, que, a la larga, es infalible. Los militantes son criaturas del Partido al que le deben todo y al que han de sacrificar no sólo la vida, sino también el honor. El Partido, en fin, es una unidad monolítica, una especie de túnica inconsútil en la que no caben fisuras: quien ponga en cuestión su interpretación de la doctrina ataca la unidad del Partido fuera de la cual no hay salvación. Y el Estado, por su parte, no es más que instrumento de ejecución de las interpretaciones y decisiones del Partido [6]”.
En la espeluznante expresión de George Orwell
“La libertad es la esclavitud. Dos y dos son cinco. Dios es el poder”.
En la “Gran enciclopedia soviética” de 1977 se define al estado totalitario en estos términos
“Los Estados totalitarios se caracterizan por una estatificación de todas las organizaciones legales, los plenos poderes discrecionales (no limitados por ley) concedidos a las autoridades, la prohibición de las organizaciones democráticas, la liquidación de los derechos y libertades constitucionales, la militarización de la vida social y la represión dirigida contra las fuerzas progresistas y los disidentes en general”.
En esa definición, las ironías del discurso y su relación con la realidad, el régimen soviético esbozó su propio retrato.
”Para cualquier totalitarismo, el individuo, sea o no judío, debe ser aniquilado. El “hombre nuevo” soviético debe ser idéntico a los demás hombres soviéticos. es una pieza de la gran maquinaria socialista. El “hombre-pieza” tan querido por Stalin merece un brindis que el “padrecito de los pueblos” no duda en hacerlo. “Bebo”, exclama, “por esa gente sencilla, corriente, modesta, por esos engranajes que mantienen en funcionamiento nuestra gran máquina del estado”.
La dignidad humana implica que nadie, ninguna persona puede ser reducida a la categoría de medio o instrumento al servicio de unos fines “superiores”. no hay fin superior a la persona, al menos en el plano de la Ética, la Política y el derecho que se inspiran en la filosofía del “humanismo personalista”. asunto diferente es el de las religiones monoteístas que se sustentan en la creencia de un ser superior al hombre: dios. sin embargo, para el cristianismo y el judaísmo la dignidad humana es una proyección divina, pues el hombre ha sido creado a imagen y semejanza del creador del universo.
Lo cierto es que desde el momento en que la mayoría de los estados integrados a la organización de las naciones unidas suscribió la declaración de 1948, puede decirse que los derechos humanos se transformaron en una plataforma ética común de la humanidad.
“La Asamblea General –dice el Preámbulo de esa Declaración-Proclama la presente Declaración Universal de los Derechos Humanos como ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las instituciones inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren, por medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados Miembros como entre todos los territorios colocados bajo su jurisdicción”.
Es lo que explica que en estos comienzos de milenio las actuaciones de los gobiernos y los estados (por órgano de sus agentes y funcionarios) de las diferentes naciones del orbe se juzguen teniendo como parámetro el reconocimiento, garantía y respeto a los derechos humanos. se rechaza a los regímenes autoritarios por desconocer los elementales derechos que conforman la libertad-participación del pueblo en la formación de la voluntad política del estado, además de la sistemática violación a los otros derechos fundamentales de la persona ( caso cuba, por ejemplo), y se critica severamente a los gobiernos que a pesar de contar con una legitimidad democrática de origen derivada de la consulta popular expresada mediante el sufragio ( libertad-participación), amenazan, restringen y violan derechos asociados a la libertad-autonomía ( vida, integridad física, psíquica y moral, debido proceso, presunción de inocencia, derecho a ser juzgado en libertad, libertad de expresión), e incumplen los deberes institucionales vinculados con la satisfacción oportuna de los derechos sociales: empleo, vivienda, seguridad social ( caso Venezuela, por ejemplo).
Henrique Meier en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 Amiel, Raúl. De liberticidas a libertarios. www.elgusanodeluz.com. 15 de abril de 2005.
2 García de Cortázar, Fernando (2004). Breve historia del siglo XX. de bolsillo. España, p.18.
3 Revel, Jean François (2001). La Gran Mascarada. Taurus. España. p.28.
6 García-Pelayo, Manuel (1991). sobre la sacralización del estado. en Obras Completas. centro de estudios constitucionales. Madrid. tomo III. p. 2.293.
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