1. Planteamiento
La intención que anima estas páginas es muy simple: aprendet. El san Josemaría Escrivá de Balaguer sembró innumerables enseñanzas a lo largo de su fecunda vida de servicio a Dios y a los hombres. De su doctrina, clara y precisa, puede aprenderse constantemente, pues se proyecta toda ella a la vida cotidiana en lo que tiene de permanente: el amor incondicional como respuesta a la vocación divina de santidad personal. No se trata, pues, de reflexionar sobre una teoría que se avalora en la situación histórica en que ha sido formulada; sino de comprender las implicaciones prácticas que inciden en cada momento y circunstancia de la vida ordinaria de todo cristiano [1]. Más bien, lo que corresponde es reactualizar su doctrina, como luz para el conocer, y su vida como espuela de la voluntad, entendiendo con mayor profundidad aspectos que, estando claramente expresados, encierran mayor riqueza de la que acaso pueda percibirse al principio.
El amor a la libertad personal es una de esas inagotables fuentes de sentido, pues resulta «una consecuencia de la filiación divina del cristiano, y la raíz o medio, como se prefiera decir, de su trabajo apostólico en el mundo: es, desde luego, uno de los temas preferidos por Escrivá de Balaguer, y como un distintivo del Opus Dei, el punto socialmente más delicado, y a la vez más importante de su fisonomía espiritual» [2]. Él mismo lo declaraba así: «no quiero sino ayudar por los caminos del espíritu a la libertad y a la dignidad del hombre» [3]. El eros pedagogicus que –al decir de P. Berglar– era «característica fundamental y específica de la personalidad de S. Josemaría Escrivá de Balaguer» [4], le llevaba a insistir en la responsabilidad como la otra cara de la libertad [5]; consideración necesaria para no confundir el genuino sentido de ésta. No es que esta idea, como muchas de las que vendrán después en el texto en torno a la libertad (libertad que no debe confundirse con el libertinaje, que el que abusa de ella acaba perdiéndola, etc.) así como la idea de que unidad no significa uniformidad, y otras; no es que sean ideas originales o novedosas: ya en la época del san Josemaría Escrivá eran patrimonio común. Lo que se destaca aquí es que dando por supuesto su existencia, se realza la originalidad con que en algunos casos las ha recogido nuestro autor.
El sentido de la libertad personal en el san Josemaría es pluridimensional por su carácter radical y ofrece otras perspectivas igualmente enriquecedoras. Una de ellas va a ser atendida en este estudio: la exigencia de confianza que la libertad comporta. Esta faceta –la confianza como exigencia natural del ejercicio de la libertad personal– no sólo es compatible con la responsabilidad, sino que cabe decir que es una consecuencia directa de la misma. El cristiano se hace cargo de su libertad respondiendo de sus actos ante Dios y ante los hombres; y la proyecta en el trato con ellos como confianza, siendo así ésta la disposición social básica que debe conformar las relaciones humanas. Si, además, la libertad es «el objetivo esencial de todo proceso de formación, tal como la entiende el Fundador de la Universidad de Navarra» [6], la confianza en los que aprenden y se forman pasa a ser el primer e imprescindible requisito para el educador que quiera realizar verdaderamente una educación en la libertad. Es un principio de rango superior en el orden de la finalidad educativa.
Aunque no es una tarea fácil, especialmente en la época actual, en la que parece haberse hecho ley el conducirse «en la línea de ese refrán desgraciado: piensa mal y acertarás» [7]; es un propósito irrenunciable para el educador. Si decae en él esa actitud de confianza, priva a quien educa de uno de sus mejores dones.
2. La filiación divina: raíz de la libertad personal
«No por la fuerza, sino con libertad» [8], suplica San Pablo a Filemón, para que acoja con amor a su esclavo Onésimo cuando retorna. Podría ser un buen lema para todo el apostolado y la enseñanza de san Josemaría Escrivá de Balaguer, pues toda violencia a la inteligencia y a la voluntad le parecían un atentado ignominioso a la dignidad humana, y máxime cuando estaba en juego la respuesta a la vocación divina, núcleo esencial de la libertad. Respecto a la proyección de la libertad en su despliegue vital, él adoptó otro lema parecido que afronta sin tapujos el fruto de esa libertad radical: «me gusta ese lema: "cada caminante siga su camino", el que Dios le ha marcado, con fidelidad, con amor, aunque cueste» [9]. Es una primera consecuencia de la libertad ejercida: reparar en que no hay dos caminos iguales y, por tanto, la unidad de espíritu no puede decantarse en uniformidad de acciones. Así se entiende la fecunda enseñanza del Espíritu Santo en Pentecostés: «la maravilla de la Pentecostés es la consagración de todos los caminos: nunca puede entenderse como monopolio, ni como estimación de uno solo en detrimento de los otros. Pentecostés es indefinida variedad de lenguas, de métodos, de formas de encuentro con Dios: no uniformidad violenta» [10]. No puede ser de otra manera: ante el intento de uniformar las acciones –que puede abocar incluso en el empeño por uniformar las conciencias– sólo cabe la pena y el deseo de cambio [11].
Es un empeño arduo y costoso para vivirlo en las relaciones humanas y especialmente en las tareas de formación. Dejarse llevar por una cierta aspiración de uniformidad es un resultado comprensible hasta cierto punto, si se parte de una perspectiva bienintencionada, pero meramente filantrópica. Si en la actuación educativa se tiene presente como guía concreta un cierto modelo humano, es lógico pretender ajustar a dicho patrón las individualidades, para su propio beneficio; y aún mayor será la búsqueda de lo homogéneo en la formación humana cuanto más excelso sea ese modelo. Sin embargo, cuando no hay tal modelo orientador –ideal o real–, sino que la inspiración es un hondo sentido de la filiación divina, se ilumina la ineludible diversidad individual que suscita la libertad humana. Así ocurre cuando se sabe y se vive que «no destruye el Señor la libertad del hombre: precisamente Él nos ha hecho libres. Por eso no quiere respuestas forzadas, quiere decisiones que salgan de la intimidad del corazón» [12].
Precisamente porque Dios nos quiere suyos, afirma y promueve nuestra libertad. Nos quiere entregados plenamente a Él; pero –pues nos creó libres– no cabe otra entrega que la realizada desde la plenitud de la libertad. La defensa de la libertad humana, «la prioridad fundante de la libertad, nace en Monseñor Escrivá de Balaguer, no por pretensión de originalidad o de adaptarse al espíritu del tiempo, sino de una humilde y profunda aspiración a vivir el Evangelio» [13]. Y para él, vivir el Evangelio consistió en dedicarse a su específica vocación divina, descubierta el 2 de Octubre de 1928. Podía decir entonces de modo tan sencillo como veraz que «el espíritu del Opus Dei, que he procurado practicar y enseñar desde hace más de treinta y cinco años, me ha hecho comprender y amar la libertad personal» [14].
El sentido cristiano de la libertad germina en la entraña del Opus Dei al calor de la filiación divina: «saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres» [15].
La libertad se revela así –en la fina y profunda comprensión de Cervantes– como «uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos» [16], El san Josemaría descubrirá la raíz de este encomio de la libertad, que no es una mera glosa literaria: es regalo que proviene del Calvario, por el cual el cristiano ya no vive sólo en libertad, sino «con la libertad de los hijos de Dios, que Jesucristo nos ha ganado muriendo sobre el madero de la cruz» [17]. Ciertamente, es posible que alguien renuncie a vivir libremente; al hacerlo no sólo pierde un gran don recibido, sino que también se pierde a sí mismo en una esclavitud que le sustrae el sentido último de su existencia [18].
Desde una gracia actual especial el san Josemaría caló hasta el fondo esta realidad aportando así un original enfoque y realce. Y es significativo que baya ocurrido en la época actual, en cuya cultura la libertad se quiere auto-fundada, renegando de su referencia originaria: el amor de Dios hacia el hombre. En efecto, «el pensamiento moderno ha exaltado la libertad como fundamento de sí mismo y como constitutivo último del hombre. Por este camino, la libertad se ha identificado con la espontaneidad de la razón, o del sentimiento, o de la voluntad de poder» [19].
En este certero diagnóstico de Cornelio Fabro se ofrecen las claves para entender los engaños, las trampas y las insuficiencias de muchas proclamas actuales sobre la eminencia de la libertad. En conjunto, puede afirmarse que el pensamiento moderno entiende y vivencia la libertad como el fundamento último de la condición humana. Es indicativo a este respecto que dos influyentes pensadores de la modernidad, considerando el fin final de la existencia humana, antepongan la consecución de la libertad a la prosecución de la felicidad: es el caso de Rousseau y de Kant. En éste, la aspiración a la felicidad es incluso el más característico rasgo del egoísmo y la hipocresía moral.
Sin embargo, la felicidad –aunque entrañe muchas dificultades en su concepción, sentido y alcance, así como serios impedimentos en su realización– significa siempre apertura a la realidad: al mundo, a los hombres y a su Creador. Si se remplaza el afán de felicidad por la afirmación de la libertad auto-fundada como fuente de sentido último, ésta clausura al hombre en sí mismo: en la concentración egocéntrica de su libertad, que se vierte en el quehacer insistente de la liberación. Entonces, la libertad como fundamento sólo puede resultar auto-fundada, pues cualquier otro elemento –divino o humano– que pretendiera darle sentido la desvirtuaría en su pretendido carácter de absoluto fundamento último. Una libertad así entendida sólo puede realizarse como espontaneidad nativa, auténtica y originaria, según señala C. Fabro. Al aplicarse a las facultades operativas esenciales del hombre se manifiesta en la cultura moderna en forma de: el racionalismo. del cientificismo –la espontaneidad de la razón–, la dispersión moral del emotivismo ético –la espontaneidad de los sentimientos y la dictadura totalitaria de la «mayoría democrática»– la espontaneidad de la voluntad de poder. Es la libertad entendida como independencia absoluta y desvinculada, que sólo debe dar razón de su coherencia interna en su despliegue como espontaneidad.
Frente a ella, san Josemaría afirma y ratifica «la legítima independencia personal de los hombres» [20]; pero dicha independencia «no sólo remite a la ausencia de coacción, a lo que se ha dado en llamar "libertad-de". Se refiere, ante todo, a la "libertad-para": a la libertad entendida más como proyecto y compromiso que como independencia [absoluta] y desvinculación» [21]. De este modo, es como la libertad está hermanada con la responsabilidad, y resulta entonces imprescindible obrar «sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana» [22]. Desde esta concepción de la raíz originaria de la libertad la filiación divina debe concluirse que consiste en la entrega a la Voluntad Divina y el servicio a los hombres.
3. El sentido de la libertad personal: la donación
La noción de la libertad como auto-fundada y referida a sí misma, ha calado hondo en muchas conciencias que ceden a la pretensión de una autonomía radical, de un dominio de sí, que en realidad les convierte en esclavos que «se dejarán arrastrar por la vanidad pueril, por el engreimiento egoísta, por la sensualidad» [23]. Y lo que es peor si cabe: corren el riesgo de perder la fe; riesgo más grave en tanto que, al defender esa libertad reducida, no se menciona para nada la fe, pues esa doctrina sobre la libertad parece establecerse exclusivamente en el nivel antropológico. Sin embargo, incita eficazmente a una conversio ad creaturas que concluye trágicamente en la aversio a Deo. «Atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el libertinaje. Desgraciadamente es eso lo que algunos propugnan; esta reivindicación sí que constituye un atentado a la fe» [24].
El san Josemaría advertía de la sutileza latente en esa interpretación de la libertad que siendo en realidad un reduccionismo, se presenta continuamente con el rango de una nobleza idealista bajo el lema de lo denominaba la libertad de conciencia. Apuntaba que «no es exacto hablar de la libertad de conciencia, que equivale a avalorar como de buena categoría moral que el hombre rechace a Dios» [25], Uno de los mensajes insistentes de Juan Pablo II en su pontificado, de gran calado antropológico, es que el hombre sólo se conoce y se encuentra en Dios, especialmente en Jesucristo, Redemptor hominis. Esta dependencia es rechazada teórica y prácticamente por la libertad de conciencia que afirma al sujeto por encima de otra realidad. Así el hombre pierde a Dios y niega su filiación divina, fuente de los más nobles dictados íntimos [26]. Pero no sólo eso: el hombre también se pierde a sí mis1no entonces en la irresolución, en una indecisión forzada por el rechazo de todo compromiso; pues –«el que no escoge, ¡con plena libertad! – una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros, vivirá en la indolencia –como un parásito–, sujeto a lo que determinen los demás» [27]. Se pierde la referencia a la norma y al bien, pero también se pierde uno a sí mismo [28].
Frente a la libertad de conciencia opondrá el lema de la libertad de las conciencias [29], que no consiste en una libertad de, –sino que es plenamente una libertad–para: para entregarse a Dios, por amor. Al afirmar que «por amor a la libertad) nos atamos» [30] se contradice a esa libertad de conciencia. La entrega enamorada a la voluntad divina es el genuino sustento de la promoción de la libertad personal. Esta verdad es refractaria a la actitud egoísta que puede derivarse de la denominada lihertad de conciencia, que es acaso el mayor freno cultural para la comprensión de la lucha ascética. El san Josemaría se esfuerza en ser claro en este asunto: «nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad» [31]. Se descubre así una afirmación de la libertad personal más radical aún, pues tiene como objeto a Dios, y llega a ser condición indispensable para conocerle y para amarle. «Para perseverar en el seguimiento de los pasos de Jesús, se necesita una libertad continua un querer continuo, un ejercicio continuo de la propia libertad» [32]. Hasta tal punto, es así que cabe decir que «sin libertad no podemos corresponder a la gracia; sin libertad, no podemos entregarnos libremente al Señor, con la razón más sobrenatural; porque nos da la gana» [33].
Sobre las expresiones aquí citadas de «libertad de conciencia» y su correcta alternativa «libertad de las conciencias» que utilizó nuestro autor habría que tener en cuenta que es una distinción del magisterio eclesiástico. Concretamente la usa Pío XI en la Non abbiamo bisogno (1931), por lo que parece lógico que la utilizase fielmente el san Josemaría. Como terminología ha caído en desuso.
Pablo VI y Juan Pablo II hablan muchas veces de «libertad de conciencia» indicando un aspecto o un modo de hablar de la libertad religiosa; dejando claro, desde luego, que se trata de una libertad jurídico-social, no de una autonomía moral frente a la ley divina ni un criterio de verdad.
«Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás, por amor a mi Señor Jesús [34], La entrega a Dios encuentra así su réplica inmediata en el servicio y la ayuda a los hombres, puesto que El no sólo nos ha creado, sino que nos ha amado. Por eso, la misión de servir «se compagina perfectamente con el amor a la libertad, que ha de impregnar el trabajo de los cristianos» [35]. El ser humano tiene a su cargo el uso y plenificación de su libertad personal, y la indicación primaria para ello no puede estar más clara: entregarse para servir. «Hombre libre: sujétate a voluntaria servidumbre» [36].
Una entrega así entendida no es particular, esto es, de cosas concretas que se poseen; pero tampoco es general, en cuanto que vaga y difusa: es entrega de sí mismo a través de las obras personales, reactualizando así la entrega de Jesucristo en su obra redentora. Es la donación de la propia libertad como respuesta a la donación divina de la vida [37].
Ocurre aquí lo que se ha señalado respecto de san Josemaría: su doctrina no sólo es pensamiento, susceptible de ser analizado e interpretado desde otras instancias teóricas. Es también vida, manifestada en las obras, que deben ser reactualizadas para conseguir una justa comprensión de la doctrina. En este caso, respecto de la libertad como disponibilidad y entrega, la consideración ascética se abre a la contemplación antropológica. La entrega de sí al Amor Divino no es sólo una práctica buena y deseable, pero posible entre otras varias: es la vía idónea para el conocimiento radical del ser humano que se revela en la dependencia de su libertad [38]. La donación en libertad, o el valor donal de la libertad humana por medio de las obras, perfecciona íntegramente a la persona, no sólo en el querer y en el hacer, sino también en el conocimiento real de sí misma, rompiendo las fronteras del yo para abrirse a los demás y encontrarse en ellos, para que su vida se actualice coexistiendo con el mundo, con los otros y con Dios [39].
La confianza: exigencia de la libertad personal ¿Cabe una donación libre sin confianza? ¿Es posible una coexistencia personal, pero recelando de la acogida del otro? Realmente, no es posible, y de entrada parecería que basta con lo dicho para que quede asentado el valor de la confianza en toda relación humana, y especialmente en la relación educativa.
No obstante, resulta imprescindible en nuestros días reflexionar sobre el significado y alcance de la confianza, entendida como actitud humana básica en la comunicación y en la donación. La causa de estas reservas –cabría decir de la desconfianza ante la confianza– no es otra que la equivocada concepción y la vivencia errónea de la libertad como independencia desvinculada, según se ha comentado. Una consecuencia reactiva del falso principio de la libertad de conciencia es precisamente preservar la intimidad de toda apelación ajena, para lo cual debe reservarse la propia conciencia bajo siete llaves. En la misma noción actual de confianza se rastrean las nocivas influencias de un subjetivismo y de una autonomía absoluta. En el uso del término aparecen diversas acepciones que recoge fiel y rigurosamente el diccionario [40]. Así, sí puede definirse la confianza positivamente como «esperanza firme que se tiene de una persona o cosa», o como «ánimo, aliento, vigor para obrar», también puede recogerse alguna acepción de valor oscilante, como «seguridad que uno tiene en sí mismo» [41].
Confiar es una acción dimanada del uso recto de la libertad, que no puede dejar de aplicar a otros lo que querríamos que nos aplicaran a nosotros. Así, también resulta fruto de la responsabilidad, pues la confianza, entonces, no es sino la proyección positiva de un primer principio práctico que reconoce la razón natural: «no hagas a otro lo que no quisieras que te hicieran a ti».
El término "confiar)) tiene una consideración genérica y algo indefinida en la concepción de "esperar con firmeza y seguridad", y otra referencia más particular y concreta en el «encargar o poner al cuidado de alguien algún negocio u otra cosa», o en la que interesa mucho aquí: «depositar en alguien, sin más seguridad que la buena fe o la opinión que de él se tiene, la hacienda, el secreto o cualquier otra cosa». Y respecto al significado de ''depositar" es especialmente valiosa la 3ª acepción del término que se refiere en el diccionario: «poner a una persona en lugar donde libremente pueda manifestar su voluntad, habiéndola sacado el juez competente de la parte donde se teme que le hagan violencia».
Cabe pensar que ésta era la motivación principal de la confianza en el trato humano que vivía san Josemaría, y que tan acentuada estaba en él, que no temía sufrir sus posibles consecuencias negativas –que por cierto las sufrió a lo largo de su vida–. La íntima convicción de que «Dios ha querido que seamos cooperadores suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad» [42], le llevaba coherente y espontáneamente a correr él mismo ese riesgo en sus acciones, en su apostolado y en las tareas de formación, defendiendo a las personas de toda suerte de violencia coercitiva.
En el Beato Josemaría, la confianza aparece caracterizada por tres disposiciones de carácter humano con raíz sobrenatural: acogida, abandono y esperanza. La acogida no es meramente un hospedaje: la concesión de un lugar donde alojar la individualidad sin perturbar a otros; sino que significa proximidad, cercanía personal ofrecida como invitación –siempre respetando la libertad– a la compañía íntima: «se ha hecho tan pequeño –ya ves: ¡un Niño!– para que te le acerques con confianza» [43]. Ante esta invitación de acogida la respuesta sincera es el abandono, que no significa desidia o indiferencia, sino al contrario, vivo ejercicio de la responsabilidad personal, que buscando la necesaria seguridad en la acción, se reconoce impotente para obrar solamente desde sí misino. Es la «arriesgada seguridad del cristiano» [44] que sustenta su confianza en el abandono en la Omnipotencia Divina: «¡Oh, Dios niño: cada día estoy menos seguro de mí y más seguro de Ti!» [45]. La última dimensión, consecuencia de las anteriores se refiere más directamente a la acción: es la virtud de la esperanza, que san Josemaría define –sin pretensión de exclusividad– como la «seguridad de que Dios nos gobierna con su providente omnipotencia, que nos da los medíos necesarios» [46]. La esperanza es el reconocimiento agradecido a la acogida divina que «jamás se cansa de escuchar», y que, mediante nuestro abandono, convierte nuestra debilidad personal en «una fortaleza irresistible» [47].
Aquí se sugiere el impedin1ento subjetivo de la confianza, que no es otro que esa debilidad –"nulidad personal"– comprobada en nosotros y proyectada o atribuida a los otros. En efecto: superados los errores de una libertad mal entendida, hay todavía que vencer el temor a los desengaños y deslealtades que acompañan frecuentemente a la confianza depositada en los hombres, a causa de su fragilidad. La toma de conciencia de esta realidad constituye una de las vivencias hondas y dramáticas de la coexistencia humana. Cabría pensar precipitadamente que una cosa es la confianza en Dios y otra la confianza en los hombres: aquélla puede otorgarse sin medida; ésta debe refrenarse prudentemente para evitar el engaño. A Dios podemos dirigirnos con absoluta confianza [48]. Pero, ¿puede hacerse lo mismo con los hombres?
Distinguiendo netamente entre la confianza en Dios y la confianza en los hombres, lo cierto es que san Josemaría, no las diferencia en su raíz y en su contenido, sino sólo en su intensidad; y siempre, como criterio operativo, aproxima la confianza humana a la divina. Uno de sus textos donde más vigorosamente se afirma la exigencia de confianza en los otros se inscribe –como tantísimas veces en su vida– en la meditación de un pasaje evangélico: es la cuestión del tributo al Cesar [49]. Al comentarlo, san Josemaría destaca el irónico elogio que hacen al Señor –«Maestro, sabemos que eres veraz [...]»–, es la intención artera de confundir. Glosando estas conductas, más que para reprenderlas, para obtener una enseñanza provechosa, comenta: «me paro de intento en estos matices, para que aprendamos a no ser recelosos, pero sí prudentes» [50]. La enseñanza obtenida de los desconfiados, es así la necesidad de la confianza en el trato humano [51].
La motivación de la confianza es –tal y como aparece en el texto– el respeto a la dignidad de la persona y su condición de hijo de Dios; o, dicho de otro modo, «el conocimiento y el convencimiento absoluto de nuestro destino sobrenatural» [52] y «esa confianza que Dios deposita en ti» [53]. Puede haber distinción respecto de la confianza en Dios y la confianza en los hombres, pero una es causa de la otra, y no de un modo meramente lógico, sino real.
Por la filiación divina –vivida, no sólo pensada o proclamada– se ha descubierto el sentido pleno de la libertad humana que, en tanto que libertad personal, se contempla como don de Dios. Gracias a la libertad somos capaces de dar y darnos: damos libremente la libertad que se nos ha dado [54]. Esta respuesta donal en el trato humano, no parece ser otra cosa que la confianza.
Respecto de la acción personal, la responsabilidad acompaña a la libertad, indisolublemente unidas en su ejercicio. Mas si se considera la acción en tanto que dirigida a otros y realizada con otros, la libertad donal se vierte en confianza, porque sólo así puede ayudarse efectivamente a que la libertad de los demás se realice también como don, al dejarles –y animarles– a que obren y se manifiesten con libertad.
Es lógico y comprensible que san Josemaría cuidara vivamente la confianza en su trato con todos. Así lo señala Monseñor Javier Echevarría: «mostraba una gran confianza con ellos, desde el momento que los conocía, como con todas las almas que se le acercaban para pedirle un consejo o una orientación. Su conducta se inspiraba en este principio: prefiero que me engañe uno a dejar heridos a quienes vengan a mí. Y lo fundamentaba así: si el Señor, a pesar de mi miseria personal –¡qué es tanta!– me trata con confianza, así debo yo proceder con todas las almas y más aun –si cabe– con mis hijos» [55]. La justificación que añade Monseñor Javier Echevarría remite directamente al ejercicio de la libertad, utilizando una expresión coloquial de san Josemaría: como los miembros del Opus Dei «andan sueltos, según palabras del Fundador, es decir, trabajan y están donde quieren, si hubiese esa confianza real, basada en la formación, se perdería la eficacia apostólica. [...] Deseaba que se diera esta libertad a todas las almas también a los niños» [56].
Este aprecio a la confianza se extendía, pues, a todos, incluso a los niños; de ahí la trascendencia educativa que tiene. Las referencias más directas de san Josemaría se encaminan a la educación familiar [57], pero cabe extender igualmente esta recomendación para la educación escolar. La experiencia enseña bien a las claras la multitud de problemas académicos que nacen de un trato receloso Y suspicaz entre profesores y alumnos; éstos porque ven amenazada su libertad; aquéllos porque se desesperan ante la aparente falta de resultados.
Aquí radica muy posiblemente la causa psicológica de la desconfianza en la educación, por parte de los educadores: la previsible falta de respuesta de resultados esperados si se confía en los aprendices. Es la misma situación en el profesor que en quien gobierna un grupo humano; si acaso, podría decirse que se agudiza mas en el gobierno que en la formación, pues de él depende directamente la convivencia de los gobernados. San Josemaría tampoco hacía excepciones aquí, pues tenía la convicción de que «cuando el que manda es negativo y desconfiado, fácilmente cae en la tiranía» [58] y atenta así –frecuentemente sin ser consciente de ello– contra la libertad personal.
La clave para entender esta valentía en depositar confianza radica en la finalidad última que tienen ambos quehaceres, gobierno y formación si se contemplan con sentido humano y sobrenatural: no se definen por las tareas realizadas, sino por la mejora personal de los agentes al realizarlas. Entendiéndolo así la confianza no se opone a la responsabilidad de educadores y gobernantes, sino que, muy al contrario, es consecuencia de ella. Desde la perspectiva del perfeccionamiento humano –culminando en santificación personal para el cristiano– el ser gobernado coincide esencialmente con el ser enseñado en la finalidad y en la vía del trabajo, siempre gozando de confianza, pese a los fallos humanos [59].
Se apunta aquí el verdadero sentido de la confianza, que no consiste tanto en fiarse de las palabras o de los hechos, como en defender y afirmar la libertad personal de los demás, no con encendidos discursos sino de modo sencillo: con obras, otorgando el reconocimiento de dicha libertad mediante la confianza, que no se dirige asía los posibles resultados, cuanto a la vocación de los otros, y a la esperanza consecuente.
San Josemaría citó y meditó repetidas veces el texto evangélico que definía el apostolado de Jesucristo: empezó a hacer y a enseñar [60]. En el trato humano, la confianza se otorga y se percibe en las obras, no en las palabras; no debe demostrarse, sino mostrarse. Y entre esas obras de confianza están también la corrección y la exigencia, como ayuda necesaria que reclama la responsabilidad de quienes gobiernan y quienes colaboran en la formación, pero realizadas de tal manera –precisamente, con confianza– que no supondrán nunca ofensa para los que son corregidos y ayudados a exigirse, salvo que prevalezca en ellos la vanidad o la soberbia: la soberbia que nace de una errónea y vana valoración de la libertad auto-fundada. Y, por supuesto, es posible esperar obediencia; pero no será nunca una obediencia ciega, sino una «obediencia inteligente» [61].
Tanto la actualización constante de la filiación divina, como el ejercicio cuidado de la libertad personal vertida en confiar y dar confianza son un aprendizaje arduo y esforzado y, sin duda, difícil. El mejor lema para aprender a confiar, acaso pueda formularse parafraseando otro lema de san Josemaría Escrivá de Balaguer, refiriéndose a una cuestión hermanada de fondo con la confianza. Igual que afirmó que «para servir, servir» [62], podríamos concluir también que «para confiar, confiar».
Concepción Naval en dadun.unav.edu
Notas:
1 Como ha señalado L. Polo, la hermenéutica no es una vía procedente para profundizar en el mensaje espiritual del san Josemaría, pues «su figura y su obra no quedan atrás, alejadas y por recuperar; por el contrarío, a medida que pasa el tiempo llegan con mayor fuerza e instan desde un plano superior. Su muerte, como tránsito a la Vida que acoge y ratifica, no permite la simple rememoranza ni deja sitio a la reconstrucción interpretativa de su pensamiento». (L. POLO, El concepto de vida en Mons. Escrivá de Balaguer, «Anuario Filosófico», 18/2 (1985), 10).
2 C. FABRO, El espíritu de ]osemaría Escrivá de Balaguer, en C. FABRO - S. GAROPALO - Mª A. RASCHINI, Santos en el mundo, Madrid 1992, p. 63. Cfr. M. AZNAR, Amigo de la libertad, en Así le vieron, Madrid 1992, p. 26.
3 P. BERGLAR, Opus Dei. Vida y obra del Fundador ]osemaría Escrivá de Balaguer, Madrid 1987, p. 347 «Se podría (y se debería) hablar también de un "carisma pedagógico", pero la denominación "eros" expresa que trasmitía la gracia a través de la naturaleza»
4 ibídem.
5 Cfr. Amigos de Dios, 36-38.
6 A. LLANO, La libertad radical, en AA.VV., Josemaría Escrivá de Balaguer y la universidad, Pamplona 1993, p. 261.
7 Es Cristo que pasa, 72.
8 Flm, 14.
9 Surco, 231.
10 Ibídem, 226.
11 «¡Qué empeño el de algunos en masificar!: convierten la unidad en uniformidad amorfa, ahogando la libertad./ Parece qué ignoran la impresionante unidad del cuerpo humano, con tan divina diferenciación de miembros, que -cada uno con su propia función- contribuyen a la salud general./ Dios no ha querido que todos sean iguales, ni que caminemos todos del mismo modo, por el único camino» (ibídem, 401); «Te maravilla descubrir que, en cada una de las posibilidades de mejorar, existen muchas metas distintas / Son otros caminos, dentro del "camino"», (Forja, 820).
12 Es Cristo que pasa, 100,
13 C. FABRO, Un maestro de la libertad cristiana, en Así le vieron, cit., p. 76.
14 Es Cristo que pasa, 17,
15 Amigos de Dios, 26.
16 Don Quijote de la Mancha, 11, cap. LVIII.
17 Es Cristo que pasa, 297.
18 «Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida», (Amigos de Dios, 38).
19 C. FABRO, Un maestro de la libertad cristiana, cit., p. 73.
20 Es Cristo que pasa, 124.
21 A. LLANO, La libertad radical, cit., p. 261.
22 Es Cristo que pasa, 99.
23 Amigos de Dios, 29.
24 Ibídem, 32.
25 Ibídem.
26 «Libertad de conciencia: ¡no! –Cuántos males ha traído a los pueblos y a las personas este lamentable error, que permite actuar en contra de los propios dictados íntimos», (Surco, 389).
27 Amigos de Dios, 29.
28 El principio de la libertad de conciencia desemboca así en «las libertades de perdición», (Forja, 720).
29 Cfr. Amigos de Dios, 32-35.
30 Ibídem, 31.
31 Ibídem, 30.
32 Forja, 819.
33 Es Cristo que pasa, 17; cfr. ibídem, 184.
34 Amigos de Dios, 35.
35 Forja, 144.
36 Camino, 761.
37 L. Polo destaca certeramente este punto: «la maravillosa dádiva humana de la libertad se encuadra propiamente en la unidad vital donalmente fundada. Por la libertad el don divino se hace desde nosotros, por decirlo así, reversible: sin libertad no podemos corresponder; entregarse a Dios es reduplicativamente libre: damos libremente la libertad que se nos ha dado», (El concepto de vida en Mons. Escrivá de Balaguer, cit. p. 14).
38 Para L. Polo, éste es el crucial punto de partida, no sólo para la lucha ascética que santifica, sino -ni más ni menos- resulta la vía más adecuada para una plena comprensión de la realidad personal del ser humano, pues «el planteamiento adecuado de la cuestión de la-persona humana, central para la Antropología, arranca del hallazgo del valor donal de la libertad, que es tan de cada uno como personas somos» (ibídem).
39 El pensamiento de L. Polo, en su concepción antropológica, que él califica de "trascendental" -en sentido meramente filosófico-, contiene los elementos conceptuales necesarios para profundizar en la doctrina de san Josemaría Escrivá de Balaguer sobre la libertad como don de Dios. Especialmente luminosa resulta su distinción -que no diferencia real entre la libertad nativa y su culminación, la libertad de destinación: la plena libertad humana consiste en destinarse a Dios (cfr. L. POLO, Antropología trascendental, Tomo I: La persona humana, Pamplona 1999, pp. 229-245). Es muy significativa, por ejemplo, la coincidencia entre la «descripción de la libertad trascendental como novum» en L. Polo (cfr. Antropología trascendental, Tomo I, cit., pjJ. 234-239) y la alegría que manifiesta el Beato Josemaría cuando descubre que, por la libertad y el amor que manifiestan naturalmente, «en portugués llaman a los jóvenes os novas. Eso son» (Amigos de Dios, 31).
40 Cfr. Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, passim.
41 Algunas otras acepciones son claramente negativas: por ejemplo, «presunción y vana opinión de sí mismo», o «familiaridad o libertad excesivas (utilizase en plural)». En la Y acepción del Oxford Dictionary se define a la confianza (trust) como «responsabilidad que surge de la con fianza que se deposita en uno» (Responsability avising from confidence reposed in one, as I am a position o/trust).
42 Es Cristo que pasa, 113 (la cursiva es del texto original).
43 Camino, 94; cfr. ibídem, 168.
44 Es Cristo que pasa, 58.
45 Camino, 113.
46 Amigos de Dios, 218.
47 Ibídem. «Si notas que no puedes, por el motivo que sea, dile, abandonándote en Él: ¡Señor, confío en Ti, me abandono en Ti, pero ayuda mi debilidad! [...]/No tardarás en oír su voz; «ne timeas!»-¡no temas!; o también: «surge et ambula!» -¡levántate y anda!», (Forja, 287).
48 «Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres». (Amigos de Dios, 143. Cfr. Ibídem, 146-148),
49 Mt, XXII, 16-23.
50 Amigos de Dios, 159.
51 «Prudentes, sí; cautelosos, no. Conceded la más absoluta confianza a todos, sed muy nobles. Para mí vale más la palabra de un cristiano) de un hombre leal -me fío enteramente de cada uno- que la firma auténtica de cíen notarios unánimes, aunque quizá en alguna ocasión me hayan engañado por seguir este criterio. Prefiero exponerme a que un desaprensivo abuse de esta confianza, antes de despojar a nadie del crédito que merece como persona y como hijo de Días. Os aseguro que nunca me han defraudado los resultados de este modo de proceder», (ibídem).
52 Surco, 73.
53 Amigos de Dios, 214.
54 Conviene volver a citar las anteriores palabras de L Polo: «por la libertad, el don divino se hace desde nosotros, por decirlo así, reversible: sin libertad no podemos corresponder; entregarse a Dios es reduplicativamente libre: damos libremente la libertad que se nos ha dado».
55 J. ECHEVARRÍA, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Madrid 2000, p. 150 (las palabras en cursiva son del Beato Josemaría).
56 Ibídem.
57 Así, dirigiéndose a padres y madres recomendaba para los hijos «no imponerles una conducta, sino mostrarles los motivos, sobrenaturales y humanos, que la aconsejan. En una palabra, respetar su libertad, y que no hay verdadera educación sin responsabilidad personal, ní responsabilidad personal sin libertad». (Es Cristo que pasa, 27).
58 Surco, 398; sobre confianza en el gobierno, ver Ibídem, 392-396
59 «Hay que enseñar a la gente a trabajar -sin exagerar la preparación: «hacer» es también formarse-, y a aceptar <le antemano las imperfecciones inevitables: «lo mejor es enemigo de lo bueno». (Surco, 402).
60 Act. I, l.
61 Es Cristo que pasa, 17. Esa obediencia puede entenderse y debe promoverse como «esa delicada combinación de esclavitud y señorío» (ibídem, 173) en que consiste la obediencia libérrima de la Virgen, Nuestra Madre.
62 Es Cristo que pasa, 50.
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