I. Introducción
La idea de autoridad se presenta problemática en nuestra época. No se trata de la dificultad práctica para aceptar el ejercicio de la autoridad con la correlativa obediencia. Esto no sería, en cuanto tal, algo verdaderamente nuevo. La novedad afecta más bien a la articulación teórica de autoridad, obediencia y libertad. El discurso que ha llevado a esa problematicidad ha sido ya analizado en sus raíces filosóficas y culturales [1]. No volveremos aquí sobre el tema.
Interesa, en cambio, prolongar la reflexión desde la perspectiva teológica. Los conceptos de autoridad y obediencia son susceptibles de un análisis filosófico-jurídico, y aun político y sociológico. Sin embargo, hablar de autoridad y obediencia cristianas supone continuidad y discontinuidad con esas reflexiones. El adjetivo “cristianas” transforma a los sustantivos. En la Iglesia la articulación de autoridad, obediencia y libertad no puede reducirse sin más a combinar criterios puramente antropológicos, válidos — sin duda— en su ámbito. Ciertamente, en la Iglesia se ejerce la autoridad y se obedece en continuidad con lo que esto significa en la experiencia humana. De manera que una obediencia, por ejemplo, que no sea libre, no es cristiana por no ser humana. Pero el motivo, contenido y finalidad de la autoridad y obediencia cristianas transforma la experiencia humana con la misma discontinuidad que introduce en la historia la encarnación del Verbo. La teología dirá que la gracia de Cristo asume (continuidad), sana y eleva (discontinuidad) la naturaleza.
En consecuencia, las nociones cristianas poseen un aspecto propio a partir de la plenitud de la revelación de Dios en Jesucristo. Por esto, suele insistirse en que la Iglesia, siendo una comunidad de hombres y mujeres no es, sin embargo, una sociedad humana como otra cualquiera. Ahora bien, lo que hace distinta a la Iglesia de cualquier otra comunidad humana no es sólo una específica organización externa —con finalidad religiosa— constitucionalmente dada por su Fundador. Su “formalidad” consiste ante todo en que esa comunidad, así constituida, es portadora del despliegue en la historia de la acción salvífica de Dios, es decir, la comunión de los hombres con el Padre por Cristo en el Espíritu Santo, incoada en la tierra y llevada a plenitud en la Patria.
Esta formalidad salvífica de lo cristiano no significa ignorar otras perspectivas sobre autoridad y libertad, por ejemplo las relativas a la dignidad humana, o a la necesidad de dotar de un marco jurídico a la vida en la Iglesia. Por el contrario, la fe representa un nuevo título para atenderlas. Hay que saludar, en este sentido, que el CIC 1983 recoja en el primer título del Libro II dedicado al “Pueblo de Dios”, un epígrafe bien significativo: “De los deberes y derechos de todos los fieles cristianos”. Es esta una expresión que evoca el marco de garantías y libertades habitual en las constituciones políticas de los pueblos modernos. Con todo, esta formulación de derechos y deberes, o más ampliamente de libertades y obligaciones, condiciones de ejercicio de la autoridad, etc., habría resultado algo extraña a las primeras generaciones cristianas, si se entendiera al modo de una pura regulación legal de una comunidad humana, o una mera distribución de poderes.
No se insinúa con esto que el proceso de formalización técnico-jurídica (que dota de un marco legal a la autoridad y a la obediencia) suponga un alejamiento de la fraternitas evangélica, como han interpretado, de un modo u otro, las corrientes antinomistas que se han dado a lo largo del tiempo, bien sea oponiendo “carisma” y “derecho” (R. Sohm), o bien enfrentando “jerarquía” y “pueblo” (en versiones “liberacionistas” al uso), etc. Estas oposiciones desconocen —desde presupuestos diversos— la verdadera naturaleza de la Iglesia. La autoridad y la obediencia pertenecen a la experiencia originaria de la vita christiana in Ecclesia, y reclaman su institucionalización en marcos jurídicos oportunos. Pero tras esas exageraciones, que deprecian como no-cristiano lo jurídico o lo jerárquico, hay una percepción inconsciente y oscura de algo verdadero, a saber: que la autoridad y la obediencia, la jerarquía o las normas jurídicas, tienen un carácter instrumental al servicio de la finalidad salvífica de la Iglesia, que posee el primado ontológico. La autoridad y la obediencia en la Iglesia —con sus aspectos morales y jurídicos— sólo se comprenden considerando su función en la economía de la salvación. Aún más, la tradición canónica —locus paradigmático de la autoridad y la obediencia en la Iglesia— ha visto acertadamente su lex suprema en la salus animarum, como hermenéutica salvífico-escatológica que dota de significado a unas determinaciones jurídicas que podrían parecer solo extrínsecas y que, sin embargo, son expresiones externas —históricas, sin duda, y por ello mudables en su concreción— del momento interior teológico (trinitario) y salvífico de la autoridad y obediencia cristianas.
Los problemas y debates actuales en relación con la autoridad y la obediencia en la Iglesia provienen, según parece, de no dar suficiente relevancia al sentido evangélico de estas realidades, para reducirlas a la cuestión de distribución de poderes o funciones, derechos y deberes, etc. Pero resulta incompleta toda reflexión sobre autoridad y libertad cristianas desarraigada de la nueva existencia del bautizado en Cristo y en el Espíritu. La autoridad y la obediencia en la Iglesia —como cualquier otro elemento de la vida cristiana— no pueden tener otro horizonte de comprensión que el de su función salvífica en el designio de Dios. Y es que la sola reflexión filosófica, jurídica, antropológica o cultural sobre la autoridad y libertad humanas —siendo tan importante—, no da razón total de la experiencia cristiana, solo explicable a la luz de la fe en Quien ha hablado “con autoridad” y “ha obedecido” libremente al Padre entregando su vida en la Cruz, haciéndose así salvación para la humanidad. Una autoridad y una obediencia que no salvan, no son las de Cristo, y carecerían de todo interés en la Iglesia.
II. Libertad y obediencia en la revelación bíblica [2]
La Revelación habla de la “obediencia de la fe”, que entraña la libertad. La autoridad y la obediencia, en cuanto religiosas, sólo pueden ser vividas en libertad. Es una consecuencia de la naturaleza del acto de fe, que es un acto voluntario: significa adherirse a Cristo atraído por el Padre (Jn 6, 44), y así rendir a Dios el homenaje racional de la fe (Rm 12, 1). Aquí presuponemos este dato elemental, y haremos nuestras reflexiones dentro del dinamismo de una fe aceptada y vivida libremente.
Significado bíblico de la obediencia. Como es sabido, la Biblia hebrea ignora propiamente los términos “obedecer” y “obediencia”. En su lugar aparecen, significativamente, los términos “oír”, “escuchar” (latín, ob-audio). Esta asociación de ideas resulta coherente con la revelación de Dios por medio de su Palabra en la Ley y los Profetas. Yahvé no es un dios mudo y ciego, sino el Dios vivo, que ve y habla; “Oíd, cielos; escucha, tierra, porque habla el Señor” (Is 1, 2; 1, 10; Jr 2, 4; 7, 21-28). La vida entera del hombre consiste en “escuchar” a Dios, acoger su palabra, y ponerse “debajo” de ella (sumisión) para ejecutarla fielmente. “Oír” y “obrar” están vinculados, de tal modo que es impensable oír a Dios y no ejecutar su voluntad. La prontitud para escuchar a Dios y seguir su voluntad debe ser total. Lo contrario es cerrar los oídos a Dios: “Yo os he hablado incesantemente y no me habéis oído; os he llamado y no me habéis respondido” (Jr 7, 13; Os 9, 17). El culto a Dios consiste primariamente en esta obediencia, preferible a los sacrificios externos; en la obediencia se resume todo deber religioso y, fuera de ella, el culto resulta vacío (1S 15, 22; Sal 40, 7-9; Sal 50).
Correlativamente, el pecado es apartarse de la voluntad divina (Sal 51, 6), marchar fuera del camino señalado por Dios (Sal 1, 1; 1S 15, 22s.26; Jr 6, 16-18; Jr 7, 24). El apóstol Pablo —especialmente en la carta a los Romanos— interpreta la historia de la humanidad bajo esta tensión de obediencia y desobediencia a Dios. El drama del pecado original estriba en que Adán desobedece a Dios, y arrastra en su rebelión a sus descendientes (Rm 5, 19). La “carne” rechaza aquella sumisión a Dios que pide el orden de las cosas (cfr. Rm 8, 7), y de este modo somete la creación a la vanidad (Rm 8, 20) y rechaza el designio de Dios sobre el universo que Dios quiere edificar, que reclama la colaboración del hombre, la adhesión en la fe (en la Ley y la Alianza).
Pero Dios saca misericordiosamente al hombre de la “desobediencia” en la que ha sido encerrado (cfr. Rm 11, 32), y de la que él mismo —y esto es decisivo— es incapaz de salir (cfr. Rm 7, 14s). Sólo la obediencia de Jesús “libera” nuestra libertad. El hombre vuelve, por medio de la liberación del pecado, a la obediencia a Dios: obediencia de la fe y de la verdad (cfr. Rm 1, 5; 1 Pe 1, 22).
Obediencia de Jesús y salvación. Dios revela por su “Palabra encarnada” en la plenitud de los tiempos el misterio salvífico de la obediencia —y, por tanto, de la libertad—, que arranca de la misteriosa kénosis de Cristo, de su entrega hasta la muerte (1). Por el camino de la obediencia, Cristo alcanza el señorío universal, como cabeza gloriosa de la humanidad redimida (2).
(1) Jesús pone su vida totalmente bajo la obediencia a Dios y sus designios (cfr. Mt 5, 17; Mt 17, 24ss; Mt 26, 39.42; Lc 2, 49). La encarnación misma es obediencia, sometimiento a la ley para liberar a los que están bajo la ley mosaica (Ga 4, 4; Hb 10, 5-10). El viene a cumplir la voluntad del que le envió (cfr. Jn 4, 34; Jn 6, 38; Jn 9, 4; Jn 10, 18; Jn 12, 49; Jn 15, 10; Jn 17, 4); cumple en todo la ley (Mt 5, 17). Las tentaciones de Satanás de distorsionar su misión mesiánica, terminan con la reafirmación de Jesús de su obediencia al Padre (Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13). Debe seguir la palabra de Dios, no la de los hombres que, como Pedro, le quieren apartar de su misión (Mc 8, 33).
La perfecta obediencia de Jesús (cfr. Hb 10, 5; Flp 2, 8), nuevo Adán, repara la desobediencia del antiguo Adán: “Así como por la desobediencia de uno solo la multitud fue constituida pecadora, así por la obediencia de uno solo la multitud será constituida justa” (Rm 5, 19). Su obediencia al Padre celestial es causa de salvación, particularmente en su pasión y muerte “haciendo a través de todos estos sufrimientos la experiencia de la obediencia” (Hb 5, 8). Esta dinámica de la obediencia de Jesús/salvación del hombre frente a la desobediencia de Adán/pecado y condenación, se constituye en clave de la obra salvífica de Jesucristo. La vida y muerte de Jesús es “obediencia”, y constituye objetivamente la salvación misma (cfr. Flp 2, 6-11).
(2) Por su obediencia, Jesús, el “Siervo” es constituido en “Señor” (Flp 2, 5-11), y recibe “todo el poder (exousia) en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18), ante toda criatura. Él, “hecho perfecto, llegó a ser para todos los que le obedecen causa de salvación eterna” (Hb 5, 9). Con su ofrenda perfecciona a los santificados por la fe en Él (Hb 10, 14), e inaugura un nuevo culto incorporando a toda la humanidad en su sacrificio grato a Dios, esto es, el de su obediencia amorosa al Padre (Hb 10, 5-10). Por su acto de obediencia se hace garante de la nueva alianza y consigue la salvación para aquellos que le obedecen (Hb 5, 9). A partir del momento de su tránsito pascual, la obediencia de Cristo al Padre, que causa la redención objetiva para la humanidad, se hace salvífica en cada hombre por medio de la obediencia subjetiva a Cristo, que ha recibido “todo el poder”.
Autoridad salvífica de Jesús y obediencia de fe. La obediencia-autoridad de Jesucristo (1) se torna salvífica para el hombre por la “obediencia de la fe” (2).
(1) Jesús explica la Ley de Dios para los hombres como quien tiene autoridad (Mt 5, 21-48; Mt 7, 21; Mc 3, 31ss). Él dispone sobre todo igual que Dios (Jn 3, 35; Jn 10, 28; Jn 13, 3; Jn 17, 2s.). Tiene autoridad sobre los demonios, la enfermedad, la naturaleza y la muerte (Mc 1, 23ss; Mc 5, 12; Mc 5, 41; Mt 8, 27). La obediencia a Dios se torna, en la predicación del Reino, en obediencia a Jesús, en quien viene el Reino de Dios. La autoridad de Jesús reclama la adhesión a Él (1P, 1-2); el discípulo debe ajustar su voluntad a la de Cristo (Mc 8, 34-38). Los verdaderos discípulos de Cristo cumplen la voluntad del Padre (Mt 7, 21; Mc 3, 31-35; Jn 15, 10), y alcanzan la salvación mediante la obediencia (Jn 14, 15.23).
(1) El hombre recibe la salvación mediante esta obediencia de la fe (cfr. Rm 1, 5), la obediencia al Evangelio (Rm 10, 6; 2Co 7, 15; 2Tes 1, 8). El hombre se abre al misterio de la salvación, por medio de la obediencia al Evangelio y a la Palabra en la Iglesia (2 Ts 3, 14; Mt 10, 40). El fin de la predicación apostólica es la obediencia de los paganos (Rm 15, 18). Cristiano es, de este modo, quien obedece a la verdad (Rm 2, 8; Ga 5, 7); el que glorifica a Dios en la obediencia (2Co 9, 13); los cristianos están sustentados y definidos por la obediencia (Flp 2, 12); son hombres de obediencia (cfr. Rm 2, 7; 2Co 9, 13; 2Co 10, 5), una obediencia “en el Señor” (Ef 5, 22); Ef 6, 1; 6, 5; Col 3, 18ss). Obedecer a Dios conduce a la vida; obedecer al pecado, es esclavitud para la muerte (Rm 6, 21-23). La autoridad de Jesucristo y la consiguiente obediencia del cristiano abarca la misma amplitud con que afecta al hombre la desobediencia, el pecado (cfr. Rm 6, 16-19), esto es, la radical oposición que hay entre vida y muerte. El cristiano es liberto de Cristo (1Co 7, 22-23), y fundamenta toda obediencia en el reconocimiento del señorío vivificador de Cristo. Él es la “ley” (1Co 9, 21).
La libertad cristiana en el Espíritu Santo. Pero el hombre no puede obedecer, pues está “encerrado” en la desobediencia, de la que es incapaz de salir. Para que la nueva “ley”, que es Cristo, pueda ser cumplida, Dios ha proyectado para los tiempos mesiánicos el pueblo nuevo que se adhiere a Él con obediencia total e interior. Para que la “ley” (Cristo) se encuentre grabada en el fondo del ser (Jr 31, 33), Dios concede la plena disposición interna para la obediencia, en imitación de Jesús. La obediencia procede de la libre determinación que es guiada por el Espíritu divino (Rm 6, 16-17). La obediencia en el Espíritu se basa en la condición filial, ajena a toda servidumbre (Rm 8, 14-17), como la entrega del Hijo encarnado también sucedió “en el Espíritu eterno”, que provoca, en el amor, la libre obediencia (Hb 9, 14). “Donde está el Espíritu del Señor allí hay libertad” (2Co 3, 17). La libertad es la ley interior del Espíritu, que hace posible la obediencia a la justicia, y libera nuestra voluntad para el bien y la vida. Así es “liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 21). “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8, 14).
III. Consideración teológica
Este patrimonio bíblico sobre “obediencia” y “libertad” nos ofrece, en última instancia, el fundamento de la antropología y moral cristianas. Como es sabido, este fundamento se ha desarrollado en torno a la tradicional reflexión sobre la “nueva criatura” y la “ley nueva”, que resulta de interés para nuestras consideraciones.
En efecto, la tradición teológica habitualmente ha puesto de relieve en la “nueva ley” dos dimensiones: interior y exterior. Santo Tomás de Aquino expuso de manera magistral estos dos aspectos de la vida cristiana en el régimen de la “nueva Alianza”, es decir, la lex nova. Recordémoslo brevemente [3].
De una parte, la “ley nueva” inaugurada por el Evangelio, la “ley de Cristo”, es principalmente la gracia del Espíritu Santo, que concede al cristiano el señorío y la libertad, la liberación de la ley mosaica y el despliegue de la fe que obra por la caridad. Es ésta una lex libertatis, un don del Espíritu infundido en el interior como principio ontológico que transforma y capacita operativamente a la voluntad para moverse libremente a la entrega a Jesucristo, al amor de Dios.
De otra parte, la “ley nueva”, la “ley de Cristo” también posee secundariamente una dimensión externa: unos preceptos y consejos, el Evangelio predicado por Jesús, su propia vida enseñada, transmitida y vivida en la Iglesia. Esta dimensión externa de la lex nova constituye objetivamente el contenido hacia el que se dirige la voluntad movida por la gracia del Espíritu Santo. De manera que la “nueva ley” indica lo que hay que hacer pero, sobre todo — y esto es lo formalmente “nuevo” de ley evangélica—, da la fuerza para cumplirlo.
Es conocida esta reflexión sobre la lex nova, y es innecesario desarrollarla aquí en toda su amplitud. En cambio, vale la pena observar que la articulación de los aspectos interior y exterior de la “ley nueva” esclarece igualmente las relaciones entre libertad y autoridad-obediencia, y más radicalmente permite comprender la asociación de la “obediencia” de Cristo y la “libertad” del Espíritu Santo para la realización de salvación en la Iglesia y en el cristiano. Esto resulta especialmente necesario cuando, en ocasiones, se contrapone dialécticamente la libertad del Espíritu y el carácter normativo de la ley evangélica, que reclama obediencia en actos externos determinados.
El contenido bíblico antes analizado supone que la “ley” evangélica es, ante todo, Cristo mismo: su predicación, vida, muerte y resurrección, como acto de obediencia al Padre en favor de los hombres. Ante la “Palabra” encarnada, cuya autoridad (todo poder en los cielos y en la tierra) se basa en la obediencia al Padre, surge el “oír-respuesta” humano, es decir, la “obediencia de la fe”. Esta obediencia del hombre se hace posible por la acción del Espíritu Santo que capacita para que, en la libertad de los hijos de Dios, el hombre rinda a Dios el homenaje racional de su inteligencia y voluntad. La “libertad del Espíritu”, no es la anarquía de la “carne”, sino el instinto interior de la gracia que configura la nueva criatura a Cristo en su obediencia, amor y ofrenda al Padre, en movimiento espontáneo provocado por el amor, la caritas. “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14, Jn 15, y Jn 21).
Fe-obediencia a Cristo —y en Cristo al Padre—, y libertad- amor en el Espíritu están implicadas una en la otra. La obediencia al mandato externo no es posible sin el movimiento interior del Espíritu Santo. Este conduce al cristiano a obedecer libre y espontáneamente, como desde dentro y movido por el amor, las prescripciones externas, que son el modo histórico —mientras peregrinamos hacia la casa del Padre— de la economía salvífica inaugurada con la encarnación del Hijo (en el régimen de la fe y de los medios salvíficos de la lex incarnationis).
De este modo, la “obediencia” y la “libertad” no resultan antitéticas e irreconciliables, sino que —por el contrario— la obediencia cristiana incluye, como un momento interno constitutivo, la libertad del Espíritu, que es su “perfección”: la voluntad espontánea. Y esto de modo análogo a como la obediencia de Jesús es perfecta porque perfectas son su libertad y amor al Padre en el Espíritu eterno. El Espíritu Santo actualiza en el cristiano “desde dentro” la obediencia salvífica de Cristo al Padre, cuya voluntad se manifiesta históricamente, para los hombres, en la autoridad de la nueva “ley” que es Cristo mismo.
IV. Conclusión
La herencia ilustrada ha legado la idea de que la libertad es auténtica en la medida en que se apoya sobre el juicio individual. La libertad del individuo viene así enfrentada a una tradición recibida en una comunidad que se testifica y transmite por medio de unas Escrituras, instituciones y personas dotadas de autoridad. Esta autoridad resultaría, según esa idea, una intromisión en la autonomía individual, y la obediencia sería una abdicación de la conciencia.
Esta interpretación constituye, sin duda, un riesgo para una correcta idea de libertad. Pero también ofrece una ocasión para redescubrir el significado de la autoridad y obediencia cristianas. Obediencia no significa renunciar a la autodeterminación personal. La tradición teológica ha afirmado constantemente que la libertad supone obrar a partir de sí mismo, ex se ipso agere, spontanea voluntate, según Tomás de Aquino. En el cristiano esto sucede como despliegue y autorrealización de la “nueva criatura” en Cristo y en el Espíritu Santo. No implica, pues, una renuncia negativa, sino una afirmación de libertad eminentemente positiva: la asunción voluntaria del proyecto de Dios sobre la propia vida. Nunca es sumisión pasiva, sino libre adhesión al diseño de Dios propuesto por la palabra de la fe. La obediencia es la manifestación de la libertad de los hijos de Dios. No es un “límite” a la libertad (como lo entiende un individualismo reductivo), sino una libertad sostenida por el amor y puesta al servicio del amor a Dios y a los hermanos; enriquece y plenifica la persona para el servicio y la donación.
La obediencia y la autoridad en la Iglesia están al servicio de esta economía de la salvación. No se resuelven en la simple autoridad y obediencia de un hombre frente a otro. Toda obediencia sólo tiene sentido cuando se inserta en la obediencia salvífica de Cristo, y se identifica con la adhesión a Él. Sólo así puede entenderse una obediencia en la Iglesia realizada en la libertad del Espíritu, “no entre lamentos sino con alegría” (Hb 13, 17; 1Ts 5, 12; 1P 5, 5).
La afirmación de la responsabilidad personal y del carácter irrenunciable de la conciencia individual no supondrá un riesgo — muy al contrario— para quien advierte lúcidamente el carácter liberador de la obediencia al único Señor que puede merecer el don de la libertad humana, en lugar de los ídolos de este mundo. La libre obediencia es misterio de gracia y salvación. Ciertamente, esta percepción salvífica presupone madurez en esa fe por la que “el hombre se abandona totalmente a Dios, prestándole libremente el pleno obsequio del intelecto y de la voluntad” (DV 5).
José Ramón Villar en dadun.unav.edu
Notas:
1. Vid. J. RATZINGER, Freiheit und Bindung in der Kirche, en E. CORECCO, N. HERZOG, A. SCOLA (ed.), Les droits fondamentaux du chrétien dans l'Église et dans la société, Friburgo 1980, pp. 37-52.
2. W. MUNDLE, Oír, en L. COENEN-E. BEYREUTHER-H. BIETENHARD, Diccionario teológico del Nuevo Testamento, Salamanca 1993, vol. III, pp. 203-209; A. STÖGER, Obediencia, en J. B. BAUER, Diccionario de Teología Bíblica, Barcelona 1967, col. 715-721; G. GATTI, Obediencia, en L. ROSSI-A. VALSECCHI (dir.), Diccionario Enciclopédico de Teología Moral, Madrid 1974; H. RONDET, L’obéissance, problème de vie, mystère de foi, Lyon 1966.
3. Nos inspiramos en P. RODRÍGUEZ, Espontaneidad y legalidad en la ley nueva, en “Scripta Theologica” 19 (1987) 375-385. El lector encontrará en este denso trabajo —que incluye más perspectivas de las que aquí traemos— una bibliografía básica sobre la “ley nueva” y el fundamento de la moral cristiana. Los textos relevantes de santo Tomás sobre el tema se hallan en la S. Th., 1-2, qq. 106 y 108.
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