¿Somos capaces a transmitir pacíficamente nuestra visión del mundo, y escuchar con atención lo que dicen los demás?
La teóloga Jutta Burggraf propone el diálogo para evitar el choque entre las culturas y mentalidades.
En la sociedad actual, convivimos con personas diferentes a nosotros. Este es un hecho concreto y fácilmente perceptible frente al cual no podemos cerrar los ojos. Se trata generalmente de gente proveniente de otros países, con una cultura y religión diferentes a las nuestras; tienen otras costumbres y un estilo de vida que nos resulta extraño y hasta curioso o pintoresco. Tal vez vivan en el mismo pueblo o incluso pertenezcan a nuestra familia. Son "nuestros vecinos de siempre"; pero no piensan ni sienten como yo, o —dicho desde otra perspectiva— yo no pienso ni siento como ellos. Cada persona tiene su propio punto de vista, su mentalidad, su proyecto vital y su modo de juzgar los acontecimientos políticos y sociales.
Lamentablemente, las diferencias originan no pocas veces antipatías o sospechas; pueden llevar a malentendidos e incomprensiones e incluso despertar reacciones violentas. Pueden ser también la causa de múltiples formas de rechazo que hieren el corazón humano.
Muchos sufren injusticias y humillaciones por el mero hecho de no ser "como los demás"; algunos tienen que soportar diariamente torturas, no sólo en una cárcel, sino también en un puesto de trabajo o en el entorno familiar. Es cierto que nadie puede hacernos tanto daño como los que debieran amarnos. "El único dolor que destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros familiares", dicen los árabes. Es una pena gastar las energías en enfados, recelos, rencores o desesperación; y quizá es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más.
¿Cómo podemos evitar este choque entre las culturas y mentalidades que parece caracterizar cada vez más claramente nuestra vida? En los últimos años —y especialmente a partir del 11 de septiembre de 2001— se han dado muchas respuestas muy variadas a este interrogante. De especial importancia es, ciertamente, el diálogo. Pero, ¿somos capaces a transmitir pacíficamente nuestra visión del mundo, y escuchar con atención lo que dicen los demás? O, preguntando de modo más radical: ¿tenemos realmente convicciones propias? ¿Hemos encontrado nuestra identidad? Es un hecho conocido que nadie puede dar (a conocer) lo que no tiene.
I. Dificultades para el diálogo
Somos libres para pensar por cuenta propia. Pero apenas tenemos el valor de hacerlo de verdad. Estamos más bien acostumbrados a repetir lo que dicen los periódicos y revistas, la televisión, la radio, lo que leemos en internet o lo aseverado por alguna persona, más o menos interesante, con la que nos cruzamos por la calle. Hoy en día, en muchos países parece que ha desaparecido la autoridad que dicta los pensamientos, la censura. Pero lo que hallamos en realidad, es que aquella autoridad ha cambiado su modo de obrar: no se vale de la coerción sino tan sólo de una blanda persuasión. Se ha hecho invisible, anónima, y se disfraza de normalidad, sentido común u opinión pública. No pide otra cosa que hacer lo que todos hacen.
¿Resistimos a los tiroteos constantes de este "enemigo invisible"? ¿Hemos aprendido a ejercer nuestra facultad para discurrir y discernir? Pensar no sólo es un juego divertido; es ante todo una exigencia de nuestra naturaleza. No deberíamos cerrar voluntariamente los ojos a la luz, sino todo lo contrario: tendríamos que entusiasmarnos con la realidad que nos rodea, y buscar respuestas a las cuestiones grandes y pequeñas que nos plantea la propia existencia.
Sufrir un ajetreo continuo
Sin embargo, nuestra vida se ha convertido, en muchos sentidos, en un ajetreo continuo. Muchas personas sufren las consecuencias del estrés o de un cansancio crónico. La dureza de la vida profesional, y también las exigencias exageradas de la industria del ocio, traen consigo unas obligaciones excesivas, así que lo único que se desea por la noche es descansar, distraerse de los problemas cotidianos, y no esforzarse nada más. Todo esto puede llevar a una cierta "enajenación" psicológica y espiritual, a la superficialidad de una persona que vive sólo en el momento, para las cosas inmediatas. En nuestra sociedad de bienestar tan saciada, con frecuencia, resulta muy difícil detenernos a reflexionar. Y resulta todavía más difícil hablar en serio con otra persona. ¿Cómo se puede transmitir las propias convicciones si no se tiene ningunas?
Huir en el mundo virtual
Con frecuencia, conocemos mejor a los protagonistas de una determinada serie televisiva que a nuestros vecinos más cercanos; escribimos mails a nuestros colegas de las oficinas al lado, en vez de mirarlos en la cara. Aparte del internet, la televisión es actualmente, sin duda, la fuente principal de información y deformación. Consumimos noticias de todo el mundo, talkshows y películas sin parar. No son pocas las casas en las que la televisión está encendida todo el día, incluso durante las comidas. Esto, obviamente, dificulta la conversación. Hay estudios que dicen, en sus conclusiones, que los niños europeos ven una media de cuatro horas diarias de televisión. En Estados Unidos, parece que ven todavía más, hasta seis horas al día, según las investigaciones del especialista Milton Chen, de San Francisco. Así cuando un chico empieza la enseñanza media, ha visto 18.000 horas de televisión y ha pasado 13.000 horas en la escuela. Su cabeza está llena de imágenes.
Pero incluso el más ávido telespectador se ve apartado, de vez en cuando, de su pantalla, y tiene que enfrentarse con la realidad de la vida cotidiana. Entonces se encuentra inmerso en un mundo inevitablemente menos emocionante que aquél de las imágenes. La vida diaria puede resultar lenta y aburrida; normalmente no es tan dinámica como una película. Es comprensible que se pueda tener ganas de huir, volver cuanto antes al mundo fantástico de la televisión, y no se quiera salir de él. Así, la televisión puede llegar a ser una droga. Somos nosotros los que hacemos de ella una de las múltiples "drogas electrónicas". Hace pensar que exista también la televisión tamaño-casete que se puede llevar en un transporte público, para no estar solo consigo mismo, ni quince minutos.
Tener un exceso de información
Un exceso de información puede ser otro gran impedimento para pensar. Vivimos en la era de los medios de comunicación de masas. Recibimos una inmensa cantidad de información. Quien intenta acceder inmediatamente a toda la información de los cinco continentes, quien no se pierde ninguna tertulia televisiva, ningún chat ni comentario político, o suele ver una película tras otra, puede convertirse en una especie de robot. Con frecuencia no tenemos ni tiempo, ni fuerzas suficientes para asimilar toda la información recibida. Además, absorbemos inconscientemente muchos miles de datos, cuando, por ejemplo, nos paseamos por el centro de una ciudad.
II. En busca de soluciones prudentes
¿Cómo actuar en esta situación? Hay una pequeña anécdota ilustrativa que se cuenta de la escritora alemana Ida Friederike Görres. Una vez, en los años cincuenta del siglo pasado, le preguntaron qué hacía para tener siempre ideas tan originales y saber juzgar con tanta claridad la situación de la sociedad. Respondió: "No leo ningún periódico. Así puedo concentrar mis fuerzas. De lo importante ya me enteraré de todas maneras". Naturalmente, esta postura es muy discutible y, en principio, no es digna de imitación. Pero sí puede invitarnos a reflexionar. Hoy, varias décadas más tarde, se ha multiplicado enormemente el volumen de la información que recibimos cada día, a la vez que se ha especializado. Los conocimientos de la humanidad se duplican cada cuatro años[1]. Será difícil para una persona llegar a tener convicciones propias sin una cierta "actitud distante" con respecto a los medios de información. El escritor ruso Dostoievski afirma: "Estar solo de vez en cuando, es más necesario para una persona normal que comer y beber"[2].
Evitar posturas defensivas
Es comprensible que algunas personas adopten una postura defensiva: prohíben a sus hijos ver la televisión, o ni siquiera quieren tener un aparato en su propia casa. Este planteamiento radical puede ser enriquecedor para la vida de familia y la propia cultura[3]. Sin embargo, no parece que sea el más apropiado para los retos de nuestro tiempo: el proyecto cultural no puede prescindir de la aportación del cine ya que éste asume un papel de primer plano, porque constituye el punto de encuentro entre el mundo de las comunicaciones sociales y otras formas culturales. Con controles y censuras, hoy en día, prácticamente no se consigue nada. Un alumno puede acceder por cable o satélite a todas las informaciones que quiera; puede ver los programas más nocivos en los bares, autobuses o tiendas, en las casas de los amigos o en la propia casa, cuando los padres están fuera (aparte de que casi la mitad de los adolescentes en Occidente tiene su televisión propia). Cuentan de una buena señora que había discutido mucho con sus hijos acerca de una determinada película, llena de escenas de brutalidad y violencia: los hijos querían verla, los padres lo prohibieron. El día en que salió esta película en la televisión, la señora tenía que acompañar a su marido a una cita importante. Como no estaba segura de si los hijos iban a obedecer o no, llevó la televisión consigo en el coche. Y los hijos vieron la película en casa de los vecinos.
No se consigue nada con prohibiciones. La meta no puede ser una simple renuncia. Esto es utópico y poco atractivo. Hace falta un esfuerzo más grande, que consiste en ayudar a los hijos, con argumentos sólidos, a utilizar bien la televisión: a tomar una actitud crítica positiva ante ella y descubrir sus ventajas y desventajas.
La televisión no es un enemigo; no es necesariamente una "caja tonta". Puede ser un buen amigo, un instrumento eficaz al servicio de la cultura y de la educación. Uno de los directores de la televisión alemana suele decir: "La televisión hace a los listos más listos y a los tontos más tontos"[4]. Conviene aprovecharla bien. Para lograrlo, es aconsejable ver junto con los educandos la televisión, y conversar después sobre lo que se ha visto. Así el aparato tan temido por algunos puede convertirse realmente en un "co-educador", en el sentido más pleno de la palabra.
Puede abrir nuevos horizontes y transmitir auténticos valores. Se puede descubrir también la propia responsabilidad por los programas, escribiendo cartas al director, haciendo sesiones de trabajo. De este modo cada uno puede salir del anonimato y de la pasividad, tan propios a la sociedad de consumo. Cada uno puede contribuir a buscar "una televisión con rostro humano": es decir, una televisión a la medida del hombre, y no un hombre a la medida de la televisión.
Adaptarse a la situación actual
En efecto, hace falta dar no sólo a los medios electrónicos, sino a toda la sociedad "un rostro humano". El primer paso para conseguirlo consiste en ser nosotros mismos verdaderamente "humanos", es decir, en vivir a la altura de nuestras posibilidades, esforzarnos por "ser quienes somos" —ni autómatas, ni marionetas— y abrirnos a los demás.
La globalización ha conducido a un gran cambio cultural en muchos ambientes tradicionalmente homogéneos. Pero esto no debe llevarnos al desconcierto. No puede ser que, en algunos círculos conservadores se vean personas preocupadas y agobiadas que añoran tiempos pasados. Pues una de las características fundamentales del mundo es su constante hacerse. Vivimos hoy de un modo distinto al que se vivía hace veinte, cincuenta o quinientos años. Nuestro tiempo no es un camino exterior por el que corremos, nuestro tiempo somos nosotros: es nuestro modo de ser y de ver la realidad, es nuestra mentalidad, son las experiencias que hemos tenido y la formación que hemos recibido, son nuestras sensibilidades y nuestros gustos y todas nuestras relaciones humanas.
Quien quiere influir en el presente, tiene que tener una actitud positiva hacia el mundo en que vive. No debe mirar al pasado, con nostalgia y resignación, sino que ha de adoptar una actitud positiva ante el momento histórico concreto: debería estar a la altura de los nuevos acontecimientos, que marcan sus alegrías y preocupaciones, sus ilusiones y decepciones, y todo su estilo de vida. "En toda la historia del mundo hay una única hora importante, que es la presente", dice Dietrich Bonhoeffer[5]. Los cambios de mentalidad invitan a exponer las propias convicciones de un modo distinto que antes, para que puedan comprenderlas también aquellos que no los comparten. A este respecto comenta un escritor español: "Naturalmente, yo no estoy dispuesto a modificar mis ideas por mucho que los tiempos cambien. Pero estoy dispuesto a poner todas las formulaciones externas a la altura de mis tiempos, por simple amor a mis ideas y a mis hermanos, ya que si hablo con un lenguaje muerto o un enfoque superado, estaré enterrando mis ideas y sin comunicarme con nadie"[6].
Abrirse al mundo
Cualquier persona, por erróneos que nos parezcan sus planteamientos, participa de alguna manera de la verdad: lo bueno puede existir sin mezcla de lo malo; pero no existe lo malo sin mezcla de lo bueno[7]. Por tanto, podemos aprender de todos. Si queremos comprender nuestro mundo, hemos de ampliar continuamente nuestro horizonte, profundizar en la verdad que hemos alcanzado, y buscarla allí donde puede encontrarse, esto es, en todas partes. En otras palabras, debemos estar dispuestos al diálogo, especialmente con aquellos que son distintos a nosotros.
Esta actitud —aparte de contribuir al bienestar de los demás (que se sienten apreciados)— facilita también el propio crecimiento. La situación es comparable a la de una persona que vive algún tiempo en el extranjero. Cuando vuelve al propio país, se da cuenta de que ha aprendido mucho: ve lo mismo de siempre, pero lo ve con otros ojos; puede distinguir ahora mejor entre lo esencial y lo accidental y ha adquirido cierta flexibilidad para adaptarse a nuevas situaciones. Por esta razón, en muchas empresas se prefiere dar el empleo a personas que tengan "experiencia en el exterior"; e incluso, muchas veces da lo mismo en qué país han vivido. Lo importante es que hayan estado fuera de su patria y hayan regresado.
III. Características del diálogo
Un diálogo no es una simple conversación, sino que es un encuentro entre dos (o varias) personas en un clima de amistad. Es una conversación hecha con un espíritu de apertura, comprensión y "benevolencia", en la que cada uno se muestra al otro tal como es y acepta al otro tal como es. Así, cada uno se enriquece con la parte de la verdad que viene del otro, y sabe integrarla armónicamente en su propia visión del mundo.
Un clima de amistad
En ocasiones, nos comportamos de un modo poco natural: nos cerramos ante los demás. En nuestra cultura aprendemos pronto a ser "fuertes" y a "defendernos" en la selva de la vida. La vulnerabilidad es peligrosa y por tanto prohibida. Tendemos a esconder sutilmente nuestras sombras y nuestros miedos, nuestras necesidades y debilidades. Algunos consiguen con este comportamiento un determinado reconocimiento social, pero pagan por ello un gran precio: niegan su propia humanidad, y renuncian a una vida en libertad.
Si una persona se esconde detrás de una muralla gruesa, no está ni en contacto consigo misma, ni tampoco le será posible entrar en contacto con otros. Para lograrlo, es indispensable "desarmarse", aceptar que soy vulnerable, reconocer los propios bloqueos, fisuras y deficiencias.
Quien ha encontrado su identidad, es una persona fuerte. No necesita ofender al otro para mostrar la propia superioridad. Es sereno, pacífico y generoso. Y cuanto más firmes son las propias convicciones, más flexible y acogedora puede ser la persona. Es como un árbol con raíces profundas, que da sombra, apoyo y alivio a quien lo busque.
Cuando se empieza a dialogar, cada uno debe ver lo bueno en el otro, según aconseja la sabiduría popular: "Si quieres que los otros sean buenos, trátales como si ya lo fuesen". Donde reina el amor, no hace falta cerrarse por miedo de ser herido. Por esto, es tan importante mostrar simpatía y cariño, si queremos entrar en contacto con los demás. Amar no consiste simplemente en hacer cosas para alguien, sino en confiar en la vida que hay en él. Consiste en comprender al otro con sus reacciones más o menos oportunas, sus miedos y sus esperanzas. Es hacerle descubrir que es único y es digno de atención, es ayudarle a aceptar su propio valor, su propia belleza, la luz oculta en él, el sentido de su existencia. Y consiste en manifestar al otro la alegría de estar a su lado.
Si una persona experimenta que es amada por lo que es, sin necesidad alguna de mostrarse competente o interesante, se siente segura en presencia del otro; desaparecen las máscaras y las barreras tras las que se ha escondido. Ya no hace falta ni demostrar ni retener nada; ya no hace falta protegerse. Cuando alguien adquiere la libertad de ser él mismo, se vuelve amable. Surge en él una vida nueva que le da una sana autonomía.
Conocer al otro
Para poder amar, hay que conocer. A veces, tenemos ideas bastante desfiguradas acerca de las tradiciones y costumbres de los ciudadanos extranjeros, y hacemos juicios injustos sobre sus planes e intenciones. En ocasiones, ignoramos completamente las razones que los mueven. Así, podemos inconscientemente y por falta de conocimientos contristar e incluso herirlos. Por ejemplo, la abstención de ciertos alimentos —en el caso de los musulmanes o judíos— puede parecernos caprichosa, si no consideramos la motivación religiosa que está en el fondo de este comportamiento.
Conviene tener en cuenta la disposición de ánimo de los demás, saber lo que quieren y lo que rechazan. Por eso es preciso estudiar su historia y cultura, su religión y vida espiritual, y hasta la psicología de su pueblo. ¿Conocemos todo lo que hay de bello y precioso en las otras culturas?
Pero para comprender a otra persona, necesitamos más que un conocimiento meramente libresco. Hace falta un conocimiento por simpatía, que llega más lejos que cualquier teoría, por muy acertada que sea: una madre conoce, ordinariamente, mejor a su hijo que un grupo de pedagogos.
El conocimiento por simpatía se logra en la convivencia, en el trato directo, en la mutua colaboración. En Alemania, durante varios siglos, los cristianos católicos y los evangélicos solían vivir en regiones distintas, frecuentar colegios diversos, eran muy pocos los matrimonios entre personas de distinta confesión y, en general, evitaban cualquier contacto personal. Así, unos construían de otros una imagen cada vez más falsa y menos acorde con las exigencias mínimas de la justicia. Pero cuando, durante la Segunda Guerra Mundial, los "hermanos separados" se encontraban de repente juntos en los campos de concentración del "Tercer Reich", luchando por la misma causa y dispuestos a morir —conjuntamente─ por su fe en Jesucristo, entonces "comenzó el ecumenismo en Alemania"[8]. Los católicos y los evangélicos descubrieron que tenían mucho en común, empezaron a apreciarse mutuamente y, favorecidos por los grandes desplazamientos de población después de esta horrible guerra —las expatriaciones y traslados forzados─, se pusieron a trabajar juntos. El encuentro existencial entre ellos les había revelado la falsedad de muchos de sus esquemas mentales.
Respetar al otro
El hecho de ser distintos constituye una gran riqueza y es, en principio, una fuente de aprendizaje continuo. Las diferencias no pueden ser negadas; no necesitan ser niveladas. Cada hombre es original y tiene el pleno derecho a serlo. Se ha llegado a decir que la capacidad de reconocer diferencias es por antonomasia la regla que indica el grado de cultura e inteligencia del ser humano. En este contexto podemos recordar un antiguo proverbio chino, según el cual "la sabiduría comienza perdonándole al prójimo el ser diferente". No es una armonía uniforme, sino una tensión sana entre los respectivos polos la que hace la vida interesante, le da profundidad y anchura, le da color y relieve.
Actualmente, tenemos un convencimiento más firme que en otras épocas de que cada hombre tiene el derecho de ser él mismo el protagonista de su vida; goza de una honda libertad para decidir su destino (que puede considerarse el núcleo de su intimidad). No podemos, bajo ningún pretexto, destruir ese espacio íntimo. Es esto lo que se intenta cuando se impide a alguien vivir según sus convicciones más profundas. Puede ser que esta persona realice objetivamente un mal, pero si lo hace "libremente" y siguiendo su luz interior, es mejor que cuando hace un bien de un modo forzado[9].
Esta actitud de profundo respeto lo manifestó, por ejemplo, el último rey polaco de la estirpe de los Jajhelloni. En los tiempos en que en Occidente tenían lugar los procesos de la Inquisición y se encendían hogueras para los herejes, este rey dio pruebas de la tolerancia cuando aseguró a sus súbditos: "No soy rey de vuestras conciencias"[10].
Por otro lado, hay que tener en cuenta que la actitud de respeto es más que mera tolerancia. Mientras la tolerancia proporciona solamente el margen (necesario) para una convivencia posible entre los hombres, el respeto apunta a la relación misma entre ellos y al desafío que supone la vida de uno para los demás. El hecho de que "la verdad se conoce por la fuerza de la misma verdad", no significa sólo la descalificación de todos los actos contrarios a la libertad y al aprecio de las decisiones del otro. Implica igualmente la responsabilidad, para todas las personas, de buscar el sentido completo de la existencia, cada una en la medida de sus posibilidades individuales.
Pero en lo relativo a los demás, el primer deber consiste en respetar las decisiones que ellos toman acerca de su vida. No debemos reprocharnos mutuamente estrechez de ánimo, hipocresía o una intencionalidad poco noble. No debemos poner etiquetas ni clasificar a nadie.
Sólo cuando uno trata de comprender al otro, se puede crear un clima de confianza. Y sólo cuando uno se muestra abierto hacia las personas que piensan de modo distinto, que hablan otras lenguas, que creen, piensan y actúan de modo diferente, se puede preparar un acercamiento mutuo. La delicadeza se refleja, no en último lugar, en el vocabulario. Lleva a eliminar palabras, juicios y actos que no sean conformes, según justicia y verdad, a la condición de los demás, y que, por tanto, pueden hacer más difíciles las mutuas relaciones con ellos.
Es conocido el extraordinario respeto que mostraba Tomás de Aquino hacia sus adversarios. Incluso cuando este gran filósofo de la Edad Media estaba completamente en desacuerdo con alguien, explicaba la idea contraria con los términos más favorables, claros y objetivos que le fuera posible, procurando no distorsionar el argumento con el fin de facilitar la prevalencia de su propia posición. En ocasiones demostraba tal imparcialidad a la hora de formular las posturas de los demás que las hacía parecer razonables y posibles; incluso, a veces, exponía las teorías con más convicción que sus instigadores[11].
Dar a conocer la propia identidad
Una persona que actúa según esta espiritualidad de diálogo, intenta dar a conocer todo lo que piensa, con claridad y suavidad, y adaptado a las circunstancias de cada caso. No busca compromisos baratos, sabiendo que no hay nada tan ajeno a la paz como una actitud relativista o indiferente ante la verdad. Por lo contrario, quiere hacer participar a los demás de las soluciones que ha encontrado.
Asimismo, para ganar en sinceridad en cualquier relación humana, es conveniente y necesario, dar a conocer la propia identidad. El otro quiere saber quién soy yo, y yo quiero saber quién es él. Si hacemos amistad con una persona de otra raza o nación, otro partido político o confesión religiosa, nos interesa realmente lo que piensa y cree. Si reprimimos las diferencias y nos acostumbramos a callarlo todo, previa conformidad tácita, tal vez podamos gozar durante algún tiempo de una armonía aparente. Pero en el fondo, nos moveríamos en un ambiente de confusión. No nos aceptaríamos mutuamente tal como somos en realidad, y nuestra relación se tornaría cada vez más superficial, más decepcionante, hasta que, antes o después, se rompería. En cambio, cuando seguimos cada uno fielmente nuestras propias convicciones, puede parecer, en ciertas circunstancias, que tenemos poco en común, que estamos bastante alejados los unos de los otros. Pero interiormente nos parecemos mucho más que cuando nos juntamos en acuerdos superficiales y dejamos de lado la pregunta por la verdad. Si cada uno sigue su propia luz interior, nos encontramos unidos en lo más hondo de nuestro ser. Tenemos la misma actitud fundamental que es la fidelidad a la propia conciencia. Existe entre nosotros una unidad no plenamente visible, pero sumamente real. Es tan real como la amistad que nos une.
Enriquecerse mutuamente
El diálogo consiste en dar y recibir; significa que ambas partes se escuchan atentamente, con ánimos de aprender, ya que "en todo comentario serio de un oponente se expresa una de las muchas facetas de la realidad"[12].
Es preciso distinguir entre lo fundamental (en lo que no podemos ceder sin cambiar nuestra identidad) y lo accidental (en lo que caben muchas opiniones distintas). El tener una sola postura, en cosas accidentales, es propio de ideologías. John Henry Newman comenta al respecto: "Siempre ha habido posturas diferentes... (en la vida intelectual y espiritual), y siempre las habrá. Si se terminaran para siempre, sería porque habría cesado toda vida espiritual e intelectual"[13]. Y Kierkegaard afirma que una persona se convierte en aburguesada, si absolutiza las cosas relativas[14].
Es enriquecedor conocer los pensamientos de los otros. Así se pueden corregir algunas posturas propias que tal vez se han vuelto exageradamente rígidas. En este sentido advierte San Agustín: "Que ninguno de nosotros diga que ya ha encontrado la verdad. Vamos a buscarla de tal manera, como si fuera desconocida para los dos. Entonces podemos buscarla con suma diligencia y caridad. Para ello es necesario que nadie piense arrogantemente que ya ha encontrado la verdad"[15].
Así, al final de un diálogo, nunca habrá un vencido y un vencedor; en el mejor de los casos encontraremos a dos (convencidos por la verdad).
Nota final
El diálogo nos exige buscar la propia identidad y superar aversiones y polémicas. Es un camino hacia la madurez y la paz. No siempre es fácil, pero nos ayuda a abrir las puertas (en vez de cerrar las fronteras) y a ver lo bueno en los demás (en vez de reprocharles su modo de ser diferentes). Aunque se producirán malentendidos y sufriremos decepciones, mientras los hombres vivan sobre la tierra, a través del diálogo podemos acercarnos, siempre de nuevo, al otro. Por esto es tan importante educar en el arte de practicarlo.
Jutta Burggraf
Notas
[1] Cf. P. HAHNE, Schluss mit lustig. Das Ende der Spassgesellschaft, Lahr/Schwarzwald 2005, p.119.
[2] F. M. DOSTOIEVSKI, cit. en Anselm GRÜN, 50 Engel für das Jahr, Freiburg-Basel-Wien 2000, p.53.
[3] Así, por ejemplo, Tonino GUERRA, el "poeta" que inspiraba al gran director de cine Federico Fellini, lanzó hace algún tiempo una provocación atrevida: "Apaguemos todos los televisores durante un año, verán cómo los valores, la fantasía y la espiritualidad renacerán en el corazón de todos". Cf. Las sanas provocaciones del Festival del Cine Espiritual, Agencia internacional "Zenit", 19-XI-1998.
[4] H. GIESECKE, Wozu ist die Schule da? Die neue Rolle von Eltern und Lehrern, 2ª ed. Stuttgart 1997, p.38.
[5] D. BONHOEFFER, Predigten, Auslegungen, Meditationen I, 1984, pp.196-202.
[6] J.L. MARTÍN DESCALZO, Razones para la alegría, 8ª ed., Madrid 1988, p.42.
[7] TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae I-IIae q.109, a.1, ad 1.
[8] W. KASPER, Ein Herr, ein Glaube, eine Taufe, en "Stimmen der Zeit" (2002/2), p.75.
[9] Cf. R. BUTTIGLIONE: Zur Philosophie von Karol Wojtyla, en Johannes Paul II., Zeuge des Evangeliums, ed. por St. HORN y A. RIEBEL, Würzburg 1999, pp.36 y39.
[10] JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la Esperanza, Barcelona 1994, p.160.
[11] Cf. J.PIEPER, Guide to Thomas Aquinas, Notre Dame/Indiana 1987, p.77.
[12] Ibid., pp. 83s.
[13] J. H. NEWMAN, cit. por J. L. MARTÍN DESCALZO, Razones para el amor, Madrid 1991, p.47.
[14] S. KIERKEGAARD, cit. en P. HAHNE, Schluss mit lustig. Das Ende der Spassgesellschaft, cit., p.73.
[15] SAN AGUSTÍN, Contra epistolam quam vocant fundamenti, Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum 25, 195.
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