1. La paternidad de Dios
Al abordar este tema nos hallamos en el corazón de nuestra fe. Nos acercamos a la raíz de nuestra identidad cristiana. Invocar a Dios, como Padre Nuestro, es a la vez ahondar en nuestra identidad de hijos. Escribe San Cipriano: «El hombre nuevo, que ha renacido y vuelto a su Dios por la gracia, dice primero: “¡Padre!”, porque ha sido hecho hijo» [1].
Karl Barth señala, como primera condición para el trabajo del teólogo, una indicación que podemos extender a todo creyente: la capacidad de admirar (el estupor: qaumazein). Sólo así se preserva el misterio del desgaste de lo rutinario. En un libro intitulado Sobre el Cristianismo, Julián Marías observaba: «Se ha debilitado de manera increíble la conciencia de misterio, la admiración —en el grado sumo que se llama adoración— por su grandeza, su bondad, su supremo valor». Y más adelante indica: «Se ha evaporado lo que fue el torso de la fe cristiana: la gratitud a Dios creador (...). Un paso más es el envaguecimiento de la visión de Dios como Padre —núcleo esencial del cristianismo—, tal vez arrastrada por el descrédito actual de lo que se llama “paternalismo”, que suele confundirse con la paternidad» [2]. «Padre —escribe Charles Journet— es una palabra que todos los hombres conocen y que es plena de misterio. Ya aquí abajo, la paternidad es un hermoso misterio del orden natural. Mientras más grandeza y dignidad tiene un hombre, más comprende lo que es haber sido elegido para dar la vida, conservarla y dirigirla. Esta paternidad no es más que una pobre cosa en comparación con la paternidad divina» [3]. Hemos, pues, de sumergirnos, movidos por el Espíritu, en el misterio.
El misterio de la paternidad es no sólo la clave para comprender nuestra última y profunda verdad, sino también para entrar en una nueva relación con los demás y para introducirnos en el misterio de la Familia de Dios, en la familia que es la Iglesia, y también en la dimensión de la Iglesia doméstica.
Quisiera primero hacer un rápido recorrido por algunos textos que he reunido meditando, en este año dedicado a Dios Padre, para introducirnos luego en algunas consideraciones de tonalidad más pastoral, en relación con la paternidad en la familia.
Dios Padre: Padre mío, Padre nuestro
¿En dónde hallamos la novedad de poder invocar a Dios como Padre? Es verdad que la invocación a Dios como Padre es conocida en muchas religiones y que, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, «la divinidad es con frecuencia considerada como “padre de los dioses y de los hombres”» [4]. Sin embargo, poder llamar con toda verdad a Dios Nuestro Padre adquiere una absoluta novedad. Esta novedad es subrayada por el Catecismo de la siguiente manera: «Jesús ha revelado que Dios es “Padre” en un sentido nuevo» [5]. En el Padre Nuestro nos referimos a Dios en «una relación totalmente nueva con Dios» [6]. Ya Romano Guardini, en su libro La Oración del Señor lo observaba. «Las religiones primitivas de todos los pueblos occidentales tienen un padre celestial, la deidad rectora que todo lo abarca —escribe el prestigioso teólogo—, que ilumina y dinamiza los cielos. Por los griegos fue llamado Zeus; por los romanos Júpiter; por los antiguos germanos Wotan». Siempre indicaba el poder de arriba. Sin embargo —agrega Guardini—, «lo que Cristo significa con el Padre celestial es algo del todo diferente. No significa Algo que puede ser sentido en el universo como algo que todo lo abraza e invade... No es un poder radiante que gobierna desde arriba, que crea y da la luz... Lo que Jesús significa es diferente» [7].
Así la palabra «Dios» adquiere también una nueva connotación. Como recuerda Michael Schmaus, en el Nuevo Testamento, la Palabra Dios se refiere casi exclusivamente a la primera persona divina: el Padre. La caracterización del Hijo con la expresión «Dios» ocurre pocas veces y siempre con ciertas reservas. Sólo hay seis textos en los que la naturaleza divina de Jesucristo es atestiguada con la palabra «Dios». Para dar testimonio de la divinidad del Espíritu Santo jamás se usa ese término [8]. Schmaus recurre también a la investigación de K. Rahner, quien señala que cuando Cristo es llamado Hijo de Dios es con referencia a la primera persona de la Trinidad. Dios es llamado Padre por Cristo. Dios Padre envía a su Hijo para la salvación del mundo. El uso de la palabra «Dios», referida al Padre, está sustentado por una abrumadora cantidad de textos [9].
En el Antiguo Testamento, junto a diferentes términos, Dios es también presentado con el término de padre, generalmente en relación con su realidad de Creador. Quizás por el temor de que fuera confundido con usos mitológicos, el término se usa poco (sólo 15 veces) y con ciertas reservas. En el Nuevo Testamento sorprende ya a primera vista la frecuencia del término, pues es aplicado a Dios unas 250 veces. Jesús alude a Dios con ese término no menos de 170 veces. La novedad fundamental tiene su raíz en el uso, que entraña una novedad y una relación única existente entre Jesús como Hijo y Dios como Padre. Todas las oraciones de Jesús comienzan con la invocación a Dios como Padre, con excepción de la invocación en la Cruz, en la cual se citan las palabras del salmo 22: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado» (cfr. Mt 27, 46).
Es bien característico el uso en Mt 11, 25-26 donde Jesús agradece al Padre de la manera más solemne (ejxomologou§maiv, alaba, da gracias) la revelación del misterio (avpekavluyaı) a los pequeños, mientras lo ha mantenido oculto a los sabios e inteligentes (prudentes). Esta revelación se basa en una especial comunión de vida que le permite hablar de «Padre mío». Esa comunión peculiarísima es la fuente de su conocimiento: «Todo me ha sido dado por el Padre mío» (Mt 11, 27a), a diferencia de la fuente de información de los escribas y fariseos que eran las tradiciones de los ancianos (cfr. Mc 7, 3.9). El término «Padre», empleado ciertamente por Jesús, adquiere su novedad fundamental por el significado excepcional y único que tiene para Él. Por un lado, permanece la diferencia abismal que el mismo Jesús establece al dirigirse a su Padre (sólo Jesús puede invocarlo así) y a nuestro Padre, en razón de la filiación adoptiva que nos constituye en familia de Dios, formada por los «hijos de Dios», con la característica red de fraternidad que tal relación crea (cfr. Jn 20, 17). Cuando invocamos al Padre Nuestro, el «nuestro» subraya la comunión eclesial, como familia que comparte y supera el egoísmo [10]. Sin embargo, Jesús y nosotros somos cubiertos por el mismo amor del Padre, «para que el amor con el cual tú me has amado esté en ellos» (Jn 17, 26) [11]. La absoluta novedad de esta invocación abarca también nuestra condición de hijos, en la novedad de la filiación adoptiva. La relación enteramente nueva que se establece cuando el Hijo invoca a Dios como Padre, como Su Padre, entraña pues una clara diferenciación: Dios es Padre suyo de modo distinto, diferente. La diferencia es abismal con respecto al modo en que es nuestro Padre.
«Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos» (Mt 11, 25). La revelación a los pequeños está en la raíz de la grandeza de los pequeños (en Mt nhpivoiı: infantes). Por ello dirá en otra parte: «Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos» (Mt 18, 10; cf. Mt 18,6). Pequeña en este sentido fue Santa Teresita (Teresa del Niño Jesús), quien pedía a Jesús-Niño que «llame a los goces celestiales a innumerables falanges de niñitos». Ella hablaba movida por el amor: «En el corazón de la Iglesia, yo seré el amor». Todos los Santos que han recibido la palabra de Dios con corazón abierto, reyes, teólogos, etc., son «pequeños».
El texto de Mateo continúa: «Sí, Padre, porque así te plugo. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo» (Mt 11, 25-27). El inicio de esta plegaria es especialmente expresivo en Lucas: «En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo (hjgalliavsato tw§pneuvmati tw§ aJgivw/), y dijo: “Yo te bendigo, Padre”» (Lc 10, 21). Me llama la atención cómo la invocación al Padre es hecha en el Espíritu Santo, lo cual, según veremos, resulta una constante cuando se dirige a Él como Abbá. La expresión Abbá puede ser subyacente a esta oración. Esta alabanza de Jesús, que exulta en el Espíritu, se parece a la exultación de María en el Magníficat: «mi espíritu se alegra en Dios mi salvador» (Lc 1, 47).
Cristo es Hijo de modo distinto que cualquier otro [12]. Nosotros no somos hijos por naturaleza, sino por gracia. Todo lo que somos es fruto de un don. Llamamos a Dios Padre no por una especie de panteísmo que todo lo invade —según la advertencia de Guardini—, sino porque Él nos llama y nos convierte en hijos: «Tú serás mi hijo; tú serás mi hija» (cfr. Sal 2, 7). Es un cambio profundo, no sólo de palabras, sino de verdad, en la realidad. La adopción es un regalo a cuya noticia tenemos acceso sólo por la Revelación y en virtud de la palabra del Señor que nos convoca, que nos enseña así a invocar a Dios como Nuestro Padre movidos por el Espíritu. Primero el Padre nos ha llamado a ser hijos para que podamos invocarlo como Padre. Nosotros invocamos a Dios con un nombre nuevo. Tertuliano recuerda, aludiendo al original sentido de la expresión Dios Padre, que no había sido revelada jamás a nadie. «A nosotros este nombre nos ha sido revelado en el Hijo, porque este nombre implica el nuevo nombre del Padre» [13].
Dirigirnos a Dios como Nuestro Padre «nos muestra que nuestra plegaria procede de nuestra calidad de hijos e hijas de Dios, de nuestro ser mismo que recibimos del Padre y que hace de nosotros hombres nuevos a imagen de su Hijo Único» [14]. Invocar a Dios como Padre significa descubrir la dignidad del hombre como hijo de Dios, individualmente asumido y en la Iglesia, como ser creado y recreado por Dios, a imagen semejante de su creador (cf. Col 3, 9s). En el Padre reconocemos la fuente de la vida, de nuestra vida natural y de nuestra vida de hijos. Somos hechura de sus manos y regenerados en el perdón y la misericordia. Invocamos a Dios como Padre bueno, clemente, misericordioso (cf. Ex 34, 6-7), cuya ternura, cuyas entrañas de misericordia se ponen de manifiesto en el perdón del Padre misericordioso que acoge, cubriéndolo de besos, al hijo pródigo. Charles Peguy dirá: «En la parábola el perdón ha quedado plantado en el corazón del impío como un clavo de ternura» [15].
1.2. Abbá, Padre: novedad y significado
Quisiera ahora referirme a algunos textos, y concretamente a dos muy semejantes de San Pablo, que nos servirán de camino y de clave para descubrir, por así decirlo, lo esencial de la relación de la paternidad de Dios con respecto al hombre, y de la filiación del hijo con respecto al Padre. También me referiré al Abbá de la oración en el Huerto.
Haré primero, pues, un rápido recorrido por estos tres textos, en los que aparece esta invocación Abbá, Padre en el Nuevo Testamento. El marco general de este recorrido introductorio gira en torno a esta expresión: Abbá.
Dios es muchas veces llamado Padre en el A.T., pero en ninguna parte como plegaria, según la expresión llena de confianza que el mismo Señor emplea y que Pablo y Marcos nos transmiten. J. Jeremías indica que este término arameo no tiene paralelo en la literatura judía. Es el modo que el niño en el balbuceo inicial usa para dirigirse al padre como «papá» [16]. Nadie habría osado usar tal término familiar para designar al Dios del Sinaí, tres veces Santo. La familiaridad del Abbá, traducible por «papá», no parecía convenir al Dios soberano y omnipotente. Esto ya era una novedad. Sólo una vez aparece en los labios de Jesús (en Marcos: la oración de Getsemaní), pero los estudios exegéticos han podido mostrar que así comenzaba Jesús sus oraciones. Lo llamaba así en las circunstancias más ordinarias de su existencia [17].
Para J. Jeremías esta expresión transmite una «ipsissima vox» de Jesús, lo cual explicaría la conservación del término unido a la traducción en el griego: Padre (pathvr) [18]. Observa Joseph A. Fitzmeyer que el Abbá empleado por Jesús terreno en el momento de mayor intimidad con Dios fue conservado con amor por los primeros cristianos precisamente en recuerdo de Jesús [19]. Aunque la interpretación de J. Jeremías es rechazada por algunos (y no se ve la fuerza de los argumentos contrarios), hay que tener en cuenta, como lo anota este comentario a la Carta a los Romanos, que «la fórmula se convirtió en un modo para dirigirse a Dios también en las comunidades cristianas de lengua griega y se volvió una fórmula de distinción, por el hecho de que en estas comunidades ha sido agregada la traducción griega (oJ pathvr)» [20].
Si, por una parte, la fórmula nos sugiere la vecindad, la cercanía de Dios, en cuyo regazo el niño juega confiado, cuya mano estrecha para sentir la seguridad, por otra, la actitud del niño (espontánea, sencilla) no es algo que quede en un marco infantil, sino que caracteriza también al creyente adulto en la comunidad eclesial. Por ello advierte con razón Servais Th. Pinckaers: «Sin embargo, el término no permanece infantil en la boca del Señor. Se carga de una significación muy profunda indicando la relación íntima que une a Jesús con su Padre». La comunidad cristiana «ha percibido profundamente la unicidad, la especificidad de este apelativo» y ha mantenido el término arameo en la formulación griega. Se orará diciendo: Abbá!, Padre [21].
Esta forma de orar aparece explícitamente —como ya hemos dicho— tres veces en el Nuevo Testamento, a saber: en la Carta a los Gálatas 4, 6-7, en la Carta a los Romanos 8, 14-17 y en el Evangelio de Marcos 14, 35-36, en la Plegaria de Getsemaní. Por comodidad presento los tres textos en columnas.
Ga 4, 6-7: |
Rm 8, 14-17: |
Mc 14,35-36: |
La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios. |
En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados.
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Y adelantándose un poco, caía en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de él aquella hora. Y decía: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú».
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En los textos paulinos quisiera subrayar, primero, la significación del paso de la condición de siervo, de esclavo, a la del hijo. Invocar al Abbá, Padre es acceder a la condición de hijo, con todos los derechos. Es un cambio impresionante, una verdadera liberación. Es una transformación profunda que ha de llenarnos de gozo, en el paso del temor a la libertad. La comenta hermosamente San Pedro Crisólogo: «La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo no nos empujasen a proferir este grito: “Abbá, Padre” (Rm 8, 15)... ¿Cuándo la debilidad de un mortal se atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del hombre está animado por el Poder de lo alto?» [22].
Segundo: Abbá es una invocación, una plegaria, posible por la moción del Espíritu, así como Jesús solamente es reconocido como Señor en el Espíritu (cf. 1Co 12, 3).
Tercero: nos detendremos en el grito, de júbilo y libertad, que en Gálatas es del Espíritu y en Romanos es nuestro. Descubriremos una relación entre este grito y el que resonó con fuerte voz en el Calvario.
Por razón de orden prefiero referirme en primer lugar al texto de Gálatas (Ga 4, 4-7), que sirve de base al Apóstol en Romanos (Rm 8, 14-15). Luego buscaremos unir, en el relato de la pasión, la oración de Jesús en Getsemaní (en la cual aparece la expresión Abbá, pero no se habla de un grito) con la de la Cruz.
1.2.1. Ga 4, 4-7
San Pablo introduce el capítulo cuarto de la Carta a los Gálatas con esta afirmación: «Cuando éramos menores de edad, vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo» (v. 3). Cuando se es menor de edad no hay diferencia con el esclavo (cfr. v. 1).
Viene ahora la novedad, el cambio fundamental:
Pero, al llegar la plenitud de los tiempos (tov plhvrwma tou§ crovnou) [23], envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley (v. 4).
Y sigue más adelante:
La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios (vs. 6-7).
Franz Mussner alude a una discusión en los comentarios: si la recepción por parte de los creyentes es la consecuencia de su filiación, o si la filiación es la consecuencia de la recepción del Espíritu. Adopta como la mejor solución la propuesta por José Blank: «la recepción de la filiación comporta eo ipso la donación del Espíritu» [24].
Hay dos aspectos en este texto que quisiera subrayar:
Primero: la inmediata consecuencia de poder invocar a Dios como Padre (o, según otro parecer, la condición para invocarlo como Abbá!) es la realidad de la superación de la esclavitud: «ya no eres esclavo, sino hijo» (v. 7). El cristiano puede, por tanto, acceder a la herencia, de la cual San Pablo hablará también en Rm 8, 17: «Si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo».
Segundo: la invocación al Abbá, Padre, es un grito que tiene como sujeto al Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones. Es el Espíritu quien grita (kra§zon), solamente un ser personal puede gritar. Kuss anota que «en el grito de oración se trata al mismo tiempo... de una revelación del nombre... obtenido mediante el Espíritu» [25]. Por eso Grundmann [26] (y Schlier) piensan que kravzein puede ser también «proclamar, anunciar, revelar» [27]. Es un grito —oración de libertad, de exaltación como hijo que rompe las cadenas de la esclavitud—. En el mismo grito Abbá! el hijo se reconoce como tal. Abbá es —como vimos— ipsissima vox Jesus, tomada del lenguaje infantil, que para el sentimiento de los contemporáneos de Jesús habría parecido irreverente.
1.2.2. Rm 8, 14-15
«Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar (kravzomen): ¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 14-15).
Aquí, este texto, que tendría su base en el precedente de Ga 4, 4-7, se inicia con el cambio fundamental del espíritu de servidumbre (pneu§ma douleivaı), que conduce de nuevo al temor (pavlin eijı fovbon), al espíritu recibido de adopción, de hijos de Dios (pneu§ma uiJoqesivaı). Algunos traducen Espíritu con mayúscula, otros no, como Dieter Zeller. Es, por así decirlo, un nuevo orden, un nuevo estado, al cual introduce, en todo caso, la novedad del Espíritu Santo: en el versículo 21 se hablará de «la gloriosa libertad de los hijos de Dios»... Se trata de la liberación de la esclavitud del pecado y del temor de la muerte, de «libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Hb 2,15).
El Espíritu permite dirigirse al Padre con confianza, en un grito liberador de confianza. Al respecto es interesante la reflexión de Lutero en su comentario a la Carta a los Romanos: «En el espíritu del temor no se puede gritar... la confianza dilata el corazón, la frente, la voz, mientras el temor todo lo comprime».
En el Espíritu gritamos (kravzomen) Abbá: el sujeto es nosotros, movidos por el Espíritu. La invocación es a la vez una confesión, similar a aquella que bajo la moción del Espíritu se hace con respecto a Jesús como Señor: «nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino con el Espíritu Santo» (oudeiı dunvatai eipein, Kurioi Ij hsouı, eij mh; ejn pneuvmati aJgivw/) (1Co 12, 3). En tal sentido el hijo es «guiado por el Espíritu» para este grito-confesión. Aquí, desde luego, se trata de una confesión en la que se pone en juego —y radicalmente— la existencia, que no es por lo tanto meramente verbal, declaratoria, sino algo que abarca la vida toda y que requiere incluso la entrega plena del martirio.
1.2.3. Mc 14, 36
La invocación de Jesús al Padre como Abbá la encontramos en Mc 14, 36 en la plegaria de Getsemaní: «Y decía: “¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú”» (Mc 14, 36). Rudolph Pesch, en su comentario al Evangelio observa que esta invocación no tiene correspondiente en la literatura judaica —como lo hemos ya observado— y era una modalidad familiar no sólo del niño, sino también del adulto, que indica una nueva experiencia de Dios: la filiación de Jesús en la obediencia incondicional. En la transcripción del Padre Nuestro se autoriza a imitar a Jesús en el uso de esta palabra [28]. La invocación al Padre, Abbá, es la aceptación total de la pasión y de la muerte, dando a su entrega el sentido de un permanente volverse hacia Dios, totalmente recogido en su seno. Esta oración culmina en el grito de libertad, con fuerte voz, no obstante estar exhausto, que le permite el Espíritu.
Según Mc 15, 34, «gritó Jesús con fuerte voz: “Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?”» (cfr. Mt 27, 46). Este «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34) es dramático. Recuerda el comienzo del salmo 22, que expresa también confianza y esperanza en el Dios que salva: «En ti esperaron nuestros padres, esperaron y tú los liberaste; a ti clamaron, y salieron salvos, en ti esperaron, y nunca quedaron confundidos... ¡Mas tú, Yahveh, no te estés lejos, corre en mi ayuda, oh fuerza mía» (Sal 22, 5-20). Y más adelante el salmo dice: «no ha despreciado ni ha desdeñado la miseria del mísero; no le ocultó su rostro, mas cuando le invocaba le escuchó» (v. 25).
En Mt se indica que «dando de nuevo un fuerte grito (pavlin kravxaı fwnh/ megalh,/v) exhaló el espíritu» (Mt 27, 50). El drama de la Cruz culmina con una entrega confiada. Angelo Amato alude al fresco de Masaccio, en Santa María Novella de Florencia, con la figura del Padre majestuoso e imponente, que sostiene con los brazos abiertos la Cruz de Jesús. El Padre parece crucificado con el Hijo. Es como el cuadro del Greco en el museo del Prado: elimina la Cruz y pone a Jesús crucificado en los brazos compasivos y misericordiosos del Padre celestial [29].
En Lc 23, 46 se hace referencia también al fuerte grito: «Jesús, dando un fuerte grito, dijo: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” y, dicho esto, expiró». Aquí se trata de un grito de liberación y de confianza, del encomendar el espíritu que en Jn 19, 30 (parevdwken to; pneu§ma) tiene la conocida doble significación.
De la servidumbre a la libertad de hijos de Dios
¿Qué significa el «espíritu de esclavitud» o de servidumbre, signado por el temor, en el cual San Pablo advierte que no se debe recaer? Me parece que se refiere a una forma de relación, fruto de una pobre concepción de Dios, en virtud de la cual el hombre, la creatura, quedaría sometida a una dependencia total: la del esclavo bajo su dueño. Esta forma de relación corresponde a niveles inferiores y a etapas primitivas. Se teme a aquél de quien se depende del todo, como si uno fuera una marioneta vaciada de su libertad, a aquél en quien sólo se ve un poder apabullante que genera temor. Pienso que este «espíritu de servidumbre» tiene una buena caracterización en la relación del Amo y el esclavo, diseñada por Hegel en la Fenomenología del Espíritu, que impresionó al joven Marx y que supone una caricatura de Dios y, por consiguiente, también una caricatura del hombre, y ha generado la reacción del humanismo ateo.
La invocación de Dios como Padre es también liberadora respecto de algunas conocidas teorías psicológicas o sociológicas. Es oportuno recordarlo ya que, como observa Amato, «en nuestra cultura parece perdurar a veces el rechazo freudiano de la paternidad de Dios». La religión es considerada por el fundador del psicoanálisis como una neurosis obsesiva universal. Dios Padre no sería más que una proyección infantil... Cuando el joven crece y madura pierde el complejo del padre, perdería también la fe en Dios [30]. Justamente advierte Amato que el desarrollo del psicoanálisis ha echado por tierra esta posición de Freud. Se ve con seriedad que el origen de la neurosis no es el sentimiento religioso, sino la carencia de religiosidad, como lo muestran Viktor Frankl y Jacques Lacan [31].
Recordemos que la Encíclica Veritatis splendor habla certeramente de «la verdadera autonomía moral del hombre» en la cual «la libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí». Se trata de una «teonomía participada», en la cual «la libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios». Por ello, «la ley debe considerarse como una expresión de la sabiduría divina». La obediencia del hombre al Padre no es lo que la Veritatis splendor llama heteronomía, «como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad» [32].
Me pregunto si fuera de la Revelación cristiana puede darse una concepción verdadera de Dios como Padre, la cual, dignificando al Hijo, exalta la libertad y la responsabilidad de la creatura humana. Observa Galot: «La revelación del Padre, definido por su relación con el Hijo, supone una profunda transformación en la revelación de Dios... No se trata de atribuir a Dios considerado en toda su realidad divina la cualidad de Padre, sino de reconocer una persona divina que se define por la paternidad» [33]. Al Dios concebido como un poder autoritario, implacable y severo, corresponde la fisonomía del hombre como esclavo, despojado de su libertad, sin conciencia propia (en el sentido hegeliano). Esta relación vieja, viciada, es superada por un nuevo orden, por una nueva relación, por un espíritu nuevo: no el de la condición de esclavos que viven bajo el temor, sino el que proviene del descubrimiento, gracias a la Revelación, del rostro amoroso del Padre. Así como es posible concebir a Dios de otra manera, como Padre, somos capaces de descubrirnos a nosotros mismos en nuestra nueva realidad: la de hijos muy amados, constituidos como tales por el amor del Padre, bajo la acción del Espíritu. La voluntad de Dios no tiende al sometimiento de la creatura, ni busca su aniquilación, sino que pide el acatamiento de la obediencia, en un ejercicio fecundo de la libertad que no reduce la persona a cosa, sino que la hace crecer en su universo de libertad. El Padre busca nuestro bien con su autoridad providente. He aquí la razón de nuestra arraigada confianza. Es el camino de la superación del temor, que espanta e inmoviliza, para acceder a la condición de hijos liberados, capaces de prorrumpir en un grito de libertad:
¡Padre! Esta confesión nos sitúa en nuestra realidad filial, de la cual da testimonio el mismo Espíritu: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8, 16-17). En el hombre liberado, también la creación entera, que fue sometida a la vanidad, es liberada. La creación gime con dolores de parto en la espera de esa liberación (cfr. Rm 8, 20-22).
Podemos leer con renovado entusiasmo la Carta a los Colosenses: «Gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz. Él nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados» (Col 1, 12-14). El Padre quiere nuestro bien, aun en medio de situaciones de dolor y de sufrimiento que no acertamos a comprender: «Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio» (Rm 8, 28).
Este paso de la esclavitud a la libertad, que entraña la invocación de Dios como Padre, es recogido en la asamblea eucarística cuando, con «osadía filial», en la liturgia romana decimos «audemus dicere» antes de la recitación del Padre Nuestro, o con las expresiones análogas que recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, tomadas de la liturgia oriental: «Atrevernos con toda confianza», «Haznos dignos de» [34]. Recordemos que los Catecúmenos sólo podían recitar el Padre Nuestro en la Vigilia Pascual, en la noche en que eran introducidos en la plena comunión eucarística, precisamente con el «osamos» o nos atrevemos... que se vuelve grito de júbilo con la comunidad eclesial.
La expresión Abbá, Padre ha sido estudiada —como vimos— con especial solicitud por Joaquín Jeremías. Le somos deudores de hermosas y certeras consideraciones, según las cuales Abbá es el balbuceo del niño que se dirige lleno de confianza a su Padre, que juega en su regazo, como ya lo hemos recordado. El niño se siente seguro en presencia de su Padre, el cual lo mira con ternura [35]. Abbá es, a la vez, la expresión solemne referida a Dios en su majestad, en su trascendencia, al cual «osamos invocar» confiadamente, y es la expresión de la serena cercanía que el niño experimenta como seguridad jugando en brazos de su Padre. Me parece que en esa doble y complementaria dimensión, por un lado la de la trascendencia de Dios, sin dejar que un cierto tipo de familiaridad deje de lado la consideración del «totalmente Otro», la identidad de Dios, infinitamente grande en su majestad, y, por el otro, la de su inmanencia, su cercanía, la del Dios más íntimo que nuestro propio ser, se establece el equilibrio para no desfigurar la auténtica paternidad de Dios. En esa doble relación, cuyo equilibrio y armonía no aportamos nosotros sino que nos viene de la misma Revelación en Cristo, hemos de descubrir los genuinos principios de la paternidad, de la autoridad y pedagogía de Dios. Así se podrá evitar concebir a Dios como un tirano inclemente que doblega al hombre y le roba su identidad, que es el drama que domina el ateísmo «humanista», o convertir al Dios, Padre bueno, en un bonachón desprovisto de autoridad, a quien curiosamente, como por estar al alcance de la mano y carecer de peso, en nombre de la familiaridad se le pone al margen de la vida ética y de la misma educación. Estos dos aspectos serán para nosotros de especial valor en el tema que nos ocupa.
1.4. La Paternidad: fuente de todo bien
El Padre es la fuente de todo bien. El Padre quiere nuestra felicidad. Es una convicción que no podemos dejar de lado, incluso cuando nos sentimos probados y débiles ante una tentación que atribuimos a Dios para descargarnos cómoda, pero engañosamente, de nuestra flaqueza (cfr. St 1, 13-15). Esta es una verdad a la que hemos de aferrarnos: «No os engañéis, hermanos míos queridos. Toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambios ni sombras ni rotaciones. Nos engendró por su propia voluntad, con Palabra de verdad, para que fuésemos como primicias de sus creaturas» (St 1, 16-18). En Dios no hay cambios, Él es inmutable en su fidelidad, como lo indica una imagen sugerida por el movimiento de los astros, que aparece en una variante del v. 17: Dios es «en quien no hay cambio que provenga del movimiento de la sombra» [36], en contraposición con quien vacila, que es semejante al oleaje del mar (cfr. St 1, 6).
Los textos que hemos examinado más arriba, de las cartas a los Romanos y a los Gálatas, están estrechamente ligados con el que consideramos a continuación, tomado de la Carta a los Efesios. San Pablo hace esta ardiente súplica: «Doblo mis rodillas delante del Padre, del cual toda paternidad, en el cielo y en la tierra, trae su nombre» (Ef 3, 14-15). Es sabido que la palabra griega patria que aquí se traduce por paternidad, otros la traducen por familia. El fervor de la oración está subrayado por la expresión «doblar las rodillas», ya que el hebreo ora de pie. El concepto de paternidad o de familia hace referencia a todos los seres existentes, de quienes el Padre es origen y principio. Patria en griego tiene diversas acepciones: estirpe, tribu, generaciones. Alude evidentemente al único principio de «toda familia», que tiene en Dios y por Dios su existencia concreta. Por eso en el Credo se enfoca al Padre como creador del cielo y de la tierra. La paternidad mira al origen de la vida. Familia designa el grupo social que debe su existencia y unidad a un mismo antepasado: el padre.
La súplica de la Carta a los Efesios concluye pidiendo al Padre «que os conceda robustecer en vosotros el hombre interior, por la potencia del Espíritu... fundados en el amor» (Ef 3, 16-17). En el final de esta súplica se explicita el Padre como fuente del crecimiento en el ser por el amor. Esto nos conduce, en mi opinión, a la médula del concepto de paternidad: ser no sólo el principio de la vida comunicada, sino del crecimiento del hombre nuevo en el ser, del hombre interior. El hombre nuevo es recreado a imagen del rostro de Dios, que recibe toda su vitalidad desde dentro, por la acción del Espíritu. Este «hacer crecer en el amor», en las hondas dimensiones del ser se relaciona con el concepto de educación, también con el de pedagogía. El Padre es quien con su autoridad amorosa educa, conduce, forma.
1.5. Lo que significa el nombre de Padre
En el concepto de Padre convergen, a la luz de los textos examinados, varios aspectos armónicamente complementarios. El Padre es origen y principio de Vida, es quien da la vida, y a esa obra vivificadora está asociado el aspecto de su autoridad y también su obra de educador o formador en el amor y en una pedagogía de amor que le es característica.
Charles Journet observa cómo la palabra padre «quiere siempre decir autor y conservador de la vida, fusión entre la dulzura y la fuerza» [37]. Hay que tomarla en forma analógica: mis padres, dice, me han dado la vida, pero Dios me la da de una manera «tellement plus profonde» [38]. Es tal la novedad de la peculiaridad referida al Padre que en Mateo leemos: «No llaméis a nadie “Padre” vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo» (Mt 23, 9). El mismo Jesús usa el nombre de padre referido a los hombres, pero ha de estar reservado en la significación más honda y perfecta al Padre celeste, con el cual la paternidad humana es incomparable [39]. Observa Jean Galot que sólo el Padre celeste es íntegramente padre y que en él se encuentra el modelo de toda paternidad: «Tiene como rasgo distintivo y único ser totalmente Padre en su personalidad. En efecto, su persona consiste en ser Padre, de tal forma que todo en él es paternal. Se trata de un hecho excepcional, que solamente se verifica en Dios. Un hombre se convierte en padre; no lo es por nacimiento. Es primero una persona humana y luego se convierte en padre. (...) El Padre celestial existe desde toda la eternidad como Padre. Es persona divina de Padre por el hecho de engendrar a su Hijo. Es la paternidad lo que constituye su ser personal. Posee por tanto una personalidad de Padre muy superior a la personalidad de todos los padres humanos» [40].
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «Al designar a Dios con el nombre de “Padre”, el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad trascendente, y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos» [41]. Y agrega: «Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura» [42].
Galot profundiza en la fusión entre paternidad y maternidad referida a Dios, habida cuenta de la infinita distancia que existe entre la paternidad divina y la paternidad humana: «Una de estas diferencias —indica— estriba en que en Dios la paternidad abarca todo lo que nosotros entendemos por paternidad y maternidad. Nosotros distinguimos entre paternidad y maternidad porque en la humanidad se da una diferencia de sexos (...). Es Padre, en el sentido de una paternidad que supera las distinciones entre los sexos y que lo designa como el único autor de la generación divina. No se trata, por tanto, de una paternidad que se afirme en oposición a la maternidad. Integra todas sus riquezas» [43]. Es una oportuna indicación para orientar en el tema del «lenguaje inclusivo», que constituye una propuesta difícil de aceptar. Así, advierte con razón Galot, «querer llamarlo madre sería introducir en las relaciones que tenemos con él una connotación sexual que le es totalmente extraña, y vincular la invocación de su nombre a las reivindicaciones feministas» [44]. Es similar la advertencia que al respecto formula Angelo Amato: «Estas metáforas femeninas, ¿implican que Dios, además de ser padre, es también madre?... Respondemos sin vacilación que nunca en la Biblia se llama a Dios “Madre”. Más aún, los profetas lucharon siempre contra el politeísmo y contra la introducción de todo tipo de culto a las divinidades femeninas (cfr. 1R 15, 13)» [45]. Y reafirma: «En este sentido “Padre” es un nombre teológico, que revela el secreto íntimo de Dios, que es comunión trinitaria» [46]. «De ahí surge la idea no de un Dios madre, sino de un Dios maternal, de un Dios con un corazón caritativo de Madre» [47]. Es preciso, por ello, saber manejar con cuidado el texto de San Agustín: «Dios es un padre, porque él ha creado, porque llama a su servicio, porque ordena, porque gobierna; él es una madre porque calienta, nutre, amamanta y porta en su seno» [48].
El Catecismo de la Iglesia Católica habla de la ternura paternal de Dios (o maternal), del Dios Rico en Misericordia, o, en la oración de Catalina de Siena, «Loco de Amor»: «¡Oh Loco de amor!... ¿cómo has enloquecido de esta manera? Te enamoraste de tu hechura, te complaciste y deleitaste en ti mismo y quedaste ebrio de tu salud. Ella te huye, y tú la vas buscando. Ella se aleja y tú te acercas. Ya más cerca de ella no podías llegar, al vestirte de humanidad». Como que presiente uno la poesía de San Juan de la Cruz.
Es frecuentemente citado este texto de Isaías: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Is 49, 15). Otro texto nos habla del consuelo materno de Dios: «Como uno a quien su madre le consuela, así yo os consolaré» (Is 66, 13). El término que se utiliza para designar la misericordia divina tiene que ver con las entrañas maternales: rahamín. Rehem es el seno materno, el hogar del cariño, la protección, del surgimiento de la vida, del amor «entrañable». A ello alude Lc 15, 20 en la parábola del hijo pródigo. El gesto del Padre que cubre de besos a su hijo es como un abrazo maternal.
Alfonso López Trujillo en unav.edu/
Notas:
1. S. CIPRIANO, De Dominica oratione, 9: PL 4,525A; en CEC, n. 2782.
2. Julián MARÍAS, Sobre el Cristianismo, p. 13.
3. Charles JOURNET, Notre Père qui es aux cieux, Edits. S. Ag., p. 30.
7. Romano GUARDINI, The Lord’s Prayer, Sophia Institute Press, Manchester, New Hampshire 1958, pp. 22 y 23.
8. Michael SCHMAUS, Teología Dogmática, vol. I, La Trinidad de Dios, Rialp, Madrid 1963, pp. 381-382.
10. 10. Cfr. CEC, nn. 2790-2792.
11. Cfr. José CABA, «Abba, Padre», en Diccionario de Teología Fundamental, Ediciones Paulinas, Madrid 1992, pp. 37-38.
12. Cfr. SCHMAUS, op. cit., p. 393.
13. TERTULIANO, De oratione, 3; en CEC, n. 2779.
14. Servais Th. PINCKAERS, Au coeur de l’Evangile, Le «Notre Père», Ed. Parole et Silence, Saint-Maur 1999, p. 7.
15. Charles PEGUY, I misteri, Jaca Book, 1984, p. 240.
16. Cf. J. JEREMIAS, El mensaje del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1995, pp. 83- 213.
17. Cf. Jean GALOT, Padre ¿quién eres?, Secretariado Trinitario, Salamanca 1998, p. 25.
18. Cf. J. JEREMIAS, Teología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1974, pp. 80-87.
19. Joseph A. FITZMEYER, Lettera ai Romani, Ediz. Piemme, 1999, p. 593.
21. Servais Th. PINCKAERS, Au coeur de l’Evangile, Le «Notre Père», pp. 28-29.
22. SAN PEDRO CRISÓLOGO, Sermón 71: PL 52,401CD; en CEC, n. 2777.
23. La Nueva Biblia Española traduce según mi parecer de forma poco clara: «se cumplió el tiempo».
24. MUSSNER, La lettera ai Galati, Brescia 1987, p. 424.
25. KUSS, Der Römerbrief, Regensburg 1957, p. 550.
27. Cfr. MUSSNER, op. cit., p. 426.
28. Cfr. MUSSNER, op. cit., p. 576. Zeller advierte con respecto a la palabra Abbá, «que aunque provenga del lenguaje infantil, abbá no puede ser traducido como “papaíto” o algo semejante, porque ya la tradición lo traduce como Padre. Pablo alude a una aclamación conocida a los Romanos, la cual tiene su origen en los cristianos de lengua aramaica y quizás corresponde al uso de la plegaria de Jesús» (Dieter ZELLER, La Lettera ai Romani, Brescia 1998, p. 250).
29. Cf. Angelo AMATO, El Evangelio del Padre, p. 82.
30. Cf. Sigmund FREUD, El Porvenir de una ilusión, Obras completas VIII, Bibl. Nueva, Madrid 1974, pp. 2961-2992.
31. Cf. Angelo AMATO, pp. 12-13.
32. Cfr. S.S. JUAN PABLO II, Carta encíclica Veritatis splendor, n. 41.
33. Jean GALOT, Padre ¿quién eres?, p. 24.
35. Cfr. Joachim JEREMIAS, Abba, Ediciones Sígueme, Salamanca 1981, pp. 105-111.
36. Cfr. la nota correspondiente en la Biblia de Jerusalén.
40. Jean GALOT, Padre, ¿quién eres?, p. 26.
43. GALOT, op. cit., pp. 28-29.
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