1.6. La pedagogía divina: la obediencia de la Cruz
Sin duda el escollo más difícil al ahondar en el concepto de paternidad como autoridad está en el misterio del mal (que fácilmente, al igual que la tentación, adjudicamos a Dios). El mal ha conducido y conduce a la revuelta y la rebelión de no aceptar un Dios que hace sufrir a quienes ama. El Santo Padre ha señalado con fina percepción la radicalidad que adquiere a veces este cuestionamiento. Las preguntas por el misterio del mal, «el hombre las hace a Dios. En efecto, el hombre no hace esta pregunta al mundo, aunque muchas veces el sufrimiento provenga de él, sino que la hace a Dios como Creador y Señor del mundo. Y es bien sabido que en la línea de esta pregunta se llega no sólo a múltiples frustraciones y conflictos en la relación del hombre con Dios, sino que sucede incluso que se llega a la negación misma de Dios» [49].
Es la misma dificultad que señalábamos en relación con la pedagogía de Dios. Esa tensión existencial fue experimentada también por el Hijo por excelencia, Jesucristo, en la hora repleta de angustia del huerto de Getsemaní. El conjunto de la pasión del Hijo es un escándalo.
¡Un Padre que ama y que no duda en entregar a su Hijo! «Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura (necedad) para los gentiles» (1Co 1, 22-23).
Sobre el tema del abandono de Cristo en la Cruz acaba de escribir un artículo Jean Galot, que suministra algunas útiles reflexiones. Alude al abandono efectivo y afectivo. Según el primer tipo de abandono, «Jesús estaba clavado a la desnudez de una situación que humanamente parecía desesperada... Dios le parecía totalmente silencioso». Vivida en abandono afectivo, esta situación es probada por Jesús como desolación. «Jesús se siente abandonado, no siente ya aquel impacto de la presencia del Padre que había iluminado su vida terrena», y esto se contrapone a los momentos de exultación en el Espíritu (Lc 10, 21). Galot interpreta así el uso en este caso del Eloí, Eloí (con que invoca a Dios, siguiendo el Salmo 22), en lugar del término Abbá. Su más intenso deseo de unión con el Padre es lacerado por el dolor íntimo del abandono. Todo esto se expresa en el Por qué que surge de la Cruz, como del Calvario de tantas víctimas del dolor, de dramas de intensidad inusitada. No es una pregunta angustiada sin respuesta, o sin esperanza. Por eso, con razón, indica la diferencia entre abandono, en las dos modalidades (efectiva y afectiva), y una separación real como ruptura. Galot replica a J. Moltmann, quien escribe: «Dios es abandonado por Dios. El amor que unía se vuelve maldición que separa: el Hijo permanece Hijo en cuando abandonado y maldito». Moltmann, observa Galot, ve en el abandono una pérdida de la filiación por parte del Hijo y de la paternidad por parte del Padre. En suma, en el abandono la eterna vida trinitaria es puesta en cuestión [50]. Esta interpretación radical sigue una vía trazada por Lutero, que ponía el acento en la reprobación del Hijo por parte del Padre, que no «resulta conciliable con la doctrina revelada, tanto desde una perspectiva cristológica como trinitaria» [51]. Se sabe, por lo demás, que tal interpretación de colorido luterano, como extrema conflictualidad, es asumida por algunos teólogos liberacionistas, como J. Sobrino.
Así como el misterio de la cruz es un «escándalo», en la cultura actual la contraposición entre la ternura y la solicitud de Dios Padre y la sensación de abandono frente a la proliferación del mal, de las tribulaciones, de los dramas, de las tragedias, constituye un escándalo permanente del cual sólo con la razón resulta imposible emerger. ¿Cómo entender que el mismo Dios, lleno de ternura, que invoca Oseas, sea el mismo que permite las masacres del mundo actual, las guerras, las persecuciones, los atentados contra la vida en el crimen del aborto, perpetrado por las propias madres? El texto del profeta sirve de telón de fondo para la contraposición: «Cuando Israel era niño, yo le amé... Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer... Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas» (Os 11, 1.3-4.8). Ese mismo Dios, lleno de misericordia, en medio del escándalo del mal, promete en Cristo el alivio para los que están cargados y afligidos: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 28-30).
El misterio del mal hacía elevar la protesta al médico de La Peste de Albert Camus, que se resistía a aceptar a un Dios que hace sufrir y retorcer en el dolor a los niños. ¿Cómo concebir un tal Padre? Jesús se dirige a su Padre, Abbá, Padre, con esta fórmula solemne y confiada en los momentos más duros y decisivos de su existencia. Es una súplica confiada en la potencia del Padre, unida a la opción por una obediencia dolorosa, hasta la sangre, hasta la muerte. Allí donde la relación Hijo-Padre parece irse a pique, en la angustia y la perplejidad, allí en donde puede surgir la duda con respecto al poder y a la misma bondad del Padre omnipotente (que como Padre bueno no puede dar cosas malas a quien ama), allí surge el reconocimiento de la voluntad del Padre en la obediencia total: «Abbá, Padre, todo te es posible: aleja de mi esta copa; sin embargo, no se haga lo que yo quiero (mi voluntad), sino lo que tú quieres» (Mc 14, 36). Es la suprema lección de la pedagogía del Padre y la lección de la obediencia confiada del Hijo, modelo para nuestro vivir, para nuestro caminar como hijos que adquieren, en el sufrimiento, el verdadero sentido de la libertad. La cruz libera y perfecciona.
El autor de la Carta a los Hebreos, refiriéndose al ejemplo de Cristo, precede la consideración sobre la Pedagogía de Dios con las siguientes palabras: «Fijos los ojos en Jesús, quien inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios. Fijaos en Aquél que soportó tal contradicción...» (Hb 12, 2-3). El tema de la Pedagogía de Dios ocupa un largo párrafo, entrelazado con ejemplos tomados de la pedagogía humana: si los padres corrigen, aunque la corrección sea de momento desagradable y penosa, ¿cómo dudar de que a quien ama el Señor lo corrige? (cfr. Hb 12, 5-12): «Sufrís para corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios, y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige?» (v. 7). Hay que leer en esta perspectiva de la pedagogía divina el texto de la Carta a los Romanos: «Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene (pavnta sunergei§) Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio» (Rm 8, 28): «Todo conviene (sunergei§) al bien de los que aman a Dios». En ese «todo», pavnta, puede haber una referencia a los sufrimientos de que Pablo trata en los vs. 17-18. Este texto tiene paralelos en la literatura judía: «Todo esto (tau§ta pavnta) son bienes para los piadosos (los fieles)» (Si 39, 27). También en los Salmos de Salomón: «Fiel es el Señor con aquellos que lo aman» (4, 25) [52]. En un contexto cristiano la fuerza es mayor. En la existencia del cristiano todos los factores se combinan de manera armónica, concurren para su bien; cuanto acaece va en ventaja de los creyentes, no fundados en ellos mismos, sino en el Dios fiel. El amor de los fieles hacia Dios es su respuesta vital, de toda su existencia a la llamada de Dios que ama con amor de Padre. El bien a que se alude ha de ser entendido integralmente: la salvación, con la cual los dolores y calamidades que se soportan no tienen comparación (cf. Rm 8, 18), y lo que parecen males (o, en cierta medida, lo son), pueden ser en el plan de Dios caminos para la conversión y para la salvación. Así se lee patéticamente esta rica plegaria de un enfermo de SIDA: «Te doy gracias, oh Dios, no por el dolor o el sufrimiento, sino por todo lo que el dolor me ha ayudado a ver y comprender». Por eso Pablo podrá decir en su himno al amor de Dios más adelante: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?... Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida... podrá separarnos del amor de Dios» (Rm 8, 35.38-39) [53].
1.7. En busca del Modelo
A esta altura de este rápido recorrido por senderos de la teología bíblica en torno a la paternidad de Dios, es preciso descender a dimensiones de tipo más pastoral, que no serían tales si no estuvieran precedidas por el anhelo de escuchar la Palabra de Dios en la Iglesia. Trasladarnos a la paternidad en la familia es también querer oír algo de lo que el Señor suscita en el interior de la Iglesia doméstica, en una forma de aplicación a los «pequeños». Si por una parte es un «descender» de aplicación a la pastoral familiar, por otra, como se advertirá, es introducirnos en un proceso psicológico, inductivo, a partir de la experiencia de la paternidad en familia, camino necesario (ordinariamente) para tener acceso de alguna manera, a la paternidad de Dios. De la paternidad en la tierra, los hijos se elevan a la paternidad celeste o celestial.
Detrás de Lc 11, 2 se puede percibir, sin duda, la diferencia entre el Padre celeste y el padre terreno: «Él les dijo: “Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino”» (Lc 11, 2). El modelo —en singular— por excelencia, es el Padre celestial a quien han de asemejarse otros modelos —en plural—, los padres (padre y madre) en la Iglesia doméstica.
Para Tertuliano, en la parábola del hijo pródigo emerge el perfil único de la ternura y misericordia infinitas del Padre. Es un texto muy hermoso que conviene tener siempre como inspiración y guía. A través de la parábola del hijo pródigo se manifiesta la ternura del Padre, su misericordia infinita y somos invitados a experimentar como hijos su torrente de bondad. He aquí la reflexión de Tertuliano: «No pasaré en silencio este padre tan tierno que llama a su hijo pródigo y que lo acoge con gozo cuando hace penitencia después de haber conocido la penuria... Había encontrado de nuevo el hijo que había perdido: lo había sentido más querido, por haberlo ganado de nuevo. ¿A quién debemos reconocer en este padre? A Dios, evidentemente: nadie es padre como él, nadie es tan amoroso como él. Por lo cual, si tú que eres su hijo, aun si has derrochado lo que has recibido de él, aun si regresas desnudo, él te acogerá, porque has regresado y él se gozará de tu retorno más que de la sabiduría de su otro hijo, pero a condición de que hagas penitencia en el fondo del corazón, y de que compares tu hambre con la abundancia de que gozaban los jornaleros de tu padre, de que tú abandones los cerdos, rebaño inmundo, y retornes junto a tu Padre» [54].
Schürman piensa que en la base del Padre Nuestro de Lucas (también de Mateo) se encuentra el «Abba oJ pathvr». Lucas habría omitido «Abba», ya en un ambiente helénico, para escoger la fórmula más corriente «pathvr» [55]. Refiriéndose a J. Jeremías, advierte que la voz «Abba» «después de mucho tiempo había dejado de imitar el lenguaje de los niños», e implicaba en el mundo adulto un profundo sentido de reverencia [56].
En Lc 11, 2 el vocativo «pathvr» es como un eco del «Abba» de la lengua materna de Jesús. Expresa una relación con Dios cuya esencia íntima está en la naturaleza del Padre. Lc recoge con énfasis particular la expresión «el Padre mío» (Lc 2, 49; 10,22; Lc 22,29; Lc 24,49), con un acento particular cristológico. No es ya una oración judía, sino cristiana, en una relación, la más cercana y familiar, unida a la universalidad del Reino. Comenta Schürmann: «El punto en el cual convergen para formar una unidad esta familiaridad sencilla y la universalidad soberana», refleja la conciencia de Jesús [57].
Si las consideraciones anteriores sintetizan en buena parte lo que significa la paternidad de Dios, revelada a los «pequeños» (cfr. Mt 11, 25), en la que se instaura una nueva relación, una concepción nueva de Dios como Padre, y también una nueva concepción del hombre (con una renovada antropología), que es concebido como imagen de Dios, y como poseedor de la dignidad, los derechos y también las exigencias de hijo, se podrá comprender lo decisiva que es esta realidad de nuestra fe. El Padre nos introduce en un diálogo, el más personal y familiar, «en una ternura de piedad en verdad entrañable» [58]. Bajo la mirada del Padre crecemos en nuestro propio ser en la plenitud de las dimensiones del amor, para «ser capaces de comprender, con todo el conjunto del Pueblo de Dios, cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios» (Ef 3, 18-19).
Se trata ahora de iluminar la paternidad en la familia a la luz del modelo de la paternidad de Dios, para trazar algunas pistas que puedan, desde la luz de la fe, iluminar el comportamiento de quienes en el seno de la familia son como representantes de la paternidad de Dios. Para estas reflexiones, a la vez de carácter teológico y pastoral, será necesario dar una mirada a la realidad, a fin de establecer una comunicación entre los modelos: el del Padre, por un lado, y el «modelo», por el otro, de quienes desempeñan en la comunidad de vida y de amor que es la familia, una tan grande responsabilidad en el ejercicio amoroso de la autoridad, de la misión educativa. Mirando al Padre e imitándolo se capacitarán para formar de verdad a sus hijos en los valores centrales humanos y cristianos, siguiendo también la pauta de la Pedagogía de Dios, de manera que no se evadan las exigencias de una educación que dirige y corrige.
2. Nadie es padre como Dios
2.1. Paternidad y familia
Si bien en el seguimiento del verdadero modelo, que viene de Dios, no hay que olvidar que, como enseña el Catecismo, Dios «trasciende también la paternidad y la maternidad humanas, aunque sea su origen y medida: Nadie es padre como lo es Dios» [59], por otro lado el Catecismo de la Iglesia Católica indica también oportunamente que «el lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres [genitores] que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre» [60].
La psicología señala la importancia que tiene el diálogo amoroso adecuado que se establece entre los padres y los hijos en el desarrollo de la personalidad del niño, especialmente en los primeros años de la existencia. Es un diálogo que, especialmente en relación con la madre, se inicia aun antes de nacer, con un lenguaje especial, no articulado, pero que expresa y transmite un mensaje. Paul Ricoeur, tratando de la «dimensión de la ternura», la llama «lenguaje sin palabra... como expresión» [61]. La situación de la familia, el tejido familiar, tiene una importancia innegable en el desarrollo armónico de la personalidad y en el crecimiento de la fe del niño, la cual, de alguna manera ha de encarnarse y sustentarse en la experiencia que el niño va cosechando, muy particularmente en la paternidad que experimenta.
El encuentro del niño con los padres representa también el encuentro consigo mismo como un yo, el progresivo descubrimiento de su personalidad y la formación del mundo de su conciencia con los principios fundamentales de carácter moral. El diálogo interpersonal es dialéctico, en el sentido de que en el descubrimiento del otro también nos descubrimos a nosotros mismos. En la misma experiencia de ser amado por los padres, el hijo se da cuenta cabal de su valor como persona. Si está en el centro de las miradas en el hogar y se constituye en el centro de los proyectos familiares, como normalmente debe acontecer, la conciencia de su propia dignidad es también un fruto del reconocimiento que de ella hacen otros. Cuando los niños y los adolescentes no ocupan el lugar a que tienen derecho en el hogar, se viven dramas de gravedad increíble, y este es el primer eslabón de una cadena de situaciones penosas en las cuales quien se siente abandonado interpreta el desinterés de los otros hacia su persona como una especie de desprecio de sí mismo. Es la sensación de ser «sobra», de estar demás, en una posición marginal. Los niños y los adolescentes abandonados no aman la vida, por eso parece menguar en ellos la natural tendencia a la conservación. Cuando se encuentran en ambientes de cálida acogida, que son como la compensación de los hogares que no les han brindado lo que merecen, los niños experimentan el amor, y en la ternura descubren una nueva apreciación de su propio ser. Esto surge como una espléndida novedad: es un amanecer, es como una resurrección en el reconocimiento de su dignidad. En la raíz de esa experiencia está el hecho fundamental de que Dios Padre siempre nos ama. El resplandor del amor de Dios, a través de quienes los aman, es el inicio de una nueva calidad y concepción de vida, es —retornando al texto de S. Cipriano— como la novedad del «hombre nuevo, que ha renacido...» [62]. Por eso la Buena Nueva es fundamental para todo hombre, en cualquier situación, y es la causa de su permanente renacer, en la conciencia de que se es amado, integralmente, como persona, no por lo que se tiene, se posee, sino por lo que se es, como imagen de Dios.
El Evangelio fundamental es saber que somos amados por Dios como Padre, que ha enviado a su Hijo para darnos la vida en abundancia. «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5, 20).
En cualquier condición, sanos o enfermos, doctos o ignorantes, pobres o ricos, heridos por los dramas de la infidelidad humana, envueltos incluso por la atmósfera del pecado, el Padre nos ama y pone todo lo necesario para nuestro rescate, para que podamos re-adquirir en todo su esplendor la dignidad de hijos de Dios.
2.2. La ausencia del padre
La experiencia de la paternidad en el seno del hogar es la que normalmente conduce a introducirse en la red de relaciones —empezando por la familia hasta llegar al conjunto de la familia humana— que constituyen el universo del hombre. Todo esto está en una relación dinámica y decisiva con la paternidad de Dios.
Si los padres son capaces de proyectar una imagen positiva, porque su relación en el tejido de la familia es positiva e integral, entonces informan de esa imagen el mundo del niño. Así, cuando en la misma educación de la fe, el niño oye hablar de que hay un Padre Celestial, bueno por excelencia, en el cual no hay sombra alguna, se hace posible un proceso de comparación y de superación, que le permite acceder y de alguna forma comprender el Amor del Padre. Conscientes, eso sí, de la diferencia abismal, infinita, entre la paternidad divina y la humana. Como recuerda el Catecismo, «Nadie es padre como lo es Dios» [63]. Cuando, en cambio, falta una adecuada imagen del padre, o cuando la figura del padre está ausente, el lenguaje de la fe carece de soporte en la experiencia humana. Esta ausencia puede ser más o menos honda. Cuando el padre falta por completo, en la dura experiencia de la orfandad, el camino será normalmente más difícil y tendrá que ser compensado el vacío por otras formas de experimentar la paternidad, la familia. Siempre me ha impresionado la experiencia de Jean Paul Sartre, quien perdió a su padre en tierna edad y tuvo la penosa experiencia como de sobrar, de estar demás, de no contar, de ser uno más. Muchos piensan que esta situación influyó en la misma elaboración de su pensamiento, de manera inconsciente, por esa aparente incapacidad suya de descubrir y de vivir la dialéctica del amor. Por eso en el conjunto de las relaciones con los otros, el encuentro en el amor, como respeto, como donación, se le hace muy difícil de entender. La concepción sartriana de las relaciones personales entendidas («el infierno son los otros») como un duelo de libertades, ha tenido sin duda incidencia en su filosofía, y muy especialmente en aspectos de su ateísmo. Como la ausencia del padre no le aportó la experiencia de sentirse amado como persona, como hijo, habría encontrado un hondo vacío, obstáculo para seguir el proceso de una relación que descubre a Dios como Padre.
La familia pasa hoy, en muchas partes, por un proceso de crisis, de erosión, que tiene una de sus raíces en las variadas formas de ausencia de paternidad. El derecho del hijo a tener de verdad un hogar, una familia, es negado de muchas maneras. La ausencia de un hogar fundado como comunidad de vida y amor de carácter permanente, constituye un muy penoso condicionamiento. Las uniones consensuales libres, la plaga del divorcio, cuyos verdaderos desastres apenas están siendo estudiados por sociólogos, psicólogos, educadores, etc., la tendencia a hacer de la familia una especie de club, como en el caso de las familias mono-parentales que llevan los hijos de precedentes uniones a nuevas familias, todas estas múltiples formas de abandono se pagan con graves costos.
¿Cómo será el futuro si las legislaciones logran acomunar a la familia con las falsas alternativas de las «uniones de hecho», que precisamente por serlo, carecen de estabilidad, de contextura jurídica, como oportunamente observa el profesor Juan Ignacio Bañares? En cambio, el matrimonio, como se ha entendido hace siglos, el compromiso de darse y de recibirse de los esposos, vincula su futuro. En las uniones de hecho, aunque pueda haber parecidos con la vida conyugal, «se niega cualquier compromiso de futuro, pues se desea vivir la sexualidad de un modo desprovisto de toda vinculación... La unión de hecho consiste precisamente en mantener el hecho de la convivencia momento a momento, sólo desde el presente, sin que nadie deba al otro nada de su futuro» [64]. En este tema se puede llegar hasta la insensatez, por decir lo menos, de proponer el derecho a la adopción por parte de las uniones de homosexuales o lesbianas, que en nada tendría en cuenta el interés superior del niño, invocado por la Convención sobre los Derechos del Niño [65].
El Santo Padre ha puesto el dedo en la llaga cuando habla de «huérfanos de padres vivos» [66]. La variedad y el crecimiento de los abandonos del hogar, en los cuales las víctimas primeras son los hijos, ponen de manifiesto una realidad muy penosa. Abundan hoy los estudios acerca de los efectos negativos de estos abandonos en el desarrollo armónico de los niños, señalando las consecuencias de violencia creciente, y también la falta de aprovechamiento académico cuando los niños sufren esta clase de experiencias en su familia. El psiquiatra Tony Anatrella, en un reciente libro muy aleccionador titulado La diferencia prohibida. Sexualidad, Educación, Violencia. Treinta años después de mayo de 1968 [67], dice que habrá que tener el coraje un día de dar las cifras de este desastre. Y se refiere, además, a una serie de efectos, entre los cuales están la confusión, la pérdida de autoridad y de crédito de los adultos, y la falta de puntos de referencia para la existencia [68]. Se trata de un universo personal desmantelado, desde el cual los niños y los adolescentes se lanzan a la aventura de la vida sin preparación alguna. Pocas cosas hay tan trágicas y dramáticas como esta pérdida de los puntos de referencia sin los cuales los hombres no caminan en el mundo, sino que deambulan y van a tientas.
En cambio cuando el niño tiene el soporte de una comunidad familiar, la realidad —también para el crecimiento en la fe— es diferente: «El niño, cuanto más ha vivido una dependencia de los padres que da seguridad, más rápidamente, cuando es adolescente, se muestra capaz de llegar a ser autónomo» [69]. En una relación de dependencia amorosa se tendrá más fácil acceso a la verdadera identidad, al crecimiento de una libertad bien entendida.
La imagen del padre juega un papel fundamental. Asumo esta afirmación del Profesor Anatrella: «La imagen del padre es el resultado de una alquimia psíquica del individuo desde su infancia. Ella se forma a partir de numerosos elementos: primero el padre real, el progenitor. La actividad del padre en la realidad influirá sobre la organización de esta imagen» [70]. «El padre —subrayará en otro lugar— investido de sus diferentes funciones, juega un papel primordial en la sociedad y en el seno de la familia, y su ausencia... estará cargada de consecuencias» [71].
Los análisis que se hacen del fenómeno actual concluyen en un dramático diagnóstico: la familia sufre la crisis de la ausencia de la paternidad. Se teme ser y actuar como padre. Si el padre es fuente de la vida, hoy muchos, condicionados por la cultura de la muerte, experimentan el temor a ser padres, a asumir la paternidad con todas sus consecuencias. Se teme comunicar la vida y crece también, en muchas naciones económicamente desarrolladas, el temor a la maternidad, como fruto de múltiples factores, entre otros el trabajo al cual son compelidas las madres fuera del hogar. Entonces, en muchos casos, se llega incluso a que la vida engendrada es rechazada, repudiada, yendo contra el más fundamental de los derechos, el de existir, en el abominable crimen del aborto.
Hay también un temor difuso al ejercicio de la responsabilidad paterna, a ejercer la autoridad, a educar. Y, como lo he recordado en otros escritos [72], mientras la familia conserve el papel irreemplazable de ser la auténtica formadora de personas, no se puede ceder a la tentación de abdicar de estas responsabilidades. ¡Cómo se extiende el llamado «síndrome de Peter Pan», que pone de manifiesto el capricho de quienes quieren permanecer siendo niños siempre, sin madurar! Entonces el temor a educar se convierte en una especie de conspiración: los padres que no saben serlo, corresponden inconscientes a esos caprichos, no sin mecanismos auto-justificativos. Se esgrimen diversos argumentos: los padres dicen que no se sienten dispuestos a violar el mundo de la libertad de los hijos, a dirigir y a orientar, a corregir. Piensan con ignorancia que o los hijos ya están formados o que sufren raros disturbios que se alzan como barrera infranqueable para dirigirlos. Y no se dan cuenta de que al no educarlos con responsabilidad ponen en el más alto riesgo la formación de los hijos. Se vuelven personalidades que no maduran, que no crecen.
También se teme formar para el sufrimiento, para el dolor, soñando con edenes permanentes, donde nunca se plantean los interrogantes serios sobre la vida, sobre el sentido de la vida, sobre la vida eterna... Cuando esos interrogantes son sofocados, también la formación religiosa está minada. Y muchas veces los padres delegan en otros la educación moral y religiosa cuidándose poco de cómo se va haciendo. Cabría aquí recordar una vez más la enseñanza de la Carta a los Hebreos, en la cual se indica la relación entre Pedagogía divina y pedagogía humana en la familia: «Mas si quedáis sin corrección, cosa que todos reciben, señal de que sois bastardos y no hijos. Además, teníamos a nuestros padres según la carne, que nos corregían y les respetábamos... Cierto que ninguna corrección es de momento agradable sino penosa, pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella» (Hb 12, 8-9.11). Corregir, orientar, es una exigencia del mismo amor que quiere el bien del otro. Olvidan frecuentemente los padres que para el cumplimiento de su difícil pero nobilísima tarea no están solos. Los acompaña el Padre, enviándoles por el Espíritu la gracia de estado.
El Catecismo de la Iglesia Católica, que recuerda —como hemos visto— que el lenguaje de la fe se inspira en la experiencia humana, es realista al mostrar cómo esta experiencia puede ser frágil: «esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad» [73]. «Nadie es padre como lo es Dios» [74]. La invitación apremiante es la de tomar el modelo de la paternidad de Dios, el único modelo sin sombras ni fisuras, sin los límites que se presentan en la paternidad humana, límites que los mismos padres deben hacer ver a sus hijos, para que no caigan en una especie de «mitificación» que después puede provocar dolorosos rechazos. El Padre celestial es el modelo cuya imitación ha de iluminar en todo a los padres en el ejercicio amoroso de sus responsabilidades. Para ellos, los padres deben saber comportarse frente a Él como hijos. Es lo que enseña San Juan Crisóstomo como condición para que los padres puedan llevar la marca del Padre celestial: «No podéis llamar Padre vuestro al Dios de toda bondad si mantenéis un corazón cruel e inhumano; porque en este caso ya no tenéis en vosotros la señal de la bondad del Padre celestial» [75]. Es explícita la contraposición entre la ternura del amor del Padre celestial, constitutivo de la palabra padre, con un padre cruel e inhumano. La autoridad ha de estar en armonía con el sello del amor. Y añade San Cipriano, en un texto que también asume el Catecismo: «Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios “Padre nuestro”, de que debemos comportarnos como hijos de Dios» [76].
2.3. La marca de la bondad del Padre
Los padres deben examinar su corazón para ver hasta qué punto llevan la marca de la bondad del Padre celestial. Han de examinarse en el amor según la expresión de San Juan de la Cruz, porque en el amor han de ser examinados, y concretamente en el modo de ejercer su autoridad. Mantiene su vigencia la exhortación de San Pablo: «Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor» (Ef 6, 4). El amplio marco es una pedagogía del amor. La norma no son los padres, pues no son el modelo acabado. Sólo serán un buen modelo si se asemejan al Modelo del Padre celestial. No caminar según la voluntad y el modelo del Padre, puede perturbar no sólo el desarrollo armónico de los hijos sino la misma calidad de su relación con Dios, pues puede, en lugar de revelarlo, ocultar el rostro de Dios, aplicando al ejercicio de la paternidad el conocido texto de Gaudium et spes en las reflexiones sobre el ateísmo. Al repasar el fenómeno del ateísmo y sus diversas y complejas causas, señala: «Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión» [77]. Es misión de los padres revelar ese «genuino rostro de Dios», Padre amoroso que educa a sus hijos.
Repitámoslo: los padres humanos falibles pueden desfigurar la imagen de la auténtica paternidad [78]. Es una tentación la de imaginar que se puede educar hijos sin amonestar, sin corregir, sin castigar (en modo adecuado, proporcionado, con una pedagogía del amor que no sea conducida por la emotividad, la ira). Corregir justa y oportunamente, con entrañas de misericordia, requiere un difícil equilibrio, sobre todo hoy en las familias en las que los dos padres trabajan durante jornadas fatigantes fuera del hogar y retornan —sobre todo las madres— cansadas, a la labor en la familia. Hoy es más corriente una cierta fragilidad emocional. La ausencia de tiempo suficiente para la convivencia, para estar juntos los esposos, los padres y los hijos, con la posibilidad de dialogar, puede predisponer para un clima tenso, incluso con ciertas dosis de conflicto en el seno del hogar. El castigo, el reproche, la corrección en una atmósfera enrarecida pueden suscitar complicaciones que hacen interpretar la corrección fuera del ámbito de la formación como una forma de «violencia» sin derecho, y no como pedagogía de un amor que corrige, orienta, educa, redime.
No es ésta la sede para introducir otro tema que me preocupa: ¿no se exagera cuando, siguiendo ciertos modelos, en el contexto del «super-yo» se restringe al padre (varón) el papel de formación en el mundo de la moral? Todo esto, ¿no es más bien fruto de una misión compartida del hombre y de la mujer, en la cual aportan lo mejor que ellos pueden ofrecer, de lo que, padre y madre, son? Es el trabajo conjunto de quienes forman una sola carne, como comunión de vida y amor, el sujeto que educa, en tareas y proporciones variadas. Habría que decir más bien que la autoridad del padre ha de brindarse con ternura de padre, y la de la madre con su forma de ternura, que educa y se ejerce en otra forma de autoridad. Sería oportuno reflexionar más sobre el papel concreto de lo que puede ofrecer el padre con sus cualidades y lo que puede ofrecer la madre sin dejarse llevar por un «igualitarismo» que nivela indiscriminadamente como si todos los «roles» fueran intercambiables. Hay, sin embargo, un espacio que proviene de la costumbre, de la cultura, y que hay que ponderar.
Nos hemos limitado a seguir unas pocas pistas, aunque en verdad fundamentales. En un mundo que está como comprometido en una conjura en extremo peligrosa para negar la función paterna, recuperar desde la fe el sentido y el valor de esa responsabilidad y de ese derecho, es una gran necesidad. Está en juego el mundo de los valores fundamentales para la vida, minados en la realidad básica de la familia. Es preciso, entonces, volver a Dios, fijar la mirada en el rostro amoroso del Padre, para asumirlo como el modelo por excelencia. Los padres, repitámoslo, lo serán de verdad en la medida en que sean hijos, que, con la fuerza del Espíritu, con la palabra, con la vida, con todas las energías del amor sean capaces de decir: Abbá, Padre, y de asumir plenamente, en ese Amor, su misión de padres. Así la familia tendrá un hermoso porvenir.
En la celebración del Segundo Encuentro Mundial de las Familias con el Santo Padre, Kiko Argüello, fundador, con Carmen, de las Comunidades Neo- catecumenales, hizo al Santo Padre el regalo, bien expresivo, de un hermoso icono que presidió los momentos centrales de ese Encuentro. Este icono lleva por título «Retorno a Nazaret de la Sagrada Familia». El autor explica que se trata del retorno de la Sagrada Familia después de que el Niño Jesús fuese encontrado en el Templo. San José lleva sobre sus espaldas a Jesús, que dirige su mirada hacia María, su Madre. Comenta Argüello: «El hecho de que Jesús adolescente sea llevado sobre las espaldas quiere indicar la importancia que tiene el padre en la familia para introducir al joven en la vida adulta. El icono muestra también la necesidad que tiene el hombre de la familia para llegar a ser adulto, como ha sido revelado por Dios en la Familia de Nazaret».
Diría que las pistas que hemos seguido van precisamente en este sentido: el padre verdadero, aquél que en la familia es, en cierto modo (junto con la madre), representante de Dios, es no sólo el instrumento de Dios para procrear, sino el que educa, forma amorosamente, con el corazón modelado por el Padre Celestial, para introducir al hijo en la vida adulta, en la madurez humana y en la madurez de la fe. ¡Qué hermoso sería que los padres tomaran a los hijos de sus manos y los pusieran sobre sus espaldas, para emprender con ellos el camino de la vida, para introducirlos en la Familia que es la Iglesia y en el corazón de toda la humanidad!
Alfonso López Trujillo en unav.edu/
Notas:
49. S.S. JUAN PABLO II, Carta apostólica Salvifici doloris, 9.
50. Cfr. Jean GALOT, Cristo Abbandonato sulla Croce, en Civiltà Cattolica, pp. 9-13.
52. Citado por FITZMEYER, op. cit., p. 621.
53. El texto que comentamos, y su antecedente en el v. 28, tiene sus dificultades y sus redacciones diferentes según el códice que se adopte, sobre todo si se omite a Dios como sujeto, aunque todas convergen en el sentido antes indicado. Hay diversas versiones posibles: «Dios coopera, en todo, con los que lo aman». Schlier, entre otros, prefiere esta lectura. O «Dios “sunergei§”, hace que todas las cosas cooperen al bien de quienes lo aman». Así, v.g., Lagrange. Si Dios, como sujeto, es omitido, como en la traducción textual de la koiné, la Vulgata y muchos escritos patrísticos, entonces se lee: «Todas las cosas operan conjuntamente para el bien de aquellos que lo aman». Detrás de todo esto, es claro, está el Plan de Dios, quien controla la historia humana. Si Dios falta y «sunergei§» es entendido en sentido intransitivo y el sujeto es el Espíritu, la colaboración con todas las cosas es atribuida al Espíritu. Si Dios es el sujeto la fuerza radica en el reconocimiento del poder trascendente de Aquel (el Padre) que ayuda. Todo está puesto bajo su voluntad (cfr. FITZMEYER, o.c., pp. 622-623). Es algo que el mundo pagano, v.g. Platón, de algún modo vislumbraba, respecto de la «Providencia», y que en la Revelación cristiana adquiere enorme resplandor. Platón, en la República, escribe así: «¿No debemos acaso estar de acuerdo sobre el hecho de que todo lo que proviene de los dioses se resuelve del mejor modo posible para quien es caro a los dioses...? Así entonces debemos concluir respecto del hombre justo (peri; tou§ dikai;ou androı) ya esté golpeado por la pobreza o la enfermedad o cualquier otro mal, que al final estas cosas se manifestarán como un bien, o en la vida o en la muerte» (República, 10,12).
54. TERTULIANO, La penitencia, VIII, 6-8.
55. H. SCHÜRMANN, Il vangelo di Luca, Brescia 1983, pp. 269-270.
58. S. JUAN CASIANO, Collationes, 9, 18: PL 49,788C; en CEC, n. 2785.
59. Texto antes citado, que el Catecismo asume en estas palabras. Ver CEC, n. 239.
61. Cfr. P. RICOEUR, Histoire et vérité, Ed. du Seuil, Paris 1955, p. 205.
62. S. CIPRIANO, De Dominica oratione, 9: PL 4,525A; en CEC, n. 2782.
64. Cfr. Alfa y Omega, «ABC» (15/4/99) 19.
66. S.S. JUAN PABLO II, Carta a las familias, 14.
67. Tony ANATRELLA, La difference interdite. Sexualité, Éducation, Violence. Trente ans après Mai 1968, Flammarion 1998.
72. Especialmente en el escrito La familia, don y compromiso, esperanza de la humanidad, Pontificio Consejo para la Familia, Roma 1997.
75. S. JUAN CRISÓSTOMO, Homilia in Mt 7,14: PG 51, 44B; en CEC, n. 2784.
76. S. CIPRIANO, De Dominica oratione, 11, PL 4,526B; en CEC, n. 2784.
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