1. Introducción
Las llamadas pruebas de la existencia de Dios son tentativas, pistas o señales para acceder a él racionalmente. El valor de las pruebas es de orden lógico, por lo que no es ni experiencial ni religioso. En el plano de la lógica no se puede pretender alcanzar al Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, ni al Dios Padre, manifestado en Jesucristo. Mas, para los que ya poseen un conocimiento religioso de Dios, y por lo tanto también para nosotros, los cristianos, es de un gran consuelo constatar que nuestra experiencia de Dios tiene igualmente el apoyo de la racionalidad.
Mientras que para las personas religiosas estos caminos tienen el valor de confirmar las propias convicciones, para los no creyentes son como flechas indicativas, pistas que merecen ser tomadas en consideración para quien quiere ser honesto con la realidad de las cosas. Y en ello le va mucho al hombre que busca la verdad, ya que solo en Dios el hombre encuentra su plena realización y su verdadera salvación.
En este artículo vamos a exponer la llamada prueba de la existencia de Dios a partir de la realidad del mundo. Esta forma de razonar parte del análisis de las propiedades de los entes mundanos, es decir, de toda la realidad de la que tenemos experiencia en este mundo, y concluye que, para su completa explicación, se precisa admitir otra realidad distinta, trascendente al mundo, que sea capaz de dar cuenta de sí misma y, al mismo tiempo, que explique el porqué del mundo y de sus propiedades.
Esta forma de razonar cuenta ya con una larga historia. Comienza en la filosofía griega, con Platón y Aristóteles, fue ampliada por los grandes filósofos medievales judíos y cristianos, entre los que destaca la figura de Santo Tomás de Aquino y, ya en la edad moderna, fue retomada por Leibniz y por toda la gran corriente filosófica de la neo-escolástica, entre otros autores contemporáneos.
Este camino hacia la realidad trascendente se ha revestido a lo largo de la historia del pensamiento de distintas formas, según la propiedad de la realidad mundana de la que se parta: el movimiento, las relaciones causa-efecto de los cambios, la finitud de las cosas, la evolución cósmica, etc. Aquí vamos a desarrollar el razonamiento a partir de la “contingencia” o ausencia de fundamento del propio ser, a fin de llegar a un fundamento último de toda la realidad mundana. Quizás sea esta la forma más concluyente del “argumento cosmológico”.
Aunque los no iniciados en filosofía pueden encontrar en ocasiones complicada esta manera de argumentar, inevitable por estar aquí en juego las cuestiones últimas de toda la realidad, los puntos culminantes del razonamiento serán, sin embargo, accesibles a todos, ya que en el fondo se trata de formular de un modo preciso la intuición del hombre religioso de que el mundo necesita de un Creador.
2. La pregunta decisiva
El deseo de saber ha impulsado al ser humano a investigar los enigmas de la realidad que le circunda. La aparición de algo nuevo en el mundo ha despertado siempre la curiosidad por saber las razones que lo han producido. Bien sean fenómenos naturales, como el arco iris o la erupción del volcán, bien sean fenómenos biológicos, como la transmisión de caracteres hereditarios o los motivos de una enfermedad, o bien se trate de la conducta del propio ser humano, siempre ha provocado la pregunta por las causas que pueden explicarlo.
La aplicación rigurosa del principio de causalidad científica ha permitido conseguir avances espectaculares en el conocimiento de la realidad en todos los ámbitos del saber empírico. La ciencia busca la explicación del estado actual del mundo en un estado anterior, del cual se deriva según unas leyes que ella misma trata de precisar. Y por este método, no solo hemos podido establecer conexiones entre fenómenos actuales, sino que hemos podido remontarnos hasta los estadios iniciales de la evolución cósmica.
Pero si queremos conocer el mundo en toda su misteriosa problematicidad, hemos de orientar nuestra investigación en una dirección radicalmente nueva. Las ciencias de la naturaleza nos van explicando cada vez con mayor precisión cómo es el mundo, dando por supuesto el hecho familiar de que “el mundo es”. Mas esto constituye también un problema, el mayor de los problemas: ¿por qué el mundo es?
Evidentemente nadie está obligado a hacerse este tipo de preguntas, e incluso no es fácil hacérselas, estando como estamos abocados a la realidad cotidiana, con sus mil preocupaciones y distracciones. Pero es posible plantearla ya que responde a una necesidad de orientarse en el mundo, por apuntar a cuestiones cruciales para todo ser humano, como saber de dónde venimos, qué somos y adónde vamos.
Desde el propio campo de la ciencia se escuchan llamadas a plantear este tipo de preguntas, a pesar de sobrepasar el ámbito de aplicación del método científico. Por ejemplo, el físico español Fernández-Rañada termina así su libro Los científicos y Dios:
La ciencia amplía inmensamente nuestro conocimiento del mundo y nos acerca a la belleza sublime de las leyes de la naturaleza. Pero, como actividad colectiva o sistema social, se mantiene al margen de las grandes preguntas que sus resultados sugieren. Esa es una tarea personal, como todo lo que atañe a la libertad, porque mantenernos abiertos a esas preguntas es lo que nos define como personas libres, al nivel más profundo, confiriéndonos una enorme grandeza, a pesar de nuestra pequeñez ante el universo (Fernández-Rañada, 2008: 288).
Es interesante constatar cómo el avance de los descubrimientos en el terreno de las ciencias naturales impulsa al espíritu humano a plantearse las preguntas decisivas en torno al Universo y al misterio de su existencia y organización. El premio Nobel de Física, descubridor de la hipótesis cuántica, base del conocimiento del mundo de los átomos, el alemán Max Planck (1858-1947), afirmaba en su libro ¿A dónde va la ciencia?: “El progreso de la ciencia consiste en el des- cubrimiento de un nuevo misterio cada vez que se cree haber descubierto una cuestión fundamental [...] La ciencia es incapaz de resolver el misterio último de la naturaleza” (Planck, 1941)
Ahora bien, lo que la ciencia es incapaz en virtud de su método puede y debe planteárselo la filosofía y también el científico como persona. Uno de los más grandes filósofos del siglo XX, Martín Heidegger (1889-1976), formuló así la decisiva cuestión acerca del mundo, como conclusión de su libro ¿Qué es Metafísica?:
La filosofía solo se pone en movimiento por una peculiar manera de poner en juego la propia existencia en medio de las posibilidades radicales de la existencia en total. Para esta postura es decisivo [...] por último quedar suspensos para que resuene constantemente la cuestión fundamental de la metafísica, a que nos impele la nada misma: ¿Por qué hay ente y no más bien nada? (Heidegger, 1976: 553).
La pregunta de por qué hay algo y no más bien nada se dirige al hecho fundamental de que existe el “ente”, es decir, el mundo. Si nunca hubiera habido nada, ni mundo, ni hombres, ¡nada!, no habría que preguntarse ningún porqué, no solo por el hecho elemental de que tampoco nosotros existiríamos, sino, sobre todo, porque no habría nada que explicar. Pero el caso es que hay mundo y un mundo muy complejo y ordenado, con unos procesos que no pueden menos que causar admiración a quien los estudia... ¿Por qué hay mundo y no más bien la nada? ¿Qué razón puede darse de que yo mismo, todo lo que me rodea, el planeta tierra, el sistema solar, las galaxias..., el universo entero exista y no, más bien, jamás haya existido nada, nunca nada?
Ciertamente, la experiencia de la problematicidad radical de todo lo que existe no es una experiencia ordinaria. Vivimos habituados al hecho de que el mundo existe y es tal como nos lo explican las ciencias. Partimos de este hecho y no solemos cuestionarnos su porqué. Solo haciendo un esfuerzo intelectual y en condiciones psicológicas favorables, podemos tener la experiencia del misterio profundo que rodea la afirmación fundamental: “el mundo es”. Pero esta experiencia es posible y auténtica.
La pregunta decisiva expresa la problematicidad del ser de todo lo que existe. Las cosas del mundo, los entes, evidentemente existen, están ahí, y podemos conocerlos y estudiar su origen y evolución. Ahora bien, el porqué de su ser, la razón de que existan, es lo que resulta últimamente problemático para aquel que quiera llegar hasta el fondo en la explicación de las cosas. Todo queda entonces cuestionado. Todo queda afectado por la pregunta fundamental. Las cuestiones del origen, de la evolución, de los cambios, de la aparición de nuevos estados..., todo queda abarcado por la gran pregunta que está en la base de las demás. Si esta se responde, las demás cuestiones de la ciencia y de la vida ordinaria podrán plantearse tras ella, ya que esta pregunta es previa y como el sustrato de todas las demás.
3. La necesidad de un absoluto
La pregunta decisiva no trata de hallar un estado original, a partir del cual comience la historia cósmica. En ese sentido se diferencia radicalmente de las ciencias. El porqué buscado ha de dar razón de la existencia de todos los entes, en un primer momento, actualmente y en el futuro. Es decir, no se trata del comienzo, sino de la razón de ser.
Igualmente debe darse una razón de ser en el supuesto de un universo eterno. El problema del fundamento de la existencia del mundo es distinto del de su finitud o infinitud temporal. Ya Santo Tomás, en el siglo XIII, disputando con los averroístas latinos, que defendían la eternidad del mundo, hacía ver que un universo eterno –si es que efectivamente lo es– tendría que tener una causa eterna de su ser.
Si no estamos dispuestos a admitir que la realidad es absurda, cosa muy difícil de sostener consecuentemente, a la pregunta sobre cómo es posible el ente ha de responderse admitiendo la necesidad de una realidad última que se fundamenta a sí misma. Esta realidad responde por sí misma de su propia existencia y, por lo tanto, puede justificar por qué existen los demás entes. Es decir, ha de existir un ser absoluto, algo o alguien, dentro o fuera del mundo, que tiene en sí mismo la razón de su propio ser.
Para comprender esta idea, es preciso tener claro dos importantes conceptos filosóficos: ser contingente y ser necesario. Se llama “ser contingente” a aquella realidad que, aunque existe, puede no existir, porque no tiene en sí misma el fundamento de su ser. El “ser necesario” es aquella realidad que tiene en sí misma la razón y fundamentación de su ser.
El análisis filosófico muestra que, si todo es contingente, nada habría podido llegar a la existencia y nada se sostendría actualmente en el ser. Si todo tiene su razón en otro, no puede explicarse la existencia de ninguna realidad. Por lo tanto, algo tiene que ser necesario, tener en sí mismo el fundamento de su ser y poder de esta manera dar razón de la realidad entera.
La experiencia de la contingencia es algo habitual para nosotros, aunque en el lenguaje ordinario no la denominemos así. Cada uno de nosotros nos damos cuenta de que existimos, pero también de que nuestra vida “pende de un hilo”. Vinimos al mundo sin haberlo pedido y en cualquier momento podemos dejar de existir, a causa de una enfermedad repentina o de un desgraciado accidente.
Sentimos, así, que nuestro ser se nos ha dado, que no disponemos de él y que el porqué de nuestra existencia ha de buscarse en algo distinto a nosotros mismos. Pero tampoco las personas que nos rodean están en mejor situación. También ellas son contingentes y la experiencia de todos los días se encarga de mostrar- nos hasta qué punto es esto verdad. Aparecen nuevos seres humanos que antes no existían y otros desaparecen, con el dramatismo que ello reviste, sobre todo cuando se trata de seres queridos. Tampoco ellos pueden disponer por completo de sus vidas y la razón de su existencia está en algo distinto a su propia voluntad.
Los demás entes del mundo son igualmente contingentes. Son limitados en el tiempo, aparecen y desaparecen, aunque sus períodos de existencia escapen muchas veces a nuestra experiencia vital. Los animales, las plantas, las montañas o los propios astros, que nos parecen estar ahí desde siempre, han surgido en algún momento, que las ciencias actuales son capaces de datar con mucha apro- ximación, y algún día se descompondrán. Sus propios componentes elementales se han formado en el tiempo y en el tiempo desaparecerán. La ley física de la entropía no parece excluir a nada en este mundo.
Pero no es solo la finitud en el tiempo el único exponente de que nada en este mundo tiene en sí mismo la razón de su propio ser. Las cosas son limitadas en su perfección, son mutables, precisan de otros, etc. No se ve, por mucho que las es- tudiemos, dónde residiría la razón de su propia existencia y perfección ontológi- ca. Hoy la ciencia ha descubierto muchos secretos de la composición de la mate- ria, hasta sus niveles más ínfimos y elementales y estamos a punto de descubrir la energía básica, a la que podrán reducirse los demás tipos de energía conocidos... La realidad de este mundo está dejando de tener el carácter misterioso que podía tener en la época de los griegos o en el Renacimiento.
Si, por lo tanto, las cosas de este mundo existen, desde los seres humanos hasta los átomos de hidrógeno perdidos en los inmensos espacios interestelares, pero nada en sí mismo puede justificar el porqué de su existencia, la razón humana se ve obligada a admitir un ser absoluto, sea lo que este sea, que pueda justificar su propia existencia y la de todo lo demás. De lo contrario no se podría explicar racionalmente por qué existe el ente y no más bien la nada. Algo tiene que tener en sí el fundamento de su propio ser, la razón de su propia existencia. Este algo existe como el hecho último, sin que pueda reducirse o explicarse por ninguna otra cosa. A partir de él, todo lo demás puede ya tener una explicación. Ha de haber, pues, un absoluto.
Esta manera de razonar se nos impone por la fuerza de los hechos. Salvando las distancias entre esta cuestión última del conocimiento del mundo y un ejemplo trivial de nuestra experiencia cotidiana, podemos intentar ilustrar la lógica de esta forma de argumentar con la siguiente comparación: supongamos que, al conectar nuestro aparato de televisión, aparecen unas molestas rayas que impiden la correcta visión del programa. Decididos a encontrar la razón de estas interferencias, vamos cambiando de canal, por ver si es la emisora quien las produce. Las rayas aparecen en todos los programas sintonizados. Buscamos entonces la razón de la anomalía dentro del aparato y, creyendo que está averiado, llamamos a un técnico. Si el aparato está en perfectas condiciones, no por ello descansamos en nuestra búsqueda: algo tiene que justificar la existencia de este fenómeno extraño. Por sí mismas estas rayas no han aparecido. En algo tiene que estar su razón de ser... Sustituimos el aparato en color por el viejo televisor en blanco y negro que teníamos retirado y de nuevo vuelven a aparecer las interferencias. Si no son las emisoras, ni el aparato nuevo, tendrá que ser la antena o el cable de conexión... ¡Tampoco! En este momento se impone ya una investigación en toda regla. Es preciso encontrar el fundamento de estas anomalías, para saber a qué atenernos en el futuro... Si también los vecinos consultados tienen el mismo problema, parece que ya no cabe ninguna duda: en algún sitio debe haber una fuente de radiación que justifique las interferencias de todos los televisores del vecindario. No sabemos su naturaleza, ni su procedencia, pero tiene que haberla. De no admitirlo, nos resultaría absurda e incomprensible esta realidad. El encontrar cuál es este fundamento “absoluto” de los molestos “entes” de los televisores es ya cuestión de paciencia y de ganas de profundizar en el tema. ¡Y no haríamos mal en atender a los que afirman haber tenido la experiencia de ver a un radioaficionado montando su emisora en una casa del barrio!
4. El panteísmo materialista
De la admisión de un ser necesario o realidad absoluta, que tenga en sí misma la razón de su propia existencia, no se sigue, sin más, que estemos hablando de Dios o de alguna realidad trascendente al mundo. Hasta aquí también pueden asentir los ateos, así como los que defienden un monismo panteísta o los partidarios del materialismo dialéctico.
El problema que se nos plantea ahora es saber si ese ser absoluto es algo de este mundo o el mundo en su totalidad, o, por el contrario, es algo distinto de la realidad mundana, es decir, una realidad trascendente.
Dados los conocimientos científicos actuales y su investigación sistemática sobre cada uno de los ámbitos de realidad, no es probable que nadie se atreva a identificar el ser necesario con alguna de las realidades concretas del mundo. Recordemos que el ser necesario es aquel que es fundamento de su ser y razón de la existencia de todo lo demás. Ningún ser vivo, ni los minerales, ni nada de lo que tenemos experiencia sobre la tierra puede ser el absoluto que buscamos. Tampoco los astros lo pueden ser. Hoy conocemos bien su composición y su origen en el tiempo. El ser absoluto no es ningún “ente” en concreto.
Pero, si bien ninguna cosa de este mundo es considerada hoy el fundamento de todo lo demás, se ha dado en la historia del pensamiento toda una tradición que identifica el ser absoluto con la realidad toda del mundo, es decir, con el mundo como totalidad. El universo como un todo es el ser necesario. Se da aquí una absolutización del mundo, considerándolo como la realidad primordial y necesaria. Esta corriente arranca de la metafísica griega de Parménides, de Heráclito y de los estoicos y continúa por la tradición panteísta medieval y renacentista, hasta culminar en Hegel y en el materialismo dialéctico.
El universo, en esta perspectiva, ha de considerarse necesariamente eterno, ya que si tuviera un comienzo necesitaría claramente de una causa distinta de él para poder llegar a la existencia. Por eso se crearán hipótesis y modelos de uni- verso, sin apoyo suficiente en los datos científicos, que eviten las implicaciones teológicas de un universo finito en el tiempo. Cuando todavía esta cuestión se considera científicamente “abierta”, el intento de hacer del mundo la realidad absoluta necesita afirmar infinitos ciclos de expansión y regresión cósmicas y una regeneración de la energía, que desmiente el principio físico de la entropía creciente del universo.
Pero, además, este universo, la materia-energía de la que habla la ciencia, ha de tener en sí mismo la razón de su propio ser: debe ser ontológicamente autosuficiente. No solo es que existe eternamente, sino que debe existir necesariamente, por tener en sí mismo el fundamento de su propia existencia.
Estando en evolución, al menos en este planeta del que podemos tener ex- periencia, y siendo por definición la materia-energía que conocemos la única realidad existente, ella ha de ser capaz de explicar por sí misma la extraordinaria aventura de la aparición de la vida, con el orden prodigioso que implican las estructuras de los organismos vivientes. La materia posee unas leyes muy “inteligentes”, si se me permite la expresión, que la hace progresar constantemente hacia formas de vida cada vez más centralizadas, más complejas y con un mayor psiquismo. La materia-energía de los primeros instantes, los electrones y protones de los primitivos átomos de hidrógeno y de helio, han sido capaces por sí solos, por puro azar o por unas virtualidades desconocidas, de producir las moléculas de ADN, las células, los complejos organismos vivientes pluricelulares y toda la prodigiosa serie de “inventos” que suponen los pulmones, el corazón o el cerebro de los mamíferos.
Pero si el universo es el ser absoluto, este ha de dar razón igualmente de la aparición sobre la tierra de la conciencia refleja y de la libertad humana, fenómenos ambos que no son materiales. O bien se reduce la novedad del espíritu humano o bien se tiene que explicar por puros procesos de la materia.
Todo esto evidentemente supone una doctrina metafísica que escapa a los límites de la objetividad científica de la que hacen gala tantos materialistas de nuestro tiempo. En este sentido, identificar el mundo con el absoluto que necesariamente tiene que existir supone una opción muy comprometida, racional- mente hablando.
En primer lugar, nada permite descubrir en la estructura de las partículas elementales que forman la materia-energía primordial la admirable propiedad de tener que existir necesariamente, la suficiencia ontológica. ¿En dónde radicaría la razón de existir necesariamente de las cargas eléctricas, positivas o negativas, que forman los átomos de hidrógeno, el elemento más simple del universo, a partir del cual se han ido formando todos los compuestos materiales más complejos?
Además, si la evolución cósmica ha sido obra solamente de un azar ciego, ¿no ha sido mucha suerte, a fin de cuentas? Son muchos los científicos y filósofos que se han opuesto a una explicación del proceso evolutivo de fondo en meros términos de azar:
E. Kahane, siguiendo las huellas de su maestro A. T. Oparin, encuentra la explicación por el azar completamente absurda e imposible, y en esto tiene toda la razón. El azar no explica la génesis del menor de los cuerpos monocelulares, y mucho menos la génesis de los millones de especies cada vez más complejas, más perfeccionadas y provistas de un sistema nervioso progresivamente desarrollado.
Haría falta que el azar se renovara continuamente en la invención de cada especie, cosa que Émile Borel llamaba el milagro de los monos dactilógrafos. Pero, aun así y todo, la existencia del psiquismo no soportaría tal explicación (Tresmontant, 1974: 276).
En efecto, refiriéndonos al psiquismo humano, podemos plantearnos si, sien- do la conciencia refleja, por la que yo me siento ser y desde la que planeo mi propia vida, algo exclusivamente “interior”, ¿puede ser la materia, por sí sola, el origen último de la conciencia?, ¿se puede explicar la conciencia, en última instancia, como resultado del proceso de la sola materia? El padre Juan Alfaro, estudiando detenidamente el tema, afirma:
La materia es, esencialmente, realidad sensible y tales son también sus procesos: sensible y material son idénticos. El carácter fundamental de la conciencia, su inaccesibilidad a la verificación empírica (sensible), no permite explicar su origen con los procesos de la sola materia (Alfaro, 1988: 211).
Y poco más adelante añade:
La reflexión sobre la imposibilidad del salto, desde los procesos materiales-sensi- bles de la naturaleza a la interioridad de la conciencia, gana en claridad cuando se trata del salto de los procesos naturales a los actos libres. La decisión de la libertad rompe todos los esquemas pensables de un proceso meramente natural, es decir, controlable mediante la experiencia empírica. El devenir cósmico no puede ser el origen de la libertad humana (Alfaro, 1988: 212 en nota).
Queda como último recurso explicar la razón del ser y de la evolución cósmica en “virtualidades” insospechadas de la realidad mundana, que ya pre-contenía potencialmente toda la perfección ontológica que después irá apareciendo con el tiempo. Estamos en la vieja corriente de lo que, sin demasiados matices, podemos denominar globalmente panteísmo materialista, para diferenciarlo del panteísmo místico o religioso.
Este panteísmo, sobre todo cuando pierde el halo místico de la compleja filosofía hegeliana y se transforma en monismo materialista con K. Marx y el positivismo cientificista de los siglos XIX y XX, afirma, explícita o implícitamente, que el mundo es el ser necesario y absoluto; es la única realidad, y en ella está pre-contenida todo lo que irá apareciendo en el despliegue de sus virtualidades a lo largo de la historia. El mundo es autosuficiente, eterno, increado, imperecedero, capaz de producir por sí solo la vida y el pensamiento. Es capaz de dar razón del ser de toda la realidad y de todos los procesos que ocurren en ella desde toda la eternidad.
Esta solapada divinización del universo es una actitud intelectual ampliamente extendida en nuestro mundo contemporáneo. Se intenta negar una realidad trascendente atribuyendo a la realidad mundana propiedades semejantes a las que los teólogos atribuyen al Dios de las religiones monoteístas. Y así puede explicarse la existencia del mundo y la complejidad de la realidad existente. Es, en realidad, una doctrina metafísica, que cuenta ciertamente con una larga tradición en las filosofías y teosofías de la historia del pensamiento humano, occidental y oriental.
Pero, cada vez más, a medida que progresan nuestros conocimientos científicos acerca del universo, no se ve cómo poder divinizar los átomos de hidrógeno y de helio. Antiguamente se podía atribuir al mundo propiedades tan extraordinarias porque no se le conocía bien. Actualmente, y cuanto más lo conocemos a través de las ciencias naturales, menos se advierte cómo podríamos prestarle los atributos de ser absoluto, necesario, eterno, autosuficiente, capaz de crear por sí solo vida y pensamiento.
Resumiendo: además de no poder dar una explicación adecuada a la cuestión de por qué existe el ente y no más bien la nada,
para mantener que el universo es el único Ser, es necesario, subrepticia y fraudulentamente, o bien cargar las realidades antiguas, la materia en este caso, de poderes exorbitantes, de poderes divinos, o bien reducir en la medida de lo posible la novedad de los órdenes de realidades que aparecen históricamente. Ambas tentativas no respetan la realidad, el dato (Tresmontant, 1969: 118).
Admitir esta metafísica es una opción intelectual posible, pero lleva consigo la aceptación de postulados no avalados seriamente por ningún tipo de razones, ni científicas ni filosóficas. Se trata de una fe filosófica últimamente infundada.
Así pues, si es necesario un ser absoluto y este no parece ser nada de este mundo, ni el mundo en su totalidad, estamos obligados a buscarlo más allá de las realidades mundanas, en el ámbito de la trascendencia.
5. La realidad trascendente
La gran tradición metafísica teísta ha visto siempre las huellas de la contingencia del mundo en su finitud. Ni el mundo en su totalidad, ni mucho menos ninguno de los entes mundanos, pueden ser el absoluto, ya que este ha de ser infinito y el mundo es con seguridad finito en el espacio, muy probablemente finito también en el tiempo y limitado constitutivamente en cuanto a su perfección ontológica.
Por fundamentarse a sí mismo, el absoluto ha de poseer la plenitud absoluta del ser, es decir, la plena realización de toda perfección posible. En la formulación de la metafísica de Santo Tomás, él es el puro Ser, la fuente de toda perfección ontológica, de la que las cosas reciben una participación finita.
Por todo ello, lo absoluto es la infinitud como realidad, es eterno, no se le puede agregar nada, es la plenitud insuperable y la más íntima unidad de todas las perfecciones. En efecto, lo que existe de tal manera que su fundamento se identifica de lleno con ello, que es la completa identidad consigo mismo, no puede ser finito ni mudable (al menos debe excluirse la mutabilidad en el sentido del paso de un estado de imperfección inicial a otro estado con mayor perfección), tampoco puede estar referido a otra cosa, no es divisible, ni caduco, ni nada similar (Weissmahr, 1986: 82).
Evidentemente, estas propiedades del absoluto difieren totalmente de las propiedades de los entes intramundanos, e incluso del mundo tomado como un todo. De ahí la necesidad de concebir lo absoluto como trascendente al mundo. Él es quien confiere el ser a las realidades contingentes del mundo, lo que las fundamenta íntimamente y por ello constituye la razón de su existencia real.
Pero su trascendencia no debería imaginarse como un estar fuera del mundo. Lo absoluto no es un ente más, opuesto al mundo, y solo mucho mayor que él. Su trascendencia significa más bien que lo absoluto existe de un modo totalmente distinto e incomparablemente más perfecto que el mundo; lo cual, sin embargo, lejos de excluir su presencia y, por ende, su cognoscibilidad a través del mundo, la hace posible (Weissmahr, 1986: 85).
El paso de las realidades mundanas al absoluto trascendente ya no puede hacerse mediante la aplicación del principio de causalidad científica o empírica.
Hay que repetir de nuevo que no estamos buscando un “antes” o un principio de la serie. El absoluto no forma parte de la cadena de los entes. El absoluto debe fundamentar el ser de lo primero, pero también de lo presente y de lo futuro; la serie entera de los entes mundanos reciben de él su ser y él está como equidistante de todos ellos, en cuanto que desde dentro los hace ser.
Se aplica aquí el principio de causalidad trascendente o uso metafísico del principio de causalidad. Nadie puede negar a la razón humana el derecho de intentar llegar hasta el final buscando los presupuestos ineludibles de la realidad de la que tenemos experiencia. Por ello, nos vemos obligados a rebasar el ámbito de lo empírico, para afirmar, en la oscuridad de lo que está más allá del ente mundano, la razón suficiente de su existencia y de su perfección ontológica.
El filósofo Leibniz formulaba así esta exigencia lógica de buscar la razón suficiente última de toda la realidad contingente:
Il faut que la raison suffisante, qui n’ait plus besoin d’une autre raison, soit hors de cette suite des choses contingentes, et se trouve dans une substance, qui en soit la cause, et qui soit un Être nécessaire, portant la raison de son existence avec soi. Autrement on n’aurait pas encore une raison suffisante, où l’on puisse finir. Et cette dernière raison des choses est appelée Dieu (Leibniz, 1976: 332).
Nos vemos, pues, invitados a una decisión razonable, pero libre. No tenemos experiencia directa de ese Ser necesario trascendente que, por estar más allá de los entes mundanos, se nos presenta como imposible de verificar empíricamente y, lo que es más, como lo radicalmente desconocido. Sin embargo, la contingencia de los entes mundanos es un signo de su necesaria acción fundamentadora. Sin él nada podría ser. Todo ha de existir por él. Podemos negarnos a admitirlo, pero entonces todo queda sumido en el absurdo y en la falta de razón.
En el propio corazón de toda la realidad late el fundamento del ser. Lo radicalmente otro del ente se anuncia aquí invitando al asentimiento.
En el más allá de todo algo, del abismo sin fondo, se anuncia el misterio: aquello que soporta y decide todo ser, el porqué oculto, el origen callado, el fundamento incondicional. Se anuncia en la decisión incondicional del ser, cuando la consideramos a la luz de la pregunta: ¿Por qué existe algo en general y no, más bien, nada?; tenemos razones más que sobradas para creer en el fundamento abismal e infinito (Welte, 1982: 98).
En su importante libro El hombre y Dios, Xavier Zubiri llega a una conclusión semejante. Con el rigor que caracteriza su pensamiento, concluye así su profundo análisis de la realidad:
Dios no es una realidad que está ahí además de las cosas reales y oculta tras ellas, sino que está en las cosas reales mismas de un modo formal. Por tanto, la realidad absolutamente absoluta es ciertamente distinta de cada cosa real, pero está cons- tituyentemente presente en esta de un modo formal. Por esto es por lo que toda cosa real es intrínsecamente ambivalente. Cada cosa, por un lado, es concreta- mente su irreductible realidad; pero, por otro lado, está formalmente constituida en la realidad absolutamente absoluta, en Dios. Sin Dios en la cosa, esta no sería real, no sería su propia realidad... Así pues, Dios existe, y está constituyendo formal y preciosamente la realidad de cada cosa. Es por esto el fundamento de la realidad de toda cosa y del poder de lo real en ella (Zubiri, 1984: 148-149).
6. La epifanía del misterio absoluto
Después del análisis que venimos realizando, debemos preguntarnos: ese Misterio absoluto que nos vemos razonablemente invitados a reconocer ¿es realmente el Dios de las religiones históricas? Más todavía, ¿es el Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, objeto de nuestra fe y de nuestra esperanza?
El Misterio Absoluto ha de tener un carácter personal, es decir, debe tener al menos las cualidades de la inteligencia y voluntad propias de sus criaturas, aunque en un grado muy superior, ya que, siendo el fundamento y la razón de ser de los seres personales, no puede tener menos que lo que él mismo ha originado. Debido a ese carácter personal, no puede excluirse que el Misterio pueda y quiera manifestarse positivamente a la experiencia humana. Ese encuentro, ciertamente posible, entre la realidad absoluta y el ser humano, debería tener entonces el carácter de una “epifanía” o manifestación en unos acontecimientos de revelación de su propio ser y de su designio sobre la realidad que él fundamenta. A modo de ejemplo, y para comprender mejor lo que estamos diciendo, podríamos traducir este razonamiento filosófico al lenguaje religioso cristiano, diciendo que el Dios Creador, Persona infinita, podría manifestarse a sus criaturas mediante la revelación de su nombre y su ser divino y descubrirnos su designio de salvación de la humanidad. Como posibilidad, nada puede impedírselo.
Ahora bien, a través del mero pensamiento no puede demostrarse que eso haya sucedido, pero tampoco puede excluirse racionalmente. Ante los relatos positivos de esta revelación, tomada en sentido amplio, tal como lo afirman las religiones de la historia de la humanidad, cabe contar con su oportunidad y pensar sobre las condiciones de su posibilidad. Hemos, pues, de distinguir una doble cuestión: la epifanía divina como eventualidad y la epifanía divina como realidad acaecida en la historia.
La más importante de las condiciones de posibilidad de la revelación en la historia es que el Misterio Absoluto, infinito y eterno, solo lo podremos conocer si en su aparición se somete a las condiciones de la limitación de nuestro conoci- miento, necesariamente ligado al espacio y al tiempo. De ahí se desprende que el Misterio, radicalmente desconocido, tendrá que recibir un nombre, por el que se distinguirá de todos los demás objetos de este mundo. Poniendo de nuevo como ejemplo la revelación bíblica, el Misterio Absoluto recibirá el nombre de Yahveh o bien el de Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Por otra parte, lo eterno deberá aparecer en un tiempo, el kairos, es decir, en el momento concreto en el que se produjo esta revelación al hombre: en el tiempo de la liberación del pueblo hebreo de Egipto o reinando el emperador Augusto, siendo Cirino gobernador en Siria. Finalmente, lo infinito se ha de manifestar en un lugar determinado, que podremos señalar diciendo: ahí sucedió. Será el caso de Ur de Caldea para Abrahán, la zarza ardiendo del Sinaí para Moisés o la ciudad de David, que se llama Belén, para el nacimiento de Jesús.
En estas experiencias de epifanía, caso de que se den, el Misterio Infinito ad- quiere una fisonomía clara. En este abrirse por su manifestación en el espacio y en el tiempo, el Misterio Absoluto se hace realmente Dios para los hombres: el Dios de la historia de la religión.
Ahora bien, en cualquier caso, si se revela el Misterio Absoluto, se llega a la paradoja de que él se manifiesta en la cercanía de su forma finita, pero dejando notar simultáneamente la lejanía de su trascendencia. Esto es debido a que, si en la revelación no se manifestase al mismo tiempo la trascendencia de lo divino en la cercanía de lo mundano, lo que aparecería entonces ya no sería Dios, sino una cosa o una persona como las otras de este mundo, y entonces no habría nada especial en ello; no habría religión. Es por ello por lo que, en los acontecimientos de la revelación se experimenta tanto la cercanía como la lejanía de lo divino.
Dios habla en su aparición mundana y el hombre experimenta lo que es más que la manifestación concreta de lo divino.
Si ahora atendemos a la segunda cuestión de la que hablábamos anteriormente, es decir, a la epifanía divina como realidad acaecida en la historia, habremos de admitir que de la posibilidad de la epifanía del Misterio no se puede pasar, sin más, a la afirmación de su realidad. Si ha existido de hecho algo así, no puede establecerse por la mera razón. Pero aquí el pensamiento racional tiene razones bien fundadas para escuchar los testimonios positivos de la historia de las religiones. Por lo tanto, los relatos religiosos pueden confirmar lo que habíamos formulado previamente en forma de hipótesis: que, de hecho, Dios se ha manifestado al hombre.
En el caso de la fe cristiana, haremos bien en atender lo que se dice al comienzo de la carta a los Hebreos (y las pruebas empírico-históricas del paso por la tierra de Jesús de Nazaret):
En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de la Majestad en las alturas (Hb 1, 1-3).
Para el cristiano, todas las representaciones de Dios que se han dado en la historia de las religiones no son sino una preparación para el gran acontecimiento de la revelación definitiva de Dios al mundo en su Hijo Jesucristo. El Misterio Absoluto se ha hecho en Cristo definitivamente Epifanía. Como afirmó el gran historiador de las religiones, Mircea Eliade: “La vida religiosa entera de la humanidad no sería sino una expectación de Cristo” (Eliade, 1981: 52 en nota).
Pero en estos momentos hemos abandonado ya el campo de la razón para penetrar en el terreno de la fe; hemos dejado la filosofía de la religión para penetrar en el ámbito de la teología fundamental. Lo cual debería ser el objeto de otro artículo.
Esteban Escudero Torresa, en https://dialnet.unirioja.es/
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