Captar el sentido espiritual de la Escritura es comprender que toda ella habla de Jesucristo y que toda ella nos ha sido dada para nuestra salvación
Incluimos el texto de la conferencia de D. Juan José Garrido Zaragozá, Catedrático de Metafísica de la Facultad de Teología de Valencia, el 27 de marzo ppdo., durante las jornadas Diálogos de Teología 2012, organizadas por la Biblioteca sacerdotal Almudí y la Facultad de Teología de Valencia.
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Mi reflexión sobre la belleza de la Palabra está estructurada en tres apartados. En el primero haré unas consideraciones generales sobre algunos aspectos del pensamiento contemporáneo que considero relevantes para nuestro tema; en el segundo, me centraré, teniendo en cuenta estos aspectos, en las rasgos esenciales de la experiencia de la belleza; y, por último, desde esa concepción de la experiencia estética, abordaré la cuestión propuesta sobre la belleza de la palabra de Dios.
I
Un gran sector del pensamiento contemporáneo, a mi entender el más valioso y rico (las grandes corrientes surgidas de la fenomenología, realismo, etc.) ha venido trabajando desde hace ya mucho tiempo en la búsqueda de un nuevo modo de apertura del hombre al mundo capaz de dejar que las cosas se muestren desde sí mismas en lo que son y nos revelen su riqueza.
Este pensamiento está animado por la convicción de que la realidad es más y más profunda que lo que las ciencias nos descubren de ella; que desborda y supera ampliamente lo sabido conceptualmente de ella. Este pensamiento siente la necesidad de liberarse de la tiranía e imperialismo de la ciencia y la técnica y de instaurar una nueva mirada sobre las cosas que hagan posible que éstas se muestren en su verdad y valor más allá de intereses y de la voluntad de dominio del logos instrumental.
Nos dice de muchas maneras que lo primero y fundamental de la inteligencia no es imponer sus esquemas conceptuales a las cosas, sino abrirse admirativamente a ellas creando un clima intelectual que las deja ser y manifestar en lo que son. Y es entonces, en ese clima intelectual, cuando la realidad se muestra, más que como objeto útil, como un don lleno de posibilidades que recibimos desde fuera y que debe ser acogido reverencialmente. Lo real, cuando lo dejamos ser, nos muestra su gratitud, su carácter de don. Y por ello, más que conocido, requiere ser reconocido: el reconocimiento es afirmado como el acto fundamental de la apertura intelectual. Y en coherencia con esto, este modo nuevo de pensar rechaza la pretensión de la razón científico-instrumental de ser la única y absoluta racionalidad y su programa de racionalización progresiva en forma unilateral de las diversas dimensiones de la realidad, con el resultado de considerar irracionales regiones enteras de valores que no se acomodan a este programa; y propone como alternativa trabajar para dar figura y perfil a un modelo de razón más amplio, acogedor y respetuoso con lo real en su diferencia y riqueza, y capaz de aprehender el mundo del sentido sin exclusiones ni anatemas.
Podemos resumir diciendo que para esta nueva manera de pensar lo real es: Ya, es decir, algo que ya está ahí, como un prius antes de que nos pongamos a pensar, como un don y un reto, como terra ignota que hay que explorar con respeto; otro, es decir, nunca se identifica y confunde con lo que de él puede saber el hombre con sus métodos y técnicas; más, o lo que es lo mismo, trasciende infinitamente cualquier funcionalidad que le asignemos desde nuestros intereses.
Esos ya, otro y más son los rasgos característicos de la trascendencia e irreductibilidad de lo real a cualquier pretensión de dominio por parte del hombre.
Esta realidad, que es ya, otra y más, puede ser dicha y expresada por el hombre de muchas maneras: la ciencia, por supuesto, siempre que asuma el alcance de su acercamiento y no se erija como la única mirada; la filosofía; la teología en sus múltiples ramas, que es por definición un logos sobre algo, o mejor sobre Alguien que es lo absolutamente Otro, Realidad plenitud de realidades, que trasciende eminentemente todo orden del ser y del pensar; el arte, que ha sido siempre un esfuerzo por dar forma y “hacer traslucir algo de lo suprasensible en su resplandor sensible”, ese algo que escapa constantemente a la mirada superficial.
Yo me voy a ocupar de esto último. Pero no tanto del arte como forma objetivada de lo bello cuanto de la experiencia humana que provoca su captación.
El arte ha sido en no pocas ocasiones un revulsivo para el pensamiento; ha cuestionado las certezas del filósofo y le ha empujado a ampliar sus presupuestos y a renovar sus categorías. Y, por otro lado, el nuevo modo de pensar al que nos hemos referido brevemente, al recuperar la dimensión de la trascendencia y de gratuidad de lo real, ha permitido mirar el arte y la experiencia estética más allá de los cánones racionalistas.
II
Moviéndose en el ámbito de lo inobjetivo y gratuito, la experiencia estética es un modo privilegiado de estar en la realidad en el que que se ve y percibe más de lo que perciben los ojos de la carne. Ella no es un reflejo de lo que simplemente hay ahí, sino que es, podríamos decir, un ver y un percibir despositivizados: ve más allá de lo meramente dado y puesto; es un ver traspositivo. La gratuidad no fuerza las cosas, sino que las deja en su libre manifestarse y entonces es cuando éstas comienzan a desvelar, aunque nunca completamente, sus inagotables posibilidades; cuando se ofrecen en un orden nuevo del que ellas solamente tienen la clave; y en ese orden nuevo hacen destellar su esplendor o belleza: el esplendor de la verdad. Así definían los antiguos la belleza. Y ese esplendor es precisamente el interior esencial de las cosas. Dicho con otras palabras: la experiencia estética, en la medida en que se hace posible en una conciencia despositivizada, ve las cosas con los ojos del espíritu y, por ello, traspasa la superficie para captar su dentro, su intimidad, su verdad y su esencia, todo lo que, como ya decía Ortega, “sentimos que se nos hace presente la intimidad de las cosas, su realidad ejecutiva, hasta el punto que, frente a ella, las otras noticias de la ciencia... nos parecen esquemas, remotas alusiones”. Ver con el espíritu es justamente eso: acceder al corazón de lo real traspasando su nuda positividad.
Ese más y esa intimidad es lo que el arte busca expresar y comunicar. Pero, por ver más de lo que hay, el arte no puede echar mano de un pensar conceptual o representativo; no puede servirse de un lenguaje que, como decía Wittgenstein, sea mera pintura y figura de la realidad. Necesita recurrir a un lenguaje que sea capaz de sugerir más de lo que dice, capaz de hacer presente la profundidad que capta el espíritu: será un lenguaje que utilizará luz, colores, líneas y superficies; sonidos y tiempos; palabras y ritmos, pero que con todo ello creará símbolos y metáforas para con ellos hacer patentes nuevas relaciones y desvelar la densidad de lo real. Los símbolos son “icebergs” del lenguaje: lo que en ellos está inmediatamente presente y visible es tan sólo un indicador de la gran masa de sentido que queda oculta; es un lenguaje polivalente, rico a rebosar, permanentemente actualizable. Y la metáfora es lo estético sin más: no es ornamento, sino sustancia del arte, es lo bello por excelencia”.
La modernidad se esforzó siempre en racionalizar el símbolo y la metáfora; quiso traducirlos al campo de las nociones. Fracasó en esta empresa, como fracasó en la racionalización de los mitos originarios, que no son otra cosa que símbolos bajo forma de narración histórica. Y ante este fracaso, expulsó todo este mundo a las tinieblas de lo irracional. No cayó en la cuenta de que se trataba de un lenguaje revelador que, a partir de lo que hay, nos lleva a lo que “hace que haya”; un lenguaje que apunta al misterio del ser, al fundamento último, sin por ello ponerlo nunca en nuestras manos. Con razón decía Unamuno que lo bello es “revelación de lo eterno; de la divinidad de las cosas”. Y Simone Weil afirmaba que el arte es “la clave de las verdades sobrenaturales”.
Este desciframiento o lectura desde lo trascendente por el espíritu es una operación intelectual que consiste en una transfiguración: lo real queda enfocado desde una perspectiva distinta, inserto en una red de significaciones que le confieren la capacidad de “hablar” un lenguaje nuevo y casi siempre sorprendente. Ese lenguaje de su autenticidad.
Esta trasfiguración, este hablar nuevo de las cosas, no va en la línea de la universalización abstracta. Lo real es, por un lado, el mismo que siempre y, por otro, diferente: ha entrado todo él en un mundo espiritual y se ha metamorfoseado en “realidad espiritual”. Y con ello ha mostrado lo que podríamos llamar su dignidad. Pensemos, por ejemplo, en el lienzo de Van Gogh “Las botas”. En él ya no hay unas simples botas; esos objetos han quedado revestidos de espíritu, han alcanzado una universalidad concreta, donde nada se ha perdido de su individualidad; por ello en esos objetos “vemos”, ante todo, simbolizada la vida como camino, la fatiga y los trabajos de esta vida, la soledad y muchas cosas más. Las botas han adquirido una dignidad, una tal plenitud de significaciones, que ellas solas son todo un mundo. Lo material se ha transfigurado, es realidad espiritual.
El poeta R.M. Rilke expresa inigualablemente esta transfiguración espiritual que opera el arte en este fragmento de una carta a un amigo:
“Nuestra tarea −escribe− es acuñar en nosotros esta tierra provisional y perecedera, y hacerlo tan profunda, dolorida y apasionadamente, que su esencia resucite en nosotros por modo invisible. Somos abejas de lo invisible. Apresamos locamente la miel de lo que se ve para acumularla en la gran colmena áurea de lo que no se ve”.
Y toda cosa, por insignificante y ordinaria que sea, tiene un lenguaje profundo que expresa lo invisible; toda cosa es metamorfoseable en realidad espiritual; todo puede ser símbolo y metáfora y, por tanto, estético y bello. Pero para escuchar ese lenguaje y captar esa metáfora es necesario saber escuchar y mirar. Nada hay anodino y trivial; anodinas y triviales pueden ser nuestras capacidades perceptivas. El mismo Rilke escribía a un joven poeta:
“Si su vida cotidiana le parece pobre, no la culpe, cúlpese a usted; dígase que no es lo bastante poeta para suscitar sus riquezas. Para los creadores no hay pobreza ni lugar pobre, indiferente”.
Lo dicho hasta ahora nos lleva a comprender por qué la experiencia estética es constitutivamente una experiencia de tensión. En el arte lo que se dice, se expresa y se comunica es sólo un anticipo de plenitud que en las cosas intuye; una participación en la totalidad de sentido. La realidad se manifiesta en ella como lo que no se puede poseer, como lo que se escapa: es fugitiva hacia una región cada vez más densa y elevada.
a) Y así, ante una gran obra de arte, el hombre no experimenta sólo saciedad y contentamiento, sino también y sobre todo la provocación de una espera. Goethe decía que “lo bello es tan operante como prometedor”; lo que significa que en lo estético participamos más que de una plenitud, de una promesa de plenitud, promesa que sentimos nunca será cumplida en nuestra vida contingente y finita. Y en el mismo sentido afirmaba Platón que el poeta, como el amante, vive en entusiasmo, en un fuera de sí, en éxtasis.
La experiencia estética rompe nuestra acomodación y ajustamiento al mundo, y por esa ruptura nos abre a una saciedad infinita, que siempre es anticipación parcial, promesa, nostalgia de lo Otro, recuerdo. De ahí que también dijera Platón que quien ve la belleza terrenal y desde allá aspira a la belleza sin más, es como si le crecieran alas: alas para elevarse a la contemplación del verdadero mundo. Ahora bien, este vuelo no es nunca una evasión o huida de este mundo: es, como hemos dicho, una dignificación del mismo.
En tanto que manifestación visible del mundo del espíritu y en tanto que esplendor sensible de la verdad y del ser, el arte apunta desde sí mismo hacia lo total, lo absoluto, lo ilimitado e incondicionado..., apunta hacia y hace presente lo divino. El arte −dice G. Steiner− junto con las demás manifestaciones de la cultura, “ha declarado, alegorizado, interrogado, narrado en su diverso corazón, una “espera de Godot”.
Así entendido, el arte es en su conjunto un inmenso sacramento de Dios. No en balde la teología cristiana ha afirmado siempre que la Belleza es uno de los nombres divinos.
b) Y junto a este carácter entusiasta y extático de la experiencia estética, se da también la conciencia no tanto de poseer, sino de ser poseído. En la experiencia estética, como en toda experiencia verdaderamente humana, se está en una situación de búsqueda, pero en realidad si en ella el hombre se siente impulsado a buscar es porque previamente ha sido ya encontrado. El hombre se abre a la escucha de una revelación que se le impone y le requiere, pero percibe pronto que ese acto creador es, en su esencia, un dejarse arrebatar y seducir por la voz profunda de las cosas. Entiende su vida como vocación, disponibilidad y obediencia.
Pero esta obediencia no es una actitud meramente pasiva. Para estar disponible y no ser un mero refractario, se precisa afinar y perfeccionar todas las potencias y órganos perceptivos, cultivar el espíritu. Hay una educación estética, una capacitación para lo bello, como hay una educación para la virtud. Mas toda esta disciplina y educación está al servicio de una mayor docilidad a la realidad revelada. La belleza, como la divinidad, no es objeto de conquista: se deja hallar por aquellos que no se empeñan en sitiarla. Por eso, la percepción, aunque oscura e informe, de lo bello es lo primero; la disciplina que capacita para darle expresión viene luego. Es más, es la captación de lo bello lo que dirige y orienta el sentido que la disciplina ha de tomar.
Finalmente, todo esto refluye sobre el hombre de modo muy positivo: la experiencia estética ensancha la existencia humana, tiende a romper sus limitaciones y, de alguna manera, redime su condición fáctica y contingente.
Este ensanchamiento de la existencia tiene por lo menos tres dimensiones: En primer lugar, dilata el campo de lo real-visible, pues, a través de lo inmediatamente dado, la experiencia estética nos coloca en el umbral de lo no dado e invisible; nos abre las puertas del reino del espíritu. Con ello, en segundo lugar, y por su propia fuerza interna, hace presente, pero con una “presencia de ausencia”, lo infinito y eterno; y así no solo aprehendemos lo real en su verdad, sino la verdad de todo lo real, su fundamento trascendente. Lo estético está íntimamente emparentado con lo religioso en la medida en que, por medio de la verdad que actualiza, nos hace sentir la nostalgia de lo totalmente Otro, de lo absolutamente Bello, que los cristianos llamamos Dios. Haciéndonos disponibles para escuchar las palabras auténticas de lo real, nos predispone para escuchar a Aquel que dijo ser la Palabra eterna y creadora, y también la palabra hecha carne en el tiempo y la historia. Por último, la experiencia estética posee la virtualidad de establecer una relación humana distinta de la meramente utilitaria, una relación en la que el otro es reconocido como tal en su ser y valer, en su condición de fin en sí mismo, en su libertad. Roto el logos de la dominación, es posible que haga entrada el logos dialogal y comunicativo; es posible entrar en el camino de una verdadera reciprocidad de personas, un verdadero “reino de los fines”, como diría Kant.
III
Pasemos ahora a la Sagrada Escritura, a la Palabra de Dios. Según el gran Orígenes, toda la Escritura contiene un sentido espiritual. La Escritura en su literalidad es comparable al mundo visible en el que se refleja y hace presente el mundo invisible o inteligible; es como el cuerpo que hace presente el alma y el espíritu.
Redactadas bajo la acción del Espíritu de Dios, el verdadero sentido de la Escritura no es el que aparece claramente o literal, sino otro que escapa a la inteligencia humana. La letra y el sentido histórico, lo que primeramente se capta, está al servicio de la manifestación de lo espiritual, de la que el Espíritu de Dios ha querido consignar. De modo que lo que allí percibimos en su corporeidad o literalidad tiene que entenderse como figura de los misterios divinos, como imagen de las realidades superiores. Y si la Escritura, Palabra de Dios, se ha escrito bajo la acción del Espíritu, se necesita la acción de ese mismo Espíritu en aquel que los lee o escucha para ir más allá de la letra y penetrar en su verdad:
“Toda la ley es espiritual, sin embargo lo que significa espiritualmente la ley no es conocido por todos, sino sólo de aquellos que han recibido el Espíritu Santo en la Palabra de sabiduría y conocimiento” (Origenes, De principiis, 9)
La belleza de la Escritura es su sentido espiritual, es decir, el Misterio de Dios manifestado a los hombres, la verdad de Dios en su designio de salvación. Si la belleza es el resplandor de la verdad, la belleza de la Escritura no es otra cosa que la manifestación de la verdad de Dios por medio de palabras transformadas en alegorías. Este sentido espiritual es el que confiere unidad y armonía a toda la Escritura en sus dos Testamentos y en los diferentes libros de cada uno de ellos. “Las escrituras dan testimonio de mí”, afirmó el mismo Jesús en el evangelio de san Juan (5,39). Dan testimonio de Cristo en tanto que Palabra eterna y creadora que existe desde la eternidad junto a Dios; de Cristo como prometido para la salvación del mundo; de Cristo, como hecho hombre y sometido al tiempo y a la historia; de Cristo, como el que vendrá glorioso al final de los tiempos. Toda la Escritura habla de Cristo. Ahora bien, esta verdad y, al mismo tiempo, principio hermenéutico fundamental cristiano, sólo se percibe y se comprende si se trasciende la letra y la historia y se capta el sentido espiritual que vehicula.
El sentido literal, histórico o corporal es, por supuesto necesario y debe ser estudiado escrupulosamente ya que es a través de él que se puede acceder al espiritual. Éste no flota sobre la letra como si le fuera externo y extraño, al igual que el alma no flota sobre el cuerpo como algo que le sea ajeno, sino que, por el contrario, se hace presente y perceptible en la letra. Pero es preciso, al mismo tiempo, trascender la letra y colocarla en un orden nuevo para que ponga de manifiesto la verdad del misterio de Dios, Y el colocar la letra en ese orden nuevo, ésta se convierte en figura, tipo y alegoría. La literalidad, lo meramente histórico, queda transfigurado y en esa trasfiguración se hace patente su dignidad.
Quienes no son capaces, por las razones que sean, de ir más allá de la letra, se les puede llamar “carnales” (sean judíos o cristianos); a quienes la trascienden “espirituales”(sean judíos o cristianos). Pero sin olvidar nunca que lo espiritual se manifiesta en la carne. De ahí que Pascal escribiera con razón a este respecto: “Dos errores: tomar todo literalmente; tomar todo espiritualmente” (Pensamientos, ed Lafuma, 252). Y sigue diciendo que “el sentido espiritual no ha de ser el que caprichosamente nos imaginemos, sino el que la misma Escritura sugiera” (L. 272); “no nos es permitido atribuir a la Escritura los sentidos que ella no ha revelado que tenga (L. 501). Es decir, hay que evitar las interpretaciones fantasiosas, desligadas y no sugeridas por el sentido literal o histórico. Pero no hay que detenerse en el sentido literal, sino trascenderlo en la dirección misma que él sugiere. Y en ese mismo trascendimiento la letra manifiesta el esplendor de la Verdad de Dios y la Escritura en su totalidad nos revela su belleza.
Vale la pena recordar a este respecto el caso de san Agustín. En las Confesiones nos cuenta que a los 19 años leyó el libro de Cicerón El Hortensio y que esa lectura inflamó en él el amor a la sabiduría. A consecuencia de ello tomó la resolución de dedicarse al estudio de la Sagrada Escritura con la esperanza de encontrar en ella la sabiduría que anhelaba. Fue un fracaso. Se acercó al texto sagrado con una actitud incorrecta, es decir, con una mentalidad literalista, y por ello no fue capaz de “penetrar en sus intimidades”; y no le dijo nada. Es más, le pareció un texto poco elegante e inferior a los escritos de Cicerón (Conf. III, 6,9). Pocos años más tarde, estando ya en Milán, escuchó los sermones del obispo Ambrosio y la mente se le fue abriendo. Vio cómo el obispo resolvía pasajes difíciles del Antiguo Testamento que a él, Agustín, y a los maniqueos, al interpretarlos literalmente, les parecían absurdos. Ambrosio, en efecto, interpretaba espiritualmente la Escritura y de este modo iba poniendo delante de Agustín la unidad y la verdad de la misma (Conf. V, 14, 24). Escribe Agustín: “Con frecuencia pude oír, con gran alegría de mi parte, cómo Ambrosio, en sus sermones al pueblo, ponía muy de relieve como regla segura: la letra mata, el espíritu da vida, aplicable a aquellos textos que, tomados a la letra, parecían enseñar la perversidad, pero que interpretados en sentido espiritual, una vez liberados del embalaje místico que los ocultaban, no tenían contenidos repugnantes a mi pensamiento” (Conf. VI, 4,6).
Hemos dicho con anterioridad que la experiencia estética posibilita el ver más que lo que ven los ojos de la carne y que, en este sentido, despositiviza nuestra mirada dándonos así la clave para percibir el resplandor de la verdad de las cosas, es decir, su verdadera intimidad y belleza. Pues bien, de manera semejante, el acceso espiritual a la Escritura es lo que abre la mente para percibir la verdad del misterio de Dios en la literalidad del texto al colocar a éste en un orden nuevo. Ver con espíritu, dijimos, es acceder al corazón de lo real traspasando su nuda positividad. Comprender espiritualmente la Escritura es formalmente lo mismo: acceder al corazón de la Verdad salvadora de Dios, esto es, a su amor, traspasando la nuda literalidad. Es captar su belleza.
El recurso a la alegoría no es, pues, un capricho ni una arbitrariedad. Es una necesidad. Ya lo era, como dijimos, en el campo del arte en general. El arte no puede echar mano de un lenguaje meramente representativo, acomodado a las cosas o hechos, si quiere expresar la verdad profunda de las cosas; tiene que recurrir a símbolos y metáforas. Y esto es así también, con más razón si cabe, en el lenguaje cuyo objetivo es expresar y comunicar la verdad del misterio de Dios en trascendencia y riqueza. El ser y actuar de Dios son de suyo inefables, por lo que el lenguaje directo, en su sentido primero, no es capaz de expresarlo y comunicarlo; sólo es capaz de sugerirlo. Y sugerir, que es más que representar, es lo propio del símbolo y de la alegoría, que es un lenguaje rico en significado, polivalente y en sí mismo inagotable, como lo es la riqueza insondable del misterio de Dios.
Así lo entendió siempre la tradición cristiana al favorecer el método espiritual en la interpretación de la Escritura. Especialmente lúcido fue en este sentido el Pseudo-Dionisio en su De divinis nominibus cuando sostuvo que toda perfección atribuida a Dios (vía catafática) debía ser inmediatamente trascendida mediante la negación (vía apofática).
Para trascender el sentido literal y captar el espiritual de la Escritura se precisa la educación. Pero esa educación no consiste solamente en el aprendizaje y aplicación de unas reglas y unas técnicas hermenéuticas, pues con ello sólo se puede aclarar el sentido literal. Esta educación consiste más bien en sumergirse en el orden espiritual al que pertenece la Escritura que es trasmitido por la comunidad creyente que vive de ella. El sentido espiritual de la Escritura no se inventa, como ya hemos dicho, sino que se recibe y reconoce en el seno de la comunidad que lo trasmite (tradición). Escuchando la Palabra en la Iglesia, orando con la Palabra en la Iglesia, viviendo de la Palabra en la Iglesia es como se abre la puerta que nos permite entrar en el orden nuevo que la letra sólo sugiere. Este proceso educativo es algo así a lo que Pascal llamaba “espíritu de finura”, contrapuesto a lo que él también llamaba “espíritu de geometría”.
Con todo, el acceso a la verdad de Dios que resplandece en la Escritura, aún con el método espiritual o alegórico, nunca es pleno. Siempre será “una presencia en ausencia”, pues Dios se revela y al mismo tiempo se oculta en la Escritura, como ocurre también con la Encarnación y, aunque en un sentido diverso, con el mundo. El Dios revelado se muestra, en su revelación misma, como un Deus absconditus, pues lo manifestado no puede agotar su realidad: Dios es siempre más, y ningún lenguaje humano, ni siquiera el inspirado, puede abarcarlo y circunscribirlo. Por eso, la Verdad de Dios manifestada en la Escritura provoca en quien se abre a ella de forma correcta una tensión hacia una comprensión plena que nunca se dará en este mundo. Y así, lo que el hombre es capaz de captar espiritualmente del misterio de Dios es sólo un anticipo de plenitud que genera en él un anhelo de comunicación plena. Es el carácter entusiástico de la experiencia religiosa.
Es verdad que, por voluntad divina y según la promesa de Cristo, la Iglesia, inspirada y sostenida por el Espíritu Santo, posee la clave del sentido verdadero de la Escritura; pero ello no quiere decir que posea ese sentido en su plenitud y totalidad: la Iglesia también espera y ve como en un espejo lo que en el futuro escatológico verá sin velos y directamente, cara a cara. La Iglesia, aun siendo el cuerpo de Cristo, es siempre comunidad creyente en tensión de plenitud.
Y en ese sentido se debe decir que la Iglesia, más que poseer la verdad salvadora del misterio de Dios, es poseída por ella, No es dueña y señora de la Verdad y, en consecuencia, no puede hacer con ella lo que se le antoje. Es más bien su servidora. Su ser y vocación son éstos: estar disponible para la escucha, para la captación de la verdad y para la obediencia. Y lo que es cierto para la Iglesia lo es también para cada uno de sus miembros, desde los más humildes hasta los más elevados por saber o jerarquía.
Finalmente, si la experiencia estética cumple, como hemos dicho, una función redentora de la existencia, humanamente hablando, en el sentido de que la ensancha y dilata hacia el infinito y es capaz de inaugurar relaciones humanas de toda actitud utilitaria e instrumental, eso mismo, pero con mayor propiedad, debe decirse de la Palabra de Dios: Dios revela en la palabra sus misterios en orden a la salvación, en orden a la redención. Por eso la Palabra se hizo carne y habitó en medio de nosotros; y por eso todas las palabras de Dios se concentran y concluyen en Jesucristo. En Jesucristo resplandece sensiblemente −en su humanidad− la verdad y el amor de Dios. Él es la “la imagen del Dios invisible” (Col. 1, 15), el resplandor de la Verdad, Bien y Amor divinos. Y en escucharle, aceptarle, obedecerle y vivir como él vivió radica la salvación.
Captar el sentido espiritual de la Escritura es, en consecuencia, comprender que toda ella habla de Jesucristo y que toda ella nos ha sido dada para nuestra salvación. En esto consiste la belleza de la Escritura, en ser el resplandor de la Verdad de Dios en Jesucristo. Ella tiene una la fuerza de cambiar nuestras vidas; viene a nosotros como la lluvia que cae del cielo y no regresa a él sin producir fruto; ella nos despoja del hombre viejo, nos reviste del nuevo hecho a imagen de Cristo y renueva con su poder todas las cosas.
Juan José Garrido Zaragozá
Catedrático de Metafísica de la Facultad de Teología de Valencia
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